Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Caballos en la niebla
(“Blackbird Pie”)
Originalmente publicado en The New Yorker (julio 7, 1986);
Where I’m Calling From: New & Selected Stories (1988);
Elephant and Other Stories (1988);
Collected Stories (2009)



      Estaba una noche en mi estudio cuando oí algo en el pasillo. Levanté los ojos del trabajo y vi que un sobre se deslizaba por debajo de mi puerta. Era un sobre grueso, aunque no hasta el punto de no poder pasar por debajo de la puerta. Llevaba mi nombre escrito en el anverso, y contenía una carta que se suponía me había escrito mi mujer. Digo «se suponía» porque, aunque las quejas sólo podían provenir de alguien que se hubiera pasado veintitrés años observándome en un terreno cotidiano e íntimo, las acusaciones eran terribles y absolutamente discordantes con el carácter de mi mujer. Había además un dato de importancia decisiva: no era la letra de mi mujer. Pero, si la letra no era la de mi mujer, ¿de quién era aquella letra?
       Ojalá hubiera conservado la carta; ahora podría reproducirla hasta la última coma, hasta el último e inclemente signo de admiración. Y ahora me estoy refiriendo al tono, y no sólo al contenido. Pero no la he conservado, y lo lamento. La he perdido, o se me ha traspapelado. Poco después del triste asunto que me dispongo a relatar, hice una limpieza de mi escritorio y cabe la posibilidad de que la tirase sin darme cuenta. Aunque no es propio de mí, porque normalmente no suelo tirar nada.
       En cualquier caso, tengo una memoria excelente. Puedo recordar palabra por palabra lo que leo. Mi memoria es tal que en el colegio solían premiarme por mi facilidad para recordar nombres y fechas, inventos y descubrimientos, batallas, tratados, alianzas y demás. Siempre obtenía las notas más altas en los exámenes sobre hechos, y más tarde, en el llamado «mundo real», mi memoria me ha sido de gran utilidad. Por ejemplo, si ahora me pidieran que hablara del Concilio de Trento o del Tratado de Utrecht o de Cartago, la ciudad arrasada por los romanos tras la derrota de Aníbal (las legiones romanas sembraron de sal su suelo para que de ella no quedara ni el nombre), podría hacerlo. Si me preguntaran acerca de la Guerra de los Siete Años, de la Guerra de los Treinta Años, de la Guerra de los Cien Años, o simplemente de la Primera Guerra Silesia, podría ponerme a disertar con la mayor seguridad y el mayor entusiasmo. Pueden preguntarme cualquier cosa sobre los tártaros, los papas del Renacimiento, el esplendor y la caída del Imperio otomano. Sobre la batalla de las Termopilas, la de Shiloh, o sobre los explosivos Maxim. ¿La ba-talla de Tannenberg? Nada más fácil. Los caballeros teutones mordieron el polvo ante el rey de Polonia. En Azincourt los arqueros ingleses decidieron la victoria. ¿Más ejemplos? Todo el mundo ha oído hablar de la batalla de Lepanto, el último gran combate naval dirimido entre navíos impulsados por galeotes. Esta batalla tuvo lugar en el Mediterráneo oriental en 1571, cuando la flota de los pueblos cristianos de Europa puso en fuga a las hordas árabes capitaneadas por el infame Alí Muezzin Zade, personaje aficionado a cortar con sus propias manos la nariz de sus prisioneros antes de requerir los oficios del verdugo. Pero ¿alguien recuerda que Cervantes peleó en ella y perdió la mano izquierda? Más ejemplos: las bajas francesas y rusas en Borodino fueron setenta y cinco mil en un solo día, el equivalente a las víctimas que ocasionaría el que un jumbo lleno de pasajeros se estrellara cada tres minutos desde el desayuno hasta la caída del sol. Kutuzov se replegó hacia Moscú. Napoleón se tomó un respiro, reagrupó sus tropas y continuó su avance. Entró en Moscú y ocupó el centro de la ciudad a la espera de Kutuzov, que jamás volvió a dejarse ver. El generalísimo ruso esperaba la llegada de la nieve y el hielo, que obligarían a Napoleón a iniciar su retirada hacia Francia.
       Las cosas se me quedan en la cabeza. Las recuerdo. Así que cuando digo que puedo reproducir la carta —los fragmentos que leí, que enumeran las acusaciones contra mí—, quiero decir exactamente lo que digo.
       La carta —una parte de ella— rezaba como sigue:

Querido:
     Las cosas no van bien. De hecho, van mal. Han ido de mal en peor. Y sabes a lo que me refiero. Hemos llegado al final. Todo ha acabado entre nosotros. Y, sin embargo, cuánto me habría gustado que hubiéramos hablado acerca de ello.
    Ha pasado mucho tiempo desde nuestras últimas conversaciones. Me refiero a conversaciones de verdad. Incluso después de casarnos seguimos hablando y hablando, en un continuo intercambio de informaciones e ideas. Cuando los niños eran pequeños —e incluso después, cuando se hicieron algo mayores— seguíamos encontrando tiempo para hablar. Era difícil, claro está, pero nos las arreglábamos, encontrábamos el tiempo. Lo inventábamos. Teníamos que esperar a que se durmieran, o aprovechar cuando jugaban fuera o estaban con la niñera. Nos las arreglábamos. A veces llamábamos a la niñera exclusivamente para poder hablar. Otras nos quedábamos hablando toda la noche, hasta el amanecer. Bien. Las cosas suceden, lo sé. Las cosas cambian. Bill tuvo aquel problema con la policía, Linda quedó embarazada, etcétera. Nuestro plácido tiempo juntos se esfumó. Y poco a poco tus responsabilidades volvieron a absorberte. Tu trabajo llegó a ser lo más importante, y nuestro tiempo juntos acabó por agotarse. Luego, cuando nuestros hijos se fueron de casa, volvimos a tener tiempo para hablar. Nos teníamos el uno al otro de nuevo, pero cada vez teníamos menos de que hablar. «Son cosas que pasan», diría el filósofo. Y es cierto. Son cosas que pasan. Pero nos han pasado a nosotros. En cualquier caso, nada de reproches. Nada de reproches. No es ése el motivo de esta carta. Quiero hablar de nosotros. Quiero hablar del ahora. Ha llegado la hora, ya ves, de admitir que ha sucedido lo imposible.
     De admitir la derrota. De disculparse. De...

       Llegué hasta aquí y dejé de leer. Algo no cuadraba. Había gato encerrado en aquella carta. Los sentimientos expresados en ella podían, sí, ser los de mi mujer (quizá lo eran, digamos que lo eran, admitamos que sus sentimientos fueran ésos). Pero no era su letra. Soy la persona más indicada para decirlo. En lo que concierne a la letra de mi mujer, me considero un experto. Pero, si no era su letra, ¿quién diablos había escrito aquella carta?
       Debería decir algo sobre nosotros y nuestra vida en aquella casa. En la época de la que escribo vivíamos en una casa que habíamos alquilado para el verano. Yo acababa de recuperarme de una dolencia que me había retrasado en la mayoría de los trabajos que quería haber terminado aquella primavera. Si exceptuamos uno de los lados, estábamos rodeados por prados, bosques de abedules y colinas bajas y ondulantes..., una «vista territorial», en palabras del corredor de fincas que nos la describió por teléfono. Ante la casa había una zona de césped crecido y descuidado (falta de interés por mi parte) y un largo camino de grava que iba a dar a la carretera. Más allá de ella se alzaban las lejanas cimas de unas montañas. De ahí quizá la frase «vista territorial», ya que se trataba de una vista que se apreciaba tan sólo desde una gran distancia.
       Mi mujer no tenía amistades en la comarca. No nos visitaba nunca nadie. Yo, con franqueza, agradecía esa soledad, pero ella era mujer habituada a los amigos, al trato con propietarios y encargados de establecimientos comerciales. Allí, en el campo, éramos sólo ella y yo, y debíamos valemos por nosotros mismos. Hubo un tiempo en el que una casa en el campo había sido nuestro ideal, la forma de vida que habíamos codiciado. Pero hoy veo que la idea no era tan buena. No, no lo era.
       Nuestros dos hijos se habían ido hacía mucho tiempo. De cuando en cuando nos llegaba una carta de alguno de ellos. De Pascuas a Ramos —en alguna fecha señalada, pongamos— telefoneaban (a cobro revertido, naturalmente, pues mi mujer aceptaba el cargo de mil amores). Esta aparente indiferencia filial era a mi juicio una de las causas primeras de la tristeza e insatisfacción general de mi mujer, insatisfacción que —he de admitir— no había yo advertido sino vagamente antes de nuestro traslado al campo. En cualquier caso, verse en un medio rural después de tantos años de vivir cerca de un centro comercial y de la parada del autobús, con el teléfono a mano para llamar en cualquier momento a un taxi, debió de ser duro para ella, muy duro. Pienso que su declive, como diría un historiador, fue acelerado un tanto por nuestro traslado al campo. Creo que fue a partir de entonces cuando empezó a perder pie. Claro que hablo desde una óptica retrospectiva, y tal óptica siempre tiende a conformar lo obvio.
       No sé qué más puedo decir en relación con el asunto de su letra. ¿Qué más puedo decir sin comprometer mi credibilidad? Estábamos solos en casa. Que yo sepa, en ella no había nadie que pudiera haber escrito aquella carta, y sin embargo hoy sigo convencido de que no era su letra la que llenaba las cuartillas de la carta. No en vano llevaba viendo la letra de mi mujer desde mucho antes de que se convirtiera en mi esposa. Mi conocimiento de ella se remontaba a lo que podíamos llamar nuestra prehistoria, cuando siendo aún adolescente partió para un internado con su uniforme gris y blanco. Durante su ausencia me escribió todos los días, y estuvo ausente dos años, sin contar las fiestas y las vacaciones de verano. En el curso de nuestra relación, y computando nuestras separaciones y los breves períodos de tiempo que pasé en el hospital o en viajes de negocios, calculo —y es un cálculo muy moderado— que llegó a escribirme entre mil setecientas y mil ochocientas cincuenta cartas, para no mencionar los cientos, quizá miles, de notas informales («Cuando vuelvas no olvides recoger lo de la tintorería, y comprar algo de pasta verde en Corti Bros»). Reconocería su letra en cualquier punto del globo. Necesitaría sólo unas cuantas palabras. Tengo la certeza de que si estuviera en Jaffa o en Marrakech y encontrara una nota escrita por mi mujer en un mercado, reconocería su letra al primer golpe de vista. Me bastaría incluso una palabra. La palabra «hablar», por ejemplo. ¡Nadie la escribiría como ella! Pero si la carta no la escribió ella, he de admitir que no tengo la menor idea de quién pudo escribirla.
       En segundo lugar, mi mujer jamás subrayaba las palabras para hacer hincapié en su significado. Jamás. No recuerdo ni una sola vez en que lo hiciera; ni en nuestra vida de casados ni en las innumerables cartas que me envió siendo soltera. Aunque se podría objetar —no sin razón, supongo— que es algo que puede sucederle a cualquiera. Es decir, que cualquiera en una situación absolutamente atípica, bajo la presión del momento, podría llegar a hacer algo inopinado por completo, como trazar una línea, un mero atisbo de trazo, debajo de una palabra, o incluso de una frase entera.
       Me atrevería incluso a afirmar que la carta en cuestión (hago la salvedad de que no llegué a leerla íntegra, y de que ya no podré hacerlo porque no la encuentro) es falsa de principio a fin. No me refiero a falsa en el sentido de «no cierta». Algo hay quizá de verdad en las acusaciones. No quiero ser puntilloso. No quiero parecer mezquino al respecto; ya salgo bastante malparado en tal sentido. No. Lo que quiero decir, lo único que pretendo decir, es que, si bien los sentimientos expresados en la carta pudieran ser los de mi mujer y encerrar cierta verdad —ser, por así decir, legítimos—, la fuerza de las acusaciones dirigidas contra mi persona se vería mermada, si no minada, anulada incluso, por el hecho de que ella no escribió la carta. O, en caso de que la escribiera, ¡por no haberlo hecho con su propia letra! Y es esa falsedad la que suscita mi avidez de hechos. Y hechos, como es lógico, puedo reseñar algunos.

       La noche en cuestión cenamos con cierto laconismo aunque amablemente, como de costumbre. De vez en cuando yo alzaba la mirada y sonreía para mostrarle mi gratitud por los deliciosos platos: salmón cocido, espárragos frescos, pilaf con almendras. Teníamos puesta la radio en el otro cuarto, y nos llegaba una música suave: una suite de Poulenc que yo había escuchado por primera vez —en grabación digital— cinco años atrás en San Francisco, en un apartamento de Van Ness Avenue, durante una tormenta.
       Cuando acabamos de cenar, después del postre y el café, mi mujer dijo algo que me produjo cierto asombro.
       —¿Vas a quedarte luego en tu estudio? —preguntó.
       —Claro —respondí—. ¿Qué pensabas?
       —Quería saberlo, eso es todo.
       Cogió su taza y sorbió un poco de café. Pero evitó mirarme, pese a mis intentos por captar su mirada.
       ¿Vas a quedarte luego en tu estudio? No era una pregunta en absoluto propia de ella. Hoy me pregunto por qué diablos no seguí el hilo de aquel interés extemporáneo. Si alguien conocía mis hábitos, ese alguien era ella. Pero creo que para entonces ya lo tenía todo decidido. Creo que al formular aquella pregunta misma ya me ocultaba algo.
       —Claro que voy a quedarme luego en mi estudio —repetí, acaso con un punto de impaciencia.
       No dijo nada más, y yo también guardé silencio. Tomé el café que quedaba en la taza y me aclaré la garganta.
       Ella alzó la cabeza y me miró a los ojos un instante. Luego asintió con un gesto, como si hubiéramos convenido algo (lo cual, obviamente, no era cierto). Luego se levantó y empezó a recoger la mesa.
       Tuve la impresión de que la cena, en cierto modo, terminaba con una nota discordante. De que faltaba algo —unas palabras, quizá— que pusiera broche al momento e hiciera que las cosas volvieran a su curso.
       —Tenemos niebla —dije.
       —¿Sí? No me había dado cuenta —dijo ella.
       Pasó un trapo de cocina por el cristal de la ventana de encima de la pila y miró afuera. Durante unos instantes no dijo nada. Luego —de forma un tanto misteriosa, o al menos me lo parece ahora— dijo:
       —Sí. Hay mucha niebla. Una niebla muy espesa, ¿no crees?
       No dijo nada más. Luego bajó la mirada y se puso a fregar los platos.
       Yo seguí en la mesa unos minutos más, y al cabo dije:
       —Bueno, me voy a mi estudio.
       Sacó las manos del agua y las puso sobre el escurridor contiguo a la pila. Creí que iba a decirme unas palabras de ánimo en relación con mi trabajo, pero no lo hizo. No abrió la boca. Era como si esperara a que me fuera de la cocina para poder disfrutar de su propia intimidad.
       Estaba trabajando en mi estudio, como he dicho, cuando vi aparecer la carta por debajo de la puerta. Empecé a leerla y al rato había leído lo bastante para poner en duda la autenticidad de su letra y preguntarme cómo era posible que se hubiera estado ocupando de las cosas de la casa y al mismo tiempo me hubiera escrito aquellas cuartillas. Antes de proseguir la lectura, me levanté y fui hasta la puerta, quité el pestillo, la abrí e inspeccioné el pasillo con la mirada.
       Aquella parte de la casa estaba sumida en la oscuridad. Pero asomé con cautela la cabeza y vi que había luz en la sala, al otro extremo del pasillo. La radio, como de costumbre, sonaba muy baja. ¿Por qué vacilaba? A excepción de la niebla, era en apariencia una noche como tantas. Pero había algo más, se estaba fraguando algo. Y en el instante mismo en que lo presentí tuve miedo (¿no es increíble?, ¡en mi propia casa!) de recorrer el pasillo para cerciorarme de que todo estaba en orden. Si algo no marchaba bien, si mi mujer estaba padeciendo —¿cómo decirlo?— alguna dificultad de cualquier tipo, más valía hacer frente a la situación antes de que pudiera empeorar, y no perder más tiempo en el necio empeño de leer lo que me decía con una letra ajena.
       Pero no pude decidirme a investigar. Tal vez quería evitar un ataque frontal. En cualquier caso, retrocedí y cerré la puerta con llave, y volví a la lectura de la carta. Pero ahora estaba furioso al ver cómo malgastaba la velada en aquel asunto estúpido e inexplicable. Empezaba a sentirme inquieto (creo que es la palabra exacta). Y al coger de nuevo la carta para seguir leyendo sentí que se me revolvía el estómago.

A nosotros —nosotros: tú y yo— se nos ha pasado ya la hora de poner las cartas sobre la mesa. Tú y yo. Lanzarote y Ginebra. Abelardo y Eloísa. Troilo y Cresida. Píramo y Tisbe. Joyce y Nora Barnacle. Etcétera. Sabes bien de qué hablo, cariño. Llevamos juntos mucho tiempo: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en los males del vientre y los males de ojo-oído-nariz-garganta, en los días de dicha y en los de desdicha... ¿Y ahora? Bien, no sé qué otra cosa puedo decir sino la verdad: no puedo soportarlo más.

      Al llegar a este punto dejé caer la carta y fui de nuevo hasta la puerta, decidido a poner las cosas en claro de una vez por todas. Quería una explicación, y la quería de inmediato. Estaba —creo— hecho una furia. Pero entonces, nada más abrir la puerta, me llegó un susurro de la sala. Era como si alguien estuviera en el teléfono tratando de decir algo y haciendo lo imposible para no ser escuchado. Y luego oí cómo colgaban el auricular. Eso fue todo. Después todo volvió a ser normal: la casa silenciosa, sin otro eco que el sonido suave de la radio. Pero había oído una voz.
       En lugar de ira, empecé a sentir pánico. Examinaba el pasillo y el miedo crecía en mi interior. Todo estaba igual que antes: la luz en la sala de estar, el sonido tenue de la radio... Avancé unos pasos y me detuve a escuchar. Esperaba oír el rítmico, tranquilizador entrechocar de sus agujas de hacer punto, o el pasar de una página... Pero no llegó a mis oídos nada parecido. Avancé unos pasos más hacia la sala, y entonces —¿cómo podría explicarlo?— perdí el valor, o la curiosidad. Y fue en ese momento cuando oí el callado sonido de un tirador que gira, e inmediatamente después el inconfundible ruido amortiguado de una puerta que se abre y cierra suavemente.
       Mi primer impulso fue correr hacia la sala y llegar de una vez por todas al fondo del asunto. Pero no quería actuar impulsivamente y correr el riesgo de ponerme en evidencia. No soy un hombre impulsivo, así que preferí esperar. Pero en casa ocurría algo. Algo se estaba fraguando, no había la menor duda; mi deber, pues —para mi propia tranquilidad espiritual y, cómo no, para la seguridad de mi mujer, acaso comprometida—, era actuar. Pero no lo hice. No pude. Era el momento, pero vacilé. Y de pronto fue demasiado tarde. El momento para una acción decisiva había pasado; no era posible ya hacer que volviera. Así vaciló Darío en la batalla de Gránico, y la indecisión que le llevó a no actuar le costó cara. Alejandro Magno embistió contra él desde todos los flancos y le infligió una colosal derrota.
       Volví a mi estudio y cerré la puerta. Pero el corazón me latía atropelladamente. Me senté en mi silla y, aún tembloroso, reanudé la lectura de la carta.
       Pero he aquí algo curioso. En lugar de leerla de principio a fin, o de seguir allí donde la había dejado, cogía cuartillas al azar y las ponía bajo la luz de la lámpara y leía una línea aquí y otra allá. Ello me permitió ir yuxtaponiendo las imputaciones contra mí hasta que la relación de cargos —que recordaba el informe de un fiscal— adquirió un carácter distinto y más aceptable, pues al perder la cronología perdía asimismo parte de su contundencia.
       Bien. Así, saltando de cuartilla en cuartilla, una línea aquí, otra línea allá, leí a trompicones algo (un texto que en otras circunstancias habría resultado una suerte de compendio) que rezaría como sigue:

...retrocediendo más y más hasta llegar a... algo bastante ínfimo, pero... polvos de talco esparcidos por todo el cuarto de baño, incluidas paredes y zócalos... un caparazón... para no hablar del hospital psiquiátrico... hasta que finalmente... una opinión equilibrada... la tumba. Tu «trabajo»... ¡Por favor! Dame un respiro... Nadie, ni siquiera... ¡Ni una palabra más al respecto...! Nuestros hijos... pero la verdadera cuestión... eso sin mencionar la soledad... ¡Santo cielo! ¡Hay que ver! Quiero decir que...

       De pronto oí claramente cómo se cerraba la puerta principal. Dejé caer las cuartillas sobre la mesa y corrí a la sala. No me llevó mucho tiempo comprobar que mi mujer no estaba en casa. (Es una casa pequeña: dos dormitorios; a uno de ellos lo denomino unas veces «mi estudio» y otras «mi cuarto».) Pero he de hacer constar lo siguiente: estaban encendidas todas las luces.

       Había una pesada niebla en el exterior, una niebla tan densa que al mirar por la ventana apenas lograba ver el camino de la entrada. La luz del porche estaba encendida, y al borde de los escalones había una maleta. Era la maleta de mi mujer; la maleta en la que había traído sus cosas cuando nos trasladamos a la casa. ¿Qué diablos estaba sucediendo? Abrí la puerta. Súbitamente (no encuentro otra manera de contarlo: lo contaré tal como fue) surgió un caballo de la niebla. Y luego —un instante después, mientras lo miraba, estupefacto— otro caballo. Ambos se pusieron a comer el césped de nuestro jardín. Vi a mi mujer al lado de uno de ellos, y la llamé por su nombre.
       —Sal, ven aquí —dijo ella—. Mira esto. ¿No es lo más asombroso que has visto en tu vida?
       Estaba junto a aquel caballo enorme, y le acariciaba el ijar. Vestía sus mejores galas, y se había puesto zapatos de tacón y un sombrero. (No la había visto con sombrero desde el entierro de su madre, tres años atrás.) Avanzó un par de pasos y pegó la cara contra las crines del caballo.
       —¿De dónde vienes, grandullón? —dijo—. ¿De dónde vienes, cariño?
       Luego, mientras yo la miraba, se echó a llorar sin despegar la cara de las crines.
       —Eh, eh —dije, y empecé a bajar los escalones. Fui hasta ellos y acaricié al caballo; luego la toqué a ella en el hombro, pero se apartó. El caballo lanzó un bufido, alzó la cabeza un instante y se puso a pastar de nuevo en nuestro jardín—. ¿Qué es lo que te pasa? —le dije a mi mujer—. Por el amor de Dios, ¿qué diablos pasa aquí?
       No respondió. El caballo avanzó unos pasos y siguió pastando en nuestro jardín. El segundo caballo mordisqueaba también el césped. Mi mujer, que se había desplazado con el primero, seguía pegada a sus crines. Puse una mano en el cuello del caballo, y una oleada de energía me recorrió el brazo hasta el hombro. Me estremecí. Mi mujer seguía llorando. Me sentí impotente, pero también asustado.
       —¿Puedes decirme qué es lo que pasa? —pregunté—. ¿Por qué estás vestida así? ¿Qué hace esa maleta en el porche? ¿De dónde han salido estos caballos? Por el amor de Dios, ¿puedes decirme lo que pasa?
       Mi mujer se puso a tararear una tonada. ¡Se la tarareaba al caballo! Luego dejó de hacerlo, y me dijo:
       —No has leído mi carta, ¿verdad? Puede que le hayas echado una ojeada, pero no la has leído. ¡Admítelo!
       —Sí, la he leído —dije. Mentía, sí, pero era una mentira inocua. Una mentira a medias. (Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra.)—. Pero dime qué es lo que pasa aquí.
       Mi mujer volvió la cabeza y hundió la cara en las crines oscuras y húmedas. Oí cómo el caballo mascaba con ruido la hierba. Aspiró el aire por los ollares y soltó un bufido.
       Mi mujer empezó:
       —Había una chica, ¿sabes? ¿Me escuchas? Y esa chica amaba a un chico con locura. Lo amaba más que a sí misma. Pero el chico..., bueno, se hizo mayor. No sé lo que le sucedió. Pero tuvo que sucederle algo. Se volvió cruel sin querer ser cruel y...
       No alcancé a oír el final porque en ese preciso instante emergió de la niebla un coche que enfiló hacia nosotros por el camino de entrada, con los faros encendidos y una centelleante luz azul sobre el techo. Segundos después le siguió un camión que remolcaba lo que me pareció —no podía verlo bien a causa de la niebla— un furgón para el transporte de caballos. (Aunque en realidad podía haber sido cualquier cosa: un horno móvil gigantesco, por ejemplo.) El coche subió hasta el césped y se detuvo. El camión llegó detrás y paró a su lado. Ambos siguieron con los faros encendidos y el motor en marcha, y ello acentuaba el aura de irrealidad y de misterio del momento. Un hombre con sombrero de vaquero —un ranchero, pensé— se apeó del camión, se subió el cuello de la zamarra de piel de oveja y empezó a silbar a los caballos. Luego se bajó del coche un hombre corpulento, de mayor envergadura que el ranchero, con impermeable y sombrero de vaquero. Llevaba el impermeable abierto, y alcancé a verle una pistola al cinto. Debía de ser un ayudante del sheriff. Pese a todo lo que pasaba a mi alrededor, y a la inquietud que sentía, me pareció digno de ser consignado el hecho de que ambos llevaran sombrero. Me pasé la mano por el pelo y lamenté no llevar también yo un sombrero.
       —He llamado a la oficina del sheriff hace un rato —dijo mi mujer—. En cuanto he visto los caballos. —Se quedó callada unos segundos, y al cabo continuó—: Al final no vas a tener que llevarme en coche a la ciudad. Te hablé de ello en la carta. La carta que has leído. Te decía que necesitaba que me llevaras a la ciudad. Pero podré ir, creo, con uno de estos caballeros. No he cambiado de opinión en nada de lo que te he dicho. Mi decisión es irrevocable. ¡Mírame!
       Yo estaba mirando cómo los dos hombres acorralaban a los caballos. El ayudante del sheriff alumbraba con la linterna mientras el ranchero hacía subir a un caballo por una pequeña rampa que ascendía hasta el furgón. Me volví para mirar a aquella mujer que ya no conocía.
       —Te dejo —dijo—. Eso es lo que pasa. Me voy a la ciudad esta misma noche. Voy a volar con mis propias alas. Te lo explico todo en la carta que has leído.
       Mi mujer, como ya he dicho, jamás subrayaba palabras en sus cartas, pero en aquel momento (se había secado ya las lágrimas) hablaba como si una de cada dos de las palabras que salían de sus labios llevara en sí tal énfasis que mereciera ir subrayada.
       —¿Pero qué mosca te ha picado? —me oí decir, como si tampoco yo pudiera evitar subrayar con el tono algunas de mis palabras—. ¿Por qué haces esto?
       Sacudió la cabeza. El ranchero hacía subir al furgón al segundo caballo. Lanzaba agudos silbidos, batía palmas, gritaba «¡So! ¡So, condenado! ¡Atrás ahora, atrás!».
       El ayudante del sheriff vino hasta nosotros con un tablero de pinza bajo el brazo y una gran linterna en la mano.
       —¿Quién ha llamado? —preguntó.
       —Yo —contestó mi mujer.
       El ayudante del sheriff la examinó detenidamente. Dirigió la luz hacia los altos zapatos de tacón; luego fue subiéndola hasta el sombrero.
       —Se ha puesto de tiros largos —observó.
       —Abandono a mi marido.
       El ayudante del sheriff asintió con la cabeza, como en señal de entendimiento. (¡Pero no entendía, no podía entender!)
       —No irá a darle ningún problema, supongo —dijo, dirigiéndose a mi mujer. Me enfocó la cara y movió el haz de luz con rapidez de arriba abajo. Y añadió, hablándome ya a mí—: No lo hará, ¿verdad?
       —No —dije—. Ningún problema. Pero me duele que...
       —Estupendo —zanjó él—. Pues no se hable más del asunto.
       El ranchero cerró la puerta trasera del furgón y echó el cerrojo. Luego vino hacia nosotros a través del césped húmedo, que le llegaba hasta lo alto de las botas.
       —Quiero darles las gracias por llamar —dijo—. Muchísimas gracias. Hay una niebla muy espesa. Si llegan a meterse en la carretera principal habrían organizado un buen jaleo.
       —La señora fue quien llamó —dijo el ayudante del sheriff—. Frank, tiene que ir a la ciudad. Se va de casa. No sé quién de los dos tendrá la culpa, pero la que se va es ella. —Se volvió hacia mi mujer—. ¿Está segura de lo que hace, señora? —dijo.
       Ella asintió con la cabeza.
       —Sí, estoy segura.
       —Muy bien —dijo el ayudante del sheriff—. Todo arreglado, entonces. Frank, ¿me oyes? Yo no puedo llevarla. Tengo que hacer otra visita. ¿Podrás llevarla a la ciudad? Seguramente querrá ir a la estación de autobuses, o a un hotel. Es lo que se suele hacer en situaciones como ésta. ¿Eso es lo que quiere hacer, señora? —le preguntó a mi mujer—. Frank tendrá que saberlo.
       —Puede dejarme en la estación de autobuses —dijo mi mujer—. Tengo la maleta ahí, en el porche.
       —¿Podrás llevarla, Frank? —preguntó el ayudante del sheriff.
       —Sí, claro que sí —contestó Frank, quitándose y volviéndose a poner el sombrero—. La llevaré con mucho gusto, pero no quiero inmiscuirme en los asuntos ajenos.
       —No lo está haciendo, no se preocupe —dijo mi mujer—. No quiero causarle ningún problema, pero es que estoy..., bueno, estoy desolada. Sí, desolada. Pero en cuanto me vaya me sentiré mejor. En cuanto me vaya de este sitio horrible. Echaré una última ojeada para asegurarme bien de que no me dejo nada. Nada importante. —Vaciló un instante, y luego dijo—: No es una decisión tan repentina como parece. Viene de mucho tiempo atrás. Llevamos casados muchos años. Hemos pasado buenos y malos tiempos, momentos felices e infelices. De todo tipo. Pero ya es hora de que empiece a vivir mi propia vida. Sí, ya es hora. ¿Saben a lo que me refiero, caballeros?
       Frank volvió a quitarse el sombrero y se puso a hacerlo girar despacio entre los dedos, como si examinara el ala. Luego volvió a ponérselo.
       El ayudante del sheriff dijo:
       —Son cosas que pasan. Bien sabe Dios que nadie es perfecto. Nacimos y moriremos imperfectos. Ángeles sólo hay en el cielo.
       Mi mujer se dirigió hacia la casa pisando con sus zapatos de tacón alto el húmedo y descuidado césped. Abrió la puerta y entró. La vi moverse tras las ventanas iluminadas, y me vino a la cabeza un pensamiento: puede que no vuelva a verla nunca. La idea me asaltó fugazmente, y fue como una sacudida.
       Frank, el ayudante del sheriff y yo nos quedamos en el jardín, esperando en silencio. La húmeda niebla vagaba despacio entre nosotros y los faros encendidos. Los caballos se movían inquietos en el furgón. Todos nos sentíamos incómodos, creo. Yo por lo menos sí. No sé cómo se sentían ellos. Puede que vieran estas cosas todos los días: gentes cuyas vidas se alejan... Sí, era probable que el ayudante del sheriff las viera. Pero Frank miraba hacia el suelo. Se metió las manos en los bolsillos de la zamarra, y volvió a sacarlas. Dio un puntapié a algo que había sobre el césped. Yo me crucé de brazos y seguí allí de pie, sin moverme, sin saber lo que sucedería en el momento siguiente. El ayudante del sheriff encendía y apagaba la linterna. De vez en cuando lanzaba con ella una estocada contra la niebla. Uno de los caballos relinchó en el furgón, y al cabo de unos segundos relinchó el otro.
       —No se ve nada con esta niebla —dijo Frank.
       Supe que lo decía para romper aquel silencio incómodo.
       —Es de las peores que he visto —dijo el ayudante del sheriff.
       Entonces se volvió hacia mí y me miró. Esta vez no me cegó con la linterna, pero dijo algo. Dijo:
       —¿Por qué le deja? ¿Le ha pegado o algo? ¿Le ha soltado algún guantazo?
       —Nunca le he puesto la mano encima —dije—. Nunca. En todo el tiempo que llevamos casados. Hubo veces en que se lo merecía, pero jamás llegué a tocarla. Ella sí me pegó una vez —dije.
       —Bueno, no empecemos —dijo el ayudante del sheriff—. No quiero oír miserias esta noche. No abra la boca, y todo irá bien. Nada de jaleos. Ni se le ocurra. Aquí no va a haber ninguna bronca esta noche.
       El ayudante del sheriff y Frank me observaban. Frank estaba visiblemente violento. Sacó el tabaco y se puso a liar un cigarrillo.
       —No —dije—. Nada de broncas.
       Mi mujer salió al porche y cogió la maleta. Me dio la impresión de que no sólo había echado una última ojeada de inspección a la casa, sino que había aprovechado la ocasión para arreglarse un poco, volver a pintarse los labios, etcétera. El ayudante del sheriff enfocó hacia el porche para que ella pudiera ver los escalones.
       —Baje, señora —dijo—. Tenga cuidado, están resbaladizos.
       —Estoy lista —dijo ella.
       —Muy bien —dijo Frank—. Pero quiero asegurarme de que las cosas quedan claras. —Se quitó el sombrero una vez más y se quedó con él en la mano—. La llevaré a la ciudad y la dejaré en la estación de autobuses. Pero, entiéndame, no quiero meterme donde no me llaman. Ya sabe a lo que me refiero.
       Miró a mi mujer y luego me miró a mí.
       —Exacto —dijo el ayudante del sheriff—. Muy bien dicho. Las estadísticas muestran que las disputas conyugales son las situaciones más potencialmente peligrosas en las que cualquiera, y en especial un policía, puede verse envuelto. Pero creo que ésta va a ser la excepción que confirma la regla. ¿Me equivoco, señores?
       Mi mujer me miró y dijo:
       —Creo que no voy a darte un beso. No, no voy a darte un beso de despedida. Sólo te diré «hasta la vista». Cuídate.
       —Exacto —dijo el ayudante del sheriff—. Un beso... Quién sabe cómo acabaría la cosa si empiezan a besarse.
       Lanzó una carcajada.
       Tuve la impresión de que todos esperaban que yo dijera algo. Pero por primera vez en mi vida me faltaban las palabras. Me armé de valor y le dije a mi mujer:
       —La última vez que te pusiste ese sombrero lo llevabas con velo y yo te tenía cogida del brazo. Estabas de luto por tu madre. Y llevabas un vestido oscuro, no el que llevas esta noche. Pero los zapatos de tacón son los mismos, recuerdo. No me dejes así —dije—. No sé lo que voy a hacer si me dejas.
       —Tengo que hacerlo —dijo ella—. Está todo en la carta. En ella te lo explico todo. Lo demás pertenece al ámbito de..., no sé. Del misterio, de la conjetura, supongo. —Luego se volvió a Frank y le dijo—: Vámonos ya, Frank. Puedo llamarle Frank, ¿verdad?
       —Llámele como quiera —dijo el ayudante del sheriff—, con tal de llamarle a tiempo para la cena.
       Lanzó otra carcajada. Una carcajada sonora, campechana.
       —Claro —dijo Frank—. Claro que puede. Bien, de acuerdo. Vayámonos, pues.
       Le cogió la maleta a mi mujer y fue hasta el camión y metió la maleta en la cabina. Luego fue hasta el lado del acompañante, abrió la puerta y esperó.
       —Te escribiré cuando me instale en alguna parte —dijo mi mujer—. Bueno, eso creo. Pero lo primero es lo primero. Luego ya veremos.
       —Así se habla —dijo el ayudante del sheriff—. Hay que dejar abiertas todas las vías de comunicación. Buena suerte, amigo —dijo dirigiéndose a mí. Fue hasta su coche y subió en él.
       El camión describió un ancho y lento semicírculo a través del césped. Uno de los caballos relinchó en el furgón. La última imagen que conservo de mi esposa fue la de instantes después, cuando al resplandor de una cerilla la vi inclinarse hacia el asiento del conductor con un cigarrillo para aceptar la lumbre que le tendía el ranchero. Rodeaba con sus manos la mano que sostenía la cerilla. El ayudante del sheriff esperó a que camión y furgón hubieran pasado por su lado. Luego dio la vuelta en semicírculo, resbalando sobre el césped mojado hasta encontrar suelo firme en el camino de entrada, donde la grava saltó desde debajo de las ruedas. Bajaba ya hacia la carretera cuando hizo sonar el claxon. Pitó. Los historiadores deberían emplear palabras como «pitar» o «bocinazo» o «piií, piií» y onomatopeyas por el estilo, sobre todo en momentos graves como después de una matanza o cuando un suceso horrible tiende un paño mortuorio sobre el futuro de un país. Es en momentos tales cuando ese tipo de palabras se harían necesarias. Serían genuinas joyas en esta era mediocre.

       Me gustaría poder decir que fue entonces, en el instante en que de pie en medio de la niebla la vi alejarse en el camión, cuando recordé una fotografía en blanco y negro en la que se veía a mi mujer con su ramo de novia. Tenía dieciocho años. «No es más que una niña», me había gritado su madre un mes antes de la boda. Se había casado conmigo unos minutos antes de que fuera tomada aquella fotografía. Está sonriendo. Está a punto de echarse a reír, o acababa de hacerlo hace unos instantes. Tiene la boca abierta mientras mira hacia la cámara con gesto de felicidad estupefacta. Está embarazada de tres meses (la cámara no lo registra, como es lógico). Pero si lo está, ¿qué importa? ¿No lo estaban todas las mujeres en aquella época? Es feliz, en cualquier caso. Yo también era feliz (sé que lo era). Los dos éramos felices. Yo no estoy en la fotografía, pero estoy muy cerca (sólo unos pasos más allá, recuerdo, estrechando la mano de alguien que me da la enhorabuena). Mi mujer sabía latín y alemán y química y física e historia y Shakespeare y todas esas cosas que le enseñan a uno en un colegio privado. Sabía cómo ha de sostenerse una taza de té. También sabía cocinar y hacer el amor. Era una mujer de primera.
       Me gustaría poder decir que fue cuando la vi alejarse en el camión, digo, cuando recordé esa fotografía. Pero no fue así. Encontré la fotografía, junto con otras, unos días después del incidente de los caballos en la niebla, cuando pasaba revista a las cosas de mi mujer tratando de decidir lo que debía desechar y lo que debía conservar. Estaba haciendo las maletas. Me quedé mirándola unos instantes, y luego la tiré. Fui despiadado. No me importaba, me dije. ¿Por qué había de importarme?
       Si algo sé —y algo sé—; si, por mínima que sea, alguna noción tengo de la naturaleza humana, sé que no podrá vivir sin mí. Volverá a mí. Pronto. Que vuelva pronto.
       No, no sé absolutamente nada de nada. Nunca supe nada. Se ha ido para siempre. Para siempre. Lo presiento. Se ha ido y nunca volverá. Punto final. Nunca jamás. No volveré a verla nunca, a menos que nos crucemos un día en una calle.
       Aún queda por resolver el asunto de la letra. Un enigma. Pero el asunto de la letra no es de capital importancia, por supuesto. ¿Cómo podría serlo después de las secuelas de la carta? No de la carta en sí sino de su contenido, que no puedo olvidar. No, la carta tampoco tiene una importancia capital; en todo esto hay mucho más que la mera letra de quien la ha escrito. Este «mucho más» tiene que ver con cosas sutiles. Podría decirse, por ejemplo, que tomar una esposa es dotarse de una historia. Y si ello es así, debo entender que yo estoy ahora fuera de la historia. Como los caballos y la niebla. O podría decirse que mi historia me ha dejado. O que he de seguir viviendo sin historia. O que la historia habrá de prescindir de mí en adelante, a menos que mi mujer escriba más cartas, o le cuente sus cosas a una amiga que lleve un diario. Entonces, años después, alguien podrá volver sobre este tiempo, interpretarlo a partir de documentos escritos, de frag-mentos dispersos y largas peroratas, de silencios y veladas imputaciones. Y es entonces cuando germina en mí la idea de que la autobiografía es la historia de los pobres desdichados. Y de que estoy diciendo adiós a la historia. Adiós, amada mía.



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