Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


El compartimiento
(“The Compartment”)
Originalmente publicado en Granta (junio 1983);
Cathedral (1983);
Collected Stories (2009)



      Myers recorría Francia en vagón de primera clase para visitar a su hijo, que estudiaba en la universidad de Estrasburgo. Hacía ocho años que no le veía. No se habían llamado por teléfono durante todo ese tiempo y ni siquiera se habían enviado una postal desde que Myers y la madre del chico se separaron y el muchacho se fuera a vivir con ella. Myers siempre había pensado que la perniciosa intromisión del muchacho en sus asuntos personales había precipitado la ruptura final.
       La última vez que Myers vio a su hijo, el chico se abalanzó sobre él durante una violenta disputa. La mujer de Myers estaba de pie junto al aparador, rompiendo platos de porcelana, uno tras otro, contra el suelo del comedor. Luego se había dedicado a las tazas.
       —Basta ya —dijo Myers.
       En ese momento, el muchacho se lanzó contra él. Myers le esquivó y le inmovilizó con una llave de cuello, mientras el chico lloraba, dándole puñetazos en la espalda y los riñones. Myers le tenía a raya y se aprovechó a fondo. Le golpeó contra la pared y amenazó con matarle. Lo dijo en serio.
       —¡Yo te he dado la vida —recordaba haber gritado—, y puedo quitártela!
       Pensando ahora en aquella escena horrible, Myers meneó la cabeza como si le hubiera sucedido a otro. Y así era. El ya no era el mismo, sencillamente. Ahora vivía solo y apenas se relacionaba con nadie fuera del trabajo. Por la noche escuchaba música clásica y leía libros sobre señuelos para cazar patos.
       Encendió un cigarrillo y siguió mirando por la ventanilla, sin prestar atención al hombre que se sentaba en el asiento junto a la puerta y que dormía con el sombrero sobre los ojos. Acababa de amanecer y había niebla sobre los campos verdes que desfilaban ante sus ojos. De vez en cuando Myers veía una granja y sus dependencias, todo ello cercado por una tapia. Pensó que tal vez fuese una buena manera de vivir: en una casa vieja rodeada de muros.
       Eran las seis un poco pasadas. Myers no había dormido desde que abordó el tren en Milán, a las once de la noche anterior. Cuando el tren salió de la ciudad italiana, consideró que era una suerte tener el compartimiento para él solo. Dejó la luz encendida y hojeó las guías. Leyó cosas que lamentaba no haber leído antes de visitar los lugares de que hablaban. Descubrió muchas cosas que debería haber visto y hecho. En cierto modo, sentía averiguar datos sobre Italia, ahora que dejaba aquel país después de su primera y, sin duda, última visita.
       Guardó las guías en la maleta, colocó el equipaje en el estante superior y se quitó el abrigo para cubrirse con él. Apagó la luz y se quedó a oscuras con los ojos cerrados, deseando que le viniera el sueño.
       Al cabo de un rato, que le pareció mucho tiempo, y cuando tenía la impresión de quedarse dormido, el tren empezó a aminorar la marcha. Se detuvo en una estación pequeña, cerca de Basilea. Allí, un hombre de mediana edad con sombrero y traje oscuro entró en el compartimiento. Dijo algo en una lengua que Myers no entendía, y luego colocó su bolsa de cuero en el estante. Se sentó al otro extremo del compartimiento e irguió los hombros. Luego se echó el sombrero sobre los ojos. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, el hombre dormía con un ronquido suave. Myers le envidió. Al cabo de pocos minutos, un aduanero suizo abrió la puerta del compartimiento y encendió la luz. En inglés y en otra lengua —en alemán, supuso Myers—, el aduanero pidió ver sus pasaportes. El hombre que estaba en el compartimiento con Myers se echó hacia atrás el sombrero, parpadeó y metió la mano en el bolsillo del abrigo. El aduanero examinó el pasaporte, miró atentamente al viajero y le devolvió la documentación. Myers le tendió su pasaporte. El aduanero leyó los datos, miró la fotografía y observó a Myers antes de asentir con la cabeza y devolvérselo. Al salir apagó la luz. El hombre que viajaba con Myers se echó el sombrero sobre los ojos y estiró las piernas. Myers supuso que volvería a dormirse en seguida y de nuevo sintió envidia.
       Después se quedó despierto y se puso a pensar en la entrevista con su hijo, para la que sólo faltaban unas horas. ¿Cómo reaccionaría cuando viese a su hijo en la estación? ¿Debería darle un abrazo? Se sintió incómodo ante esa perspectiva. ¿O simplemente debería tenderle la mano, sonreírle como si aquellos ocho años no hubiesen transcurrido y luego darle una palmadita en la espalda? A lo mejor su hijo le decía algunas palabras: Me alegro de verte; ¿has tenido buen viaje? Y Myers contestaría... cualquier cosa. No sabía exactamente lo que diría.
       El cotrôleur francés apareció por el pasillo. Miró a Myers y al hombre que dormía enfrente de él. Era el mismo que ya les había picado los billetes, así que Myers volvió la cabeza y se puso a mirar otra vez por la ventanilla. Aparecieron más casas. Pero ahora ya no tenían tapia, eran más pequeñas y estaban más próximas. Pronto, estaba seguro de ello, vería un pueblo francés. La bruma se levantaba. El tren pitó y atravesó a toda velocidad un paso a nivel con la barrera bajada. Vio a una mujer joven, con un jersey y el pelo recogido sobre la cabeza, que esperaba en bicicleta y miraba pasar los vagones.
       ¿Cómo está tu madre?, le preguntaría al muchacho cuando estuvieran a cierta distancia de la estación. ¿Qué noticias tienes de tu madre? Durante un momento de intensa emoción, se le ocurrió a Myers que quizá hubiese muerto. Pero luego comprendió que no podía ser, que habría oído algo, que de una u otra forma se habría enterado. Sabía que si se dejaba llevar por esos pensamientos, se le partiría el corazón. Se abrochó el botón del cuello de la camisa y se ajustó la corbata. Dejó el abrigo en el asiento de al lado. Se anudó los cordones de los zapatos, se levantó y pasó por encima de las piernas del hombre que dormía. Salió del compartimiento.
       Mientras se dirigía al otro extremo del vagón, Myers tenía que ir sujetándose contra las ventanillas. Cerró la puerta del pequeño aseo. Luego abrió el grifo y se echó agua en la cara. El tren pasó por una curva sin reducir la marcha y Myers tuvo que sujetarse en el lavabo para no perder el equilibrio.
       Dos meses antes había recibido la carta de su hijo. Era breve. Decía que vivía en Francia y que, desde el año anterior, estudiaba en la universidad de Estrasburgo. No daba explicaciones de por qué había ido a Francia ni de qué había hecho durante los ocho años anteriores. Como era debido, pensó Myers, el muchacho no mencionaba a su madre en la carta: ni un solo indicio sobre su situación o su paradero. Pero, inexplicablemente, la carta terminaba con «un abrazo», palabras que Myers rumió durante mucho tiempo. Finalmente, contestó. Después de pensarlo bien, le escribió que desde hacía algún tiempo pensaba hacer un pequeño viaje por Europa. ¿Iría a buscarle a la estación de Estrasburgo? Firmó la carta con: «Un beso, papá.» Su hijo le contestó y Myers hizo sus preparativos. Le sorprendió que, aparte de su secretaria y de algunos colegas, no hubiese nadie a quien fuese preciso advertir de su marcha. Había acumulado seis semanas de vacaciones en la empresa de ingeniería donde trabajaba, y decidió tomárselas de una vez para aquel viaje. Se alegraba de haberlo hecho, aun cuando ahora no tuviese intención de pasar todo el tiempo en Europa.
       Primero había ido a Roma. Pero después de las primeras horas que anduvo paseando solo por las calles, lamentó no haber ido en grupo. Se sentía solo. Fue a Venecia, ciudad que su mujer y él siempre habían pensado visitar. Pero Venecia fue una decepción. Vio a un manco comer calamares fritos, y por todas partes había edificios mugrientos y atacados por la humedad. Tomó el tren para Milán, donde se hospedó en un hotel de cuatro estrellas y pasó la velada viendo un partido de fútbol en un televisor Sony en color hasta que se acabó la emisión. Se levantó a la mañana siguiente y callejeó por la ciudad hasta la hora de ir a la estación. Había previsto que la escala en Estrasburgo fuese el punto culminante del viaje. Al cabo de dos o tres días —ya vería cómo se presentaban las cosas— iría a París y tomaría el avión hacia casa. Estaba cansado de tratar de hacerse entender por los extranjeros y se sentiría contento de volver.
       Alguien intentó abrir la puerta del lavabo. Myers terminó de remeterse la camisa. Se abrochó el cinturón. Luego abrió y, balanceándose con el movimiento del tren, volvió a su compartimiento. Al abrir la puerta, se dio cuenta en seguida de que le habían tocado el abrigo. Estaba en un asiento distinto. Tuvo la impresión de encontrarse en una situación ridícula, pero posiblemente seria. Al cogerlo, el corazón empezó a latirle deprisa. Metió la mano en el bolsillo interior y sacó el pasaporte. Se guardó la billetera en el bolsillo trasero del pantalón. De modo que seguía teniendo la cartera y el pasaporte. Pasó revista a los demás bolsillos del abrigo. Lo que le faltaba era el regalo que llevaba para el chico: un caro reloj de pulsera japonés que había comprado en una tienda de Roma. Lo tenía en el bolsillo interior del abrigo para mayor seguridad. Y ahora había desaparecido.
       —Perdone —dijo al hombre repantigado en el asiento, con las piernas estiradas y el sombrero sobre los ojos—. Disculpe.
       El hombre se echó el sombrero hacia atrás y abrió los ojos. Se enderezó y miró a Myers. Tenía los ojos dilatados. Quizá hubiese estado soñando. O quizá no.
       —¿Ha visto entrar a alguien?
       Pero estaba claro que el hombre no entendía lo que Myers quería decir. Siguió mirándole fijamente con lo que a Myers le pareció un aire de incomprensión total. Pero a lo mejor era otra cosa, pensó. Tal vez aquella expresión disimulaba la falsedad y el engaño. Myers agitó el abrigo para llamar la atención del hombre. Luego metió la mano en el bolsillo y hurgó. Se subió la manga de la camisa y le enseñó su reloj. El hombre miró a Myers y luego al reloj. Parecía confuso. Myers dio unos golpecitos en la esfera del reloj. Volvió a meter la otra mano en el bolsillo del abrigo e hizo el gesto de buscar algo. Myers señaló al reloj una vez más y movió los dedos, queriendo dar a entender que el reloj se había marchado volando por la puerta.
       El hombre se encogió de hombros y meneó la cabeza.
       —¡Maldita sea! —exclamó Myers, frustrado.
       Se puso el abrigo y salió al pasillo. No podía quedarse un momento más en el compartimiento. Tenía miedo de golpear a aquel hombre. Miró a un lado y a otro del pasillo, como si esperase ver y reconocer al ladrón. Pero no había nadie. Quizá el hombre del compartimiento no había robado el reloj. A lo mejor había sido otra persona, la que intentó abrir la puerta del lavabo, que se había fijado en el abrigo y en el hombre dormido al pasar por el pasillo, y simplemente había abierto la puerta y rebuscado en los bolsillos, marchándose de nuevo y cerrando al salir.
       Myers anduvo despacio hacia el fondo del vagón, atisbando por las demás puertas. Había poca gente en primera clase, una o dos personas en cada compartimiento. La mayoría estaban dormidas, o lo parecían. Tenían los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. En un compartimiento, un hombre de alrededor de su misma edad estaba sentado a la ventanilla mirando el paisaje. Cuando Myers se detuvo a mirarle tras el cristal de la puerta, el hombre se volvió con una expresión de furia.
       Myers pasó al vagón de segunda. Allí, los compartimientos iban atestados, cinco o seis viajeros en cada uno, y la gente, se veía en seguida, estaba más abatida. Muchos se mantenían despiertos —iban demasiado incómodos para dormir—, y le miraban al pasar. Extranjeros, pensó. Era evidente que si el hombre de su compartimiento no había robado el reloj, el ladrón tenía que ser del vagón. Pero, ¿qué podía hacer? No había remedio. El reloj había desaparecido. Ahora estaba en el bolsillo de otro. Era imposible explicar al contróleur lo que había pasado. Y aunque pudiese, ¿qué más daría? Volvió a su compartimiento.
       Miró dentro y vio que el hombre se había vuelto a estirar con el sombrero sobre los ojos.
       Myers pasó por encima de las piernas del hombre y se sentó en su asiento, junto a la ventanilla. Estaba ciego de ira. Llegaban a las afueras de una ciudad. Granjas y prados daban paso a fábricas con nombres impronunciables escritos en las fachadas de los edificios. El tren aminoró la marcha. Myers vio coches en las calles y en los pasos a nivel, detenidos en fila hasta que el tren pasara. Se levantó y bajó la maleta. La sostuvo sobre las piernas mientras miraba aquel sitio detestable.
       Se le ocurrió que, después de todo, no tenía ganas de ver al chico. Se quedó pasmado ante la idea y por un momento se sintió rebajado ante su mezquindad. Meneó la cabeza. De todas las tonterías que había cometido en la vida, aquel viaje quizá fuese la peor. Pero el caso era que verdaderamente no tenía ganas de ver al muchacho, cuya conducta le había enajenado su cariño hacía va mucho tiempo. De pronto, recordó con gran claridad el rostro de su hijo cuando se abalanzó sobre él aquella vez, y se sintió invadido por una oleada de rencor. Aquel chico había devorado la juventud de Myers, había convertido a la muchacha que cortejó y con la que se casó en una mujer neurótica y alcohólica a quien el muchacho consolaba y maltrataba de manera alternativa. ¿Por qué diantre, se preguntó Myers, había venido de tan lejos para ver a alguien que detestaba? No quería estrechar la mano de su hijo, la mano de su enemigo, ni darle una palmada en la espalda mientras charlaban de cosas sin importancia.
       El tren entró en la estación y Myers se inclinó sobre el borde del asiento. Los altavoces del tren emitieron un anuncio en francés. El hombre que iba en el compartimiento de Myers empezó a removerse. El altavoz volvió a anunciar otra cosa en francés y el hombre se ajustó el sombrero y se enderezó en el asiento. Myers no entendía ni palabra. Su inquietud aumentaba a medida que el tren se detenía. Decidió no salir del compartimiento. Se quedaría sentado donde estaba hasta que el tren volviera a ponerse en marcha. Y cuando saliese, él iría hacia adentro, hasta París, y todo habría terminado. Miró con cautela por la ventanilla, temiendo ver el rostro de su hijo pegado al cristal. No sabía lo que haría en ese caso. Tenía miedo de enseñarle el puño. Vio a algunas personas en el andén, con abrigos y bufandas, de pie junto a las maletas, esperando subir al tren. Otras aguardaban, sin equipaje, con las manos en los bolsillos, y era evidente que habían ido a recibir a alguien. Su hijo no se encontraba entre ellas, pero naturalmente eso no quería decir que no estuviese por allí, en alguna parte. Myers dejó la maleta en el suelo y se recostó un poco en el asiento.
       El hombre que se sentaba frente a él bostezaba y miraba por la ventanilla. Entonces volvió la cara hacia Myers. Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo. Luego volvió a cubrirse, se levantó y bajó su bolsa del estante de equipajes... Abrió la puerta del comportamiento. Pero, antes de salir, se dio la vuelta y señaló hacia la estación.
       —Estrasburgo —dijo.
       Myers le dio la espalda.
       El hombre esperó un momento más, salió luego al pasillo con la bolsa y, Myers estaba seguro, con el reloj. Pero eso era ahora la menor de sus preocupaciones. Miró de nuevo por la ventanilla. Vio a un hombre con delantal, de pie a la entrada de la estación, fumando un cigarrillo. Observaba a dos empleados del tren que informaban de algo a una mujer con una falda larga y un niño en brazos. La mujer escuchó, asintió con la cabeza y siguió escuchando. Se cambió el niño de brazo. Los hombres continuaron hablando. Ella escuchaba. Uno de ellos acarició al niño bajo la barbilla. La mujer bajó la cabeza y sonrió. Volvió a pasarse el niño al otro brazo y siguió escuchando. Myers vio a una pareja de jóvenes besándose en el andén, no lejos de su vagón. Luego, el joven soltó a la muchacha. Dijo algo, cogió la maleta y se dispuso a subir al tren. La chica le vio marchar. Se llevó una mano a la cara, pasándosela primero por un ojo y luego por el otro. Al cabo de un momento, Myers la vio avanzar por el andén con la vista fija en su vagón, como si siguiera a alguien. Apartó la vista de la muchacha y miró al enorme reloj de encima de la sala de espera. Inspeccionó el andén de un extremo al otro.
       No había ni rastro de su hijo. Tal vez se hubiese quedado dormido o, a lo mejor, también él había cambiado de opinión. En cualquier caso, Myers sintió alivio. Miró de nuevo al reloj, luego a la joven que se dirigía apresuradamente a la ventanilla donde él estaba. Myers se retiró como si la muchacha fuese a romper el cristal.
       Se abrió la puerta del compartimiento. El joven que había visto fuera la cerró al entrar y dijo:
       —Bonjour.
       Sin esperar respuesta, arrojó la maleta al estante superior de equipajes y se acercó a la ventana.
       —Pardonnez-moi.
       Bajó el cristal.
       —Marie —dijo.
       La joven empezó a sonreír y a llorar al mismo tiempo. El muchacho le tomó las manos y se puso a besarle los dedos.
       Myers apartó la vista y apretó los dientes. Oyó los últimos gritos de los empleados. Tocaron el pito. En seguida, el tren empezó a alejarse del andén. El joven había soltado las manos de la chica, pero siguió agitando el brazo mientras el tren cobraba velocidad.
       Pero no recorrió mucha distancia, únicamente salió de la estación y entonces sintió Myers una parada brusca. El joven cerró la ventanilla y se acomodó en el asiento de al lado de la puerta. Sacó un periódico del abrigo y se puso a leer. Myers se levantó y abrió la puerta. Fue al final del pasillo, hasta el entronque de los vagones. No sabía por qué se habían parado. Tal vez se hubiera estropeado algo. Se dirigió a la ventana. Pero no vio más que una intrincada red de vías donde se formaban los trenes, quitando o cambiando vagones de un tren a otro. Se apartó de la ventana. En la puerta del coche siguiente leyó un letrero:
POUSSEZ. Myers dio un puñetazo al cartel y la puerta se abrió con suavidad. De nuevo se encontraba en el vagón de segunda. Pasó por una fila de compartimientos llenos de gente que se estaba acomodando como para un largo viaje. Necesitaba preguntar a alguien adonde iba el tren. Cuando sacó el billete, entendió que el tren de Estrasburgo seguía a París. Pero consideró humillante meter la cabeza en un compartimiento y decir: «¿Paguí?», o algo parecido, como si preguntara si habían llegado a destino. Oyó un estrépito de hierro viejo, y el tren retrocedió un poco. Vio la estación otra vez y pensó de nuevo en su hijo. Quizá estuviese allí, sofocado por haber corrido hasta la estación, preguntándose qué le habría pasado a su padre. Myers meneó la cabeza.
       El vagón chirrió y gimió a sus pies, luego se enganchó ajustándose pesadamente. Myers observó el laberinto de vías y comprendió que el tren estaba de nuevo en marcha. Volvió apresurado hacia el fondo del pasillo y entró de nuevo en su vagón. Se dirigió a su compartimiento. Pero el joven del periódico había desaparecido. Y también la maleta de Myers. No era su compartimiento. Se sobresaltó al comprender que debían haber desenganchado su vagón y añadido otro de segunda clase. Aquel estaba casi lleno de hombrecillos morenos que hablaban velozmente en una lengua que Myers no había oído jamás. Uno de ellos le hizo señas de que pasara. Myers entró y los hombres le hicieron sitio. Parecía haber un ambiente alegre. El hombre que le hizo señas se rió y dio unas palmadas en el asiento que había a su lado. Myers se sentó en sentido contrario a la marcha. Por la ventanilla el paisaje pasaba cada vez más deprisa. Por un instante, Myers tuvo la sensación de que el panorama se precipitaba lejos de él. Iba a alguna parte, eso lo sabía. Y si era en dirección contraria, tarde o temprano lo descubriría.
       Se recostó en el asiento y cerró los ojos. Los hombres siguieron charlando y riendo. Las voces parecían venir de muy lejos; pronto se fundieron con los ruidos del tren. Y poco a poco Myers se sintió llevado, y luego traído, por el sueño.



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