Thomas Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 - Suiza, 1955)


Tobías Mindernickel (1898)
(Der kleine Herr Friedemann und andere Novellen, (1909)


1

       Camino Gris es el nombre de una de las calles que, desde la Quaigasse, lleva en una pendiente bastante pronunciada hasta la avenida central. Aproximadamente hacia su mitad, a mano derecha según se llega del río, se encuentra el número 47, un edificio estrecho y de color indefinido que no se distingue en nada de las casas vecinas. En los bajos hay una tiendecilla en la que se puede comprar desde chanclos de goma hasta aceite de ricino. Si, con vistas a un patio por el que vagabundean los gatos, atravesáramos el zaguán, una escalera de madera estrecha y desgastada con un indecible olor a humedad y miseria nos conduciría a los pisos. En el primero, a la izquierda, vive un carpintero y, a la derecha, una comadrona. En el segundo piso, a la izquierda, vive un zapatero remendón, y a la derecha, una dama que se pone a cantar en voz alta en cuanto oye pasos en la escalera. En el tercer piso, a la izquierda, hay una vivienda desocupada, y a la derecha vive un hombre llamado Mindernickel cuyo nombre de pila, para colmo, es Tobías. Sobre este hombre corre una historia que vamos a contar a continuación, ya que es enigmática y de una infamia sin igual.
       La apariencia de Mindernickel es llamativa, extravagante y ridícula. Por ejemplo, si lo vemos dando un paseo, haciendo avanzar su flaca figura por la pendiente de la calle apoyándose en un bastón, lo hallaremos vestido de negro de la cabeza a los pies. Lleva un sombrero de copa pasado de moda, hundido y basto, un abrigo estrecho y con brillos por el paso de los años y unos pantalones igualmente feos, desflecados por abajo y tan cortos que dejan ver el forro de goma de los botines. Por otra parte, hay que reconocer que siempre lleva esta indumentaria escrupulosamente cepillada. Su escuálido cuello parece tanto más largo cuanto que sobresale de un abrigo de solapas bajas. Tiene el pelo encanecido y liso, muy repeinado hacia las sienes, y el ala ancha del sombrero de copa ensombrece un rostro rasurado y pálido de mejillas hundidas, ojos enrojecidos que raramente se alzan del suelo y dos profundos surcos que, prestándole una expresión de amargura, van de la nariz hasta las bajas comisuras de la boca.
       Mindernickel sale pocas veces de casa, y eso no lo hace porque sí: en cuanto aparece en la calle, se reúne a su alrededor un nutrido grupo de niños que corre un buen trecho tras él entre risotadas, burlas y cantos—. «¡Jo, jo, Tobías!»—, tirándole del abrigo mientras los adultos salen a la puerta y se divierten. Él mismo, en cambio, huye sin defenderse, mirando acobardado a su alrededor, los hombros muy alzados y la cabeza inclinada hacia delante, como quien pasa sin paraguas por debajo de un chaparrón. Y aunque todo el mundo se le ríe en su propia cara, él, con servil cortesía, va saludando aquí y allá a algunas de las personas que miran desde la puerta. Ni siquiera más adelante, cuando los niños ya se han quedado atrás, ya nadie lo conoce y sólo unos pocos se vuelven para mirarlo, se puede decir que su comportamiento cambie de forma sustancial. Continúa atisbando temerosamente a su alrededor y escabullándose, encogido, como si sintiera miles de miradas sarcásticas fijas en él, y cuando, indeciso y tímido, alza la mirada del suelo, pone de manifiesto su singular incapacidad para mirar con firmeza y serenidad a nadie, ni siquiera a una cosa. Por extraño que pueda sonar, parece como si le faltara esa superioridad natural y sensitiva con la que toda criatura individual contempla el mundo de las apariencias. Es como si él se sintiera inferior a todas y cada una de estas apariencias y sus ojos, carentes de sostén, tuvieran que arrastrarse por el suelo ante la presencia de cualquier persona u objeto…
       ¿Qué ocurre con este hombre que siempre está solo y que parece infeliz en grado sumo? Su vestimenta burguesa a la fuerza, así como cierto meticuloso movimiento de la mano al pasársela por la barbilla, parecen denotar que de ningún modo desea que lo cuenten entre la clase social en cuyo centro reside. Sólo Dios sabe de qué modo lo habrá maltratado la existencia. Parece como si la vida, con una risa desdeñosa, le hubiera dado un puñetazo en plena cara… Aunque también es muy posible que, sin necesidad de haber experimentado ningún duro golpe del destino, simplemente no esté a la altura de la existencia, sin más. La sufriente sumisión y la imbecilidad de su apariencia genera la penosa impresión de que la naturaleza le ha negado la medida de equilibrio, fuerza y agallas que resulta necesaria para poder vivir con la cabeza alta.
       Después de haber salido a dar un paseo por la ciudad apoyado en su negro bastón, regresa a su piso del Camino Gris siendo recibido de nuevo por el griterío de los niños. Entonces sube la húmeda escalera hasta su habitación, mísera y despojada de adornos. Sólo la cómoda, un mueble sólido en estilo Imperio con pesados asideros de metal, tiene valor y belleza. Frente a la ventana, cuya vista queda irremediablemente cortada por el gris muro lateral de la casa vecina, hay una maceta llena de tierra en la que, desde luego, no crece nada. Aun así, Tobías Mindernickel se acerca a veces hasta el lugar, contempla la maceta y olisquea la tierra desnuda. Al lado de esta habitación hay un dormitorio pequeño y oscuro. Al entrar, Tobías deja el sombrero y el bastón sobre la mesa, se sienta en el sofá tapizado de verde con olor a polvo, apoya la barbilla en la mano y se queda mirando fijamente el suelo con las cejas enarcadas. Es como si para él no hubiera nada más que hacer en el mundo.
       Por lo que respecta al carácter de Mindernickel, resulta muy difícil emitir una opinión, aunque el siguiente suceso parece hablar en su favor: un día en que este hombre singular abandonó la casa y, como siempre, se vio rodeado por un grupo de niños que lo siguió entre gritos de burla y risotadas, un chico de unos diez años tropezó con el pie de otro y se dio tan fuerte contra el asfalto que le brotó sangre de la nariz y de la frente y se quedó llorando en el suelo. Tobías se dio la vuelta enseguida, corrió hasta donde se hallaba el caído, se inclinó sobre él y, con voz suave y temblorosa, empezó a compadecerlo.
       —Pobre niño —dijo—, ¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando! ¡Mirad, la sangre le cae por la frente! ¡Fíjate qué mala cara tienes! Claro, le duele tanto que está llorando, el pobre… ¡Qué pena me das! La culpa fue tuya, pero voy a vendarte la cabeza con mi pañuelo… ¡Así! Y ahora haz un esfuerzo y levántate…
       Y después de que, en efecto, una vez dicho esto vendara al niño con su propio pañuelo, lo ayudó cuidadosamente a ponerse en pie y se fue. Sin embargo, en ese instante su actitud y su rostro mostraban un porte claramente distinto. Caminaba erguido y con firmeza, y su pecho se agitaba profundamente bajo el apretado abrigo. Se le habían agrandado los ojos, que ahora eran brillantes y captaban con aplomo a la gente y las cosas, mientras su boca trazaba una expresión de dolorosa felicidad…
       Este suceso tuvo como consecuencia que, durante una temporada, las ganas de burlarse de la gente del Camino Gris disminuyeran un poco. Con todo, al cabo de cierto tiempo su asombroso comportamiento quedó olvidado y un coro de gargantas sanas, alegres y crueles cantó de nuevo a las espaldas de aquel hombre encogido y desamparado: «¡Jo, jo, jo, Tobías!».

2

       A las once de la mañana de un día soleado, Mindernickel abandonó la casa y se dispuso a subir por toda la ciudad hasta el monte Lerchenberg, esa colina alargada que suele convertirse en la zona de paseo más noble de la ciudad hacia la tarde, pero que, dado el extraordinario tiempo primaveral, ya empezaba a verse concurrida por algunos coches y paseantes a tan temprana hora. Debajo de un árbol de la gran avenida principal había un hombre que llevaba a un joven perro de caza de una correa y lo enseñaba a los transeúntes con la evidente intención de venderlo. Era un animalito amarillo y musculoso de unos cuatro meses, con un ojo rodeado por una aureola negra y una oreja del mismo color.
       Cuando Tobías se percató de la escena, a unos diez pasos de distancia, se detuvo, se pasó varias veces la mano por la barbilla y miró pensativo al vendedor y al perrito, que movía alerta la cola. Después arrancó a caminar de nuevo y, con la empuñadura del bastón apretada contra la boca, dio tres vueltas al árbol en que se apoyaba aquel hombre. Finalmente se acercó a él y, sin perder de vista al animal, preguntó con voz baja y presurosa:
       —¿Cuánto vale este perro?
       —Diez marcos —respondió el hombre.
       Tobías calló un momento para después repetir, indeciso:
       —¿Diez marcos?
       —Sí —repuso.
       Entonces Tobías sacó una bolsa negra de cuero, extrajo un billete de cinco marcos, una pieza de tres y otra de dos, entregó rápidamente el dinero al vendedor, agarró la correa y, mirando encogido y atemorizado a su alrededor, pues algunas personas habían asistido a la compra y se estaban riendo, arrastró apresuradamente tras de sí al animal, que lloraba y se resistía a marcharse. Continuó resistiéndose durante todo el camino, hincando las patas delanteras contra el suelo y mirando con expresión temerosa e interrogativa a su nuevo dueño. Éste, sin embargo, lo siguió arrastrando enérgicamente en silencio y logró recorrer felizmente todo el trayecto.
       Entre los niños callejeros del Camino Gris se produjo una tremenda algarabía cuando Tobías apareció con el perro, pero él lo cogió en brazos, se inclinó sobre él y, entre burlas y tirones de abrigo, corrió a través de los gritos sarcásticos y de las risotadas, subió las escaleras y alcanzó su habitación. Una vez allí dejó en el suelo al perro, que no cesaba de gimotear, lo acarició con benevolencia y dijo en tono desdeñoso:
       —Bueno, bueno, no tienes por qué tenerme miedo, animal. No es necesario.
       A continuación sacó un plato con carne hervida y patatas de un cajón de la cómoda y le lanzó una parte al animal. En ese momento dejó de gemir y devoró la comida, chasqueando con la lengua y moviendo la cola.
       —Por cierto, vas a llamarte Esaú —dijo Tobías—. ¿Me entiendes? Esaú. Seguro que podrás acordarte de un sonido tan sencillo.
       Y señalando al suelo frente a él, gritó:
       —¡Esaú!
       Y efectivamente, el perro, tal vez porque esperaba obtener más comida, acudió hasta él y Tobías le dio una palmadita aprobatoria en el costado, diciendo:
       —Así se hace, amigo mío. Te estás portando bien.
       Pero entonces retrocedió unos pasos, señaló al suelo de nuevo y ordenó:
       —¡Esaú!
       Y el animal, que se había animado mucho, se acercó otra vez de un salto y lamió la bota de su señor.
       Tobías, deleitándose incansablemente en las órdenes y su ejecución, repitió este ejercicio entre doce y catorce veces. Sin embargo, al final el perro parecía cansado. Debía de tener ganas de descansar un poco y digerir la comida, por lo que se tumbó en el suelo adoptando esa postura inteligente y graciosa característica de los perros de caza, juntando y extendiendo mucho las dos patas delanteras, largas y de fina complexión.
       —¡Otra vez! —dijo Tobías—. ¡Esaú!
       Pero Esaú ladeó la cabeza y se quedó en su sitio.
       —¡Esaú! —gritó Tobías, elevando la voz con aire dominante—. ¡Tienes que venir, aunque estés cansado!
       Pero Esaú apoyó la cabeza en las patas, sin pensar siquiera en levantarse.
       —Oye —dijo Tobías con un tono que contenía una amenaza sorda y terrible—. ¡Obedece o te vas a enterar de lo poco que te conviene provocarme!
       Pero el animal apenas si movió algo la cola.
       Entonces una ira desmedida, desproporcionada y delirante se apoderó de Mindernickel. Agarró su bastón negro, cogió a Esaú por el pescuezo y golpeó al aullante animal repitiendo una y otra vez, fuera de sí de furiosa indignación y con una voz que silbaba siniestramente:
       —¿Cómo? ¿No me obedeces? ¿Te atreves a no obedecerme?
       Por fin dejó el bastón a un lado, puso en el suelo a la gimoteante criatura y, las manos cogidas a la espalda y respirando profundamente, empezó a caminar de un lado a otro frente a ella mientras le lanzaba de vez en cuando una mirada orgullosa y llena de ira. Después de haber prolongado un rato este extraño paseo, se detuvo junto al animal, que estaba tumbado sobre la espalda y agitaba suplicante las patas delanteras, se cruzó de brazos y habló con el mismo tono y la misma mirada terroríficamente glaciales que adoptó Napoleón ante una compañía que había perdido el estandarte en la batalla.
       —¿Cómo te has portado, si se puede saber?
       Y el perro, contento ya por esta señal de acercamiento, se aproximó a rastras, se arrimó a la pierna de su amo y lo miró tembloroso desde el suelo con sus ojos relucientes.
       Tobías se pasó un buen rato contemplando a la sumisa criatura en silencio y de arriba abajo. Pero entonces, al sentir el calor conmovedor de aquel cuerpecillo en su pierna, tomó a Esaú en brazos.
       —Bien, voy a tener compasión de ti —dijo entonces.
       Y cuando el buen animal empezó a lamerle la cara, su malhumor ya quedó totalmente transformado en emoción y tristeza. Estrechó al animal contra el pecho con un amor atormentado, los ojos se le llenaron de lágrimas y, sin llegar a terminar la frase, repitió varias veces con voz ahogada:
       —Mira, si tú eres mi único… mi único…
       Entonces acomodó cuidadosamente a Esaú en el sofá, se sentó junto a él, apoyó la barbilla en la mano y lo miró con ojos dulces y serenos.

3

       A partir de entonces, Tobías Mindernickel abandonaba la casa aún más raramente que antes, pues no sentía ningún deseo de mostrarse en público con Esaú. Por el contrario, dedicaba toda su atención al perro. De la noche a la mañana no se ocupaba en nada más que en darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes, regañarlo y hablarle como si fuera un ser humano. Por desgracia, Esaú no siempre se comportaba a su gusto. Cuando estaba tumbado en el sofá junto a él y, cansado por la falta de aire y libertad, lo miraba con ojos melancólicos, Tobías se sentía lleno de satisfacción. Permanecía sentado en actitud tranquila y autocomplaciente y acariciaba compasivamente el lomo de Esaú, diciendo:
       —¿Me miras con dolor, mi pobre amigo? Sí, sí, el mundo es triste, ya te darás cuenta, por joven que seas…
       Pero cuando el animal, ofuscado y loco de ganas de jugar y de cazar, corría por la habitación, se peleaba con una zapatilla, saltaba sobre los asientos y daba volteretas con insólita vivacidad, Tobías seguía sus movimientos desde lejos con una mirada perpleja, desaprobadora e insegura y una sonrisa fea y enojada hasta que por fin lo llamaba con aspereza y lo increpaba:
       —¡Déjate ya de tanta alegría! No tienes ningún motivo para ir bailando por ahí.
       Una vez Esaú incluso se escapó de la habitación y, tras volar escaleras abajo, saltó a la calle, donde enseguida se puso a perseguir a un gato, a comer excrementos de caballo y a jugar con los niños, pletórico de felicidad. Pero cuando Tobías, bajo el aplauso y las risotadas de media calle, apareció con el rostro contraído en un rictus de aflicción, sucedió la desgracia de que el perro escapó a grandes zancadas al ver a su señor… Ese día Tobías le golpeó durante mucho rato y con amargura.
       Un día —ya hacía varias semanas que el perro era suyo—, Tobías cogió un pan del cajón de la cómoda para darle de comer y, agachándose sobre la pieza, empezó a cortarlo en pequeñas rebanadas que iba dejando caer en el suelo con el gran cuchillo de empuñadura de hueso que solía emplear para este fin. Pero el animal, fuera de sí de apetito y desatino, saltó ciegamente sobre el pan y se clavó el cuchillo, torpemente manejado por Tobías, bajo la espaldilla derecha, a lo que se retorció sangrando en el suelo.
       Asustado, Tobías lo tiró todo y se inclinó sobre el herido. Sin embargo, la expresión de su cara cambió de repente y hay que admitir que en ella se reflejó un asomo de alivio y felicidad. Llevó con mucho cuidado al perro sangrante hasta el sofá y nadie puede imaginarse con qué dedicación cuidó entonces de él. Durante el día no se apartaba de su lado y por la noche lo dejaba dormir en su propia cama, lo lavaba, vendaba, acariciaba, consolaba y compadecía con una alegría y un cuidado incansables.
       —¿Te duele mucho? —decía—. ¡Sí, estás sufriendo terriblemente, mi pobre animal! Pero estáte tranquilo, tenemos que soportarlo…
       Al pronunciar tales palabras, su rostro estaba sereno, melancólico y feliz.
       Sin embargo, a medida que Esaú iba recobrando las fuerzas, sanaba y se volvía más alegre, el comportamiento de Tobías se tomaba cada vez más intranquilo e insatisfecho. Para entonces dejó de ocuparse de la herida y estimó que había suficiente con que le manifestara al perro su compasión con palabras y caricias. Pero la curación ya estaba muy avanzada y Esaú era de naturaleza robusta, con lo que ya empezaba a corretear de nuevo por la habitación hasta que un día, después de haber vaciado ruidosamente un plato con leche y pan blanco, saltó ya completamente sano del sofá para, con los alegres ladridos y la incontención de siempre, recorrer de un lado a otro las dos habitaciones, tirar de la manta, perseguir una patata que iba empujando con el morro y dar vueltas sobre el suelo de puro contento.
       En aquel momento Tobías estaba mirando por la ventana, frente a la maceta, y mientras con una de las manos, que le asomaba larga y delgada de la manga desflecada, retorcía mecánicamente entre los dedos una mecha de su cabello liso y muy repeinado hacia las sienes, su silueta destacaba negra y extraña contra la fachada gris de la casa vecina. Tenía el rostro pálido y desencajado por la amargura y, con una mirada de soslayo llena de turbación, envidia y malicia, asistía impertérrito a los saltos de Esaú. Sin embargo, al cabo de un rato reaccionó de repente, caminó hasta él, lo detuvo y lo tomó lentamente en brazos.
       —Mi pobre animal… —empezó a decir con voz compasiva.
       Pero Esaú, revoltoso y poco dispuesto a seguir dejándose tratar de esa manera, jugueteó con la mano que pretendía acariciarlo, se escabulló de los brazos que lo retenían, saltó al suelo, dio una graciosa zancada a un lado, soltó un par de ladridos y se fue corriendo alegremente.
       Lo que sucedió entonces es algo tan incomprensible e infame que me niego a contarlo con detalle. Tobías Mindernickel seguía allí, los brazos colgándole del torso, un poco inclinado hacia delante, los labios fuertemente apretados y los globos oculares temblando siniestramente en las cuencas. Y entonces, de repente, en una especie de salto delirante, agarró al animal, un objeto grande y reluciente centelleó en su mano y con un corte que partió de la espaldilla derecha le recorrió el pecho entero. El perro cayó al suelo sin emitir sonido alguno. Simplemente cayó de lado, sangrante y tembloroso…
       Un instante después ya estaba tumbado en el sofá y Tobías arrodillado frente a él, apretando un paño contra la herida y tartamudeando:
       —¡Mi pobre animal! ¡Mi pobre animal! ¡Qué triste que es todo! ¡Qué tristes que estamos los dos! ¿Sufres? Sí, sí, sé que sufres… ¡Qué mal aspecto tienes! ¡Pero yo estoy contigo! ¡Yo te consolaré! Con mi mejor pañuelo voy a…
       Pero Esaú seguía ahí tumbado, entre estertores. Sus ojos turbios e interrogativos estaban fijos en su amo, llenos de incomprensión, inocencia y queja. Un instante después estiró un poco las patas y se murió.
       Pero Tobías continuó inmóvil en la misma postura. Había apoyado la cara contra el cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.



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