Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)


El retrato de Edward Randolph (1837)
(�Edward Randolph's Portrait�)
Twice-Told Tales (1837)


      El anciano y legendario hu�sped de la antigua casa del Gobierno Provincial permaneci� en mi memoria desde mitad del verano hasta enero. En una noche ociosa del invierno pasado, seguro de encontrarle en el rinc�n m�s acogedor del bar, decid� hacerle otra visita, con la esperanza de que servir�a bien a mi pa�s si arrancaba del olvido alg�n hecho hist�rico hasta entonces desconocido. La noche era fr�a y h�meda, adem�s de contar con la violencia de un viento que casi alcanzaba las proporciones de galerna y que soplaba a lo largo de la calle Washington logrando que las luces de gas llamearan y parpadearan dentro de las l�mparas. Mientras apresuraba el paso, ocup� la imaginaci�n comparando el aspecto actual de la calle con el que probablemente presentaba cuando los gobernadores brit�nicos se hospedaban en la mansi�n a la que ahora me dirig�a. En aquellos tiempos eran pocos los edificios de ladrillo, hasta que una sucesi�n de fuegos destructores barri� por dos veces las casas y almacenes de madera de los barrios m�s poblados de la ciudad. Por entonces los edificios se alzaban aislados e independientes y no, como ahora, mezclando sus recintos en hileras conectadas entre s�, con unas fachadas aburridamente id�nticas, por lo que cada casa pose�a sus propias facciones, como si les hubiera dado forma el gusto personal del propietario, y el conjunto ofrec�a una pintoresca irregularidad, cuya ausencia apenas se ve compensada por la belleza que pueda ofrecernos nuestra arquitectura moderna. Semejante escena, d�bilmente iluminada por los rayos, aqu� y all�, de una vela de sebo, vislumbrados a trav�s de desperdigadas ventanas de reducidas dimensiones, producir�a un marcado contraste con la calle tal como ahora la contemplaba, con las luces de gas iluminando brillantemente toda su extensi�n de esquina a esquina, encendidas tambi�n dentro de las tiendas y arrojando su claridad de mediod�a a trav�s de enormes cristaleras.
       Pero el cielo, negro y bajo, presentaba sin duda, cuando alc� los ojos hacia �l, el mismo rostro que cuando frunc�a el entrecejo sobre los habitantes de la Nueva Inglaterra anterior a la Revoluci�n. Las r�fagas invernales lanzaban los mismos aullidos que resultaban familiares a sus o�dos, y la Vieja Iglesia del Sur a�n apuntaba con su antiguo chapitel hacia la oscuridad, perdido entre la tierra y el cielo; y al pasar yo, su reloj, que hab�a advertido a tantas generaciones sobre la brevedad de la vida, me ofreci� lenta y pesadamente las mismas consideraciones morales que nadie ten�a en cuenta. �No son m�s que las siete�, pens�. �Las leyendas de mi viejo amigo apenas bastar�n para matar el tiempo hasta la hora de acostarse.�
       Despu�s de atravesar el estrecho arco, cruc� el patio, cuyas reducidas dimensiones pon�a de manifiesto la luz de una linterna situada sobre el p�rtico del antiguo Gobierno Provincial. Al entrar en el bar encontr�, como esperaba, al anciano traficante de tradiciones sentado junto a un excelente fuego de antracita mientras lanzaba nubes de humo procedentes de un grueso cigarro puro. Me reconoci� con evidente placer, dado que mi calidad �poco frecuente� de oyente repleto de paciencia me convierte sin remedio en el favorito de todas las ancianas se�oras y caballeros con propensiones narrativas. Despu�s de acercar una silla al fuego, ped� al hostelero que nos sirviera a ambos un ponche de whisky, que nos fue r�pidamente preparado, muy caliente y humeante, con una rodaja de lim�n en el fondo del vaso, una capa de oporto de color rojo oscuro en la superficie y todo ello rociado de nuez moscada. Mientras entrechoc�bamos nuestros vasos en un brindis, mi legendario amigo se me present� como el se�or Bela Tiffany; y yo me alegr� de la rareza de aquel nombre, porque a�ad�a una especie de singularidad a su imagen y personalidad. La bebida sirvi� para que al anciano caballero se le desatara la memoria, lo que produjo una enorme cantidad de cuentos, tradiciones, an�cdotas de difuntos famosos y rasgos de antiguas costumbres, algunas tan infantiles como una nana, mientras otras, en cambio, podr�an haber interesado al m�s exigente de los historiadores. Nada me impresion� tanto como la narraci�n de lo sucedido con un misterioso cuadro ennegrecido por el tiempo que colgaba en uno de los aposentos del Gobierno Provincial, exactamente encima de donde est�bamos entonces sentados. Lo que sigue es una versi�n de los hechos que no desmerece de las que el lector pueda obtener de cualquier otra fuente, aunque, ciertamente, tiene un matiz novelesco que ronda casi lo fant�stico.
       En uno de los salones del Gobierno Provincial se conservaba desde tiempo atr�s un cuadro antiguo, con un marco tan negro como el �bano, y el lienzo mismo tan oscurecido por los a�os, la humedad y el humo, que no se discern�a ni una sola pincelada del trabajo del pintor. El tiempo hab�a arrojado sobre �l un velo impenetrable, dejando a la tradici�n, la f�bula y la conjetura la tarea de explicar lo que all� hab�a estado representado en otro tiempo. Durante el mandato de muchos sucesivos gobernadores hab�a permanecido colgado, por derecho establecido e incontestable, sobre la repisa de la chimenea de una determinada habitaci�n; y a�n conservaba ese sitio cuando el vicegobernador Hutchinson se hizo cargo de la administraci�n de la Provincia al marcharse sir Francis Bernard.
       Una tarde el vicegobernador ten�a recostada la cabeza contra el tallado respaldo de su majestuoso sill�n mientras examinaba pensativamente la negra vaciedad del cuadro. No era desde luego momento para semejante inactiva contemplaci�n, dado que asuntos de la m�xima importancia requer�an que la suprema autoridad de la provincia tomara una decisi�n: menos de una hora antes Hutchinson hab�a sido informado de la llegada de una flota brit�nica que transportaba tres regimientos enviados desde Halifax para evitar la insubordinaci�n del pueblo. Esas tropas esperaban su autorizaci�n para ocupar la fortaleza de Castle William y la ciudad misma. Sin embargo, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, el vicegobernador examinaba con tanta meticulosidad la negrura del lienzo que su actitud llam� la atenci�n de los dos j�venes que lo acompa�aban. Uno, vestido con uniforme militar de cuero de b�falo, era su pariente Francis Lincoln, el comandante de Castle William; la otra, sentada en un taburete bajo junto a su sill�n, era Alice Vane, su sobrina favorita.
       La muchacha, completamente vestida de blanco, era una criatura p�lida y et�rea que, aun natural de Nueva Inglaterra, se hab�a educado en el extranjero, y no s�lo parec�a una forastera procedente de otro clima, sino casi un ser venido de otro mundo. Durante varios a�os, hasta quedarse hu�rfana, hab�a vivido con su padre en Italia, y hab�a adquirido all� un gusto y hasta un entusiasmo por la escultura y la pintura que ahora pocas veces ten�a la oportunidad de satisfacer en las moradas casi desprovistas de decoraci�n de la alta burgues�a colonial. Se dec�a que las tempranas producciones de su l�piz pon�an de manifiesto un talento nada despreciable, aunque, quiz�, el ambiente poco propicio de Nueva Inglaterra hab�a agarrotado su mano y apagado los brillantes colores de su fantas�a. Pero al observar la fijeza de la mirada de su t�o, que parec�a querer atravesar la bruma de los a�os en busca del asunto del cuadro, sinti� que se despertaba su curiosidad.
       ��Acaso se sabe, querido t�o �pregunt�, qu� representaba en otro tiempo ese viejo cuadro? Tal vez, si se le hiciera de nuevo visible, resultar�a ser la obra maestra de alg�n gran artista, porque, si no es as�, �por qu� ocupa desde hace tanto tiempo lugar tan destacado?
       Como su t�o, contrariamente a su costumbre habitual (porque estaba siempre tan atento a los cambios de humor y a los caprichos de Alice como si fuese su hija m�s amada), no respondi� de inmediato, el joven capit�n de Castle William tom� sobre sus hombros esa tarea.
       �Ese viejo y oscuro rect�ngulo de lienzo, mi bella prima �dijo�, ha sido una joya familiar del Gobierno Provincial desde hace muchos a�os. Sobre el pintor nada puedo decirte; pero si la mitad de las historias que se cuentan sobre el cuadro son verdad, ninguno de los grandes maestros italianos pint� jam�s una obra tan maravillosa como la que tienes delante.
       El capit�n Lincoln procedi� acto seguido a relatar algunas de las extra�as f�bulas y fantas�as en relaci�n con aquel viejo cuadro que, dada la imposibilidad de refutarlas ocularmente, se hab�an convertido en art�culos de fe popular. Una de las m�s extravagantes, y al mismo tiempo de las m�s acreditadas, afirmaba tratarse de un retrato aut�ntico y directo del Maligno, realizado en un aquelarre cerca de Salem; y que su marcado y terrible parecido hab�a sido confirmado durante el juicio p�blico, celebrado en aquella ciudad, por varios de los magos y brujas confesos y convictos. Se afirmaba igualmente que un esp�ritu, o demonio, familiar resid�a tras de la negrura del cuadro y se hab�a manifestado, en ocasiones de p�blica calamidad, a m�s de uno de los gobernadores designados por el rey de Inglaterra. Shirley, por ejemplo, habr�a presenciado tan ominosa aparici�n en la v�spera de la vergonzosa y sangrienta derrota al general Abercrombie bajo los muros de Ticonderoga. Muchos de los criados del Gobierno Provincial hab�an tenido vislumbres de un rostro que los contemplaba amenazados desde lo alto de la pared muy de ma�ana, o al anochecer, o a altas horas de la noche, mientras atizaban el fuego que brillaba con luz tenue en el hogar de la chimenea; si bien, cuando alguien hab�a tenido la audacia de iluminar el cuadro con una tea, volv�a a mostrarse tan oscuro e indistinguible como siempre. El bostoniano de m�s edad recordaba todav�a que su padre, en cuya �poca el cuadro no estaba a�n perdido por completo, lo hab�a contemplado una vez pero nunca quiso responder a las preguntas sobre cu�l era el rostro all� representado. En relaci�n con todas esas historias resultaba notable que en la parte superior del marco quedaran algunos fragmentos de seda negra, indicando que antiguamente un velo ocult� el lienzo antes de que la oscuridad del tiempo lograra esconderlo de manera a�n m�s eficaz. Pero, a fin de cuentas, lo m�s singular de todo el asunto era que un elevado n�mero de pomposos gobernadores de Massachusetts hubieran permitido que el oscurecido cuadro permaneciera en el sal�n de gala del Gobierno Provincial.
       �Algunas de esas f�bulas son realmente horribles �observ� Alice Vane, que en unas ocasiones se hab�a estremecido, y sonre�do en otras, mientras hablaba su primo�. Casi merecer�a la pena retirar la superficie negra que lo cubre, dado que el verdadero cuadro dif�cilmente ser� tan formidable como los que pinta la imaginaci�n en lugar suyo.
       �Pero �ser�a posible �pregunt� su primo� devolver a este cuadro tan oscuro sus antiguos colores?
       �Esas t�cnicas se conocen en Italia �dijo Alice.
       El vicegobernador hab�a salido de su abstracci�n y escuchaba con una sonrisa la conversaci�n entre sus dos j�venes parientes. Sin embargo apareci� un algo peculiar en su tono de voz cuando se decidi� a explicar el misterio.
       �Lamento mucho, Alice, destruir tu fe en esas leyendas que tanto te gustan �se�al�; pero mis investigaciones de anticuario me permitieron conocer hace tiempo el asunto de ese cuadro, si es que se le puede llamar as�, y que ya no es m�s visible, ni lo ser� nunca, que el rostro del hombre que represent� en otro tiempo y que lleva muchos a�os enterrado. Ese lienzo era el retrato de Edward Randolph, el fundador de esta mansi�n, persona famosa en la historia de Nueva Inglaterra.
       ��De aquel Edward Randolph �exclam� el capit�n Lincoln� que obtuvo la abrogaci�n de la primera carta provincial, con la que nuestros antepasados disfrutaban de privilegios casi democr�ticos? �De qui�n se considera archienemigo de Nueva Inglaterra y cuya memoria a�n despierta odios por haber sido el destructor de nuestras libertades?
       �Ese mismo Randolph �respondi� Hutchinson, removi�ndose inc�modo en el asiento� a quien el destino hizo paladear la amargura del odio popular.
       �En nuestros anales se recoge �prosigui� el capit�n de Castle William� que la maldici�n del pueblo le sigui� por dondequiera que fue y logr� que el mal estuviera presente en todos los ulteriores acontecimientos de su vida, reflej�ndose incluso en las circunstancias de su muerte. Dicen tambi�n que el sufrimiento interior provocado por aquella maldici�n fue abri�ndose camino hacia el exterior y lleg� a hacerse visible en el semblante de aquel desgraciado, por lo que resultaba un espect�culo horrible para quienes lo miraban. Si es as�, y si ese cuadro representaba realmente su aspecto, fue una bendici�n que llegara a ocultarlo una nube de negrura.
       �Esas tradiciones carecen de fundamento para alguien que ha probado, como es mi caso, cu�n poca verdad hist�rica subyace en su fondo �dijo el vicegobernador�. Por lo que se refiere a la vida y personalidad de Edward Randolph, se ha dado excesivo valor al doctor Cotton Mather, que (he de decirlo aunque parte de su sangre corra por mis venas) llen� nuestra primera historia de cuentos de viejas, tan fant�sticos y extravagantes como los de Grecia o Roma.
       �Y sin embargo �susurr� Alice Vane�, �acaso no es posible que esas f�bulas contengan una ense�anza moral? Y si el semblante de ese cuadro es tan espantoso, debe de haber, pienso yo, alguna raz�n para su larga permanencia en un sal�n del Gobierno Provincial. Cuando los gobernantes se olvidan de sus responsabilidades, no est� de m�s que se les recuerde el terrible peso de la maldici�n de un pueblo.
       El vicegobernador mir� fijamente a su sobrina unos momentos, como si sus juveniles fantas�as hubieran despertado en su propio pecho alg�n sentimiento que todos sus principios y su filosof�a pol�tica no pudieran controlar por completo. Sab�a, efectivamente, que Alice, a pesar de haberse educado en el extranjero, conservaba los afectos naturales de una muchacha de Nueva Inglaterra.
       �Un poco de calma, chiquilla impetuosa �exclam� finalmente Hutchinson, con tono m�s brusco del que utilizaba nunca para dirigirse a la amable Alice�. Los reproches de un rey son m�s temibles que el clamor de una multitud enfurecida y mal aconsejada. Capit�n Lincoln, est� decidido. Las tropas regias ocupar�n la fortaleza de Castle William. Los dos regimientos restantes se alojar�n en la ciudad o acampar�n en terrenos comunales. Ha llegado la hora, despu�s de a�os de tumultos y casi de rebeli�n, de que el Gobierno de su Majestad cuente con un muro de fortaleza a su alrededor.
       �Conf�e usted, se�or�, conf�e a�n por alg�n tiempo en la lealtad del pueblo �dijo el capit�n Lincoln�; no les ense�e que pueden llegar a mantener con los soldados brit�nicos otro lazos que los de la hermandad, como cuando lucharon codo con codo en la guerra contra los franceses. No convierta las calles de su ciudad natal en un campamento. Pi�nselo dos veces antes de entregar la vieja fortaleza, la llave de la provincia, a otros defensores que los verdaderos hijos de Nueva Inglaterra.
       �Amigo m�o, est� decidido �repiti� Hutchinson, levant�ndose de su asiento�. Esta noche estar� con nosotros un oficial brit�nico para recibir las necesarias instrucciones acerca de la distribuci�n de las tropas. Tambi�n ser� necesaria tu presencia. Id con Dios hasta entonces.
       Con esas palabras el vicegobernador abandon� precipitadamente el aposento, mientras Alice y su primo le segu�an m�s despacio, cuchicheando entre s� y deteni�ndose en una ocasi�n para volver a contemplar el misterioso cuadro. El capit�n de Castle William pensaba que el semblante y el porte de la muchacha podr�an haber pertenecido a uno de esos esp�ritus fabulosos �hadas o criaturas de una mitolog�a a�n m�s antigua� que en ocasiones se inmiscuyen en los asuntos de los mortales, en parte por capricho, pero tambi�n sensibles a su bienestar y sufrimiento. Mientras el capit�n sosten�a la puerta para que pasara, Alice hizo un gesto en direcci�n al cuadro y sonri�.
       ��Manifi�state, Forma oscura y maligna! �exclam�. �Ha llegado tu hora!
       Por la noche el vicegobernador Hutchinson se hallaba en el mismo sal�n donde hab�a tenido lugar la escena anterior, rodeado de varias personas congregadas en raz�n de sus diferentes intereses. All� se encontraban los concejales de Boston, sencillos y patriarcales padres de la patria, excelentes representantes de los antiguos fundadores puritanos, cuya severa fortaleza hab�a dejado una marca tan profunda en el car�cter de Nueva Inglaterra. En contraste con ellos se advert�a la presencia de dos miembros del Consejo Real, lujosamente vestidos con sus pelucas blancas, chalecos bordados y otras magnificencias de la �poca, y haciendo un despliegue hasta cierto punto ostentoso del ceremonial caracter�stico de la corte. Tambi�n se hallaba presente un comandante del ej�rcito brit�nico, en espera de las �rdenes del vicegobernador para el desembarco de las tropas, que a�n segu�an a bordo de los buques de transporte. El capit�n de Castle William se encontraba junto al sill�n de Hutchinson con los brazos cruzados, mirando con gesto m�s bien altivo al oficial brit�nico que pronto iba a sustituirle en el mando. Sobre una mesa, en el centro del sal�n, se hab�a colocado un candelabro de varios brazos que arrojaba el resplandor de media docena de velas de cera sobre un documento preparado al parecer para la firma del vicegobernador.
       Envuelta en parte en los voluminosos pliegues de una de las cortinas de las ventanas, que llegaban desde el techo hasta el suelo, se ve�a la tela blanca de un vestido de mujer. Quiz� parezca extra�o que Alice Vane se encontrara all� en aquel momento, pero hab�a algo tan infantil, tan caprichoso en su singular car�cter, tan ajeno a las reglas ordinarias, que su presencia no sorprendi� a los pocos que repararon en ella. Mientras tanto el representante de los concejales estaba dirigiendo al vicegobernador una larga y solemne protesta contra la recepci�n de las tropas brit�nicas en la ciudad.
       �Y si Su Se�or�a �concluy� aquel anciano excelente aunque un tanto mon�tono� considera oportuno persistir en la idea de traer a las tranquilas calles de nuestra ciudad a esos espadachines y mosqueteros mercenarios, que no caiga sobre nuestras cabezas la responsabilidad. Piense, Excelencia, mientras a�n hay tiempo, que si se derrama una gota de sangre, esa sangre ser� una mancha eterna sobre la memoria de Su Se�or�a. Su Excelencia ha escrito, con docta pluma, sobre las haza�as de nuestros antepasados, lo cual hace a�n m�s deseable que se le mencione honrosamente, como verdadero patriota y gobernante justo, cuando sus acciones se escriban en la historia.
       �No soy insensible, mi buen amigo, al natural deseo de que en los anales de mi pa�s se me valore positivamente �replic� Hutchinson, transformando su impaciencia en cortes�a�, ni conozco otro m�todo m�s adecuado de alcanzar esa meta que rechazar el pasajero esp�ritu de discordia que, le ruego me perdone, parece haberse apoderado de hombres de m�s edad que yo. �Quieren ustedes que espere a que la plebe saquee el Gobierno Provincial, como hicieron con mi mansi�n particular? Cr�ame, se�or, quiz� llegue el momento en que se alegre usted de recurrir a la protecci�n de ese estandarte del Rey que ahora le resulta tan desagradable tener que izar.
       �As� es �dijo el comandante brit�nico, que esperaba impaciente las �rdenes del vicegobernador�. Los demagogos de esta provincia han despertado al diablo y ahora no son capaces de calmarlo. Pero nosotros lo exorcizaremos, en nombre de Dios y del Rey.
       ��Si tiene usted tratos con el diablo, preste atenci�n a sus garras! �respondi� el capit�n de Castle William, irritado por la pulla contra sus compatriotas.
       �No permita, se lo ruego, mi joven amigo �dijo el venerable concejal�, que domine sus palabras un esp�ritu maligno. Lucharemos contra el opresor mediante la oraci�n y el ayuno, como habr�an hecho nuestros antepasados. Y tambi�n, como ellos, aceptaremos la suerte que una sabia Providencia pueda enviarnos�, siempre despu�s de hacer por nuestra parte todos los esfuerzos posibles para rectificarla.
       ��Y ah� vuelven a asomar las garras del diablo! �murmur� Hutchinson, que entend�a bien la naturaleza de la sumisi�n puritana�. Vamos a despachar esta cuesti�n en el acto. Cuando haya un centinela en cada esquina, y un piquete de guardia delante del ayuntamiento, los caballeros leales a la Corona podr�n aventurarse a salir a la calle. �Qu� me importan las protestas del populacho en esta remota provincia del reino? �El Rey es mi se�or e Inglaterra mi pa�s! �Sostenido por su brazo armado, me mantendr� firme ante la chusma, desafi�ndola!
       Hutchinson tom� la pluma y estaba ya a punto de estampar su firma en el documento colocado sobre la mesa cuando el capit�n de Castle William le puso una mano en el hombro. La libertad de aquel gesto, tan contrario al respeto ceremonioso que se consideraba por entonces debido al rango y a la autoridad, despert� la sorpresa general y de nadie m�s que del mismo vicegobernador. Al alzar la vista enojado, advirti� que su joven pariente se�alaba con la mano la pared opuesta. Los ojos de Hutchinson siguieron la direcci�n indicada; y vio lo que hasta entonces le hab�a pasado inadvertido: un velo de seda negra suspendido delante del misterioso cuadro, de manera que lo ocultaba por completo. Sus pensamientos volvieron de inmediato a la escena de la tarde anterior; y, sorprendido, desconcertado por emociones confusas, pero advirtiendo que su sobrina no pod�a ser del todo ajena a aquel fen�meno, la llam�, alzando mucho la voz.
       ��Alice! �Ven aqu�, Alice!
       Nada m�s pronunciadas esas palabras, Alice Vane sali� como desliz�ndose del lugar que ocupaba y, tap�ndose los ojos con una mano, apart� con la otra el velo negro que ocultaba el retrato. Todos los presentes dejaron escapar una exclamaci�n de sorpresa, que en la voz del vicegobernador se mezcl� con un sentimiento de horror.
       ��Cielo santo �dijo, con un murmullo interior apenas audible, m�s dirigido a s� mismo que a quienes le rodeaban�, si el esp�ritu de Edward Randolph apareciera entre nosotros desde el lugar del tormento, su rostro no podr�a reflejar mejor los horrores del infierno!
       �Por alguna raz�n sin duda acertada �dijo el anciano concejal con tono solemne�, la Divina Providencia ha disipado el velo de los a�os que durante tanto tiempo ocult� esa terrible efigie. �Ning�n ser vivo hab�a visto hasta hoy lo que ahora contemplamos!
       Dentro del antiguo marco, que tan poco antes encerraba a�n un negro desierto de lienzo, aparec�a ahora un cuadro visible, todav�a oscuro, es cierto, en sus tonalidades y sombras, pero provisto de notable relieve. Se trataba del busto de un caballero con un traje lujoso, pero muy pasado de moda, de terciopelo bordado, con ancha gorguera y barba, y tocado con un sombrero cuya ala le oscurec�a la frente. Por debajo de aquella sombra los ojos ten�an un brillo peculiar que casi los dotaba de vida. Todo el retrato se destacaba del fondo con tanta claridad que parec�a una persona contemplando desde la pared a los asombrados y atemorizados espectadores. La expresi�n del rostro, si es posible describirla con palabras, era la de un miserable sorprendido en alg�n odioso delito y expuesto al odio implacable y a las risas y al mordaz desprecio de una multitud que lo rodeara. Estaba presente la voluntad de desaf�o, vencida y aplastada por el peso insoportable de la ignominia. Los sufrimientos del alma hab�an aflorado en la expresi�n. Parec�a como si el cuadro, mientras permanec�a oculto bajo un velo de inacabables a�os, hubiera seguido adquiriendo una mayor profundidad y dramatismo en la expresi�n y que, ahora, al mostrarse de nuevo, arrojase sus malignos presagios sobre la hora presente. Si cabe dar cr�dito a la extravagante leyenda, tal era el retrato de Edward Randolph una vez que la maldici�n de un pueblo caus� estragos en su persona.
       ��Ese horrible rostro�, me volver�a loco! �dijo Hutchinson, que parec�a fascinado por la contemplaci�n del cuadro.
       ��Date entonces por advertido! �susurr� Alice�. Randolph pisote� los derechos de un pueblo. �Contempla su castigo y evita un delito como el suyo!
       El vicegobernador lleg� a temblar un instante, pero recurriendo a su energ�a �que no era, sin embargo, su rasgo m�s destacado� luch� para superar la fascinaci�n que le produc�a la expresi�n de Randolph.
       ��Has tra�do aqu� tu arte pict�rico �exclam�, riendo amargamente mientras se volv�a hacia Alice�, tu esp�ritu italiano de intriga, tus trucos escenogr�ficos, con la esperanza de influir en los consejos de gobernantes y en los asuntos de las naciones con semejantes artificios? �Mira bien lo que hago!
       �Det�ngase un momento �intervino el concejal mientras Hutchinson empu�aba de nuevo la pluma�: �porque si jam�s mortal alguno recibi� una advertencia de un alma atormentada, Su Se�or�a es ese hombre!
       ��Atr�s! �respondi� Hutchinson con gran violencia�. Aunque ese absurdo cuadro exclamara ��No lo hagas!�, no lograr�a conmoverme.
       Lanzando una mueca de desaf�o al rostro representado (que dio la impresi�n, en aquel momento, de intensificar el horror de su mirada, tan llena de maldad y sufrimiento), el vicegobernador garrapate� sobre el papel, con rasgos tales qu� denunciaban aquella iniciativa como un acto de desesperaci�n, el nombre de Thomas Hutchinson. Acto seguido, seg�n cuentan, se estremeci�, como si con aquella firma hubiera renunciado a su salvaci�n.
       �Ya est� hecho �dijo, llev�ndose una mano a la frente.
       �Que el Cielo perdone esta acci�n �dijo Alice Vane con un suave acento de tristeza, semejante a la voz de un esp�ritu ben�fico que se alejara revoloteando.
       Al llegar la ma�ana corr�a por la casa como un susurro ahogado, que sin embargo se extendi� despu�s por la ciudad, la historia de que el misterioso cuadro hab�a salido de la pared para hablar cara a cara con el vicegobernador Hutchinson. Pero si semejante milagro se hab�a producido, no hab�a dejado tras s� la menor traza, porque dentro del antiguo marco era imposible discernir nada salvo el impenetrable velo que hab�a cubierto el lienzo desde tiempo inmemorial. Si era cierto que la figura hab�a dado un paso al frente; al romper el d�a hab�a vuelto a desaparecer, como un fantasma, escondi�ndose tras la oscuridad de un siglo. Probablemente la verdad era que la ciencia secreta de Alice para restaurar los colores del cuadro hab�a conseguido tan s�lo un rejuvenecimiento pasajero. Pero quienes, durante aquel breve intervalo, contemplaron el espantoso rostro de Edward Randolph, no desearon disponer de una segunda oportunidad, e incluso m�s adelante temblaban al recordar la escena, como si de hecho un esp�ritu maligno hubiese aparecido visiblemente entre ellos. En cuanto a Hutchinson, cuando, del otro lado del oc�ano, se acercaba la hora de su muerte, jade� falto de aliento, quej�ndose de que le asfixiaba la sangre de la matanza de Boston; y Francis Lincoln, el antiguo capit�n de Castle William, que se hallaba junto a su lecho, advirti� en su mirada enloquecida un parecido con la de Edward Randolph. �Acaso su alma atormentada sinti�, en aquella hora temible, el peso tremendo de la maldici�n de un pueblo?
       Al t�rmino de aquella milagrosa leyenda pregunt� a mi acompa�ante si el cuadro a�n segu�a colgado en el aposento situado sobre nuestras cabezas; pero el se�or Tiffany me inform� de que hab�a sido retirado hac�a ya largo tiempo y que se le supon�a escondido en alg�n rinc�n a trasmano del museo de Nueva Inglaterra. Tal vez alg�n curioso anticuario llegue a tropezarse all� con �l y, gracias a la ayuda del se�or Howorth, experto en limpieza de cuadros, pueda aportar una prueba no innecesaria sobre la autenticidad de los hechos aqu� recogidos. Mientras el se�or Tiffany me narraba esta historia, en el exterior fue form�ndose una tormenta que, al desatarse con sonora violencia sobre las regiones superiores del antiguo Gobierno Provincial, dio la impresi�n de que, en los pisos altos, todos los viejos gobernadores y pr�ceres ilustres se hab�an desmandado mientras el se�or Bela Tiffany parloteaba debajo acerca de ellos. Con el paso de las generaciones, cuando muchas personas han vivido y muerto en una casa antigua, el silbar del viento en las grietas y los chasquidos de sus vigas y paredes se asemejan extra�amente a los tonos de la voz humana, o a carcajadas estruendosas, o al ruido de pasos muy recios atravesando c�maras desiertas. Es como si revivieran los ecos de medio siglo. Tales eran los fantasmales sonidos que rug�an y murmuraban en nuestros o�dos cuando me desped� de quienes compon�an el c�rculo en torno al hogar del antiguo Gobierno Provincial y, lanz�ndome escaleras abajo, me abr� camino hacia casa luchando con una tormenta de nieve arrastrada por el viento.




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