Tim O’Brien
(Austin, Minnesota, 1946 –)

Las cosas que llevaban
(“The Things They Carried”)
The Things They Carried
(Boston: Houghton Mifflin/Seymour Lawrence, 1990, 233 págs.)


      El teniente Jimmy Cross llevaba cartas de una joven llamada Martha, estudiante de tercer año en el Mount Sebastian College de Nueva Jersey. No eran cartas de amor, pero el teniente Cross no perdía las esperanzas, así que las guardaba dobladas y envueltas en plástico en el fondo de la mochila. Al caer la tarde, después de un día de marcha, cavaba su pozo de tirador, se lavaba las manos bajo una cantimplora, desenvolvía las cartas, las sostenía con las puntas de los dedos y se pasaba la última hora de luz cortejándola. Imaginaba románticas acampadas en las Montañas Blancas de New Hampshire. A veces saboreaba la solapa engomada de los sobres, porque su lengua había estado allí. Por encima de todo, deseaba que Martha lo amara como él la amaba, pero sus cartas, por lo general animadas, eludían todo lo que tuviera que ver con el amor. La muchacha era virgen, Cross estaba casi seguro. Estudiaba inglés en Mount Sebastian, y escribía de un modo hermoso sobre los profesores y las compañeras de cuarto y los exámenes semestrales, sobre el respeto que sentía por Chaucer y el gran afecto que le inspiraba Virginia Woolf. Citaba versos con frecuencia; nunca mencionaba la guerra, salvo para decir: «Jimmy, cuídate.» Las cartas pesaban 300 gramos. Estaban firmadas «con amor, Martha», pero el teniente Cross comprendía que «amor» era sólo un modo de despedirse y no significaba lo que él a veces quería creer. Cuando empezaba a caer la noche, devolvía las cartas con cuidado a la mochila. Lentamente, un poco distraído, se levantaba y deambulaba entre sus hombres revisando las posiciones; después, en plena oscuridad, regresaba a su pozo y vigilaba la noche mientras se preguntaba si Martha sería virgen.

       Las cosas que llevaban eran determinadas, en general, por la necesidad. Entre las indispensables o casi indispensables estaban abrelatas P-38, navajas de bolsillo, pastillas para encender fuego, relojes de pulsera, placas de identificación, repelente contra los mosquitos, chicle, caramelos, cigarrillos, tabletas de sal, paquetes de Kool-Aid, encendedores, fósforos, aguja e hilo de coser, certificados de pago de haberes militares, raciones de campaña y dos o tres cantimploras de agua. En conjunto estos objetos pesaban entre cinco y siete kilos, dependiendo de los hábitos de cada hombre o de su metabolismo. Henry Dobbins, que era corpulento, llevaba raciones suplementarias; le gustaba en especial el melocotón en almíbar espeso mezclado con bizcocho desmenuzado. Dave Jensen, que no descuidaba la higiene ni en campaña, llevaba un cepillo de dientes, hilo dental y varias pastillas pequeñas de jabón que había robado de los hoteles cuando estuvo de permiso en Sydney, Australia. Ted Lavender, que no se quitaba el miedo de encima, llevaba tranquilizantes hasta que le pegaron un tiro en la cabeza en las afueras de la aldea de Than Khe a mediados de abril. Por necesidad, y porque lo mandaban las ordenanzas, todos llevaban cascos de acero que pesaban más de dos kilos incluyendo el forro y la cubierta de camuflaje. Llevaban las guerreras y los pantalones de faena de reglamento. Muy pocos llevaban ropa interior. En los pies llevaban botas para la jungla —casi un kilo—, y Dave Jensen llevaba tres pares de calcetines y una lata de polvos desinfectantes del Dr. Scholl como precaución contra el pie de trinchera. Hasta que le pegaron el tiro, Ted Lavender llevaba doscientos gramos de droga de la mejor calidad, que para él era una necesidad. Mitchell Sanders, el radio, llevaba condones. Norman Bowker, un diario. El Rata Kiley llevaba tebeos. Kiowa, bautista devoto, llevaba un Nuevo Testamento ilustrado que le había regalado su padre, que daba clases en una escuela dominical de Oklahoma City. Como defensa contra tiempos difíciles, sin embargo, Kiowa también llevaba la desconfianza de su abuela hacia el hombre blanco y la vieja hacha de caza de su abuelo. La necesidad imponía que llevaran más cosas. Como el terreno estaba minado y lleno de trampas, era obligatorio que cada hombre llevara chaleco antibalas de flejes de acero forrados de nailon, que pesaba dos kilos y medio, pero que en días calurosos parecía mucho más pesado. Debido a la rapidez con que podía llegarle la muerte, cada hombre llevaba al menos una gran venda-compresa, por lo común en la badana del casco para tenerla bien a mano. Debido a que las noches eran frías, y a que los monzones eran húmedos, cada uno llevaba un poncho de plástico verde que podía usarse como impermeable, como colchoneta o como tienda improvisada. Con el forro acolchado, el poncho pesaba cerca de un kilo, pero valía su peso en oro. En abril, por ejemplo, cuando le pegaron el tiro a Ted Lavender, usaron su poncho para envolverlo en él, después para transportarlo a través de los arrozales y por fin para alzarlo hasta el helicóptero que se lo llevó.

       Los llamaban quintos o reclutas.
       Llevar algo era cargarlo sobre sí, como cuando el teniente Jimmy Cross cargaba su amor por Martha colinas arriba y a través de los pantanos. En forma intransitiva, cargar significa tomar sobre sí o sostener, pero las obligaciones y las responsabilidades que llevaba implícitas iban mucho más allá de la intransitividad.
       Casi todos cargaban con fotografías. En la cartera, el teniente Cross llevaba dos fotografías de Martha. La primera era una instantánea en color dedicada «con amor», aunque él no se hacía ilusiones. Martha estaba de pie contra una pared de ladrillo. Sus ojos, que miraban directamente a la cámara, eran grises y apagados, y tenía los labios levemente abiertos. Por la noche, a veces, el teniente Cross se preguntaba quién habría tomado la foto, porque sabía que Martha había salido con chicos, porque la amaba tanto, y porque podía ver la sombra del fotógrafo deformada contra la pared de ladrillo. La segunda fotografía había sido recortada del anuario de 1968 de Mount Sebastian. Era una toma en movimiento —voleibol femenino— y Martha estaba inclinada horizontalmente respecto al suelo, estirándose, con las palmas de las manos en primer término, la lengua fuera, la expresión franca y llena de espíritu de competición. No parecía sudar. Llevaba shorts blancos de gimnasia. Aquellas piernas, pensaba Cross, eran casi con seguridad las piernas de una virgen, secas y sin vello; la rodilla izquierda estaba rígida y soportaba todo el peso de Martha, que era poco más de cuarenta kilos. El teniente Cross recordaba haber tocado aquella rodilla izquierda. Fue en un cine a oscuras, recordó, y la película era Bonnie and Clyde, y Martha llevaba una falda de tweed, y durante la escena final, cuando le tocó la rodilla, se volvió y le dirigió una mirada compungida y solemne que le hizo retirar la mano, pero siempre recordaría el tacto de la falda de tweed y de la rodilla debajo de ella, y el sonido de los disparos que mataban a Bonnie y Clyde, qué embarazoso fue aquello, qué lento y opresivo. Recordaba haberse despedido de ella con un beso en la puerta del dormitorio estudiantil. En aquel preciso momento, pensaba, debería haber hecho algo valeroso. Debería haberla llevado en brazos hasta su cuarto y debería haberla atado a la cama y debería haberle tocado la rodilla izquierda toda la noche. Debería haberse arriesgado. Cada vez que miraba las fotografías, se le ocurrían nuevas cosas que debería haber hecho.

       Lo que llevaban dependía en parte de su graduación y en parte de su especialidad en el campo de batalla.
       Como teniente y jefe de un pelotón, Jimmy Cross llevaba una brújula, mapas, códigos para descifrar claves, prismáticos y una pistola del calibre 45 que pesaba más de un kilo cargada. Llevaba una lámpara estroboscópica y cargaba sobre sí la responsabilidad de la vida de sus hombres.
       Como radio, Mitchell Sanders llevaba la emisora PRC-25, que pesaba como un muerto: casi diez kilos con la batería.
       Como sanitario, el Rata Kiley llevaba un talego de lona lleno de morfina y plasma y tabletas contra la malaria y esparadrapo y tebeos y todas las cosas que un sanitario debe llevar, incluyendo remedios contra heridas especialmente graves, con un peso total de casi nueve kilos.
       Como hombre corpulento, y por lo tanto encargado de la ametralladora, Henry Dobbins llevaba la M-60, que pesaba doce kilos descargada, pero que casi siempre iba cargada. Además, Dobbins llevaba entre cuatro y seis kilos de munición en cintas arrolladas alrededor del pecho y los hombros.
       Como la mayoría de ellos eran soldados rasos, llevaban el fusil de asalto M-16 accionado por toma de gases. El arma pesaba poco más de tres kilos descargada y cerca de tres kilos y medio con el cargador de veinte proyectiles. Dependiendo de factores múltiples, como la topografía y la psicología, los soldados llevaban entre doce y veinte cargadores, por lo común en cartucheras de lona, lo que representaba de tres kilos y medio a cinco kilos más. Si disponían de él, también llevaban el equipo de mantenimiento del M-16 —baquetas y cepillos de púas de acero, trapos y tubos de aceite LSA—, todo lo cual pesaba cerca de medio kilo. Algunos soldados llevaban el lanzagranadas M-79: dos kilos y medio descargado, un arma razonablemente liviana, salvo por la munición, que era pesada. Cada proyectil pesaba más de trescientos gramos. Pero Ted Lavender, que estaba asustado, llevaba treinta y cuatro proyectiles cuando le pegaron un tiro y lo mataron en las afueras de Than Khe, y se desplomó bajo un peso excepcional: más de nueve kilos de munición, más el chaleco antibalas y el casco y las raciones de agua y el papel higiénico y los tranquilizantes y todo lo demás; y además el miedo, imposible de pesar. Se vino abajo. No hubo crispaciones ni sacudidas. Kiowa, que vio cómo pasaba, dijo que fue igual que el desplome de una roca o una gran bolsa de arena, o algo por el estilo: sólo ¡pum!, después, abajo —no como en las películas, en las que el moribundo se contorsiona y hace posturitas e incluso alguna pirueta; nada de eso, dijo Kiowa, el pobre hombre sólo cayó como un plomo—. ¡Pum! Abajo. Nada más. Era una mañana radiante de mediados de abril. El teniente Cross sintió dolor y se culpó de lo ocurrido. Despojaron a Lavender de la cantimplora y la munición, y el Rata Kiley dijo lo que todos sabían: «¡Está muerto!», y Mitchell Sanders usó la radio para informar de que un soldado americano había muerto en combate y pedir un helicóptero. Después envolvieron a Lavender en su poncho. Lo llevaron a un arrozal seco, pusieron centinelas y se sentaron a fumar la droga del muerto hasta que llegó el helicóptero. El teniente Cross permaneció apartado. Imaginó el rostro joven y terso de Martha, y pensó que la amaba más que a nada, más que a sus hombres, y ahora Ted Lavender había muerto porque la amaba tanto que no podía dejar de pensar en ella. Cuando llegó el helicóptero, subieron a Lavender a bordo. Después incendiaron Than Khe. Marcharon hasta el atardecer, y entonces cavaron sus pozos, y aquella noche Kiowa no paró de explicar que había que verlo para creerlo, con qué rapidez ocurrió todo, cómo el pobre hombre se desplomó igual que un saco. «¡Pum!, abajo», decía. Igual que un saco.

       Además de las tres armas comunes —el M-60, el M-16 y el M-79— llevaban lo que se presentara, o lo que pareciera apropiado para matar o para seguir vivo. Llevaban lo que hubiera a mano. En diversas épocas, en diversas situaciones, llevaron M-14 y CAR-15 y K suecos y subfusiles, y AK-47 y Chi-Coms y carabinas Simonov capturadas, y Uzis del mercado negro y revólveres Smith & Wesson del calibre 38, y LAW de 66 mm y escopetas, y silenciadores y cachiporras y bayonetas, y explosivo plástico C-4. Lee Strunk llevaba una honda; un arma de la que echar mano como último recurso, decía. Mitchell Sanders, manoplas de bronce. Kiowa llevaba el hacha emplumada de su abuelo. Uno de cada tres o cuatro hombres llevaba una mina Claymore: un kilo y medio con la espoleta. Todos llevaban granadas de mano: 435 gramos cada una. Todos llevaban al menos un bote M-18 de humo coloreado: 750 gramos. Algunos llevaban granadas de gas lacrimógeno. Algunos llevaban granadas de fósforo blanco. Llevaban todo lo que podían soportar y un poco más, incluyendo un silencioso temor por el terrible poder de las cosas que llevaban.

       En la primera semana de abril, antes de que Lavender muriera, el teniente Jimmy Cross recibió un amuleto que le envió Martha para que tuviera buena suerte. Era un simple guijarro, que pesaba treinta gramos como máximo. Suave al tacto, era de color blanco lechoso con pintas anaranjadas y violetas, y ovalado, como un huevo en miniatura. En la carta que lo acompañaba, Martha escribía que había encontrado el guijarro en la costa de Jersey, exactamente donde la tierra y el agua se tocaban en la marea alta, donde las cosas se unían pero también se separaban. Era esa cualidad de estar separados y a la vez juntos, escribía, lo que la había inspirado a recoger el guijarro y llevarlo durante varios días en el bolsillo del pecho, donde no parecía tener peso, y después a enviarlo por correo aéreo, como muestra de sus más sinceros sentimientos hacia él. Al teniente Cross esto le pareció romántico. Pero se preguntaba cuáles eran, exactamente, los más sinceros sentimientos de Martha, y qué quería decir al hablar de separados y a la vez juntos. Le hubiera gustado saber cómo eran las olas y las mareas en la costa de Jersey aquella tarde en que Martha vio el guijarro y se inclinó a rescatarlo de la geología. En su imaginación veía pies descalzos. Martha era poetisa, y tenía la sensibilidad de la poetisa, y sus pies tenían que ser morenos y estar descalzos, con las uñas de los dedos sin pintar, helados y sombríos como el océano en marzo, y aunque era doloroso, se preguntó quién habría estado con ella aquella tarde. Veía un par de sombras moviéndose por la faja de arena donde las cosas se unían pero también se separaban. Eran celos de un fantasma, lo sabía, pero no podía evitarlo. ¡La amaba tanto! Mientras iban de marcha, durante aquellos tórridos días de principios de abril, llevó el guijarro en la boca, haciéndolo girar con la lengua, paladeando su sabor a sal marina y humedad. Su mente se dispersaba. Le resultaba difícil concentrar su atención en la guerra. A veces les aullaba a sus hombres que abrieran la columna, que estuvieran ojo avizor, pero después volvía a soñar despierto que caminaba con los pies descalzos por la costa de Jersey, con Martha, sin que nada cargara sobre sus hombros. Sentía que se elevaba. Sol y olas y vientos suaves, todo amor y delicadeza.

       Lo que llevaban variaba según la misión.
       Cuando una misión los encaminaba a las montañas, llevaban mosquiteros, machetes, lona embreada y matarratas, todo el matarratas que podían.
       Si una misión parecía especialmente arriesgada, o si tenía que ver con un sitio que sabían que era peligroso, llevaban todo lo que podían. En ciertos terrenos muy minados, donde la tierra estaba sembrada de artefactos mortíferos, se turnaban para llevar el detector de minas, de casi quince kilos de peso. Con los auriculares y la gran placa sensible, el equipo constituía un tormento para la espalda y los hombros, era difícil de maniobrar, y a menudo resultaba inútil debido a la metralla dispersa en la tierra, pero lo llevaban de todos modos, en parte por seguridad, en parte por la ilusión de seguridad.
       Para tender emboscadas, o en otras misiones nocturnas, llevaban chucherías peculiares. Kiowa siempre llevaba el Nuevo Testamento y un par de mocasines, por el silencio. Dave Jensen llevaba vitaminas con alto contenido en carotina, para favorecer la visión nocturna. Lee Strunk llevaba su honda; la munición, decía, nunca sería problema. El Rata Kiley llevaba coñac y caramelos. Hasta que le pegaron un tiro, Ted Lavender llevaba el periscopio, para ver a la luz de las estrellas, que pesaba casi tres kilos con el estuche de aluminio. Henry Dobbins llevaba unas medias de su novia alrededor del cuello como una bufanda. Todos llevaban fantasmas. Cuando llegaba la oscuridad, se movían en fila india a través de las praderas y los arrozales hasta las coordenadas de la emboscada, donde colocaban en silencio las Claymores y se tendían a pasar la noche esperando.
       Otras misiones eran más complicadas y exigían equipo especial. A mediados de abril, la que les tocó fue inspeccionar y destruir los intrincados complejos de túneles en la zona de Than Khe, al sur de Chu Lai. Para volar los túneles, llevaban bloques de medio kilo de pentrita, un potente explosivo, cuatro bloques por hombre, treinta y cuatro kilos entre todos. Llevaban cables, detonadores, y explosores alimentados por batería. Dave Jensen llevaba tapones para los oídos. Muy a menudo, antes de volar los túneles, el alto mando les daba la orden de inspeccionarlos, lo que era considerado un mal asunto, pero por lo general se encogían de hombros y cumplían las órdenes. A causa de su corpulencia, Henry Dobbins estaba exento de trabajo en el túnel. Los otros echaban suertes. Antes de que Lavender muriera había diecisiete hombres en el pelotón, y quien sacaba el número 17 se quitaba el equipo y se arrastraba con la cabeza por delante llevando una linterna y la pistola del calibre 45 del teniente Cross. El resto se desplegaba como medida de seguridad. Se sentaban o arrodillaban, sin mirar el agujero, prestando atención a los sonidos procedentes del suelo bajo sus pies, imaginando telarañas y fantasmas, lo que hubiera allá dentro, cómo se estrechaban las paredes del túnel, cómo la linterna parecía cada vez más pesada en la mano, cómo la visión del túnel parecía comprimirlo todo, incluso el tiempo, cómo había que avanzar culebreando con el culo y los codos, cómo te invadía la sensación de que te tragaban y cómo empezabas a preocuparte por cosas raras: ¿Se agotaría la linterna? ¿Tendrían la rabia las ratas? Si gritabas, ¿hasta dónde llegaría el sonido? ¿Lo oirían tus camaradas? ¿Tendrían el coraje de entrar a sacarte?, En algunos sentidos, aunque no muchos, la espera era peor que el propio túnel. La imaginación era una asesina.
       El 16 de abril, cuando Lee Strunk sacó el número 17, se rió y murmuró algo y bajó con rapidez. La mañana era calurosa y muy quieta. «Mal asunto», dijo Kiowa. Miró la abertura del túnel, y después, a través de un arrozal seco, contempló la aldea de Than Khe. Nada se movía. No había nubes, ni pájaros, ni gente. Mientras esperaban, los hombres fumaban y tomaban Kool-Aid, casi sin hablar, sintiendo simpatía por Lee Strunk pero también agradeciendo su buena suerte en el sorteo. «Unas veces ganas, otras pierdes», dijo Mitchell Sanders, «y si llueve, y se suspende el partido, te conformas con que tu entrada sea válida el día que se vuelva a disputar.» Era un chiste viejo y nadie se rió.
       Henry Dobbins comía una barra de chocolate. Ted Lavender se echó un tranquilizante a la boca y se fue a mear.
       Pasados cinco minutos, el teniente Jimmy Cross se acercó al túnel, se inclinó y examinó la oscuridad. Problemas, pensó; tal vez un derrumbe. Y de pronto, sin desearlo, estaba pensando en Martha. Las tensiones y fracturas, el rápido desmoronamiento, los dos enterrados vivos bajo todo aquel peso. Un amor denso, aplastante. Arrodillado, mirando el agujero, trató de concentrarse en Lee Strunk y la guerra, en todos los peligros, pero su amor era demasiado para él, se sentía paralizado, quería dormir dentro de los pulmones de Martha y respirar su sangre y sentirse calmado. Quería que ella fuera virgen y no lo fuera, todo a la vez. Quería conocerla. Secretos íntimos: ¿Por qué la poesía? ¿Por qué tanta tristeza? ¿Por qué aquel matiz gris en sus ojos? ¿Por qué estaba tan sola? No solitaria, simplemente, sola: yendo en bicicleta por el campus universitario o sentada en la cafetería... incluso bailando, estaba sola... y era esa soledad lo que lo llenaba de amor. Recordó que se lo había dicho una tarde. Y cómo asintió ella y apartó la mirada. Y cómo, más tarde, cuando la besó, recibió el beso sin devolverlo, con los ojos muy abiertos, sin miedo, no con los ojos de una virgen, sino inanimados y distantes.
       El teniente Cross miraba el túnel. Pero no estaba allí. Estaba enterrado con Martha bajo la blanca arena de la costa de Jersey. Estaban muy juntos, y el guijarro en su boca era la lengua de la joven. Cross sonreía. Era vagamente consciente de lo quieto que estaba el día y de los sombríos arrozales, y sin embargo no conseguía preocuparse por las cuestiones de seguridad. Estaba más allá de eso. No era más que un chico enamorado que estaba en la guerra. Tenía veinticuatro años. No podía evitarlo.
       Unos instantes después, Lee Strunk se arrastró fuera del túnel. Salió sonriendo, sucio pero vivo. El teniente Cross le saludó con un movimiento de cabeza y cerró los ojos mientras los demás daban palmadas en la espalda a Strunk y bromeaban sobre los que volvían de entre los muertos.
       —¡Gusanos! —dijo el Rata Kiley—. ¡Recién salidos de la tumba! ¡Jodido zombi!
       Los hombres se rieron; todos sentían gran alivio.
       —¡De vuelta de la ciudad del miedo! —dijo Mitchell Sanders.
       Lee Strunk emitió un alegre sonido espectral, una especie de gemido, aunque muy feliz, y en ese exacto momento, cuando de la boca de Strunk salió aquel sonido agudo y quejumbroso, cuando hizo «¡Buuu!», exactamente entonces, Ted Lavender recibió un tiro en la cabeza mientras regresaba de mear. Estaba tendido con la boca abierta. Tenía los dientes rotos. Había una quemadura hinchada y negra bajo su ojo izquierdo. El pómulo había desaparecido.
       —¡Oh, mierda! —dijo el Rata Kiley—, este hombre ha muerto. Este hombre ha muerto —siguió diciendo, en tono grave—, este hombre ha muerto. Quiero decir que la ha diñado, en serio.

       Las cosas que llevaban estaban determinadas hasta cierto punto por la superstición. El teniente Cross llevaba su guijarro de la buena suerte. Dave Jensen llevaba una pata de conejo. Norman Bowker, por lo demás una persona muy amable, llevaba un pulgar que le había regalado Mitchell Sanders. El pulgar era pardo oscuro, gomoso al tacto, y pesaba cuarenta gramos como máximo. Se lo habían cortado al cadáver de un vietcong, un muchacho de quince o dieciséis años. Lo encontraron en el fondo de una acequia, con graves quemaduras y moscas en la boca y los ojos. El muchacho llevaba shorts negros y sandalias. En el momento de la muerte también llevaba una bolsita de arroz, un fusil y tres cargadores llenos.
       —Si queréis mi opinión —dijo Mitchell Sanders—, aquí hay una moraleja muy clara.
       Cogió con la mano la muñeca del muchacho muerto. Se quedó quieto un momento, como si le tomara el pulso, después le dio unas palmaditas en el estómago, casi con afecto, y empleó el hacha de Kiowa para quitarle el pulgar.
       Henry Dobbins preguntó cuál era la moraleja.
       —¿La moraleja?
       —Ya sabes. La moraleja.
       Sanders envolvió el pulgar en papel higiénico y se lo tendió a Norman Bowker. No había sangre. Sonriendo, pateó la cabeza del muchacho, miró cómo se dispersaban las moscas y dijo:
       —Es como en aquel viejo programa de la tele: Paladín. Con revólver, viajarás.
       Henry Dobbins lo pensó.
       —Sí, bueno —dijo al fin—. No veo la moraleja.
       —¡Ahí está, hombre!
       —¡Vete a la mierda!

       Llevaban papel, sobres, lápices y estilográficas que les proporcionaba el Ejército. Llevaban imperdibles, bengalas, cohetes de señales, rollos de alambre, hojas de afeitar, tabaco para mascar, llevaban varillas de incienso y sonrientes estatuillas de Buda que habían arrebatado al enemigo, llevaban velas, lápices pastel, banderas con barras y estrellas, cortaúñas, folletos con consejos sanitarios, sombreros, machetes y mucho más. Dos veces por semana, cuando llegaban los helicópteros de abastecimiento, llevaban rancho caliente en marmitas verdes y holgadas bolsas de lona llenas de cervezas y gaseosas heladas. Llevaban bidones de plástico con agua, que tenían una capacidad de nueve litros. Mitchell Sanders llevaba un uniforme de camuflaje almidonado para ocasiones especiales. Henry Dobbins llevaba insecticida Black Flag. Dave Jensen llevaba sacos terreros vacíos que podían ser llenados por las noches para mayor protección. Lee Strunk llevaba loción bronceadura. Algunas cosas las llevaban en común. Se turnaban para llevar la potente emisora PRC-77 para enviar mensajes cifrados, que pesaba quince kilos con la batería. Compartían el peso de los recuerdos. Cargaban lo que otros ya no podían soportar. A menudo, se llevaban unos a otros, heridos o débiles. Llevaban infecciones. Llevaban juegos de ajedrez, pelotas de baloncesto, diccionarios vietnamita-inglés, divisas para indicar la graduación, condecoraciones como la Estrella de Bronce o el Corazón de Púrpura, tarjetas de plástico que llevaban impreso el Código de Conducta. Llevaban enfermedades, entre ellas la malaria y la disentería. Llevaban liendres y tiña, y sanguijuelas y algas de arrozal, y diversas clases de hongos y musgos. Llevaban la propia tierra —el Vietnam, el país, el suelo—, un fino polvo rojo-anaranjado que les cubría las botas y los uniformes y las caras. Llevaban el cielo. La atmósfera entera llevaban: la humedad, los monzones, el hedor del musgo y la putrefacción, todo; llevaban la gravedad. Marchaban como las muías. A la luz del día soportaban el fuego de los francotiradores, por la noche el de los morteros, pero no era una batalla, sino sólo una marcha sin fin, de aldea en aldea, sin propósito, sin nada que perder ni ganar. Marchaban sólo por marchar. Avanzaban con pasos pesados, lentamente, aturdidos, inclinados hacia adelante contra el calor, sin pensar, simples acumulaciones de sangre y huesos, simples soldados rasos que hacían la guerra con las piernas, afanándose colina arriba y bajando hacia los arrozales y cruzando los ríos y volviendo a subir y bajar, siempre marchando, un paso y después el siguiente y después otro, pero sin volición, sin voluntad, porque era algo automático, era pura anatomía, y la guerra se reducía por entero a una cuestión de actitud y porte personal; la marcha lo era todo, una especie de inercia o de vacío, un oscurecimiento del deseo y el intelecto y la conciencia y la esperanza y la sensibilidad humanas. Llevaban los principios en los pies. Sus cálculos eran biológicos. No tenían el menor sentido de la estrategia o la misión. Registraban las aldeas sin saber qué buscar, al desgaire, pateando los recipientes llenos de arroz, cacheando a niños y ancianos, haciendo volar túneles, a veces incendiando y a veces no, para formar después y pasar a la próxima aldea, y luego a otras aldeas, donde siempre ocurría lo mismo. Llevaban sus propias vidas. Las presiones eran enormes. En el calor del comienzo de la tarde se quitaban los cascos y las guerreras y caminaban descalzos, lo que era peligroso pero ayudaba a aflojar la tensión. A menudo descartaban cosas a lo largo de la marcha. Puramente por comodidad, tiraban raciones de campaña, hacían estallar las Claymores y las granadas; no importaba, porque al caer la noche los helicópteros de abastecimiento llegaban con más, y un día o dos después con más aún, sandías y cajas de munición y gafas de sol y jerséis de lana. Los recursos eran asombrosos: fuegos artificiales para el Cuatro de Julio, huevos coloreados por Pascua; era el gran ajuar de guerra norteamericano: los frutos de la ciencia, las chimeneas fabriles, las industrias conserveras, los arsenales de Hartford, los bosques de Minnesota, los talleres mecánicos, los vastos campos de maíz y de trigo... Iban cargados como trenes de mercancías, lo llevaban sobre la espalda y los hombros, y a pesar de todas las ambigüedades de Vietnam, de todos los misterios y cosas desconocidas, al menos les quedaba una permanente seguridad: la de que nunca les faltarían cosas que llevar.

       Después que el helicóptero se llevó a Lavender, el teniente Jimmy Cross condujo a sus hombres a la aldea de Than Khe. Lo quemaron todo. Mataron a los pollos y a los perros, cegaron el pozo, dieron aviso a la artillería y contemplaron sus devastadores efectos, luego marcharon durante varias horas a través de la tarde cálida, y después, al amanecer, mientras Kiowa explicaba cómo había muerto Lavender, el teniente Cross advirtió que temblaba.
       Trató de no llorar. Con la zapa, que pesaba dos kilos y cuarto, empezó a cavar un agujero en la tierra.
       Sentía vergüenza. Se odiaba a sí mismo. Había amado a Martha más que a sus hombres, y como consecuencia Lavender ahora estaba muerto, y eso era algo que debería llevar como una piedra en el estómago el resto de la guerra.
       Todo lo que podía hacer era cavar. Empleaba la zapa como un hacha, tajando, sintiendo a la vez amor y odio, y más tarde, cuando era noche cerrada, se quedó sentado en el fondo de su pozo de tirador y lloró. Lo hizo durante largo rato. En parte, sentía pena por Ted Lavender, pero sobre todo era por Martha, y también por él, porque ella pertenecía a otro mundo, que no era del todo real, y porque era una estudiante en el Mount Sebastian College de Nueva Jersey, una poetisa y una virgen y alguien que permanecía al margen de aquello, y porque se daba cuenta de que no lo amaba y nunca lo amaría.

       —Como un saco —susurró Kiowa en la oscuridad—. Lo juro por Dios: ¡pum!, abajo. Ni una palabra.
       —Ya lo oí —dijo Norman Bowker.
       —Una putada, ¿sabes? Todavía se estaba subiendo la cremallera. Ni tiempo de subírsela le dieron.
       —De acuerdo, está bien. Ya basta.
       —Sí, pero tendríais que haberlo visto, el tipo sólo...
       —Te , hombre. Como un saco. ¿Por qué coño no te callas?
       Kiowa sacudió la cabeza tristemente y miró de reojo el pozo donde el teniente Jimmy Cross estaba sentado contemplando la noche. El aire era denso y húmedo. Una niebla cálida y espesa se había asentado sobre los arrozales y se sentía la quietud que precedía a la lluvia.
       Después de un rato, Kiowa suspiró.
       —Una cosa es evidente —dijo—. El teniente está muy afectado. Quiero decir ese llanto... el modo como se lo tomó... no fue fingido ni nada, una pena honda, en serio. Al hombre le ha afectado.
       —Seguro —dijo Norman Bowker.
       —Digas lo que digas, al hombre le ha afectado.
       —Todos tenemos problemas.
       —Lavender no.
       —No, supongo que no —dijo Bowker—. Hazme un favor, ¿quieres?
       —¿Callarme?
       —Eres un indio listo. ¡Cállate!
       Kiowa se encogió de hombros y se quitó las botas. Quería decir algo más, sólo para quedarse más tranquilo, pero en cambio abrió el Nuevo Testamento y se lo acomodó bajo la cabeza como almohada. La niebla hacía que las cosas parecieran huecas y desprendidas. Trató de no pensar en Ted Lavender, pero no pudo evitar recordar con qué rapidez había ocurrido todo, y de qué modo tan sencillo: se desplomó muerto, y pensó que era penoso no sentir más que sorpresa. Parecía poco cristiano. Deseaba poder sentir una gran tristeza, o incluso ira, pero por más vueltas que le diera no experimentaba ninguna emoción. Por encima de todo, se sentía complacido de estar vivo. Le gustaba el olor del Nuevo Testamento bajo la mejilla, el cuero y la tinta y el papel y la cola, fueran cuales fuesen los productos químicos. Le gustaba oír los sonidos de la noche. Incluso la fatiga le parecía espléndida, la rigidez de los músculos y la conciencia punzante del propio cuerpo, un sentimiento de flotación. Disfrutaba de no estar muerto. Tendido en el suelo, Kiowa admiró la capacidad del teniente Jimmy Cross para la pena. Quería compartir el dolor de aquel hombre, deseaba que le afectara como afectaba a Jimmy Cross. Y sin embargo, cuando cerraba los ojos, lo único que podía sentir era el placer de haberse quitado las botas y la niebla enroscándose alrededor de él y el suelo húmedo y los olores de la Biblia y el consuelo acolchado de la noche.
       Después Norman Bowker se irguió en la oscuridad.
       —¡Por todos los santos! —dijo—. Si quieres hablar, habla. Suéltalo todo.
       —Olvídalo.
       —¡Venga, hombre! Si hay algo que odio, es un indio silencioso.

       Por lo general, se llevaban a sí mismos con compostura, con una especie de dignidad. De vez en cuando, sin embargo, había momentos de pánico, cuando chillaban o deseaban chillar pero no podían, cuando se retorcían y soltaban gemidos y se cubrían la cabeza y decían: «¡Dios mío!», y se arrastraban por la tierra y disparaban las armas a ciegas y se encogían y sollozaban y rogaban que cesara aquel estruendo y enloquecían y hacían promesas estúpidas a sí mismos y a Dios y a sus madres y a sus padres, esperando no morir. De modos distintos, les pasaba a todos. Después, cuando el fuego terminaba, parpadeaban y espiaban hacia arriba. Se palpaban el cuerpo, avergonzados, tratando de pasar inadvertidos. Haciendo un esfuerzo, se ponían de pie. Como a cámara lenta, fotograma tras fotograma, el mundo volvía a su vieja rutina: el silencio absoluto, luego el viento, después la luz del sol, más tarde voces. Era la carga de estar vivos. Con gestos torpes, los hombres se reunían, primero en privado, después en grupos, convirtiéndose otra vez en soldados. Reparaban las filtraciones de sus ojos. Verificaban las bajas, llamaban a los helicópteros, encendían cigarrillos, trataban de sonreír, se aclaraban la garganta y escupían y empezaban a limpiar las armas. Después de un tiempo alguien sacudía la cabeza y decía: «Por poco me cago en los pantalones, de veras», y alguno de los que lo oían se echaba a reír, lo cual significaba que habían estado apurados, sin duda, pero que el tío aquel no se había cagado en los pantalones, porque tampoco había sido para tanto, y en todo caso nadie que hubiera hecho tal cosa hablaría después de ello. Entrecerraban los ojos en la luz solar densa, opresiva. Por unos instantes, quizá se quedaban en silencio, encendían un porro y observaban cómo pasaba de hombre en hombre, inhalando, reteniendo la humillación. «Ha sido jodido», decía tal vez uno de ellos. Pero entonces cualquier otro sonreía o alzaba las cejas y decía: «¡Joder, casi me han abierto un agujero nuevo en el culo, casi
       Había muchas poses como ésa. Algunos se comportaban con una especie de ansiosa resignación, otros con orgullo o con rígida disciplina militar o con buen humor o con celo machista. Temían morir, pero les daba aún más miedo demostrarlo.
       Siempre encontraban motivos para inventarse chistes.
       Empleaban un vocabulario duro para no parecer blandos.
       Quemado, decían. Despanzurrado, liquidado, no tuvo tiempo ni de subirse la cremallera. No era crueldad, sólo sentido escénico. Eran actores. Cuando alguien moría, era como si no muriera del todo, porque aquello parecía seguir un misterioso guión, y porque casi habían aprendido de memoria su papel, en el que la ironía se mezclaba con la tragedia, y porque llamaban a la Muerte con otros nombres, como para enquistar y destruir su intrínseca realidad. Pateaban los cadáveres. Cortaban pulgares. Hablaban en jerga de soldado. Contaban historias sobre la provisión de tranquilizantes de Ted Lavender, acerca de que el pobre hombre no sintió nada, sobre lo increíblemente tranquilo que estaba.
       —Hay una moraleja aquí —dijo Mitchell Sanders.
       Estaban esperando el helicóptero para Lavender, fumando la droga del muerto.
       —La moraleja es bastante obvia —dijo Sanders, y guiñó un ojo—. Hay que mantenerse apartado de las drogas. En serio, en cualquier momento te arruinan el día.
       —Muy agudo —dijo Henry Dobbins.
       —Te joden la mente, ¿lo entendéis? Empiezas a decir chorradas. No te queda nada, sólo sangre y sesos.
       Tuvieron que hacer un esfuerzo para reírse.
       Eso es todo, decían. Una y otra vez —eso es todo, amigo mío, eso es todo—, como si la propia repetición fuera una manifestación de compostura, de equilibrio entre estar loco y casi loco, sabiendo que eso es todo significaba tomarse las cosas con calma y dar tiempo al tiempo, porque no puedes cambiar lo que no se puede cambiar, eso es todo, eso es absoluta y positiva y jodidamente todo.
       Eran duros.
       Llevaban todo el bagaje de emociones de los hombres que podían morir. Pena, terror, amor, añoranza: eran cosas intangibles, pero aun siendo intangibles tenían una masa y una gravedad específica propias, tenían un peso tangible. Llevaban recuerdos vergonzosos. Llevaban el secreto compartido de la cobardía apenas contenida, el instinto de correr o quedarse paralizados o esconderse, y en muchos sentidos ésa era la carga más pesada de todas, porque nunca podían desprenderse de ella y exigía un equilibrio y una postura perfectos. Llevaban sus reputaciones. Llevaban el temor más grande del soldado, que es el temor a ruborizarse. Los hombres mataban y morían porque les daba vergüenza no hacerlo. Era lo que los había llevado a la guerra en primer lugar, nada positivo, ningún sueño de gloria u honor, sino sólo evitar el rubor del deshonor. Morían para no morirse de vergüenza. Se arrastraban dentro de túneles y avanzaban en cuña y soportaban el fuego enemigo. Cada mañana, a pesar de lo desconocido que podía esperarlos, obligaban a sus piernas a moverse. Aguantaban. Seguían cargando. No se sometían a la alternativa obvia, que era, sencillamente, cerrar los ojos y derrumbarse. Algo muy fácil. Aflojar los músculos y tropezar y caerte al suelo y quedarte despatarrado y no hablar y no moverte hasta que los compañeros te alzaban y te metían en el helicóptero que rugía y hundía la nariz y te devolvía al mundo. Todo se reducía a dejarse caer y, sin embargo, nadie se dejaba caer nunca. No era coraje, exactamente; la razón última no era el valor. Más bien estaban demasiado asustados para ser cobardes.
       En términos generales, no exteriorizaban estos sentimientos y mantenían la máscara de la compostura. Se burlaban cuando el corneta llamaba a reconocimiento médico. Hablaban con amargura de los tipos que se habían librado disparándose un tiro en los dedos de los pies o las manos. Maricas, decían. Hominicacos. Eran palabras feroces, burlonas, con apenas un rastro de envidia o de respeto, pero incluso así aquella imagen jugueteaba detrás de sus ojos.
       Imaginaban el cañón contra la carne. ¡Era tan fácil! Apretar el gatillo y destrozarse un dedo del pie. Lo imaginaban. Imaginaban el dolor rápido, dulce, la evacuación al Japón, el hospital con cálidas camas y bonitas geishas enfermeras.
       Y soñaban con pájaros de libertad.
       Por la noche, de guardia, con los ojos clavados en la oscuridad, eran llevados lejos por reactores jumbo. Sentían el tirón del despegue. ¡Arriba!, aullaban. Y después la velocidad —alas y motores; una azafata sonriente—, pero era algo más que un avión, era un ave auténtica, un gran pájaro plateado y liso con plumas y espolones y un chirrido agudo. Estaban volando. Los pesos caían; no había nada que cargar. Reían y contenían el aliento, sintiendo el frío bofetón del viento y la altura, elevándose, pensando ¡Terminó, me fui!; estaban desnudos, eran livianos y libres, todo era levedad, brillo y velocidad y vivacidad, eran livianos como la luz y sentían un zumbido de helio en el cerebro y un burbujeo mareante en los pulmones cuando se alzaban por encima de las nubes y la guerra, más allá del deber, más allá de la gravedad y la mortificación y la confrontación global. ¡Sin loi!, aullaban. Lo siento, hijos de puta, pero me libré, me lo estoy pasando en grande, viajo en un crucero espacial, ¡me largué! Era una sensación de descanso y falta de preocupaciones, de cabalgar sobre las olas ligeras y de navegar en el gran pájaro plateado de la libertad por encima de las montañas y los océanos, por encima de América, por encima de las granjas y las grandes ciudades dormidas y los cementerios y las autopistas y los arcos dorados de McDonald's; era un vuelo, una especie de huida, una especie de caída, una caída cada vez desde más alto, subiendo en espiral desde el borde de la tierra, más allá del sol, a través del enorme, silencioso vacío donde no había cargas y donde todo pesaba exactamente nada. ¡Me fui!, gritaban. ¡Lo siento, pero me fui! Y así por la noche, sin soñar del todo, los soldados se entregaban a la levedad, eran llevados, eran pura y simplemente transportados.

       La mañana siguiente a la muerte de Ted Lavender, el teniente Jimmy Cross se agachó en el fondo de su pozo de tirador y quemó las cartas de Martha. Después quemó las dos fotografías. Caía una lluvia persistente, lo que dificultó su tarea, pero empleó pastillas de parafina para encender un pequeño fuego que protegió con su cuerpo mientras sostenía las fotografías sobre la tensa llama azul con la punta de los dedos.
       Se daba cuenta de que era sólo un gesto. Estúpido, pensó. Sentimental, también, pero, sobre todo, simplemente estúpido.
       Lavender estaba muerto. No podría quemar la culpa.
       Además, tenía las cartas en la cabeza. E incluso ahora, sin las fotografías, el teniente Cross podía ver a Martha jugando al voleibol con los shorts blancos de gimnasia y la camiseta amarilla. Podía verla moviéndose en la lluvia.
       Cuando el fuego se apagó, el teniente Cross se puso el poncho sobre los hombros y desayunó.
       En aquello no había un misterio tan grande, decidió.
       En las cartas quemadas, Martha nunca había mencionado la guerra, salvo para decir: «Jimmy, cuídate.» Se mantenía distante. Se despedía diciéndole «con amor», pero no sentía amor, y todas las frases bonitas y los tecnicismos no importaban. La virginidad ya no le importaba. Odiaba a Martha. Sí, de veras. La odiaba. También la amaba, pero con un amor cruel, entreverado de odio.
       La mañana llegó, húmeda y difusa. Todo parecía imbricarse sin solución de continuidad, la niebla y Martha y la lluvia cada vez más intensa.
       Después de todo, él era un soldado.
       Sonriendo a medias, el teniente Jimmy Cross sacó sus mapas. Sacudió la cabeza con fuerza, como para despejársela, se inclinó hacia adelante y empezó a planear la marcha del día. Dentro de diez minutos, o tal vez veinte, despertaría a los hombres y recogerían sus cosas y enfilarían hacia el oeste, donde los mapas mostraban que el terreno era verde y acogedor. Harían lo que siempre habían hecho. La lluvia podía agregar cierto peso, pero por lo demás sería uno de tantos días que habían tenido que sobrellevar.
       Era realista a este respecto. Sentía un nuevo peso en el estómago. Amaba a Martha, pero al mismo tiempo la odiaba.
       Basta de fantasías, se dijo.
       De ahora en adelante, cuando pensara en Martha, sería sólo para recordar que aquél no era lugar para ella. Dejaría de soñar despierto. Aquello no era Mount Sebastian, era otro mundo, donde no había poemas bonitos ni exámenes semestrales, un sitio donde los hombres morían porque no tomaban precauciones y se comportaban de un modo estúpido. Kiowa tenía razón. ¡Pum!, abajo, y estabas muerto, muerto y bien muerto.
       Por un instante, en la lluvia, el teniente Cross vio los ojos grises de Martha mirándolo.
       Comprendió.
       Era muy triste, pensó. Las cosas que los hombres llevaban dentro. Las cosas que los hombres hacían o sentían que tenían que hacer.
       Estuvo a punto de saludarla con una inclinación de cabeza, pero se contuvo.
       Regresó, en cambio, a sus mapas. Ahora estaba decidido a cumplir sus deberes con firmeza y sin negligencia. Eso no ayudaría a Lavender, lo sabía, pero desde aquel mismo momento se comportaría como un oficial. Se libraría del guijarro de la buena suerte. Se lo tragaría, tal vez, o usaría la honda de Lee Strunk, o se limitaría a dejarlo caer junto al camino. En las marchas impondría una estricta disciplina. No descuidaría enviar grupos de seguridad a los flancos, para prevenir dispersiones o amontonamientos, para hacer que la tropa avanzara al ritmo correcto y con los intervalos correctos. Insistiría en la limpieza de las armas. Haría que le entregaran lo que quedaba de la droga de Lavender. Más tarde, quizá, reuniría a los hombres y les hablaría con franqueza. Aceptaría la culpa por lo que le había pasado a Ted Lavender. Sería un hombre en ese sentido. Los miraría a los ojos, manteniendo la barbilla alta, y les comunicaría las nuevas órdenes con voz tranquila, impersonal, con voz de teniente, sin dejar lugar a la discusión o al argumento. A partir de aquel mismo instante, les diría, no abandonarían el equipo a lo largo del camino. Se comportarían como era debido. Cada uno de ellos reuniría su equipo y cuidaría de él procurando mantenerlo en orden y listo para ser utilizado.
       No toleraría el relajamiento. Se mostraría enérgico, mantendría las distancias.
       Habría malhumor entre los hombres, desde luego, y tal vez algo peor, porque los días parecerían más largos y las cargas más pesadas, pero el teniente Jimmy Cross se recordó a sí mismo que su obligación no era ser amado, sino mandar. Dejaría de lado el amor; ahora no era un factor de peso. Y si alguien discutía sus órdenes o se quejaba, simplemente apretarla los labios y cuadraría los hombros en la correcta posición de mando. Podía saludarlos con un movimiento de cabeza. O no. Podía encogerse de hombros y decir, simplemente, «¡Adelante!», entonces ellos cargarían sus cosas y formarían la columna y marcharían hacia las aldeas al este de Than Khe.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar