Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Menudo
(“Menudo”)
Originalmente publicado en Granta (1987);
Where I’m Calling From: New & Selected Stories (1988);
Elephant and Other Stories (1988);
Collected Stories (2009)



      No puedo dormir, pero cuando sé que Vicky, mi mujer, está dormida, me levanto y miro por la ventana del dormitorio la casa de Oliver y Amanda, al otro lado de la calle. Oliver se fue hace ya tres días, pero Amanda, su mujer, está despierta. Tampoco ella puede dormir. Son las cuatro de la madrugada, y en la calle no se oye ningún ruido. No hace viento, no hay coches, ni siquiera hay luna. Sólo la casa de Oliver y Amanda, con las luces encendidas y las hojas amontonadas al pie de las ventanas.
       Hace un par de días no podía estarme quieto y rastrillé el jardín. Nuestro jardín, el de Vicky y mío. Recogí las hojas y las metí en bolsas, até las bolsas y las dejé en el borde de la acera. Entonces sentí el impulso de cruzar la calle y rastrillar también su jardín, pero me contuve y no lo hice. La culpa de que las cosas estén como están en esa casa es mía.
       Desde que Oliver se fue sólo he dormido unas cuantas horas. Vicky me ha visto vagar por la casa con aire angustiado, como un alma en pena, y se ha puesto a atar cabos. Ahora está acostada en su lado de la cama, acurrucada junto al borde mismo del colchón. Al acostarse ha buscado una postura que evitara todo riesgo de contacto fortuito conmigo durante el sueño. Se metió en la cama, lloró, se durmió y no se ha movido desde entonces. Está agotada. Igual que yo.
       Me he tomado casi todas las píldoras de Vicky, pero sigo sin poder dormir. Estoy sobreexcitado. Pero puede que si sigo mirando vea fugazmente a Amanda moviéndose por algún cuarto, o atisbando desde detrás de una cortina para ver lo que puede vislumbrar de nuestra casa.
       Y si la veo ¿qué? ¿Qué pasaría? ¿Cambiaría algo?
       Vicky dice que estoy loco. Anoche dijo cosas aún peores. Pero ¿cómo voy a echárselo en cara? Se lo conté —tuve que hacerlo—, pero no le dije que era Amanda. Cuando salió a relucir el nombre de Amanda, negué categóricamente que se tratara de ella. Vicky lo sospecha, pero me he negado a darle nombres. No quise decirle quién era, pese a su insistencia y a que en un momento dado llegara incluso a golpearme varias veces en la cabeza.
       —¿Qué importa quién? —dije—. No la conoces —mentí.
       Fue entonces, cuando le dije que no la conocía, cuando se puso a pegarme.
       Estoy que salto. Es la expresión que usaba mi amigo Alfredo, el pintor, cuando contaba que algún amigo estaba «de vuelta» de algún «viaje». Está que salta. Estoy que salto.
       Es de locos. Lo sé, pero no puedo dejar de pensar en Amanda. Las cosas están tan mal que me sorprendo incluso pensando en mi primera mujer, Molly. Creo que amé a Molly más que a mi propia vida.
       Sigo imaginando a Amanda con su camisón rosa, ese que me gusta tanto. Y con sus zapatillas a juego. Y estoy seguro de que ahora mismo está sentada en el gran sillón de cuero, bajo la lámpara de latón. Está fumando cigarrillo tras cigarrillo. Hay dos ceniceros a mano, y los dos están llenos. A la izquierda del sillón, junto a la lámpara de pie, hay una mesita llena de revistas (ese tipo de revistas que lee la gente como es debido). También nosotros, todos nosotros, somos hasta cierto punto gente como es debido. Imagino que Amanda, en este mismo instante, está hojeando una revista, deteniéndose de vez en cuando en alguna ilustración, en algún chiste.
       Anteayer por la tarde, Amanda me decía:
       —Ya no leo libros. ¿Quién tiene tiempo para leer libros? —Fue al día siguiente de que Oliver se fuera, y estábamos en ese pequeño café de la zona industrial de la ciudad—. ¿Quién puede concentrarse en estos tiempos? —dice mientras remueve el café—. ¿Quién lee? ¿Tú lees? —Niego con la cabeza—. Alguien leerá, supongo. Ahí están todos esos libros en los escaparates de las librerías. Y ahí tienes todos esos clubes. Alguien tiene que leer —dice—. ¿Quién? Yo no conozco a nadie que lea.
       Eso dijo, sin venir a cuento. Porque no estábamos hablando de libros sino de nuestras vidas. ¿Qué tenían que ver los libros con ellas?
       —¿Qué dijo Oliver cuando se lo dijiste?
       Entonces se me ocurrió de pronto que nuestra charla, nuestras expresiones tensas y alerta, eran muy similares a las de los personajes de esos programas de televisión de la tarde que nunca suelo ver sino de pasada, cuando enciendo el televisor un rato.
       Amanda bajó la mirada y sacudió la cabeza, como si le resultara insoportable recordarlo.
       —¿Seguro que no le dijiste quién era tu amante?
       Volvió a negar con la cabeza.
       —¿Estás segura?
       Esperé, y ella por fin alzó la mirada.
       —No dije ningún nombre, si te refieres a eso.
       —¿Dijo adonde iba, o cuándo volvería? —pregunté, y me resultaba odioso oírme. Era de mi vecino de quien hablaba. De Oliver Porter. Un hombre a quien casi había empujado fuera de su casa.
       —No dijo adonde. A un hotel. Dijo que arreglara mis cosas y que me fuera de casa. Que me fuera, dijo. Con un tono casi bíblico: fuera de su casa, de su vida. Y me dio una semana. Supongo que volverá entonces, cuando me haya ido. Así que tenemos que tomar una decisión vital, cariño. Decidir algo. Y de inmediato. Tenemos que darnos prisa.
       Ahora era ella quien me miraba. Sé que esperaba ver en mí una promesa de compromiso eterno.
       —Una semana... —dije.
       Fijé la mirada en el café, que se había enfriado. Habían sucedido muchas cosas en un tiempo muy breve, y necesitábamos digerirlas. No sé qué ideas a largo plazo —si las hubo— nos hicimos durante los meses en que pasamos del flirteo al amor, y a estas citas de la tarde. En cualquier caso, ahora estábamos en un serio aprieto. Muy serio. Nunca —ni en cien años— se nos habría ocurrido imaginar que llegaríamos a vernos en tal trance: ocultándonos en un café, en plena tarde, tratando de decidir cuestiones tan cruciales.
       Levanté la mirada, y Amanda se puso a dar vueltas al café con la cucharilla. Siguió haciéndolo. Le toqué la mano, y la cucharilla se le cayó de los dedos. La recogió, siguió usándola. Eramos como cualquier pareja anónima que toma café bajo las luces fluorescentes de un cafetucho urbano. Una pareja cualquiera, ni más ni menos. Le cogí una mano a Amanda y la retuve entre las mías. Y fue como si algo cambiara.

       Cuando bajo a la cocina Vicky sigue durmiendo en su lado de la cama. Voy a tomarme un vaso de leche caliente. Antes, cuando no podía dormir, solía tomar whisky. Pero luego dejé de hacerlo. Ahora sólo tomo leche caliente. Cuando lo del whisky, solía despertarme a media noche con una sed tremenda. Pero era precavido: dejaba una botella de agua en el frigorífico. Así, cuando me despertaba bañado en sudor, casi deshidratado, iba a tientas hasta la cocina con la certeza de que en la nevera me esperaba el agua helada. Y me la bebía toda. Salud. Un litro entero. A veces usaba un vaso, pero era raro. De pronto volvía a estar borracho, dando tumbos por la cocina. Sigo sin explicármelo: sobrio en un momento dado, borracho al minuto siguiente.
       El alcohol era parte de mi destino, según Molly. Molly creía mucho en el destino.
       Estoy como desquiciado de no dormir. Daría cualquier cosa, casi cualquier cosa, por poder conciliar el sueño, por dormir el sueño de los justos.
       ¿Por qué necesitamos dormir? ¿Y por qué dormimos menos en unas crisis y más en otras? Recuerdo, por ejemplo, cuando mi padre tuvo la embolia. Después de siete días y siete noches en coma, despertó en la cama del hospital y dijo «Hola» con voz plácida a la gente de la sala. Luego reparó en mí. «Hola, hijo», me dijo. Cinco minutos después había muerto. Murió, sin más. Mientras duró todo aquello, sin embargo, ni una sola vez me desvestí ni me fui a la cama. Puede que dormitara de cuando en cuando en una silla de la sala de espera, pero en ningún momento me acosté ni dormí como es debido.
       Luego, hace aproximadamente un año, supe que Vicky se veía con otro hombre. Cuando me enteré, en lugar de enfrentarme a ella, me metí en la cama y me quedé acostado días y días; quizá una semana, no estoy seguro. Bueno, me levantaba para ir al baño, o a la cocina a hacerme un bocadillo. O incluso a la sala por la tarde, en pijama, a intentar leer el periódico. Pero me quedaba dormido. Al rato me revolvía en el sillón, abría los ojos y volvía a la cama a seguir durmiendo. Necesitaba más y más sueño.
       Luego pasó. Lo superamos. Vicky dejó a su amante, o le dejó él a ella, nunca lo supe con certeza. Lo único que sé es que se apartó de mí un tiempo y que acabó volviendo. Pero ahora tengo la sensación de que no vamos a superar esto. Lo de Amanda es diferente. Oliver le ha dado un ultimátum.
       Sin embargo, ¿no cabe dentro de lo posible que el propio Oliver esté ahora mismo despierto, escribiéndole a Amanda una carta en la que le insta a la reconciliación? Puede que en este mismo instante esté llenando unas cuartillas tratando de convencerla de que lo que les está haciendo a él y a su hija Beth es insensato, desastroso, y que va a resultar trágico para los tres.
       No, qué locura. Conozco a Oliver. Oliver no perdona, es implacable. Es de esos tipos capaces de lanzar una bola de croquet a doscientos metros (se lo he visto hacer, de hecho). No va a escribir ninguna carta semejante. Además le ha dado un ultimátum, ¿no? Pues no hay más que hablar. Una semana. Quedan cuatro días. ¿O tres? Puede que Oliver esté despierto, pero si es así está arrellanado en un sillón de su cuarto del hotel, con un vaso de vodka helado en la mano y los pies sobre la cama, con el televisor encendido y el volumen bajo. Está vestido; sólo se ha quitado los zapatos. Los pies descalzos, su única concesión. Esa y el haberse aflojado la corbata.
       Oliver es implacable.

       Caliento la leche, quito la nata con una cucharilla y me sirvo una taza. Apago la luz de la cocina, voy a la sala y me siento en el sofá, desde donde puedo mirar hacia las ventanas iluminadas del otro lado de la calle. Pero no puedo estarme quieto. Me muevo una y otra vez, cruzo una pierna y luego la otra. Siento que voy a echar chispas, o que podría romper el cristal de una ventana... O quizá ponerme a cambiar de sitio los muebles de la sala.
       ¡Las cosas que se le pasan a uno por la cabeza cuando no puede dormir! Antes, pensando en Molly, ha habido un momento en que ni siquiera podía recordar su cara. Santo cielo, después de haber estado juntos casi ininterrumpidamente desde chiquillos. Molly, que juraba que me amaría eternamente. Lo único que me quedaba en la memoria era su imagen sentada a la mesa de la cocina, llorando, con los hombros encorvados y las manos en la cara. Eternamente, decía. Pero no había resultado así. Al final —diría luego— no importaba, había dejado de ser vital para ella el hecho de que viviéramos o no juntos el resto de nuestras vidas. Nuestro amor existía en un «plano superior». Eso es lo que le dijo a Vicky por teléfono aquel día, cuando Vicky y yo ya vivía-mos juntos. Llamó, quiso hablar con Vicky, y le dijo: «Tienes tu relación con él, pero yo siempre tendré la mía. Su destino y el mío están unidos.»
       Molly, mi primera mujer, hablaba así. «Nuestros destinos están unidos.» No hablaba así desde el principio. Fue luego, cuando ya habían sucedido muchas cosas, cuando empezó a emplear palabras como «cósmico», «insuflación de poder»... ese tipo de términos. Pero nuestros destinos no están unidos. Ya no lo están, en cualquier caso, si alguna vez lo estuvieron. Ni siquiera sé dónde está ahora (con seguridad, al menos).
       Creo poder precisar el momento exacto, el punto de inflexión que marcó en Molly el viraje decisivo. Fue cuando se enteró de que yo veía a Vicky. Un día me llamaron del instituto donde daba clases Molly y me dijeron: «Por favor. Su mujer está dando volteretas delante de la puerta principal. Será mejor que venga.» La llevé a casa, y fue a partir de entonces cuando le empecé a oír cosas como «poder superior» y «dejarse ir con el flujo» y cosas de ese tipo. Nuestro destino había sido «modificado». Y si hasta entonces me sentía indeciso... bien, pues la dejé tan pronto como pude. Aquella mujer a quien conocía de siempre, que había sido mi mejor amiga tantos años, mi relación íntima, mi confidente... La dejé en la cuneta. Entre otras cosas, estaba asustado. Asustado.
       Aquella chica con quien había empezado a vivir, aquel espíritu delicado y dulce, acabó consultando pitonisas, quirománticos, adivinos de bola de cristal, en busca de respuestas, de pautas de lo que debía hacer con su vida. Dejó su empleo en el instituto, cogió la jubilación anticipada, y a partir de entonces no daba el menor paso sin consultar el I Ching. Empezó a vestir de forma estrafalaria (ropa de telas arrugadas con muchos tonos naranja y agua y vino). Hasta llegó a entrar en un grupo que se sentaba en círculo —no bromeo— e intentaba levitar.
       Cuando Molly y yo crecimos juntos ella era parte de mí y, por supuesto, yo parte de ella. Nos amábamos. Era nuestro destino. También yo lo creía entonces. Pero ahora ya no sé en qué creer. No estoy quejándome, sólo constato un hecho. Ahora estoy inmerso en el vacío. Y he de seguir así. No existe ya destino. Sólo hechos sucesivos a los que se les da el sentido que uno cree que tienen. Impulsos y yerros, como el más común de los mortales.
       ¿Y Amanda? Me gustaría creer en ella, mi pobre Amanda. Pero ella buscaba a alguien cuando me encontró. Es lo que hace la gente cuando siente un desasosiego interior. Dar comienzo a una relación, sabiendo que ello cambiará las cosas para siempre.
       Siento ganas de salir al jardín y de ponerme a gritar:
       —¡Nada vale la pena!
       Y me gustaría que todo el mundo pudiera oírlo.
       «El destino», decía Molly. Y, que yo sepa, sigue diciéndolo.

       Su casa ya no está iluminada. Sólo la luz de la cocina sigue encendida. Podría intentar llamar a Amanda por teléfono. Podría hacerlo y ver qué pasa. ¿Y si Vicky me oyera marcar o hablar y bajara al piso de abajo? ¿Y si descolgara arriba y se pusiera a escuchar? Además, existe la posibilidad de que sea Beth quien coja el teléfono. No tengo ganas de hablar con críos esta mañana. No tengo ganas de hablar con nadie. El caso es que, si pudiera, hablaría con Molly, pero ya no es posible: ahora es alguien distinto. Ya no es Molly. Pero —¿qué puedo decir?— también yo soy otra persona.
       Me gustaría ser como cualquier persona de este vecindario —alguien normal, sencillo, vulgar—, y subir al dormitorio, echarme en la cama y poder dormir. Hoy va a ser un día importante, y me gustaría estar preparado para afrontarlo. Me gustaría dormir y al despertar ver que todo ha cambiado en mi vida. No me refiero sólo a las cosas importantes, como lo de Amanda o mi pasado con Molly, sino también a esas cosas sobre las que puedo actuar.
       Lo de mi madre, por ejemplo. Yo le mandaba dinero todos los meses. Pero un día empecé a mandárselo cada seis meses. La misma suma anual. Le enviaba la mitad por su cumpleaños, y la otra mitad por Navidad. Y me decía a mí mismo: No tendré que preocuparme por si se me pasa su cumpleaños, o por su regalo de Navidad. No tendré que preocuparme, y punto. Y todo marchó sobre ruedas durante unos años.
       Pero el año pasado —entre los dos envíos; quizá en abril, o en marzo— me pidió una radio. Una radio, me dijo, le sería de gran utilidad.
       Lo que quería era una pequeña radio despertador. Podría ponerla en la cocina, y escucharla mientras se hacía la cena. Además podría mirar el reloj para saber cuándo debía sacar algo del horno, o para ver cuánto faltaba hasta que empezaran sus programas preferidos.
       Una pequeña radio despertador.
       Al principio empezó con rodeos:
       —Qué bien me vendría una radio. Lo malo es que no puedo permitírmela. Tendré que esperar a mi cumpleaños. La que tenía, aquella pequeñita, se me cayó y se rompió. Echo de menos una radio.
       Echo de menos una radio. Me lo decía siempre que hablaba conmigo por teléfono, o lo sacaba a colación cuando me escribía.
       ¿Qué podía decirle? Al final le dije por teléfono que no podía permitirme comprar ninguna radio. Se lo dije también en una carta, para cerciorarme bien de que lo entendía. No puedo permitirme comprar ninguna radio, le escribí. No puedo hacer más de lo que hago, le expliqué. Con estas mismas palabras.
       ¡Pero no era cierto! Podía haber hecho más. Pero le dije que no podía. Podía haberle comprado la radio que quería. ¿Qué me habría costado? ¿Treinta y cinco dólares? A lo sumo cuarenta, incluidos los impuestos. Podía habérsela mandado por correo. Podía haber hecho que se la mandaran directamente de la tienda, en caso de querer ahorrarme la molestia de enviársela yo mismo. O bien podía haberle mandado un cheque de cuarenta dólares con una nota que dijera: El dinero para tu radio, madre.
       Podía habérmelo permitido, en cualquier caso. Cuarenta míseros dólares... Pero no lo hice. Me negué a desprenderme de ellos. Tenía la impresión de que en cierto modo se trataba de una cuestión de principios. Eso es lo que me dije entonces, al menos. Una cuestión de principios.
       Ja.
       ¿Y qué sucedió luego? Que se murió. Murió. Volvía del supermercado, con las bolsas de la compra, cuando se desplomó sobre los arbustos de una casa y se quedó allí muerta.
       Cogí un avión y me presenté allí para ocuparme de los trámites. Su cuerpo seguía en el depósito, a disposición del forense. Vi su bolso y sus compras en la oficina, detrás del escritorio. No miré el interior del bolso que me tendían. Pero sí vi el contenido de las bolsas de la compra: un tarro de mermelada, dos pomelos, una cajita de queso fresco, patatas, cebollas y un paquete de carne picada que empezaba a adquirir una tonalidad oscura.
       ¡Dios mío!, me eché a llorar como un niño. Lloré y lloré como si no fuera a parar nunca. La mujer de detrás del escritorio, turbada, me trajo un vaso de agua. Me dieron una bolsa para las compras de mi madre y otra para sus efectos personales: el bolso y la dentadura postiza. Luego, me metí la dentadura en el bolsillo de la chaqueta, cogí el coche de alquiler y fui a entregársela a un empleado de la funeraria.

       La luz de la cocina de Amanda sigue encendida. Es una luz muy viva que baña las hojas secas de fuera. Quizá Amanda es como yo y está asustada. Quizá ha dejado esa luz a modo de lamparilla nocturna. O quizá sigue despierta y está en la mesa de la cocina, bajo la luz, escribiéndome. Amanda me está escribiendo una carta que hará llegar a mis manos luego, cuando comience de verdad el día.
       Ahora que lo pienso, nunca he recibido una carta suya. Tanto tiempo de amantes secretos —seis, ocho meses— y aún no he visto ni un solo trazo de su escritura. Ni siquiera sé si es una persona instruida en tal sentido.
       Creo que lo es. Sí, seguro. Habla de libros, ¿no? Aunque no importa. Bueno, no mucho. La amo de todas formas, ¿no?
       Pero tampoco yo le he escrito nada nunca. Siempre hemos hablado por teléfono, o cara a cara.
       Molly, ella era la que escribía cartas. Solía escribirme incluso después de separarnos. Vicky traía las cartas del buzón y las dejaba sobre la mesa de la cocina sin decir una palabra. Luego las cartas se espaciaron, se hicieron cada día más escasas y más excéntricas. Cuando las leía me recorría el cuerpo un escalofrío. Hablaban constantemente de «auras» y «signos». De cuando en cuando me contaba que una voz le dictaba lo que tenía que hacer o adonde tenía que ir. Y una vez me dijo que, pasara lo que pasara, ambos seguíamos «en la misma frecuencia». Que ella siempre sabía lo que yo sentía. Que a veces «me irradiaba» cosas. Al leer sus cartas sentía un hormigueo en el vello de la nuca. Ahora al destino lo llamaba de otra forma: karma.
       «Estoy siguiendo mi karma», me escribía. O bien: «Tu karma ha tomado un mal sesgo.»

       Me gustaría poder dormir, pero ¿cómo voy a acostarme ahora? La gente no tardará en levantarse. Pronto sonará el despertador de Vicky. Me gustaría subir al dormitorio, volver a acostarme junto a ella y decirle que lo siento, que ha sido un error, que lo olvidemos todo... Y luego dormirme y despertar con ella en mis brazos. Pero he perdido ese derecho. Estoy excluido de todo eso, y me está vedado el retorno. Pero pongamos que lo hago. Que subo al dormitorio y me meto en la cama junto a Vicky. Podría despertar y decirme: Cabrón. No te atrevas a tocarme, hijo de perra.
       Pero ¿de qué habla? Jamás se me ocurriría tocarla. No de ese modo, no señor.
       Unos dos meses después de dejarla, de irme de su lado, Molly se derrumbó. Sufrió un auténtico hundimiento (el que desde tiempo atrás venía gestándose). Su hermana se ocupó de que recibiera la asistencia necesaria. ¿Qué digo? La internaron. Tuvieron que hacerlo, dijeron. Internaron a mi mujer en un psiquiátrico. Para entonces yo ya vivía con Vicky, y hacía lo posible por dejar el whisky. No pude hacer nada por Molly. Quiero decir que ella estaba recluida, y yo aquí fuera, y que no habría podido sacarla de allí aunque hubiera querido. Pero el caso es que no quise. Estaba internada —decían— porque lo necesitaba. Nadie dijo nada acerca del destino. Las cosas habían ido mucho más lejos.
       Y yo ni la visité siquiera. ¡Ni una sola vez! Entonces pensé que no podría soportar verla encerrada. Pero, santo cielo, ¿qué era yo? ¿Un amigo sólo para lo bueno? Habíamos pasado tanto juntos. Pero ¿qué diablos podía haberle dicho? Siento mucho todo esto, cariño. Sí, podía haberlo dicho, supongo. Pensé en escribirle, pero no lo hice. Ni una palabra. Aunque, puestos a ello, ¿qué podía haberle dicho en una carta? ¿Qué tal te tratan, pequeña? Siento que estés donde estás, pero no te rindas. ¿Te acuerdas de los buenos tiempos? ¿Te acuerdas de cuando éramos felices juntos? Siento mucho lo que te han hecho. Siento que se hayan puesto así las cosas. Siento que todo se haya vuelto pura basura. Molly, lo siento.
       No le escribí. Creo que lo que pretendía era olvidarla, hacer como si no existiera. ¿Molly qué?
       Dejé a mi esposa y me fui a vivir con otra mujer, con Vicky. Ahora quizá he perdido también a Vicky. Pero a Vicky no la internarán en una institución de descanso para enfermos mentales. Es una mujer dura. Dejó a su primer marido, Joe Kraft, sin pestañear siquiera. No creo que la ruptura le hiciera perder ni una sola noche de sueño.
       Vicky Kraft-Hughes. Amanda Porter. ¿A esto es a lo que me ha llevado el destino? ¿A arruinar la vida de estas dos mujeres en esta calle, en este barrio?
       Ya no hay luz en la cocina de Amanda. Se ha apagado cuando yo no miraba. La cocina está oscura, como el resto de la casa. Sólo la luz del porche sigue encendida. Amanda ha olvidado apagarla, imagino. Eh, Amanda...

       Una vez, cuando Molly estaba internada y yo no estaba en mis cabales (he de admitirlo, yo también estaba loco), fui a casa de mi amigo Alfredo. Éramos unos cuantos; bebíamos y escuchábamos discos. Ya me tenía sin cuidado lo que pudiera pasarme. Me había pasado ya —pensaba— todo lo que podía pasarme. Estaba desequilibrado. Estaba perdido. Bien, el caso es que estaba en casa de Alfredo. Sus cuadros de aves y animales tropicales tapizaban todas las paredes de la casa, y había telas diseminadas por todos los cuartos —apoyadas contra patas de mesa, contra la librería de ladrillo y tablas, contra otros muebles y objetos— y apiladas en el porche trasero. Yo estaba sentado a la mesa de la cocina —la cocina le servía también de estudio— con una copa en la mano. A un lado, frente a la ventana que daba al callejón, había un caballete, y sobre una esquina de la mesa tubos de pintura retorcidos, una paleta y algunos pinceles. Alfredo se preparaba una bebida en el mostrador, a escasos palmos de donde yo estaba. Me encantaba la desastrada economía de aquel rincón de la casa. La música estéreo, a todo volumen, atronaba el apartamento de tal forma que las ventanas de la cocina trepidaban en los marcos. De pronto empecé a temblar. Primero me temblaron las manos, luego los brazos y los hombros. Los dientes empezaron a castañetearme. Mi mano no podía sostener el vaso.
       —¿Qué te pasa, muchacho? —dijo Alfredo al volverse y verme en tal estado—. ¿Eh, qué es eso? ¿Qué te pasa?
       No sabía cómo explicárselo. ¿Qué podía decirle? Pensé que me estaba dando un ataque de algo. Logré levantar los hombros, volví a dejarlos caer.
       Entonces Alfredo se acercó, cogió una silla y se sentó a mi lado a la mesa. Puso su mano grande de pintor sobre mi hombro. Yo seguía temblando. El percibía físicamente mi temblor.
       —¿Qué te pasa, muchacho? Lo siento de veras, créeme. Sé que lo estás pasando mal.
       Luego dijo que me iba a preparar un menudo. Que era un buen remedio para lo que me estaba pasando.
       —Sienta bien a los nervios, muchacho —dijo—. Te calma en un abrir y cerrar de ojos.
       Dijo que tenía todos los ingredientes para hacer un buen menudo, y que de todos modos tenía pensado prepararlo.
       —Escúchame. Escucha lo que te digo, muchacho —me dijo—. Ahora yo soy tu familia.
       Eran las dos de la madrugada, estábamos borrachos. Los demás estaban también borrachos por la casa y el estéreo sonaba a todo volumen. Pero Alfredo fue hasta la nevera y la abrió y sacó una serie de cosas. Cerró la puerta del frigorífico, abrió la del congelador y sacó un paquete helado. Luego buscó en los armarios. Sacó una gran cacerola de debajo de la pila. Todo listo.
       Trozos de estómago de vaca. Empezó por poner los en unos cuatro litros de agua. Luego picó unas cebollas y las añadió al agua, que había empezado a hervir. Al rato añadió chorizo a la olla, y luego echó pimienta en grano y una pizca de chile en polvo. Luego vino el aceite de oliva. A continuación una gran lata de salsa de tomate. Agregó también unos dientes de ajo, unas rebanadas de pan blanco, sal y zumo de limón. Abrió una lata de maíz pelado y desecado y la vació en la olla. Una vez incorporados todos los ingredientes, bajó el fuego y la tapó.
       Yo lo miraba. Seguía allí sentado, sin dejar de temblar, mientras Alfredo preparaba el menudo en su cocina. Cocinaba y hablaba —no le entendía una palabra de lo que decía—, y de vez en cuando sacudía la cabeza o se ponía a silbar entre dientes. De rato en rato aparecía alguien en busca de cerveza, pero Alfredo seguía cuidando atentamente su menudo. Era como si estuviera en el hogar, allá en Morelia, preparando el menudo familiar en Año Nuevo.
       La gente se quedaba en la cocina durante un rato, bromeando, pero Alfredo no les seguía la corriente cuando le tomaban el pelo por ponerse a hacer menudo a aquellas horas de la madrugada. Acabaron, pues, por dejarnos solos. Más tarde, mientras Alfredo seguía junto al fuego con la cuchara en la mano, mirándome, me levanté despacio de la mesa. Salí de la cocina y entré en el cuarto de baño, y de allí pasé al cuarto de invitados, donde me acosté y me quedé dormido. Cuando desperté era media tarde. El menudo se había esfumado. La olla estaba en la pila, en remojo. ¡Habían dado buena cuenta del menudo de Alfredo! Lo habían devorado y se habían calmado. Se habían marchado todos: en la casa reinaba el silencio.
       Después de aquella noche no volví a ver a Alfredo más que en un par de ocasiones. La vida nos llevó por derroteros distintos. ¿Y la otra gente? Quién sabe qué habrá sido de ella. Es muy probable que me vaya de este mundo sin haber probado el menudo. Aunque nunca se sabe.
       ¿Es a esto a lo que se llega, al cabo? ¿A ser un cuarentón liado con la mujer del vecino, a depender de un airado ultimátum? ¿Qué clase de destino es ése? Una semana, dijo Oliver. Ahora tres días, a lo sumo cuatro.

       Pasa un coche con los faros encendidos. El cielo va tomando un tono gris, y empiezan a oírse algunos pájaros. No puedo esperar más. No puedo seguir sentado, sin hacer nada... Se acabó. No puedo seguir esperando. He esperado y esperado, ¿y de qué me ha servido? El despertador de Vicky sonará muy pronto, Beth se levantará para ir al colegio, Amanda se despertará también... Al igual que todo el vecindario.
       En el porche trasero encuentro unos viejos vaqueros y la parte de arriba de un chándal. Me cambio. Luego me pongo mis zapatillas blancas de lona. (Zapatillas «de borracho», las habría llamado Alfredo. ¿Dónde estás, Alfredo?)
       Voy al garaje y cojo el rastrillo y unas bolsas grandes de plástico. Cuando rodeo la casa y llego al césped de la entrada con el rastrillo, listo para empezar, siento que ya no me queda otra alternativa. Amanece despacio, pero hay luz suficiente para lo que me dispongo a hacer. No lo pienso dos veces y me pongo a rastrillar. Rastrillo nuestro jardín palmo a palmo. Es importante que haga bien mi trabajo. Aprieto bien el rastrillo contra el césped y tiro con fuerza. El césped siente sin duda algo parecido a lo que sentimos nosotros cuando alguien nos tira del pelo. De cuando en cuando pasa un coche y aminora la marcha, pero yo no levanto la vista de mi trabajo. Sé lo que estarán pensando los conductores, pero se equivocan de medio a medio, no saben nada de nada. ¿Cómo van a saberlo? Me siento feliz rastrillando.
       Acabo nuestro jardín y dejo la bolsa junto al bordillo de la acera. Luego empiezo a rastrillar el jardín de al lado, el de los Baxter. Al poco sale al porche en albornoz la señora Baxter. No le hago el menor caso. No me siento turbado, y tampoco quiero ser desagradable. Lo único que quiero es seguir con mi trabajo.
       Ella permanece en silencio durante un rato, y luego dice:
       —Buenos días, señor Hughes. ¿Qué tal está usted hoy?
       Dejo lo que estoy haciendo y me paso el brazo por la frente.
       —Termino en un momento —digo—. Espero que no le importe...
       —No, claro que no —dice la señora Baxter—. Siga, siga.
       Veo al señor Baxter de pie en el umbral de la puerta, a su espalda. Está vestido para el trabajo: pantalón, chaqueta sport y corbata. Pero no se decide a salir al porche. La señora Baxter se vuelve y mira al señor Baxter, que se encoge de hombros.
       Está bien. Ya he terminado aquí, de todos modos. Hay otros jardines, y más importantes. Me arrodillo y, cogiendo el mango del rastrillo casi por la base, hago que entren en la bolsa unas cuantas hojas finales. Luego, después de atar la bolsa, no puedo evitar seguir allí, arrodillado sobre el césped con el rastrillo en la mano. Cuando levanto la mirada, veo cómo los Baxter bajan juntos los escalones del porche y vienen hacia mí por el césped mojado y fragante. Se detienen a unos pasos y me miran atentamente.
       —Vaya —dice la señora Baxter. Sigue en albornoz y zapatillas. Hace fresco; se sujeta el cuello del albornoz con la mano—. Ha hecho usted un buen trabajo en nuestro jardín. Ya lo creo.
       No digo nada. Ni siquiera digo «no hay de qué».
       Siguen de pie frente a mí unos instantes. Ninguno de los tres dice nada. Es como si hubiéramos llegado a algún acuerdo tácito. Al cabo se dan la vuelta y se dirigen a la casa. Arriba, en lo alto del viejo arce (de donde caen todas esas hojas), los pájaros se lanzan trinos unos a otros. Eso es al menos lo que creo que hacen.
       De pronto oigo cómo se cierra la puerta de un coche. El señor Baxter está ya en su coche en el camino de entrada, con la ventanilla bajada. La señora Baxter le dice algo desde el porche; el señor Baxter asiente con la cabeza despacio y vuelve hacia mí la mirada. Me ve de rodillas con el rastrillo, y algo ensombrece su semblante. Frunce el ceño. En sus mejores momentos, el señor Baxter es un hombre honrado, corriente. Un tipo a quien nadie tomaría por alguien especial. Pero es especial. Para mí lo es. Para empezar tiene en su haber toda una noche de sueño, y acaba de abrazar a su mujer antes de salir para el trabajo. Y se le espera en casa —antes incluso de que se haya marchado— al cabo de un determinado número de horas. En el gran fresco de los acontecimientos humanos, su vuelta a casa no será sino un acontecimiento ínfimo. Muy cierto. Pero un acontecimiento al fin y al cabo.
       El señor Baxter pone el coche en marcha y calienta un poco el motor. Luego baja marcha atrás con suavidad, sale del jardín, frena y mete una velocidad. Al enfilar la calle aminora la marcha y mira hacia mí fugazmente. Alza la mano del volante. ¿Un saludo o un gesto de rechazo? Un gesto, en cualquier caso. Y finalmente vuelve los ojos en dirección a la ciudad. Me incorporo y levanto también la mano (no es un gesto de adiós exactamente, pero casi). Pasan otros coches. Uno de los conductores debe de creer que me conoce, porque me dedica un amistoso toque de claxon. Miro a derecha e izquierda y cruzo la calle.



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