Margaret Atwood
(Ottawa, Ontario, Canada, 1939–)


El marciano (1977)
(“The Man from Mars”)
Originalmente publicado en la revista The Ontario Review, 6 (1977), pp. 7-24;
Dancing Girls and Other Stories
(Toronto: McClelland & Stewart, 1977, 254 págs.)



      Hacía rato que Christine iba caminando por el parque. Aún llevaba puesto el equipo de tenis. No había tenido tiempo de ducharse ni de cambiarse y llevaba el pelo recogido hacia atrás con una cinta elástica. Sin el flequillo que le dulcificaba las facciones, su cara rechoncha y enrojecida le daba aspecto de campesina rusa. Pero si se quitaba la cinta, el pelo le caía sobre los ojos. La tarde no era demasiado calurosa para estar en abril, pero como en las pistas cubiertas hacía calor le ardía aún la piel.
       El sol había devuelto a los viejos a la calle desde dondequiera que hubiesen pasado el invierno: había leído hacía poco un relato acerca de un anciano que vivió tres años en una alcantarilla. Unos estaban sentados desmayadamente en los bancos, y otros echados en la hierba, con la cabeza apoyada en periódicos doblados. Al pasar, sus agrietadas caras de seta se ladearon hacia ella, atraídas por los movimientos de su cuerpo, pero enseguida volvieron a dejar vagar la mirada, indiferentes.
       También las ardillas habían asomado, en busca de alimento; se le acercaron dos o tres en avances rápidos seguidos de pausas, con los ojos fijos en ella, expectantes, con los ratoneros carrillos abiertos para mostrar sus incisivos amarillentos. Christine aceleró el paso, no tenía nada que darles. La gente no debería alimentarlas, pensaba; les produce ansiedad y se vuelven sarnosas.
       En mitad del parque se detuvo para quitarse la chaqueta. Y, al agacharse para volver a coger la raqueta, alguien tocó su brazo desnudo. Christine rara vez gritaba; se irguió de golpe empuñando la raqueta. No era ninguno de aquellos viejos, era un muchacho moreno de unos doce años.
       —Perdone —dijo—. Busco la Facultad de Económicas. ¿Está por allí? —añadió, señalando hacia su izquierda.
       Christine lo miró con mayor detenimiento. No se había fijado bien: no era un chico, sino un tipo bajito. Le llegaba justo por encima del hombro; ella era muy alta, «estatuaria», la llamaba su madre cuando dio el estirón. El desconocido era lo que su familia llamaba «una persona de otra cultura»: sin duda oriental, quizá no fuese chino. Christine pensó que debía de ser un estudiante extranjero y le dirigió una sonrisa de bienvenida oficial. Cuando iba al instituto, fue presidenta del Club de las Naciones Unidas; ese año eligieron a su instituto para representar a la delegación egipcia en la Asamblea Imaginaria. El nombramiento no fue muy bien recibido (nadie quería ser árabe), pero lo aceptó y pronunció un buen discurso acerca de los refugiados palestinos.
       —Sí, está por allí —dijo—. Es aquel edificio de tejado plano. ¿Lo ve?
       El hombre le sonreía, visiblemente nervioso. Llevaba gafas con montura de plástico transparente, a través de cuyos cristales se veían unos ojos protuberantes que la miraban como a través de una pecera. No siguió la dirección que ella le indicaba, sino que le plantó delante un pequeño bloc de hojas verdes y un bolígrafo.
       —Hágame un croquis —pidió.
       Christine dejó la raqueta en el suelo y trazó un detallado plano.
       —¿Ve? Estamos aquí —dijo, esmerándose en la dicción—. Siga usted en esta dirección. La facultad está aquí —añadió, marcando el itinerario con una línea punteada y una X.
       El tipo, que olía a coliflor hervida y a brillantina barata, se inclinó hacia ella y observó con atención el trazado del plano. Cuando hubo terminado, Christine le devolvió el bloc y el bolígrafo con una sonrisa de despedida.
       —Espere —dijo él.
       El oriental arrancó la hoja del plano, la dobló bien y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, cuyas mangas le eran demasiado largas y estaban deshilachadas. Empezó a escribir algo y ella reparó, con cierta repulsión, en que tenía las uñas y las yemas de los dedos tan mordisqueadas que casi parecían deformes. Tenía varios dedos manchados de azul de tinta de bolígrafo.
       —Este es mi nombre —dijo él, tendiéndole el bloc.
       Christine leyó una extraña sucesión de ges, íes griegas y enes, claramente escritas en letra de imprenta.
       —Gracias —contestó.
       —Escríbame ahora usted su nombre —le pidió, acercándole el bolígrafo.
       Christine titubeó. Si se tratara de una persona de su misma cultura, habría pensado que intentaba ligársela. Pero, la verdad, los de su propia cultura nunca intentaban ligársela; era demasiado alta. Solo lo había intentado el camarero marroquí de la cervecería a la que a veces iban después de las reuniones, y fue muy directo. La abordó al ir al servicio, se lo preguntó, ella le contestó que no; eso fue todo. Pero aquel hombre no era un camarero sino un estudiante, y no quiso ofenderlo. En su cultura, cualquiera que fuese, aquel intercambio de nombres en hojas de papel era probablemente una fórmula de cortesía, como decir gracias. De modo que cogió el bolígrafo que le tendía.
       —Es un nombre muy bonito —dijo él, que dobló la hoja y se la guardó en el mismo bolsillo en el que había guardado el plano.
       —Bueno, pues… adiós —dijo Christine, creyendo haber cumplido con su deber—. Encantada de conocerlo.
       Se agachó a recoger la raqueta, pero él se le adelantó, la cogió y la sostuvo con ambas manos, como un estandarte capturado.
       —Se la llevo.
       —Oh, no, por favor. No se moleste, tengo prisa —dijo ella articulando las palabras claramente.
       Sin la raqueta se sentía indefensa. Él echó a caminar por el sendero, tranquilamente, sin exteriorizar el menor nerviosismo, con absoluta desenvoltura.
       —Vous parlez français? —preguntó para darle conversación.
       —Oui, un petit peu —contestó ella, que no hacía más que darle vueltas a la idea de recuperar su raqueta sin ser maleducada.
       —Mais vous avez un bel accent —dijo él, mirándola con sus ojos desorbitados a través de las gafas.
       ¿Estaba coqueteando con ella? Ella sabía perfectamente que su acento era penoso.
       —Mire… —dijo, sin ocultar que ya empezaba a impacientarse—, tengo que irme. Deme la raqueta, por favor.
       El hombre aceleró el paso, sin el menor amago de devolverle la raqueta.
       —¿Adónde va usted?
       —A casa —contestó ella—. A mi casa.
       —La acompaño —dijo él en tono confiado.
       —No —dijo ella, y pensó que tendría que ponerse seria.
       Alargó el brazo, asió la raqueta y, tras un leve forcejeo, logró arrebatársela.
       —Adiós —se despidió Christine. Y, ante la perpleja mirada del hombre, dio media vuelta y arrancó con un atlético trote que, confió, sirviese para desalentarlo.
       Era como huir de un perro gruñón: había que hacerlo sin manifestar temor. Además, ¿por qué tenía que estar asustada? Le sacaba casi dos palmos de estatura y tenía la raqueta. No podía hacerle nada.
       Sin embargo, aunque no volvía la vista atrás, notaba que la seguía. Ojalá pase otro tranvía, pensó; había uno, pero estaba demasiado lejos, parado en un semáforo en rojo. El tipo apareció a su lado, con la respiración entrecortada, un momento después de que ella llegase a la parada. Christine no se dignó mirarlo, rígida como un palo.
       —Es usted mi amiga —se aventuró a decir él.
       Christine optó por mostrarse un poco más indulgente: al fin y al cabo, no había intentado ligársela, era extranjero y quizá solo quería trabar amistad con alguien del país; ella, en su lugar, habría deseado lo mismo.
       —Sí —dijo, concediéndole una sonrisa.
       —Estupendo —dijo él—. Mi país está muy lejos.
       A Christine no se le ocurrió ningún comentario adecuado.
       —Interesante —se limitó a decir—. Très interessant.
       Al ver que, al fin, llegaba el tranvía, abrió el bolso y sacó su billete.
       —La acompañaré —dijo él, mientras la cogía del brazo por encima del codo.
       —Usted… se queda… aquí —dijo Christine, que contuvo el impulso de gritárselo, pero hizo una pausa después de cada palabra, como si se dirigiese a un sordo.
       Se liberó de su mano —no le oprimía el brazo con demasiada fuerza ni podía competir con su bíceps de tenista—, saltó desde el bordillo al estribo del tranvía y oyó con alivio el metálico chirrido de las puertas al cerrarse. Una vez en el interior, cuando el tranvía ya había recorrido una manzana, se permitió mirar por una de las ventanillas. El tipo seguía donde ella lo había dejado. Parecía escribir algo en su pequeño bloc.
       Al llegar a casa, solo tuvo tiempo para picar algo; aun así, llegaba tarde a la tertulia del Club de Debate. El tema del día era «¿Esta guerra es anacrónica?». Su grupo defendió que sí y ganó.

       Christine salió deprimida de su último examen. Pero no fue el examen lo que la deprimió, sino el hecho de que fuese el último: significaba que el curso había acabado. Pasó por la cafetería como de costumbre y volvió a casa temprano, porque parecía que no había nada más que hacer.
       —¿Eres tú, cariño? —dijo desde el salón su madre, que debía de haber oído cerrarse la puerta.
       Christine entró y se dejó caer en el sofá, desarmando la simétrica disposición de los cojines.
       —¿Qué tal te ha ido el examen? —preguntó su madre.
       —Bien —se limitó a contestar Christine.
       Era verdad. Le había ido bien, y había aprobado. No era una estudiante brillante, eso ya lo sabía, pero sí aplicada. En los trabajos trimestrales sus profesores siempre solían escribir cosas como «Se esfuerza de verdad» y «Bien desarrollado, aunque algo falto de fuerza»; casi siempre sacaba aprobados y algún que otro notable. Estudiaba ciencias políticas y económicas y confiaba en conseguir empleo como funcionaria cuando terminase la carrera; su padre estaba bien relacionado y eso podía ayudarla.
       —Muy bien.
       A Christine no le hacía la menor gracia que su madre no tuviese más que una vaga idea de lo que significaba un examen. Estaba colocando los gladiolos en un jarrón; llevaba puestos los guantes de goma para no estropearse las manos como siempre cuando hacía lo que llamaba labores caseras. Que Christine supiera, sus «labores caseras» solo consistían en arreglar las flores de los jarrones: narcisos, tulipanes y jacintos entre gladiolos, lirios y rosas, y los crisantemos sin olvidar las dalias. A veces cocinaba, con estilo y usando el calientaplatos, pero para ella era un hobby. Todo lo demás lo hacía la muchacha. A Christine le parecía un tanto inmoral tener muchacha. Por entonces, solo se encontraban jóvenes extranjeras o embarazadas, que casi siempre ponían cara de víctimas explotadas. Pero su madre le preguntaba qué iban a hacer, si no; ir a parar a un hogar de acogida o quedarse en su país y Christine tenía que aceptar que, probablemente, estaba en lo cierto. Además, era difícil discutir con su madre. Era tan delicada, tan frágil, que daba la impresión de que cualquier día podía llevársela el viento.
       —Ha llamado un joven interesante —le dijo su madre, que ya había terminado con los gladiolos y se estaba quitando los guantes—. Quería hablar contigo y, como le he dicho que no estabas, hemos charlado un ratito. No me habías hablado de él, cariño.
       La madre se puso las gafas que llevaba colgadas del cuello con una decorativa cadenita, señal de que había adoptado su talante moderno e inteligente, en lugar del otro, anticuado y antojadizo.
       —¿Quién era? —preguntó Christine, que conocía a muchos chicos, pero que raramente la llamaban. Lo que tuviesen que decirle se lo decían en la cafetería, o después de las reuniones.
       —Era un hombre de otra cultura. Ha dicho que volvería a llamar más tarde.
       Christine tuvo que concentrarse un momento. Tenía varios conocidos de otras culturas, casi todos británicos y socios del Club de Debate.
       —Estudia filosofía en Montreal —le dijo su madre—. Tenía acento francés.
       —No creo que sea francés, exactamente —dijo Christine, al recordar al tipo del parque.
       Su madre volvió a quitarse las gafas y empezó a juguetear distraídamente con un gladiolo, que casi colgaba del jarrón.
       —Bueno, pues tenía acento francés —insistió, con el florido cetro en la mano—. He pensado que estaría bien que lo invitases a tomar el té.
       La madre de Christine hacía lo que podía. Tenía dos hijas más que se le parecían mucho. Eran bonitas, una estaba bien casada y la otra no iba a tener problemas. Sus amigos la consolaban acerca de Christine diciéndole: «No está gorda, es que es de complexión grande, ha salido a la familia de su padre», y: «Christine está rebosante de salud». Las otras hijas no participaron en actividades extraacadémicas cuando iban al instituto, pero como Christine nunca sería bonita, por más que adelgazase, no venía mal que fuese tan atlética y que le gustase la política, que tuviera cosas que le interesaran. Su madre intentaba alentarla siempre que podía. Y Christine notaba cuándo se esforzaba un poco más de lo habitual, porque, en tales ocasiones, siempre había un dejo de reproche en sus palabras.
       La chica sabía que su madre esperaba que acogiese su sugerencia con un entusiasmo que ella no sentía.
       —No sé. Ya veré —dijo en tono dubitativo.
       —Tienes aspecto de cansada, cariño —le dijo su madre—. ¿Te apetece un vaso de leche?
       Christine estaba en la bañera cuando sonó el teléfono. No era muy dada a fantasear, pero cuando estaba en la bañera, a veces se imaginaba que era un delfín, un juego que le enseñó una de las muchachas que solía bañarla cuando era pequeña. Oyó que su madre hablaba con mucha solicitud y amabilidad en el salón. Entonces oyó un golpecillo en la puerta.
       —Es ese estudiante francés tan amable, Christine —le dijo su madre.
       —Dile que me estoy dando un baño —dijo Christine, algo más fuerte de lo necesario—. Y no es francés.
       —No me parece muy amable de tu parte —la reconvino su madre con el ceño fruncido—. No creo que lo entienda.
       —Bueno, está bien —dijo Christine.
       Salió de la bañera, envolvió su sonrosada corpulencia en una toalla y fue a coger el teléfono.
       —Diga —dijo con sequedad.
       Sin verlo, no resultaba patético, más bien un engorro. No acertaba a imaginar cómo la había localizado: probablemente, a través de la guía telefónica, llamando a todas las personas con su mismo apellido hasta dar con ella.
       —Soy su amigo.
       —Ya lo sé —dijo ella—. ¿Qué tal?
       —Estupendamente.
       Hubo una larga pausa, durante la cual Christine sintió el perverso impulso de decir: «Bien, pues adiós muy buenas», y colgar, pero sabía que su madre debía de estar inmóvil como un maniquí detrás de la puerta del dormitorio.
       —Espero que también usted esté bien —dijo él.
       —Sí —dijo Christine, decidida a no darle pie.
       —Voy a tomar el té con ustedes.
       —¿Ah, sí? —exclamó Christine sorprendida.
       —Su madre ha tenido la amabilidad de invitarme. Iré el jueves, a las cuatro.
       —Ah —dijo Christine sin emoción alguna.
       —Hasta la vista entonces —dijo él, con el medido orgullo de quien ha logrado utilizar bien un modismo.
       Christine colgó el teléfono y salió al pasillo. Su madre estaba en su estudio, inocentemente sentada a su escritorio.
       —¿Lo has invitado a tomar el té el jueves?
       —No exactamente, cariño —repuso su madre—. Solo le he comentado que podía venir a tomar el té algún día.
       —Pues viene el jueves. A las cuatro.
       —¿Y qué tiene eso de malo? —dijo su madre con aplomo—. Me parece un gesto amable por nuestra parte. Creo que tendrías que intentar esmerarte un poco más —añadió, visiblemente satisfecha de sí misma.
       —Pues, ya que lo has invitado tú, cuenta con ayudarme a hacerle los honores. No me apetece cargar sola con los gestos amables.
       —¡Pero, Christine, cariño! —dijo su madre, nada sorprendida—. Anda, ponte la bata, que vas a coger frío.
       Christine estuvo alrededor de una hora muy malhumorada. Luego intentó hacerse a la idea de que aquel té iba a ser un híbrido entre examen y reunión de ejecutivos: nada agradable, ciertamente, pero que debía superar con el mayor tacto posible. Además, era cierto que era un gesto amable. Cuando, el jueves por la mañana, llegó la bandeja de pasteles que su madre había encargado en The Patisserie, se animó un poco, incluso decidió ponerse un vestido, un vestido bonito, y no una falda y blusa. Al fin y al cabo, no tenía nada contra él, salvo el recuerdo de cómo le había cogido la raqueta y luego el brazo. Desechó la idea de verse perseguida por todo el salón, tratando de quitárselo de encima, lanzándole los cojines del sofá y los jarrones de gladiolos. Aunque, por si acaso, le dijo a la muchacha que tomarían el té en el jardín. Eso le gustaría al invitado y, además, allí había más espacio.
       Temió que su madre tratase de eludir el té, que se excusara cuando él llegase: así tendría ocasión de calarlo y luego dejarlos solos. Ya lo había hecho en otras ocasiones; en este caso, el pretexto fue la Comisión Sinfónica. Y, como era de esperar, su madre extravió los guantes y los localizó con fingida alegría al sonar el timbre de la puerta. Christine estuvo semanas regodeándose al recordar lo boquiabierta que se quedó su madre, y lo bien que se rehízo de la impresión, cuando se lo presentó: no era precisamente el potentado extranjero que su moderado optimismo le había iducido a imaginar.
       El hombre se había arreglado para la ocasión. Se había puesto tanta brillantina en el pelo que parecía que llevase un gorro de charol, y se había cortado los hilillos de las deshilachadas bocamangas de la chaqueta. Su corbata de color anaranjado era irresistiblemente espléndida. Al estrechar el joven súbitamente el tenso guante blanco a su madre, Christine reparó en que la tinta de sus dedos era indeleble. Al tipo se le alegró la cara, posiblemente de pura impaciencia por degustar las exquisiteces que le estaban reservadas; llevaba una pequeña cámara fotográfica colgada del hombro y fumaba un cigarrillo de exótico aroma.
       Christine lo condujo a través de la fresca floresta del magnífico salón, corrieron la puerta que comunicaba con el exterior y salieron al jardín.
       —Siéntese usted aquí —le dijo ella—. Le diré a la muchacha que traiga el té.
       La muchacha era caribeña: los padres de Christine se entusiasmaron con ella cuando estuvieron por su tierra y se la trajeron. Y aunque al poco de llegar se quedó embarazada, su madre no la despidió. Dijo sentirse ligeramente decepcionada, pero que, al fin y al cabo, qué se podía esperar; y que no veía demasiada diferencia entre una chica que estuviera embarazada al contratarla y otra que se quedase embarazada poco después. Se enorgullecía de su tolerancia; además, el servicio escaseaba. Curiosamente, la muchacha se hizo cada vez más difícil de tratar. O no compartía la opinión de la madre de Christine sobre su propia generosidad, o creía haber sido privada de algo y, por lo tanto, se sentía libre de permitirse el desdén. Al principio, Christine intentó tratarla como a una igual.
       —No me llame «señorita Christine» —le dijo con una leve imitación de desenfadada camaradería.
       —¿Cómo quiere que la llame entonces? —exclamó la chica frunciendo el ceño.
       Y pronto empezaron a tener cortas pero malhumoradas discusiones en la cocina, que a Christine terminaron por antojársele corrientes entre criadas: la actitud de su madre ante cada una de ellas era muy similar, no le complacía, pero tendría que soportarlo.
       Los pasteles, recubiertos de azúcar glaseado, estaban en una fuente y la tetera dispuesta; el agua hervía en el hervidor. Christine fue a cogerlo, pero la muchacha, que hasta aquel momento había permanecido sentada con los codos en la mesa de la cocina y mirándola impasible, se levantó rápidamente y se le adelantó. Christine aguardó hasta que la chica hubo vertido el agua en la tetera.
       —Ya lo sacaré yo, Elvira —le dijo.
       Christine decidió de pronto que no quería que la muchacha viese la corbata naranja de su visitante; entre otras cosas, porque sabía que su prestigio había mermado mucho a ojos de la muchacha porque nadie había intentado dejarla embarazada.
       —¿Para qué cree que me pagan, señorita Christine? —dijo la muchacha en tono insolente.
       Elvira salió al jardín con la bandeja y Christine la siguió; se sentía torpe e incómoda. La caribeña era de estatura y complexión casi tan generosas como las suyas, pero de otro estilo.
       —Gracias, Elvira —dijo Christine, cuando la bandeja estuvo en su sitio.
       La muchacha se retiró sin decir palabra, dirigiendo una desdeñosa mirada de reojo a las raídas mangas del visitante y a sus dedos manchados. Christine tomó entonces la determinación de mostrarse especialmente amable con él.
       —Es usted muy rica, por lo que veo —dijo él.
       —No —protestó Christine meneando la cabeza—. No somos ricos.
       Nunca había pensado que su familia fuese rica. Su padre repetía con frecuencia que nadie hacía dinero trabajando para el Estado.
       —Sí, son ustedes muy ricos —insistió él, recostándose en la silla y mirando a su alrededor anonadado.
       Christine le sirvió el té. No solía prestar mucha atención a la casa ni al jardín; no tenían nada especial, estaban lejos de ser los más grandes de la calle; el servicio se ocupaba de todo. Pero, al mirar lo que él miraba, lo veía todo desde una perspectiva distinta: la gran extensión, los arriates de flores resplandecientes al sol de principios del verano, los senderos y el patio enlosados, los altos muros y el silencio.
       —Aún no hablo muy bien, pero mejoro —dijo él, mirándola de nuevo, con un leve suspiro.
       —Seguro —dijo ella en un gesto alentador.
       El joven tomó pequeños sorbos de té, rápidos y delicados, como si temiera dañar la taza.
       —Me gusta estar aquí —dijo.
       Christine le pasó los pasteles. Él cogió solo uno y esbozó un ligero mohín al probarlo, pero tomó varias tazas de té, mientras ella daba cuenta de todos los pasteles. Christine se las arregló para enterarse de que había llegado al país como becario de una iglesia —no pudo descifrar la denominación— y que estudiaba filosofía o teología, o posiblemente ambas disciplinas. Se sentía a gusto con él: se había comportado correctamente, sin incomodarla lo más mínimo.
       La tetera estaba por fin vacía. Él se irguió en la silla como alertado por un insonoro gong.
       —Mire hacia aquí, por favor —dijo él.
       Christine vio que el joven había colocado su pequeña cámara encima del reloj de sol de piedra que su madre se trajo de Inglaterra hacía dos años. Quería fotografiarla. Ella se sintió halagada y posó con una franca sonrisa.
       El estudiante se quitó las gafas y las dejó junto a la fuente de los pastelillos. Por un momento, Christine vio que sus miopes y desprotegidos ojos se fijaban en ella, con una expresión trémula y confiada que renunció a interpretar. Después, él se acercó a la cámara y la manipuló de espaldas a ella. En el instante siguiente, estaba agachado a su lado, con el brazo rodeando su cintura tanto como le fue posible, la otra mano en las de Christine, que ella había entrelazado sobre el regazo y la mejilla pegada en la suya. Ella estaba tan asustada que no acertó a moverse. Se oyó el clic de la cámara.
       Él se levantó de pronto y volvió a ponerse las gafas, que ahora brillaban con triste regocijo.
       —Gracias, señorita —dijo—. Me voy ya.
       El joven volvió a colgarse la cámara al hombro, con la mano encima, como si quisiera proteger la tapa para evitar que huyera.
       —Se la enviaré a mi familia. Les gustará.
       El hombre cruzó la verja y se alejó antes de que a Christine le diese tiempo a reaccionar; luego ella se echó a reír. Tenía que reconocer que había temido que la acosase, y en cierto modo lo había hecho; aunque no del modo habitual. La había violado, no a su persona, sino a su imagen de celuloide y, circunstancialmente, la del servicio de té de plata, que brillaba burlonamente ante ella mientras la muchacha lo retiraba, portándolo con aire majestuoso, como una insignia, las joyas de la corona.

       Christine pasó el verano como había pasado los tres anteriores: era monitora de vela en un caro campamento femenino de la zona de Algonquin Park. Había estado de acampada allí muchas veces y todo le resultaba familiar; casi se le daba mejor navegar que jugar al tenis.
       La segunda semana recibió una carta de él, con matasellos de Montreal y reexpedida desde su casa. Estaba escrita en letra de imprenta en una hoja de papel verde, dos o tres frases. Empezaba diciendo: «Espero que esté usted bien», luego describía con monosílabos el tiempo que hacía y concluía: «Yo estoy bien». Firmaba: «Su amigo». Las semanas sucesivas, recibió otras cartas como esta, casi idénticas. En una de ellas había una copia en color de la fotografía: él, bizqueando ligeramente y riendo abiertamente, más delgado de lo que ella lo recordaba, sobre el fondo de una cortina ondeante y flores que estallaban a su alrededor como fuegos artificiales, con una mano en un equívoco borrón en su regazo y la otra fuera del campo de visión; en su rostro, asombro y ultraje, como si le estuviese metiendo por el trasero el pulgar oculto.
       Christine contestó a la primera carta, pero luego llegaron al campamento las jóvenes que se entrenaban para competir. Al final del verano, cuando hacía el equipaje para volver a casa, tiró todas las cartas.

       Varias semanas después de regresar a casa recibió otra carta en papel verde. En esta ocasión, el remitente escribió sus señas en el margen superior, y Christine reparó con desasosiego en que eran en su misma ciudad. Todos los días aguardaba a que sonase el teléfono; estaba tan segura de que su primer intento de restablecer el contacto sería a través de la incorpórea voz, que la cogió por sorpresa cuando la abordó por sorpresa en pleno campus.
       —¿Cómo está usted?
       Su sonrisa era la misma, pero todo lo demás se había deteriorado. Estaba más delgado, si cabía; las bocamangas de su chaqueta estaban más raídas y deshilachadas, como si quisiera ocultar sus manos, que ahora parecían roídas por las ratas. El pelo le caía sobre los ojos, largo y sin brillantina; los ojos, en la oquedad de su rostro, un frágil triángulo de piel tensada por los pómulos, saltaban tras sus gafas como en una pecera. Sostenía un cigarrillo casi consumido en la comisura de los labios, y, mientras caminaban, encendió otro con la colilla.
       —Estoy bien —dijo Christine, que pensó: «No voy a dejarme liar otra vez. Digo basta y basta. Yo he aportado mi granito de arena al internacionalismo»—. ¿Y usted cómo está?
       —Ahora vivo aquí. Quizá estudie económicas.
       —Eso está bien.
       No daba la impresión de que se hubiese inscrito en alguna facultad.
       —He venido para verla.
       Christine no entendió si quería decir que había dejado Montreal para estar cerca de ella, o si solo quería visitarla en su casa como hizo en primavera; fuera lo que fuese, estaba decidida a no implicarse con él. Estaban frente a la Facultad de Ciencias Políticas.
       —Tengo clase —dijo ella—. Adiós.
       Se estaba comportando con muy poca delicadeza, era consciente de ello, pero, a la larga, un corte rápido era lo más compasivo, al menos eso decían sus hermosas hermanas.
       Luego se percató de que había sido muy torpe al permitir que supiera a qué facultad iba y a qué hora tenía clase. Aunque en los tablones de anuncios de todas las facultades estaban los horarios: todo lo que tenía que hacer era buscar su nombre en las listas y anotar sus probables movimientos en letra de imprenta en su bloc verde. A partir de aquel día no la volvió a dejar ni a sol ni a sombra.
       Al principio, esperaba fuera del aula a que ella saliese. Ella lo saludaba con sequedad y seguía adelante, pero eso no dio resultado, la seguía a prudente distancia con su invariable sonrisa. Después, Christine optó por no hablarle siquiera y fingir que lo ignoraba, pero él la seguía de todos modos. El hecho de que, en cierta manera, le tuviese miedo —¿era solo incomodidad?— parecía alentarlo más. Las amigas y los amigos de Christine empezaron a notarlo, a preguntarle quién era y por qué se pegaba a ella y la seguía. Y ella poco podía decirles, pues poco sabía.
       A medida que transcurrían las semanas y él no daba muestras de desistir, Christine empezó a ir de una clase a otra con atlético trote, y terminó por correr. Él era incansable y estaba en forma pese a ser un fumador empedernido. Aceleraba tras ella, manteniendo la distancia, como si él fuese una carretilla de juguete que ella llevase atada a la cintura con un cordel. Christine era consciente del ridículo espectáculo que daban, galopando por el campus, una escena que parecía de dibujos animados, una pesada elefanta que huía de un sonriente y esmirriado ratón, ambos dentro de las clásicas pautas de la cómica huida y persecución; pero Christine reparó en que correr la ponía menos nerviosa que caminar reposadamente; con la piel de la parte trasera del cuello erizada al saber sus ojos fijos en su espalda. De algo tenía que servirle su musculatura. Empezó a urdir estratagemas para esquivarlo: podía entrar corriendo en el servicio de señoras de la cafetería y salir por la puerta trasera, así le perdería la pista hasta que descubriese que había otra entrada. Intentaría quitárselo de encima dando rodeos a través del desconcertante laberinto de arcadas y corredores, pero él parecía tan familiarizado como ella con los laberintos arquitectónicos. Como último refugio podía ir al dormitorio de señoritas y observar, ya a salvo, cómo lo detenía la severa voz de la recepcionista: no les estaba permitida la entrada a los hombres.
       El almuerzo se le complicaba. Solía sentarse con otros miembros del Club de Debate, dando cuenta con apetito de un bocadillo, y, de pronto, aparecía él como surgido de una invisible alcantarilla. Entonces no le quedaba más alternativa que salir a toda prisa de la concurrida cafetería con el bocadillo a medio comer, o terminárselo con él detrás de su silla, sus compañeros de mesa plenamente conscientes de su presencia y la conversación languideciendo. Sus amigas terminaron por aprender a localizarlo a lo lejos y empezaron a intercambiar señales de alerta. «Ahí llega», susurraban, ayudándola a recoger sus cosas para iniciar el sprint que seguiría de manera inevitable.
       A veces, se cansaba de correr y daba media vuelta para encarársele.
       —¿Se puede saber qué quiere? —le espetaba, fulminándolo con la mirada, casi crispando los puños. De buena gana lo hubiese zarandeado y le hubiese pe gado.
       —Deseo hablar con usted.
       —Bueno, pues aquí me tiene. ¿De qué quiere hablarme?
       Pero, entonces, no le decía nada; se quedaba de pie junto a ella, apoyándose en uno y otro pie alternativamente, sonriéndole con una vaga expresión de disculpa, aunque ella nunca llegó a interpretar con precisión aquella sonrisa, que dejaba ver sus agrietados labios y los dientes amarillentos a causa de la nicotina, con las comisuras levantadas e inmóviles, como a la espera de un invisible fotógrafo, y sus ojos enfocando claramente distintas partes de su cara, como si la viese a cachos.
       Pese a lo enervante y tedioso que era aquello, el acoso a que la sometía tuvo una curiosa consecuencia: al ser la persecución en sí misma misteriosa, la volvió también a ella misteriosa. Nadie la había considerado misteriosa hasta entonces. Para sus padres, fue siempre un peso pesado entrado en carnes, una empollona falta de talento, gris. Para sus hermanas era mediocre y la trataban con una indulgencia que no se dispensaban la una a la otra: no la temían como rival. Para sus amigos, era la clase de persona en la que se podía confiar. Era solícita y muy trabajadora, siempre estaba dispuesta a jugar un partido de tenis con quienes lo practicaban. Le proponían ir a tomar una cerveza con ellos para poder entrar en la zona reservada a las señoras y a las parejas, siempre más pulcra, dando por sentado que ella también pagaría una ronda. Y cuando pasaban por algún mal momento, le contaban sus problemas con las chicas. No había en ella nada dudoso ni nada interesante.
       Christine siempre había estado de acuerdo con estas apreciaciones. De niña, siempre se identificaba con la novia engañada o la hermana fea; siempre que un cuento empezaba «Érase una vez una doncella tan bonita como bondadosa», tenía la certeza de que no se trataba de ella. Y así era en efecto, aunque no fuese para tanto. Como sus padres nunca esperaron que brillase en sociedad, no se llevaron ninguna desilusión. La falta de expectativas le ahorró toda la ansiedad y las maquinaciones que observaba entre otras chicas de su edad, e incluso cabía decir que gozaba de cierta posición especial entre los hombres: era una excepción, no encajaba en ninguna de las categorías que solían utilizar al hablar de chicas; no era una calientabraguetas, ni una estrecha, ni una fresca ni un putón verbenero; era una persona honorable que había terminado por compartir el desdén de ellos por la mayoría de las mujeres.
       Ahora, sin embargo, había algo inexplicable en ella. Un hombre la acosaba; era un hombre un tanto singular, ciertamente, pero era un hombre que, sin lugar a dudas, se sentía atraído por ella, hasta el punto de no poder dejarla tranquila ni un momento. Los hombres la miraban con otros ojos, la valoraban, trataban de descubrir qué veía en ella aquel gafotas de ojos nerviosos. Empezaron a invitarla a salir, aunque regresaban de estas salidas sin haber podido saciar su curiosidad, sin lograr desvelar el secreto de su encanto. Su cara de torta y su fuerte complexión pasaron a formar parte de un acertijo que no conseguían descifrar. Christine lo notaba. Cuando estaba en la bañera, ya no se imaginaba que era un delfín sino una escurridiza sirena y, a veces, en los momentos de mayor audacia, Marilyn Monroe. El acoso se había convertido en algo cotidiano; casi lo deseaba. Entre otros beneficios, estaba perdiendo peso.
       A lo largo de aquellas semanas no había vuelto a telefonearla ni a presentarse en casa. Debía de haber llegado a la conclusión de que su táctica no daba el fruto apetecido, o acaso intuyera que se estaba hartando. El teléfono empezó a sonar por las mañanas a primera hora, o a última de la noche, cuando estaba seguro de que se encontraba en casa. A veces, se limitaba a respirar (ella lo reconocía, o creía reconocerlo, su aliento); entonces Christine colgaba. A veces, volvía a decirle que quería hablar con ella, pero, por mucho tiempo que le concediese, no le decía nada. Luego, amplió el surtido: se lo encontraba en el tranvía, sonriéndole silenciosamente desde, por lo menos, tres asientos de distancia; notaba que la seguía por la calle de su casa, y si abandonaba por un momento su decisión de no prestarle atención y se daba la vuelta, él se había esfumado, o lo pillaba ocultándose detrás de un árbol o de una valla.
       Entre la multitud y a plena luz del día, no la asustaba; ella era más fuerte y él ni siquiera había intentado tocarla. Pero los días se acortaban y se volvían más fríos, era casi noviembre. A menudo, llegaba a casa a la hora del crepúsculo o ya oscurecido, sin más luz que el anaranjado resplandor de las farolas. Christine no paraba de cavilar acerca de las posibilidades que brindaban los cuchillos, las pistolas, las navajas barberas; porque si le daba al joven por comprar un arma, la ventaja sería para él. Por lo pronto, optó por no llevar bufanda, al recordar tantas noticias de los periódicos sobre chicas que habían sido estranguladas con ellas. Y al ponerse las medias por la mañana tenía una curiosa sensación. Su cuerpo parecía haber menguado, hasta hacerse más pequeño que el de él.
       ¿Sería un perturbado, un maníaco sexual? Parecía tan inofensivo, pero era de esa clase de personas que podían llegar a perder los estribos. Imaginaba aquellos agrietados dedos ciñendo su garganta, rasgando su ropa, aunque no se imaginaba gritando. Los aparcamientos, los arbustos cercanos a su casa, los caminos a ambos lados, se transformaban al pasar, dejaban de ser apacibles entornos para convertirse en sombrías y siniestras inmediaciones cuyos detalles aparecían ante ella nítidos y abruptos: eran lugares donde un hombre podía agazaparse y saltar sobre ella. Y, sin embargo, cada vez que lo veía a la luz de la mañana o de la tarde (porque él persistía en sus antiguos métodos de persecución), su vieja chaqueta y su apocada mirada la convencían de que era ella la torturadora, la acosadora. En cierto modo, se sentía responsable; de los pliegues y grietas del cuerpo que durante tanto tiempo había tratado como una máquina fiable emanaba, contra su voluntad, un fuerte e invisible olor, como el de una perra en celo o el de una polilla hembra, que hacía que él no pudiese evitar seguirla.
       Su madre, que estaba muy preocupada por el inevitable otoño, apenas prestaba atención a la cantidad de llamadas telefónicas que recibía Christine, ni a las quejas de la muchacha por las llamadas de un hombre que no hablaba. Anunció que pensaba coger un vuelo a Nueva York para pasar allí el fin de semana; su padre decidió ir también. A Christine le entró el pánico: se imaginó degollada en la bañera, un reguero de sangre que se arremolinaba y salía por el desagüe (pues, para entonces, había llegado a creer que el tipo podía atravesar las paredes y presentársele en cualquier parte súbitamente).
       La muchacha no haría nada por ayudarla; puede que incluso se quedase en la puerta del cuarto de baño, observándolos con los brazos cruzados. De modo que Christine optó por pasar el fin de semana con su hermana casada.
       Al regresar el domingo, a última hora de la tarde, encontró a la muchacha al borde de la histeria. Le contó que, el sábado, al ir a correr las cortinas de la sala al oscurecer, vio una cara extrañamente contorsionada, la cara de un hombre, pegada al cristal, mirándola desde el jardín. Dijo que se había desmayado y que poco había faltado para alumbrar a su hijo un mes antes de tiempo allí mismo, en la alfombra del salón. Luego, había llamado a la policía. El hombre en cuestión se había marchado cuando llegaron los agentes, pero lo había reconocido, era el del té de aquella tarde; informó a la policía de que era un amigo de Christine.
       Los agentes se presentaron el lunes para investigar, iban dos. Se mostraron muy amables, pues sabían quién era el padre de Christine. Su padre los recibió cordialmente, pero su madre permaneció en un rincón del salón, moviendo sin cesar sus manos de porcelana, mostrándoles lo frágil que era y lo preocupada que estaba. No le gustaba que estuviesen en el salón, pero sabía que eran necesarios.
       Christine tuvo que reconocer que él la había estado siguiendo. Dijo que se sentía aliviada por que lo hubiesen descubierto y también por no haber sido ella quien lo denunciara, aunque, de haber sido el tipo ciudadano del país, ya haría tiempo que hubiese llamado a la policía. Insistió en que no era peligroso, nunca le había hecho daño.
       —Esos no son de los que hacen daño —dijo uno de los agentes—. Son de los que matan. Ya puede usted dar gracias por seguir viva.
       —Son tipos chiflados —dijo el otro agente.
       Su madre aprovechó para decir que el problema con las personas de otra cultura era que nunca sabía uno si estaban locos o no, porque sus pautas de comportamiento eran muy distintas. Los agentes se mostraron de acuerdo con ella, con deferencia pero también con condescendencia, como si fuese una completa imbécil a quien había que complacer.
       —¿Saben dónde vive? —preguntó uno de los agentes.
       Hacía tiempo que Christine había roto la carta con sus señas. Negó con la cabeza.
       —Pues entonces tendremos que detenerlo mañana. ¿Cree que podrá entretenerlo charlando frente al aula, si va a esperarla?
       Cuando terminaron el interrogatorio, los agentes hablaron unos momentos en voz baja con su padre en el recibidor. Mientras retiraba las tazas de café, la muchacha dijo que, si no lo encerraban, ella se despedía, por nada del mundo permitiría que le diese otro susto de muerte.
       Al día siguiente, al salir Christine de su clase de historia moderna, allí estaba él como un clavo. Se quedó perplejo al ver que ella no echaba a correr. Ella se le acercó, el corazón le latía con fuerza, por su traición y por la perspectiva de sentirse libre otra vez. Su cuerpo había vuelto al tamaño habitual; se sentía gigantesca, con absoluto dominio de sí misma, invulnerable.
       —¿Qué tal, cómo está? —le preguntó ella con una radiante sonrisa.
       Él la miró receloso.
       —¿Qué tal le va? —se aventuró a insistir ella.
       La perenne sonrisa desapareció y el tipo dio un paso atrás.
       —¿Es este? —dijo el agente, que asomó desde detrás de un tablón de anuncios como un sabueso de película cómica al tiempo que posaba su competente mano sobre el hombro de la raída chaqueta.
       Su compañero se quedó a unos pasos de ellos; no sería necesario emplear la violencia.
       —¡No le hagan daño! —suplicó ella mientras se lo llevaban.
       Los agentes asintieron sonrientes, con educado desdén. El hombre parecía saber perfectamente quiénes eran y qué querían.

       Uno de los agentes llamó aquella tarde para hacer el informe. Habló con él el padre, en tono jovial y desenvuelto. Christine quedaba ya al margen del asunto; la habían protegido, su papel había finalizado.
       —¿Qué le han hecho? —preguntó ella con ansiedad al volver su padre al salón.
       No tenía mucha idea de cómo se hacían las cosas en las comisarías de policía.
       —No le han hecho nada —contestó él, divertido por su preocupación—. Podrían haberlo fichado por invasión de intimidad y acoso, y me han preguntado si quería poner una denuncia. Pero no creo que merezca la pena meterse en juicios: tiene un visado que solo le permite permanecer en el país si estudia en Montreal, de modo que me he limitado a decirles que lo devuelvan a Montreal. Si aparece de nuevo por aquí, lo pondrán en la frontera. Han ido a echar un vistazo a la pensión en la que se hospeda, y ya debe dos semanas; la dueña dijo que estaba a punto de echarlo. En cuanto a él, parece darse por satisfecho con que le paguen lo que debe y el billete de vuelta a Montreal —hizo una pausa—, pero no han conseguido que confesara.
       —¿Que confesara? —exclamó Christine.
       —Han intentado averiguar por qué lo hacía; por qué te seguía, me refiero. —Su padre le dirigió una mirada escrutadora, como si también para él fuese un misterio—. Dicen que cuando se lo han preguntado se ha cerrado en banda. Fingía no saber inglés. Los entendía, pero no quería contestar.
       Christine pensó que todo habría terminado, pero entre el arresto y la salida del tren, el tipo se las apañó para eludir la escolta y llamarla por teléfono.
       —Volveremos a vernos —le dijo. Y colgó sin más.
       Ahora que el hombre había dejado de ser una embarazosa realidad cotidiana, podía hablar de él, convertido en personaje de una divertida historia. En realidad, él era la única historia divertida que Christine podía contar y, al contarla, conservaba para sí misma y para los demás su halo de misterio. Sus amigas y los chicos que seguían proponiéndole salir especulaban sobre los motivos del hombre. Alguien aventuró que lo que pretendía era casarse con ella, para poder quedarse en el país; otro sugirió que a los orientales les gustaban las mujeres de complexión fuerte.
       —Debía de ser por tu aspecto rubensiano.
       Christine pensaba mucho en él. No se había sentido atraída por él, más bien lo contrario, pero como idea, resultaba un personaje romántico, el único hombre que la había encontrado irresistible; aunque, a menudo, al mirarse en el espejo de cuerpo entero y ver su invariable rostro sonrosado y su robusta figura, se preguntaba qué podía haber visto en ella para hacer lo que hizo. Lo que siempre desechaba era la teoría de que estuviese chiflado; se trataba simplemente de que había muchas formas de cordura.
       Pero, al oír la historia por primera vez, un recién conocido propuso una explicación distinta.
       —¡Así que a usted también, eh! —exclamó riendo—. Debe de ser el mismo que merodeó por nuestro campamento de verano, el año pasado. Seguía a todas las chicas; un tipo bajito, japonés o algo parecido, con gafas, siempre sonriente.
       —Puede que no sea el mismo —dijo Christine.
       —Tiene que serlo, todo encaja. Un tipo verdaderamente curioso.
       —¿A… qué clase de chicas seguía? —preguntó Christine.
       —Oh, a cualquiera. Pero si empezaban por hacerle un poco de caso, si se mostraban mínimamente amables con él, ya no se lo quitaban de encima. Era un verdadero incordio, aunque inofensivo.
       Christine dejó de contar su divertida historia. Porque, en definitiva, solo había sido una de tantas. Y volvió a jugar al tenis, que tenía bastante abandonado.
       Meses después, el agente encargado del caso la telefoneó de nuevo.
       —Le interesará saber, señorita, que aquel tipo que la molestaba ha sido devuelto a su país, deportado.
       —¿Por qué? —preguntó Christine—. ¿Ha intentado volver aquí?
       Puede que, después de todo, sí hubiese sido alguien muy especial para él y se hubiese arriesgado por ella.
       —Ni mucho menos —contestó el agente—. Hacía lo mismo en Montreal, pero en una ocasión se equivocó de mujer. Abordó a la madre superiora de un convento. Y en Quebec no bromean con estas cosas. Lo han expulsado casi antes de que él se diese cuenta de lo que ocurría. Me parece que estará mejor en su tierra.
       —¿Qué edad tenía la madre? —preguntó Christine.
       —Oh, unos sesenta años, me parece.
       —Muchas gracias por informarme —dijo Christine con su tono más ceremonioso—. Es un alivio —añadió, preguntándose si el agente no habría llamado para burlarse de ella.
       Casi se le saltaban las lágrimas al colgar. ¿Qué había querido de ella entonces? Una madre superiora. ¿De verdad aparentaba sesenta años? ¿Parecía una madre? ¿Qué significaban para él los conventos? ¿Comodidad? ¿Caridad? ¿Refugio? ¿Podía deberse a algo que le había pasado, a una tensión insoportable causada por el hecho de no estar en su país? ¿Acaso habían sido demasiado para él el equipo de tenis y sus piernas desnudas? ¿El dinero y la carne, aparentemente al alcance en todas partes pero que se le negaban dondequiera que fuese? ¿Sería la monja el símbolo que habría terminado por trastornarlo?, ¿el hábito y el velo le recordaban a sus ojos miopes las mujeres de su tierra, a las que podía comprender? Pero ya estaba de regreso en su país, tan remoto respecto a ella como otro planeta. Nunca lo sabría.
       Sin embargo, él no la olvidó. En primavera, recibió una postal con un sello extranjero y la familiar letra de imprenta. En el anverso la fotografía de un templo. Estaba bien y esperaba que ella también estuviera bien. Él era su amigo. Un mes después, le llegó otra copia de la fotografía que él hizo en el jardín, en un sobre lacrado, sin una sola palabra en el interior.

       La misteriosa aureola que rodeaba a Christine no tardó en desvanecerse; aunque también a ella le parecía irreal. La vida volvió a ser como siempre la imaginó. Se licenció con mediocres calificaciones y consiguió empleo en el Ministerio de Sanidad y Bienestar Social; hacía bien su trabajo y rara vez sufría discriminación por su condición de mujer, porque nadie la veía como tal. Podía permitirse tener un apartamento espacioso, aunque no se esforzó demasiado en decorarlo. Cada vez jugaba menos al tenis; lo que había sido musculatura con una ligera capa de grasa, se fue convirtiendo en grasa pura con un fino sustrato de músculo. Empezó a padecer jaquecas.
       A medida que transcurrieron los años y la guerra empezó a llenar las páginas de periódicos y revistas, Christine dedujo al fin a qué país pertenecía aquel hombre. Lo había mencionado, pero, por entonces, no lo memorizó, era un lugar insignificante. Fuese cual fuese, se le antojaba tan insignificante como él; nunca pudo disociarlos.
       Pero, por más que lo intentaba, no podía recordar el nombre de la ciudad y hacía tiempo que se había deshecho de la postal —¿era del norte o del sur?, ¿estaba cerca del frente o en la retaguardia?—. Compraba obsesivamente revistas y examinaba las fotografías, lugareños muertos, soldados en marcha, primeros planos en color de rostros aterrorizados o furiosos, espías ejecutados; estudiaba los mapas y seguía las últimas ediciones de los informativos de la televisión. El lejano país y su orografía se le hacían casi más familiares que los suyos. En un par de ocasiones creyó reconocerlo; pero era inútil, todos se le parecían.
       Al final, tuvo que dejar de mirar las fotos. La obsesionaba demasiado y eso era malo para ella; empezaba a tener pesadillas: lo veía cruzar la puerta del jardín de la casa de su madre con su chaqueta raída, provisto de rifle y mochila, y un enorme y multicolor ramo de flores. Sonreía como antes, pero tenía el rostro surcado de sangre y casi le borraba las facciones. Christine optó por regalar el televisor y se dedicó a leer novelas del siglo
XIX; Trollope y Galsworthy eran sus favoritos. Cuando, muy a su pesar, volvía a pensar en él, se decía que, si había tenido habilidad y agilidad mental suficientes para sobrevivir, mejor o peor, en Canadá, tanto más podría conseguirlo en su país, donde podía hablar su lengua. No lo imaginaba en el ejército, en ningún bando; no encajaba con él, y, hasta donde sabía no tenía ideología alguna. Debía de ser algo anodino, al margen, como ella; tal vez se había hecho intérprete.



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