Emilio
Díaz Valcárcel
(Trujillo Alto, Puerto Rico, 1929 - San Juan, 2015)
La evasión
Proceso en diciembre
(Madrid: Taurus Ediciones, 1963, 148 págs.)
Con los codos en tierra alzaba de
vez en cuando la barbilla para contemplar el rayo de luz que cruzaba en lo
alto. Más allá. en la chamuscada cresta del monte, el rayo del lejano
reflector formaba un charco luminoso. Pedruscos descascarados fulgían
como fondos de botellas rotas. Una linternota para andar detrás del
ganado por las noches, pensó. Echó una mirada en semicírculo a los once
compañeros desplegados de barriga entre los fragantes arbustos. Estaban
inmóviles, la oreja apoyada en tierra, los brazos tendidos delante de sus
cuerpos acurrucados, como si durmieran. Retrajo la mirada y se puso a
contemplar la azarosa marcha de las hormigas entre las raíces. Siguió
luego la trayectoria de un saltamontes entre las hojas caídas.
aprovechando hasta el máximo la migaja de luz que goteaba del rayo
tendido sobre sus cabezas. No era un animalito como los de su país,
chiquitos y chillones como el diablo. Al fin, todas las cosas de su
tierra, incluso la isla misma, y contando los ríos y los montes, eran
diminutos. Aunque no pudiera recorrer el país a pie en dos semanas.
Pensó que serían cerca de las
cuatro. Cuando acá era de día, allá transcurría la noche. Se debía a
la redondez de la tierra, le dijeron, pero se le hacía sospechoso el
cuento.
—Está amaneciendo, teniente —dijo—.
Mejor volvemos a la compañía.
—Cierre el pico. El viejo decidirá
cuándo nos vamos.
Los grillos chirriaban hasta reventar
en la hojarasca. Un silencio grillos de presagios surgía del fondo de la
tierra. “Coquí”, hizo él. “Coquí.” Después imitó por lo bajo
el cántico de un bienteveo y se quedó tranquilo, vacío de sí mismo,
imprimiendo sus iniciales en el polvo rayado por hilachas de luz y sombra.
Una brisa fría anunciaba la proximidad de la madrugada, azorando la
quietud dormida en las hojas.
Hacía cosa de ocho horas que habían
arribado a aquel recoveco solitario. Se habían desplegado entre los
quebradizos troncos de los arbustos, y puestos a esperar. No podían
dormir, no sólo porque era condenable, sino por lo desconocido del
paraje.
—¿Oyeron?
El teniente se levantó sobre un codo:
—Silencio, coño.
—¿No oyó, teniente'? Como
tosiendo.
Él prestó atención: tal vez aquel
rumor eran voces deshilachadas por la brisa. O el aullido de un lobo
enloquecido por el hambre. O lejanas manadas de ciervos que repechaban los
montes en constante y desolada huida de la guerra. La Naturaleza misma
parecía huir en todos los puntos, asustada y herida de muerte.
—Riéguense más —urgió el
teniente.
Los hombres obedecieron con la
respiración suspendida. Crujió la hojarasca. Luego quedaron inmóviles,
esperando. ¿Serán ellos?, pensó él. Vendrían en silencio, pasito a
pasito. Se treparían a un algarrobo y soltarían la descarga de
guayabas verdes, y cuando se les acabaran las municiones levantarían un
pañuelo blanco en la punta de una vara. Luego se latizarían a la
quebrada, zambullirían y se combatirían con chorros de agua. En la
orilla, el sol los tostaría mientras se contaban chascarrillos.
—¿Oyen?
Levantó la oreja. Ya no escuchaba el
chirrido helado de los grillos (si eran grillos) y sólo distinguió algo
como el apartarse de las cañas al paso de una res, Dirigió la mirada
hacia sus compañeros: con excepción de Miguel, que parecía dormido como
un leño, los demás se habían incorporado sobre los codos y erguían la
cabeza. Nos descubrieron, pensó, y advirtió que el sudor le mojaba los
sobacos. Esta vez no era un juego: las guayabas habían quedado muy lejos,
cerca de donde su muchachito se paraba, en el patio, a espantar las
gallinas. Rosita se asomaba a la ventana de la cocina y lo espantaba a
él: “Mira, nene, caray, a ver si dejas quietas las aves.” El nene
decía: “Tata, pa pa, ina, ina.” (Escarbando el polvo con una varita,
los ojos fijos en la punta encendida de la colina, sonrió.) En realidad,
lo primero que dijo fue papá, aunque Rosita no estaba segura. Ya a las
pocas semanas lo conocía, y cuando regresaba sudado de la tala y se
inclinaba sobre el coy de saco, se pelaba de risa, agitando sus puñitos.
—Vámonos, teniente.
Rosendo tendrá miedo, pensó. A los
que les quedaba poco tiempo de servicio les entraba la chinitis. Atrapó
un escarabajo y lo estudió con curiosidad. Tenía unos ojos puntiagudos y
brillantes y una joroba color hoja de tabaco que, al apretarla entre sus
dedos, resultó dura y raspante. Diablo de animal éste, pensó. Lo
cruzaría con caculo a ver qué diache saldría. ¿Te gustan las hojas del
café?, le preguntó en silencio. Pero recordó que jamás había visto
cafetales por aquellas regiones.
—Nos van a emboscar, teniente.
Jacinto también tiene miedo, pensó.
Recorrió de un vistazo a los once hombres: continuaban sostenidos sobre
los codos, las cabezas un poco ladeadas, como si dirigieran el radar de
sus orejas hacia alguna dirección precisa. Como los primitivos, habían
aprendido a escuchar y a husmear lo que traían las corrientes de aire.
Soltó el escarabajo, que dejó un diminuto surco en el polvo. Era un
pequeño tractor, verde y lento, como el de don Regino.
—¿Cuándo nos vamos?
—Cuando lo ordenen de allá.
Si estaban allí no era culpa del
teniente. Debía cumplir con lo que le asignaban. Así era el mundo. Unos
ordenaban, otros obedecían. En su casa daba órdenes, y Rosita
obedecía. En casa de su viejo, éste daba órdenes, y su mamá y él, y
los hermanos y Rosita obedecían.
—Nos van a limpiar el pico.
Sonrió: la gente de San Juan hablaba
así. Había conocido a algunos que dejaban secar hojas de marihuana, que
crecía cimarrona, hacían tabaquitos y los fumaban como si fueran
chéster.
—Me está que el cocoroco nos
embarcó.
—Es el Company Commander —dijo
el teniente. Y añadió sin convicción: —Sabrá lo que hace.
—¡La madre del míster! Está como
un general con su pipa, rascándosela con retratos de mujeres en trajes de
baño. Mientras Rosita le planchaba las camisas en enaguas, él no le
perdía rastro desde la cama, ensortijándose los pelos del pecho.
—¿Disparos?
En algún lugar no muy lejano
resonaron unos estampidos. En esta jugada mamá se queda sin su nene.
El teniente ordenó silencio. Luego
dijo:
—Tenemos que agarrar aunque sea a
uno. Son quince días de putería en Japón.
—Bonito premio. Un mamey. Pero ¿y
si nos cojen a nosotros?
—Dicen que a los negros los cuelgan
por las patas.
—Entonces estoy leído.
—Tú no eres tan... negro.
—Mírame el pelo, viejo. Los
extranjeros chequean el pelo.
—Total, ellos son amarillos.
—¿Por qué les dicen rojos?
—No seas cerrado. Es cuestión de
política o qué sé yo. Pero son comunistas y esa gente le quita los
hijos a uno y uno no puede decir esta boca es mía.
—Yo vi los retratos. Las mujeres
barren las calles como si fueran hombres. Y al que le esté malo lo
sientan en la silla eléctrica. Creen en el diablo, y hay que hacer fila
para comer. A las mujeres no las dejan pintarse, como si fueran alcluyas,
y están para que los soldados se las tiren. Te quitan la casa y el carro,
y todo para los magnates de arriba. Si no fuera por esos hijoputas no
estaríamos aquí con las bolas en la garganta.
Él silbó. Me los como vivos, pensó.
Y se puso a trazar el nombre de su hijo en el polvo, junto a una columna
de hormigas. Veía a un enjambre tic hombres extraños apoderarse de su
mujer, de su hijo, de su tierra. llabía gente mala en el mundo. Sopló
sobre las hormigas, que se detuvieron un instante para continuar
seguidamente su ajetreo. ¿No duermen?, les dijo. Con los macos abiertos,
dale que dale.
—Me caigo de sueño. Si vienen a
esta hora cojo el monte.
—¿Por qué no se larga? —dijo el
teniente— . Váyase para que se lo coma la miseria.
—¡Ssss! Alguien se acerca.
Guardaron silencio. Se escuchaban
rumores en la fronda que circundaba la base de la colina. Esperaron
conteniendo la respiración. Nos están rodeando, pensó. Podía tratarse
de amigos que habían perdido el camino. Pero a esa hora, a esa distancia
de la línea, cualquier movimiento era sospechoso y regularmente recibido
con una descarga. Alzó la vista, mientras escuchaba el chasquido de una
rama al quebrarse: el rayo de luz se extendía sobre sus cabezas,
dividiendo el cielo desleído del amanecer en dos parcelas gigantescas.
Brillaban tenuemente algunos astros amontonados sobre la vertiente de la
cordillera. De vez en cuando, no muy lejos, sobre alguna escarpadura, se
abría un repollo de fuego. Entre la cerrada negrura de los farallones se
encendían ojos rojizos, y luego la brisa helada traía con retraso el eco
(pacúm, pacúm) de las detonaciones. No duermen, pensó con cierto
asombro. La guerra permanecía en pie las veinticuatro horas, como un
elemento más de la Naturaleza, como un corazón o como el incansable
caudal de un río.
—Me está entrando la chinitis,
teniente.
El oficial alzó un brazo exigiendo
silencio y se aplicó murmurando al aparato de radio.
—¿Falta mucho todavía?
—Silencio, carajo —chilló el
teniente, y volvió al aparato.
Los ruidos de momentos atrás habían
desaparecido. Menos mal, pensó. A esta hora de la madrugada el muchacho
berreaba y la madre le tendía el pecho: se aplicaba como un ternerito a
la ubre repleta, cabeceando y haciendo ruidos con la garganta. “Ese
sinvergüencita te va a dejar horra, caray”. Ella pasaba su mano sobre
la cabeza del hijo: “Sanguijuelita de mamá, mucho que chupa el pelusito
éste”.
—¿Qué dijo el camarón, teniente?
—¿Por qué no se callan?
—¿Qué se creerá el míster ése?
Como él está allá al rescoldo, con estufa y qué sé yo, con retratos
de mujeres y su tazota de café que no la brinca un chivo...
—Por mi madre que si aparece un
chino le dejo el canto. No tengo ganas de enredarme con nadie a esta hora,
con este frío que hace y con las tripas vacías. La guerra debiera ser
por la tarde, y si es verdad que es una carrera, pues ocho horas al día.
—Y que aquí no pagan horas extras.
El teniente se volvió sobre un brazo,
con la cara a ras de tierra.
—¿Creen que me gusta esta basura,
privates? —dijo, y aguzó la vista para observar las caras que quedaban
en su radio visual—. Cuando salga de este país mando la barra a la
mierda.
—Esto está feo, pero son pajitas
que le caen a la leche. Si no me limpian el piquito le meteré por seis
años más. La civil está que arde, muchachos.
El oficial resopló, se volvió sobre
los codos y se quedó mirando hacia lo alto de la colina, parpadeando. Los
otros siguieron la línea de su mirada, pero en aquel paraje relumbrante
no había nada. Los grillos chillaban a todo dar, ocultos entre las
raíces que se levantaban como dedos sarmentosos. La brisa sacudía
flojamente las hojas, con un casi imperceptible silbido ele respiración
humana. El se entretenía en desflecar una hoja, dejando al descubierto
su esqueleto amarillento. Cien varillitas en un varillar, pensó.
—En serio, teniente, el camarón
tuvo que decir algo. ¿Nos dio media hora, quince minutos más'? Si nos
coge el día estamos en la última página. Y van a ser las cuatro y
media. ¿Qué le pasa a ese hombre?
—Es el que manda — dijo el
teniente con dificultad, después de un silencio . Y añadió
rápidamente: —No nos dio quince minutos... Ni media hora.
—Entonces, cuando a él le dé la
gana, ¿,no?
—¡Exactamente? —se soltó el
oficial en un estallido de ira—. Cuando le dé la gana al ilustrísimo.
—No es más malo porque no es más
grande. Daría cualquier cosa por encontrármelo una noche en un asalto.
Le sacaría el cuajo de un bayonetazo.
—Está bien —dijo el teniente—.
De todos modos, hay que seguir las órdenes. Y ya es hora de que hagan
silencio.
Él se puso a apartar las hojas y
ramas secas que le rodeaban, cuidadosamente. Alejó de sí el fusil,
levantada la parte delantera para que la tierra no tocara el caño. Cuando
se sacó el casco, pensó en el hombre alto, delgado y pálido, que jamás
despegaba la pipa de sus labios porque apenas hablaba o sonreía. Tenía
el pelo como malojillo reseco cortado a un cuarto ele pulgada, y bajo
las cejas abultadas y oscuras, dos puntos inmóviles, grises como el cielo
de un septiembre huracanado. Impartía las órdenes breve y
tajantemente, sin mirar directamente a los ojos, sin sacarse de entre
los dientes la pipa. Cuando él quiera saldremos de aquí, pensó. Y por
primera vez en la larga espera se confesó que estaba terriblemente
cansado, mientras dirigía los ojos hacia lo alto de la cordillera por
donde avanzaba vestida de gris la madrugada.
Se acostó sobre la tierra, se
acurrucó y cerró los ojos. Empezó a respirar sosegadamente.
Rosita se acercaba a su cama con una
taza humeante: “El café, negro, el café.”
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