Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)


El jardinero (1925)
[Otro título en español: “El hortelano”]

(“The Gardener”)
Originalmente publicado en McCall’s Magazine (abril 1925);
re-impreso en Strand (mayo 1925);
Debits and Credits
(Londres: Macmillan and Co., 1926, 216 págs.)



One grave to me was given.
One watch till Judgment Day;
And God looked down from Heaven
And rolled the stone away.

One day in all the years,
One hour in that one day,
His Angel saw my tears,
And rolled the stone away!

[Una tumba me fue dada, / una guardia hasta el Día del Juicio; / y Dios miró desde el Cielo / y apartó la lápida. // Un día en todos los años / una hora en ese día. / Su Ángel vio mis lágrimas / ¡y apartó la lápida!]


      En el pueblo, todos sabían que Helen Turrell cumplía con sus obligaciones para con todos los suyos y, de un modo especialmente honroso, para con el infortunado hijo de su único hermano. Sabían, además, que George Turrell había causado graves problemas a su familia desde su temprana juventud, por lo que no se sorprendieron al enterarse de que, tras arrojar por la borda las oportunidades que le habían ofrecido una y otra vez y, siendo ya inspector de la policía india, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto, a consecuencia de una caída del caballo, pocas semanas antes de que naciera su hijo. Gracias a Dios, los padres de George ya habían fallecido. Helen, una mujer independiente de treinta y cinco años, bien pudo haberse lavado las manos de todo aquel asunto vergonzoso; sin embargo, se hizo cargo de él con nobleza, pese a que por entonces la amenaza de un problema pulmonar la había obligado a viajar al sur de Francia. Tramitó el viaje de la criatura y de una niñera desde Bombay, recibió a ambos en Marsella, atendió al bebé que había sufrido un ataque de disentería infantil a causa de la negligencia de la niñera (a quien tuvo que despedir), y a fines del otoño, agotada y enflaquecida pero triunfante, regresó a su hogar en Hampshire trayendo consigo al niño, completamente restablecido.
       Todos estos detalles eran de propiedad pública porque Helen era tan abierta como la luz del día y sostenía que acallando los escándalos sólo se logra agrandarlos. Admitía que George siempre había sido bastante “oveja negra”, pero acotaba que las cosas podrían haber sido mucho peor si la madre del niño hubiese insistido en hacer valer sus derechos a quedarse con él. Por suerte, parecía que la gente de esa clase haría casi cualquier cosa por dinero y, como George siempre había recurrido a Helen para sus sablazos, a ésta le pareció justo —y sus amigos coincidieron con ella— cortar toda relación con el suboficial y su hija y brindarle al niño todas las ventajas posibles. El primer paso fue hacerlo bautizar por el párroco con el nombre de Michael. Según decía Helen, por lo que sabía acerca de sí misma, no era amante de los niños, pero había querido mucho a George, a pesar de sus faltas, y señaló que el pequeño Michael tenía exactamente la misma boca que su padre. Al menos, había con qué contar…
       En realidad, la boca de Michael tenía un contorno un poco mejor que el de los Turrell; lo que sí había reproducido, con máxima fidelidad, era la frente de la familia: ancha, baja y bien conformada, sobre unos ojos muy separados. Pero Helen, que no estaba dispuesta a concederle nada bueno por el lado materno, juraba que era un Turrell de pies a cabeza y, como nadie la contradijo, quedó establecida la semejanza.
       Al cabo de pocos años, Michael ocupó su lugar dentro de la comunidad, tan aceptado por ésta como lo había sido siempre Helen. Era intrépido, meditabundo y bastante agraciado. A los seis años, quiso saber por qué no podía llamarla “mamita”, como lo hacían los otros niños con sus madres. Helen le explicó que era tan sólo su tía y que las tiítas no eran exactamente lo mismo que las mamitas; no obstante, si eso lo complacía, podría llamarla “mamita” a la hora de acostarse, como un apodo que quedaría entre los dos. Michael guardó el secreto con lealtad, pero Helen, como de costumbre, se lo comunicó a sus amistades. Cuando Michael se enteró, se puso furioso.
       —¿Por qué se lo dijiste? ¿Por qué? —preguntó al término de la tormenta.
       —Porque siempre lo mejor es decir la verdad —contestó Helen, rodeándolo con un brazo mientras él se sacudía en su camita.
       —Muy bien, pero cuando la “verdá” es fea, no creo que sea lindo contarla.
       —¿De veras no lo crees, querido?
       —No, no lo es y… —Helen sintió que el cuerpecito se ponía rígido— y ahora que lo has contado, nunca más te llamaré “mamita”… ni siquiera a la hora de acostarme.
       —¿No te parece que es bastante poco bondadoso de tu parte? —le dijo Helen con suavidad.
       —¡No me importa! ¡No me importa! Me lastimaste en mis entrañas y yo haré lo mismo contigo. ¡Te haré daño mientras viva!
       —¡Oh, querido, no hables así! Tú no sabes lo que…
       —¡Lo haré! ¡Y te haré más daño cuando esté muerto!
       —Gracias a Dios, yo moriré mucho antes que tú, querido.
       —¡Ja! Emma dice que “uno nunca sabe cuál será su destino” —Michael había estado charlando con la criada de Helen, una mujer mayor, de rostro chato— y que muchos niñitos mueren pronto. Yo haré lo mismo y entonces verás…
       Helen contuvo el aliento y se alejó hacia la puerta, pero un sollozo la hizo volver:
       —¡Mamita, mamita!… —Y los dos lloraron juntos.
       A los diez años, cuando ya había cursado dos grados en la escuda primaria, algo o alguien le hizo pensar que el estado civil de sus padres había sido un tanto irregular. Acometió a Helen acerca del tema y derribó sus tartamudeantes defensas con la franqueza de los Tundí.
       —No creo ni una sola palabra de todo eso —dijo alegremente al final—. Si mis padres hubiesen estado casados, la gente no habría hablado como lo hizo. Pero no te preocupes, tiíta. Lo he descubierto todo sobre las personas como yo en la historia de Inglaterra y en escenas de obras de Shakespeare. Por empezar, ahí tienes a Guillermo el Conquistador y… ¡oh, hay montones más, y todos llegaron a ser personajes de primer orden! El hecho de que yo sea eso no significará ninguna diferencia para ti, ¿verdad?
       —Como si algo pudiera… —comenzó a responder ella.
       —Muy bien. No hablaremos más del asunto, si eso te hace llorar.
       Michael nunca volvió a mencionar voluntariamente el tema. Sin embargo, cuando dos años después, se las ingenió para contraer el sarampión en las vacaciones y su temperatura subió hasta los cuarenta grados de rigor, no hizo otra cosa que musitar acerca de eso hasta que la voz de Helen, traspasando por fin su delirio, llegó hasta él con la afirmación tranquilizadora de que nada en el mundo, o más allá de él, podría establecer una distinción entre ambos.
       Los grados en la escuela privada y las maravillosas vacaciones de Navidad, Pascua y el verano se sucedieron uno tras otro, disímiles y espléndidos como las gemas de un collar, y Helen los atesoró como tales. A su debido tiempo, Michael desarrolló intereses propios que siguieron su curso y dieron paso a otros; empero, su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella le pagaba con todo su afecto, o bien con todo el dinero y los consejos de que podía disponer. Como Michael no era ningún tonto, la guerra lo sorprendió en vísperas de lo que pudo ser una carrera muy promisoria.
       En octubre debería haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto, estuvo a punto de incorporarse al primer holocausto de muchachos de las escuelas privadas que se lanzaron al frente, pero el capitán de su Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de Reserva —en el que Michael era sargento desde hacía casi un año— lo disuadió y lo derivó directamente, con grado de oficial, a un batallón tan nuevo que la mitad de sus integrantes todavía usaban el viejo uniforme rojo del Ejército, en tanto que la otra mitad incubaba meningitis al apiñarse en tiendas de campaña húmedas y atestadas.
       Helen se sobresaltó ante la idea de un alistamiento directo, y Michael le respondió riendo:
       —Pero si es típico de nuestra familia…
       —¿No querrás decirme que en todo este tiempo has creído en esa vieja historia? —protestó Helen (Emma, su criada, había muerto hacía varios años)—. Te di mi palabra de honor, y te la vuelvo a dar ahora, de que… de que todo está bien. En verdad lo está.
       —Oh, no es eso lo que me preocupa. Nunca me preocupó —replicó valientemente—. Quise decir que habría comenzado a participar más pronto en el espectáculo si me hubiera alistado… como mi abuelo.
       —¡No hables así! ¿O acaso temes que termine demasiado pronto?
       —No tendré esa suerte. Ya sabes lo que dice Kitchener…
       —Sí, pero el lunes pasado mi banquero me dijo que era imposible que la guerra se prolongara más allá de la Navidad… por razones financieras.
       —Espero que tenga razón, pero nuestro coronel, que es militar de carrera, dice que será un asunto largo.
       El batallón de Michael fue afortunado. La casualidad —una casualidad que significó varias “licencias”— hizo que lo utilizaran para la defensa costera en varias trincheras poco profundas cavadas en la costa de Norfolk; después lo enviaron al norte, a custodiar la desembocadura de un estuario escocés, y, por último, lo retuvieron durante varias semanas a causa de un rumor infundado de que lo destinarían a prestar servicio en tierras distantes. Sin embargo, el mismísimo día en que Michael iba a reunirse con Helen durante cuatro horas en un empalme ferroviario, su batallón fue despachado precipitadamente para ayudar a cubrir las bajas sufridas en Loos. Michael apenas si tuvo tiempo para enviarle un telegrama de despedida.
       En Francia, la fortuna volvió a sonreírles. El batallón fue apostado cerca de la saliente —donde llevó una existencia meritoria y nada fatigosa, mientras se “fabricaba” el frente del Somme— y, cuando comenzó esta batalla, disfrutó de la paz en los sectores de Armentières y Levantie. Pero un comandante prudente descubrió que el batallón tenía opiniones acertadas sobre cómo proteger sus flancos y, además, sabía cavar; lo separó a hurtadillas de su división e hizo libre uso de él en los alrededores de Ypres, so pretexto de ayudar a tender unas líneas telegráficas.
       Un mes después, precisamente cuando Michael acababa de escribirle a Helen que no tenía por qué preocuparse pues no ocurría nada en especial, en un amanecer lluvioso una esquirla de bomba lo mató instantáneamente. La siguiente bomba arrancó los restos de los cimientos de la pared de un granero y los extendió sobre el cuerpo de Michael con tal prolijidad que sólo un experto habría adivinado que allí había sucedido algo desagradable.
       Para entonces, el pueblo en que vivía Helen era ya veterano en cuestiones de guerra y había elaborado, a la manera inglesa, todo un ritual para encararlas. Cuando la encargada de la estafeta le entregó a su hija de siete años el telegrama oficial, para que se lo llevara a la señorita Turrell, le comentó al jardinero del párroco:
       —Ahora le tocó el turno a la señorita Helen.
       Y él replicó, pensando en su propio hijo:
       —Bueno, él duró más que algunos otros…
       La niña llegó a la puerta de Helen llorando a gritos, porque a menudo el señorito Michael le había regalado golosinas. Luego, Helen se encontró bajando cuidadosamente las cortinas de enrollar de la casa, una tras otra, mientras le decía a cada una con gravedad: “Desaparecido” siempre significa muerto.
       Luego ocupó su lugar en la triste y monótona procesión, impelida a soportar una inevitable sucesión de emociones inútiles. Por supuesto, el párroco predicó la esperanza y profetizó que pronto recibiría noticias desde un campo de prisioneros. Varias de sus amistades le contaron casos perfectamente verídicos, pero referidos siempre a otras mujeres cuyos seres queridos les habían sido devueltos milagrosamente, tras largos meses de silencio. Otros la instaron a que se comunicara con los infalibles secretarios de organizaciones que, a su vez, podían comunicarse con neutrales benévolos, capaces de obtener información exacta hasta de los más reservados comandantes de prisiones germanas. Así lo hizo Helen: escribió y firmó todo cuanto le sugirieron o pusieron ante ella.
       Cierta vez, durante una de sus licencias, Michael la había llevado a visitar una fábrica de municiones; allí asistió al proceso de fabricación de una bomba, desde la entrada del hierro sin elaborar hasta la salida del artículo semiterminado. En esa oportunidad, le sorprendió advertir que aquella cosa detestable no quedaba a solas ni por un segundo. Ahora se dijo, mientras preparaba sus documentos:
       —Conmigo están fabricando una afligida parienta cercana…
       A su debido tiempo, una vez que todas las organizaciones lamentaron profunda o sinceramente su incapacidad para rastrear, etcétera, etcétera, algo cedió dentro de Helen y todas sus sensaciones concluyeron en una pasividad bendita; todas, salvo la de gratitud por aquel alivio. Michael había muerto y el mundo de Helen se había paralizado, y ella había compartido de lleno el choque de esa paralización. Ahora estaba quieta mientras el mundo seguía adelante, pero eso no le concernía, no la rozaba en modo o relación alguna. Sabía esto por la facilidad con que podía deslizar el nombre de Michael en las conversaciones, inclinando la cabeza en el ángulo apropiado ante los no menos apropiados murmullos compasivos.
       En medio de la bienaventurada comprensión de ese alivio, el Armisticio estalló sobre ella, con todas sus campanas, y pasó sin que Helen le prestara atención. Al cabo de otro año, ya había superado su aversión física hacia los jóvenes que regresaban con vida, de modo que podía estrecharles la mano y desearles felicidad casi sinceramente. Aunque ninguna de las secuelas de la guerra, ya fuesen nacionales o personales, le interesaba en absoluto, participó en varias comisiones de ayuda (manteniéndose a una distancia inmensa) y se oyó expresar opiniones firmes acerca de la ubicación del Monumento a los Muertos en la Guerra que su pueblo se proponía erigir.
       Luego, en su calidad de parienta más cercana, recibió una comunicación oficial en el sentido de que el cadáver del teniente Michael Turrell había sido hallado, identificado y vuelto a sepultar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele. Le indicaban, como era debido, el número de la tumba y la letra de la fila correspondiente. Respaldaban la notificación un reloj, una medalla de identificación de plata, y una carta escrita en lápiz indeleble dirigida a ella.
       Así, pues, Helen se sintió transportada a otro proceso de manufactura: a un mundo lleno de parientes jubilosos o angustiados, fortalecidos ahora con la certidumbre de que en la tierra había un altar sobre el que podrían depositar su amor. Pronto le dijeron a Helen —y se lo aclararon mediante horarios de trenes y buques— cuán fácil le sería ir a visitar “su” tumba y qué poco interferiría esta visita en sus ocupaciones habituales.
       Como dijo la esposa del párroco:
       —¡Sería tan distinto si lo hubieran matado en la Mesopotamia o aun en Gallípoli!
       La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida impulsó a Helen a través del Canal de la Mancha. En la orilla opuesta, en un mundo nuevo de títulos abreviados, supo que podría llegar a Hagenzeele 3 en un confortable tren vespertino que se combinaba con el buque de la mañana y que, a menos de tres kilómetros de Hagenzeele, había un hotel confortable donde se podía pasar la noche bastante cómodamente para luego ir a visitar “la” tumba a la mañana siguiente. Todo esto se lo explicó una Autoridad Central, alojada en un cobertizo de tablas y papel alquitranado construido en las afueras de una ciudad arrasada, llena de remolinos de cal pulverizada y papeles llevados por el viento.
       —De paso, usted conocerá, naturalmente, su tumba, ¿verdad? —dijo el funcionario.
       —Sí, gracias —respondió Helen, y le enseñó la hilera y el número, copiados con la máquina portátil de Michael.
       El funcionario quiso cotejar los datos con los que figuraban en uno de sus muchos registros, pero una corpulenta mujer de Lancashire se interpuso entre los dos y le rogó al hombre que le dijera dónde podría encontrar a su hijo, ex cabo del Cuerpo de Señales del Ejército. Explicó entre sollozos que su verdadero nombre era Anderson pero, como provenía de una familia respetable, se había alistado naturalmente como “Smith”. Lo habían matado en Dickiebush a comienzos de 1915, y ella ignoraba el número de su tumba y cuál de sus dos nombres de pila pudo haber utilizado en su alias. Su pasaje de la agencia Cook, clase turista, expiraba al término de la Semana Santa, y ella se volvería loca si para entonces no lograba encontrar a su hijo. Dicho esto, cayó hacia adelante, sobre el pecho de Helen, pero la esposa del funcionario salió rápidamente de un pequeño dormitorio que quedaba detrás de la oficina y, entre los tres, alzaron a la mujer y la llevaron a la cama.
       —Esto sucede a menudo —dijo la esposa del funcionario mientras aflojaba los apretados cordones del sombrero—. Ayer esta mujer dijo que a su hijo lo habían matado en Hooge. ¿Está segura de conocer su tumba? ¡Es tan distinto cuando se sabe cuál es!
       —Sí, gracias —respondió Helen, y salió de prisa antes de que la mujer acostada comenzara a lamentarse otra vez.
       El té, servido en un atestado mostrador de listones azules y verde malva, con un frente falso, la adentró aún más en la pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa fea e impasible que, al oírle preguntar por el tren que llevaba a Hagenzeele, se ofreció a viajar con ella.
       —Yo también voy allí —explicó—. No a Hagenzeele 3; el mío es el de la fábrica de azúcar, pero ahora lo llaman La Rosière. Queda al sur de Hagenzeele 3. ¿Ha reservado su habitación en el hotel local?
       —Oh, sí, gracias. Envié un cable.
       —Eso es mejor. Algunas veces el lugar se llena bastante; otras apenas si hay un alma. Pero instalaron baños en el antiguo Lion d’Or, el hotel que queda sobre el lado oeste de la fábrica de azúcar, y por suerte atrae a mucha gente.
       —Todo esto es nuevo para mí. Es la primera vez que vengo.
       —¡No me diga! Pues ésta es mi novena visita desde el Armisticio. No vengo por mi cuenta. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero… como nos sucede a todos, tengo muchos amigos que sí han perdido a alguien. Vengo con frecuencia porque he descubierto que es un alivio para ellos. Tengo que cumplir una lista de encargos bastante larga —comentó con una risa nerviosa, y dio unos golpearos a la Kodak que llevaba en bandolera—. Esta vez debo ver dos o tres en la fábrica de azúcar y muchos más en los cementerios de los alrededores. Mi sistema consiste en guardar y ordenar las fotografías. Luego, cuando recibo una cantidad de encargos que justifique el viaje, me hago una escapada hasta aquí y los cumplo. Eso reconforta de veras a la gente.
       —Supongo que sí —respondió Helen, con un estremecimiento, mientras subían al trencito.
       —Por supuesto que sí… ¿No es una suerte haber conseguido dos asientos junto a la ventanilla?… Debo consolarlos o, de lo contrario, no me pedirán que lo haga, ¿no cree? Aquí tengo una lista de doce o quince encargos —anunció, golpeando nuevamente la Kodak— que debería clasificar esta noche. ¡Oh, olvidé preguntarle quién es el suyo!
       —Mi sobrino —contestó Helen—. Pero yo lo quería mucho.
       —¡Ah, sí! A veces me pregunto si ellos lo sabrán después de muertos. ¿Qué piensa usted?
       —Oh, no lo sé… No me he atrevido a pensar mucho en esa clase de cosas —contestó Helen, y estuvo a punto de alzar las manos para detenerla.
       —Tal vez sea mejor así —replicó la mujer—. Supongo que la sensación de pérdida debe ser suficiente. Bueno, no la molestaré más.
       Helen se sintió agradecida, pero cuando llegaron al hotel la señora Scarsworth (para entonces ya se habían presentado mutuamente) insistió en compartir la mesa con ella. Después de cenar, en la pequeña y horrible sala de estar, llena de deudos que conversaban en voz baja, la mujer le describió todos sus “encargos”, incluidas las biografías de los difuntos, los lugares donde los había conocido por casualidad y un esbozo de sus parientes más cercanos. Helen aguantó hasta las nueve y media de la noche y luego huyó a su habitación.
       Casi enseguida golpearon a la puerta y entró la señora Scarsworth sosteniendo ante sí, en sus manos entrelazadas, la espantosa lista.
       —Sí, sí… lo sé… —comenzó a decir—. Usted está harta de mí, pero quiero decirle algo. Usted… usted no es casada, ¿verdad? Entonces, tal vez no querrá… Pero no importa, tengo que decírselo a alguien. No puedo continuar así por más tiempo.
       —Por favor…
       La señora Scarsworth se apoyó contra la puerta cerrada y, con la boca seca, dijo:
       —Será sólo un minuto. Estas tumbas de las que acabo de hablarle, allá abajo… ¿sabe usted? En verdad, son encargos; al menos, algunas lo son —dejó vagar su mirada por la habitación—. ¡Qué empapelados curiosos tienen los belgas! ¿No le parece?… Sí, le juro que son encargos. Pero hay una, ¿comprende?, y… y para mí nada en el mundo valía tanto como él. ¿Comprende usted?
       Helen asintió.
       —Nadie significaba tanto para mí y, por supuesto, no debió haber sido así. Él no debió haber sido nada para mí. Pero lo fue… y lo es. Por eso me ocupo de los encargos, ¿comprende? Eso es todo.
       —Pero… ¿por qué me cuenta eso? —preguntó Helen, desesperada.
       —Porque estoy tan cansada de mentir… tan cansada… Siempre mintiendo, año tras año. Cuando no digo mentiras, tengo que actuarlas y pensarlas, siempre. Usted no sabe lo que eso significa. Él lo fue todo para mí, todo lo que no debió haber sido… lo único verdadero, el único acontecimiento de toda mi vida; y he tenido que fingir que no lo fue. He tenido que vigilar cada palabra que pronunciaba, pensando qué mentira diría después… ¡durante años y años!
       —¿Cuántos? —preguntó Helen.
       —Seis años y cuatro meses antes de…, y dos años y nueve meses después. Desde entonces, he ido hasta él ocho veces. Mañana será la novena y… no puedo, no puedo volver a su lado sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero ser sincera con alguien antes de ir allí, ¿comprende usted? No es por mí; eso no me importa porque nunca fui sincera, ni siquiera de niña. Pero no es digno de él. Así, pues, yo… yo tenía que contárselo. Ya no puedo guardar el secreto por más tiempo, ¡oh, no puedo!
       Alzó las manos juntas casi a la altura de la boca y las dejó caer bruscamente, siempre entrelazadas, hasta más abajo de la cintura, hasta quedar con los brazos extendidos. Helen avanzó hacia ella, le tomó las manos, inclinó la cabeza sobre ellas y murmuró:
       —¡Oh, querida mía… querida mía!
       La señora Scarsworth retrocedió con el rostro congestionado y replicó:
       —¡Dios mío! ¿Así es como lo toma usted?
       Helen no pudo responderle. La mujer se marchó, pero transcurrió un largo rato antes de que Helen pudiera dormirse.
       A la mañana siguiente, la señora Scarsworth partió temprano en su ronda de encargos y Helen caminó sola hasta Hagenzeele 3. El lugar, todavía en construcción, flanqueaba la carretera de macadán a lo largo de varios centenares de metros, formando una barranca de entre metro y medio y dos metros de altura. Unas alcantarillas de mampostería permitían cruzar el profundo foso y servían a modo de entradas a través del muro circundante, aún sin terminar. Helen subió unos pocos escalones de tierra con el frente revestido en madera y al ver ante sí aquello, en toda su abarrotada extensión, contuvo el aliento. Ignoraba que Hagenzeele 3 ya alojaba a veintiún mil muertos. Sólo veía un implacable mar de cruces negras; unas pequeñas bandas de latón grabado, inclinadas en todos los ángulos concebibles, atravesaban su cara frontal. Fue incapaz de distinguir algún orden o concierto en aquella masa; lo único que vio fue una espesura confusa que le llegaba hasta la cintura, como un pastizal alto y súbitamente muerto que se abalanzaba sobre ella. Avanzó, se movió hacia derecha e izquierda sin esperanza y se preguntó cómo se guiaría para llegar alguna vez hasta su tumba. Allá a lo lejos, se extendía una línea de blancura. Resultó ser un grupo compacto de unas doscientas o trescientas tumbas con sus lápidas ya colocadas, sus flores ya plantadas y su pasto recién sembrado ya verdeante; en los extremos de las filas pudo ver unas letras nítidas; consultó su papel y advirtió que no era allí donde debería buscar su tumba.
       Divisó a un hombre arrodillado tras una fila de lápidas; evidentemente, era un jardinero, por cuanto se ocupaba de afirmar una planta joven en la tierra blanda. Helen fue hacia él con su papel en la mano. El hombre se levantó al verla acercarse y, sin preámbulos ni saludos, le preguntó:
       —¿A quién busca?
       —Al teniente Michael Turrell… mi sobrino —respondió Helen, desgranando lentamente las palabras como lo había hecho miles de veces en su vida.
       El hombre alzó la vista, la miró con infinita compasión, se apartó del césped recién sembrado y, dirigiéndose hacia las desnudas cruces negras, murmuró:
       —Venga conmigo; le mostraré dónde yace su hijo.
       Al salir del cementerio, Helen se volvió para echar una última mirada. A lo lejos vio al hombre, inclinado sobre sus plantas jóvenes, y se marchó en la suposición de que era el jardinero.

One grief on me is laid
Each day of every year,
Wherein no soul can hear;
Where of no soul can hear;
Where to no end is seen
Except to grieve again…
Ah, Mary Magdalene,
Where is there greaster pain?

To dream on dear disgrace
Each hour of every day…
To bring no honest face
To aught I do or say:
To lie from morn till e’en…
To know my lies are vain…
Ah, Mary Magdalene,
Where can be greater pain?

To watch my steadfast fear
Attend my every way
Each day of every year…
Each hour of every day;
To burn, and ohill between…
To quake and rage again…
Ah, Mary Magdalene,
Where shall be greater pain?

One grave to me was given…
To guard till Judgment Day…
But God looked down from Heaven
And rolled the Stone away!
One day of all my years…
One hour of that one day…
His Angel saw my tears
And rolled the Stone away!

[Un pesar yace sobre mí / cada día de todos los años, / en el que ninguna alma puede ayudarme, / y del que ninguna alma puede oír; / al que no se le ve ningún fin / como no sea volver a penar… / Ah, María Magdalena, / ¿dónde hay mayor dolor? // Soñar con la querida deshonra / cada hora de todos los días… / No poner cara decente / para nada de lo que digo o hago; / mentir de la mañana a la noche, / sabiendo que mis embustes son vanos… / Ah, María Magdalena, / ¿dónde puede haber mayor dolor? // Observar cómo mi temor constante / me acompaña por doquier, / cada día de todos los años, / cada hora de todos los días… / Arder, y entretanto congelarme… / Temblar y enfurecerme una y otra vez… / Ah, María Magdalena, / ¿dónde habrá mayor dolor? // Una tumba me fue dada / para guardarla hasta el Día del Juicio… / Pero Dios miró desde el Cielo / ¡y apartó la Lápida! / Un día de todos mis años, / una hora de ese solo día… / Su Ángel vio mis lágrimas / ¡y apartó la Lápida!]



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