William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)
Mañana (1940)
(“Tomorrow”)
Originalmente pulicado en Saturday Evening Post, (November 23, 1940)
Knight’s Gambit
(Nueva York: Random House, 1949, 246 págs.)
No siempre tío Gavin desempeñó su cargo desde que lo designaron fiscal del
distrito. En una oportunidad, hacía ya más de veinte años, interrumpió sus
funciones durante un lapso muy breve, tan breve que solo los viejos lo
recordaban y, aun así, muchos de ellos lo habían olvidado. Porque en esa época
le tocó actuar solamente en un caso, como abogado.
Tenía entonces veintiocho años. Un año antes había egresado de la Facultad de
Derecho de la Universidad del Estado, adonde había concurrido, a su regreso de
Harvard y Heidelberg por instancias de mi abuelo. Aceptó el caso por propia
decisión, después de persuadir a aquel que le permitiese obrar enteramente por
su cuenta, a lo cual mi abuelo accedió, pues era opinión corriente que el juicio
se reduciría a una simple formalidad.
Tío Gavin tomó, pues, el asunto a su cargo. Años más tarde, afirmaba todavía
que fue el único de todos los casos en que actuó —ya como defensor, ya como
acusador— que no pudo ganar, pese a su convencimiento de que la justicia y el
derecho estaban de su parte. En realidad no lo perdió: fue un juicio incompleto,
el que se ventiló aquel otoño, con fallo de absolución en la primavera
siguiente, El acusado era un próspero y honesto agricultor y padre de familia,
llamado Bookwright, de una sección conocida como Frenchman’s Bend, en el lejano
extremo sudeste del distrito; la víctima, un matón jactancioso que decía
llamarse Buck Thorpe, pero con mayor frecuencia apodado Bucksnort por los
jóvenes a quienes subyugó con sus puños durante los tres años que residió en
Frenchman’s Bend; un individuo sin familia, surgido de la noche a la mañana de
no se sabe dónde; pendenciero, jugador, destilador ilegal de whisky, y que en
cierta ocasión fue sorprendido en la carretera a Memphis con una tropa de ganado
robado, que su propietario identificó inmediatamente. Llevaba consigo un recibo
de venta, pero nadie en el distrito conocía al firmante.
La historia de por sí, era vulgar, poco original: una muchacha campesina de
diecisiete años, con la imaginación exaltada por la arrogancia jactanciosa y la
audacia del locuaz forastero; el padre que trata de hacerla entrar en razón y
que llega exactamente adonde llegan todos los padres en casos semejantes; por
fin, la prohibición, la puerta cerrada, la inevitable fuga a medianoche, y a las
cuatro de esa madrugada, Bookwright que despierta a Will Verner, juez de paz y
sheriff del distrito, y le dice, entregándole la pistola:
—Vengo a entregarme.
Maté a Thorpe hace dos horas.
Un vecino llamado Quick, el primero en llegar al
lugar del hecho, halló el cadáver con una pistola en la mano; una semana después
de la publicación de la breve noticia en los diarios de Memphis, apareció en
Frenchman’s Bend una mujer que dijo ser la esposa de Thorpe, con el
correspondiente certificado para probarlo y que exigió el dinero o los bienes
que aquel hubiese dejado.
Recuerdo la sorpresa que produjo el hecho de que el
Jurado hallase siquiera motivo para un debate; cuando el ujier leyó la
acusación, las apuestas eran de veinte contra uno a que el Jurado no deliberaría
más de veinte minutos. El fiscal del distrito delegó la tarea en un subalterno y
en menos de una hora fue presentado el testimonio completo. A continuación, tío
Gavin se puso de pie; aún recuerdo cómo miró al Jurado, a los once agricultores
y comerciantes y al duodécimo miembro —el que malograría su defensa—, agricultor
también; un hombre de cabellos grises y escasos; delgado, menudo, con ese
aspecto endeble, desgastado y a la vez indestructible de los habitantes de las
colinas, que envejecen en apariencia a los cincuenta años y que a la larga, sin
embargo, se vuelven invencibles contra el tiempo.
La voz del tío Gavin era tranquila, casi monótona, sin tono declamatorio,
como correspondía esperar en un juicio criminal, aunque su vocabulario, en
cierto modo, se diferenciaba del que emplearía algunos años más tarde. No
obstante haber transcurrido apenas un año desde que les dirigía la palabra en
público, ya sabía hacerlo de tal manera, que toda la gente de nuestra región,
los negros, los pobladores de las colinas y los propietarios de las ricas
plantaciones del valle comprendían lo que quería decir.
—Todos los que vivimos en esta región del Sur, hemos aprendido desde nuestro
nacimiento unas pocas cosas que valoramos sobre todas las demás. Una de las
primeras —no por ser la mejor, sino por estar en primer término— enseña que
solamente a costa de la vida se puede pagar la vida que se ha quitado a alguien,
que una muerte sin pago de otra muerte es algo incompleto. Admitiéndolo así,
podríamos haber salvado la vida de este acusado impidiéndole que saliese de su
casa aquella noche; podríamos haber salvado una de esas dos existencias, aun
cuando para ello hubiésemos debido quitarle la vida al acusado. Pero no lo
supimos a tiempo. Por eso me toca hablarles ahora: no de la víctima, de su
carácter o la moralidad del acto que cometió; no de la legítima defensa,
estuviese o no justificado el reo en llegar al extremo de matar; sino de
nosotros; nosotros, los que no estamos muertos; seres humanos que en el fondo
deseamos obrar bien, que no deseamos hacer daño al prójimo; seres humanos con
toda la complejidad de pasiones, sentimientos y creencias, sufrimos el peso de
todos estos elementos en la aceptación o el rechazo de aquello en lo cual no
hemos tenido realmente libertad de elección; y tratamos de hacer lo mejor que
podemos, a favor o a pesar de esos elementos. He aquí, pues, a este acusado con
la misma complejidad de pasiones, instintos y creencias, frente a un problema:
el de la inevitable desgracia de su hija que, con la obstinada inconsciencia de
la juventud y revelando una vez más esa complejidad atávica —que por su parte no
tuvo culpa de heredar—, fue incapaz de velar por su propia preservación. Este
hombre resolvió el problema según su capacidad y sus creencias sin pedir ayuda a
nadie; y por último aceptó las consecuencias de su determinación y de sus actos.
Dicho esto, tío Gavin tomó asiento. El representante del fiscal de distrito
se limitó a levantarse en silencio, y después de inclinarse ante el Jurado se
sentó nuevamente. El Jurado se retiró, pero nosotros no nos movimos del recinto
y el juez tampoco. Recuerdo todavía algo que pasó por la sala cuando la
manecilla del reloj —arriba del estrado— sobrepasó los diez minutos y luego la
media hora; el juez llamó entonces a un asistente murmurándole no sé qué. El
asistente salió para regresar en seguida y decirle al juez alguna cosa, en voz
baja, y el juez se puso de pie, dio un golpe de martillo y declaró un receso.
Corrí apresuradamente, almorcé y regresé al pueblo. La sala estaba vacía,
pero mi abuelo, que acostumbraba dormir la siesta después de la comida —sin
preocuparle si otros lo hacían o no—, fue el primero en llegar. Pasaron las
tres; a esa hora ya todo el pueblo sabía que el veredicto del Jurado dependía de
un hombre, pues los votos eran once contra uno a favor del veredicto de "no
culpable"; en aquel momento tío Gavin llegó con pasos rápidos, y mi abuelo le
dijo:
—Bien, Gavin, por lo menos dejaste de hablar a tiempo.
—Así es, padre —repuso tío Gavin. Me miraba con los ojos brillantes, el
rostro delgado, inteligente, y los cabellos revueltos que ya comenzaban a
encanecer—. Ven aquí, Chick —me dijo—, te necesito unos minutos.
—Pide al juez Frazier que te autorice a retractarte de tu alegato y luego
deja que Charlie te haga el resumen —le dijo mi abuelo.
Estábamos fuera del recinto, en la escalera; tío Gavin se detuvo en el tramo
intermedio, de modo que estábamos a igual distancia de los extremos. La mano de
mi tío descansaba en mi hombro. Sus ojos parecían más brillantes y atentos que
nunca.
—Esto no es un juego —me dijo—, pero la justicia se obtiene muchas veces por
métodos que no soportan un análisis. Han trasladado al Jurado a la habitación
del fondo de la pensión de la señora, el cuarto cuya ventana está al nivel
de la morera. Si pudieses llegar hasta el fondo del patio sin ser visto, y
trepar el árbol con mucho cuidado...
Nadie me vio. Oculto entre el follaje de
la morera, agitado por una ligera brisa, pude observar el interior del cuarto;
así pude ver y escuchar al mismo tiempo: arrellanados en sus asientos, en el
extremo más distante de la habitación, estaban los nueve hombres mostrando
fastidio y enojo; el señor Holland, el presidente del Jurado, y otro, de pie junto a
la silla ocupada por el hombrecillo de las colinas, envejecido y reseco. Su
nombre era Fentry. Me acordaba perfectamente de los nombres de todos ellos; por
algo tío Gavin afirmaba que para lograr éxito en nuestro distrito, como abogado
o como político, no hacía falta tener ni grandes dotes de elocuencia, ni
inteligencia siquiera: solo era necesario una memoria infalible para los
nombres. De allí que recordase íntegramente el suyo: Stonewall Jackson Fentry.
—¿No admites que huyó con la hija de diecisiete años de Bookwright?
—dijo el señor Holland—. ¿No admites que tenía una pistola en la mano cuando lo encontraron?
¿No admites que apenas lo enterraron se presentó la mujer y probó ser su esposa?
¿No admites que, además de ser malo, era peligroso, y que de no haber sido Bookwright, tarde o temprano alguien lo habría matado, y que Bookwright tuvo
mala suerte?
—Sí —dijo Fentry.
—¿Qué pretendes, pues? —dijo el señor Holland—. ¿Qué quieres?
—Nada —dijo Fentry—. Pero no votaré por la libertad del
señor Bookwright.
Y no
votó. Aquella tarde el juez Frazier despidió al Jurado y fijó fecha para un
nuevo juicio durante el siguiente período de sesiones. Al otro día, por la
mañana, cuando había terminado mi desayuno, tío Gavin, acercándose, me encargó:
—Di a tu madre que tal vez no volvamos hasta mañana, y que le prometo no
dejar que te peguen un tiro, ni que te muerda una víbora, ni que te emborrachen
con refrescos... Tengo que averiguar algo.
El automóvil avanzaba velozmente por
la carretera del nordeste; tío Gavin tenía los ojos brillantes de expectativa,
fijos y ansiosos, pero sin mostrar desconcierto.
—Nació, creció y vivió toda su
vida —observó tío Gavin— en el extremo del distrito, a treinta millas de Frenchman’s Bend. Afirmó bajo juramento no haber visto nunca a Bookwright con
anterioridad, y basta mirarlo para saber que nunca tuvo una tregua en su
trabajo, como para aprender a mentir. Dudo que alguna vez haya oído siquiera el
nombre de Bookwright.
Proseguimos el viaje hasta cerca del mediodía. Estábamos
ahora en las colinas, fuera de los fértiles llanos, entre pinos y zarzas, en
tierra pobre, con los pequeños manchones inclinados y áridos de maíz y algodón
ralos que de alguna manera lograban sobrevivir, como lo lograba la gente que
alimentaban y vestían; los caminos eran casi huellas, tortuosos y angostos,
llenos de zanjas y polvo, y el automóvil marchaba constantemente en segunda
velocidad. Por fin vimos el poste con el buzón, y el nombre en torpes
caracteres: G. A. FENTRY; más lejos, la casa de troncos de dos habitaciones, con
un corredor abierto. Y aun yo, muchacho de doce años, pude advertir
inmediatamente que no la había tocado mano de mujer en muchos años. Atravesamos
el portón. Entonces, una voz gritó:
—¡Alto! ¡Alto ahí!
No lo habíamos visto: el anciano, descalzo, con fieros bigotes hirsutos, con
remendadas ropas de dril desteñido del color de la leche desnatada, más pequeño,
más enjuto aún que su hijo, parado al borde del corredor derruido, empuñando una
escopeta, temblaba de furia, o quizás de vejez.
—Señor Fentry... —dijo tío Gavin.
—Ya lo han molestado y fastidiado bastante —dijo el viejo. Era furia, porque
de pronto la voz se elevó en una nota violenta e incontenible—. ¡Fuera! ¡Fuera
de mi casa! ¡Salgan de mi tierra!
—Vamos —dijo tío Gavin en voz baja, los ojos
todavía brillantes, fijos y graves.
Ya no corrimos tan velozmente. El buzón
siguiente estaba a menos de una milla de distancia, y esta vez hallamos una casa
pintada, con canteros de petunias junto a los escalones de la entrada; la tierra
que la rodeaba era mejor, y el hombre del corredor se levantó y se acercó al
portón.
—¿Cómo está, señor Stevens? —dijo—. Supe que Jackson Fentry malogró el
veredicto unánime del jurado.
—Saludos, señor Pruitt. Aparentemente, sí. Cuénteme todo.
Y Pruitt se lo contó, aun cuando a la sazón tío Gavin solía olvidarse a veces
y recaer en el lenguaje de Harvard, y de Heidelberg, inclusive. Era como si la
gente, al mirarlo, adivinase que lo preguntado no tenía por objeto satisfacer su
propia curiosidad ni sus fines personales.
—Mamá es quien sabe más que yo de
este asunto —dijo Pruitt—. Vengan al corredor.
Lo seguimos al corredor, donde
una señora de cierta edad, gruesa y de cabellos blancos, con una capota contra
el sol y vestido de percal y delantal muy limpios, estaba sentada en un sillón
de hamaca desgranando arvejas, dentro de un recipiente de madera.
—El abogado Stevens —le dijo Pruitt—. El hijo del capitán Stevens, del
pueblo. Quiere saber acerca de Jackson Fentry.
Nos sentamos también, mientras nos contaban todo, hablando por turno madre e
hijo.
—Esa finca no es de ellos —dijo Pruitt—. Desde la carretera se ve parte de
ella. Y lo que no se ve no es mucho mejor. Pero su padre y su abuelo cultivaron
esas tierras, se ganaron la vida con ellas, formaron familia, pagaron siempre
sus impuestos y nunca debieron nada a nadie. No sé cómo se las arreglaron.
Jackson trabajó desde que creció lo suficiente para llegar a los brazos del
arado, y la verdad es que no creció mucho más. Ninguno de ellos era alto. Quizás
la razón sea esa. Jackson cultivó la tierra hasta cumplir veinticinco años,
aunque aparentaba tener ya cuarenta, sin pedir nada a nadie, sin mujer, sin
nada; su padre y él vivían solos, preparando sus comidas y lavando su ropa.
¿Cómo puede casarse un hombre cuando tiene solo un par de zapatos compartido con
su padre? Y ello, si hubiera valido la pena buscarse una mujer, ya que esa
chacra había matado a su madre y a su abuela antes de que cumpliesen cuarenta
años. Hasta que una noche...
—¡Tonterías! —dijo la señora Pruitt—. Cuando tu padre y
yo nos casamos, no teníamos ni siquiera un techo bajo el cual cobijarnos. Nos
instalamos en casa ajena, en tierras arrendadas...
—Bueno —prosiguió diciendo Pruitt—, hasta que una noche vino a verme y me dijo que había obtenido un empleo
en el aserradero de Frenchman’s Bend.
—¿Frenchman’s Bend? —repitió tío Gavin, y al decir esto sus ojos adquirieron
una expresión más brillante e intensa.
—Se empleó como jornalero —dijo Pruitt—. No para hacerse rico, sino quizás
para ganar un poco de dinero; arriesgaba uno o dos años, para obtenerlo, alejado
de la vida que llevara su abuelo hasta el día en que murió entre los brazos del
arado, y antes de que su padre muriera, a su vez, en un surco de maíz; luego le
tocaría a él, sin un hijo que viniese a levantarlo del polvo. Había convenido
con un negro en que ayudase a su padre durante su ausencia, mientras por mi
parte accedía a ir, de vez en cuando, a ver si el viejo estaba bien.
—Y lo hiciste —dijo la señora Pruitt.
—Por lo menos llegaba cerca de la casa —dijo Pruitt—. Lo suficiente para
oírlo maldecir al negro porque no trabajaba con rapidez; para ver a este
tratando de moverse a la par del viejo, y para pensar que por suerte Jackson no
había tomado dos negros para trabajar en su ausencia, porque si ese viejo, de
cerca de sesenta años entonces, hubiera tenido que quedarse sentado un día
entero a la sombra sin nada en la mano con que cortar o excavar, habría muerto
antes de la noche. Jackson se fue. A pie. No tenían más que una mula. Pero son
solo treinta millas. Estuvo ausente más de dos años. Y un día...
—Vino aquella primera Navidad —observó la señora Pruitt.
—Es verdad. Caminó treinta millas para pasar la Navidad en su casa, y luego
recorrió a pie nuevamente las treinta millas de regreso al aserradero.
—¿De quién?
—El de Quick. El viejo Ben Quick. La segunda Navidad no vino. Luego, a
principios de marzo, cuando el lecho del río de Frenchman’s Bend comienza a
secarse por donde es posible deslizar los troncos, y cuando correspondía suponer
que Fentry comenzaría su tercer año en el aserradero, volvió a su casa
definitivamente. Vino en un carro alquilado. Porque traía la cabra y el niño.
—Un momento —dijo Gavin.
—No supimos cómo había llegado —dijo la señora Pruitt—, porque cuando descubrimos
que tenía el niño, hacía una semana que había vuelto.
—Un momento —repitió Gavin.
Hicieron una pausa, mirando a tío Gavin: Pruitt, sentado en la baranda del
corredor, mientras los dedos de la señora Pruitt extraían siempre los granos de las
largas vainas quebradizas; contemplaban ambos a tío Gavin. Sus ojos no
reflejaban júbilo ahora, como antes tampoco revelaran perplejidad o cálculo.
Estaban, empero, muy brillantes, como si lo que ocultaban se hubiera levantado
en llamas intensas y poderosas, y a la vez contenidas; como si ardiesen más
rápidamente que la velocidad del relato.
—Bien —dijo—. Cuéntenme.
—Y cuando por fin oí hablar de ello y fui allí —prosiguió
la señora Pruitt—, el
niño no tenía más de dos semanas. Y cómo se las arregló para que viviera, solo
con leche de cabra...
—No sé si usted sabe —observó Pruitt— que una cabra no es
como una vaca: hay que ordeñarla cada dos horas, más o menos. Eso quiere decir,
toda la noche.
—Sí —prosiguió la señora Pruitt—, y no tenía ni pañales;
solo unas
bolsas de harina abiertas que la partera le había enseñado a doblar. Yo le hice,
pues, algunos, y solía ir allá. Siempre tenía al negro para ayudar a su padre en
los campos, y él cocinaba y lavaba y cuidaba al niño; y ordeñaba la cabra para
alimentarlo. A veces yo le decía: “Permítame que se lo cuide, por lo menos hasta
que deje de tomar leche. Usted también puede vivir en casa, si quiere.” Y él me
miraba, pequeño, flaco, tan gastado ya, pues nunca en toda su vida se había
sentado a una mesa y comido hasta hartarse, y me decía: “Gracias, señora. Yo me
arreglaré.”
—Y era verdad —dijo Pruitt—. No sé cómo trabajaba en el aserradero, y nunca
tuvo tierras que le permitiesen comprobar si era buen agricultor. Pero crió a
ese niño.
—Sí —dijo la señora Pruitt—, y yo siempre insistía: “No había oído decir
que se hubiese casado.” “Sí, señora”, respondía. “Nos casamos el año pasado.
Pero cuando nació el niño, ella murió.” “¿Quién era?”, decía yo. “¿Una muchacha
de Frenchman’s Bend?" "No, era del sur.” “¿Cómo se llamaba?” “La
señorita Smith.”
—Tampoco había tenido nunca tiempo para aprender a mentir
—dijo Pruitt—, pero
crió al chico. Y cuando levantaron la cosecha en el otoño, despidió al negro, y
durante la primavera siguiente trabajó con su padre como antes. Había fabricado
una especie de alforja, como los indios, para llevar al niño. Yo solía ir, a
veces, cuando la tierra estaba todavía helada, y veía siempre a Jackson y a su
padre arando y limpiando el campo, mientras la alforja colgaba de un poste del
cerco, y el niño dormía en ella bien derecho, como si hubiese sido una cama de
plumas. Aquella primavera aprendió a caminar, y cuando me acercaba al cerco,
solía ver al pobrecito, en medio de un surco, tratando de seguir a Jackson,
hasta que este detenía el arado al final del surco, lo sentaba a horcajadas
sobre sus hombros y seguía arando. A fines del verano ya caminaba bien. Jackson
le hizo una azada con un palo y un trocito de lata, y allá iba Jackson cortando
el algodón que llegaba al muslo; pero no se veía al niño, solo el algodón
agitándose donde él estaba.
—Jackson le hacía la ropa —dijo la señora Pruitt—. La cosía a mano. Yo le hice
algunas prendas y se las llevé, pero solo una vez. Jackson las recibió y me dio
las gracias. Pero era evidente. Era como si mezquinase a la tierra misma lo que
daba a aquel niño para su subsistencia. Traté, en fin, de persuadirlo de que lo
llevase a la iglesia para bautizarlo: “Ya tiene nombre”, me contestó. “Jackson
Longstreet Fentry. Los dos nombres de mi padre.”
—Nunca iba a ninguna parte —dijo Pruitt—, y donde se veía a Jackson, allí
estaba también el muchachito. Si lo hubiese raptado de Frenchman’s Bend no lo
habría ocultado más celosamente. El viejo era quien iba a Haven Hill a comprar
provisiones; y la única ocasión en que se separaban era una vez al año, cuando
Jackson iba a Jefferson a pagar los impuestos. La primera vez que vi al chico,
me recordó a un perro ovejero, y un día que sabía que Jackson había ido al
pueblo a pagar los impuestos, fui allí. El chico estaba debajo de la cama, muy
quieto, y se acurrucó en un rincón, mirándome sin pestañear una vez. Era
exactamente como un cachorro de zorro o de lobo que hubiesen atrapado la noche
anterior.
Pruitt sacó del bolsillo una lata de rapé, echó una pequeña cantidad en la
tapa, la acercó a su labio superior con delicada fruición antes de aspirar.
—Bien —dijo Gavin—. ¿Y después?
—Nada más —repuso Pruitt—. Al verano siguiente, los dos desaparecieron.
—¿Desaparecieron? —dijo Gavin.
—Sí. Una mañana se fueron. No lo supe en el momento. Un día, no pudiendo
soportar más mi curiosidad, fui allá y la casa estaba vacía, pero el viejo
estaba arando en el campo; al principio creí que el travesaño en los brazos del
arado se había roto y que el viejo había atado un palo entre los dos; pero
entonces me vio, retiró ese palo, que era la escopeta, y lo que me dijo fue más
o menos lo mismo que a usted esta mañana. Al año siguiente el negro lo ayudó una
vez más. Por fin, cinco años más tarde, apareció Jackson. No sé cuándo. No sé
cuándo, exactamente. Apareció allí una mañana. El negro se fue y padre e hijo
volvieron a trabajar la tierra como antes. Un día no pude aguantar más y fui
allá; me detuve junto al cerco, frente a donde estaba arando, hasta que el surco
que abría lo obligó a acercarse; pero hasta entonces no me había mirado. Pasó a
mi lado, a menos de tres metros de distancia, siempre sin mirarme, y cuando se
volvía, le grité: "¿Murió, Jackson?" Él me miró, entonces. "El niño." "¿Qué
niño?", me dijo.
Los Pruitt nos invitaron a almorzar.
Tío Gavin les agradeció.
—Hemos traído una pequeña merienda, la tienda de Varner queda a treinta
millas, y desde allí tenemos otras treinta hasta Jefferson. Además, nuestras
carreteras no están muy habituadas a los automóviles, todavía.
Anochecía cuando llegamos al almacén de ramos generales de Varner, en la
población de Frenchman’s Bend; allí también había un hombre en el corredor
desierto a aquella hora, y el hombre se acercó al automóvil.
Era Isham Quick, el testigo que llegó primero junto al cadáver de Thorpe; un
hombre alto y desgarbado, de unos cincuenta y cinco años, con rostro soñador y
ojos miopes, hasta que se advertía algo perspicaz, y si se quiere escéptico, en
su expresión.
—Lo estaba esperando de un momento a otro —dijo—. Aparentemente ha
pasado algo —agregó parpadeando rápidamente—. ¡Ese Fentry!
—Sí —dijo tío Gavin—. ¿Por qué no me lo dijo?
—No lo advertí yo mismo —repuso Quick—, hasta que oí comentar que el
veredicto del jurado dependía de un hombre, y entonces asocié los apellidos.
—¿Nombres? ¿Qué nom...? No importa. Cuénteme todo.
Nos sentamos en el corredor del almacén, cerrado y desierto, mientras las
cigarras chirriaban y se agitaban en los árboles y las luciérnagas titilaban y
danzaban en el camino polvoriento. Y Quick nos contó todo, sentado de cualquier
manera en el banco, cerca de tío Gavin, desarticulado, como si fuese a
deshacerse en cuanto se moviera, hablando con voz calmosa y sardónica, como si
tuviese toda la noche para hablar y como si el relato fuese a llevar en verdad
toda la noche. Pero no era tan largo, considerando su esencia. Sin embargo, tío
Gavin dice que no hacen falta muchas palabras para expresar la suma de la
experiencia humana, y que, en verdad, alguien lo ha hecho en cuatro: "nació,
sufrió y murió".
—Lo empleó mi padre. Pero cuando descubrí de dónde venía, tuve la convicción
de que sería un buen trabajador, porque la gente de esa región nunca ha tenido
tiempo para aprender otra cosa que trabajar duramente. Y sabía que sería
honrado, por la misma razón: porque no hay nada en esa región que un hombre
pueda codiciar tan inmensamente como para robarlo. Lo que aparentemente
subestimé es su capacidad de cariño. Probablemente imaginaba que, viniendo de
donde venía, no podía tenerla, también por la misma razón anterior: hasta el
instinto del amor había desaparecido en gente como ellos, allá en las primeras
generaciones, cuando el primero de ellos debió hacer su elección definitiva
entre el amor y la búsqueda de los medios para subsistir a duras penas.
“Así,
pues, vino a trabajar haciendo el mismo trabajo y con el mismo jornal que los
negros. A fines de otoño creció el río, y nos dispusimos a cerrar el taller
durante el invierno. Entonces descubrí que había convenido con mi padre en
quedarse hasta la primavera como sereno y cuidador, con tres días libres para ir
a su casa en Navidad. Fue, y al año siguiente, cuando iniciamos el trabajo,
había aprendido tanto y era tan trabajador, que manejaba el aserradero solo, y
para mediados del verano papá ya no iba nunca allá; yo lo hacía cuando tenía
ganas, una vez por semana, más o menos. Para el otoño papá hablaba ya de
construirle una cabaña donde vivir, en lugar del colchón de chala y la vieja
cocina que tenía en el galpón de calderas. Se quedó también aquel invierno.
Cuando fue a su casa para Navidad, no nos dimos cuenta de ello, cuando partió,
ni cuando regresó, porque yo no había ido al aserradero desde el otoño.
“Y una tarde de febrero, luego de un período de buen tiempo, me sentí
inquieto y fui a caballo hasta el aserradero. Lo primero que vi fue la mujer, y
creo que no la había visto nunca antes: una mujer joven, y quizás fuese bonita
cuando estaba sana; no lo sé. Porque no era simplemente delgada: era escuálida.
Parecía estar enferma además de medio muerta de hambre, aun cuando iba de un
lado a otro, y estuviese por tener un hijo en menos de un mes. ‘¿Quién es?’, le
pregunté. ‘Es mi mujer’, me dijo; yo le pregunté a mi vez: ‘¿Desde cuándo? Usted
no estaba casado el otoño último. Y ese niño nacerá en menos de un mes.’ Y él me
dijo: ‘¿Quiere que nos vayamos?’ ‘¿Por qué habría de quererlo?’, dije. Bien, les
contaré ahora el resto a la luz de lo que sé yo, y de lo que descubrí tres años
más tarde, cuando aparecieron aquí los hermanos con la orden del juez; y no
según lo poco que él me dijo, porque nunca decía nada a nadie."
—Muy bien —dijo tío Gavin—. Cuéntenos.
—No sé dónde la encontró. No sé si la encontró, o bien ella llegó un día o
una noche al aserradero y él la vio. Es como ha dicho alguien: nadie sabe dónde
va a estallar el trueno o el amor, salvo que no tiene que estallar dos veces,
porque no es necesario. No creo que ella estuviese buscando al marido que la
abandonó: probablemente huyó cuando ella le dijo que iba a nacer el niño;
tampoco creo que tuviese miedo o vergüenza de volver a casa, porque el padre y
los dos hermanos habían tratado de impedirle que se casara, en un principio.
Creo que se trataba una vez más de un ejemplo de ese orgullo de familia,
sombrío, no muy lúcido, y totalmente implacable que ostentaron los hermanos
mismos posteriormente.
“Sea como fuere, allí estaba ella; me imagino que sabía que le quedaba poca vida,
y Fentry le habrá dicho: ‘Casémonos’, y ella: ‘No puedo. Ya tengo marido.’
Cuando llegó su hora, allá estaba sobre el colchón de chala, y él,
probablemente, la alimentaba con una cuchara; ella debía adivinar que no saldría
con vida, porque Fentry llamó a la partera; nació el niño; para entonces las dos
sabían que no se levantaría más, y aun lo convencieron a él; quizás la mujer
llegó a la conclusión de que nada importaba, ahora, y accedió; porque Fentry
ensilló la mula que papá le permitía tener y recorrió siete millas para traer al
pastor Whitfield, quien llegó al amanecer y los casó. Después ella murió,
Whitfield y Fentry la enterraron, y aquella noche él vino a nuestra casa a
decirle a papá que se iba. Dejó la mula, y cuando dos días más tarde fui al
aserradero, ya no estaba; estaban solo el colchón y la cocina, y la vajilla y la
sartén que le dio mamá; todo limpio y ordenado en el estante. Tres veranos más
tarde, esos dos hermanos, los Thorpe...
—Thorpe —repitió tío Gavin. No lo dijo en voz muy alta. Estaba anocheciendo
rápidamente, como ocurre en nuestra región, y ya no alcanzaba a ver su rostro—.
Siga —dijo.
—Morenos, como ella, el menor muy parecido; llegaron en el coche con
un alguacil o algo por el estilo, y el papel bien escrito, estampillado y
sellado como corresponde. Yo les dije: ‘No pueden hacer eso. Ella vino por su
propia voluntad, enferma y sin nada, y él la recogió y la alimentó y cuidó,
obtuvo ayuda para que naciera el niño y trajo un pastor para enterrarla. Hasta
se casaron antes de morir ella. El pastor y la partera pueden probarlo.’ El
hermano mayor me dijo: ‘No podía casarse con ella. Ya tenía marido. Nos hemos
ocupado de él.’ ‘Muy bien’, dije yo, ‘pero él se hizo cargo de ese chico cuando
nadie lo quería. Y lo ha criado, vestido y alimentado más de dos años.’ El mayor
sacó una cartera del bolsillo y la guardó nuevamente. ‘Pensamos compensarlo
bien... cuando hayamos visto al muchacho. Es de nuestra sangre. Lo queremos y
tenemos intención de reclamarlo.’ Y no fue aquella la primera vez que se me
ocurrió que el mundo no marcha como debiera marchar en ocasiones mucho más
numerosas que aquellas en que marcha bien. Entonces les dije: ‘Son treinta
millas hasta allá. Creo que desearán dormir aquí y hacer descansar los
caballos.’ El mayor me miró y dijo: ‘No están cansados. No nos detendremos.’
‘Iré con ustedes, entonces’, dije. ‘No hay inconveniente.’ "Viajamos hasta
medianoche. Creí, pues, que tendría una oportunidad propicia, aunque no tuviese
cabalgadura. Pero cuando desenganchamos los caballos y nos acostamos en el
suelo, el hermano mayor dijo: ‘No estoy cansado. Me quedaré sentado un rato.’
Era inútil, de modo que me dormí; cuando desperté había amanecido y era
demasiado tarde; en mitad de la mañana llegamos al poste con el buzón, que no
era posible pasar de largo, y a la casa vacía. No se veía ni oía a nadie, hasta
que percibimos los golpes del hacha y fuimos al fondo. Fentry levantó la vista
de la pila de leña y vio lo que, según imagino, había esperado ver cada día que
el sol se levantaba, durante los tres años últimos. Porque ni siquiera se
detuvo, sino que dijo al niño: ‘¡Corre! ¡Corre al campo con el abuelo! ¡Corre!’
Luego se acercó al hermano mayor, con el hacha levantada; y cuando la bajaba ya
para dar el golpe, pude asirlo de la cintura, mientras el hermano mayor lo
tomaba a su vez. Lo levantamos en el aire, en el esfuerzo por contenerlo. ‘¡No,
Jackson, no!’, dije. ‘¡No! ¡Tienen la ley de su parte!’ "Y entonces un ser
menudo y débil empezó de pronto a golpearme y rasguñarme las piernas, sin hacer
el menor ruido, saltando en torno de nosotros y golpeándonos hasta donde podía
alcanzar con el trozo de madera que estuviera hachando Fentry. ‘Atrápalo y
llévalo al coche", dijo el mayor. El menor lo tomó en brazos; era casi tan
difícil dominarlo como a Fentry, y pataleaba y se agitaba aun después que el
joven lo tuvo amarrado entre los brazos, siempre sin emitir un sonido, mientras
Fentry seguía luchando por desasirse, hasta que el hermano menor y el chico
desaparecieron. Y de pronto Fentry se derrumbó. Fue como si sus huesos se
hubieran convertido en agua, de modo que lo dejamos caer sobre el tronco de
cortar leña como si fuera una bolsa, y allí quedó, sobre la leña que acababa de
hachar, con la respiración anhelante y saliva blanquecina en las comisuras de
los labios.
“‘Es la ley, Fentry’, le dije yo, ‘el marido vive todavía’.
"‘Ya lo sé’, dijo él. No fue más que un susurro.
"‘Lo esperaba. Por ello me ha tomado tan de sorpresa. Ya estoy bien.’
"‘Lo
siento mucho’, dijo el hermano mayor. ‘Nosotros no supimos nada hasta la semana
pasada. Pero el chico tiene nuestra sangre. Queremos tenerlo en casa. Usted ha
sido bueno con él. Estamos muy agradecidos. Su madre también lo agradece, Fentry. Tome.’ Y sacando la cartera del bolsillo, se la entregó a Fentry. Luego
dio media vuelta y se alejó. Al cabo de un rato oí el rumor del coche alejándose
cuesta abajo. Luego cesó también ese ruido. No sé si Fentry lo había oído o no.
"‘Es la ley, Jackson’, le dije. ‘Pero en la ley siempre hay dos partes. Iremos
al pueblo y hablaremos con el capitán Stevens. Yo lo acompañaré.’
“Fentry se sentó en el bloque de cortar leña, lentamente y con mucho trabajo.
Ya no respiraba tan agitadamente y parecía más sereno, salvo que sus ojos tenían
una mirada vaga. Por fin levantó la mano en la que sostenía la cartera con
dinero y comenzó a enjugarse el rostro con ella, como si fuese un pañuelo; no
creo que advirtiese tener nada en la mano, porque a continuación la dejó caer,
contempló la cartera cinco segundos, quizás, y la tiró al suelo. No la arrojó,
sino que la dejó caer, como quien deja caer un puñado de tierra luego de haberla
examinado; la dejó caer detrás del bloque de cortar leña. Se puso de pie, y
cruzó el potrero hacia el pequeño monte, caminando en línea recta, pero
pausadamente, y sin parecer mucho más alto que el chico, hasta perderse entre
los árboles. ‘¡Jackson!’, lo llamé. Pero él no volvió la cabeza.
“Aquella noche me quedé en casa de Rufus Pruitt y le pedí una mula. Le dije
que estaba paseando, pues no tenía ganas de hablar con nadie; al día siguiente
ensillé la mula y tomé el sendero que pasaba por la casa; al principio no vi al
viejo Fentry en el corredor. Cuando lo vi se movió con tanta rapidez que no
advertí que sostenía algo en la mano, hasta que sentí que el tiro pasaba
silbando entre el follaje sobre mi cabeza, mientras la pobre mula de Rufus
Pruitt trataba denodadamente de romper las riendas que la sujetaban al poste del
portón.
"Un día, unos seis meses después de haberse instalado aquí para realizar sus
actividades de beber, pelear y maniobrar con ganado ajeno, Bucksnort estaba en
este corredor, borracho y hablando tonterías, mientras una media docena de
aquellos a quienes solía golpear hasta la inconsciencia periódicamente, por
medios deshonestos y aun honestos, alguna vez, según la ocasión, reían cada vez
que se detenía a tomar aliento. Por casualidad yo miré hacia el camino, y allí
estaba Fentry en su mula.
“Estaba inmóvil, con el polvo de treinta millas endurecido sobre el sudor del
animal, contemplando a Thorpe; por fin se volvió y se alejó nuevamente, en
dirección a las colinas, de donde nunca debió haber salido. Salvo que quizás sea
como ha dicho esa persona, que no es posible protegerse contra el amor y el
rayo. A la sazón yo no advertí nada. No había asociado los nombres. Sabía que
Thorpe me era familiar, pero aquel otro asunto ocurrió hace veinte años y yo lo
había olvidado, hasta que supe que usted había perdido su defensa por un voto
del jurado. Naturalmente, Fentry no iba a votar por la libertad de Bookwright...
Es de noche ya. Vamos a comer.”
Pero solo quedaban veinte millas hasta el pueblo,
ahora, y estábamos sobre la carretera, sobre el afirmado; llegaríamos a casa en
una hora y media, pues en algunos trechos podíamos correr a treinta y cinco
millas, y tío Gavin decía que algún día todos los caminos principales de
Misisipí estarían pavimentados como las calles de Memfis. Y cada familia
norteamericana tendría su automóvil. Íbamos a gran velocidad.
—Naturalmente que no —murmuró tío Gavin—. Los humildes e invencibles de la
tierra: soportar, y soportar y soportar una vez más, mañana, y mañana, y mañana.
Naturalmente, no iba a votar por la libertad de Bookwright.
—Yo habría votado —dije—. Lo habría puesto en libertad, porque Buck Thorpe
era malo. Buck...
—No. No lo habrías hecho —dijo tío Gavin, y apoyó una mano
sobre mi rodilla, a pesar de que marchábamos velozmente, el haz de luz amarilla
sobre la carretera también amarilla, mientras los insectos se lanzaban contra
los faros y se alejaban nuevamente—. No se trataba de Buck Thorpe, el adulto, el
hombre. Habría matado a ese hombre sin vacilar, de haber estado en el lugar de
Bookwright. Era que en algún rincón de aquella carne degradada y embrutecida,
que destruyó Bookwright, quedaba todavía, no el espíritu quizás, pero por lo
menos el recuerdo del muchachito, de aquel Jackson Longstreet Fentry, aun cuando
el hombre en que se convirtiera el muchachito lo ignoraba, y solo Fentry lo
sabía. De modo que tú tampoco lo habrías puesto en libertad. No lo olvides
nunca. Nunca.
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