Truman Capote
(New Orleans, Louisiana, 1924 - Bel Air, Los Angeles, California, 1984)


Profesor Miseria (1949)
(“Master Misery”)
Originalmente publicado en la revista Harper’s Magazine,
Vol. 198, no. 1185 (febrero 1949);
A Tree of Night and Other Stories
(Nueva York: Random House, 1949, 209 págs.);
Selected Writings of Truman Capote
(Nueva York: Random House, 1963, 460 págs.);
The Complete Stories of Truman Capote
(Nueva York: Random House, 2004, 300 págs.)



      El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—, sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció— como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb, usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:
       —Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.
       Fuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Ésa era otra de las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York? La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga; sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati. Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella? Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños: pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado, Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó: «¿A qué viene tanta prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos! Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el resto del trayecto maldijo Nueva York: la inocente amenaza del anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche, con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3 C.
       —Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy está haciendo los deberes.
       Henry estudiaba Derecho en la Universidad de Columbia y, efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas. Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr. Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle Setenta y ocho?
       —¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.
       Sylvia se apoyó en un codo:
       —Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.
       —¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.
       —¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra industria.
       —¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa, hablas en un tono… ¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Éste es un amasijo de pelos.
       —Casi todos tuyos.
       —¿Qué has dicho?
       —Olvídalo.
       —Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo, me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho, eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría conseguir, y supongo que es lo que tú deseas… Mira lo distinta que soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como estar en la cama con un hombre que te abrace y…
       —¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me hablaras así.
       —Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta; luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te haré unos huevos revueltos.
       Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:
       —Es que me ha pasado una cosa.
       Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:
       —No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero…, bueno, hoy almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos, de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado absurdo para creérselo.
       —A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.
       —No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un instante, pero fue…, no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor de cabeza. Salí temprano de la oficina…
       Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el ademán.
       —Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a Revercomb?
       —No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un paseo.
       —Muy sensato por tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar sueños! ¡Habráse visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es Easton.
       Antes de ir a su cuarto, Sylvia tomó un Seconal, cosa que hacía rara vez. De otro modo, con la cabeza tan despierta y tan hecha un lío no podría descansar; además sintió una extraña tristeza, una sensación de pérdida, como si hubiera sido víctima de un hurto, un hurto real o incluso moral, como si los muchachos que vio en el parque le hubieran arrebatado realmente —de pronto encendió la luz— el bolso. ¡El sobre que le había dado Miss Mozart! Estaba en el bolso, ahora se acordaba. Lo abrió. Dentro había un papel azul doblado sobre un cheque; había una nota: en pago de un sueño, cinco dólares. Entonces lo creyó; era cierto, le había vendido un sueño a Mr. Revercomb. ¿Podía ser tan sencillo? Volvió a apagar la luz, sonriendo levemente; si vendía un par de sueños a la semana, ¡la de cosas que iba a hacer!: alquilaría un apartamento para ella sola, pensó, sumiéndose en el sueño. La calma la envolvía como la luz de una fogata, y luego vino un lapso con suaves brillos de linternas: se dormía profunda, muy profundamente. Vio unos labios, unos brazos masculinos, lejanísimos. Apartó la manta de una patada, con asco. ¿Hablaba Estelle de esos fríos brazos masculinos? Siguió deslizándose en el sueño; los labios de Mr. Revercomb rozaban su oído: cuénteme, susurró.
       Pasó una semana antes de que fuese a verle de nuevo, una tarde de domingo a principios de diciembre. Había salido del apartamento con intención de ver una película, pero sin saber muy bien cómo, se encontró en la Avenida Madison, a dos calles de Mr. Revercomb. El cielo estaba color de plata, hacía frío, y el viento afilado era tan penetrante como la malvarrosa. En las tiendas, los carámbanos de oropel navideño brillaban entre montones de lentejuelas de nieve. Todo en perjuicio de Sylvia: odiaba las festividades, esos momentos en que uno está más solo que nunca. Un espectáculo la obligó a detenerse ante un escaparate. Era un Santa Claus mecánico de tamaño natural; se golpeaba el estómago y se balanceaba con un frenesí de euforia eléctrica. Su estruendosa y chirriante carcajada se podía oír a través de los gruesos cristales. Cuanto más lo miraba, más siniestro le parecía. Finalmente se volvió, estremecida, y continuó su camino hacia la calle donde estaba la casa de Mr. Revercomb. Por fuera era un gran edificio, quizás menos cuidado e imponente que los otros, pero aun así bastante majestuoso. Una hiedra blanqueada por el invierno circundaba los ventanales emplomados y extendía sus tentáculos sobre la puerta; dos pequeños leones de piedra, de ciegos ojos cincelados, guardaban la puerta. Sylvia respiró hondo antes de tocar el timbre. El negro pálido y gentil de Mr. Revercomb la reconoció con una educada sonrisa.
       En su visita anterior, la sala donde había esperado a ser recibida por Mr. Revercomb estaba vacía. Esta vez había otras personas, mujeres de aspecto diverso y un hombre joven, con ojos de mosquito, excesivamente nervioso. Si hubieran sido lo que aparentaban (pacientes en una sala de espera), él hubiera podido ser un hombre a punto de ser padre o una víctima del mal de San Vito. Estaba sentado junto a Sylvia; sus ojos inquietos desabotonaron su ropa con rapidez, y lo que vio le interesó muy poco. Sylvia sintió alivio cuando él volvió a sus crispadas preocupaciones. Poco a poco, sin embargo, cobró conciencia del interés que su presencia había suscitado en el grupo; a la luz lóbrega, incierta, de aquella estancia llena de plantas, las miradas parecían más duras que las sillas donde estaban sentados. Una mujer la miraba con especial severidad. Aquel rostro parecía destinado a poseer una dulzura suave y ordinaria, pero ahora, de ver a Sylvia, lo afeaban la desconfianza y los celos. La mujer agitaba suavemente una apolillada bufanda de piel, como si tratara de apaciguar a una bestia que pudiera atacarla a dentelladas; su mirada fija anticipó el ataque hasta que los pasos de Miss Mozart temblaron en el vestíbulo. De nuevo el grupo se dividió en entidades individuales vigilantes como escolares asustadizos.
       —Mr. Pocker —dijo Miss Mozart, en tono admonitorio—, ¡usted es el siguiente!
       Mr. Pocker la siguió, con mirada nerviosa y retorciéndose las manos. En la estancia oscura las mujeres volvieron a acomodarse como motas de sol.
       Entonces empezó a llover. Los reflejos que temblaban en las ventanas se derritieron en las paredes. El joven mayordomo entró sigilosamente en la habitación, atizó el fuego del hogar y dispuso el servicio del té en una mesa. Sylvia estaba muy cerca del fuego; se sentía mareada por el calor y el sonido de la lluvia; inclinó la cabeza a un lado, al otro; cerró los ojos, ni despierta ni dormida.
       Durante largo rato, sólo la cristalina oscilación de un reloj perturbó el límpido silencio de la casa de Mr. Revercomb. Luego, un repentino disturbio en el vestíbulo sumió la habitación en un furioso estruendo: tan vulgar como el color rojo, una voz grave gritaba:
       —¿Detener a Oreilly? ¿Quién osará hacerlo?
       El dueño de esa voz, un hombrecito con cuerpo de tonel y piel rojo ladrillo, se abrió paso hasta el umbral de la sala; su mirada deambuló ebria de arriba abajo.
       —Vaya, vaya, vaya —dijo marcando una escala descendente con su voz, áspera como la ginebra—, ¿todas estas damas van antes que yo? Pero Oreilly es un caballero. Oreilly aguardará su turno.
       —No lo hará. Aquí no. —Miss Mozart corrió tras él y lo agarró del cuello de la camisa. Oreilly enrojecía aún más y los ojos se le salían de las órbitas.
       —Me está ahorcando —masculló, pero las manos pálidas, verdosas, de Miss Mozart, tan fuertes como raíces de roble, le tiraban aún más fuerte de la corbata hasta hacerle cruzar la puerta, que finalmente resonó con un efecto demoledor: una taza de té tintineó, y las hojas secas de una dalia cayeron de lo alto. La dama de las pieles se llevó una aspirina a la boca.
       —¡Qué desagradable!-dijo.
       Todos menos Sylvia sonrieron con admirada delicadeza cuando Miss Mozart pasó frotándose las manos.
       Cuando salió de casa de Mr. Revercomb, caía una lluvia densa y oscura. Echó una mirada a la calle desierta en busca de un taxi. Nada ni nadie. Sí, había alguien, el borracho que había ocasionado aquel revuelo. Estaba apoyado en un coche haciendo botar una pelota de goma como un solitario niño callejero.
       —Mira —le dijo a Sylvia—, mira, me acabo de encontrar esta pelota, ¿trae buena suerte?
       Sylvia sonrió. El hombre le pareció inofensivo, a pesar del feroz altercado; su rostro tenía algo especial, una expresión de tristeza risueña que sugería un payaso sin maquillaje.
       La siguió hacia la Avenida Madison, haciendo malabarismos con la pelota.
       —A qué hice el ridículo —dijo él—. Cuando me porto así lo único que quiero es sentarme a llorar. —Después de tanto rato bajo la lluvia había recobrado una considerable sobriedad—. Pero no debió tironearme de ese modo; qué salvaje es, maldita sea. Conozco a algunas mujeres bastante salvajes (mi hermana Berenice podía herrar al toro más bravo), pero ella es la más salvaje de todas. Recuerda las palabras de Oreilly: acabará en la silla eléctrica. —Sus labios produjeron un chasquido—. No tiene por qué tratarme así. De cualquier forma, toda la culpa no es de él. No tenía mucho con que empezar y él se quedó con lo que había; ahora no me queda niente, niña, niente.
       —Qué pena —dijo Sylvia, sin saber de qué se compadecía—. ¿Es usted payaso, Mr. Oreilly?
       —Lo era.
       Habían llegado a la avenida, pero Sylvia no hizo el menor intento de buscar un taxi, quería seguir caminando bajo la lluvia junto al hombre que había sido payaso.
       —De niña sólo me gustaban las muñecas vestidas de payaso —le dijo—. Mi cuarto era como un circo.
       —He sido otras cosas. También he sido corredor de seguros.
       —Ah —dijo Sylvia, decepcionada—. ¿Y ahora qué hace?
       Oreilly rió y lanzó la pelota muy alto; la atrapó sin dejar de mirar hacia arriba.
       —Miro el cielo —dijo—. Viajo a través del azul con mi maleta. Es adonde vas cuando no tienes otro sitio. ¿Qué hago en este planeta? He robado, mendigado, vendido mis sueños, todo por el whisky. Uno no puede viajar en azul sin una botella, lo cual nos lleva al grano: ¿qué te parecería si te pido prestado un dólar?
       —Me parecería bien —contestó Sylvia; hizo una pausa, sin saber qué más decir.
       Siguieron caminando, tan despacio que el chubasco parecía cercarlos como una presión aislante. Le pareció que caminaba con una de sus muñecas que se hubiera vuelto milagrosa y competente. Le tomó de la mano: un payaso viajando en el azul.
       —Pero un dólar no lo tengo; sólo setenta y cinco centavos.
       —Vale —dijo Oreilly—, ¿en serio paga tan poco últimamente?
       Sylvia supo a quién se refería.
       —No, no… En realidad no le he vendido un sueño. —No trató de explicarse; ni ella podía entenderlo. Ante la gris invisibilidad de Mr. Revercomb (impecable, preciso como una balanza, rodeado de clínicos aromas; ojos grises y opacos plantados como semillas en el rostro anónimo, sellados por lentes aceradas) fue incapaz de recordar un sueño, y habló de dos ladrones que la siguieron por un parque y por la zona de los columpios—. «Un momento», me pidió que me detuviese; «hay muchos tipos de sueños», dijo, «pero éste es falso, se lo está inventando.» ¿Cómo lo supo? Entonces le conté otro sueño; era sobre él: me abrazaba de noche entre globos que subían y lunas que caían. Dijo que no le interesaban los sueños que tuvieran que ver con él.
       Miss Mozart, que anotaba todos los sueños en taquigrafía, recibió la orden de llamar al siguiente.
       —Creo que no volveré.
       —Volverás —dijo Oreilly—. Mírame. Hasta yo regreso, y hace mucho que el profesor Miseria acabó conmigo.
       —¿Profesor Miseria? ¿Por qué le llama así?
       Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se mecía y vociferaba. Sus carcajadas resonaron en la chirriante calle lluviosa y su sombra se proyectó sobre los arco iris reflejados en el pavimento.
       Oreilly dio la espalda al Santa Claus. Sonrió y dijo:
       —Le llamo profesor Miseria porque es eso. Profesor Miseria. Tal vez tú le llames de otro modo, pero es el mismo tipo; seguro que lo conoces. Las madres siempre hablan de él a sus hijos: vive en los huecos de los árboles, se desliza de noche por las chimeneas, acecha en los cementerios, sus pasos resuenan en los desvanes. El hijo de puta es un ladrón, una amenaza: se apropiará de todo lo que tengas y no te dejará nada; ni siquiera un sueño. ¡Buu! —gritó, y rió con más fuerza que el Santa Claus—. Qué, ¿ya sabes quién es?
       Sylvia asintió:
       —Sé quién es. En mi familia lo llamábamos de otro modo, pero no recuerdo cómo. Fue hace mucho.
       —Pero ¿lo recuerdas?
       —Sí, lo recuerdo.
       —Entonces llámalo profesor Miseria. —Y se alejó, botando su pelota—. Profesor Miseria. —Su voz se convirtió en una mera luciérnaga de sonido—. Pro-fe-sor Mi-se-ria…
       Costaba trabajo ver a Estelle recortada contra esa ventana llena de un sol tan hiriente como el crujir del cristal azotado por el viento. Además, Estelle la estaba sermoneando. Su voz nasal sonaba como si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar.
       —Me gustaría que te vieras —decía, ¿o acaso había dicho eso tiempo atrás?; era lo de menos—. No sé qué te ha pasado. A que no pesas ni cuarenta kilos. Se te ven todos los huesos y las venas. ¡Y el pelo! Pareces un perro de lanas.
       Sylvia se pasó una mano por la frente.
       —¿Qué hora es, Estelle?
       —Las cuatro —dijo, interrumpiéndole el tiempo suficiente para mirar el reloj—. ¿Y dónde está tu reloj?
       —Lo vendí —dijo Sylvia, demasiado cansada para mentir. No importaba. Había vendido tantas cosas, incluyendo su abrigo de castor y el bolso de noche con malla dorada.
       Estelle negó con la cabeza.
       —Me rindo, querida; así de claro, me rindo. Era el reloj que tu madre te regaló para tu graduación. Qué vergüenza —su boca hizo un chasquido de sirvienta antigua—, qué lástima y qué vergüenza. Jamás entenderé por qué nos dejaste. Eso es asunto tuyo, no hay duda; pero ¿cómo pudiste dejarnos por esta…, esta…?
       —Pocilga —completó Sylvia, usando la palabra deliberadamente. Era un cuarto amueblado de la zona este, a la altura de la Sesenta y tantos, entre la Tercera y la Segunda Avenida. Suficientemente amplio para un sofá-cama y un buró viejo y astillado como un espejo que semejaba un ojo con cataratas, tenía una ventana que daba a un inmenso solar (en las tardes se escuchaban voces agresivas y las correrías de niños desesperados); a lo lejos, como un punto de admiración en el horizonte de edificios, se alzaba la negra chimenea de una fábrica.
       La chimenea aparecía con frecuencia en sus sueños y nunca dejaba de excitar a Miss Mozart:
       —Fálica, fálica —murmuraba, apartando la vista de su taquigrafía.
       El suelo del cuarto era un basurero de libros empezados y nunca concluidos, periódicos viejos, hasta mondaduras de naranja, huesos de frutas, ropa interior, una polvera desparramada.
       Estelle se abrió paso entre la basura y se sentó en el sofá-cama.
       —Tú no lo sabes, pero me preocupas muchísimo. Mira, tengo mi orgullo y todo eso, y si no te caigo bien, bueno, pues vale. Pero no tienes derecho a alejarte de este modo, a que no se sepa de ti en un mes. Así que hoy le dije a Butsy: Butsy, tengo el presentimiento de que a Sylvia le ha sucedido algo horrible. Ya te puedes imaginar cómo me sentí cuando llamé a tu oficina y me dijeron que hacía cuatro semanas que no trabajabas allí. ¿Qué pasó?, ¿te despidieron?
       —Sí, me despidieron. —Sylvia se incorporó—. Por favor, Estelle, tengo que arreglarme; tengo una cita.
       —Tranquila, no irás a ningún lado hasta que no me entere de lo que pasa. La portera me dijo que te habías vuelto sonámbula…
       —¿Has hablado con ella? ¿Qué pretendes?, ¿por qué me espías?
       Los ojos de Estelle se arrugaron, como si fueran a llorar. Puso su mano sobre la de Sylvia y la palmeó suavemente.
       —Dime, querida, ¿es por un hombre?
       —Sí, es por un hombre —dijo Sylvia, con un asomo de risa en la voz.
       —Debiste haber hablado conmigo antes. —Estelle suspiró—. Conozco a los hombres. No tienes por qué avergonzarte de eso. Un hombre puede tratar a una mujer de tal forma que ella se olvide de todo lo demás. Si Henry no fuera el abogado prometedor que es, lo querría de todas formas, y haría cosas que antes de conocer a un hombre me hubieran parecido horrendas y repugnantes. Pero te has enredado con un tío que se está aprovechando de ti.
       —No es esa clase de relación —dijo Sylvia, poniéndose de pie y localizando un par de medias entre el furor de los cajones del buró—. No tiene nada que ver con el amor. Olvídalo. Es más, vuelve a casa y olvídate completamente de mí.
       Estelle la miró con detenimiento:
       —Me asustas, Sylvia, en serio que me asustas.
       Sylvia sonrió y continuó vistiéndose.
       —¿Recuerdas que hace mucho te dije que te casaras?
       —¡Uf! Ahora escúchame tú. —Sylvia se volvió; tenía una hilera de horquillas en la boca; las retiraba una a una mientras hablaba—. Hablas de matrimonio como si fuera la respuesta absoluta; pues bien, hasta cierto punto estoy de acuerdo. Claro que quiero que me amen, ¿y quién no? Pero incluso si estuviera deseando comprometerme, ¿dónde está el hombre con el que me he de casar? Debe haberse caído por una alcantarilla. En serio, no hay hombres en Nueva York, y si los hay, ¿dónde los encuentras? Los que me parecían mínimamente atractivos o eran casados o maricas o demasiado pobres para casarse. Además, éste no es un lugar para enamorarse; es un lugar para curarse del amor. Claro, supongo que podría casarme con alguien, pero yo no quiero eso, ¿o sí?
       —¿Entonces qué quieres? —Estelle se encogió de hombros.
       —Más de lo que recibo. —Colocó la última horquilla en su sitio y se alisó las cejas frente al espejo—. Tengo una cita, Estelle, es hora de que te vayas.
       —No puedo dejarte así —dijo Estelle, y su mano se agitó inerme—. Sylvia, eres mi amiga de la infancia.
       —Justamente ése es el asunto: ya no somos niñas; al menos, yo no. Vete a casa y no vuelvas por aquí. Lo único que quiero es que te olvides de mí.
       Estelle se llevó el pañuelo a los ojos; cuando llegó a la puerta lloraba con bastante fuerza. Sylvia no se podía permitir remordimientos; después de ser dura, sólo podía ser más dura.
       —Adelante —dijo, siguiendo a Estelle al vestíbulo—, ¡y escribe a casa todas las tonterías que se te ocurran de mí!
       Estelle lanzó un aullido que hizo que los otros inquilinos salieran a sus puertas y se fue escaleras abajo.
       Sylvia regresó a su cuarto y chupó un terrón de azúcar para quitarse el agrio sabor de boca; era el remedio de su abuela para el mal humor. Luego se arrodilló y sacó la caja de puros que escondía bajo la cama. Al abrirla se escuchó una versión casera y algo descompuesta de Cómo odio levantarme por las mañanas. La caja de música la había construido su hermano, que se la regaló cuando cumplió catorce años. Al comer azúcar había pensado en su abuela, y al escuchar la melodía, en su hermano; las habitaciones de la casa en que vivieron giraron frente a ella, en penumbra; Sylvia se movía de una a otra como una luz: escaleras arriba, abajo, fuera, de un lado a otro, un aire fragante, primaveral, sombras violáceas y el chirrido de un columpio en el porche. Todos han desaparecido, pensó, evocando sus nombres, ahora estoy totalmente sola. La música terminó. Pero continuó en su cabeza; podía oírla imponiéndose a los gritos de los niños del solar vacío, interrumpiendo su lectura. Leía un diario que guardaba en la caja, un cuaderno donde apuntaba lo más importante de sus sueños; ahora disponía de una infinidad y era muy difícil recordarlos. Hoy le contaría a Mr. Revercomb el de los tres niños ciegos. Eso le gustaría. Los precios que pagaba eran variables y estaba segura de que éste era por lo menos un sueño de diez dólares. La melodía de la caja de puros la acompañó escaleras abajo, la siguió por las calles hasta hacerla desear que acabara de una vez.
       En la tienda donde había estado el Santa Claus vio una exhibición igualmente enervante. Incluso cuando llegaba tarde a casa de Mr. Revercomb, como ahora, se sentía obligada a detenerse ante el escaparate. Una niña de yeso, con intensos ojos de vidrio, pedaleaba en una bicicleta a una velocidad de locura; aunque los radios de las ruedas giraban hipnóticamente, la bicicleta, por supuesto, jamás se movía: todo ese esfuerzo y la pobre chica sin ir a ningún lado. Era una situación lastimosamente humana; Sylvia se podía identificar con ella de un modo tan cabal que sintió una auténtica punzada. La caja de música giraba en su cabeza: ¡la melodía, su hermano, la casa, un baile de cuando hacía bachillerato, la casa, la melodía! ¿La oiría Mr. Revercomb? Su mirada penetrante revelaba una apagada sospecha. Sin embargo, pareció satisfecho con el sueño. Cuando salió, Miss Mozart le dio un sobre con diez dólares.
       —Tuve un sueño de diez dólares —le contó a Oreilly.
       —¡Estupendo! —Oreilly se frotó las manos—. Ojalá hubieras llegado antes, porque he hecho algo terrible. Entré en una tienda de bebidas, robé una botella de un cuarto de litro y salí corriendo.
       Sylvia no le creyó hasta que del abrigo abrochado con unos alfileres se sacó una botella de bourbon ya medio vacía.
       —Un día te vas a meter en problemas —dijo ella—, y entonces ¿qué será de mí? No sé qué haría sin ti.
       Oreilly rió y sirvió whisky en un vaso de agua. Estaban sentados en un café que no cerraba en toda la noche, un rutilante depósito de comida, animado por espejos azules y murales burdos. Aunque a Sylvia le parecía un sitio sórdido cenaban allí a menudo; de cualquier forma, aun en caso de tener dinero, ¿adonde más podían ir? Juntos causaban una impresión curiosa: una chica y un borracho decrépito. Hasta en un sitio así la gente se les quedaba mirando. Si lo hacían demasiado rato, Oreilly se erguía muy digno y decía:
       —Hola, labios ardientes, me acuerdo muy bien de ti, ¿todavía trabajas en el aseo de caballeros?
       Pero generalmente no les molestaban, y a veces se quedaban charlando hasta las dos o las tres de la mañana.
       —Menos mal que los otros no saben que el profesor Miseria te dio diez dólares. Alguno diría que le habías robado el sueño. Eso me sucedió una vez. Nadie se salva de las dentelladas, nunca he visto tantos tiburones, son peores que los actores, los payasos o los hombres de negocios. Es algo demencial, si te paras a pensarlo: la obsesión de si dormirás o no, si tendrás un sueño, si lo recordarás. Una y otra vez. Consigues un par de dólares y te lanzas a la primera licorería o a la primera máquina de pastillas para dormir, y antes de darte cuenta, ya estás total y absolutamente pirado. ¿Por qué? ¿Sabes a qué se parece? Es como la vida misma.
       —No, Oreilly, en eso sí que te equivocas. No tiene nada que ver con la vida. Tiene más que ver con estar muerta. Siento como si me despojaran de todo, como si un ladrón me robara hasta dejarme en los huesos. Oreilly, no tengo ninguna ambición, y solía tener muchas. No lo entiendo, no sé qué hacer.
       Él sonrió:
       —¿Y dices que no es como la vida? ¿Quién entiende la vida? ¿Quién sabe lo que hay que hacer?
       —No te burles; deja estar el whisky y tómate la sopa antes de que se te congele. —Encendió un cigarrillo; el humo le irritó los ojos, aguzando su ceño fruncido—. Ojalá supiera para qué quiere todos esos sueños, todos mecanografiados y archivados. ¿Qué hace con ellos? Tienes razón cuando dices que el profesor Miseria…, no se trata tan sólo de un curandero imbécil; no es posible que todo carezca de sentido, pero ¿para qué quiere sueños? Ayúdame, Oreilly, piensa, piensa: ¿qué significa?
       Oreilly se sirvió otro trago, cerrando un ojo; su torcida boca de payaso adquirió una corrección académica:
       —Esta pregunta vale un millón de dólares, niña. ¿Por qué no preguntas algo sencillo, como un remedio para el catarro común y corriente? Sí, ¿qué significa? He pensado bastante en ello. Lo he pensado mientras le hacía el amor a una mujer y lo he pensado a mitad de una partida de póquer. —Apuró el trago y se estremeció—. Mira, un sonido puede iniciar un sueño; el ruido de un coche que pasa por la calle puede hacer que cientos de personas dormidas caigan en lo más profundo de sí mismas. Es curioso pensar en ese coche avanzando en la oscuridad, desatando tantos sueños. El sexo, un repentino cambio de luz, un problema, estas pequeñas llaves pueden abrir nuestro interior. Pero casi todos los sueños empiezan porque una furia interior derrumba las puertas. No creo en Jesucristo pero sí en el alma; así es como me lo imagino yo: los sueños son la mente del alma, nuestra verdad escondida. Tal vez el profesor Miseria no tenga alma y tome trocitos de la tuya. Te los roba como te robaría las muñecas o el ala de pollo de tu plato. Cientos de almas han pasado por él y han ido a parar a un archivo.
       —Oreilly, no te burles —volvió a decir, molesta porque creyó que él bromeaba—, mira, la sopa está…
       Se detuvo de golpe, sobresaltada por la expresión de Oreilly, quien miraba hacia la entrada. Había tres hombres, dos policías y un civil vestido de tendero. El civil señalaba la mesa que ocupaban ellos. Los ojos de Oreilly registraron el local con desesperación acorralada. Luego asintió, se acomodó en su sitio, se sirvió otro trago con gesto ostentoso.
       —Buenas noches, caballeros —dijo cuando los oficiales se le pusieron delante—, ¿les apetece un trago?
       —¡No pueden arrestarlo! —gritó Sylvia—. ¡No pueden arrestar a un payaso! —Les arrojó su billete de diez dólares, pero no le hicieron caso, y ella empezó a golpear la mesa. Todos los clientes los miraban. El encargado llegó corriendo, retorciéndose las manos.
       El policía le pidió a Oreilly que se pusiera de pie.
       —Desde luego —dijo Oreilly—, aunque no veo por qué se preocupan de unos delitos tan ínfimos como los míos habiendo maestros del robo tan a mano. Por ejemplo, esta hermosa criatura… —se colocó entre los oficiales y señaló a Sylvia— acaba de ser víctima de un robo mayúsculo: pobrecilla, le han robado el alma.

       Sylvia no salió de su cuarto en los dos días que siguieron al arresto de Oreilly: sol en la ventana; luego, oscuridad. Al tercer día ya se había quedado sin cigarrillos, así que se aventuró hasta la tienda de la esquina. Compró una caja de pastelitos, una lata de sardinas, un periódico y cigarrillos, y eso le causó una aguda sensación de delicia y contento, pues no había comido nada en todo ese tiempo. Pero el subir las escaleras y el alivio de cerrar la puerta la dejaron tan exhausta que ni siquiera pudo hacer la cama. Se sentó en el suelo y no se movió hasta que volvió a ser de día. Le pareció que había estado ahí unos veinte minutos. Puso la radio a todo volumen, arrastró una silla hasta la ventana y abrió el periódico en su regazo: Lana lo niega, Repulsa de la URSS, Los mineros llegan a un acuerdo; de todas las cosas ésta era la más triste: la vida continuaba. Cuando uno deja a un amante, la vida debería detenerse; cuando uno se aleja del mundo, el mundo debería acabarse, pero eso nunca sucede. La mayoría de la gente se levanta por la mañana, no porque importe lo que haga, sino porque no importaría que no lo hiciera. Sin embargo, si Mr. Revercomb finalmente lograba reunir los sueños de todas las cabezas, tal vez… La idea se le escapó, se entremezcló con la radio y el periódico. Bajan las temperaturas. Una tormenta de nieve recorre Colorado hacia el oeste, cae sobre todas las poblaciones, amarillea todas las luces, cubre cada pisada, está cayendo ahora mismo. Con qué rapidez se había desatado la tormenta: los techos, el solar vacío, el horizonte, tenían una blancura progresivamente espesa, aborregada. Miró el periódico y miró la nieve; debía haber nevado todo el día. Imposible que hubiera empezado hacía un momento. No se oían coches circulando; había niños alrededor de una hoguera entre los revueltos desperdicios del solar vacío; un coche, enterrado hasta el parachoques, encendía y apagaba sus luces: ¡auxilio!, ¡auxilio!, silencioso como el corazón de la angustia. Desmenuzó un pastelito y colocó las migajas en el alero de la ventana; los pájaros del norte vendrían a hacerle compañía. Les dejó la ventana abierta; la ventisca dispersó copos de nieve que se disolvieron en el suelo como joyas del día de los inocentes. Presenta: La vida puede ser hermosa. ¡Baje la radio! La bruja del bosque golpeaba su puerta. Sí, Mrs. Halloran, dijo, y apagó la radio. Silencio de nieve, silencio de sueño, sólo el remoto canturrear de los niños divertidos con el fuego. El cuarto estaba azul de frío, más frío que el frío de los cuentos de hadas: amor mío, acuéstate entre las escarchadas flores de la nieve. Mr. Revercomb, ¿por qué espera en el umbral? Vamos, pase, hace tanto frío ahí fuera. Pero el momento de despertar fue tibio; alguien la sujetaba. La ventana estaba cerrada y los brazos de un hombre la estrechaban. Le cantaba, con voz afectuosa y despreocupada: el pastel de zarzamora es rico, el pastel de mora es rico, pero no tan rico como el de amor
       —Oreilly, ¿eres tú?, ¿eres tú de verdad?
       Él la estrechó con fuerza.
       —La nena está despierta. ¿Cómo se encuentra?
       —Pensaba que estaba muerta —dijo, y la felicidad le aleteó por dentro como un pájaro herido pero todavía capaz de volar. Trató de abrazarlo pero estaba demasiado débil.
       —Te quiero, Oreilly, eres mi único amigo, estaba tan asustada. Pensé que no te volvería a ver. —Hizo una pausa, recordando—. Pero ¿cómo es que no estás en la cárcel?
       El rostro de Oreilly se encendió, contento:
       —Nunca he estado en la cárcel —dijo misteriosamente—, pero antes que nada vamos a comer. Esta mañana he subido algunas cosas de la tienda.
       De repente sintió que flotaba:
       —¿Desde cuándo estás aquí?
       —Desde ayer —dijo él, atareado con paquetes y platos de plástico—. Tú misma me abriste.
       —Es imposible. No recuerdo nada.
       —Lo sé —dijo él, sin insistir en el tema—. Toma, bébete la leche como una niña buena que te voy a contar una historia verdaderamente malísima. Uy, es tremenda —anunció, golpeándose los costados, de buen humor; más que nunca, parecía un payaso—. Como te iba diciendo, no he estado en la cárcel; me salvé por los pelos porque cuando aquellos granujas me llevaban a empellones encontré nada menos que a la mujer gorila: ¡acertó!, Miss Mozart. ¿Qué tal?, le digo, ¿también viene a que la afeite el barbero? Ya era hora de que lo arrestaran, me dice, y le sonríe a uno de los policías. Haga su trabajo, oficial. Ah, le digo, si no me han arrestado, voy a la comisaría para denunciarla, comunista de mierda. Ya te puedes imaginar la que armó entonces: se lanzó contra mí y los policías trataron de detenerla. No creas que no les advertí: cuidado, chicos, que es una mujer de pelo en pecho. Miss Mozart debió de confirmarlo, así que yo me alejé por la calle como si tal cosa. Nunca me ha gustado pararme a mirar las peleas callejeras, como hace la gente de esta ciudad.
       Oreilly se quedó con ella el fin de semana. Fue la fiesta más hermosa que Sylvia pudiera recordar; para empezar nunca se había reído tanto, y además nadie, desde luego nadie de su familia, la había hecho sentirse tan querida. Oreilly cocinaba bien y preparó deliciosos platillos en la pequeña cocina eléctrica. En una ocasión recogió la nieve del alero de la ventana para hacer un sorbete con jarabe de fresa. El domingo, Sylvia se sintió con fuerzas suficientes como para bailar. Encendieron la radio y bailó hasta caer de rodillas, sonriente, sin aliento.
       —Nunca más volveré a asustarme —dijo—. Ni siquiera sé de qué tenía miedo.
       —De las mismas cosas que te asustarán la próxima vez —dijo Oreilly, con calma—. Es una cualidad del profesor Miseria: nadie sabe nunca qué es, ni siquiera los niños, que lo saben casi todo.
       Sylvia se acercó a la ventana; una blancura ártica cubría la ciudad, pero había dejado de nevar, el cielo nocturno tenía una claridad de hielo. Vio la primera estrella de la noche que emergía del río.
       —La primera estrella —dijo, cruzando los dedos.
       —¿Qué deseo pides cuando ves la primera estrella?
       —Pido ver otra estrella —dijo—, casi siempre pido eso.
       —¿Y esta noche?
       Se sentó en el suelo, apoyó su cabeza en las rodillas de Oreilly.
       —Esta noche quisiera recuperar mis sueños.
       —Todos deseamos eso, ¿no? —dijo Oreilly, acariciándole el pelo—. ¿Y qué harías entonces? Quiero decir, ¿qué harías si los recuperaras?
       Por un momento Sylvia guardó silencio; cuando habló tenía una mirada grave, distante.
       —Regresaría a casa —dijo muy despacio—. Es un decisión terrible, pues significaría renunciar a todos mis otros sueños, pero si Revercomb me los devolviera, me iría a casa mañana mismo.
       Oreilly fue al armario y sin decir palabra le dio su abrigo.
       —¿Para qué? —preguntó ella, mientras él la ayudaba a ponérselo.
       —Hazme caso, por favor; vamos a visitar a Revercomb, le pedirás que te devuelva tus sueños. No perdemos nada.
       Sylvia se detuvo en la puerta:
       —Por favor, Oreilly, no me obligues a ir. No puedo, tengo miedo.
       —Creí que habías dicho que ya no volverías a tener miedo.
       Una vez en la calle, Oreilly la apresuró entre la ventisca, tanto que no tuvo tiempo de asustarse. Era domingo, las tiendas estaban cerradas y los semáforos parecían encenderse y apagarse sólo para ellos; ningún coche recorría la avenida cubierta de nieve. Sylvia incluso olvidó adonde iban y recordó pequeños incidentes: en esa esquina había visto a Greta Garbo y ahí enfrente habían atropellado a una anciana. Sin embargo, finalmente se detuvo, sin aliento, abrumada por una repentina lucidez.
       —No puedo, Oreilly —dijo tirando de él—, ¿qué voy a decirle?
       —Proponle un trato —dijo Oreilly—; dile con franqueza que quieres tus sueños, que si te los da le devolverás todo su dinero: a plazos, naturalmente. Así de sencillo. ¿Por qué mierda no te los va a devolver? Están todos en el archivo.
       De algún modo ese discurso le pareció convincente; avanzó con cierto valor, sus pies helados pisaban fuerte.
       —Ésa es mi chica —dijo Oreilly.
       Se separaron en la Tercera Avenida. Oreilly sabía que de momento ese barrio no era muy seguro para él. Se refugió en un portal, de vez en cuando encendía una cerilla y canturreaba: pero es más rico el pastel de whisky y moras. Un perro delgado y largo como un lobo trotó por los respiraderos en forma de luna, bajo el tren elevado, y al otro lado de la calle se veían las siluetas brumosas de los hombres reunidos en un bar. Le aturdió la simple posibilidad de entrar a conseguir un trago de gorra. Sylvia apareció cuando se había decidido a intentar algo por el estilo. Antes de que pudiera distinguir si realmente se trataba de ella, ya estaba en sus brazos.
       —No hay para tanto, amor mío —dijo suavemente, abrazándola lo mejor que pudo—. No llores; hace demasiado frío para llorar, se te va a arrugar la cara.
       Ella trató de hablar, poco a poco su llanto se volvió una risa trémula, artificial. El aire recibió el vaho de su risa.
       —¿Sabes lo que me ha dicho? —masculló—. ¿Sabes lo que ha dicho cuando le he pedido mis sueños? —Echó la cabeza atrás; su risa subió y se remontó sobre la calle como una cometa perdida, pintada de colores estridentes. Oreilly tuvo que sacudirla.
       —Dijo que no me los podía devolver porque él ya los había usado.
       Se quedó callada, su rostro se suavizó, cobrando una tranquila inexpresividad. Tomó a Oreilly del brazo. Caminaron juntos, pero eran como amigos que recorrían un andén, cada cual esperando el tren en que partiría el otro. Al llegar a la esquina, él carraspeó y dijo:
       —Supongo que es un buen sitio para que me vaya, tan bueno como cualquier otro.
       Sylvia lo tomó de la manga:
       —Pero ¿adonde vas a ir, Oreilly?
       —Viajaré por el azul. —Ensayó una sonrisa poco convincente.
       Ella abrió su bolso:
       —Uno no puede viajar por el azul sin una botella. —Lo besó en la mejilla y deslizó cinco dólares en su bolsillo.
       —Dios te bendiga, niña.
       Era todo el dinero que le quedaba, pero no le importó tener que caminar sola a casa. Los montones de nieve parecían olas de un mar blanco: avanzaba sobre las olas, impulsada por vientos y mareas lunares. No sé lo que quiero, y tal vez nunca lo sepa, mi único deseo ante cada estrella será ver otra estrella. No estoy asustada, pensó, de verdad que no. Dos muchachos salieron de un bar y se le quedaron mirando. En un parque, hacía mucho tiempo, había visto a dos muchachos que tal vez fueran los mismos. No estoy asustada, de verdad que no, pensó, escuchando las pisadas que la seguían con un crujir de nieve; de cualquier forma, ya no quedaba nada que robar.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar