Juan
Bosch
(La Vega, Rep. Dominicana,
1909 - Santo Domingo, 2001)
Sombras
Camino real
(La Vega: Imprenta El Progreso, R. A. Ramos, 1933, 152 pags.);
Cuentos escritos antes del exilio
(Santo Domingo: Editorial Alfa & Omega, 1974, 284 págs.)
En medio de la lluvia, a ratos, encendían fósforos allá arriba. Después hacían corretear una gran carreta. Se oían las ruedas chocar con el empedrado del cielo.
Telo comenzó a alejarse al rumor de la lluvia que golpeaba sordamente en las yaguas. Sentía cómo se iba desvaneciendo en sí mismo hasta convertirse en algo blando. Pudo pensar, en el sopor, que era un hombre de algodón y algo más. Ese algo más es lo que se va cuando dormimos.
Telo pasó, desde su idea, al sueño pesado de quien trabaja doce horas diarias. Ya no le molestaban los fósforos con que Dios, seguramente, encendía un cachimbo tan grande como la Tierra.
De improviso, el chapotear de los caballos y los ladridos furiosos del perro. Telo se incorporó con asombro y tiró a su mujer del brazo. Sintió el corazón palpitar tan aceleradamente que casi parecía una sola diástole. Se oían voces atropelladas, como si la gente que venía estuviera borracha. Además, Telo comprendía que eran muchos los que acercaban. Tuvo la esperanza de que fuera la tropa de Minguito.
Alianza estaba furioso. Sus ladridos eran secos, veloces y cortos como tiros. Telo oyó una voz ronca decir:
—¡Alto! ¡A tierra!
—Tírate… —dijo él en voz baja a su mujer.
Cuando dieron aquellos golpes retumbantes en la puerta, Telo tenía en la mano su cuchillo. Él no recordaba cómo lo había conseguido en tanta oscuridad.
La voz que mandó primero ordenó:
—¡Abra!
Telo contestó, con las palabras estranguladas por el asombro:
—¿Quién llama?
—El ejército —respondieron de modo cortante.
—Ya voy —dijo Telo.
Pero en verdad, no pensaba ir. Maquinalmente pasó a su cuarto, se puso la camisa azul y los pantalones. Aún en ese momento no sabía qué debía hacer. Abrió la puerta, cierto; pero sin detenerse a pensar cómo le convenía obrar. Tan atropelladamente procedió que no se le ocurrió hacer luz.
Al abrir vio caballos y hombres desdibujados; mejor dicho, los adivinó. Estaba en el vano de la puerta, con ojos de idiota, como si lo hubieran tirado en un charco de lodo, incapaz de penetrar el misterio que suponía la caballería entre esas lomas.
—¿Qué quieren?
—¡Haga luz!
Telo se dio una palmada en la frente. Conoció entonces que tenía las manos como hielo. Comentó:
—Anda la porra… Verdá.
Al encender la jumiadora vio a la mujer en un rincón del aposento, acurrucada, envuelta en una bata listada, con los ojos muy abiertos y las manos apretadas contra el seno.
—¿Qué pasa, Telo? —inquirió ella.
Su voz fue tan tenue que Telo no oyó las palabras, aunque las adivinó. El tiempo era escaso y susurró:
—Quédate ahí.
Al amparo de la jumiadora pudo ver la cara del teniente: trigueño quemado; usaba bigote pequeño y tenía en la mirada un abismo preñado de oscuridades. A Telo le impresionó hasta lo increíble la mirada del teniente. No así los ojos de veinte soldados clavados en él. Al entrar se dio cuenta de que la luz hacía reflejar el revólver de un cabo como si hubiera sido espejo.
—¿Quién está en ese cuarto? —inquirió el oficial.
—Mi mujer nada más —contestó Telo.
El otro, como si no le hubiera oído, ordenó:
—¡Registre eso, cabo!
Apoyó el codo derecho en la pierna respectiva, aguzó la mirada y estudió largamente a Telo.
Telo había recobrado su sangre fría. La jumiadora parecía un ojo que se cerraba y abría intermitentemente. Los ladridos de Alianza desesperaban.
—Llame ese maldito perro. ¿No es suyo?
—Sí, mi teniente.
Anduvo hasta la puerta, con paso lento, y silbó.
La luz hizo destacar los ojos de Alianza. Dieron la impresión de dos brasas suspendidas en el aire: el can era más negro que la noche.
—Esto es lo único, teniente —dijo el cabo señalando a la mujer.
Ambos volvieron el rostro. Todavía la hembra conservaba los ojos demasiado abiertos. Estaba en la puerta del aposento y producía el efecto de algo que no tardaría en desmadejarse.
El jefe chasqueó los labios y detuvo la atención en la mujer. Después acentuó el movimiento de cabeza para ver a Alianza, cuyos gruñidos inquietaban. El perro, con seguridad, miraba hondo en aquellos desconocidos.
—Está bien, cabo —dejó oír el teniente.
Telo no levantaba los ojos de los zapatos de su interlocutor. Las palabras del militar eran lentas, medidas:
—De manera que usté no ha visto nada.
—No, mi teniente, ni aun sabía que había revolución.
—Pero yo tengo noticias de que han pasado por aquí —insistió el otro—. Un tal Minguito los manda…
—Tal vez haigan pasado de noche. Yo no sé decirle. Súbito el militar cambió de táctica. Preguntó, como quien no da importancia a lo que habla:
—¿Este camino lleva a Básima?
Telo esperaba esa pregunta. Hacía rato que le retozaba un trocito de hielo en el pecho. Si seguían el camino… Pero no hizo esfuerzo alguno para encontrar la respuesta: ella surgió como empujada de muy hondo:
—Bueno… Ese no. Yo tengo un trillito, casi hecho por mí; pero no cabe la caballería. Está por donde ustedes vinieron, nada más que yo atravieso la quebrada, cruzo el potrero y llego media hora antes.
El teniente jugaba con la punta de su corbata. Calmosamente cruzó las piernas. Se rozó las manos, una contra otra, como quien tiene frío. Preguntó:
—¿Por qué vive usté aquí, tan lejos de la gente?
—Bueno… Como estos son terrenos comuneros, que no cuestan nadita.
—Sí, comprendo —terminó el teniente.
Otra vez el trocito de hielo en el pecho. Ya ese hombre hacía muchas preguntas. Telo no comprendía cómo había podido salvarse.
Alianza tornó a sus ladridos furiosos cuando el extraño se incorporó. Enseñaba lo único blanco que tenía: dientes. Los ojos persistían en su empeño de ser dos brasas suspendidas en el aire.
Telo tenía en las pupilas esa imagen: veinte hombres montando a caballo, con movimientos iguales, al amparo de su jumiadora. Pero su lámpara no era más que una leve esperanza estrangulada por la noche.
Los militares se desdibujaron. Los cascos rompieron algunos espejos rotos que habían formado la lluvia y la luz. Alianza ladró mientras no le ordenó el dueño callar.
Cuando entró al bohío le salió al paso la inquietud de su compañera.
—¿Se fueron, Telo? —inquirió alargando la mirada.
Se sentó en el catre. Comenzó a rascarse la cabeza y, como quien consulta, dijo en alta voz:
—Tengo que dir. Yo creo que no lo saben.
—¿Que no lo saben? Mira, lo apuesto…
—Si no me equivoco —soliloqueó él— están ahora en Las Cruces. Minguito está corriendo un gran peligro, Fiquín.
—Pero no vaya, Telo.
—¡Usté no tiene que mandarme, concho! —vociferó Telo en cambio brusco y voz sorda.
Fiquín se quedó estupefacta. No encontró otro camino que llorar.
Telo se alumbró con la jumiadora, quitó la aldaba a la puerta que daba a la cocina y se quedó con el oído pegado a la hoja medio abierta.
Alianza ladró de nuevo.
Telo oyó la última súplica de su mujer, pero le halaba muy fuertemente la idea de su amigo cercado por el ejército. Él sabía dónde estaba, cuánta gente tenía, qué armas: hubiera sido un indigno dejándolo a su suerte.
Apagó la jumiadora. Por el trillito comenzó su sombra a fundirse en la gran sombra de la noche. Fiquín rezaba.
El disparo pudo no haber sido, porque Telo sólo tuvo el asombro de los árboles iluminados repentinamente por su resplandor rojizo. Todo volvió a ser negro. Se llevó la mano derecha al pecho y sintió la humedad del suelo, al caer.
Fiquín comprendió la verdad; mas no perdió el conocimiento sino cuando oyó, detrás del bohío, la voz ronca del teniente:
—No me equivocaba. Los ojos de la mujer lo vendieron.
Y luego, como quien habla con otro:
—Busca los muchachos. Están en Las Cruces.
Fiquín lloraba. Hasta los ladridos de Alianza parecían hechos de sombras.
También a ella la estranguló la noche, como a la lamparita…
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