Sherwood Anderson
(Camden, Ohio, 1876 - Colón, Panamá, 1941)
Todo es engaño
(“Sophistication”)
Winesburg, Ohio
(Nueva York: B. W. Huebsch, 1919, 303 págs.)
Era la hora
del anochecer, de uno de los últimos días de
otoño. La Feria Comarcal de Winesburgo había
atraído al pueblo una gran muchedumbre de gentes
del campo. El día había sido despejado y la noche
se presentaba tibia y agradable. Las carretas que
pasaban por Trunion Pike, en donde la carretera se
extendía, al salir, de la ciudad, por entre campos
de fresales, cubiertos ahora de oscuras hojas
secas, levantaban nubes de polvo. Los niños,
arrebujados como pequeñas pelotas, dormían
encima de la paja extendida dentro de los carros.
Sus cabellos estaban cubiertos de polvo, y sus dedos
sucios y pegajosos. El polvo se cernía sobre los
campos; y el sol, al ocultarse, lo teñía con vivo
resplandor.
La muchedumbre
llenaba las tiendas y las aceras de la calle
principal de Winesburgo. Se echó encima la noche,
relincharon los caballos, los dependientes de las
tiendas iban y venían como locos, los niños se
extraviaban y rompían a berrear, y todo un pueblo
de Norteamérica trabajaba desesperadamente por
divertirse.
El joven George
Willard se abrió paso por entre la muchedumbre que
llenaba Main Street, se escondió en la escalera del
consultorio del doctor Reefy y observó desde allí
a la gente. Examinaba con ojos febriles las caras
que desfilaban bajo las luces de los almacenes.
Pugnaban por irrumpir en su cerebro toda clase de
pensamientos, pero él no quería pensar. Golpeaba
impaciente con los pies en las escaleras de madera y
miraba inquisitivamente a todas partes. “Bueno,
¿será capaz ella de no apartarse de él en todo el
día? ¿Me habrá hecho esperar inútilmente todo
este rato?”, murmuró.
George Willard,
el muchacho de aquel pueblo de Ohio, se hacía
rápidamente hombre y empezaba a pensar de
distinta manera que hasta entonces. Había andado
todo el día entre aquella masa humana de las
ferias, con un sentimiento de soledad en el alma.
Pronto iba a abandonar Winesburgo para marchar a una
ciudad, donde esperaba colocarse en algún
periódico; tenía la sensación de ser una persona
mayor. Aquel estado de ánimo suyo era propio de
hombre e impropio de un muchacho. Sentíase viejo
y un poco cansado. Se despertaban en él los
recuerdos. Creía que su nuevo sentimiento de
madurez lo apartaba del mundo, haciendo de él una
figura casi trágica. Hubiera querido que alguien
fuese capaz de comprender la sensación que lo
dominaba después de la muerte de su madre.
Llega para todos
los muchachos un momento en cl que se vuelven a
contemplar su vida pasada. Es tal vez ese momento en
que cruzan la línea que los separa de la edad viril.
El muchacho pasea por las calles de su pueblo.
Piensa en su porvenir, en el papel que
representará en el mundo. Despiértase en él
ambiciones y arrepentimientos. De pronto ocurre algo
imprevisto; se detiene debajo de un árbol y
permanece como a la espera de que alguien le llame
por su nombre. Se deslizan en su conciencia sombras
de cosas pasadas; las voces del exterior le susurran
un mensaje que le habla de las limitaciones de la
vida. La seguridad absoluta que tenía en su
porvenir se trueca en una absoluta inseguridad. Si
es un muchacho de imaginación, cae derribada
delante de él una puerta y se le presenta ante la
vista, por vez primera, el panorama del mundo; ve,
como si desfilaran ante él en procesión, las
incontables figuras de hombres que hasta aquel
momento han salido de la nada, han vivido sus vidas
y han vuelto a desaparecer en la nada. La tristeza
de lo falaz ha caído sobre el muchacho. Se mira
atónito a sí mismo como una simple hoja que el
viento arrastra por las calles de su pueblo.
Comprende que, a pesar de toda la seguridad
vocinglera con que hablan sus compañeros, está
condenado a vivir y morir en la incertidumbre; que
es una cosa arrastrada por el viento, una cosa
destinada a agotarse, como el trigo, bajo los rayos
del sol. Se estremece y mira en torno suyo. Los
dieciocho años que él ha vivido parecen sólo un
momento, el tiempo de una respiración en la larga
marcha de la Humanidad. Escucha ya la llamada de la
muerte. Y anhela desde lo más hondo de su
corazón acercarse a otro ser humano, tocar con
sus manos a otra persona, sentir la caricia de otras
manos. Si prefiere que esas manos sean las de una
mujer es porque cree que la mujer será afectuosa,
que le comprenderá. Eso es lo que quiere sobre todo:
comprensión.
Cuando llegó
para George Willard ese momento de desengaño, su
pensamiento se volvió hacia Helen White, la hija
del banquero de Winesburgo. Se había dado cuenta en
todo momento de que aquella joven se hacía mujer a
la par que él entraba en la virilidad. Cuando él
tenía dieciocho años, salió cierta noche de
verano a pasear con ella por el campo y se dejó
llevar, en presencia suya, de un impulso de
fanfarronería; quiso aparecer grande e importante
ante sus ojos. Ahora llevaba otras intenciones al
pretender verse con ella. Quería hablarle de los
nuevos pensamientos de que se sentía inspirado. Se
había esforzado, cuando nada sabía él acerca de
la hombría, en hacer que ella lo tomase por un
hombre, y ahora quería estar a su lado para hacerle
comprender el cambio que se había operado, según
él creía, en su naturaleza.
También Helen
White había llegado a un período de
transformación. Lo que George sentía, también lo
sentía ella a la manera de una mujer joven. Ya no
era una niña, y ansiaba alcanzar la gracia y la
belleza de la mujer hecha. Había llegado de
Cleveland, en uno de cuyos colegios estudiaba,
para pasar un día en la feria. También ella
empezaba a tener recuerdos. Durante el día
permaneció sentada en la gran tribuna, acompañada
por un joven, uno de los profesores adjuntos del
colegio, que era huésped de su madre. Era un joven
algo pedante, y ella comprendió en seguida que no
era el hombre que a ella le hacía falta. Estaba
satisfecha de que la viesen en la feria con él,
porque vestía bien y era forastero. Estaba segura
de que la sola presencia del joven produciría
impresión. Sentíase feliz durante el día, pero
cuando se hizo de noche empezó a estar desasosegada.
Quería alejar de allí al profesor, escapar ele su
presencia. Mientras estuvieron sentados en la gran
tribuna y vio clavados en ella los ojos de sus
antiguas compañeras de escuela, mostróse Helen tan
atenta con su acompañante que éste fue
interesándose. “Un hombre de ciencia necesita
dinero. Yo debería casarme con una mujer que
tuviese dinero”, cavilaba.
Helen White iba
pensando en George Willard en el momento mismo en
que éste se paseaba, tétrico, entre la multitud.
Se acordaba de la noche de verano en que habían
salido juntos, y quería volver a pasear en su
compañía. Pensaba que los meses que ella había
pasado en la ciudad, asistiendo a teatros y viendo
caminar a las grandes multitudes por las anchas
avenidas iluminadas, la habían cambiado
profundamente. Quería que él sintiese y se diese
cuenta de la transformación de su naturaleza.
Mirando las
cosas razonablemente, la noche que habían pasado
juntos y que tan grabada había quedado en la
memoria del joven como en la de la mujer, se había
pasado de una manera bastante tonta. Salieron
fuera de la ciudad y caminaron por un camino
vecinal; luego se detuvieron junto a una vallado,
cerca de un campo de trigo verde, y George se quitó
la americana y se la colgó del brazo. “Bueno,
hasta ahora no me he movido de Winesburgo, eso es;
todavía no he salido de aquí; pero ya voy
haciéndome mayor -dijo-. He leído muchos libros y
he pensado mucho. Voy a intentar ser algo en la vida.”
“Verás —explicó—;
no es eso lo que quería decir. Lo mejor sería, tal
vez, que me callase.”
El muchacho,
completamente turbado, apoyó su mano en el brazo de
la joven. Le temblaba la voz. Retrocedieron por el
mismo camino, hacia el pueblo. Y en su
desesperación, soltó George esta balandronada: “Yo
he de llegar a ser un gran hombre, el más grande de
cuantos han vivido en Winesburgo. Te necesito,
aunque no sé como. Es posible que no tenga derecho
a decírtelo. Y yo quisiera que tú fueses una
mujer distinta de las demás. Ya me comprendes. No
soy yo quien debe decírtelo. Que seas una
espléndida mujer-. Eso es lo que quiero.”
La voz del
muchacho se apagó, y los dos regresaron en
silencio al pueblo, pasando por Main Street para ir
a casa de Helen. Ya en el portal, hizo George un
esfuerzo para decir alguna cosa ele efecto. Se
acordó de los discursos que se traía preparados,
pero le parecieron completamente inútiles. “Yo
pensaba -yo solía pensar-, yo tenía la idea de
que tú te casarías con Seth Richmond. Ahora ya
sé que no”, fue todo lo que acertó a decir cuando
ella atravesó el portal y se dirigió hacia la
puerta de entrada de su casa.
En este tibio
anochecer de otoño, de pie en la escalera y mirando
a la gente que pasaba por Main Street, recordó
George la conversación aquélla junto al campo de
verde trigo, y sintió vergüenza del papel que
había representado.
La gente iba y
venía por la calle como ganado confinado dentro de
una empalizada. Los carricoches y carros
obstruían casi por completo la estrecha calzada.
Tocaba una banda, y los muchacos pequeños
corrían por la acera, metiéndose por entre las
piernas de los hombres; muchachos jóvenes de
rostros rubicundos caminaban torpemente con
jóvenes cogidas de su brazo. En una sala situada
encima de un almacén, en la que iba a darse baile,
templaban los violinistas sus instrumentos. Sus
notas cortadas caían por la ventana abierta y
flotaban por entre el murmullo de voces y los
bramidos de las cornetas de la banda. Aquella
mezcolanza de ruidos excitó los nervios del joven
Willard. En todas partes, por todos lados, lo
rodeaba una sensación de muchedumbre, de vida en
ebullicíón. Quería escapar de allí, a un lugar
en que se sintiese solo y pudiese meditar. “Que
siga con ese joven, si tal es su deseo. ¿ Por qué
he de preocuparme? ¿ No es lo mismo para mí?”,
exclamó gruñonamente, y se lanzó por Main Street;
al llegar a la tienda de ultramarinos de Hern
dobló por una calle lateral.
George sentíase
tan completamente solo y abatido que sentía
impulsos de llorar; pero el orgullo le obligó a
seguir adelante, balanceando los brazos. Llegó
hasta las caballerizas de alquiler de Wesley Moyer y
se detuvo en la oscuridad a escuchar lo que decía
un grupo de hombres que estaban conversando acerca
de la carrera que había ganado aquella tarde en la
feria el garañón de Wesley, Tony Tip; se había
reunido un gran número de personas frente a las
caballerizas, v Wesley se paseaba por delante del
grupo, dandose importancia y fanfarroneando.
Tenía en la mano un látigo y no cesaba de dar
golpes en el suelo con él. A la luz de la lámpara
se veía cómo saltaba a cada golpe una nubecilla de
polvo. “Por todos los diablos, callaos —exclamó
Wesley—. Yo no tenía miedo; desde el primer
momento estaba seguro de vencerlo. No tenía miedo.”
Aquellas
fanfarronadas del tratante Moyer habrían
despertado el interés de George Willard de haber
estado en su ordinaria situación de ánimo, pero en
esta ocasión lo pusieron furioso. Dio media
vuelta y se alejó por la calle. “Viejo
fanfarrón —masculló entre dientes—. ¿Por
qué será tan jactancioso? ¿Por qué no se
callará?”
George se metió
por un solar vacío, y en su precipitación tropezó
y se cayó encima de un montón de trastos viejos.
Un clavo que sobresalía de un barril desfondado le
rasgó el pantalón. Sentóse en el suelo y
empezó a echar maldiciones. Arregló el rasguño
del pantalón con un alfiler, se levantó y siguió
adelante. “Lo que voy a hacer es ir a casa de Helen
White. Iré derecho allí. Diré que quiero hablar
con ella. Me iré allí sin rodeos y me sentaré a
esperar”, se dijo, al mismo tiempo que saltaba por
una empalizada y echaba a correr.
. . .
Helen
se hallaba en la terraza de la casa del banquero
White, desasosegada y distraída. El profesor
adjunto estaba sentado entre la madre y la hija. Su
conversación aburría a la joven. Aunque también
el joven profesor se había educado en un pueblo de
Ohio, empezó a darse aires de hombre de ciudad.
Quería aparentar cosmopolitismo. “Me encanta esta
oportunidad que ustedes me han dado de estudiar el
ambiente de donde salen la mayor parte de nuestros
jóvenes —exclamó—. Ha sido usted muy amable,
señora White, al invitarme y pasar aquí el día
de hoy.” Se volvió hacia Helen y se echó a reír.
“¿Se halla la vida de usted ligada todavía a la
vida de este pueblo? ¿Hay aquí personas por las
que usted se interesa?”, dijo. Aquella voz sonó
en los oídos de la joven como cosa afectada y
aburrida.
Helen se
levantó y se metió dentro. Se detuvo junto a la
puerta que daba al jardín en la parte trasera de la
casa y se puso a escuchar. Su madre empezaba a decir:
“No hay en este pueblo un partido conveniente para
una joven de las condiciones de Helen.”
Helen bajó
corriendo un tramo de escaleras y salió al jardín.
Se detuvo temblorosa en la oscuridad. Tenía la
sensación de que el mundo estaba lleno de gentes
sin sentido, que no hacían más que hablar. Presa
de ardiente ansiedad, salió corriendo por el portal
del jardín y, doblando una esquina junto a las
caballerizas del banquero, siguió por una pequeña
calle lateral. “¡George! ¿Dónde estás?”,
exclamó dominada por una exaltación nerviosa. Se
detuvo y se apoyó contra un árbol, rompiendo a
reír histéricamente. George Willard se acercaba
por la pequeña calle oscura, hablando solo: “Voy a
meterme de rondón en su casa. Entraré, sin más, y
me sentaré”, iba diciendo, y en aquel momento
tropezó con ella. Se detuvo y se le quedó mirando
atontado. “Ven”, dijo, y la cogió de la mano.
Caminaban bajo los árboles de la calle con las
cabezas inclinadas. Las hojas secas rechinaban bajo
sus pies. George pensaba en lo que le convendría
hacer y decir, ahora que la había encontrado.
. . .
Al
extremo superior del campo de la feria de Winesburgo
hay una vieja tribuna destartalada. Jamás le dieron
una mano de pintura, y las tablas se hallaban
torcidas y deformadas. El campo de la feria está en
lo alto de una pequeña colina que se eleva en el
valle del Wine Creek, y por la noche se distinguen
desde la tribuna, más allá de unos trigales, las
luces del pueblo, que parecen brillar sobre el fondo
del firmamento.
George y Helen
subieron hacia lo alto de la colina por un sendero
que pasaba junto al depósito de aguas corrientes.
La sensación de soledad y aislamiento que se había
apoderado del joven en las calles llenas de
concurrencia, quedaba ahora disipada, e
intensificada al mismo tiempo con la presencia de
Helen. Y lo que el joven sentía reflejábase en
ella.
En todos los
jóvenes hay dos fuerzas que se entrechocan. El
pequeño animal impetuoso e irreflexivo lucha contra
el ser que piensa y recuerda; y aquel estado de
ánimo, propio de un ser de más edad y más
desengañado, se había apoderado de George Willard.
Helen, que lo adivinaba, caminaba a su lado llena
de respeto. Cuando llegaron a la tribuna se
encaminaron hasta la fila más alta y tomaron
asiento en uno de los bancos.
Visitando el
campo de la feria, en los alrededores de cualquier
pueblo del Medio Oeste, durante la noche que sigue
al día de su celebración, se experimenta una
sensación inolvidable. Se ven por todas partes,
sombras, no de difuntos, sino de personas vivientes.
Durante el día se han congregado aquí las gentes
del pueblo y de la región circunvecina. Dentro del
vallado del campo se han reunido los granjeros con
sus mujeres y sus hijos, y todas las personas que
viven en los centenares de pequeñas casas de
madera. Se han reído las jóvenes y han hablado de
sus asuntos los hombres barbudos. Aquel lugar estaba
rebosante de vida. Bullía y reventaba de vida;
pero ha llegado la noche y la vida se ha retirado de
allí. El silencio es casi aterrador. Si una persona
de naturaleza reflexiva se oculta y permanece en
silencio junto al tronco de un árbol, todo lo que
hay de reflexivo en su temperamento se intensifica.
Se estremece al pensar en la futilidad de la vida; y
al mismo tiempo, si se trata de un habitante de
aquel pueblo, siente hacia ellos un amor tan intenso
que le salen las lágrimas a los ojos. George
Willard estaba sentado junto a Helen, en la
oscuridad, bajo el techo de la tribuna, y sentía
con gran viveza su propia insignificancia dentro del
sistema de la vida. Lejos ya del pueblo, en donde se
irritaba por la presencia de aquellas gentes que
iban y venían agitadas y atareadas por una multitud
de negocios, desapareció su irritabilidad. La
presencia de Helen le servía de tónico y sedante.
Parecía como si aquella mano de mujer le ayudase
a poner a punto minuciosamente la maquinaria de su
vida. Empezó a pensar, casi con reverencia, en
aquellas gentes del pueblo en donde había vivido
siempre. Sentía un gran respeto por Helen.
Quería amarla y ser amado por ella; pero en aquel
momento no quería sentirse conturbado por la mujer
que había surgido en ella. La cogió de la mano en
la oscuridad; y, cuando ella se le aproximó, George
le pasó la mano por la espalda. Empezó a soplar el
viento, y ella empezó a tiritar. George concentró
toda su energía, intentado comprender y hacerse
cargo de aquel estado de ánimo que se había
adueñado de él. Allá en la oscuridad, en aquella
eminencia, se abrazaban estrechamente dos átomos
humanos, poseídos de una extraña sensibilidad, y
esperaban. Los dos tenían el mismo pensamiento.
“Yo he venido a este lugar solitario, y aquí está
este otro.” Tal era en sustancia lo que sentían.
Aquel día, de
tanta concurrencia en Winesburgo, se había
esfumado hasta convertirse en una de las largas
noches de fines de otoño. Los caballos de las
granjas se alejaban trotando por los solitarios
caminos vecinales, arrastrando cada cual su parte
correspondiente de gente fatigada. Los dependientes
empezaron a retirar de las aceras las muestras y
fueron cerrando las puertas de las tiendas. En el
teatro de la Opera se había congregado una gran
muchedumbre para presenciar la representación.
Más allá, en Main Street los violinistas, una vez
templados los instrumentos, trabajaban y sudaban
para que los pies de la juventud volasen sin
descanso por el suelo del salón de baile.
Helen White y
George Willard permanecieron callados en la
oscuridad de la tribuna. De ver, en cuando se
rompía el encanto que los tenía embargados y se
volvían para mirarse a los ojos. Se besaban, pero
este ímpetu no duraba mucho. Al extremo más
elevado del campo de la feria había media docena de
hombres cuidando los caballos que habían corrido
aquella tarde. Habían hecho una hoguera y
calentaban en ella ollas de agua. Sólo se
distinguían sus piernas cuando se movían, a la
luz de las llamas. Cuando soplaba el viento danzaban
locamente las pequeñas lenguas de fuego.
George y Helen
se levantaron y fueron caminando en medio de la
oscuridad. Siguieron por un sendero que pasaba junto
a un trigal no cortado todavía. El viento
susurraba entre las secas espigas. Aquel encanto que
los embargaba se quebró un momento durante su
regreso al pueblo. Cuando llegaron a la cima de la
colina del depósito de aguas se detuvieron junto
a un árbol y George volvió a poner sus manos en
los hombros de la joven. Ella le abrazó
ardientemente, pero los dos contuvieron rápidamente
aquel impulso; dejaron de besarse y permanecieron un
poco apartados. Creció en ellos el sentimiento de
mutuo respeto. Sintiéronse cohibidos y, para
librarse de esa penosa sensación, se dejaron
dominar por los ímpetus animales de la juventud.
Estallaron en risas y empezaron a darse empujones
y a tironear el uno del otro. Amansados y
purificados en cierto sentido por aquel estado de
ánimo de que habían estado poseídos, no fueron ya
hombre y mujer, ni muchacho ni muchacha, sino dos
pequeños animales impetuosos.
Y de esta manera
descendieron por la ladera de la colina. Jugueteaban
en la oscuridad corno dos magníficos seres jóvenes,
en un mundo joven. Una de las veces en que
corrían como locos, tropezó Helen con George, y
éste cayó al suelo, braceando y gritando. Rodó
colina abajo entre grandes risotadas; Helen corrió
tras él. Se detuvo un momento en la oscuridad. No
es posible saber cuáles fueron los pensamientos de
mujer que cruzaron entonces por su mente; cuando
estuvieron al pie de la colina y se acercó ella
al muchacho, le cogió del brazo y caminó a su lado
en medio de un silencio lleno de dignidad. Ni uno ni
otro habrían podido explicar, por alguna razón
desconocida, que aquella noche sin palabras les
había proporcionado lo que ellos buscaban. Hombre
o muchacho, mujer o niña, se habían compenetrado
durante un momento de aquello que hace posible que
los hombres y mujeres que han llegado a la madurez
de su vida vivan en el mundo moderno.
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