Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
El pozo
(1939)
Hace un rato me estaba paseando por
el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos
catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol,
viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con
medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando
el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes,
derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear
las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de
las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me
hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla,
sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que,
antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el
hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—“Date
cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se
afeita”.
Era una mujer
chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse,
sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir
la puerta. No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro
irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese
hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos
señálandola.
Después me
puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la
cara de la prostituta. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes
que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta,
rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate
agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho.
El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados.
No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio
por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir
ternura por eso.
Seguí
caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas
veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana
cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta
años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó
melancólico. Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un
poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni
siquiera tengo tabaco.
No tengo
tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un
hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta
años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé
dónde.
Encontré un
lápiz y un montón de proclamas abajo de la cama de Lázaro, y ahora se
me importa poco de todo, de la mugre y el calor y los infelices del patio.
Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo.
Ahora se
siente menos calor y puede ser que de noche refresque. Lo difícil es
encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la
Infancia. Como niño era un imbécil: sólo me acuerdo de mí años
después, en la estancia o en el tiempo de la Universidad. Podría hablar
de Gregorio, el ruso que apareció muerto en el arroyo, de María Rita y
el verano en Colonia. Hay miles de cosas y podría llenar libros.
Dejé de
escribir para encender la luz y refrescarme los ojos que me ardían. Debe
ser el calor. Pero ahora quiero algo distinto. Algo mejor que la historia
de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un
alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o
no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde,
hasta las aventuras en la cabaña de troncos. Cuando estaba en la
estancia, soñaba muchas noches que un caballo blanco saltaba encima de la
cama. Recuerdo que me decían que la culpa la tenía José Pedro porque me
hacía reir antes de acostarme, soplando la lámpara eléctrica para
apagarla.
Lo curioso es
que, si alguien dijera de mi que soy “un soñador”, me daría
fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero
hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es
porque se me da la gana, simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña
de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras
más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la
de la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que me
sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años.
También podría ser un plan el ir contando un “suceso” y un sueño.
Todos quedaríamos contentos.
Aquello pasó
un 31 de diciembre, cuando vivía en Capurro. No sé si tenía 15 o 16
años; sería fácil determinarlo pensando un poco, pero no vale la pena.
La edad de Ana María la sé sin vacilaciones: 18 años. 18 años,
porque murió unos meses después y sigue teniendo esa edad cuando abre
por la noche la puerta de la cabaña y corre sin hacer ruido, a tirarse en
la cama de hojas.
Era un fin de
año y había mucha gente en casa. Recuerdo el champán, que mi padre
estrenaba un traje nuevo y que yo estaba triste o rabioso, sin saber por
qué, como siempre que hacían reuniones y barullo. Después de la comida
los muchachos bajaron al jardín. (Me da gracia ver que escribí bajaron y
no bajamos.) Ya entonces nada tenía que ver con ninguno.
Era una noche
caliente, sin luna, con un cielo negro lleno de estrellas. Pero no era el
calor de esta noche en este cuarto, sino un calor que se movía entre los
árboles y pasaba junto a uno como el aliento de otro que nos estuviera
hablando o fuera a hacerlo.
Estaba sentado
en unas bolsas de portland endurecido, solo, y a mi lado había un azadón
con el mango blanco de cal. Oía los chillidos que estaban haciendo con
unas cornetas compradas a propósito y que llegaron junto con el champán, para despedir el año. En casa tocaban
música. Estuve mucho tiempo así, sin moverme, hasta que oí el ruido de
pasos y vi a la muchacha que venía caminando por el sendero de arena.
Puede parecer
mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí
a Ana María —por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la
inclinación de la cabeza— supe todo lo que iba a pasar esa noche. Todo
menos el final, aunque esperaba una cosa con el mismo sentido.
Me levanté y
fui caminando para alcanzarla, con el plan totalmente preparado,
sabiéndolo, como el se tratara de alguna cosa que ya nos había
sucedido y que era inevitable repetir. Retrocedió un poco cuando la
tomé del brazo; siempre me tuvo antipatía o miedo.
—Hola.
—Hola.
Yo le hablaba
de Arsenio, bromeando. Ella estaba cada vez más fría, apurando el paso,
buscando las calles entre los árboles. Cambié en seguida de táctica y
me puse a elogiar a Arsenio con una voz seria y amistosa. Desconfió un
momento, nada más. Empezó a reírse a cada palabra, tirando la cabeza
para atrás. A ratos se olvidaba y me iba golpeando con el hombro al
caminar, dos o tres veces seguidas. No sé a qué olía el perfume que se
había puesto. Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a
creerla. Le dije que Arsenio estaba en la casita del jardinero, en la
pieza del frente, fumando en la ventana, solo. (Por qué no hubo nunca
ningún sueño de algún muchacho fumando solo de noche, así, en una
ventana, entre los árboles.) Nos combinamos para entrar por la puerta del
fondo y sorprenderlo. Ella iba adelante, un poco agachada para que no
pudieran verla, con mil precauciones para no hacer ruido al pisar las
hojas. Podía mirarle los brazos desnudos y la nuca. Debe haber alguna
obsesión ya bien estudiada que tenga como objeto la nuca de las
muchachas, las nucas un poco hundidas, infantiles, con el vello que nunca
se logra peinar. Pero entonces yo no la miraba con deseo. Le tenía
lástima, compadeciándola por ser tan estúpida, por haber creído en
mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le
llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio.
Abrí la
puerta, despacio. Ella entró la cabeza; y el cuerpo, solo, tomó por un
momento algo de la bondad y la inocencia de un animal. Se volvió para
preguntarme, mirándome. Me incliné, casi le tocaba la oreja:
—¿No te
dije que en el frente? En la otra pieza.
Ahora estaba
seria y vacilaba, con una mano apoyada en el marco, como para tomar
impulso y disparar. Si lo hubiera hecho, yo tendría que quererla toda la
vida. Pero entró; yo sabía que iba a entrar y todo lo demás. Cerré la
puerta. Había una luz de farol filtrada por la ventana que sacaba de la
sombra la mesa cuadrada, con un hule blanco, la escopeta colgada en la
pared, la cortina de cretona que separaba los cuartos.
Ella me tocó
la mano y la dejó en seguida. Caminó en puntas de pie hasta la cortina y
la apartó de un manotazo. Yo creo que comprendió todo de golpe, sin
proceso, de la misma manera que yo lo había concebido. Dio media vuelta y
vino corriendo, desesperada, hasta la puerta.
Ana María era
grande. Es larga y ancha todavía cuando se extiende en la cabaña y la
cama de hojas se hunde con su peso. Pero en aquel tiempo yo nadaba todas
las mañanas en la playa; y la odiaba. Tuvo, además, la mala suerte de
que el primer golpe me diera en la nariz. La agarré del cuello y la
tumbé. Encima suyo, fui haciendo girar las piernas, cubriéndola, hasta
que no pudo moverse. Solamente el pecho, los grandes senos, se le movían
desesperados de rabia y de cansancio. Los tomé, uno en cada mano,
retorciéndolos. Pudo zafar un brazo y me clavó las uñas en la cara.
Busqué entonces la caricia más humillante, la más odiosa. Tuvo un
salto y se quedó quieta en seguida, llorando, con el cuerpo flojo. Yo
adivinaba que estaba llorando sin hacer gestos. No tuve nunca, en ningún
momento, la intención de violarla; no tenía ningún deseo por ella., Me
levanté, abrí la puerta y salí afuera. Me recosté en la pared para
esperarla. Venía música de la casa y me puse a silbarla,
acompañándola.
Salió
despacio. Ya no lloraba y tenía la cabeza levantada, con un gesto que no
le había notado antes. Caminó unos pasos, mirando el suelo como al
buscara algo. Después vino hasta casi rozarme. Movía los ojos de arriba
abajo, llenándome la cara de miradas, desde la frente hasta la boca. Yo
esperaba el golpe, el insulto, lo que fuera, apoyado siempre en la
pared, con las manos en los bolsillos. No silbaba, pero Iba siguiendo
mentalmente la música. Se acercó más y me escupió, volvió a mirarme y
se fue corriendo.
Me quedé
inmóvil y la saliva empezó a correrme, enfriándose, por la nariz y la
mejilla. Luego se bifurcó a los lados de la boca. Caminé hasta el
portón de hierro y salí a la carretera. Caminé horas, hasta la
madrugada, cuando el cielo empezaba a clarear. Tenía la cara seca.
En el mundo de
los hechos reales, yo no volví a ver a Ana María hasta seis meses
después. Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, muerta, don una luz
que hacía vacilar los pasos y que le movía apenas la sombra de la nariz.
Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas estúpidas. Es ella la que
viene por la noche, sin que yo la llame, sin que sepa de dónde sale.
Afuera cae la nieve y la tormenta corre ruidosa entro los árboles. Ella
abre la puerta de la cabaña y entra corriendo. Desnuda, se extiende sobre
la arpillera de la cama de hojas.
Pero la
aventura merece, por lo menos, el mismo cuidado que el suceso de aquel fin
del año. Tiene siempre un prólogo, casi nunca el mismo. Es en Alaska,
cerca del bosque de pinos donde trabajo. O en Klondike, en una mina de
oro. O en Suiza, a miles de metros de altura, en un chalet donde me he
escondido para poder terminar en paz mi obra maestra. (Era en un sitio
semejante donde estaba Iván Bunin, muy pobre, cuando a fines de un año
le anunciaron que le habían dado el Premio Nobel.) Pero, en todo caso, es
un lugar con nieve. Otra advertencia: no sé si cabaña y choza son
sinónimos; no tengo diccionario y mucho menos a quien preguntar. Como
quiero evitar un estilo pobre, voy a emplear las dos palabras,
alternándolas.
En Alaska,
estuve aquella noche, hasta las diez, en la taberna del “Doble Trébol”.
Hemos pasado la noche jugando a las cartas, fumando y bebiendo. Somos los
cuatro de siempre. Wright, el patrón; el sheriff Maley, y Raymond el
Rojo, siempre impasible y chupando una larga pipa. Nos reímos por las
trampas de Maley, que es capaz de jugar un póker de ases contra un full
al as. Pero nunca nos enojamos; se juega por monedas y sólo buscamos
pasar una noche amable y juntos. A las diez, puntualmente, me levanto,
pago mi gasto y comienzo a vestirme. Hay que ponerse nuevamente la
chaqueta de pieles, el gorro, los guantes, recoger el revólver. Tomo un
último trago para defenderme del frío de afuera, saludo y me vuelvo a
casa en el trineo.
Algunas veces
intentan asaltarme o descubro ladrones en el aserradero. Pero por lo
general este viaje no tiene Interés y hasta he llegado a suprimirlo,
conservando apenas un breve momento en que levanto la cara hacia el cielo,
la boca apretada y los ojos entrecerrados, pensando en que muy pronto
tendremos una tormenta de nieve y puede sorprenderme en camino. Diez años
en Alaska me dan derecho a no equivocarme. Azuzo los perros y algo.
Después estoy
en la cabaña. Cierro la puerta —sin trancarla, claro— y me acuclillo
frente a la chimenea para encenderla. Lo hago en seguida; en la aventura
de:' las diez mil cabezas de ganado, un indio me enseñó un sistema para
hacer fuego rápidamente, aun al aire libre. Miro el movimiento del
fuego y acerco el pecho al calor, las manos y las orejas. Por un momento
quedo inmóvil, casi hipnotizado sin ver, mientras el fuego ondea
delante de mis ojos, sube, desaparece, vuelve a alzarse bailando,
Iluminando mi cara inclinada, moldeándola con su luz roja hasta que
puedo sentir la forma de mis pómulos, la frente, la nariz, casi tan
claramente como si me viera en un espejo, pero de una manera más
profunda. Es entonces que la puerta se abre y el fuego se aplasta como un
arbusto, retrocediendo temeroso ante el viento que llena la cabaña. Ana
María entra corriendo. Sin volverme, sé que es ella y que está desnuda.
Cuando la puerta vuelve a cerrarse, sin ruido, Ana María está ya en
la cama de hojas esperando.
Despacio, con
el mismo andar cauteloso con el que me acerco a mirar los pájaros de la
selva, cuando se bañan en el río, camino hasta la cama. Desde
arriba, sin gestos y sin hablarle, miro sus mejillas que empiezan a
llenarse de sangre, las mil gotitas que le brillan en el cuerpo y se
mueven con las llamas de la chimenea, los senos que parecen oscilar,
como si una luz de cirio vacilara, conmovida por pasos silenciosos. La
cara de la muchacha tiene entonces una mirada abierta, franca, y me
sonríe abriendo apenas los labios.
Nunca nos
hablamos. Lentamente, sin dejar de mirarla, me siento en el borde de la
cama y clavo los ojos en el triángulo negro donde aún brilla la
tormenta. Es entonces, exactamente, que empieza la aventura. Esta es la
aventura de la cabaña de troncos.
Miro el
vientre de Aria María, apenas redondeado; el corazón empieza a
saltarme enloquecido y muerdo con toda mi fuerza el caño de la pipa.
Porque suavemente los gruesos muslos se ponen a temblar, a estremecerse,
corno dos brazos de agua que rozara el viento, a separarse, después,
apenas, suavemente. Debe estar afuera retorciéndose la tormenta negra,
girando entre los árboles lustrosos. Yo siento el calor de la chimenea en
la espalda, manteniendo fijos los ojos en la raya que separa los muslos,
sinuosa, que se va ensanchando como la abertura de una puerta que el
viento empujara, alguna noche en la primavera. A veces, siempre inmóvil,
sin un gesto, creo ver la pequeña ranura del sexo, la débil y confusa
sonrisa. Pero el fuego baila y mueve las sombras, engañoso. Ella
continúa con las manos debajo deja cabeza, la cara grave, moviéndose
solamente en el balanceo perezoso de las piernas.
Bajé a comer.
Las mismas caras de siempre, calor en las calles cubiertas de banderas y
un poco de sal de más en la comida. Conseguí que Lorenzo me fiara un
paquete de tabaco. Según la radio del restaurant, Italia movilizó medio
millón de hombres hacia la frontera con Yugoslavia; parece que habrá
guerra. Recién ahora me acuerdo de la existencia de Lázaro y me parece
raro que no haya vuelto todavía. Estará preso por borracho o alguna
máquina le habrá llevado la cabeza en la fábrica. También es posible
que tenga alguna de sus famosas reuniones de célula. Pobre hombre.
Releo lo que acabo de escribir, sin prestar mucha atención, porque tengo
miedo de romperlo todo. Hace horas que escribo y estoy contento porque no
me canso ni me aburro. No sé si esto es interesante, tampoco me importa.
Allí acaba la
aventura de la cabaña de troncos. Quiero decir que es eso, nada más que
eso. Lo que yo siento cuando miro a la mujer desnuda en el camastro no
puede decirse, yo no puedo, no conozco las palabras. Esto, lo que
siento, es la verdadera aventura. Parece idiota, entonces, contar lo que
menos interés tiene. Pero hay belleza, estoy seguro, en una muchacha que
vuelve inesperadamente, desnuda, una noche de tormenta, a guarecerse en
la casa de leños que uno mismo se ha construido, tantos años después,
casi en el fin del mundo.
Solo dos veces
hablé de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente,
con ingenuidad, lleno de entusiasmo, como contaría ton sueño
extraordinario si fuera un niño. El resultado de las dos confidencias me
llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien
sea posible desnudarse sin vergüenza. Y ahora que todo está aquí,
escrito, la aventura de la cabaña de troncos, y que tantas personas
como se quiera podrían leerlo...
Cardes,
primero, y después aquella mujer del Internacional. Claro que no puedo
tenerles rencor y sí hubo humillación fue tan poca y olvidada tan pronto
que no tiene Importancia. Sin proponérmelo, acudí a las únicas dos
clases de gente que podrían comprender. Cordes es un poeta; la mujer,
Ester, una prostituta. Y sin embargo...
Hay dos cosas
que quiero aclarar, de una vez por todas. Desgraciadamente, es
necesario. Primero, que si bien la aventura de la cabaña de troncos es
erótica, acaso demasiado, es entre mil, nada más. Ni sombra de mujer en
las otras. Ni en “El regreso de Napoleón”, ni en “La Bahía de
Arrak”, ni en “Las acciones de John Morhouse”. Podría llenar un
libro con títulos. Tampoco podría decirse que tengo preferencia por
ninguna entre ellas. Viene la que quiere, sin violencias, naciendo de
nuevo en cada visita. Y después, que no se limita a eso mí vida, que no
me paso el día imaginando cosas. Vivo. Ayer mismo volví con Hanka a los
reservados del Forte Makallé. Me acuerdo que sentí una tristeza cómica
por mi falta de “espíritu popular”. No poder divertirme con las
leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de la
alegría, y saberlo, nada más.
Estábamos
solos, ni siquiera vecinos para escuchar como la otra tarde, con aquella
voz de mujer que decía:
—Y bueno,
porque soy una arrastrada es que no me gusta ver rodar a otras. No te
estés alabando, como si los que tuvieran los pieses más grandes fueran
los que mejor jugaran al fútbol. Yo sé lo que digo. Mirá que un hombre
que quiere no mata, le hagan lo que le hagan.
No podíamos
verle la cara. Aquello era un lío entre prostitutas y macrós, donde
había que resolver si la mujer que deja a Juan para irse con Pedro
tiene o no derecho a llevarse las ropas que le regaló Juan. Y si Pedro
puede aceptarla con las ropas. La mujer me dio una impresión vulgar de
inteligencia. Todos se guían por razones de conveniencia; pero esta
gente discutía un punto de honor, honor de clan: si era o no “de macho”
aceptar a una mujer con ropas que otro le había comprado. Eran dos
parejas y una salió dos o tres veces para que los que quedaban pudieran
discutir con libertad.
Mientras
entraban las palabras de los vecinos entre las cañas de los reservados,
era necesario acariciar a Hanka, recordando lo que hago cuando tengo
deseo. Y esta tarde sucedió lo mismo. Lo absurdo no es estar
aburriéndose con ella, sino haberla desvirginizado, hace treinta días
apenas. Todo es cuestión de espíritu, como el pecado. Una mujer quedará
cerrada eternamente para uno, a pesar de todo, si uno no la poseyó con
espíritu de forzador.
Entraba mucho
frío en el reservado con cerco de cañas y enredaderas. Me acuerdo de que
las voces que llegaban traían una sensación de soledad, de pampa
despoblada. Había un caño embutido en la pared de ladrillos, bastante
estropeada. La botella de cerveza estaba vacía, la mesa y las sillas, de
hierro, sucias de polvo y llenas de manchas. ¿Por qué me fijaba en todo
aquello, yo, a quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni la
belleza de ,las cosas?
Claro que
terminamos hablando de literatura. Hanka dijo cosas con sentido sobre la
novela y la musicalización de la novela. Qué fuerza de realidad tienen
los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga.
A veces dicen “buenos días”, pero de qué manera tan inteligente.
También hablamos de la vida. Hanka tiene trescientos pesos por mes o algo
parecido. Le tengo muchísima lástima. Yo estaba tranquilo y le dije que
todo me importaba un corno, que tenía una indiferencia apacible por todo.
Ella dijo que Huxley era un cerebro que vivía separado del cuerpo, como
el corazón de pollo que cuidan Lindbergh y el doctor Alex Carrel;
después me preguntó:
—Pero, ¿por
qué no acepta que nunca ya volverá a enamorarse?
Era cierto; yo
no quiero aceptarlo porque me parece que perdería el entusiasmo por todo,
que la esperanza vaga de enamorarme me da un poco de confianza en la vida.
Ya no tengo otra cosa que esperar. Hanka tiene veinte años; al final le
vino una crisis de ternura y me obligó a aceptarle el hombro como
almohada. Se imaginaría que soportaba, además de mi cabeza, algo así
como una desesperanza infinita o vaya a saber qué. Después en la
rambla, le dije que nuestra relación era una cosa ridícula y que era
mejor no vernos más. Entonces me contestó que tenía razón,
pensándolo bien, y que Iba a buscarse un hombre que sea como un animal.
No quise decirle nada, pero la verdad es que no hay gente así, sana
como un animal. Hay solamente hombres y mujeres que son unos animales.
Hanka me
aburre; cuando pienso en las mujeres... Aparte de la carne, que nunca es
posible hacer de uno por completo, ¿qué cosa de común tienen con
nosotros? Sólo podría ser amigo de Electra. Siempre me acuerdo de tina
noche en que estaba borracho y me puse a charlar con ella mirando una
fotografía. Tiene la cara como la inteligencia, un poco desdeñosa,
fría, oculta y sin embargo libre de complicaciones. A veces me parece que
es un ser perfecto y me intimida; sólo las cosas sentimentales mías
viven cuando estoy al lado de ella. Es todo un poco nebuloso, tristón,
como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar.
¿Por qué
hablaba de comprensión, unas líneas antes? Ninguna de esas bestias puede
comprender nada. Es como una obra de arte. Hay solamente un plano donde
puede ser entendida. Lo mayo es que el ensueño no trasciende, no se ha
inventado la forma de expresarlo, el surrealismo es retórica. Sólo uno
mismo, en la zona de ensueño de su alma, algunas veces. ¿Qué significa
que Ester no haya comprendido, que Cordes haya desconfiado? Lo de Ester,
lo que me sucedió con ella, interesa porque, en cuanto yo hablé del
ensueño, de la aventura (creo que era la misma, ésta de la cabaña de
troncos) todo lo que había pasado antes, y hasta mi relación con ella
desde meses atrás, quedó alterado, lleno, envuelto por una niebla
bastante espesa, como la que está rodeando, impenetrable, al recuerdo de
las cosas soñadas.
No sé si hace
más o menos de un año. Fue en los días en que terminaba el juicio, creo
que estaban por dictar sentencia. Todavía estaba empleado en el diario y
me iba por las noches al “Internacional”, en Juan Carlos Gómez,
cerca del puerto. Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y
mujeres. Mujeres para marineros, gordas de piel marrón, grasientas, que
tienen que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres
que no entienden el idioma, sacudiéndose, una mano de uñas negras
desparramada en el pañuelo de colorinches que les rodea el pezcuezo.
Porque cuello tienen los niños y las doncellas.
Se ríen de
los hombres rubios, siempre borrachos que tararean canciones
incomprensibles, hipando, agarrados a las manos de las mujeronas sucias.
Contra la pared del fondo se extienden las mesas de los malevos, atentos y
melancólicos, el pucho en la boca, comentando la noche y otras noches
viejas que a veces aparecen, en el aserrín fangoso, casi siempre, en
cuanto el tiempo es de lluvia y los muros se ahuecan y encierran como el
viento de una bodega.
Ester costaba
dos pesos, uno para ella y otro para el hotel. Ya éramos amigos. Me
saludaba desde la mesa moviendo dos dedos en la sien, daba unas vueltas
acariciando cabezas de borracho y saludándose gravemente con las mujeres
y venía a sentarse conmigo. Nunca habíamos salido juntos. Era tan
estúpida como las otras, avara, mezquina, acaso un poco menos sucia. Pero
más joven y los brazos, gruesos y blancos, se dilataban lechosos en la
luz del cafetín, sanos y graciosos, como si al hundirse en la vida
hubiera alzado las manos en fin gesto desesperado de auxilio, manoteando
como los ahogados y los brazos hubieran quedado atrás, lejos en el
tiempo, brazos de muchacha despegados del cuerpo largo nervioso, que ya no
existía.
—¿Qué
hacés, loco?
—Nada...
aquí andamos. Pago un té, y nada más.
—Yo no te
pedí nada, atorrante.
Riéndose me
daba un manotón en el ala del sombrero recostándolo en la nuca. Los
hombros extraordinariamente más gruesos que los brazos, redondos y
salientes como los hombros de un boxeador, pero blancos, lisos, llenos
de polvo y perfumes. Llamaba al mozo y pedía un guindado.
Una noche —era
también una noche de lluvia y las mesas del fondo estaban llenas y
silenciosas, hoscas—, mientras un muchacho que se movía como una
mujer se reía tocando valses en el piano con un medio litro que alzaba de
vez en cuando, manteniendo la música ensordinada con un dedo solo y
bebía riendo:
—¡Cheerio!
Esa noche le
dije que nunca me iría con ella pagándole, era demasiado linda para eso,
tan distinta de todas aquellas mujeres gordas y espesas.
—Mujeres
para marineros; y yo, gracias a dios...
La voz del
muchacho en el plano, cuando decía “¡Cheerio!” con el medio litro en
el aire, era también de mujer.
¿Qué podía
pensar ella? Por otra parte, es posible que yo no haya sido sincero y le
haya dicho aquello porque sí, como una broma. Pero Ester encogió los
hombros haciendo una mueca cínica, sin relación alguna con sus brazos,
una mueca que descubriría repentinamente, como un secreto de familia
guardado con tenacidad, su parentesco con las mujeres de piel oscura que
se reían balancéandose en las sillas.
—¡Vamos, m’hijo!
Si me viste cara de otaria...
Desde entonces
me propuse tenerla gratis. No le hablaba nunca de eso, no le pedí nada.
Cuando ella me invitaba a salir, movía la cabeza con aire triste.
—No. Pagando
nunca. Comprendé que con vos no puede ser así.
Me insultaba y
se iba. Cada vez venía menos por mi mesa. Algunas noches —estaba
borracha entonces con frecuencia y acato enferma, cada vez más gastada,
ordinaria, mientras los brazos y sobre todo los hombros redondos y
empolvados pasaban como chorros de leche entre las mesas, resbalando en
la luz pobre del salón— ni siquiera me saludaba. Cada vez me
interesaba menos el asunto y seguía yendo por costumbre, porque no tenía
amigos ni nada que hacer y a las tres de la mañana, cuando terminaba el
trabajo en el diario, me sentía sin fuerzas para irme a la pieza, solo.
Por aquel
tiempo no venían sucesos a visitarme a la cama antes del sueño; las
pocas imágenes quo llegaban eran idiotas. Ya las había visto en el día
o un poco antes. Se repetían caras de gentes que no me interesaban,
ubicadas en sitios sin misterios. Estaba por fallarse el divorcio; habían
abierto el juicio a prueba y yo fui solamente una vez. No podía
soportarlo. Me era indiferente el resultado de aquello, resuelto a no
vivir más con Cecilia: ¿y qué diablo podía importarme que un asno
cualquiera la declarara culpable a ella o a mí? Ya no se trataba de
nosotros. Viejos, cansados, sabiendo menos de la vida a cada día,
estábamos fuera de la cuestión. Es siempre la absurda costumbre de dar
más importancia a las personas que a los sentimientos. No encuentro
otra palabra. Quiero decir: más importancia al instrumento que a la
música.
Había habido
algo maravilloso creado por nosotros. Cecilia era una muchacha, tenía
trajes con flores de primavera, unos guantes diminutos y usaba pañuelos
de telas transparentes que llevaban dibujos de niños bordados en las
esquinas. Como un hijo el amor había salido de nosotros. Lo
alimentábamos, pero él tenía su vida aparte. Era mejor que ella, mucho
mejor que yo. ¿Cómo querer compararse con aquel sentimiento, aquella
atmósfera que, a la media hora de salir de casa me obligaba a volver,
desesperado, para asegurarme de que ella no había muerto en mi ausencia?
Y Cecilia, que puede distinguir los diversos tipos de carne de vaca y
discutir seriamente con el carnicero cuando la engaña, ¿tiene algo que
ver con aquello que la hacía viajar en el ferrocarril con lentes oscuros,
todos los días, poco tiempo antes de que nos casáramos, “porque
nadie debía ver los ojos que me habían visto desnudo”?
El amor es
maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase
de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son,
es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y
se pierden.
He leído que
la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o
veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y
tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa
edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales,
con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un
deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por
qué no hay grandes artistas mujeres. Y ti uno se casa con una muchacha
y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin
asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los
viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos.
El amor es
algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el
destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera
inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña
Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para
sentir lo ridículo de todo esto. Se trataba del amor y esto ya estaba
terminado, no había primera ni segunda instancia, era un muerto
antiguo. Qué más da el resto. Pero en el sumario hay algo que no puedo
olvidar. No trato de justificarme; pueden escribir lo que quieran las
ratas del juzgado. Toda la culpa es mía: no me interesa ganar dinero ni
tener una casa confortable, con radio, heladera, vajilla y un watercló
impecable. El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil
escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la
cara. Allá ellos, todo el mundo y doña Cecilia Huerta de Linacero.
Pero en el
sumario se cuenta que una noche desperté a Cecilia, “la obligué a
vestirse con amenazas y la llevé hasta la intersección de la rambla y la
calle Eduardo Acevedo”. Allí, “me dediqué a actos propios de un
anormal, obligándola a alejarse y venir caminando hasta donde estaba yo,
varias veces, y a repetir frases sin sentido”. Se dice que hay varias
maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad,
toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son
siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que
los llene.
Aquella noche
nos habíamos acostado sin hablarnos. Yo estuve leyendo, no sé qué, y
a veces, de reojo, veía dormirse a Cecilia. Ella tenía una expresión
lenta, dulce, casi risueña, una expresión de antes, de cuando se llamaba
Ceci, para la que yo había construido una imagen exacta que ya no podía
ser recordada. Nunca pude dormirme antes que Pila. Dejé el libro y me
puse a acariciarla con un género de caricia monótona que apresura el
sueño. Siempre tuve miedo de dormir antes que ella, sin saber la causa.
Aún adorándola, era algo así como dar la espalda a un enemigo. No
podía soportar la idea de dormirme y dejarla a ella en la sombra,
lúcida, absolutamente libre, viva aún. Esperé a que se durmiera
completamente, acariciándola siempre, observando cómo el sueño se iba
manifestando por estremecimientos repentinos de las rodillas y el nuevo
olor, extraño, apenas tenebroso, de su aliento. Después apagué la luz y
me di vuelta esperando, abierto al torrente de imágenes.
Pero aquella
noche no vino ninguna aventura pata recompensarme el día. Debajo de mis
párpados se repetía, tercamente, una imagen ya lejana. Era precisamente,
la rambla a la altura de Eduardo Acevedo, una noche de verano, antes de
casarnos. Yo la estaba esperando apoyado en la baranda metido en la
sombra que olía intensamente a mar. Y ella bajaba la calle en pendiente,
con los pasos largos y ligeros que tenía entonces, con un vestido
blanco y un pequeño sombrero caído contra una oreja. El viento la
golpeaba en la pollera, trabándole los pasos, haciéndola inclinarse
apenas, como un barco de vela que viniera hacia mí desde la noche.
Trataba de pensar en otra cosa; pero, apenas me abandonaba, veía la calle
desde la sombra de la muralla y la muchacha, Ceci, bajando con un
vestido blanco.
Entonces tuve
aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía
que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una
posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo
no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no
sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era
aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener
cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino
hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola
inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto,
reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo
del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos.
Pero esto
tampoco tiene que ver con lo que me interesa decir. Creo que Cecilia
volvió a casarse y es posible que sea feliz. Estaba contando la
historia de Ester. El desenlace fue, también, en una noche de lluvia,
sin barcos en el puerto. El cafetín estaba casi vacío. Vino a mi mesa y
estuvo cerca de una hora sin hablar. No había música. Después se rió y
me dijo:
—Si vos no
querés ir conmigo pagando, no me vas a pagar nada. ¿No es lo mejor?
Sacó un peso
y pagó los guindados que había tomado. No le hice caso. Al rato me dijo:
—Decí...
¿y si yo me hiciera la loca?
—¿A ver?
—Y bueno,
sos un cabeza dura. A porfiado nadie te gana. Si querés vamos.
—No quiero
líos. ¿Gratis?
—Sí, pero
no te creas que se te hace el campo orégano. Es la última vez. Mirá:
con vos no voy más ni aunque me pagues.
Yo no tenía
ningún interés. Pero no había otro remedio y salimos. Ella tenía el
abrigo sobre los hombros y caminaba con la cabeza baja por las veredas
relucientes de agua. El hotel estaba en Liniers, frente al mercado.
Seguía lloviznando, no tornamos coche y así fuimos en silencio. Cuando
llegamos ella tenía la cabeza empapada. Se sacudía la melena frente al
espejo, mostrando los dientes, sin mover los grandes hombros blancos. La
veladora tenía una luz azul. Recuerdo que estuvo temblando un rato al
lado mío y tenía el cuerpo helado, con la piel áspera y erizada.
Cuando se
estaba vistiendo le dije —nunca supe por qué— desde la cama:
—¿Nunca te
da por pensar cosas, antes de dormirte o en cualquier sitio, cosas raras
que te gustaría que te pasaran...?
Tengo,
vagamente, la sensación de que, al decir aquello, le pagaba en cierta
manera. Pero no estoy seguro. Ella dijo alguna estupidez, bostezando, otra
vez frente al espejo. Por un rato estuve callado mirando al techo, oyendo
el rumor de la lluvia en el balcón. Llegaba el ruido de carros pesados y
de gallos. Empecé a hablar, sin moverme, boca arriba, cerrando los ojos.
—Hace un
rato estaba pensando que era en Holanda, todo alrededor, no aquí. Yo le
digo Nederland por una cosa. Después te cuento. El balcón da a un río
por donde pasan unos barcos como chalanas, cargados de madera, y todos
llevan una capota de lona impermeable donde cae la lluvia. El agua es
negra y las gabarras van bajando despacio sin hacer ruido, mientras los
hombres empujan con los bicheros en el muelle. Aquí en el cuarto yo
esperaba una noticia o una visita y yo me había venido desde allá para
encontrarme con esa persona esta noche. Porque hace muchos años nos
comprometimos para vernos esta noche en este hotel. Hay otras cosas,
además. Una chalana está cargada de fusiles y quiero pasarlos de
contrabando. Si todo va bien, yo dejo una luz azul como esta en los
balcones y los de la chalana pasan abajo cantando en alemán, algo que
dice “hoy mi corazón se hunde y nunca más...” Todo va bien, pero
yo no soy feliz. Me doy cuenta de golpe, ¿entendés?, que estoy en un
país que no conozco, donde siempre está lloviendo y no puedo hablar con
nadie. De repente me puedo morir aquí en la pieza dei hotel...
—¿Pero por
qué no reventás?
Había dejado
de arreglarse el peinado y me miraba apoyada en el tocador con aire
extraño.
—¿Se puede
saber qué tomaste?
—Bueno. Pero
decime si vos pensás así. Cualquier cosa rara.
—Siempre
pensé que eras un caso... ¿Y no pensás a veces que vienen mujeres
desnudas, eh? ¡Con razón no querías pagarme! ¿Así que vos...? ¡Qué
punta de asquerosos!
Salió antes
que yo y nunca volvimos a vernos. Era una pobre mujer y fue una
imbecilidad hablarle de esto. A veces pienso en ella y hay una aventura en
que Ester viene a visitarme o nos encontramos por casualidad, tomamos y
hablamos como buenos amigos. Ella me cuenta entonces lo que sueña o
imagina y son siempre cosas de una extraordinaria pureza, sencillas como
una historieta para niños.
Estoy muy
cansado y con el estómago vacío. No tengo idea de la hora. He fumado
tanto que me repugna el tabaco y tuve que levantarme para esconder el
paquete y limpiar un poco el piso. Pero no quiero dejar de escribir sin
contar lo que sucedió con Cordes. Es muy raro que Lázaro no haya vuelto.
A cada momento me parece que lo oigo en la escalera, borracho, dispuesto a
reclamarme los catorce pesos con más furia que nunca. Es posible que haya
caído preso y en este momento algunos negroides más brutos que él lo
estén enloqueciendo a preguntas y golpes. Pobre hombre, lo desprecio
hasta con las raíces dei alma, es sucio y grosero, sin imaginación.
Tiene una manera odiosa de tumbarse en la cama y hablar de los malditos
catorce pesos que le debo, sin descanso, con voz monótona, esas eses
espesas, las erres de la garganta, con su tono presuntuoso de hijo de una
raza antigua, empapado de experiencia, para quien todos los problemas
están resueltos. Lo odio y le tengo lástima; casi es viejo y vive
cansado, no come todos los días y nadie podría Imaginar las
combinaciones que se le ocurren para conseguir tabaco. Y se levanta a
veces de madrugada para sentarse junto a la luz que empieza, a leer
bisbiseando libros de economía política.
Tiene algo de
mono, doblado en el banco, los puños en la cabeza rapada, muequeando con
la cara llena de arrugas y pelos, haciendo bizquear los ojos entre las
cejas escasas y las grandes bolsas de las ojeras. Cuando estoy muy
amargado, raras veces, me divierto discutiendo con él, tratando de
socavar su confianza en la revolución con argumentos astutos, de una
grosera mala fe, pero que el infeliz acepta como legítimos. Da ganas de
reír, o de llorar, según el momento, el esfuerzo que tiene que hacer
para que la lengua endurecida pueda ir traduciendo el desesperado trabajo
de su cerebro para defender las doctrinas y los hombres.
Lo dejo
hablar, que se enrede solo, mirándolo con una sonrisa burlona, fruciendo
un poco la boca hacia el lado derecho. Esto lo exaspera y hace que se
embrolle más rápidamente. Claro que esto no dura mucho. Es lástima
porque me divierte. Lázaro pierde la paciencia, se enfurece y se pone a
insultar.
—Mirá...
Sos un desciasado, eso. Va, va... Sos más asqueroso que un chancho
burgués. Eso.
Este es el
momento oportuno para hablarle del lujo asiático en que viven los
comisarios en el Kremlin y de la inclinación inmoral del gran camarada
Stalin por las niñitas tiernas. (Tengo un recorte de no sé qué hediondo
corresponsal de un diario norteamericano, donde habla de esos lujos
asiáticos, de los niños matados a latigazos y de no sé cuanta otra
imbecilidad. Es asombroso ver en qué se puede convertir la revolución
rusa a través del cerebro de un comerciante yanki; basta ver las fotos de
las revistas norteamericanas, nada más que las fotos porque no sé
leerlas, para comprender que no hay pueblo más imbécil que ése sobre la
tierra; no puede haberlo porque también la capacidad de estupidez es
limitada en la raza humana. Y qué expresiones de mezquindad, que profunda
grosería asomando en las manos y en los ojos de sus mujeres, en toda esa
chusma de Hollywood.)
—Miró
viejo. Me da lástima porque sos un tipo de buena fe. Son siempre los
millones de otarios como vos los que van al matadero. Pensó un poquito
en todos los judíos que forman la burocracia staliniana..
No se necesita
más. El pobre hombre inventa el apocalipsis, me habla del día de la
revolución (tiene una frase genial: “cada día falta menos...”), y
me amenaza con colgarme, hacerme fusilar por la espalda, degollarme de
oreja a oreja, tirarme al río.
Digo otra vez
que me da mucha lástima. Pero el animal sabe también defenderse. Sabe
llenarse la boca con una palabra y la hace sonar como si escupiera.
—¡Fra ...
casado!
La dice con la
misma entonación burlona con que se insultan los chicos en la calle, y
atrás de la palabra, en la garganta que resuena, está algo que me
indigna más que todo en el mundo. Hay un acento extranjero —Checoslovaquia,
Lituania, cualquier cosa por el estilo—, un acento extranjero que me
hace comprender cabalmente lo que puede ser el odio racial. No sé bien si
se trata de odiar a una raza entera, u odiar a alguno con todas las
fuerzas de una raza.
Pero Lázaro
no sabe lo que dice cuando me grita “fracasado”. No puede ni sospechar
lo que contiene la palabra para mí. El pobre tipo me grita eso porque
una vez al principio de nuestra relación se le ocurrió invitarme a una
reunión con los camaradas. Trataba de convencerme usando argumentos
que yo conocía desde hace veinte años, que hace veinte años me
hastiaron para siempre. Juro que fui solamente por lástima, que nada más
que una profunda lástima, un excesivo temor de herirlo, como si en su
actitud y en su cabezota de mono hubiera algo indeciblemente delicado, me
hizo acompañarlo a la famosa reunión de los camaradas.
Conocí mucha
gente, obreros, gente de los frigoríficos, aporreada por la vida,
perseguida por la desgracia de manera implacable, elevándose sobre la
propia miseria de sus vidas para pensar y actuar en relación a todos los
pobres del mundo. Habría algunos movidos por la ambición, el rencor o la
envidia. Pongamos que muchos, que la mayoría. Pero en la gente del
pueblo, la que es pueblo de manera legítima, los pobres, hijos de
pobres, nietos de pobres, tienen siempre algo esencial incontaminado,
algo hecho de pureza, infantil, candoroso, recio, leal, con lo que siempre
es posible contar en las circunstancias graves de la vida. Es cierto que
nunca tuve fe; pero hubiera seguido contento con ellos, beneficiándome de
la inocencia que llevaban sin darme cuenta. Después tuve que moverme en
otros ambientes y conocer a otros individuos, hombres y mujeres, que
acababan de ingresar en las agrupaciones. Era una avalancha.
No sé si la
separación de clases es exacta y puede ser nunca definitiva. Pero hay en
todo el mundo gente que compone la capa tal vez más numerosa de las
sociedades. Se les llama “clase media”, “pequeña burguesía”.
Todos los vicios de que pueden despojarse las demás clases son recogidos
por ella. No hay nada más despreciable, más inútil. Y cuando a su
condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”,
merecen ser barridos sin juicio previo. Desde cualquier punto de vista,
búsquese el fin que se busque, acabar con ellos sería una obra de
desinfección. En pocas semanas aprendí a odiarlos: ya no me preocupan,
pero a veces veo casualmente sus nombres en los diarios, al pie de largas
parrafadas imbéciles y el viejo odio se remueve y crece.
Hay de todo;
algunos que se acercaron al movimiento para que el prestigio de la lucha
revolucionaria o como quiera llamarse se reflejara un poco en sus
maravillosos poemas. Otros, sencillamente, para divertirse con las
muchachas estudiantes que sufrían, generosamente, del sarampión
antiburgués de la adolescencia. Hay quien tiene un Packard de ocho
cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la
sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre. Los partidos
revolucionarios deben creer en la eficacia de ellos y suponer que los
están usando. Es en el fondo un juego de toma y daca. Queda la esperanza
de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en
serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera
definitiva, de toda esa morralla.
Me aparté en
seguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado.
Puede ser que tenga razón; se me importa un corno, por otra parte. Fuera
de todo esto, que no cuenta para nada, ¿qué se puede hacer en este
país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso
comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe
un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un
voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva
mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un
gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.
Pero todo esto
me aburre. Se me enfrían los dedos de andar entre fantasmas. Quiero
contar aquella entrevista con Cardes; es también un ejemplo de
intelectual y confieso que sigo admirándolo. Tiene talento, un instinto
infalible, más bien, para guiarse entre los elementos poéticos y escoger
en seguida, sin necesidad de arreglos ni remiendos.
Es extraño
que haya procedido, casi, con una torpeza mayor que la de Ester.
Recuerdo que
en aquel tiempo andaba muy solo —solo a pesar mío— y sin esperanzas.
Cada día la vida me resultaba más difícil. No había conseguido
todavía el trabajo en el diario y me había abandonado, dejándome
llevar, saliera lo que saliera. ¿Por qué los sucesos no vienen al que
los espera y los está llamando con todo su corazón desde una esquina
solitaria? Hasta las imaginaciones por la noche me resultaban amargas, y
se desarrollaban faltas de espontaneidad, y ayudadas, hostigadas por mí.
Encontré a
Cordes casualmente y vinimos por la noche a mi pieza. Habíamos estado
tomando unas cañas, él compró cigarrillos y yo, felizmente, tenía un
poco de té. Estuvimos hablando durante horas, en ese estado de dicha
exaltada, y suave no obstante que sólo puede dar la amistad y hace que
insensiblemente dos personas vayan apartando malezas y retorciendo
caminos para poder coincidir y festejarlo con una sonrisa.
Hacía tiempo
que no me sentía tan feliz, libre, hablando lleno de ardor,
tumultuosamente, sin vacilaciones, seguro de ser comprendido, escuchando
también con la misma intensidad, tratando de adivinar los pensamientos
de Cordes por las primeras palabras de sus frases. Estábamos tomando el
té, serían las dos de la mañana, acaso más, cuando Cordes me leyó
unos versos suyos. Era un poema extraño, publicado después en una
revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en alguna de las valijas,
pero no vale la pena de ponerme a buscarlo ahora. Se llamaba “El
pescadito rojo”. El título es desconcertante y también a mí me hizo
sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es
innegable. Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de
él que no había acabado de encontrarse. No sé que hace ahora ni cómo
es; he dejado de tener noticias suyas y desde aquella noche no volví a
verlo, a pesar de que sabía donde buscarme.
Aquella noche
dejé enfriar el té en mi vaso para escucharlo. Era un verso largo, como
cuatro carillas escritas a máquina. Yo fumaba en silencio, con los ojos
bajos, sin ver nada. Sus versos lograron borrar la habitación, la noche
y al mismo Cordes. Cosas sin nombre, cosas que andaban por el mundo
buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o iban brotando
porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Era —pensé después—
un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa. Todo lo que
pueda decir es pobre y miserable comparado con lo que dijo él aquella
noche. Todo había desaparecido desde los primeros versos y yo estaba en
el mundo perfecto donde el pescadito rojo disparaba en rápidas curvas
por el agua verdosa del estanque, meciendo suavemente las algas y
haciéndose como un músculo largo y sonrosado cuando llegaba n tocarlo
el rayo de luna. A veces venía un viento fresco y alegre que me tocaba
el pelo. Entonces las aguas temblaban y el pescadito rojo dibujaba figuras
frenéticas, buscando librarse de la estocada del rayo de luna que
entraba y salía del estanque, persiguiendo el corazón verde de las
aguas. Un rumor de coro distante surgía de las conchas huecas,
semihundidas en la arena del fondo.
Pasamos
después mucho rato sin hablar. Me estuve quieto, mirando al suelo;
cuando la sombra de la última imagen salió por la ventana, me pasé una
mano por la cara y murmuré gracias. El hablaba ya de otra cosa, pero su
voz había quedado empapada con aquello y me bastaba oírlo para continuar
vibrando con la historia del pescadito rojo. Me mortificaba la idea de que
era forzoso retribuir a Cordes sus versos. ¿Pero qué ofrecerle de toda
aquella papelería que llenaba mis valijas? Nada más lejos de mí que la
idea de mostrar a Cordes que yo también sabía escribir. Nunca lo supo y
nunca me preocupó. Todo lo escrito no era más que un montón de
fracasos. Recordé de pronto la aventura de la bahía de Arrak. Me
acerqué a Cordes, sonriendo, y le puse las manos en los hombros. Y le
conté, vacilando al principio cómo vacilaba el barco al partir,
embriagándome en seguida con mis propios sueños.
Las velas del
“Gaviota” infladas por el viento, el sol en la cadena del ancla, las
botas altas hasta las rodillas, los pies descalzos de los marineros, la
marinería, las botellas de ginebra que sonaban contra los vasos en el
camarote, la primera noche de tormenta, el motín en la hora de la siesta,
el cuerpo alargado del ecuatoriano que ahorcamos al ponerse el sol. El
barco sin nombre, el Capitán Olaff, la brújula del náufrago, la llegada
a ciegas a la bahía de arena blanca que no figuraba en ningún mapa. Y la
medianoche en que, formada la tripulación en cubierta, el capitán
Olaff hizo disparar 21 cañonazos contra la luna que, justamente 20 años
atrás, había frustrado su entrevista de amor con la mujer egipcia de los
cuatro maridos.
Hablaba
rápidamente, queriendo contarlo todo, trasmitir a Cordes el mismo
interés que yo sentía. Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa podía
ofrecerle? Hablé lleno de alegría y entusiasmo, paseándome a veces,
sentándome encima de la mesa, tratando de ajustar mi mímica a lo que iba
contando. Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el
rostro de Cordes. Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices
contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la comprensión lo
que había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No
recuerdo que broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de
hablar. El dijo:
—Es muy
hermoso... Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un
cuento o algo así.
Yo estaba
temblando de rabia por haberme lanzado a hablar, furioso contra mí
mismo por haber mostrado mi secreto.
—No, ningún
plan. Tengo asco por todo, ¿me entiende? por la gente, la vida, los
versos de cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me imagino todo eso.
Cosas así y suciedades, todas las noches.
Algo estaba
muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo acompañé unas cuadras.
Estoy cansado;
pasé la noche escribiendo y ya debe ser muy tarde. Cordes, Ester y todo
el mundo, menefrego. Pueden pensar lo que les dé la gana, lo que deben
limitarse a pensar. La pared de enfrente empieza a quedar blanca y algunos
ruidos, recién despiertos, llegan desde lejos. Lázaro no ha venido y
es posible que no lo vea hasta mañana. A veces pienso que esta bestia es
mejor que yo. Que, a fin de cuentas, es él el poeta y el soñador. Yo soy
un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared
para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero
tiene fe, cree en algo. Sin embargo, ama a la vida y sólo así es
posible ser un poeta.
Apagué la luz
y estuve un rato inmóvil. Tengo la sensación de que hace ya muchas horas
que terminaron los ruidos de la noche; tantas, que debía estar ya el
sol alto. El cansancio me trae pensamientos sin esperanza. Hubo un mensaje
que lanzara mi juventud a la vida; estaba hecho con palabras de desafío y
confianza. Se lo debe haber tragado el agua como a las botellas de los
náufragos. Hace un par de años que creí haber encontrado la
felicidad. Pensaba haber llegado a un escepticismo casi absoluto y
estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo,
fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que
pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me
asombraba haber demorado tanto tiempo para descubrirlo. Pero ahora
siento que ni¡ vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y
otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta.
Estoy tirado y el tiempo pasa. Estoy frente a la cara peluda de Lázaro,
sobre el patio de ladrillos, las gordas mujeres que lavan la pileta, los
malevos que fuman con el pucho en los labios. Yo estoy tirado y el tiempo
se arrastra, indiferente, a mi derecha y a mi izquierda.
Esta es la
noche, quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda
y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender. Hay en el
fondo, lejos, un coro de perros, algún gallo canta de vez en cuando, al
norte, al sur, en cualquier parte ignorada. Las pitadas de los
vigilantes se repiten sinuosas y mueren. En la ventana de enfrente,
atravesando el patio, alguno ronca y se queja entre sueños. El cielo
está pálido y tranquilo, vigilando los grandes montones de sombra en
el patio. Un ruido breve, como un chasquido, me hace mirar hacia arriba.
Estoy seguro de poder descubrir una arruga justamente en el sitio donde ha
gritado una golondrina. Respiro el primer aire que anuncia la madrugada
hasta llenarme los pulmones; hay una humedad fría tocándome la frente
en la ventana. Pero toda la noche está, inapresable, tensa, alargando su
alma fina y misteriosa en el chorro de la canilla mal cerrada, en la
pileta de portland del patio. Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario
que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple
como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. Hay
momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las sienes se
acompasan con el latido de la noche. He fumado mi cigarrillo hasta el fin,
sin moverme.
Las
extraordinarias confesiones de Eladio Linacero. Sonrío en paz, abro la
boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche. Todo es
inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos. Me
hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mariposa
nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como
el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y
vagas espumas, noche abajo.
Esta es la
noche. Voy a tirarme en la cama, enfriado, muerto de cansancio, buscando
dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para esperar el
cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos.
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