William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
El sacerdote
(“The Priest”)
Originalmente pulicado en Mississippi Quarterly (1976)
Había casi terminado sus
estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría
la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había
deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para
esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla
a través de la confesión, a través de la charla aquellos que
parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de
negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo
atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la
mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de
su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos:
esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en
el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún,
domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano
elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más
débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los
desfiladeros y cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.
Pero no lo había alcanzado. En el
seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su
dormitorio en un éxtasis espiritual un estado emocional en el cual su
cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de
agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni
tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir,
utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar
la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide
que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los
Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras
de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo
podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?
Pero, una vez entre sus
compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los
puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un
enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no
pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba
perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la
vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves
setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía
saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era
semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un
culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la
carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los
terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado
y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y
duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que
algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por
el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste,
sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo)
herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y
torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su
primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina.
Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay
de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que
el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque
el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el
símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy
un niño despojado de su niñez.
La tarde era como una mano alzada
hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un
barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó
mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se
iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo
sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus
compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo:
¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la
abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo
harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre
Gianotti, con quien no estaba de acuerdo: “A través de la historia
el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene
control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las
que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recordad: la
única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge
siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que
son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha
podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que
sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si
tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva
a sí misma como la copa de vino de la fábula”.
Pero la humanidad vive en un mundo
de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno
un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con
sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su
charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de
vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían
vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia.
Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido
relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin
embargo llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre
recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de
la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él
mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía
creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía
global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese
modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no
era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder
la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías,
sin ningún significado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio,
deberías saber cuán poco significan las palabras”.
¿Y en caso de que hubiera algo
latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano
pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí
abajo”, pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!
El pasear por las calles no hizo
que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres:
chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se
hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al
cristianismo.“¿Cuántas de ellas tendrán amantes? —se preguntó—.
Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la
oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en
los que ha tanto tiempo he deseado pensar”.
Había chicas por doquier; sus
delgadas ropas daban forma a su paso en Canal Street. Chicas que iban
a casa para almorzar —el pensamiento de la comida entre sus dientes
blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos,
encendió todo su ser—, para fregar en la cocina; chicas que iban a
vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y
baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban
la vida como un cóctel de una bandeja de plata; chicas que se
sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de
caballos con arreos de plata.
“¿Es juventud lo que quiero?
¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros
seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el
ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es
la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este
punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales
compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión
que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer
estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre
por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de
la abnegación?”.
“Purificaré mi alma”, se dijo.
La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios,
oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por
doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo,
sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas
al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que
hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con
quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil
mañanas y mil ayeres”, exclamó.
“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al
menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido
ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo.
Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh,
Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!”
En la esquina había una
expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían
finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les
esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero
para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre
mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo,
también, respondería a blandas compulsiones.
Dejó Canal Street; dejó los
parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el
crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo
que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces
llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las
chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la
diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él,
a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba corno una plegaria
articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana!
¡Mañana!”.
Ave Maria, deam gratiam... torre
de marfil, rosa del Líbano...
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