Juan Rulfo
(1918-1986)

Pedro Páramo (1955)

      Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
       Todavía antes me había dicho:
      —No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
      —Así lo haré, madre.
      Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.


      Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias.
      El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.»
      —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
      —Comala, señor.
      —¿Está seguro de que ya es Comala?
      —Seguro, señor.
      —¿ Y por qué se ve esto tan triste?
      —Son los tiempos, señor.
      Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.» Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.
      —¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
      —Voy a ver a mi padre contesté.
      —¡Ah! — dijo él.
       Y volvimos al silencio.
       Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
      —Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
      Luego añadió:
      —Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
      En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
      —¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
      —No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
      —¡Ah!, vaya.
      —Sí, así me dijeron que se llamaba.
       Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
       Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
      —¿A dónde va usted? —le pregunté.
      —Voy para abajo, señor.
      —¿Conoce un lugar llamado Comala?
      —Para allá mismo voy.
      Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
      —Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
       Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
      Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
      —Hace calor aquí —dije.
      —Sí, y esto no es nada me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
      —¿ Conoce usted a Pedro Páramo? — le pregunté.
       Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
      —¿Quién es? —volví a preguntar.
      —Un rencor vivo —me contestó él.
      Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
       Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.
      Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
      —Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose— ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
      —No me acuerdo.
      —¡Váyase mucho al carajo!
      —¿Qué dice usted?
      —Que ya estamos llegando, señor.
      —Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí?
      —Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
      —No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
       —No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
      —¿ Y Pedro Páramo?
      —Pedro Páramo murió hace muchos años.


      Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.
      Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
      Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
      Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿ Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted.»
      Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
      —¡Buenas noches! —me dijo.
      La seguí con la mirada. Le grité:
      —¿Dónde vive doña Eduviges?
      Y ella señaló con el dedo:
      —Allá. La casa que está junto al puente.
      Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
      Había oscurecido.
      Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.
      De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre. . . la viva.
      Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?” A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe.»
      Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:
      —Pase usted.
      Y entré.


      Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía antes de despedirse:
      —Yo voy más allá , donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga;. Y me quedé. A eso venía.
      —¿Dónde podré encontrar alojamiento? —le pregunté ya casi a gritos.
      —Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
      —¿Y cómo se llama usted?
      —Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.


      —Soy Eduviges Dyada. Pase usted.
      Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados. Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.
      —¿ Qué es lo que hay aquí? —pregunté.
      —Tiliches —me dijo ella —. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿ De modo que usted es hijo de ella?
      —¿De quién ? —respondí.
      —De Doloritas.
      —Sí ¿pero cómo lo sabe?
      —Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
      —¿Quién? ¿Mi madre?
      —Sí. Ella.
      Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
      —Éste es su cuarto —me dijo.
      No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo vi vacío.
      —Aquí no hay dónde acostarse le dije.
      —No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora.
      —Mi madre —dije—, mi madre ya murió.
      —Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?
      —Hace ya siete días.
      —Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy amigas. ¿Nunca le habló de mí?
      —No, nunca.
      —Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: «El hijo de Dolores debió haber sido mío.» Después te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la eternidad.
      Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.
      —Estoy cansado —le dije.
      —Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
      —Iré. Iré después.


      El agua que goteaba de las tejas hacia un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas,como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire de la mañana.
      —¿Qué, tanto haces en el escusado, muchacho?
      —Nada, mamá.
      —Si sigues allí, va a salir una culebra y te va a morder.
      —Si mamá.
      “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. ‘Ayúdame, Susana’. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. ‘Suelta más hilo’.
      “El aire nos hacía reír, juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, él pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.
      “Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío.”
      —Te he dicho que te salgas del escusado, muchacho.
      —Sí, mamá. Ya voy.
     “De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina.”
     Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.
     —¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí?
     —Estoy pensando.
     —¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el escusado. Además, debías de ocuparte en algo. ¿Porqué no vas con tu abuela a desgranar maíz?
     —Ya voy, mamá. Ya voy.
    —Abuela, vengo a ayudarte a desgranar maíz.
    —Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato que duró la tormenta te anduvimos buscando.
    —Estaba en el otro patio.
    —¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando?
    —No, abuela, solamente estaba viendo llover.
    La abuela lo miró con aquellos ojos grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había dentro de uno.
     —Vete, pues, a limpiar el molino.
    “A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.”
    —Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto.
    —Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin, ya no tiene remedio.
     —¿ Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía.
     —Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.
     —Si, abuela.
     —Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos.
     —Si, abuela.
     Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín, que se caía de flores.
      Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte.
     —Antes de salir, su madre lo detuvo:
     —¿Adónde vas?
     —Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró.
     —Dile que te dé un metro de tafeta negra, como ésta -y le dio la muestra-. Que lo cargue en nuestra cuenta.
     —Muy bien, mamá.
    —A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás dinero.
     Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso. “Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca”, pensó.
     —¡Pedro! —le gritaron—. ¡Pedro!
     Pero él ya no oyó. Iba muy lejos.


     Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato: luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. “Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.”
     La lluvia se convertía en brisa. Oyó: “El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén.” Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.
     Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos...
     —¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo.
     Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacía el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada.
     —Me siento triste —dijo.
     Entoces ella se dió vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia.
     El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo.


     —Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?
     —No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí un tal Abundio.
      -El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme?
     —Me encargó que la buscara.
     —No puedo menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andabamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente.
     —Este de que le hablo oía bien.
     —No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿ Te das cuenta? Así que no puede ser él.
     —Estoy de acuerdo con usted.
     —Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo. . .
     Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba.como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: “Refugio de pecadores.”
     —. . . Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como “amansador” en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de “provocador”. Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: “Te vengo a pulsear para que te alivies.” Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar.
      “La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que ‘esa noche no debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna’.
      “Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero.
      “—No puedo —me dijo—. Anda tú por mí. No lo notará.
      “Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro.
      “—No puede ser. Dolores, tienes que ir tú.
      “—Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros.
      “-Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer.
      “—Ve tú en mi lugar —me decía.
      “Y fui.
      “ Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo.
      “Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas.
      “Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije:
      “—Ahora anda tú. Éste es ya otro día.
      “—¿Qué te hizo? —me preguntó.
      “—Todavía no lo sé —le contesté.
      “Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera.
      “Quizá tu madre no te contó esto por vergüenza.
      “. . . Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. el color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...”
      “Ella siempre odió a Pedro Páramo. ‘¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?’ Y tu madre se levanta antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. ‘¡Doña Doloritas!’
      “¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado? ‘Doña Doloritas’, esto está frío. Esto no sirve. ¿Cuántas veces? Y aunque estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se endurecieron.
      “... No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo.”
      “Entonces comenzó a suspirar.
      “—¿Por qué suspira usted, Doloritas?
      “Yo lo había acompañado esa tarde. Está en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo.
      “—¿Por qué suspira usted, Doloritas?
      “—Quisiera ser zopilote para volar a donde vive mi hermana.
      “—No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más.
      “Y tu madre se fue:
      “—Hasta luego, don Pedro.
      “—¡Adiós!, Doloritas.
      “Se fue de la Media Luna para siempre.
      “Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella.
      “—Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa.
      “—¿Pero de qué vivirán?
      “—Que Dios los asista.”
      ”. . . El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.”
      —Y así hasta ahora que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de ella.
      —La de cosas que han pasado —le dije—. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis, que nos echaba en cara nuestra carga. “¿Por qué no regresas con tu marido?”, le decía a mi madre.
      “—¿Acaso él ha enviado por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te quería, por eso vine.
      “—Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te vayas.
      “—Si consistiera en mí.”
      Pensé que aquella mujer me estaba oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor lejano. Luego dijo:
      —¿Cuándo descansarás?


      “El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo; Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: ‘Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él’. Pensé: ‘No regresará jamás; no volverá nunca’.”
      —¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando?
      —No, abuela. Rogelio quiere que le cuide al niño. Me paso paseándolo. Cuesta trabajo atender las dos cosas: al niño y el telégrafo, mientras que él se vive tomando cervezas en el billar. Además no me paga nada.
      —No estás allí para ganar dinero, sino para aprender cuando ya sepas algo, entonces podrás ser exigente. Por ahora eres sólo un aprendiz; quizá mañana o pasado llegues a ser tú el jefe. Pero para eso se necesita paciencia y, más que nada, humildad. Si te ponen a pasear al niño, hazlo, por el amor de Dios. Es necesario que te resignes.
      —Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones.
      —¡Tú y tus rarezas! Siento que te va a ir mal, Pedro Páramo.


      —¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges? Ella sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
      —Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por el camino de la Media Luna.
      —¿Entonces vive alguien en la Media Luna?
      —No, allí no vive nadie.
      —¿Entonces?
      —Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, ¿no?
      —No entiendo. Ni he oído ningún ruido de ningún caballo.
      —¿No?
      —No.
      —Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don que Dios me dio; o tal vez sea una maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a causa de esto.
      Guardó silencio un rato y luego añadió:
      —Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió. Estaba yo acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. Me extrañó porque nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada. Iba a platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía temprano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó. . . ¿Lo oyes ahora? Está claro que se oye. Viene de regreso.
      —No oigo nada.
      —Entonces es cosa mía. Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es un puro decir. No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa muchacha que le sorbió los sesos.
      “—¿Que pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?
      “—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
      “—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
      “—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.
      “—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
      “Y cerré la ventana. Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir: -E1 patrón don Pedro le suplica. E1 niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.
      “—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?
      “—Si, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
      “—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?
      “—No hace ni media hora. De ser antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colorado volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro.
      “—No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas.
      “Y el mozo de la Media Luna se fue.”
      —¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? —me preguntó a mí.
      —No, doña Eduviges.
      —Más te vale.


      En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado.
      “¡Despierta!”, le dicen.
      Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz.
      “¡Despiértate!”, vuelven a decir.
      La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran. . . Y el llanto.
      Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.
      Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.
      -¿Por qué lloras, mamá? —preguntó, pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre.
      —Tu padre ha muerto —le dijo.
      Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez , una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.
      Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, no como si fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.
      Afuera, en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegando en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.
      —Han matado a tu padre.
      —¿Y a ti quién te mató, madre?


      “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces . . . Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.
      “Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia.”
      El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.
      —¡Padre, queremos que nos lo bendiga!
      —¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará mal que interceda por él.
      Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue.
      Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación.
      El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él:
      —Ten piedad de tu siervo, Señor.
      —Que descanse en paz, amén —contestaron las voces.
      Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.
      Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:
      Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo, el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado.
      Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:
      —Reciba eso como una limosna para su iglesia.
      La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta a Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna.
      El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar.
      —Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirle lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir... Por mí condénalo, Señor.
      Y cerró el sagrario.
      Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.
      —Está bien, Señor, tú ganas —dijo después.


      Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo:
      —Oye, Anita. ¿Sabes a quién enterraron hoy?
      —No, tío.
      —¿Te acuerdas de Miguel Páramo?
      —Sí, tío.
      —Pues a él.
      Ana agachó la cabeza.
      —Estás segura de que él fue, ¿verdad?
      —Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro.
      —¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo?
      —Porque él me lo dijo: “Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes.” Eso me dijo.
      —Pero sabías que era el autor de la muerte de tu padre, ¿no?
      —Sí, tío.
      —¿Entonces qué hiciste para alejarlo?
      —No hice nada.
      Los dos guardaron silencio por un rato. Se oía el aire tibio entre las hojas del arrayán.
      —Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara. Sin moverme de la cama le avisé: “La ventana está abierta.” Y él entró. Llegó abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que comenzaba a hacer cosas malas conmigo.
      “Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo.
      “Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir.”
      —Pero debes tener alguna seguridad. La voz. ¿No lo conociste por su voz?
      —No lo conocía por nada. Sólo sabía que había matado a mi padre. Nunca lo había visto y después no lo llegué a ver. No hubiera podido, tío.
      —Pero sabías quién era.
      —Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor.
      —No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos están rezando ahora por él! Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre.
      Iba a decirle: “Además, yo le he dado el perdón.” Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo:
      —Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo.


      Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla. Nadie lo vio. Sin embargo, una mujer que esperaba en las afueras del pueblo contó que había visto el caballo corriendo con las piernas dobladas como si se fuera a ir de bruces. Reconoció el alazán de Miguel Páramo. Y hasta pensó: “Ese animal se va a romper la cabeza.” Luego vio cuando enderezaba el cuerpo y, sin flojar la carrera, caminaba con el pescuezo echado hacia atrás como si viniera asustado por algo que había dejado allá atrás.
      Esos chismes llegaron a la Media Luna la noche del entierro, mientras los hombres descansaban de la larga caminata que habían hecho hasta el panteón. Platicaban, como se platica en todas partes, antes de ir a dormir.
      —A mí me dolió mucho ese muerto —dijo Terencio Lubianes—. Todavía traigo adoloridos los hombros.
      —Y a mí —dijo su hermano Ubillado—. Hasta se me agrandaron los juanetes. Con eso de que el patrón quiso que todos fuéramos de zapatos. Ni que hubiera sido día de fiesta, ¿verdad, Toribio?
      —Yo qué quieren que les diga. Pienso que se murió muy a tiempo.
      Al rato llegaron más chismes de Contla. Los trajo la última carreta.
      —Dicen que por allá anda el ánima. Lo han visto tocando la ventana de fulanita. Igualito a él. De chaparreras y todo.
      —¿Y usted cree que don Pedro con el genio que se carga, iba a permitir que su hijo siga traficando viejas? Ya me lo imagino si lo supiera: “Bueno —le diría—. Tú ya estás muerto. Estáte quieto en tu sepultura. Déjanos el negocio a nosotros.” Y de verlo por ahi, casi me las apuesto que lo mandaría de nuevo al camposanto.
      —Tienes razón, Isaías. Ese viejo no se anda con cosas.
      El carretero siguió su camino: “Como la supe, se las endoso.”
      Había estrellas fugaces. Caían como si el cielo estuviera lloviznando lumbre.
      —Miren nomás —dijo Terencio— el borlote que se traen allá arriba.
      —Es que le están celebrando su función al Miguelito —terció Jesús.
      —¿No será mala señal?
      —¿Para quién?
      —Quizá tu hermana está nostálgica por su regreso.
      —¿A quién le hablas?
      —A ti.
      —Mejor vámonos, muchachos. Hemos trafagueado mucho y mañana hay que madrugar.
      Y se disolvieron como sombras.


      Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron.
      Entonces el cielo se adueño de la noche.
      El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:
      “Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento . . . Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges:
      “—Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.
      “—Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.
      “—No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.
      “—Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!
      “—Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor... Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.
      “—Tal vez rezando mucho.
      “—Vamos rezando mucho, padre.
      “—Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas, pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.
      “Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.
      “—No tengo dinero. Eso usted lo sabe, padre.
      “—Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.
      “—Sí, padre.”
      ¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día: “Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; Santas Salomé, viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato.” Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: “Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras.”
      Salió fuera y miró el cielo. Llovía estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, “este valle de lágrimas”.


      —Más te vale, hijo. Más te vale —me dijo Eduviges Dyada.
      Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó apagándose. Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejos. Me quedé esperando.
      Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño.
      Dormí a pausas.
      En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado, como el alarido de algún borracho: “­¡Ay vida, no me mereces!”
      Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.
      No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: “¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados !”
      Entonces abrieron de par en par la puerta.
      —¿Es usted, doña Eduviges? —pregunté—. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tuvo usted miedo?
      —No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte. Quiero invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás donde descansar.
      —¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?
      —Allá vivo. Por eso he tardado en venir.
      —Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací. ¿De modo que usted . . .?
      —Si yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.
      —Iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?
      —Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave para abrir esta puerta.
      —Fue doña Eduviges quien abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía disponible.
      —¿Eduviges Dyada?
      —Ella.
      —Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía.


      “Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos, por poder y por mi propio derecho, reclamo y alego lo siguiente..."
      Eso había dicho cuando levantó el acta contra actos de Toribio Aldrete. Y terminó: “Que conste mi acusación por usufruto.”
      -A usted ni quien le quite lo hombre, don Fulgor. Sé que usted las puede. Y no por el poder que tiene atrás, sino por usted mismo.
      Se acordaba. Fue lo primero que le dijo el Aldrete, después que se habían estado emborrachando juntos, dizque para celebrar el acta:
      -Con ese papel nos vamos a limpiar usted y yo, don Fulgor, porque no va a servir para otra cosa. Y eso usted lo sabe. En fin, por lo que a usted respecta, ya cumplió con lo que le mandaron, y a mí me quitó de apuraciones; porque me tenía usted preocupado, lo que sea de cada quien. Ahora ya sé de qué se trata y me da risa. Dizque “usufruto”. Vergüenza debía darle a su patrón ser tan ignorante.
      Se acordaba. Estaban en la fonda de Eduviges. Y hasta él le había preguntado:
      —Oye, Viges, ¿me puedes prestar el cuarto del rincón?
      —Los que usted quiera, don Fulgor ; si quiere, ocúpelos todos. ¿Se van a quedar a dormir aquí sus hombres?
      —No, nada más uno. Despreocúpate de nosotros y vete a dormir. Nomás déjanos la llave.
      —Pues ya le digo, don Fulgor —le dijo Toribio Aldrete—. A usted ni quien le menoscabe lo hombre que es; pero me lleva la rejodida con ese hijo de la rechintola de su patrón.
      Se acordaba. Fue lo último que le oyó decir en sus cinco sentidos. Después se había comportado como un collón, dando de gritos. “Dizque la fuerza que yo tenía atrás. ¡Vaya!”


      Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la primera vez que lo había hecho, dos semanas atrás. Esperó un buen rato del mismo modo que tuvo que esperar aquella vez. Miró también, como lo hizo la otra vez, el moño negro que colgaba del dintel de la puerta. Pero no comentó consigo mismo: “¡Vaya! Los han encimado. El primero está ya descolorido, el último relumbra como si fuera de seda; aunque no es más que un trapo teñido”.
      La primera vez se estuvo esperando hasta llenarse con la idea de que quizá la casa estuviera deshabitada. Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo.
      —Pasa, Fulgor.
      Era la segunda ocasión que se veían. La primera, nada más él lo vio; porque el Pedrito estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas: “Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo.”
      —Siéntate, Fulgor. Aquí hablaremos con más calma.
      Estaban en el corral. Pedro Páramo se arrellanó en un pesebre y esperó:
      —¿Por qué no te sientas?
      —Prefiero estar de pie, Pedro.
      —Como tú quieras. Pero no se te olvide el “don.”
      ¿Quién era aquel muchacho para hablarle así? Ni su padre, don Lucas Páramo, se había atrevido a hacerlo. Y de pronto éste, que jamás se había parado en la Media Luna, ni conocía de oídas el trabajo, le hablaba como a un gañán. ¡Vaya, pues!
      —¿Cómo anda aquello?
      Sintió que llegaba su oportunidad. “Ahora me toca a mí”, pensó.
      —Mal. No queda nada. Hemos vendido el último ganado.
      Comenzó a sacar los papeles para informarle a cuánto ascendía todavía el adeudo. Y ya iba a decir: “Debemos tanto”, cuando oyó:
      —¿A quién le debemos? No me importa cuánto, sino a quién.
      Le repasó una lista de nombres. Y terminó:
      —No hay de dónde sacar para pagar. Ése es el asunto.
      —¿Y por qué?
      —Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se paga caro. Ya lo decía yo: “A la larga acabarán con todo”. Bueno, pues acabaron. Aunque hay por allí quien se interese en comprar los terrenos. Y pagan bien. Se podrían cubrir las libranzas pendientes y todavía quedaría algo; aunque, eso sí, algo mermado.
      —¿No serás tú?
      —¡Cómo se pone a creer que yo!
      —Yo creo hasta el bendito. Mañana comenzaremos a arreglar nuestros asuntos. Empezaremos por las Preciados. ¿Dices que a ellas les debemos más?
      —Sí. Y a las que les hemos pagado menos. El padre de usted siempre las pospuso para lo último. Tengo entendido que una de ellas, Matilde, se fue a vivir a la ciudad. No sé si a Guadalajara o a Colima. Y Lola, quiero decir, doña Dolores, ha quedado como dueña de todo. Usted sabe: el rancho de Enmedio. Y es a ella a la que le tenemos que pagar.
      —Mañana vas a pedir la mano de Lola.
      —Pero cómo quiere usted que me quiera, si ya estoy viejo
      —La pedirás para mí. Después de todo tiene alguna gracia. Le dirás que estoy muy enamorado de ella. Y que si lo tiene a bien. De pasada, dile al padre Rentería que nos arregle el trato. ¿Con cuánto dinero cuentas?
     —Con ninguno, don Pedro.
      —Pues prométeselo. Dile que en teniendo se le pagará. Casi estoy seguro de que no pondrá dificultades. Haz eso mañana mismo.
      —¿Y lo del Aldrete?
      —¿Qué se trae el Aldrete? Tú me mencionaste a las Preciados y a los Fregosos y a los Guzmanes. ¿Con qué sale ahora el Aldrete?
      —Cuestión de límites. Él ya mandó cercar y ahora pide que echemos el lienzo que falta para hacer la división.
      —Eso déjalo para después. No te preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor, aunque no se lo des a entender. Arregla por de pronto lo de la Lola. ¿No quieres sentarte?
      —Me sentaré, don Pedro. Palabra que me está gustando tratar con usted.
      —Le dirás a la Lola esto y lo otro y que la quiero. Eso es importante. De cierto, Sedano, la quiero. Por sus ojos ¿sabes? Eso harás mañana tempranito. Te reduzco tu tarea de administrador. Olvídate de la Media Luna.


      “¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho? —pensó Fulgor Sedano mientras regresaba a la Media Luna—. Yo no esperaba de él nada. ‘Es un inútil’, decía de él mi difunto patrón don Lucas. Un flojo de marca. Yo le daba la razón. ‘Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor’. ‘Sí, don Lucas’. ‘Con decirle, Fulgor, que he intentado mandarlo al seminario para ver si al menos eso le da para comer y mantener a su madre cuando yo les falte; pero ni a eso se decide’. ‘Usted no se merece eso, don Lucas.’ ‘No se cuenta con él para nada, ni para que me sirva de bordón servirá cuando yo esté viejo. Se me malogró, qué quiere usted, Fulgor’. ‘Es una verdadera lástima, don Lucas’.”
      Y ahora esto. De no haber sido porque estaba tan encariñado con la Media Luna, ni lo hubiera venido a ver. Se habría largado sin avisarle. Pero le tenía aprecio a aquella tierra; a esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí ... La querida Media Luna... Y sus agregados: “Vente para acá tierrita en Enmedio.” La veía venir. Como que aquí estaba ya. Lo que significa una mujer después de todo. “¡Vaya que sí!” dijo. Y chicoteó sus piernas al trasponer la puerta grande de la hacienda.


      Fue muy fácil encampanarse a la Dolores. Si hasta le relumbraron los ojos y se le descompuso la cara.
      —Perdóneme que me ponga colorada, don Fulgor. No creí que don Pedro se fijara en mí.
      —No duerme, pensando en usted.
      —Pero si él tiene de dónde escoger. Abundan tantas muchachas bonitas en Comala. ¿Qué dirán ellas cuando lo sepan?
      —Él sólo piensa en usted, Dolores. De ahi en más, en nadie.
      —Me hace usted que me den escalofríos, don Fulgor. Ni siquiera me lo imaginaba.
      —Es que es un hombre tan reservado. Don Lucas Páramo, que en paz descanse, le llegó a decir que usted no era digna de él. Y se calló la boca por pura obediencia. Ahora que él ya no existe, no hay ningún impedimento. Fue su primera decisión, aunque yo había tardado en cumplirla por mis muchos quehaceres. Pongamos por fecha de la boda pasado mañana. ¿Qué opina usted?
      —¿No es muy pronto? No tengo nada preparado. Necesito encargar los ajuares. Le escribiré a mi hermana. O no, mejor le voy a mandar un propio pero de cualquier manera no estaré lista antes del ocho de abril. Hoy estamos a uno. Si, apenas para el ocho. Dígale que espere unos diyitas.
      —Él quisiera que fuera ahora mismo. Si es por los ajuares, nosotros se los proporcionamos. La difunta madre de don Pedro espera que usted vista sus ropas. En la familia existe esa costumbre.
      —Pero además hay algo para estos días. Cosas de mujeres, sabe usted. ¡Oh!, cuánta vergüenza me da decirle esto, don Fulgor. Me hace usted que se me vayan los colores. Me toca la luna ¡oh!, qué vergüenza.
      —¿Y qué? El matrimonio no es asunto de si haya o no luna. Es cosa de quererse. Y, en habiendo esto, todo lo demás sale sobrando.
      —Pero es que usted no me entiende, don Fulgor.
      —Entiendo. La boda será pasado mañana.
      “Y la dejó con los brazos extendidos pidiendo ocho días, nada más ocho días.
      “Que no se me olvide decirle a Don Pedro —¡vaya muchacho listo ese Pedro!—, decirle que no se le olvide decirle al juez que los bienes son mancomunados. ‘Acuérdate, Fulgor, de decírselo mañana mismo’.”
      La Dolores, en cambio, corrió a la cocina con un aguamanil para poner agua caliente: “Voy a hacer que esto baje más pronto. Que baje esta misma noche. Pero de todas maneras me durará mis tres días. No tendrá remedio. ¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad! Gracias, Dios mío por darme a don Pedro.” Y añadió: “Aunque después me aborrezca.”


      —Ya está pedida y muy de acuerdo. El padre cura quiere sesenta pesos por pasar por alto lo de las amonestaciones. Le dije que se le darían a su debido tiempo. Él dice que le hace falta componer el altar y que la mesa de su comedor está toda desconchinflada. Le prometí que le mandaríamos una mesa nueva . Dice que usted nunca va a misa. Le prometí que iría. Y que desde que murió su abuela ya no le han dado los diezmos. Le dije que no se preocupara. Está conforme.
      —¿No le pediste algo adelantado a Dolores?
      —No, patrón. No me atreví. Ésa es la verdad. Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo.
      —Eres un niño.
      “¡Vaya! Yo un niño. Con 55 años encima. Él apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte.”
      —No quise quebrarle su contento.
      —A pesar de todo, eres un niño.
      —Está bien patrón.
      —La semana que entra irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.
      —Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta.
      —Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso.
      —¿Y las leyes?
      —¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado?
      —Sí, hay uno que otro.
      —Pues mándalos con el primer Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de “usufructo” o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos.
      El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor.


      Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no abrirían hasta que le se antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la puerta: “Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien”.
      En ese momento abrieron y él entró.
      —Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete?
      —Está liquidado, patrón.
      —Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado con mi “luna de miel”.


      —Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
      Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.
      —Hubo un tiempo en el que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.
      Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara.
      —Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este puelo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿De dónde saldrían esas hojas?
      “Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un Padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:
      “—¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, ¡Damiana!
      “Soltó el rebozo y reconocí la cara de mi hermana Sixtina.
      “—¿Qué andas haciendo aquí? —le pregunté.
      “Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.
      “Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía doce años. Era la mayor.Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así, que no te asustes si oyes ecos más recientes Juan Preciado”.
      —¿También usted le aviso a mi padre que yo vendría? —le pregunté.
      —No.Y a propósito, ¿qué es de tu madre?
      —Murió —dije.
      —¿Ya murió? ¿Y de qué?
      —No supe de qué. Tal Vez de tristeza. Suspiraba mucho.
      —Eso es lo malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¿De modo que murió?
      —Sí. Quizá usted debió saberlo.
      —¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.
      —Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?
      —...
      — ¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!
      “Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que mostraban sus adobes revenidos.
      —¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!
      Me contestó el eco: “¡...ana... neros...! ¡...ana... neros!"


      Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado.
      Vi un hombre cruzar la calle:
      —¡Ey, tú! —llamé.
      —¡Ey, tú! —me respondió mi propia voz.
      “Y como si estuvieran a la vuelta de la esquina, alcancé a oír a unas mujeres que platicaban.
      —Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga?
      —Es él. Pon cara de disimulo.
      —Mejor vámonos. Si se va detrás de nosostras es que de verdad quiere a una de las dos: ¿A quén crees tú que sigue?
      —Seguramente a ti.
      —A mi se me figura que a ti.
      —Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina.
      —Entonces a una de las dos, ¿ya ves?
      —Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal?
      —No te hagas ilusiones.
      —Después de todo estuvo hasta mejor. Dicen por ahí los díceres que es él que se encarga de conchavarle muchachas a don Pedro. De la que nos escapamos.
      —¿Ah sí? Con ese viejo no quiero tener nada que ver.
      —Mejor vámonos.
      —Dices bien. Vámonos de aquí.


      La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces:
      —... Te digo que si el maíz de este año se da bien, tendré con qué pagarte. Ahora que si me echa a perder, pues te aguantas.
      —No te exijo. Ya sabes que he sido consecuente contigo. Pero la tierra no es tuya. Te has puesto a trabajar en terreno ajeno. ¿ De dónde vas a conseguir para pagarme?
      —¿Y quién dice que la tierra no es mía?
      —Se afirma que se les ha vendido a Pedro Páramo.
      —Yo ni me le he acercado a ese señor. La tierra sigue siendo mía.
      —Eso dices tú. Pero por ahí dicen que todo es de él.
      —Que no me lo vengan a decir a mí.
      —Mira, Galileo, yo a ti, aquí en confianza, te aprecio. Por algo eres el marido de mi hermana. Y de que la tratas bien, ni quien lo dude. Pero a mí no me vas a negar que vendiste las tierras.
      —Te digo que a nadie se las he vendido.
      —Pues son de Pedro Páramo. Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿ No te ha venido a ver don Fulgor?
      —No.
      —Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día.
      —Pues me mata o se muere; pero no se saldrá con la suya.
      —Requiescat in paz, amén, cuñado. Por si las dudas.
      —Me volverás a ver, ya lo verás. Por mí no tengas cuidado. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.
      —Entonces hasta mañana. Dile a Felícitas que esta noche no voy a cenar. No me gustaría contar después: “Yo estuve con él la víspera.”
      —Te guardaremos algo por si te animas a última hora.
      Se oyó el trastazo de los pasos que se iban entre un ruido de espuelas.


      —... Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona. Ya tengo aparejadas las bestias.
      —¿ Y si mi padre se muere de rabia? Con lo viejo que está... Nunca me perdonaría que por mi causa le pasara algo. Soy la única gente que tiene para hacerle hacer sus necesidades. Y no hay nadie más. ¿Qué prisa corres para robarme? Aguántate un poquito. Él no tardará en morirse.
      —Lo mismo me dijiste hace un año. Y hasta me echaste en cara mi falta de arriesgue, ya que tú estabas, según eso, harta de todo. He aprontado las mulas y están listas. ¿Te vas conmigo?
      —Déjamelo pensar
      —¡Chona! No sabes cuánto me gustas. Yo no puedo aguantar las ganas, Chona. Así que te vas conmigo o te vas conmigo.
      —Déjamelo pensar. Entiende. Tenemos que esperar a que él muera. Le falta poquito. Entonces me iré contigo y no necesitarás robarme.
      —Eso me dijiste también hace un año.
      —¿Y qué?
      —Pues que he tenido que alquilar las mulas. Ya las tengo. Nomás te están esperando. ¡Deja que él se las avenga solo! Tú estás bonita. Eres joven. No faltará cualquier vieja que venga a cuidarlo. Aquí sobran almas caritativas.
      —No puedo.
      —Que sí puedes.
      —No puedo. Me da pena, ¿sabes? Por algo es mi padre.
      —Entonces ni hablar. Iré a ver a la Juliana, que se desvive por mí.
      —Está bien. Yo no te digo nada.
      —¿No me quieres ver mañana?
      —No. No quiero verte más.


      Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:
                                    Mi novia me dio un pañuelo
                                     con orillas de llorar...

      En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran.
      Vi pasar las carretas. Lo bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.
      “... Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los ‘derrepentes’, mi hijo.”
      Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.
      Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
      Entonces alguien me tocó los hombros.
      —¿Qué hace usted aquí?
      —Vine a buscar... —y ya iba a decir a quién, cuando me detuve—: vine a buscar a mi padre.
      —¿Y por qué no entra?
      Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer.
      —¿No están ustedes muertos? —les pregunté.
      Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
      —Está borracho —dijo el hombre.
      —Solamente está asustado —dijo la mujer.
      Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
      —Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado?
      —Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir.
      —Nosotros ya estábamos dormidos.
      —Durmamos, pues.


       La madrugada fue apagando mis recuerdos.
      Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.
      —¿Quién será? —preguntaba la mujer.
      —Quién sabe —contestaba el hombre.
      —¿Cómo vendría a dar aquí?
      —Quién sabe.
      —Como que le oí decir algo de su padre.
      —Yo también le oí decir eso.
      —¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.
      —Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.
      —Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡ Levántate!
      —¿Y para qué quieres que me levante?
      —No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.
      —En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. Fue lo único que dijo.
      Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño. Y al rato otra vez:
      —Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.
      —¿Qué preguntas puede hacernos?
      —Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?
      —Déjalo. Debe estar muy cansado.
      —¿Crees tú?
      —Ya cállate, mujer.
      —Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
      —¿Qué te ha sucedido a ti?
      —Aquello.
      —No sé de qué hablas.
      —No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
      —¿De cuál eso?
      —De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.
      —¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?
      —Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡ Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.
      —Déjame en paz, mujer.
      El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:
      —Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso no se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga... Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.
      Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:
      —Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste.
      —Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!
      —¿Y por qué me voy a dormir, si no tengo sueño?
      —¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!
      —Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que yo voy a dejarle.
      —Díselo.
      —No podré. Me dará miedo.
      —Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.
      —Eso haré.
      —¿Y qué esperas?
      —Ya voy.
      Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.
      Cuando desperté, había un sol de mediodía. Junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.
      —No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos...
      Era una voz de mujer.
      —No se preocupe por mí —le dije—. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?
      —¿Para dónde?
      —Para donde sea.
      —Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá —y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto—. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.
      —Quizá por ése fue por donde vine.
      —¿Para dónde va?
      —Va para Sayula.
       —Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?
      —La que hay en todas partes.
      —Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.
      —¿A dónde fue su marido?
      —No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿ Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahi desbalagado. Al menos eso me dijo.
      —¿Cuánto hace que están ustedes aquí?
      —Desde siempre. Aquí nacimos.
      —Debieron conocer a Dolores Preciado.
      —Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente... Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba el sol-. ¡Mírame la cara!
      Era una cara común y corriente.
      —¿Qué es lo que quiere que le mire?
      —¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba a abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.
      —¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.
      —Eso cree usted: pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, Si Melquiades, si Prudencio, el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:
      “—Eso no se perdona —me dijo.
      “—Estoy avergonzada.
      “—No es el remedio.
      “—¡Cásenos usted!
      “—¡Apártense!
      “—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quien confirmar cuando regrese.
      “—Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.
      “—Pero ¿cómo viviremos?
      “—Como viven los hombres.”
      Y se fue, montando en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?
      —Sí, lo oigo.
      —Es él.
      Se abrió la puerta.
      —¿Qué pasó con el becerro? —preguntó ella.
      —Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.
      —¿Me vas a dejar sola a la noche?
      —Puede ser que sí.
      —No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.
      —Esta noche iré por el becerro.
      —Acabo de saber —intervine yo— que son ustedes hermanos.
      —¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.
      —Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.
      —¿Qué entiende usted?
      Ella se puso a su lado, apoyándose en sus hombros y diciendo también:
      —¿Qué entiende usted?
      —Nada —dije—. Cada vez entiendo menos —y añadí—: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.
      —Es mejor que espere —me dijo él—. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.
      —Está bien.



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