Tobias Wolff
(Birmingham, Alabama, 1945 –)

Cazadores en la nieve (1980)
(“Hunters in the Snow”)
Originalmente publicado en la revista TriQuarterly, 48: Western Stories (primavera 1980);
In the Garden of the North American Martyrs
(Nueva York: Ecco Press, 1981, 175 págs.)


      Tub llevaba una hora esperando bajo la nevada. Paseaba de un lado a otro de la acera para conservar el calor y sacaba la cabeza por fuera del bordillo cada vez que veía aproximarse unos faros. Un conductor se paró para recogerle, pero antes de que él pudiera hacerle señas de que continuara, el hombre vio el rifle que Tub llevaba a la espalda y apretó el acelerador. Los neumáticos patinaron sobre el hielo.
       La nevada se hizo más intensa. Tub se refugió debajo del alero de un edificio. Al otro lado de la calle, justo por encima de los tejados, las nubes se volvieron más blancas, y las farolas se apagaron. Se cambió la correa del rifle al otro hombro. El cielo rezumaba blancura.
       Un camión dio la vuelta a la esquina, tocando la bocina, las ruedas traseras patinando. Tub dio unos pasos por la acera y levantó la mano. El camión se subió al bordillo y siguió acercándose, la mitad en la calzada y la mitad en la acera. No disminuyó la velocidad en absoluto. Tub se quedó parado un momento, con la mano levantada aún, y luego retrocedió de un salto. El rifle se le resbaló del hombro e hizo ruido al dar en el hielo, un sandwich se le cayó del bolsillo.
       Echó a correr hacia los escalones del edificio. Otro sandwich y un paquete de galletas cayeron sobre la nieve blanda. Subió los escalones y miró atrás.
       El camión se había detenido dos metros más allá del sitio donde había estado parado Tub. Recogió sus sandwiches y sus galletas, se echó el rifle al hombro y se acercó a la ventanilla del conductor. Éste estaba inclinado sobre el volante, dándose palmadas en las rodillas y taconeando en el suelo. Parecía un dibujo animado de una persona riéndose, excepto que sus ojos observaban al hombre que estaba sentado a su lado.
       —Tendrías que verte —dijo el conductor—. Parece una pelota de playa con un sombrero, ¿verdad? ¿Verdad, Frank?
       El hombre que estaba junto a él sonrió y apartó la mirada.
       —Por poco me atropellas —dijo Tub—. Podías haberme matado.
       —Vamos, Tub —dijo el hombre que iba al lado del conductor—. No te enfades. Kenny sólo estaba bromeando.
       Abrió la puerta y se corrió al centro del asiento. Tub quitó el cerrojo de su rifle y se subió a su lado.
       —Llevo una hora esperando —dijo—. Si pensabais venir a las diez, ¿por qué no dijisteis a las diez?
       —Tub, no has hecho más que quejarte desde que hemos llegado —dijo el hombre que estaba en el medio—. Si quieres estar todo el día protestando y gruñendo más vale que te vayas a casa y regañes a tus hijos. Escoge —como Tub no dijo nada, se volvió hacia el conductor—. Venga, Kenny, vamos allá.
       Unos gamberros habían tirado un ladrillo contra el parabrisas y habían roto el cristal del lado del conductor, por donde entraba un chorro de frío y nieve en la cabina. La calefacción no funcionaba. Se taparon con un par de mantas que Kenny había traído y se bajaron las orejeras de las gorras. Tub trató de mantener las manos calientes frotándoselas bajo la manta, pero Frank le pidió que dejara de hacerlo.
       Salieron de Spokane y se adentraron por el campo, corriendo a lo largo de las líneas negras de las cercas. Había parado de nevar, pero aún no se distinguía la línea donde la tierra se encontraba con el cielo. El frío les blanqueaba la cara y hacía que se les erizara el pelo de la barba y del bigote sin afeitar. Pararon dos veces a tomar café antes de llegar a los bosques donde Kenny quería cazar.
       Tub era partidario de probar algún otro sitio; habían recorrido estas tierras dos años seguidos sin encontrar nada. A Frank le daba igual una cosa que otra, lo único que quería era salir del maldito camión.
       —Fijaos qué aire —dijo Frank, cerrando de un portazo. Separó las piernas, cerró los ojos, echó la cabeza bien hacia atrás y respiró hondo—. Absorbed esta energía.
       —Además —dijo Kenny—, esto es terreno público. La mayor parte de las tierras de por aquí son vedados.
       —Tengo frío —dijo Tub.
       Frank exhaló.
       —Deja de gruñir, Tub. Céntrate.
       —No estaba gruñendo.
       —Céntrate —dijo Kenny—. Dentro de poco estarás vendiendo flores en el aeropuerto, vestido con un camisón, Frank.
       —Kenny —dijo Frank—, hablas demasiado.
       —De acuerdo —dijo Kenny—. No diré una palabra. Por ejemplo, no diré nada de cierta «canguro».
       —¿Qué «canguro»? —preguntó Tub.
       —Eso es algo entre nosotros —dijo Frank, mirando a Kenny—. Es confidencial. Mantén la boca cerrada.
       Kenny se rió.
       —Te lo estás buscando —dijo Frank.
       —¿Buscando qué?
       —Ya lo verás.
       —Bueno —dijo Tub— ¿vamos a cazar o qué?
       Echaron a andar por los campos. Tub tenía dificultades para pasar por las cercas. Frank y Kenny podían haberle ayudado, sosteniendo en alto el alambre de arriba y pisando el de abajo, pero no lo hicieron. Se quedaban parados, mirándole. Había muchas cercas y Tub estaba jadeante cuando llegaron al bosque.
       Cazaron durante dos horas y no vieron ni un ciervo, ni una huella, ni un rastro. Finalmente se detuvieron junto al riachuelo para comer. Kenny se tomó varios pedazos de pizza y un par de barras de caramelo; Frank tomó un sandwich, una manzana, dos zanahorias y una tableta de chocolate; Tub comió un huevo duro y un apio.
       —Si hoy me preguntaran cómo deseo morir —dijo Kenny—, contestaría que me quemaran en la hoguera —se volvió a Tub—. ¿Sigues con ese régimen? —le guiñó un ojo a Frank.
       —¿Tú qué crees? ¿Acaso piensas que me gustan los huevos duros?
       —Lo único que puedo decir es que es el primer régimen que conozco con el que se engorda.
       —¿Quién ha dicho que yo he engordado?
       —Oh, perdona. Lo retiro. Te estás consumiendo ante mis ojos. ¿Verdad, Frank?
       Frank tenía los dedos separados con las yemas apoyadas sobre la corteza del tocón en el que había puesto su comida. Tenía los nudillos velludos. Llevaba un grueso anillo de boda y en el meñique derecho una sortija de oro con una «F» en lo que parecían ser diamantes. Estaba dándole vueltas a la sortija.
       —Tub —dijo—, hace diez años que no te ves las pelotas.
       Kenny se partió de risa. Se quitó el sombrero y se golpeó la pierna con él.
       —¿Qué le voy a hacer? —dijo Tub—. Es un problema de glándulas.

       Salieron del bosque y cazaron a lo largo del riachuelo. Frank y Kenny fueron por una orilla y Tub por la otra, avanzando río arriba. La nieve era blanda pero los neveros eran profundos y resultaba difícil atravesarlos. A cualquier parte donde Tub mirara, la superficie aparecía lisa, intacta, y al cabo de un rato perdió interés. Dejó de buscar rastros y se limitó a tratar de no quedarse atrás de Frank y Kenny, que iban por la otra orilla. Llegó un momento en que se dio cuenta de que hacía rato que no los veía. La brisa soplaba de su lado hacia el de ellos; cuando se calmaba todavía oía a veces la risa de Kenny, pero nada más. Apretó el paso, adentrándose en los neveros con energía, luchando con la nieve con los codos y las rodillas. Oía los latidos de su corazón y notaba calor en la cara; pero no se detuvo ni una vez. Alcanzó a Frank y Kenny en un recodo del riachuelo. Estaban de pie en un tronco que iba de su orilla a la de Tub. El hielo se había acumulado detrás del tronco. Unas cañas heladas sobresalían de la nieve, meciéndose apenas cuando el aire se movía.
       —¿Has visto algo? —preguntó Frank.
       Tub negó con la cabeza.
       Ya no quedaba mucha luz diurna y decidieron regresar a la carretera. Frank y Kenny cruzaron por el tronco y echaron a andar río abajo, utilizando la senda abierta por Tub. Cuando habían andado poco trecho Kenny se detuvo.
       —Mirad eso —dijo y señaló unas huellas que iban del riachuelo hacia el bosque. Las pisadas de Tub cruzaban sobre ellas. Allí en la orilla, bien visibles, había varias cagadas de ciervo—. ¿Qué crees que es esto, Tub? —Kenny les dio un puntapié—. ¿Nueces sobre helado de vainilla?
       —Pues no lo vi.
       Kenny miró a Frank.
       —Estaba perdido.
       —Estabas perdido. Estupendo.
       Siguieron el rastro que entraba en el bosque. El ciervo había pasado sobre una cerca medio enterrada en la nieve. Clavado en uno de los postes había un letrero de prohibido cazar. Frank se rió y dijo que el hijo puta del ciervo sabía leer. Kenny quería ir tras él pero Frank dijo que ni hablar, la gente de por aquí no se andaba con bromas. Pensaba que tal vez el granjero propietario de las tierras les permitiría usarlas si se lo pedían. Kenny no estaba tan seguro. Además, calculaba que para cuando llegaran al camión, fueran a la granja y regresaran, ya casi habría anochecido.
       —Calma —dijo Frank—. No se le pueden meter prisas a la naturaleza. Si está escrito que cazaremos ese ciervo, lo cazaremos. Si no, no lo cazaremos.
       Se encaminaron de nuevo hacia el camión. Esta parte del bosque era principalmente de pinos. La nieve quedaba a la sombra y se había formado una capa de hielo. Ésta resistía el peso de Kenny y de Frank, pero se partía una y otra vez bajo el peso de Tub. Cuando daba una patada para poder seguir andando, la costra de hielo le magullaba las espinillas. Kenny y Frank se adelantaron, hasta donde ya ni siquiera oía sus voces. Se sentó en un tocón y se enjugó la cara. Se comió los dos sandwiches y la mitad de las galletas, tomándose su tiempo. Había un silencio mortal.

       Cuando Tub cruzó la última línea cerca que le separaba de la carretera, el camión se puso en marcha. Tuvo que correr para alcanzarlo y consiguió a duras penas agarrarse a la trasera e izarse hasta la caja. Se quedó allí tumbado, jadeando. Kenny miró por la ventanilla posterior y sonrió. Tub se arrastró hasta el socaire de la cabina para guarecerse del viento helado. Se bajó las orejeras y metió la barbilla dentro del cuello del chaquetón. Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla, pero Tub no se volvió.
       Él y Frank esperaron fuera mientras Kenny entraba en la granja para pedir permiso. La casa era vieja y la pintura se despegaba de los costados formando rizos. El humo de la chimenea se inclinaba hacia el Oeste, abriéndose en una tenue pluma gris. Sobre la cadena de los montes se alzaba otra cadena de nubes.
       —Tienes mala memoria —dijo Tub.
       —¿Qué? —preguntó Frank. Había estado con la mirada perdida en el horizonte.
       —Yo siempre daba la cara por ti.
       —De acuerdo, tú siempre dabas la cara por mí. ¿Qué es lo que te reconcome?
       —No deberías haberme dejado tirado de esa manera.
       —Eres un adulto, Tub. Puedes cuidar de ti mismo. Además, si crees que eres el único que tiene problemas, puedo asegurarte que no es así.
       —¿Hay algo que te preocupa, Frank?
       Frank le dio una patada a una rama que sobresalía de la nieve.
       —No importa.
       —¿A qué se refería Kenny cuando habló de la «canguro»?
       —Kenny habla demasiado —dijo Frank—. No te metas donde nadie te llama.
       Kenny salió de la granja y levantó los pulgares y los tres echaron a andar de nuevo hacia el bosque. Cuando pasaron junto al establo un gran sabueso negro con el hocico canoso salió corriendo a ladrarles. Cada vez que ladraba reculaba un poco, como un cañón que rebufa. Kenny se puso a cuatro patas y le gruñó y le ladró, y el perro se volvió al establo asustado, mirando por encima del hombro y meándose mientras andaba.
       —Es un veterano —dijo Frank—. Un verdadero anciano. Tendrá quince años si no más.
       —Demasiado viejo —dijo Kenny.
       Pasado el establo, atajaron cruzando los campos. La tierra no estaba cercada y la costra de hielo se estaba haciendo más gruesa, así que iban a buen paso. Fueron por el borde del campo hasta encontrar de nuevo el rastro y lo siguieron, internándose en el bosque cada vez más, en dirección a los montes. Los árboles empezaron a volverse borrosos a causa de las sombras y se levantó un viento que les pinchaba la cara con los cristales que arrancaba del hielo. Finalmente perdieron el rastro.
       Kenny juró y arrojó su sombrero al suelo.
       —Es el peor día de caza que he tenido nunca —recogió el sombrero y le sacudió la nieve—. Será la primera temporada desde que tenía quince años en que no habré cazado un ciervo.
       —Lo que importa no son los ciervos —dijo Frank—. Es la caza. Aquí hay todas estas fuerzas y tienes que dejarte llevar por ellas.
       —Dejarte llevar por ellas —dijo Kenny—. Yo he venido aquí a cobrar un ciervo, no a escuchar un montón de estupideces hippies. Y de no haber sido por este gordinflón lo habría conseguido.
       —Basta ya —dijo Frank.
       —Y tú… tú estás tan ocupado pensando en esa putita tuya que no reconocerías un ciervo aunque lo vieras.
       —Muérete —dijo Frank y dio media vuelta.
       Kenny y Tub le siguieron a través de los campos. Cuando se acercaban al establo Kenny se paró y señaló.
       —Odio ese poste —dijo. Levantó el rifle y disparó. Sonó como una rama seca al partirse. El poste se rajó a lo largo del lado derecho hacia lo alto—. Ya está —dijo Kenny—. Muerto.
       —Derríbalo —dijo Frank, siguiendo su camino.
       Kenny miró a Tub. Sonrió.
       —Odio ese árbol —dijo, y disparó otra vez.
       Tub se apresuró para alcanzar a Frank. Empezó a hablar pero justo entonces el perro salió corriendo del establo y les ladró.
       —Tranquilo, chico —le dijo Frank.
       —Odio a ese perro —Kenny estaba detrás de ellos.
       —Basta ya —dijo Frank—. Baja ese rifle.
       Kenny disparó. La bala penetró entre los ojos del perro. El animal se hundió en la nieve, las patas extendidas a los lados, los ojos amarillos abiertos y fijos. Salvo por la sangre parecía una pequeña alfombra de piel de oso. La sangre le corría por el hocico y empapaba la nieve.
       Los tres se quedaron mirando al perro tirado allí.
       —¿Qué te había hecho? —preguntó Tub—. No hacía más que ladrar.
       Kenny se volvió a Tub.
       —Te odio.
       Tub disparó desde la cintura. Kenny dio una sacudida, cayó de espaldas contra la cerca y se le doblaron las rodillas. Cruzó las manos sobre su estómago.
       —Mira —dijo.
       Tenía las manos cubiertas de sangre. En la luz del anochecer su sangre era más azul que roja. Parecía pertenecer a las sombras. No parecía fuera de lugar. Kenny se dejó resbalar hasta quedar tumbado de espaldas. Suspiró varias veces, profundamente.
       —Me has pegado un tiro —dijo.
       —Tuve que hacerlo —dijo Tub. Se arrodilló junto a Kenny—. Oh, Dios —dijo—. Frank, Frank.
       Frank no se había movido desde que Kenny mató al perro.
       —¡Frank! —gritó Tub.
       —Sólo estaba bromeando —dijo Kenny—. Era una broma. ¡Ah! —dijo, y arqueó la espalda de repente—. ¡Ah! —repitió, y clavó los talones en la nieve y se arrastró unos dos metros. Luego se detuvo y se quedó allí, meciéndose de arriba a abajo sobre la cabeza y los talones como un luchador de lucha libre haciendo ejercicios de calentamiento.
       Frank reaccionó.
       —Kenny —dijo. Se agachó y puso su mano enguantada sobre la frente de Kenny—. Le has pegado un tiro —le dijo a Tub.
       —Él me obligó a hacerlo —dijo Tub.
       —No, no, no —dijo Kenny.
       Tub lloraba por los ojos y la nariz. Tenía toda la cara mojada. Frank cerró los ojos, luego volvió a mirar a Kenny.
       —¿Dónde te duele?
       —En todas partes —contestó Kenny—, en todas partes.
       —Oh, Dios —dijo Tub.
       —Quiero decir, ¿por dónde entró? —preguntó Frank.
       —Aquí —Kenny señaló la herida en su estómago, que se estaba llenando lentamente de sangre.
       —Tienes suerte —dijo Frank—. Está en el lado izquierdo. No te ha tocado el apéndice. Si te llega a dar en el apéndice, estarías verdaderamente en apuros.
       Se volvió y vomitó sobre la nieve, abrazándose los costados como para darse calor.
       —¿Estás bien? —preguntó Tub.
       —Hay aspirinas en el camión —dijo Kenny.
       —Estoy bien —dijo Frank.
       —Será mejor que llamemos a una ambulancia —dijo Tub.
       —Dios —dijo Frank—. ¿Qué vamos a decir?
       —Exactamente lo que sucedió —contestó Tub—. Que él iba a dispararme y le disparé yo primero.
       —¡No señor! —dijo Kenny—. ¡Yo no iba a dispararte!
       Frank le dio unas palmaditas en el brazo.
       —Tranquilo, compañero —se puso de pie—. Vamos.
       Tub recogió el rifle de Kenny al ir hacia la granja.
       —No conviene dejarlo a su alcance —dijo—. Se le podría ocurrir usarlo.
       —Puedo asegurarte una cosa —dijo Frank—. Esta vez sí que la has hecho. Esto es decididamente el colmo.
       Tuvieron que llamar dos veces a la puerta antes de que les abriera un hombre delgado con el pelo lacio. La habitación que se veía a su espalda estaba llena de humo. Les miró guiñando los ojos.
       —¿Cazaron algo? —preguntó.
       —No —contestó Frank.
       —Lo sabía. Se lo dije al otro hombre.
       —Hemos tenido un accidente.
       El hombre miró más allá de Frank y Tub a la oscuridad.
       —Le han pegado un tiro a su amigo, ¿no?
       Frank asintió.
       —Lo hice yo —dijo Tub.
       —Supongo que querrán llamar por teléfono.
       —Si no le importa.
       El hombre miró a su espalda y luego dio un paso atrás. Frank y Tub le siguieron al interior de la casa. Había una mujer sentada junto a la estufa en el centro del cuarto. Levantó la vista y luego volvió a mirar al niño dormido en su regazo. Tenía la cara blanca y húmeda y unos mechones de pelo pegados a la frente. Tub se calentó las manos sobre la estufa mientras Frank entraba en la cocina para llamar por teléfono. El hombre que les había abierto la puerta se quedó de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos.
       —Mi amigo mató a su perro —dijo Tub.
       El hombre asintió sin moverse.
       —Debería haberlo hecho yo. Pero no fui capaz.
       —Quería tanto a ese perro —dijo la mujer. El niño se removió y ella lo meció.
       —¿Le pidió usted que lo hiciera? —preguntó Tub—. ¿Le pidió usted que matara al perro?
       —Era viejo y estaba enfermo. Ya no podía masticar la comida. Lo hubiera hecho yo mismo pero no tengo escopeta.
       —De todas maneras, no hubieras podido —dijo la mujer—. Ni en un millón de años.
       El hombre se encogió de hombros.
       Frank salió de la cocina.
       —Tendremos que llevarle nosotros. El hospital más próximo está a setenta y cinco kilómetros de aquí y además no tienen ambulancias disponibles.
       La mujer conocía un atajo pero las indicaciones eran complicadas y Tub tuvo que anotarlas. El hombre les dijo dónde podían encontrar unas tablas para transportar a Kenny. No tenía linterna pero les dijo que dejaría encendida la luz del porche.
       Fuera estaba oscuro. Las nubes estaban bajas y tenían un aspecto pesado y el viento soplaba en ráfagas penetrantes. En la casa había una contraventana suelta que golpeaba despacio y luego rápido cuando el viento se levantaba de nuevo. Oyeron el golpeteo todo el camino hasta el establo. Frank fue a coger las tablas y Tub buscó a Kenny, que no estaba donde le habían dejado. Le encontró más arriba del sendero, echado boca abajo.
       —¿Estás bien? —le preguntó.
       —Me duele.
       Frank dice que no te ha dado en el apéndice.
       —No tengo apéndice.
       —Bueno —dijo Frank, acercándose—. Te pondremos en una cama calentita en un santiamén.
       Colocó las dos tablas al lado derecho de Kenny.
       —Con tal de que no me toque un enfermero —dijo Kenny.
       —Ja, ja —rió Frank—. Ese es el espíritu. Prepárate, ya, allá vamos.
       Hizo que Kenny rodara hasta quedar sobre las tablas. Kenny chilló y pataleó en el aire. Cuando se calmó, Frank y Tub levantaron las tablas y le llevaron por el sendero. Tub sostenía la parte de atrás y, con la nieve dándole en la cara, andaba con dificultad. Además estaba cansado y el hombre de la granja se había olvidado de encender la luz del porche. Cuando acababan de pasar por delante de la casa, Tub resbaló y levantó los brazos para recobrar el equilibrio. Las tablas cayeron al suelo y Kenny rodó hasta el final del sendero, chillando sin parar. Acabó contra la rueda delantera del camión.
       —Gordo estúpido —dijo Frank—. No vales para nada.
       Tub agarró a Frank por el cuello del chaquetón y le aplastó contra la cerca. Frank trató de apartarle las manos pero Tub le sacudió con fuerza, haciendo que su cabeza se bamboleara, hasta que finalmente Frank se rindió.
       —Qué sabes tú de la gordura —dijo Tub—. Qué sabes tú de glándulas. —Mientras hablaba le sacudía—. Qué sabes tú de mí.
       —Vale —dijo Frank.
       —Ya está bien —dijo Tub.
       —De acuerdo.
       —Ya está bien de hablarme de esa manera. Ya está bien de reírse de mí.
       —De acuerdo, Tub. Te lo prometo.
       Tub le soltó y apoyó la frente contra la cerca. Los brazos le colgaban rectos a los costados.
       —Lo siento, Tub —Frank le tocó en el hombro—. Voy al camión.
       Tub se quedó junto a la cerca un rato y luego recogió los rifles del porche. Frank había vuelto a colocar a Kenny sobre las tablas y juntos le levantaron hasta la caja del camión. Frank le cubrió con las mantas del asiento.
       —¿Estás lo bastante abrigado? —le preguntó.
       Kenny asintió.
       —Bien. Ahora dime cómo funciona la marcha atrás en este trasto.
       —A tope hacia la izquierda y luego arriba. —Kenny se incorporó cuando Frank se dirigía a la cabina—. ¡Frank!
       —¿Qué?
       —Si se engancha no la fuerces.
       El camión se puso en marcha a la primera.
       —Una cosa hay que reconocerles a los japoneses —dijo Frank—. Una cultura muy antigua, muy espiritual, pero saben hacer un camión condenadamente bueno —le lanzó una mirada a Tub—. Oye, lo siento. No me daba cuenta de que te lo tomabas a mal, te lo juro. Deberías haber dicho algo.
       —Lo dije.
       —¿Cuándo? Dime una vez en que lo hayas dicho.
       —Hace dos horas.
       —Será que no presté atención.
       —Es cierto, Frank —dijo Tub—. Nunca prestas mucha atención.
       —Tub, lo que ha sucedido hoy… yo debería haber sido más comprensivo. Ahora me doy cuenta. Lo estabas pasando muy mal. Sólo quiero que sepas que no fue culpa tuya. Él se lo estaba buscando.
       —¿Tú crees?
       —Desde luego. Era él o tú. Yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar, sin duda.
       El viento les daba en la cara. La nieve era una pared blanca que se movía frente a sus faros; entraba en remolinos por el agujero del parabrisas y se depositaba sobre ellos. Tub daba palmadas y se removía en el asiento para entrar en calor, pero no servía de nada.
       —Voy a tener que parar —dijo Frank—. No noto los dedos.
       Más adelante vieron unas luces al borde de la carretera. Era una taberna. En el aparcamiento había varios todo terrenos y camiones. Un par de ellos llevaban ciervos atados sobre el capó. Frank aparcó y fueron a ver a Kenny.
       —¿Cómo vas, compañero? —le preguntó Frank.
       —Tengo frío.
       —Bueno, pues no te sientas como el Llanero Solitario. Es peor dentro, te lo puedo jurar. Deberías arreglar ese parabrisas.
       —Mira —dijo Tub—, se ha quitado las mantas. —Estaban en un montón contra la compuerta de cola.
       —Mira, Kenny —dijo Frank— no tiene sentido que te quejes de tener frío si no vas a intentar mantenerte abrigado. Tienes que colaborar.
       Extendió las mantas sobre Kenny y se las remetió por los lados.
       —Se las llevó el viento.
       —Pues entonces, sujétalas.
       —¿Por qué nos paramos, Frank?
       —Porque si Tub y yo no entramos en calor nos vamos a quedar congelados y entonces ¿qué sería de ti? —le dio un ligero golpe en el brazo—. Así que aguanta el tipo.
       El bar estaba lleno de hombres con chaquetas de colores, la mayoría, naranja. La camarera les trajo café.
       —Justo lo que me recetó el médico —dijo Frank, rodeando la taza humeante con las manos. Tenía la piel de un blanco hueso—. Tub, he estado pensando. Tenías razón cuando dijiste que no prestaba atención.
       —No importa.
       —Sí. Me lo merecía. Supongo que he estado un poco demasiado interesado en mí mismo. Tengo muchas cosas en la cabeza. Pero eso no es una excusa.
       —Olvídalo, Frank. Perdí los estribos allí. Creo que estábamos todos un poco nerviosos.
       Frank negó con la cabeza.
       —No es sólo eso.
       —¿Quieres hablar de ello?
       —¿Quedará entre nosotros, Tub?
       —Claro, Frank.
       —Tub, creo que voy a dejar a Nancy.
       —Oh, Frank. Oh, Frank —Tub se echó hacia atrás en el asiento y meneó la cabeza.
       Frank alargó la mano y la puso en el brazo de Tub.
       —Tub, ¿has estado alguna vez verdaderamente enamorado?
       —Bueno…
       —Quiero decir verdaderamente enamorado —le apretó la muñeca—. Con todo tu ser.
       —No sé. Cuando lo dices así, no sé.
       —Entonces, no lo has estado. No es una crítica, pero si lo hubieras estado lo sabrías —le soltó el brazo—. No estoy hablando de una aventurilla.
       —¿Quién es ella, Frank?
       Frank hizo una pausa. Miró su taza vacía.
       —Roxanne Brewer.
       —¿La hija de Cliff Brewer? ¿La «canguro»?
       —No puedes clasificar a la gente en categorías, Tub. Por eso está mal todo el sistema. Y por eso se está yendo este país a la mierda en bote.
       —Pero no tendrá más de… —Tub meneó la cabeza.
       —Quince años. Cumplirá dieciséis en mayo —Frank sonrió—. El 4 de mayo a las tres y veintisiete de la tarde. Coño, Tub, hace cien años a esta edad hubiese sido una solterona. Julieta tenía sólo trece años.
       —¿Julieta? ¿Julieta Miller? Jesús, Frank, pero si ni siquiera tiene pechos. Ni siquiera lleva la parte superior del bikini. Todavía colecciona ranas.
       —No me refiero a Julieta Miller, sino a la verdadera Julieta. Tub, ¿no te das cuenta de que estás dividiendo a la gente en categorías? Un ejecutivo, una secretaria, un camionero, una chica de quince años. Tub, esta «canguro», esta chica de quince años tiene más en su dedo meñique que la mayoría de nosotros en todo el cuerpo. Puedo asegurarte que esta jovencita es algo excepcional.
       Tub asintió.
       —Conozco a las chiquillas como ella.
       —Me ha abierto mundos que yo ni siquiera sabía que existieran.
       —¿Qué piensa Nancy de todo esto?
       —No lo sabe.
       —¿No se lo has dicho?
       —Aún no. No es tan fácil. Se ha portado muy bien conmigo todos estos años. Y además hay que pensar en los niños; —el brillo que había en los ojos de Frank tembló y él se los secó rápidamente con el dorso de la mano—. Supongo que piensas que soy un auténtico hijo de puta.
       —No, Frank, no lo pienso.
       —Pues, deberías.
       —Frank, cuando tienes un amigo significa que siempre tienes a alguien de tu parte, pase lo que pase. Así es como yo lo veo, por lo menos.
       —¿Lo dices en serio, Tub?
       —Claro que sí.
       Frank sonrió.
       —No sabes lo agradable que resulta oírte decir eso.

       Kenny había intentado salir del camión pero no lo había conseguido. Estaba atravesado sobre la compuerta de cola con la cabeza colgando por encima del parachoques. Volvieron a tumbarle en la caja y le taparon con las mantas. Sudaba y le castañeteaban los dientes.
       —Me duele, Frank.
       —No te dolería tanto si te quedaras quieto. Ahora vamos al hospital. ¿Entendido? Dilo, voy al hospital.
       —Voy al hospital.
       —Otra vez.
       —Voy al hospital.
       —Continúa repitiéndote eso y antes de que te des cuenta estaremos allí.
       Cuando habían recorrido unos cuantos kilómetros Tub se volvió a Frank.
       —Ahora sí que he metido la pata —dijo.
       —¿Qué pasa?
       —Me he dejado las indicaciones del camino en la mesa del bar.
       —No importa. Las recuerdo muy bien.
       Nevaba menos y las nubes empezaron a alejarse, pero la temperatura no subió y al cabo de un rato Frank y Tub estaban transidos de frío y temblando. Frank casi se salió de una curva y decidieron parar en el siguiente bar de carretera.
       Había un secador de manos automático en el lavabo y se pusieron delante, primero uno y luego el otro, abriéndose las chaquetas y las camisas para que el chorro de aire caliente les diera en la cara y en el pecho.
       —¿Sabes? —dijo Tub—. Lo que me dijiste allí, te lo agradezco. Que confíes en mí.
       Frank abrió y cerró las manos ante el chorro de aire.
       —Tal y como yo lo veo, Tub, ningún hombre es una isla. Uno tiene que confiar en alguien.
       —Frank…
       Frank esperó.
       —Cuando dije eso sobre el problema de mis glándulas, no era verdad. La verdad es que me forro a comer.
       —Bueno, Tub…
       —Día y noche, Frank. En la ducha. En la carretera; —se volvió y dejó que el aire le diera en la espalda—. Incluso tengo comida escondida en la máquina de las toallas de papel en la oficina.
       —¿Así que a tus glándulas no les pasa nada en absoluto? —Frank se había quitado las botas y los calcetines. Levantó primero el pie derecho y luego el izquierdo ante el secador.
       —No. Nunca les ha pasado nada.
       —¿Lo sabe Alice?
       El secador se paró y Frank empezó a atarse las botas.
       —No lo sabe nadie. Eso es lo peor, Frank. Lo peor no es ser gordo, nunca encontré un gran placer en ser delgado, lo peor son las mentiras. Tener que llevar una doble vida, como un espía o un hombre famoso. Puede parecer extraño pero esos tipos me dan pena, verdadera pena. Sé lo que sufren. Siempre teniendo que pensar en lo que vas a decir o hacer. Siempre notando que la gente te vigila, que tratan de pillarte en algo. Nunca puedes ser simplemente tú mismo. Como cuando hago alarde de tomarme sólo una naranja para desayunar y luego me inflo de dulces en el coche, camino del trabajo. Oreos, Mars Bars, Twinkies, Sugar Babies, Snickers. —Tub miró a Frank y apartó rápidamente la vista—. Repugnante, ¿no?
       —Tub, Tub —Frank meneó la cabeza—. Ven —le cogió por el brazo y le llevó a la zona de restaurante del bar—. Mi amigo tiene mucha hambre —le dijo a la camarera—. Traiga cuatro raciones de tortitas, mucha mantequilla y caramelo líquido.
       —Frank…
       —Siéntate.
       Cuando llegaron los platos, Frank cortó rebanadas de mantequilla y las puso sobre las tortitas. Luego vació el frasco de caramelo, moviéndolo por encima de los platos. Se apoyó sobre los codos y descansó la barbilla en una mano.
       —Adelante, Tub.
       Tub tomó varios bocados y luego empezó a limpiarse los labios. Frank le quitó la servilleta.
       —Nada de limpiarte —dijo.
       Tub siguió comiendo. El caramelo le cubría la barbilla y le goteaba formando una barbita de chivo.
       —Venga, Tub —dijo Frank, empujando otro tenedor hacia él—. Ponte a ello en serio.
       Tub cogió el otro tenedor con la mano izquierda, bajó la cabeza y empezó a atiborrarse realmente.
       —Limpia el plato —dijo Frank cuando las tortitas habían desaparecido, y Tub levantó cada uno de los cuatro platos y los lamió hasta dejarlos limpios. Luego se recostó en el respaldo, tratando de recobrar el aliento.
       —Magnífico —dijo Frank—. ¿Estás lleno?
       —Estoy lleno —dijo Tub—. Nunca he estado más lleno en mi vida.

       Las mantas de Kenny estaban otra vez amontonadas contra la compuerta.
       —Debe de habérselas llevado el viento —dijo Tub.
       —No le están sirviendo de nada —dijo Frank—. Más vale que le sirvan a alguien.
       Kenny musitó algo. Tub se inclinó sobre él.
       —¿Qué? Habla más alto.
       —Voy al hospital —dijo Kenny.
       —Buen chico —dijo Frank.
       Las mantas les ayudaron. El viento les seguía dando en la cara y a Frank en las manos, pero estaban mucho mejor. La nieve fresca de la carretera y los árboles centelleaba bajo el rayo de luz de los faros. Los cuadrados de luz de las ventanas de las granjas caían sobre la nieve azul de los campos.
       —Frank —dijo Tub al cabo de un rato—, ¿sabes el granjero ése? Le había pedido a Kenny que matara al perro.
       —¡No me digas! —Frank se inclinó hacia adelante, pensando en el asunto—. Ese Kenny… Es célebre.
       Se rió y Tub también. Tub sonrió mirando por la ventanilla trasera. Kenny estaba tumbado con los brazos cruzados sobre el estómago, moviendo los labios y mirando las estrellas. Justo sobre su cabeza estaba la Osa Mayor y detrás, colgando entre las puntas de sus pies, en la dirección del hospital, estaba la Estrella del Norte, la Estrella Polar, la guía del marinero. Mientras el camión iba serpenteando por las suaves colinas, la estrella se balanceaba entre las botas de Kenny, manteniéndose siempre a la vista.
       —Voy al hospital —dijo Kenny.
       Pero estaba equivocado. Habían tomado otra carretera muchos kilómetros atrás.



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