John Updike
(Shillington, Pensilvania, 1932 - Danvers, Massachusetts, 2009)

Confía en mí (1979)
(“Trust Me”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (16 de julio de 1979);
Trust Me (1987)


      Cuando Harold tenía tres o cuatro años, su padre y su madre le llevaron a una piscina. Algo extraño, pues su familia raras veces iba a alguna parte, salvo al cine situado a dos manzanas de su casa. Después de aquel día desdichado, Harold no recordaba haber vuelto a ver a sus padres en traje de baño. Esto era lo que recordaba:
       Su padre, casi desnudo, estaba dentro de la piscina, pataleando en el agua. Harold estaba de pie, temblando, en el mojado borde de azulejos de aquélla, suspendido sobre el fuerte olor a cloro, hipnotizado por la brillante y ondulada agitación de aquel gran volumen de agua de un verde-azul que no parecía natural. Su madre, en traje de baño negro, en contraste con el cual su piel aparecía muy blanca, estaba apartada en un rincón de su mente. Su padre le pedía que saltase: «Vamos, Hassy, salta —le decía, con voz suave y alentadora—. Todo irá bien. Salta directamente hacia mis manos». Estas palabras resonaron en la acústica apagada del agua y los azulejos y la luz de sol, agudizando la sensación de desnudez de Harold, la conciencia de su propia piel blanca. Su padre parecía extrañamente seguro y tranquilo en el agua, y el niño se preguntó tontamente, al saltar, sobre qué se sostenía el hombre.
       Entonces le rodeó toda aquella agua verde-azul, densa y agitada, y cuando trató de respirar fue como si un puño se introdujese en su garganta. Brotaron burbujas de su boca y las vio elevarse delante de su cara, una multitud de ellas, subiendo mientras él se hundía, al parecer durante mucho tiempo, hasta que algo lo encontró en el cada vez más oscuro elemento y le agarró de un brazo.
       Estaba de nuevo en el aire, sobre un hombro de su padre, luchando todavía por recobrar el aliento. Salieron de la piscina. Su madre se acercó rápidamente a los dos y, con una destreza notable en una persona tan irritada, le dio una bofetada al padre, una bofetada sonora, junto al oído de Harold. El bofetón pareció resonar en toda la piscina y ser oído por todos los demás bañistas; pero tal vez era solamente la acústica de la memoria. Su impresión de vergüenza entre aquellas relucientes desnudeces, de que todas aquellas caras desconocidas se volvían hacia él al pasar de los brazos mojados del padre a los secos de la madre, persistió después de recobrar el aliento. El enojo de la madre parecía dirigirse contra él tanto como contra el padre. Ahora tenía los pies sobre hierba. Envuelto en una toalla y de pie cerca de las rodillas de la madre, mientras tosía expulsando de los pulmones las últimas pizcas irritantes de agua, se sintió eternamente humillado.
       Nunca supo cómo había ocurrido; cuando lo preguntó, habían pasado tanto años que el padre lo había olvidado. «Fue una vergüenza —dijo el viejo, en un tono suave en el que se mezclaban la tristeza y la afectación—. Húndete o nada, y tú te hundiste». Tal vez Harold había saltado un momento antes de lo esperado, o había resultado inesperadamente pesado y por esto había resbalado de los brazos del padre. Inexplicablemente, siguió confiando en el padre durante todos los años de crecimiento; en cambio, desconfiaba de la madre, presta siempre al enojo y a la mano dura.
       No aprendió a nadar hasta que fue a la universidad, e incluso entonces pasó la prueba pataleando como una rana, pero de espaldas a lo largo de la piscina, y con el instructor empuñando un palo grueso para que se agarrase a él si sentía miedo y empezaba a hundirse. El olor a producto químico de las piscinas siempre le asustaban: era como el aliento verde-azul de un dragón.
       Sus propios hijos, criados en un mundo anfibio de campamentos de verano y clubes de campo, se convirtieron fácilmente en buenos nadadores. Trataron de enseñarle a lanzarse al agua. «Tienes que mantener baja la cabeza, papá. Como no lo haces, siempre te das panzazos».
       «Tengo miedo de no volver a salir», confesaba él. Lo que más le disgustaba, cuando estaba debajo del agua, era ver las burbujas que se elevaban alrededor de su cara.
       Su primera esposa tenía miedo a volar. Sin embargo volaban con frecuencia. «O esto —le decía él— o renunciar al siglo veinte». Volaron a California, y mientras estaban allí, dos aviones chocaron sobre el Gran Cañón. Volaron desde Boston al día siguiente de que unos estorninos bloqueasen los motores de un «Electra» que se estrelló con tal fuerza en el puerto, que hubo viajeros que fueron partidos al medio por sus cinturones de seguridad. Volaron sobre África, cruzando el ecuador durante la noche, y la tierra era como un negro abismo iluminado por escasos destellos de fogatas tribales. Aterrizaron en pistas polvorientas, con las puertas de la cabina traqueteando. El miedo de su esposa era tan agudo, que él le prometió que nunca tendría que volver a volar con él. Por fin, su último vuelo africano les llevó desde la meseta etiópica, sobre la pálida anchura del desierto de Libia, hasta la orilla del Mediterráneo y Roma.
       El avión de la «Pan Am» que salió de Roma no podía ser más cómodo: un reactor «Jumbo» ancho como una casa, bien provisto de revistas americanas y piscolabis, con música de fondo y muy pocos pasajeros. El gran avión despegó y Harold empezó tranquilamente a leer Newsweek, ante la perspectiva de una comida, una siesta y la vuelta a casa. Al cabo de diez minutos, su esposa le preguntó:
       —¿Por qué no subimos?
       Él miró por la ventanilla y vio que era verdad: la masa de agua no se alejaba debajo de ellos; podía ver claramente pequeñas embarcaciones y las crestas blancas de olas que rompían. Las azafatas pasaban arriba y abajo por el pasillo con desacostumbrada rapidez, con desacostumbradas expresiones en sus bellos semblantes. Harold se miró las palmas de las manos; ahora estaban sudorosas y salpicadas de manchas, como durante un mareo. Miraba fijamente, pero el mar que estaba tan cerca no se distanciaba. El sol centelleaba en su superficie; una barca de vela de color naranja cambiaba de rumbo.
       La voz del piloto crepitó encima de ellos:
       —Amigos, se ha encendido una lucecita de aviso correspondiente a uno de nuestros motores de estribor y, de acuerdo con nuestra política de absoluta seguridad, vamos a dar media vuelta y regresar al aeropuerto de Roma.
       Durante el viraje y el regreso, que pareció requerir muchísimo tiempo, las azafatas se ciñeron los cinturones en los asientos de atrás; el hombre que estaba al otro lado del pasillo siguió leyendo L’Osservatore, y la esposa de Harold, fiel observadora de las instrucciones de seguridad, se quitó los zapatos de alto tacón y las horquillas del cabello. Y él se maravilló de nuevo ante el hábil dinamismo de las mujeres en momentos críticos.
       Asió la mano húmeda de ella y miró fijamente por la ventanilla, como empujando el mar con su mirada, como apartándole con su voluntad de vivir. Si pestañeaba, caerían. Volando por encima de las pequeñas embarcaciones, el avión volvía a Roma. El mar azul se entrelazaba visiblemente con el quieto borde de plata del ala, superficies olímpicas serenamente olvidadas de la enorme tensión existente entre ellas. Con frecuencia, al mirar por una de estas ventanillas ovaladas, había sentido algo falsamente tranquilizador en el orden estudiado de los roblones que sujetaban las planchas de aluminio. Confía en mí, decía el código metálico; Harold, en el fondo de su corazón y a semejanza de su esposa, se había negado a ello, y esta negativa formaba en él un espacio vacío que siempre podía ser llenado por el terror.
       El «747» aterrizó suavemente en Roma y, después de una demora de una hora, durante la cual persuadieron los mecánicos a la luz aviso de que se apagase, reemprendió su vuelo a América. Una vez en casa, el susto se convirtió en un cuento, en una broma. Sin embargo, él cumplió su promesa de que ella no tendría que volver a volar con él; al cabo de un año, se separaron.
       Durante el tiempo de separación, pareció que Harold les suplicaba a sus hijos, en silencio, mientras cambiaban de techo, que confiasen en él, como cuando, años atrás, había sujetado el corrector dental de su hija con unas tenacillas. Ella había acudido a él, dolorida, porque un alambre le pinchaba la mejilla. Pero entonces, cuando sintió los torpes dedos de él en su boca, abrió mucho los ojos por miedo a un dolor más fuerte Él la acusó: «No confías en mí», y en la animación de su voz percibió un espacio crucial, una brecha entre sus respectiva situaciones: el desatino sería de él, pero el dolor lo sufriría ella. El dolor de los otros no es el nuestro. Se presume que la religión trata de salvar esta distancia, pero los torturadores de cada generación la mantienen abierta. De no ser así, la compasión nos aplastaría; respiramos en un espacio de indiferencia. Harold había percibido esta indiferencia necesaria en la voz del piloto al empezar diciendo «Amigos», y en la voz de su padre cuando le decía «Salta». Y la había percibido en sus propias palabras tranquilizadoras: «Sé que ahora sientes la presión, amor mío, pero si te estás quieta…, sólo será un momento. Bueno, te has movido».
       Llevó a su amiga a la cima de una montaña. Harold no había tenido una amiga en muchos años y tenía que volver a aprender la delicada mezcla de protección y desafío con que hay que cortejar a la mujer. Priscilla era lo bastante mayor para tener sus propios hijos, y lo bastante mayor para sentirse insegura sobre los esquíes. Había pasado el día en la pista infantil, practicando giros y adquiriendo gradualmente confianza, mientras Harold evolucionaba por toda la montaña, en compañía de los hijos de ella, cuyo padre les había enseñado a esquiar. Al tocar la tarde a su fin, él descendió hasta ella con una fuerte rociada de nieve. Ella le suplicó:
       —Monta en el telesilla de niños, para que pueda mostrarte mis giros.
       —Si puedes darlos aquí, puedes bajar desde la cima de la montaña —le aseguró Harold.
       —¿De veras?
       Tenía las mejillas rojas, después de haber pasado el día en la pista de los niños. Llevaba un gorro blanco de punto. Sus ojos eran de un azul infantil.
       —De veras. Bajaremos por la pista de principiantes.
       Ella confiaba en él. Pero en el telesilla, al aumentar la pendiente debajo de ellos y ponerse de manifiesto el hielo de las pistas altas barridas por el viento, una duda temblorosa se pintó en su semblante, y él se dio cuenta, con la dilatación interior perversamente alegre que siente el torturador, de que había hecho lo que no debía hacer. El telesilla seguía subiendo.
       —¿Podré realmente esquiar aquí? —preguntó Priscilla, con el infantil deseo de que le dijesen que sí.
       En el reino de la empatía, volvía él a estar plantado en el borde de aquella piscina. El agua maloliente estaba muy abajo. Dijo:
       —No esquiarás en esta parte. Mira el paisaje. Es prodigioso.
       Ella se volvió, rígida en su silla al cruzar una cima. Con mirada obediente, contempló las infinitas perspectivas verde-azules de la montaña boscosa y el lago helado. El aparcamiento, allá en el fondo, parecía un platito con incrustaciones de coches. El cable del telesilla se deslizaba irresistiblemente; la temperatura del aire era cada vez más fría. Los pinos se habían vuelto canijos y torcidos a su alrededor. La niebla lamía el hielo; estaban en las nubes. Priscilla temblaba de la cabeza a los pies y, cuando estuvieron en la cima, apenas si podía sostenerse sobre los esquíes.
       —No puedo hacerlo —declaró.
       —Haz lo que hago yo —dijo Harold. Se deslizó rápidamente unos pocos metros delante de ella—. Carga tu peso sobre un esquí y después sobre el otro. No mires la pendiente, piensa sólo en equilibrar tu peso.
       Ella se inclinó hacia atrás, contra la pendiente, y se cayó. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y tuvo miedo de que se helasen y la dejasen ciega. El puso todo su amor en su voz y le dijo, para vencer su terquedad y su miedo:
       —Haz lo de siempre. No pienses en el sitio en el que estás.
       —No hay nieve —dijo ella—. Sólo hielo.
       —No hay hielo en los bordes.
       —En los bordes hay árboles.
       —Vamos, querida. La luz está menguando.
       —Nos moriremos de frío.
       —No seas tonta; las patrullas recorren las pistas a última hora. Carga tu peso sobre el esquí de la pendiente y deja que el cuerpo gire. Tienes que hacerlo. ¡Maldita sea! Es muy sencillo.
       —Sencillo para ti —dijo Priscilla.
       Siguió sus instrucciones y empezó a deslizarse cautelosamente. Tropezó con un pequeño obstáculo y cayó de nuevo. Empezó a chillar. Trató de arrojar los palos, pero las correas se mantuvieron firmes en las muñecas. Pataleó como una niña pequeña en un berrinche, y uno de los esquíes se soltó.
       —¡Te odio! —gritó—. No puedo hacerlo, no puedo hacerlo Me sentía orgulloso, en la pista pequeña y sólo quería que me vieses, que me observases sólo un minuto; esto es lo que te pedí que hicieses. Tú sabías que no estaba preparada para esto, ¿Por qué me trajiste aquí arriba? ¿Por qué?
       —Pensé que estabas… preparada —dijo débilmente él—. Quería mostrarte la vista.
       Como sin duda había querido mostrarle su padre la dicha del agua.
       Estaba anocheciendo en la montaña. Adolescentes expertos pasaron disparados por su lado, en un alud de colores, lanzando ocasionalmente curiosas miradas de soslayo. Harold y Priscilla convinieron en quitarse los esquíes y bajar andando. Tardaron una hora, y a él le costó una ampolla en cada talón. Los bosques que les rodeaban, raras veces percibidos a tan poca velocidad, parecían congelados por una magia extraña, tenían la irónica calma de los roblones de un avión. Los hijos de ella les estaban esperando en el borde del aparcamiento que se vaciaba, y tenían lágrimas en los ojos.
       —Traté de enseñarle —les explicó él—, pero vuestra madre no confía en mí.
       Durante el mismo período peligroso, Harold asistió a la fiesta del decimoséptimo cumpleaños de su hijo, en la casa que había abandonado. Cuando se disponía a salir corriendo para tomar el tren de la tarde y volver a su apartamento en la ciudad, vio una nueva fuente de bizcochos que se estaba enfriando sobre la cocina. Preguntó a su hijo:
       —¿Qué son?
       El muchacho le dirigió una sonrisa angelical.
       —Bizcochos rellenos de picadillo. Toma uno, papá. Puedes comerlo en el tren.
       —¿No será una jugarreta?
       —¡Qué va! Los otros muchachos los cocieron como broma para mí. Es más bien la impresión que causan; no hacen daño.
       El Joven Hassy era goloso y tenía debilidad por el almidón. Harold tomó uno de los bizcochos más grandes y lo comió en el coche, mientras su hijo le llevaba a la estación del ferrocarril. En el tren, apoyó la cabeza en el negro cristal y se sumió en las tristes reflexiones propias del hombre separado. Poco a poco, se dio cuenta de que tenía la boca muy seca y de que sus pensamientos, no sólo se repetían, sino que habían adquirido una forma intensa, vivamente coloreado en su cabeza. Se apretaban unos sobre otros como capas de esquisto, y eran policromas como insignias de campaña. Cuando bajó del tren al andén de la estación de la ciudad, un lado de su cuerpo era mucho más voluminoso que el otro, por lo que tenía que inclinarse para no caer. Más que sostenerle, su cuerpo le acompañaba y se hacía el remolón. Caminando en lo que le parecía una procesión hacia la entrada del Metro, entre una multitud de desconocidos encapuchados y a través de una calle llena de coches inflados, analizó lo que había pasado: había comido un bizcocho relleno.
       Una mitad de su cerebro gritaba, sin parar, prudentes consejos a la otra: Mira en ambas direcciones. Saca un dólar. No, espera, aquí tienes una moneda de veinticinco centavos. Métela en la rendija. Espera el número 16, no tomes el de Symphony. No te asustes. Cada proceso mental parecía requerir un largo rato, mientras las ideas como cintas se multiplicaban e iban y venían con la rapidez de un ordenador. La otra mitad de su cerebro advertía que estas ideas no eran más que tonterías, y las estuvo prodigando consejos y alabanzas durante todo el trayecto hacia su casa.
       Ahora se hallaba de nuevo al aire libre, caminando las tres manzanas que separaban la estación del Metro de su apartamento. Algo ardía en su garganta. Sentía náuseas y buscaba setos y cubos de basura en los que vomitar, si no tenía más remedio; pero la cosa no llegó a tanto. El hecho de que la llave encajase en la cerradura, y de que detrás de la puerta hubiese una habitación llena de deslumbrantes muebles familiares, pareció la confirmación de un teorema sumamente abstruso. Descolgó el teléfono, que tenía el brillo y la magnitud bidimensional de una imagen en una cartelera de la compañía telefónica, y llamó a Priscilla.
       —Hola, amor mío.
       La voz de ella adquirió un tono agudo.
       —¿Qué te ha pasado, Harold?
       —¿Te parezco diferente?
       —Mucho. —Su voz era ahora afilada como las púas de un puerco espín, negras con las puntas blancas—. ¿Qué te han hecho ellos?
       Ellos…, sus hijos, su ex esposa.
       —Me dieron un bizcocho relleno. Jimmy dijo que no me haría daño, pero en el tren, mis pensamientos se hicieron embrollados e intensos, y desde que salí de la estación tuve que aleccionarme acerca de la manera de venir hasta aquí.
       La parte protectora y digna de confianza de su cerebro le felicitó por lo convincentes que sonaban sus palabras.
       Pero algo disgustaba a Priscilla, que gritó:
       —¡Oh, esto es asqueroso! No creo que sea gracioso, no creo que ninguno de vosotros sea gracioso.
       —Ninguno, ¿de quiénes?
       —Ya lo sabes.
       —No lo sé. —Pero lo sabía. Se miró las palmas de las manos; estaban como jaspeadas—. Amor mío, creo que voy a vomitar. Ayúdame.
       —Ahora no puedo —dijo Priscilla, y colgó.
       El chasquido sonó como una bofetada, la misma resonante bofetada que había restallado aquella vez junto a su oído. Salvo que su padre se había convertido en el hijo, y que la madre era ahora su amiga. Pero una cosa era cierta: no había sido por su culpa, y de algún modo le echaban en cara que sobreviviese.
       Las palmas de sus manos, menos moteadas, parecían pálidas y arrugadas, como almohadas incómodas. En el bolsillo de la camisa, Harold encontró el billete de un dólar rechazado en la entrada del metro, hacía muchísimo tiempo. Mientras esperaba que Priscilla se calmase y le llamara, volvió al billete y observó en el dorso al ojo místico sobre la pirámide truncada, y leyó, una y otra vez, la frase impresa por encima del ONE
[la frase, que figura por encima de la palabra ONE en los billetes de un dólar, dice: Confiamos en Dios].


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