William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


No ha de perecer (1943)
(“Shall Not Perish”)
Originalmente publicado en Story, XXIII (julio-agosto de 1943);
Collected Stories (1950)


      Cuando llegó el recado con lo de Pete, el Padre y yo ya nos habíamos ido al campo. La Madre lo recogió del buzón después de que nos fuésemos a labrar, y de antemano sabía lo que era, porque ni siquiera se puso la capota para guarecerse del sol, así que seguramente estaba mirando desde la ventana de la cocina cuando llegó el cartero. Y yo también sabía qué noticia era la que nos traía. Y eso que ella no dijo nada. Se quedó plantada ante el cercado con el sobrecito pálido que ni sello precisaba, el sobrecito en una mano, y fui yo el que llamó a gritos al Padre, desde una punta del campo mucho más alejada que el lado en que estaba él, así que llegó antes a la cerca, donde esperaba la Madre, por más que yo ya hubiese echado a correr.
      —Yo ya sé lo que es —dijo la Madre—, pero no lo puedo abrir. Ábrelo tú.
      —¡No, no pué sé! —grité a todo correr—. ¡No pué sé! —y sin darme cuenta vociferaba a voz en cuello—. ¡No, Pete! ¡No, Pete! —y al poco gritaba—: ¡Dios maldiga a tos esos japos! ¡Dios maldiga a tos esos japos! —y entonces fui yo el que el Padre tuvo que sujetar con toda el alma, o al menos intentó sujetarme, y hasta tuvo que pelear conmigo como si fuese yo otro hombre, y no un niño de nueve años.
      Y eso fue lo que hubo. Un día fue lo de Pearl Harbor y al día siguiente Pete se largó a Memphis, a enrolarse en el ejército e ir a donde tuviese que ir, a echar una mano, y una buena mañana la Madre se plantó en el cercado con un papelajo tan pequeño que no valía ni para prender fuego, un papelajo que ni sello precisaba en el sobre, y que decía «Un barco fue. Ahora ya no. Su hijo era uno de ellos». Y un día nos tomamos para llorarlo, y eso fue lo que hubo. Porque cayó en abril, en medio del momento más jodido, en plena temporada de la siembra, y había que atender la tierra, los setenta acres que eran nuestro pan y nuestro fuego y nuestra manutención, una tierra que había sobrevivido a todos los Grier que antes de nosotros fueron, porque ellos la supieron atender, y que sobrevivió a Pete porque mientras estuvo con nosotros cumplió con su parte y echó una mano, y que nos iba a sobrevivir a la Madre y al Padre y a mí con tal que cumpliésemos con la nuestra.
      Entonces volvió a suceder. Puede que se nos hubiese olvidado que podía suceder otra vez, y que iba a sucederles una y otra vez a las gentes que querían a sus hijos y a sus hermanos como quisimos nosotros a Pete, hasta que por fin llegase el día en que todo aquello hubiese terminado. Pasado aquel día en que vimos el nombre y la foto de Pete en el periódico de Memphis, el Padre se traía uno a casa cada vez que iba a la ciudad. Y veíamos las fotos y los nombres de los soldados e infantes de marina de otras ciudades y de otros pueblos de Mississippi y de Arkansas y de Tennessee, pero no volvió a salir ninguno de los nuestros, así que al cabo de un tiempo empezó a parecer que Pete iba a ser el único.
       Entonces volvió a suceder. Fue a finales de julio y fue un viernes. El Padre había ido temprano al pueblo en el camión del ganado de Homer Bookwright, y ya se ponía el sol. Acababa yo de volver del campo con la azada de menos peso y acababa de meter a la mula en el establo y ya salía del granero cuando el camión de Homer se detuvo delante del buzón y bajó el Padre y subió por la senda con un gran saco de harina cargado al hombro y un paquete bajo el brazo y el periódico doblado en la mano. Y me bastó con echar un vistazo al periódico y no me hizo falta nada más. Y es que me di cuenta a la primera, por más que trajera un periódico siempre que volvía de la ciudad. Y es que tenía que suceder tarde o temprano; no sólo íbamos a ser nosotros, los del condado de Yoknapatawpha, los que habíamos querido tanto a los nuestros que tuviésemos derecho exclusivo al penar. Así que salí a su encuentro y le alivié de parte de la carga y me planté a su lado y entramos juntos en la cocina, donde nos esperaba en la mesa la cena fría y la Madre sentada ante los últimos rayos de la puesta del sol, con la puerta abierta, la mano y el brazo fuertes, firmes, constantes, dale que te pego al manubrio de la mantequera.
      Cuando llegó el recado con lo de Pete, el Padre ni siquiera la rozó. En ese momento tampoco lo hizo. Sólo dejó la harina en la mesa y fue a su silla y extendió el periódico que traía doblado.
      —Es el chico del comandante De Spain —dijo—. De la ciudad. El aviador. El que estaba en su casa el pasado otoño con su uniforme de oficial. Reventó el avión que pilotaba contra un barco de guerra japonés y lo hizo saltar por los aires. Así supieron por fin qué se traía entre manos.
      Y la Madre tampoco dejó de batir ni por un instante la mantequilla, y es que hasta yo mismo supe que la mantequilla ya estaba casi hecha del todo. Luego se levantó y fue a la pila y se lavó las manos y volvió a sentarse a la mesa.
      —Léelo —dijo.
      Así, el Padre y yo nos dimos cuenta de que la Madre no sólo supo en todo momento que iba a suceder otra vez, sino que también sabía qué iba a hacer ella cuando sucediera, no sólo esta vez sino también la vez siguiente, y la que viniera después, y aun la siguiente, hasta que llegara el día en que todos los afligidos de la tierra, todos los ricos y todos los pobres por igual, ya vivieran con diez criados negros en casas espléndidas, en la ciudad, ya subsistieran a duras penas con setenta acres de tierra no demasiado fértil, como nosotros, o si tan sólo eran dueños del derecho a sudar hoy a cambio de lo que pudieran cenar esta misma noche, por fin pudieran decir «Al menos algún sentido tenía el porqué de nuestra aflicción».
      Dimos el pienso y ordeñamos a las vacas y volvimos y nos tomamos la cena fría y armé un fuego en el fogón y la Madre se puso a calentar el agua en la pava y todos los cacharros que sirvieran para calentar agua suficiente para dos, y yo traje el barreño del porche de atrás, y mientras la Madre fregaba los platos y recogía y limpiaba la cocina, el Padre y yo nos sentamos en los escalones de la entrada. Esto fue más o menos a la misma hora en que el pasado diciembre Pete y yo recorríamos a pie las millas que hay hasta la casa del Viejo Killegrew para escuchar la radio y enterarnos de lo que se contaba de Manila. Pero de un tiempo a esta parte han pasado más cosas que Pearl Harbor y Manila, y Pete ya no está para oír todo esto. Yo tampoco tengo ganas: es como si nadie supiera contarnos dónde estaba exactamente cuando dejó de ser es, en vez de pasar a ser fue en un determinado lugar de la tierra en el que sus seres queridos pudieran sujetarlo con el peso de una piedra, y como si por eso mismo Pete todavía fuese es en dondequiera que esté, en algún lugar de la tierra, uno más entre los combatientes que siguen luchando en la guerra, igual da si fue o si es. Por eso, a la Madre y al Padre y a mí ni falta nos hace la cajita de madera para oír las voces de los que presenciaron el valor y el sacrificio. La Madre me llamó entonces para que fuese a la cocina. El agua humeaba un poco en el barreño, junto a la pastilla de jabón y un camisón limpio y la toalla que había hecho la Madre con sacos desgastados de algodón, y me baño y vacío el barreño y se lo dejo preparado a ella y nos acostamos.
      Luego amanece y nos levantamos. La Madre fue la primera, como siempre. Me estaban esperando la camisa limpia y los pantalones de los domingos, junto con los zapatos y los calcetines que no había vuelto a ver desde que la escarcha cubría la tierra. Pero aún con el pantalón de peto que vestía el día anterior llevé los zapatos a la cocina, donde estaba la Madre con el vestido del día anterior, ante el fogón, en donde no sólo preparaba nuestro desayuno, sino también la cena para el Padre, y dejé los zapatos junto a sus zapatos de domingo, contra la pared, y fui al establo, donde el Padre y yo dimos el pienso a las vacas y las ordeñamos, y volví a sentarme a desayunar mientras la Madre trajinaba entre la mesa y el fogón hasta que terminamos y ella también se sentó. Saqué entonces la caja de limpiar los zapatos, pero vino el Padre y me lo quitó todo, el betún y el trapo y el cepillo y los cuatro zapatos, uno tras otro.
      —De Spain es rico —dijo—. Mira tú, si hasta tiene un negro vestido de mono de feria, con una chaqueta blanca, que le acerca la escupidera siempre que tiene ganas de escupir. Limpias todos los zapatos y les sacas brillo como si te los fueras a poner tú: sólo sacas brillo a las partes que se pueden ver desde arriba.
      Entonces nos vestimos. Me puse la camisa de los domingos y el pantalón tan almidonado que se tenía en pie él solito, y llevé mis calcetines a la cocina cuando llegó la Madre con sus medias y se vistió y se puso incluso el sombrero, y me quitó los calcetines y los puso con sus medias en la mesa, junto a los zapatos lustrados, y bajó el bolso de la estantería de la alacena. Aún lo guardaba en la misma caja de cartón en la que vino, con la etiqueta de colores de la tienda de San Francisco en que Pete se lo compró, un bolso redondo, con las esquinas cuadradas, impermeable, con un asa, de modo que nada más verlo en la tienda Pete también tuvo que darse cuenta de que estaba hecho exactamente para el uso que íbamos a darle, por tener además un cierre de cremallera que la Madre no había visto nunca, ni el Padre tampoco. Es decir, que los tres habíamos visitado la tienda de baratillo que había en Jefferson, pero fui yo el único que tuvo curiosidad suficiente para averiguar cómo funcionaba aquello, aun cuando nunca llegara a soñar con que pudiésemos llegar a tener uno. Así que fui yo quien abrió la cremallera, y encontré dentro una pipa y una lata de tabaco para el Padre y una gorra de cazador con una lámpara de carburo para mí, y para la Madre el bolso mismo, y ella lo cerró y lo abrió de nuevo, y lo volvió a abrir y el Padre probó a hacerlo, corriendo de un lado a otro la pieza que se deslizaba por el carril con un chasquido continuo, hasta que pareció que lo fuese a desgastar, y ella guardó el bolso aún abierto en la caja y yo traje del establo un frasco de cristal, vacío, de medio litro, que una vez contuvo el líquido que dábamos a las vacas con el pienso para que no tuvieran parásitos, y ella puso a hervir la botella y el corcho y los guardó con una toalla limpia en el bolso y puso el bolso en la caja sin cerrar la cremallera para que cuando hiciera falta el bolso no hubiera que abrirla primero, con lo que nos ahorraríamos mucho desgaste de la cremallera. Tomó el bolso de la caja y llenó la botella de agua limpia y le puso el corcho y la guardó en el bolso con la toalla limpia y metió nuestros zapatos y calcetines con sus medias y cerró la cremallera y salimos a pie por el camino y esperamos con todo el calor de la mañana junto al buzón hasta que llegó el autobús y se detuvo.
      Era el autobús escolar, el mismo que tomaba yo a la ida y a la vuelta del colegio de Frenchman’s Bend todo el invierno anterior, el mismo que Pete tomaba todas las mañanas y todas las tardes, hasta que se graduó, sólo que esta vez iba en dirección contraria, a Jefferson, cosa que sólo sucedía los sábados, y al que durante un tramo larguísimo se veía venir por la carretera del valle, donde otros lugareños que lo iban a tomar se asomaban a los buzones a la espera del momento en que parase. Nos tocó el turno a nosotros. La Madre dio los dos cuartos de dólar a Solon Quick, que era quien lo había construido y lo conducía y lo explotaba, y montamos y el autobús siguió su camino, y al cabo ya no hubo plazas libres para los que esperaban asomados a sus buzones y hacían indicaciones para que parase, y así fue ganando velocidad y recorrió veinte millas y luego diez y luego cinco y luego una, hasta subir por la última cuesta, por donde empezaban las calles de cemento, y al cabo bajamos del autobús y nos sentamos en el bordillo de la acera y la Madre abrió el bolso y sacó los zapatos y el frasco lleno de agua y la toalla y nos lavamos los pies y nos pusimos los calcetines y las medias y los zapatos y la Madre dejó el frasco y la toalla de nuevo en el bolso y cerró la cremallera.
      Y caminamos junto a una verja de hierro tan larga que cercaba un algodonal, doblamos la esquina y entramos en un terreno más grande que todas las parcelas que hubiera visto yo, y seguimos por una avenida de grava más ancha y más lisa que todas las carreteras de Frenchman’s Bend, hasta llegar a una casa que a mí me pareció más grande incluso que el juzgado, y subimos la escalinata flanqueada por las columnas de piedra y cruzamos un pórtico en el que hubiese cabido nuestra casa entera, con las galerías y todo, y llamamos a la puerta. Y entonces lo mismo dio que llevásemos o no los zapatos bien limpios y abrillantados: el blanco de los ojos del negro vestido de mono de feria en el mismo instante en que nos abrió la puerta, y el blanco de su chaqueta en el mismo instante que tardó en desaparecer por el fondo del vestíbulo, sin hacer más ruido del que hubiera hecho un gato cuando nos dejó que encontrásemos la puerta por nuestros propios medios, caso de que supiésemos cómo. Y la encontramos, dimos con la sala del ricachón, una estancia que cualquier mujer de Frenchman’s Bend y digo yo que de cualquier otra parte del condado hubiera sabido describir al centímetro, pero que ni siquiera habían visto los hombres que acudían a visitar al comandante De Spain después de la hora de cierre del banco, o los domingos, para pedir que se les extendiese un documento firmado, con una lámpara que colgaba del techo y que tendría el tamaño de nuestro barreño repleto de hielo picado y un arpa del color del oro que hubiera taponado del todo la casa de nuestro establo y un espejo en el que un hombre montado en una mula se hubiera visto entero, además de ver entera a la mula, y una mesa en forma de ataúd en el medio de la sala, con la bandera de los confederados extendida como un mantel y la fotografía del hijo del comandante De Spain y el estuche abierto con la medalla dentro y el enorme pistolón automático cuyo peso sujetaba la bandera y el comandante De Spain de pie a la cabecera de la mesa con el sombrero puesto, hasta que pasado un rato pareció oír y entender el nombre que pronunció la Madre, y eso que no era comandante de verdad, sino que así se le llamaba sólo porque su padre sí que lo había sido en la guerra de los confederados, ya que era un banquero poderoso en el dinero y en la política por igual, dijo el Padre que había nombrado a su antojo gobernadores y senadores también del Estado de Mississippi; era un viejo tan reviejo que no parecía posible que tuviera un hijo de veintitrés años, demasiado viejo en todo caso para tener esa expresión en el semblante.
      —Ja —dijo—. Ahora me acuerdo. A ustedes también se les notificó que su hijo había vertido su sangre en el altar de la impericia y la ineficacia. ¿Qué se les ofrece?
      —Nada —dijo la Madre. Ni siquiera hizo un alto en la puerta. Siguió derecha hacia la mesa—. No tenemos nada que traerle. Y no creo que aquí haya nada, que yo vea, que pudiéramos querer llevarnos.
      —Se equivoca —dijo él—. A usted aún le queda un hijo. Llévese el consejo que a mí me han dado: váyase a su casa y rece. No por el difunto: por el que de momento le han permitido conservar, rece para que algo, en donde sea, lo que sea, de un modo u otro le salve.
      Ella ni siquiera lo estaba mirando. No lo había vuelto a mirar. Se limitó a atravesar la sala, que era del tamaño de un establo, exactamente igual que cuando la he visto colocar la tartera con el almuerzo del Padre y el mío en la esquina del cercado, cuando ni tiempo había para parar a comer, y volverse con la misma hacia la casa.
      —Algo más sencillo le puedo decir yo —dijo—. Llore —cuando llegó hasta la mesa fue su cuerpo el que se detuvo, pues su mano salió disparada, tan veloz que la mano de él tuvo el tiempo justo de sujetarla por la muñeca, las dos manos unidas sobre el pistolón azulado, entre la fotografía enmarcada y el trocito de hierro de la medalla, con su cinta de colores, sobre la antigua bandera que un buen montón de gente que conozco no había visto jamás, y que otro buen montón no habría reconocido aun cuando la viera, y por encima de todo resonó la voz del viejo de una manera que tampoco tendría que haber resonado.
      —¡Por su patria! Él no tenía patria: ésta también la repudio yo. Su patria, que es la mía, fue arrasada y destruida hace ochenta años, antes de que yo naciera. Sus antepasados lucharon por su patria y murieron por su patria, aun cuando lucharan por un sueño y perdieran por un sueño. Él ni siquiera tuvo un sueño. Murió por una vana ilusión, ¡por el interés de la usura, por la necedad y la rapacidad de los políticos, por la gloria y el engrandecimiento de la mano de obra organizada!
      —Sí —dijo la Madre—, llore, llore usted.
      —¡El miedo de los funcionarios electos por sus muchas prebendas! ¡La sumisión de los obreros engañados y mal guiados, la sumisión ante los demagogos que los engañan y los guían por mal camino! ¿Vergüenza? ¿Aflicción? ¿Cómo van a conocer la cobardía, el acoquinamiento, la rapacidad y la esclavitud voluntaria, cómo van a conocer la vergüenza o la aflicción?
      —Todos los hombres son capaces de avergonzarse —dijo la Madre—. Igual que todos los hombres son capaces de mostrar valentía, honor, sacrificio. Y también son capaces todos de sentir la aflicción. Llevará su tiempo, seguro, pero aprenderán. Hará falta más aflicción que la suya de usted o más que la mía, y habrá mucha más. Pero será suficiente.
      —¿Cuándo? ¿Cuando hayan muerto todos los jóvenes? ¿Qué quedará entonces, qué valdrá la pena salvar?
      —Ya lo sé —dijo la Madre—, ya lo sé. Nuestro Pete era demasiado joven para morir —me di cuenta entonces de que ya no tenían las manos entrelazadas, de que él volvía a erguirse, de que la pistola se encontraba inerte, en la mano de la Madre, pegada a su costado, y por un instante pensé que iba a abrir la cremallera del bolso y a sacar la toalla, cuando lo que hizo fue dejar de nuevo la pistola en la mesa y dar un paso más hacia él y tomar el pañuelo que él tenía en el bolsillo de la pechera y ponérselo en la mano antes de dar un paso atrás—. Eso es, así está mejor —dijo—. Llore. Y no por él. Llore por nosotros.
      Pero él no contestó nada. Ni siquiera se llevó el pañuelo a la cara. Permaneció en donde estaba con el pañuelo en la mano, como si no hubiese descubierto aún que lo tenía en la mano, ni menos aún que fue la Madre quien se lo había puesto en la mano.
      —Por nosotros, por los viejos —dijo él—. Eso cree usted. Usted ha tenido tres meses para hacerse cargo, aprender de nuevo, entender el porqué. Lo mío sucedió ayer. Dígame.
      —No sé —dijo la Madre—. Es posible que las mujeres no tengan por qué saber por qué sus hijos han de morir en la batalla; es posible que tan sólo tengan que afligirse por ellos y llorarlos. Pero mi hijo sí supo por qué. Y mi hermano fue a la guerra cuando yo era una niña, y nuestra madre tampoco supo por qué, pero él fue a pesar de todo. Y mi abuelo también tomó parte en aquélla, mucho más antigua, y digo yo que su madre tampoco supo el porqué, pero supongo que él sí lo supo. Y mi hijo supo por qué tenía que ir a ésta, y él supo que yo sabía que sí tenía que ir aun cuando yo no lo supiera, tal como supo que este niño y yo sabíamos que no iba a volver. Pero él sí supo el porqué, por más que yo no lo supiera, por más que no pudiera saberlo, porque jamás podría llegar a saberlo yo. Así que todo debe ser como es, por más que no pueda yo entenderlo. Porque en él no hay nada que no hayamos puesto en él su padre o yo. ¿Cómo se llama su criado negro?
      Él lo llamó entonces por su nombre. Y el negro en cuestión a fin de cuentas no andaba tan lejos, aunque cuando entró en la sala, el comandante De Spain ya se había dado la vuelta, de modo que estaba de espaldas a la puerta. No se volvió a mirar. Se limitó a señalar la mesa con la mano en la que la Madre le había colocado el pañuelo, y el negro en cuestión fue a la mesa sin pararse a mirar a nadie, sin hacer más ruido, al caminar, del que hubiera hecho un gato, y ni siquiera se detuvo; a mí me pareció como si se hubiera dado la vuelta y hubiera iniciado el regreso antes incluso de llegar hasta la mesa: un gesto de la mano negra y la manga blanca y la pistola se esfumó sin que yo llegase a ver si la tocaba siquiera, y cuando pasó por delante de mí al salir tampoco vi qué era lo que había hecho con ella. Por eso la Madre tuvo que hablar dos veces antes de que yo entendiera que me hablaba a mí.
      —Venga —dijo.
      —Espere —dijo el comandante De Spain. Se había dado la vuelta y nos daba la cara—. Lo que usted y su padre pusieron en él… Tiene que saber usted qué fue lo que pusieron en él.
      —Sólo sé que es algo que tiene que venir desde muy lejos —dijo la Madre—. Por eso tuvo que ser algo fuerte de verdad, tanto que ha perdurado a través de todos nosotros. Tuvo que ser algo que le llevara a estar dispuesto a morir por ello, luego de haber venido de tan lejos y haber tardado tanto en llegar. Venga —volvió a decir.
      —Espere —dijo él—. Espere. ¿De dónde viene usted?
      La Madre se detuvo.
      —Ya se lo he dicho. De Frenchman’s Bend.
      —Lo sé. ¿Y cómo ha venido hasta aquí? ¿En carreta? Coche no tiene.
      —Oh —dijo la Madre—. Vinimos en el autobús del señor Quick. Hace el trayecto todos los sábados.
      —Y ahora tendrá que esperar a que se haga de noche para regresar. Les prestaré mi coche para que regresen —llamó de nuevo por su nombre al negro en cuestión, pero la Madre se lo impidió.
      —Muchas gracias —dijo—. No es necesario, ya hemos pagado la tarifa al señor Quick. Nos debe el viaje de regreso.
      Había una señora mayor que había nacido y se había criado en Jefferson, y que murió siendo muy rica en el Norte, y que dejó algún dinero a la ciudad para que se construyera un museo. Era una casa como una iglesia, que se construyó sólo para albergar los cuadros que ella escogió para que se mostrasen en el museo, cuadros llegados de todos los Estados Unidos, pintados por personas que amaron lo que vieron, o los parajes en que nacieron, o que vivieron lo suficiente para desear pintar cuadros que otras personas pudieran ver, para que vieran en ellos lo que ellos habían visto: retratos de hombres y mujeres y niños, y las casas y las calles y las ciudades y los bosques y los campos y los arroyos y los ríos en los que faenaron o vivieron o pasaron ratos de placer, de modo que todo el que quisiera, gente como nosotros, de Frenchman’s Bend, o de aldeas aún más pequeñas que la nuestra, de otros rincones del condado e incluso de más allá de los límites del Estado, pudiera venir sin tener que pagar nada y disfrutar del frescor y de la quietud y contemplar a su antojo los cuadros de los hombres y las mujeres y los niños, que eran los mismos que nosotros éramos aun cuando sus casas y establos fueran distintos y sus campos se labrasen de manera distinta y se cultivasen en ellos cosas distintas de las nuestras. Total, que ya era tarde cuando salimos del museo, y más tarde aún era cuando volvimos a donde esperaba el autobús, y aún era más tarde cuando arrancamos, aunque por lo menos pudimos sentarnos en el autobús y quitarnos los zapatos y los calcetines y las medias. Y es que la señora Quick no había llegado aún, y por eso Solon tuvo que esperarla, no porque fuera su esposa, sino porque él la obligó a pagar un cuarto de dólar, que ella tomó del dinerillo que ganaba vendiendo huevos, para llevarla a la ciudad el sábado y llevarla de vuelta a su casa, y él no se iba a marchar sin esperar a todo el que le hubiera pagado la tarifa acordada. Y así, aunque el autobús fue deprisa por la larga recta del valle, no quedaba más que un último ribete de la puesta de sol que asomaba por el cielo, extendiéndose por toda América, desde el océano Pacífico, y rozando todos los lugares que habían amado los hombres y las mujeres del museo, cuyos nombres ni siquiera conocíamos, tanto que los pintaron en sus cuadros, como una rueda enorme que se desvaneciera en medio de la blandura.
      Y me acordé de que el padre siempre se empeñaba en demostrar lo que quisiera demostrarnos a Pete y a mí poniendo al Abuelo por ejemplo. Lo mismo daba que fuese algo que creyese él que se tenía que hacer, algo que teníamos que hacer nosotros y que no habíamos hecho, o algo que hubiese preferido impedirnos hacer caso de haberlo sabido a tiempo. «¿Lo veis? Ahí está el ejemplo del Abuelo», nos decía. Yo también me acordaba del Abuelo, y hasta del abuelo del Padre, tan viejo reviejo que era de no creer, tan viejo reviejo que a mí me parecía que tenía que haber salido así como estaba de los tiempos de los viejos padres del Génesis y del Éxodo, los que hablaban con Dios cara a cara, y el Abuelo tenía que haber vivido más que todos ellos, quitándole a Él. A mí me parecía que hasta demasiado viejo reviejo tenía que ser para haber tomado de veras parte en los combates de la antigua guerra de los confederados, aunque prácticamente no hablaba de ninguna otra cosa, no sólo cuando creíamos que a lo mejor estaba despierto, hasta que pasado un tiempo no nos quedó otra que reconocer que nunca sabíamos cuál de los dos era en realidad, si el que dormía o el que estaba bien despierto. Se acomodaba en su sillón a la sombra de la morera, en la parte de atrás de la casa, o en el lado en que daba el sol, en la galería de la entrada o en su rincón, junto al hogar; se levantaba del sillón dando un respingo y nosotros seguíamos sin saber cuál de los dos era, si es que nunca dormía o si es que no había llegado nunca a despertarse del todo, por más que se levantara de un brinco y se pusiera a dar berridos, «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Atentos, que ya vienen!» Ni siquiera berreaba siempre los mismos nombres, ni siquiera eran los nombres pertenecientes al mismo bando, ni eran nombres de militares siempre: Forrest, o Morgan, o Abe Lincoln, o Van Dorn, o Grant, o el mismo coronel Sartoris, cuyos descendientes aún vivían en el condado, o la señora Rosa Millard, la suegra del coronel Sartoris, que durante los cuatro años de la guerra aguantó a los yanquis del Norte y repelió a los indeseables y a los vendedores de humo que vinieron con sus bolsones de buhoneros a aprovecharse de todo y de todos, hasta que el propio coronel Sartoris pudo regresar a su casa. A Pete le parecía que tenía gracia. Al Padre y a mí nos daba vergüenza. No sabíamos qué podía pensar la Madre, ni qué podían ser aquellos arranques repentinos, hasta la tarde en que lo llevamos al cine.
      Era una película por episodios, una del Oeste; a mí me parecía que la estuvieran pasando por capítulos todos los sábados por la tarde, a lo largo de los años. Pete y el Padre y yo íbamos a la ciudad todos los sábados a ver la película, y algunas veces la Madre también venía, todos sentados a oscuras mientras las pistolas relucían y disparaban y galopaban los caballos y todas las veces parecía que lo fuesen a atrapar, aunque se sabía que nunca lo lograrían del todo, que el sábado siguiente habría más de lo mismo, igual que al sábado siguiente, y al siguiente, y que siempre quedaba entre medias la semana para que Pete y yo hablásemos de la pistola del malo, que tenía las cachas nacaradas y que Pete decía que ojalá fuera suya, y el caballo pinto del héroe, que ojalá fuera mío. Un sábado por la tarde la Madre decidió llevar al Abuelo. Se sentó entre ella y yo, dormido de nuevo nada más acomodarse, tan viejo reviejo que ya no tenía ni que roncar, hasta que llegó el momento con arreglo al cual se podían poner en hora los relojes todos los sábados por la tarde: el momento en que todos los caballos se precipitaban al bajar casi desbocados por una escarpadura y volvían grupas y subían al galope tendido por el barranco hasta que de un último salto parecía que fueran a salirse de la pantalla y a seguir galopando con furia entre las caritas vueltas hacia los cascos como las vainas del maíz esparcidas por una parcela. El Abuelo despertó entonces. Permaneció completamente quieto durante cinco segundos. Lo noté enderezarse y quedarse muy quieto, erguido, envarado. Y dijo entonces: «¡La caballería!». Se puso en pie de un brinco. «¡Forrest! —dijo—. ¡Bedford Forrest! ¡Sal de ahí! ¡Quítate de en medio!», sujetándose con los dedos como garras y pasando de una butaca a la siguiente, igual le dio que estuviesen ocupadas o no, hasta salir al pasillo mientras nosotros intentábamos seguirle y pararle los pies, y él seguía por el pasillo hacia la puerta sin dejar de dar berridos: «¡Forrest! ¡Forrest! ¡Allá viene! ¡Sal de ahí, fuera, fuera de ahí!», y al final salimos a la calle, con la mitad del aforo tras nosotros y el Abuelo pestañeando y estremeciéndose y temblando a plena luz, y Pete se apoyó contra la pared con ambos brazos extendidos, como si fuese a vomitar, muerto de risa, y el Padre sacudía por el brazo al Abuelo y le decía: «¡Serás so bobo, viejo! ¡Serás so bobo…!», hasta que la Madre lo hizo callar. Y entre todos nos lo llevamos hasta el callejón en donde estaba atado el tiro de la carreta y lo ayudamos a subir y la Madre subió con él y se sentó a su lado y le tomó de la mano hasta que por sí solo pudo dominar los temblores que lo estremecían entero.
      —Ve a traerle una botella de cerveza —dijo.
      —No se la merece —dijo el Padre—. Será so bobo el viejo, mira que va a ser el hazmerreír del pueblo entero…
      —¡Que vayas a traerle una cerveza te digo! —dijo la Madre—. El Abuelo se va a sentar aquí, en su carreta, y se la va a beber. ¡Venga! ¡Ve ahora mismo!
      Y el Padre hizo lo que le decía, y la Madre sujetó la botella hasta que el Abuelo la pudo agarrar, y ella le sujetó la mano hasta que pudo pegarle un buen trago. Y entonces dejó de temblar.
      —Aah —dijo, y pegó otro trago—. Aah —volvió a decir, y entonces hasta retiró la otra mano apartándola de la mano con que la Madre se la sujetaba, y ya apenas temblaba nada, acaso un poco, a la vez que daba sorbitos de la botella—. ¡Ja! —dijo, y volvió a dar otro sorbo—. ¡Ja! —volvió a decir, mirando no sólo la botella, sino también en derredor. Se le salieron los ojos de las cuencas cuando volvió a pestañear.
      —¡So bobos seréis vosotros! —exclamó la Madre mirándonos al Padre y a Pete y a mí—. ¡No pretendía escaparse de nadie! ¡Cabalgaba al frente de todos ellos, gritando a voz en cuello a todos los zoquetes que estuvieran atentos, porque venían de frente hombres mejores que ellos, así que hubieran pasado ya setenta y cinco años de aquello, hombres aún poderosos, aún peligrosos, aún a la carga!
      Y también yo acerté a reconocerlos. También yo los había visto, por más que nunca me hubiese alejado de Frenchman’s Bend tanto que no pudiese volver a dormir al caer la noche. Era como la rueda, como la misma puesta de sol, con el eje en ese paraje tan pequeño que ni sale en los mapas, ese paraje que no hay ni doscientas personas en todo el mundo que sepan que se llama Frenchman’s Bend o que sepan siquiera que tiene un nombre, cuyos radios se alargan en todas direcciones y a todas tocan, sin que haya una sola tan grande que no la pueda tocar, sin que nunca haya una tan pequeña que no se recuerde: los parajes en que han vivido hombres y mujeres, en los que han amado, tanto si han tenido algo con que pintar cuadros como si no, todos los pequeños parajes apacibles en la medida suficiente para vivir en ellos, para amar en ellos, para ponerles nombre antes de que fuesen apacibles en la medida suficiente, y los nombres de las hazañas que les dieron esa paz, y los nombres de los hombres y las mujeres que lograron las hazañas, que duraron, persistieron, resistieron y libraron batallas que perdieron y volvieron a librar, porque ni siquiera así se dieron por enterados de que habían perdido, y que doblegaron la tierra, y salvaron las montañas y atravesaron los desiertos y siguieron adelante a medida que la forma de los Estados Unidos iba creciendo con ellos y seguía su avance. También yo acerté a reconocerlos: los hombres y las mujeres poderosos aún al cabo de setenta y cinco años, al cabo del doble, aún otra vez, aún poderosos, aún a la carga, por el norte y el sur, por el este y el oeste, hasta que el nombre de lo que hicieron y el nombre de aquello por lo cual dieron la vida convergieron en una sola palabra, una palabra más tonante que el trueno. Era América, y abarcaba todas las tierras del Oeste.



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