Washington Irving
(Manhattan, Nueva York, 1783 - Tarrytown, Nueva York, 1859)


Rip van Winkle (1819)
(“Rip van Winkle”)
The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent., No. 1
(Nueva York: C. S. Van Winkle, 1819, 392 págs.)



Un escrito póstumo de Dietrich Knickerbocker

Por Wotan, dios de los sajones,
de donde viene Miércoles, es decir el Día de Wotan,
que siempre seré fiel a la verdad
hasta el mismo día en que me retire sigilosamente
a mi sepulcro…

Cartwright

      La historia que sigue apareció entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker, un viejo caballero de Nueva York, muy curioso respecto de la historia holandesa de la provincia y de las costumbres de los descendientes de sus primitivos colonos. Sus investigaciones históricas iban menos hacia los libros que hacia los hombres, dado que los primeros escaseaban lamentablemente en sus temas favoritos, mientras que los viejos vecinos, y sobre todo sus mujeres, eran riquísimos en aquellas tradiciones y leyendas de valor inapreciable para el verídico historiador. Así, cuando le acontecía tropezar con alguna típica familia holandesa, agradablemente guarecida en su alquería de bajo techo, a la sombra del frondoso sicomoro, la miraba como un pequeño volumen hecho en letra gótica antigua, cerrado y abrochado, y lo estudiaba con el celo de la polilla.
       El resultado de todas estas investigaciones fue una historia de la provincia durante el dominio holandés, publicada hace algunos años. La opinión anduvo dividida con respecto del valor literario de esta obra que, a decir verdad, no vale un ápice más de lo que pudiera. Su mérito principal estriba en su exactitud, algo discutida por cierto en la época de su primera aparición, pero que ha quedado después completamente establecida y se admite ahora entre las colecciones históricas como libro de indiscutible autoridad.
       El viejo caballero falleció poco tiempo después de la publicación de esta obra; y ahora que está muerto y enterrado no perjudicará mucho a su memoria el declarar que pudo emplear mejor su tiempo en labores de más peso. Era bastante hábil, sin embargo, para encaminar su rumbo como mejor le conviniera; y aunque de vez en cuando echara un poco de tierra a los ojos de sus prójimos y apenara el espíritu de algunos de sus amigos, a quienes profesaba sin embargo gran cariño y estimación, sus errores y locuras se recuerdan «más bien con pesar que con enojo», y se comienza a sospechar que jamás intentó herir ni ofender a nadie. Mas como quiera que su memoria haya sido apreciada por los críticos, continúa amada por mucha gente cuya opinión es digna de tenerse en cuenta, como ciertos bizcocheros de oficio que han llegado hasta el punto de imprimir su retrato en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una ocasión de inmortalizarse tan apreciable como la de verse estampado en una medalla de Waterloo o en un penique de la reina Ana.


      Cualquier persona que haya remontado el Hudson recordará las montañas Kastskill. Son una derivación de la gran masa de los montes Apalaches y se divisan al oeste del río elevándose con noble majestad y dominando toda la región circunvecina. Todos los cambios de tiempo o de estación, cada una de las horas del día, se manifiestan por medio de alguna variación en las mágicas sombras y aspecto de aquellas montañas, consideradas como el más perfecto barómetro por todas las buenas mujeres de la comarca. Cuando el tiempo está hermoso y sereno, las montañas aparecen revestidas de púrpura y azul, destacando sus líneas atrevidas sobre el claro cielo de la tarde; pero algunas veces, aun cuando el horizonte se encuentre despejado, se adornan en la cima con una caperuza de vapores grises que se iluminan e irradian como una corona de gloria a los postreros rayos del sol poniente.
       Al pie de estas montañas encantadas el viajero puede descubrir el ligero humo rizado que se eleva de una aldea, cuyos tejados resplandecen entre los árboles cuando los tintes azules de la altura se funden en el fresco verdor del cercano panorama. Es una pequeña aldea muy antigua, fundada por algunos colonos holandeses en los primeros días de la provincia; allá por los comienzos del gobierno del buen Peter Stuyvesant (¡que en paz descanse!) y donde se sostenían contra los estragos del tiempo algunas casas de los primitivos pobladores, construidas de pequeños ladrillos amarillos importados de Holanda, con ventanas de celosía y frontones triangulares rematados en gallos de campanario.
       En esa misma aldea y en una de aquellas casas que, a decir verdad, estaba lastimosamente maltratada por los años y por la intemperie, vivía hace mucho tiempo, cuando el país era todavía provincia de la Gran Bretaña, un hombre bueno y sencillo llamado Rip van Winkle. Era descendiente de los Van Winkle que figuraron tan heroicamente en los caballerescos días de Peter Stuyvesant y le acompañaron durante el sitio del fuerte Christina. Había heredado muy poco, sin embargo, del carácter marcial de sus antecesores. Hice ya notar que era un hombre sencillo y de buen corazón; era además vecino atento y marido dócil, y gobernado por su mujer. A esta última circunstancia se debía probablemente aquella mansedumbre de espíritu que le valió universal popularidad; porque los hombres que están bajo el poderío de arpías en el hogar son los mejor preparados para mostrarse obsequiosos y conciliadores en el exterior. Indudablemente su carácter se doblega y vuelve maleable en el horno ardiente de las tribulaciones domésticas; y, a decir verdad, una reprimenda de alcoba es más eficaz que todos los sermones del mundo para enseñar las virtudes de la paciencia y longanimidad. Una mujer pendenciera puede así, en cierto modo, considerarse una bendición; y a este respecto Rip van Winkle era tres veces bendito.
       Era el favorito de todas las comadres de la aldea que, como las demás de su amable sexo, tomaban parte en todas las querellas domésticas y nunca dejaban de censurar a la señora Van Winkle siempre que se ocupaban de este asunto en la chismografía de sus reuniones nocturnas. Los chicos de la aldea le aclamaban también alegremente cuando se presentaba. Tomaba parte en sus diversiones, les fabricaba juguetes, les enseñaba a hacer volar cometas y a jugar a las canicas, y les refería largas historias de aparecidos, brujas e indios salvajes. Fuera donde quisiese, escabulléndose por la aldea, le rodeaba una turba de pilluelos colgándose de sus faldones, encaramándose en sus espaldas y jugándole impunemente mil pasadas; y ni un solo perro del vecindario se habría decidido a ladrarle.
       El gran defecto del carácter de Rip era su aversión insuperable a toda clase de labor útil. No es que careciera de asiduidad o perseverancia, pues se habría sentado a pescar sin un murmullo en una roca húmeda y armado de una caña larga y pesada como la lanza de un tártaro, aun cuando no picara el anzuelo un solo pez en todo el día para alentarle en su faena. Podía llevar durante largas horas una escopeta al hombro y arrastrarse por selvas y pantanos, por colinas y cañadas para cazar unas cuantas ardillas o palomas silvestres. Nunca rehusaba ayudar a sus vecinos aun cuando fuera en la tarea más penosa, y era el primero en todas las reuniones de la comarca para desgranar las mazorcas de maíz, o construir cercos de piedra; las mujeres de la aldea le ocupaban también para sus correrías, o para ciertos trabajillos de poca monta que sus pocos amables maridos no querían desempeñar. En una palabra, Rip estaba siempre dispuesto a atender a los negocios de cualquiera de preferencia a los propios; cumplir con sus deberes domésticos o mirar por las necesidades de su granja le era punto menos que imposible.
       Declaraba, en efecto, que resultaba inútil trabajar en su propia alquería; era el más endiablado trozo de terreno en todo el país; cualquier cosa que se emprendiera salía mal allí y saldría siempre, a pesar de sus esfuerzos. Los cercos se caían a pedazos continuamente; su vaca se extraviaba o se metía entre las coles; la mala hierba crecía de seguro más ligero en su finca que en cualquier otra parte; llovía justamente cuando él tenía algo que hacer a campo abierto; de manera que si su propiedad se había desmoronado acre tras acre hasta quedar reducida a un pequeño trozo para el maíz y las patatas, debíase a que era la granja de peores condiciones en toda la comarca.
       Sus chicos andaban tan harapientos y salvajes como si no tuvieran dueño. Su hijo Rip, un rapazuelo vaciado en su mismo molde, prometía heredar con los vestidos viejos todas las disposiciones de su padre. Se le veía ordinariamente trotando como un potrillo a los talones de su madre, ataviado con un par de viejas polainas de su padre, las cuales procuraba mantener en alto sujetándolas con una mano, como llevan las señoras elegantes la cola del vestido cuando llueve.
       Rip van Winkle era, sin embargo, uno de aquellos felices mortales de disposición fácil y bobalicona que toman el mundo descuidadamente, comen con la misma indiferencia pan blanco o pan moreno a condición de evitarse la menor molestia, y preferirían morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si le hubieran dejado vivir a su manera, nada pediría a la vida, sumido en beatitud perfecta; pero su mujer andaba siempre repiqueteándole los oídos con su incuria, su pereza y la ruina que atraía sobre su familia. Mañana, tarde y noche trabajaba su lengua sin cesar, y cada cosa que él decía o hacía provocaba seguramente un torrente de doméstica elocuencia. Rip tenía solamente una manera de contestar a estas reprimendas que, en razón del continuo uso, habían llegado a convertirse en hábito. Encogía los hombros, sacudía la cabeza y levantaba los ojos al cielo sin pronunciar una palabra. Esta mímica daba siempre lugar a una nueva andanada por parte de su mujer; de modo que se veía constreñido a reunir sus fuerzas y tomar el portante, único recurso que queda, en verdad, al marido maltratado por su mujer.
       El único aliado con que contaba Rip en la familia era su perro Wolf, tan maltratado como su amo, pues la señora Van Winkle juzgaba a ambos compañeros de ociosidad, y aún miraba a Wolf con malos ojos considerándole culpable de los frecuentes extravíos de su dueño. La verdad es que desde todo punto de vista era Wolf un perro honorable, y valeroso como el que más para corretear en los bosques; pero ¿qué valor puede afrontar el continuo y siempre renovado terror de una lengua de mujer? Apenas entraba Wolf en la casa decaía su ánimo y con la cola arrastrando por el suelo o enroscada entre las piernas se deslizaba con aire de ajusticiado, mirando de reojo a la señora Van Winkle, y al menor blandir de la dama un palo de escoba o un cucharón, volaba a la puerta con quejumbrosa precipitación.
       Las cosas iban de mal en peor para Rip van Winkle a medida que transcurrían los años de matrimonio. El carácter desapacible nunca se suaviza con la edad, y una lengua afilada es el único instrumento cortante que se aguza más y más con el uso continuo. Por algún tiempo trató de consolarse en sus escapadas fuera de la casa, frecuentando una especie de club perpetuo de los sabios, filósofos y otros personajes ociosos del pueblo, que celebraban sus sesiones en un banco a la puerta de un pequeño mesón que ostentaba como muestra un rubicundo retrato de su majestad Jorge III. Acostumbraban sentarse allí a la sombra durante los largos y soñolientos días de verano, repitiendo indolentemente la chismografía del vecindario o relatando inacabables historias sobre cualquier friolera. Pero habría representado cualquier capital para los estadistas escuchar las profundas discusiones que a menudo tenían lugar cuando por casualidad algún viejo periódico tirado por cualquier transeúnte caía entre sus manos. ¡Cuán solemnemente atendían a su contenido conforme iba desentrañándolo el maestro de la escuela, Derrick van Bummel, docto y vivaracho hombrecillo que no se amedrentaba por la palabra más altisonante del diccionario! ¡Y cuán sabiamente deliberaban sobre los acontecimientos públicos algunos meses después de realizados!
       Las opiniones de esta junta se sometían completamente al criterio de Nicholas Vedder, patriarca de la aldea y propietario del mesón, a cuya puerta se sentaba de la mañana a la noche, cambiando de sitio lo justamente indispensable para evitar el sol y aprovechar la sombra de un gran árbol que allí junto crecía; de manera que los vecinos podían decir la hora por sus movimientos con tanta exactitud como con un cuadrante. Verdad es que rara vez se le oía hablar, pero en cambio fumaba su pipa constantemente. Sus admiradores (¿qué gran hombre carece de ellos?) le comprendían perfectamente y sabían la manera de interpretar sus opiniones. Cuando le disgustaba algo de lo que se leía o refería, podía observarse que fumaba con vehemencia lanzando frecuentes y furiosas bocanadas; pero cuando estaba satisfecho arrancaba suaves y tranquilas inhalaciones, emitiendo el humo en nubes plácidas y ligeras; y aun algunas veces, separando la pipa de sus labios y dejando que el humo fragante se ondulara a la extremidad de su nariz, movía gravemente la cabeza en señal de perfecta aprobación.
       Y también de esta fortaleza se vio desalojado el infortunado Rip por su agresiva mujer, quien atacó repentinamente la paz de la asamblea haciendo polvo a todos sus miembros; ni la augusta persona de Nicholas Vedder quedó a salvo de la feroz lengua de la terrible arpía que le acusó de alentar a su marido en sus hábitos de ociosidad.
       El pobre Rip viose al fin en los umbrales de la desesperación; su única alternativa para escapar del trabajo de la alquería y de los clamores de su mujer fue coger su fusil e internarse entre los bosques. Sentábase allí a veces al pie de un árbol y compartía el goce de sus alforjas con Wolf, con quien simpatizaba como compañero de miserias. «¡Pobre Wolf!», acostumbraba decir, «tu ama te da una vida de perros; ¡pero no te importe, compañero, que mientras yo viva no te faltará un fiel amigo!» Wolf movía la cola, miraba de hito en hito al rostro de su dueño y, si los perros pudieran sentir piedad, creería yo verdaderamente que experimentaba en el fondo de su corazón un sentimiento recíproco al que expresaba su amo.
       En un hermoso día de otoño en que llevaba a cabo una de sus largas correrías, trepó Rip inconscientemente a uno de los puntos más elevados de las montañas Kaatskill. Perseguía su distracción favorita, la caza de ardillas, y aquellas soledades habían retumbado varias veces al eco de su fusil. Fatigado y jadeante, echóse hacia la tarde a descansar en la cima de un verde montecillo cubierto de vegetación silvestre y que coronaba el borde de un precipicio. A través de un claro entre los árboles podía dominar toda la parte baja del terreno en muchos kilómetros de rica arboleda. Veía a la distancia, lejos, muy lejos, el majestuoso Hudson deslizándose en curso potente y silencioso, reflejando aquí y allá ya una nube púrpura, ya la vela de alguna barquilla remolona adormilada entre su seno cristalino, y perdiéndose al fin entre las azules montañas.
       Por el otro lado hundía sus miradas en un valle profundo, salvaje, escabroso y desolado, cuyo fondo estaba sembrado de fragmentos amenazadores de rocas alumbradas apenas por la refracción de los rayos del sol poniente. Por algún tiempo reposó Rip absorto en la contemplación de esta escena. La noche caía gradualmente; las montañas comenzaban a tender sus grandes sombras azules sobre el valle; Rip comprendió que reinaría la oscuridad mucho antes de que pudiera regresar a la aldea y lanzó un hondo suspiro al pensamiento de afrontar la temida presencia de la señora Van Winkle.
       Cuando se preparaba a descender, oyó una voz que gritaba a la distancia: «¡Rip van Winkle! ¡Rip van Winkle!». Miró a su alrededor, pero sólo pudo descubrir un cuervo cruzando la montaña en vuelo solitario. Creyó que había sido una ilusión de su fantasía e iniciaba de nuevo el descenso, cuando llegó hasta él idéntico grito atravesando el ambiente tranquilo de la tarde: «¡Rip van Winkle! ¡Rip van Winkle!», al mismo tiempo que Wolf, erizando el lomo y lanzando un ladrido concentrado, se refugiaba al lado de su amo, mirando temerosamente al valle. Rip sintió que una vaga aprensión se apoderaba de su espíritu; miró ansiosamente en la misma dirección y advirtió una figura extraña que avanzaba con dificultad en medio de las rocas, inclinándose bajo el peso de cierto bulto que llevaba en sus espaldas. Rip se sorprendió de ver a un ser humano en aquel lugar desierto y aislado; pero juzgando que pudiera ser alguien del vecindario necesitado de su ayuda, se apresuró a brindarle su asistencia.
       Conforme se aproximaba sorprendíase más y más ante el aspecto singular del desconocido. Era un viejo pequeño y cuadrado, de barba gris y cabellos ásperos y enmarañados. Vestía a la antigua usanza holandesa: coleto de paño recogido a la cintura y varios pares de calzones, el de encima muy ancho y adornado de hileras de botones a los costados y borlas en las rodillas. Llevaba al hombro un barril que parecía lleno de licor y hacía señas a Rip para que se acercara y le ayudase a llevar su carga. A pesar de sentirse tímido y desconfiado con respecto de su nuevo conocido, obedeció Rip a su celo acostumbrado; y sosteniéndose mutuamente treparon ambos por una estrecha garganta que parecía el lecho desecado de algún torrente. Mientras subían, Rip oía de vez en cuando ruidos que retumbaban en ondulaciones como truenos lejanos y que parecían brotar de una profunda hondonada, o hendedura mejor dicho, entre inmensas rocas hacia las cuales conducía el áspero sendero que seguían. Rip se detuvo por un momento; mas prosiguió luego su camino imaginando que el rumor provendría de alguna de aquellas pasajeras tempestades de lluvia y truenos que a menudo estallan en la altura. Introduciéndose por la hendedura llegaron a una cavidad semejante a un pequeño anfiteatro rodeado de precipicios perpendiculares, sobre cuyas orillas tendían grandes árboles sus ramas colgantes, de manera que sólo podían vislumbrarse a trozos el cielo azul y las brillantes nubes de la tarde. Rip y su compañero habían marchado en silencio durante todo el trayecto, pues aun cuando el primero se maravillaba grandemente al conjeturar el objeto de acarrear un barril de licor en aquellas montañas agrestes, había algo extraño e incomprensible en el desconocido que inspiraba temor y cortaba toda familiaridad.
       Al penetrar en el anfiteatro surgieron nuevos motivos de admiración. En el centro de una planicie veíase un grupo de extraños personajes jugando a los bolos. Vestían de fantástica y extraña manera; algunos llevaban casaca corta, otros coleto con gran daga al cinto, y la mayor parte ostentaban calzas enormes de estilo semejante a las del guía. Su aspecto era también peculiar; uno tenía larga barba, rostro ancho y ojos pequeñitos de cerdo; la cara de otro parecía constar únicamente de nariz y estaba coronada por un sombrero blanco de azúcar adornado de una bermeja cola de gallo. Todos llevaban barba, de diversas formas y colores. Había uno que aparentaba ser el jefe. Era un viejo y robusto gentilhombre de aspecto curtido por la intemperie; llevaba casaca, chorrera de encaje, cinturón ancho y alfanje, sombrero de copa alta adornado de una pluma, medias rojas y zapatos con rosetas. El conjunto del grupo recordaba a Rip las figuras de cierto cuadro antiguo flamenco, traído de Holanda en tiempo de la colonización y que se conservaba en el salón de Dominie van Shaick, el párroco de la aldea.
       Lo que encontraba Rip más extraño era que aun cuando indudablemente todos aquellos personajes trataban de divertirse, conservaran tanta gravedad en su semblante, un silencio tan misterioso, y formaran, en una palabra, la partida de placer más melancólica que pudiera presenciarse. Sólo interrumpía el silencio el ruido de los bolos, de cuyo rodar repercutían los ecos a través de la montaña semejando el rumor ondulante de los truenos.
       Cuando Rip y su compañero se acercaban, los jugadores abandonaron súbitamente el juego y fijaron en el primero una mirada tan persistente, tan sepulcral, con tan singular y apagado semblante, que sus rodillas se entrechocaron y el corazón le dio un vuelco dentro del pecho. Su compañero vaciaba entretanto el contenido del barril en grandes jarras, haciéndole señas de que sirviera a la compañía. Rip obedeció trémulo y asustado; bebieron ellos el licor en profundo silencio, volviendo luego a su juego.
       Lentamente fueron desapareciendo el terror y las aprensiones de Rip. Incluso se aventuró a probar el licor cuando nadie le miraba, encontrando que tenía mucho del excelente sabor holandés. Sediento por naturaleza, pronto sintió la tentación de repetir la prueba. Un trago provocaba otro trago; e hizo al fin a la jarra visitas tan reiteradas, que sus sentidos se adormecieron, sus ojos nadaron en sus órbitas, su cabeza se inclinó gradualmente y quedó sumergido en profundo sueño.
       Al despertar, se encontró en la verde hondonada donde vio por primera vez al viejo del valle. Se frotó los ojos. Era una brillante y hermosa mañana. Los pajarillos gorjeaban y revoloteaban entre la fronda, el águila formaba círculos en las alturas, y se respiraba la brisa pura de las montañas. «Seguramente», pensó Rip, «no he dormido aquí toda la noche.» Rememoró los sucesos antes de que el sueño le acometiera: el hombre extraño con el barril de licor; la hondonada de la montaña; el agreste retiro entre las rocas; la tétrica partida de bolos; la jarra… «¡Oh, esa jarra, esa condenada jarra!», pensó Rip. «¿Qué excusa daré a la señora Van Winkle?»
       Buscó en torno su fusil; pero en vez de la limpia y bien engrasada escopeta de caza halló una vieja arma con el cañón obstruido por el polvo, el gatillo cayéndose y la madera carcomida. Sospechó entonces que los graves fanfarrones de la montaña le habían jugado una mala pasada, y, embriagándole con su licor, le habían robado la escopeta. Wolf había desaparecido también; pero era posible que se hubiera extraviado persiguiendo alguna ardilla o alguna perdiz. Le silbó y llamó a gritos por su nombre, pero en vano; los ecos repitieron su silbido y su llamada, pero ningún perro apareció en lontananza.
       Decidió regresar al lugar donde había estado retozando la noche anterior y si encontraba a alguno de la partida, reclamarle su perro y su fusil. Cuando se levantó, se encontró con las articulaciones rígidas y falto de su acostumbrada actividad. «Estos lechos de montaña no me sientan bien», pensó Rip, «y si de la broma me viene reumatismo, voy a pasar un lindo tiempo con la señora Van Winkle.» Con bastante dificultad pudo llegar hasta el valle y encontró la garganta por donde él y su compañero subieron la víspera; pero observó con gran estupor que espumaba allí un torrente saltando de roca en roca y llenando el valle de parleros murmullos. Trató, sin embargo, de ingeniárselas para trepar por los costados, ensayando una fatigosa ascensión a través de matorrales de abedules, sasafrases y arbustos de varias clases, más difícil aún por la trepadora vid silvestre que lanzaba sus espirales o tijeretas de árbol a árbol tendiendo una especie de red en el camino.
       Por fin llegó al sitio donde las rocas de la hondonada se abrían para llevar al anfiteatro; pero no quedaba rastro de semejante abertura. Las rocas presentaban un muro alto e impenetrable sobre el cual se despeñaba el torrente en capas de rizada espuma para caer luego en una ancha y profunda cuenca, oscurecida por las sombras de la selva circundante. Aquí el pobre Rip se vio obligado a detenerse. Llamó a su perro y silbó una y otra vez; pero sólo obtuvo en respuesta el graznido de una bandada de cuervos holgazanes solazándose en lo alto de un árbol seco que se proyectaba sobre un asoleado precipicio desde el cual, seguros en su elevación, parecían espiar lo que pasaba abajo y mofarse de las perplejidades del pobre hombre. ¿Qué se podía hacer? La mañana transcurría rápidamente y Rip se sentía hambriento por la falta de su desayuno. Le apenaba abandonar su perro y su fusil; temblaba ante la idea de encontrarse con su mujer; pero no podía morirse de hambre entre los montes. Sacudió la cabeza, echó al hombro la vieja escopeta, y con el corazón lleno de angustia y de aflicción enderezó los pasos al hogar.
       Acercándose a la aldea encontró a varias personas a quienes no reconocía, lo cual le sorprendía un poco, pues siempre había creído conocer a todo el mundo en los alrededores de la comarca. Los vestidos que llevaban eran también de estilo diferente al que estaba él acostumbrado. Todos le observaban con iguales demostraciones de sorpresa, y apenas fijaban en él sus miradas, se llevaban invariablemente la mano a la barba. La repetición unánime de este gesto indujo a Rip a hacer el mismo movimiento en forma involuntaria y ¡cuál no sería su estupor al darse cuenta de que su barba tenía treinta centímetros de largo!
       Se acercaba a los arrabales de la aldea. Una turba de chiquillos extraños corría tras él, haciendo burla y señalando su barba gris. Los perros ladraban también a su paso y no podía reconocer entre ellos a ninguno de sus antiguos conocidos. Todo el pueblo estaba cambiado; era más grande y más populoso. Había hileras de casas que él jamás había visto, y habían desaparecido sus habituales guaridas. Veíanse nombres extraños sobre todas las puertas, y rostros extraños en todas las ventanas; todo era extraño, en una palabra. Sus ideas comenzaban ya a abandonarle; principiaba a recelar que tanto él como el mundo que le rodeaba estaban hechizados. Evidentemente éste era su pueblo natal, el mismo que abandonó la víspera. Allí estaban las montañas Kaatskill; allí a corta distancia se deslizaba el plateado Hudson; las colinas y cañadas ocupaban exactamente el mismo lugar donde siempre estuvieran; pero Rip se hallaba tristemente perplejo. «¡Esa jarra de anoche», pensaba, «ha dejado vacío mi pobre cabezal!»
       Con alguna dificultad encontró el camino de su propia casa, hacia la cual se aproximaba con silencioso pavor esperando oír a cada instante la voz chillona de la señora Van Winkle. Todo estaba arruinado, el techo cayéndose a pedazos, las ventanas destrozadas y las puertas fuera de sus goznes. Un hambriento can, algo parecido a Wolf, andaba huroneando por allí. Rip lo llamó con el nombre de su perro, mas el animal gruñó enseñando los dientes y escapó. Esto fue una herida dolorosa, en verdad. «¡Aun mi perro me ha olvidado!», sollozó el pobre Rip.
       Penetró en la casa que, a decir verdad, mantenía siempre en meticuloso orden la señora Van Winkle. Aparecía ahora vacía, tétrica y en apariencia abandonada. Tal desolación se sobrepuso a sus temores conyugales, y llamó en alta voz a su mujer y a sus hijos. Las desiertas piezas resonaron un momento con sus voces y luego quedó todo nuevamente silencioso.
       Se apresuró a salir y se dirigió rápidamente a su antiguo refugio, el mesón de la aldea; pero éste también había desaparecido. En su lugar veíase un amplio y desvencijado edificio de madera con grandes y destartaladas vidrieras, rotas algunas de ellas y recompuestas con enaguas y sombreros viejos, el cual ostentaba pintado sobre la puerta un rótulo que decía:
HOTEL UNIÓN DE JONATHAN DOOLITTLE. En vez del gran árbol que cobijaba con su sombra al silencioso y menudo mesonero holandés de otros tiempos, se alzaba ahora una larga y desnuda pértiga con algo semejante a un gorro rojo de dormir en su extremidad superior, y de la cual se desprendía una bandera de rayas y estrellas en singular combinación: cosas todas extrañas e incomprensibles.
       Reconoció el letrero, sin embargo, y la rubicunda faz del rey Jorge, debajo de la cual había saboreado pacíficamente tantas pipas; pero aún la figura se había metamorfoseado de manera singular. La chaqueta roja se había convertido en azul y ante; ceñía una espada en lugar del cetro; la cabeza estaba provista de un sombrero de tres picos, y debajo del retrato leíase en grandes caracteres:
GENERAL WASHINGTON.
       Como de costumbre, había una multitud de gente delante de la puerta, pero Rip no podía reconocer a nadie. Aun el espíritu del pueblo parecía cambiado. Se oían acaloradas y ruidosas discusiones en lugar de las flemáticas y soñolientas pláticas de otros tiempos. Buscaba en vano al sabio Nicholas Vedder con su ancho rostro, su doble papada y su larga y hermosa pipa, lanzando nubes de humo en vez de discursos ociosos; o al maestro de escuela Van Bummel, impartiendo a la concurrencia el contenido de antiguos periódicos. En lugar de ellos, un flaco y bilioso personaje con los bolsillos llenos de proclamas, peroraba con vehemencia sobre los derechos de los ciudadanos, las elecciones, los miembros del Congreso, la libertad, Bunker Hill, los héroes del setenta y seis, y otros tópicos que resultaban una perfecta jerga babilónica para el trastornado Van Winkle.
       La aparición de Rip con su inmensa barba gris, su escopeta mohosa, su exótica vestimenta, y un ejército de mujeres y chiquillos siguiéndole, atrajo muy pronto la atención de los políticos de taberna. Se amontonaron a su alrededor mirándole con gran curiosidad de la cabeza a los pies. El orador se abalanzó hacia él y llevándole a un costado inquirió «de qué lado había dado su voto». Rip quedó estupefacto. Otro pequeño y atareado personaje cogiéndole del brazo y alzándose de puntillas le preguntó al oído:
       —¿Demócrata o federal?
       Veíase Rip igualmente perdido para comprender esta pregunta, cuando un sabihondo, pomposo y viejo caballero, con puntiagudo sombrero de tres picos, se abrió paso entre la muchedumbre apartándola con los codos a derecha e izquierda, y plantándose delante de Rip van Winkle con un brazo en jarras y descansando el otro en su vara, con ojos penetrantes y su agudo sombrero amenazador, preguntó con tono austero, como si quisiera ahondar hasta el fondo de su alma, «qué motivo le traía a las elecciones con fusil al hombro y una multitud a sus huellas, y si intentaba por acaso provocar una insurrección en la villa».
       —¡Mísero de mí, caballero! —exclamó Rip con desmayo—, yo soy un pobre hombre tranquilo, un habitante del lugar y un vasallo leal de su majestad, a quien Dios bendiga!
       Aquí estalló una protesta general de los concurrentes.
       —¡Un conservador! ¡Un conservador! ¡Un espía! ¡Un emigrado! ¡Dadle fuerte! ¡Afuera!
       Con gran dificultad pudo restablecer el orden el pomposo caballero del sombrero de tres picos; y, asumiendo tal gravedad que produjo diez arrugas por lo menos en su entrecejo, preguntó de nuevo al incógnito criminal el motivo que le traía y a quién andaba buscando por el pueblo. El pobre hombre aseguró humildemente que venía simplemente en busca de algunos de sus vecinos que acostumbraban parar en la taberna.
       —Bueno, ¿y quiénes son ellos? Nombradlos.
       Rip meditó un momento e inquirió luego:
       —¿Dónde está Nicholas Vedder?
       Hubo un corto silencio, hasta que un viejo replicó con voz débil y balbuciente:
       —¡Nicholas Vedder! ¡Vaya! ¡Si murió y está enterrado hace dieciocho años! Una lápida de madera lo testimoniaba en el cementerio de la iglesia, pero se gastó también y ya no existe.
       —¿Dónde está Brom Dutcher?
       —¡Oh! Se fue al ejército al principio de la guerra; algunos dicen que murió en la toma de Stony Point; otros que se ahogó en una borrasca al pie de Anthony’s Nose. Yo no podría decirlo; lo que sé es que nunca volvió aquí.
       —¿Dónde está Van Bummel, el maestro de escuela?
       —Se fue también a la guerra, se convirtió en un gran general y está ahora en el Congreso.
       El corazón de Rip desfallecía al escuchar tan tristes nuevas de su patria y de sus amigos, y encontrarse de repente tan solo en el mundo. Las respuestas le impresionaban también por el enorme lapso que encerraban y por los temas de que trataban y que él no podía comprender: la guerra, el Congreso, Stony Point. No tuvo valor de preguntar por sus otros amigos, pero gritó con desesperación:
       —¿Nadie conoce aquí a Rip van Winkle?
       —¡Oh, seguramente! Rip van Winkle está allí recostado contra el árbol.
       Rip miró en la dirección indicada y pudo contemplar una exacta reproducción de sí mismo como cuando fue a la montaña; tan holgazán como él, al parecer, e indudablemente harapiento al mismo grado. El pobre hombre quedó del todo confundido. Dudaba de su propia identidad y si sería él Rip van Winkle o cualquier otra persona. En medio de su extravío, el hombre del sombrero de tres picos se adelantó y le preguntó quién era y cómo se llamaba.
       —¡Sólo Dios lo sabe! —exclamó, al cabo de su entendimiento—. ¡Yo no soy yo mismo, soy alguna otra persona; no estoy allá, no; ése es alguien que se ha metido dentro de mi piel. Yo era yo mismo anoche, pero me quedé dormido en la montaña y allí me cambiaron mi escopeta y me lo han cambiado todo. Yo mismo estoy cambiado, y no puedo decir siquiera cuál es mi nombre ni quién soy!
       A estas palabras los circunstantes comenzaron a cambiar entre sí miradas significativas, sacudiendo la cabeza, guiñando los ojos y golpeándose la frente con los dedos. Corrió también un murmullo sobre la conveniencia de asegurar el fusil y aun al viejo personaje para evitar que hiciera algún daño; ante cuya suposición el sabihondo caballero del sombrero de tres picos se retiró con marcada precipitación. En tan crítico momento, una fresca y hermosa joven avanzó entre la multitud para echar una ojeada al hombre de la barba gris. Llevaba en sus brazos un rollizo chiquillo que asustado con el extranjero rompió a llorar.
       —¡Sht, Rip! —dijo la joven—, calla tonto; el viejo no te hará ningún daño.
       El nombre del niño, el aspecto de la madre, la entonación de su voz, todo despertó en Rip van Winkle un mundo de recuerdos.
       —¿Cómo os llamáis, buena mujer? —preguntó.
       —Judith Gardenier.
       —¿Cómo se llama vuestro padre?
       —¡Ah, pobre hombre! Se llamaba Rip van Winkle, pero hace veinte años que salió de casa con su fusil y jamás regresó ni hemos sabido de él desde entonces. Su perro volvió solo a la casa; y nadie podría decir si mi padre se mató o si los indios se lo llevaron. Yo era entonces una chiquilla.
       A Rip sólo le quedaba una pregunta por hacer y la propuso con voz desfallecida:
       —¿Dónde está vuestra madre?
       —¡Oh! Ella murió poco después. Se le rompió una arteria mientras disputaba con un buhonero de Nueva Inglaterra.
       Aquello era una gota de alivio, a su entender. El buen hombre no pudo contenerse por más tiempo. Cogió a su hija y al niño entre sus brazos, y entonces exclamó:
       —¡Yo soy vuestro padre! ¡El Rip van Winkle joven de otros tiempos, y ahora el viejo Rip van Winkle! ¿Nadie reconoce al pobre Rip van Winkle?
       Todos quedaron atónitos, hasta que una viejecilla trémula atravesó la multitud y poniéndose la mano sobre las cejas le examinó por debajo el rostro por un momento, exclamando enseguida:
       —¡Seguro que es Rip van Winkle! ¡El mismo, en cuerpo y alma! ¡Bienvenido al pueblo, viejo vecino! Decidnos, ¿dónde habéis estado metido estos largos veinte años?
       Rápidamente refirió Rip su historia, que los veinte años transcurridos se reducían para él a una sola noche. Los vecinos le miraban con asombro al escucharla; algunos intercambiaban guiños y se burlaban; mientras, el pomposo caballero del sombrero de tres picos —que regresó al campo de acción tan pronto como la alarma hubo pasado—, curvando hacia abajo las comisuras de los labios, sacudía la cabeza; sacudimiento de duda que se hizo entonces general en la asamblea.
       Decidió, empero, consultar con el viejo Peter Vanderdonk a quien se veía avanzar por la carretera. Era descendiente del historiador del mismo nombre que escribió una de las primeras crónicas de la provincia. Peter era el más antiguo de los habitantes de la aldea y muy versado en todos los acontecimientos maravillosos y tradiciones del vecindario. Reconoció a Rip van Winkle inmediatamente y corroboró su relato de la manera más satisfactoria. Aseguró a la asamblea que era un hecho establecido por su antepasado, el historiador, que las montañas Kaatskill habían estado pobladas siempre de seres extraños. Se afirmaba igualmente que el gran Hendrick Hudson, descubridor del río y de la comarca, celebraba allí una especie de velada cada veinte años con toda la tripulación de la Half-Moon; siéndole dado así el recorrer los lugares donde se realizaron sus hazañas y mantener ojo alerta sobre el río y la gran ciudad llamados por su nombre. Declaró que su padre les había visto una vez vistiendo sus antiguos trajes holandeses y jugando a los bolos en una cueva de la montaña; y que él mismo había oído una tarde el eco de las bolas resonando como lejanas detonaciones de truenos.
       En resumen, la compañía se disolvió volviendo al asunto más importante de la elección. La hija de Rip llevósele a su casa a vivir con ella; tenía una linda casita bien amueblada, y por marido a un fornido y jovial granjero a quien recordaba Rip como uno de los pilluelos que acostumbraban encaramarse en sus espaldas. En cuanto al hijo y heredero de Rip —la copia de su padre que apareció reclinado contra el árbol— estaba empleado como mozo de la granja; pero mostraba una disposición hereditaria para atender a cualquier otra cosa de preferencia a su labor.
       Rip reasumió entonces sus antiguos hábitos y correrías; encontró pronto a muchos de sus contemporáneos, aunque bastante averiados por los estragos del tiempo, prefiriendo entablar amistades entre la nueva generación de la cual a poco llegó a ser el favorito.
       No teniendo ocupación en la casa y habiendo alcanzado la edad feliz en que el hombre puede ser holgazán impunemente, ocupó de nuevo su lugar en el banco a la puerta del mesón, donde era reverenciado como uno de los patriarcas de la aldea y como crónica viviente de la época «anterior a la guerra». Transcurrió algún tiempo antes de que se pusiera al corriente de la chismografía del vecindario o llegara a comprender los extraños acontecimientos que se habían desarrollado durante su sueño: la guerra de la revolución, cómo arrojó el país el yugo de la vieja Inglaterra y cómo era que en vez de ser vasallo de su majestad Jorge III, se había convertido en ciudadano libre de los Estados Unidos. En realidad, Rip no era político: las transiciones de estados e imperios le hacían muy poca mella; pero existía cierta clase de despotismo bajo el cual había gemido largo tiempo: el gobierno de las faldas. Felizmente aquello había terminado; había escapado al yugo matrimonial y podía ir y venir por todas partes sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle. Cada vez que se mencionaba este nombre, sin embargo, Rip sacudía la cabeza, se encogía de hombros y levantaba los ojos al cielo, lo cual podía tomarse tanto como expresión de resignación a su suerte como de alegría por su liberación.
       Solía contar su historia a todos los extranjeros que se hospedaban en el hotel del señor Doolittle. Pudo notarse al principio que la relación difería cada vez en varios puntos, lo que se debía indudablemente a su reciente despertar. Pero al fin se fijó exactamente en la forma que acabo de relatar, y no había hombre, mujer o niño en todo el vecindario que no se la supiera de memoria. Algunos afectaban siempre dudar de su veracidad, insistiendo en que Rip no había estado en sus cabales, y que respecto de este punto siempre desvariaba. Los viejos holandeses, sin embargo, le daban casi unánimemente pleno crédito. Aún hoy no pueden oír las tempestades de truenos que estallan ciertas tardes de verano en los alrededores de las montañas Kaatskill, sin decir que Hendrick Hudson y su tripulación están jugando su partida de bolos; y es el deseo general de los maridos del pueblo maltratados por su mujer, cuando la vida les resulta muy pesada, obtener algunos tragos de la jarra bienhechor de Rip van Winkle.


NOTA

      Alguien podría creer que el cuento que antecede hubiera sido inspirado al señor Knickerbocker por la leyenda alemana acerca del emperador Federico der Rothbart y la montaña Kyffhäuser. La nota adjunta, sin embargo, que escribió como apéndice a este cuento, demuestra que es un hecho absolutamente verídico, narrado con su habitual fidelidad: «La historia de Rip van Winkle parecerá increíble a muchas personas; mas a pesar de todo, le doy entero crédito porque sé que los alrededores de nuestras viejas colonias holandesas han sido teatro de muchos sucesos y apariciones maravillosas. Verdaderamente, he oído en las ciudades de las riberas del Hudson historias más inverosímiles que la presente, las cuales estaban demasiado bien autorizadas para permitirse alimentar la menor duda. Yo mismo he hablado varias veces con Rip van Winkle, quien era un hombre anciano y venerable la última vez que lo vi, y tan perfectamente racional y lógico, desde todo punto de vista, que no creo que ninguna persona de conciencia rehusara dar crédito a su historia; he visto también un certificado al respecto otorgado ante el tribunal de la comarca y firmado con una cruz de la propia mano del juez. Por tanto, la historia se encuentra fuera de toda posibilidad de duda. D. K.».

POST SCRIPTUM

      Las siguientes notas han sido tomadas de un memorándum de viaje del señor Knickerbocker:

    El Kaatsberg, o montañas Kaatskill, ha sido siempre una región de leyenda. Los indios las consideraban como la mansión de los espíritus que dominaban el tiempo lanzando nubes o rayos de sol sobre el horizonte y procurando buenas o malas estaciones de caza. Estaban dirigidos por el espíritu de una vieja india que se suponía ser la madre y habitaba en el pico más elevado de las montañas Kaatskill. Se encargaba de las puertas día y noche para abrirlas y cerrarlas a la hora conveniente. Colgaba las lunas nuevas en el firmamento y recortaba las viejas para hacer estrellas. En tiempos de sequía podía obtenerse, con adecuada propiciación, que hilara ligeras nubes de verano, formadas de telarañas y rocío de la mañana, y las enviara a flotar en el aire copo a copo desde la cresta de la montaña, como vedijas de algodón cardado; hasta que disueltas por el calor del sol caían en lluvia deliciosa provocando el brote de la hierba, la madurez de los frutos y el crecimiento de las mieses a razón de dos centímetros y medio por hora. Si, en cambio, se encontraba disgustada, aglomeraba nubes negras como tinta, colocándose en el centro como una araña ventruda en medio de su tela; y cuando aquellas nubes estallaban, ¡qué de calamidades sucedíanse en el valle!
     Hace muchos años, según afirmaban las tradiciones indias, existía una especie de Manitú o espíritu que habitaba las regiones más salvajes de las montañas Kaatskill y experimentaba un malvado placer en procurar toda clase de males y vejaciones a los hombres rojos. Algunas veces asumía la forma de oso, gamo o pantera para arrastrar al extraviado cazador a una fatigosa jornada a través de bosques intrincados y ásperas rocas, y desaparecer entonces lanzando un fuerte «¡Ho!, ¡ho!», dejando al despavorido cazador al borde de un escarpado abismo o de un torrente devastador.
     Todavía hoy se puede ver la residencia favorita de este Manitú. Es una roca o risco enorme en la parte más agreste de la montaña y se conoce con el nombre de Garden Rock, a causa de las frescas vides que trepan abrazándola, y de las flores silvestres que abundan a su alrededor. A sus pies yace un pequeño lago, asilo del solitario alcaraván y poblado de serpientes acuáticas que toman el sol en las hojas de los nenúfares que duermen en la superficie. El lugar era tenido en gran veneración por los indios, hasta el punto que ni el más atrevido cazador habría osado perseguir la pieza dentro de su recinto. Cierto día, sin embargo, un cazador extraviado penetró en Garden Rock y pudo observar gran número de calabazas colgando de las ramas ahorquilladas de los árboles. Cogió una de ellas y trató de hurtarla; pero en su prisa por huir la dejó caer entre las rocas, de donde brotó un torrente que le arrastró a profundos abismos en cuyo fondo quedó destrozado por completo. El torrente siguió su curso hasta el Hudson y continúa corriendo hasta el día de hoy, siendo el mismo arroyo conocido actualmente por el nombre de Kaaterskill.




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