Isak Dinesen
(1885–1962)


Peter y Rosa
“Peter and Rosa”
(Vinter-eventyr, 1942)
Cuentos de invierno (1942)


      Un año, hace un siglo, la primavera llegó con retraso a Dinamarca. Durante los últimos días de marzo, el Sound estuvo bloqueado por el hielo, y cegado, desde la costa danesa a la sueca. La nieve de los campos y los caminos se derretía poco por el día, sólo para volverse a helar por la noche; la tierra y el aire carecían igualmente de esperanza o de piedad.
          Hasta que una noche, después de una semana de fría y húmeda niebla, empezó a llover. El cielo estalló sobre el paisaje muerto, se disolvió en torrentes de vida y se fundió con el suelo. En todas partes resonaba el incesante rumor del agua que caía; y aumentó y se convirtió en canción. El mundo se agitó inquieto debajo; los seres respiraron en la oscuridad. Otra vez les fue anunciado a las colinas y los valles, a los bosques y los arroyos aprisionados: «Tenéis que vivir».
          En casa del párroco de Sollerod, Peter Kobke, hijo de su hermana, de quince años de edad, estaba sentado junto a una vela de sebo leyendo a los Padres de la Iglesia, cuando en medio del susurro de la lluvia su oído captó un sonido nuevo; dejó el libro, se levantó y abrió la ventana. ¡Cómo creció entonces el rumor de la lluvia! Pero oyó otras voces mágicas en la oscuridad de la noche. Venían de arriba, del éter mismo; y Peter alzó el rostro hacia ellos. La noche era oscura, aunque no tenía ya la negrura del invierno: estaba preñada de claridad; y al interrogarla, le contestó. Y por encima de su cabeza, proclamó la música de la vida errabunda de los cielos. Allí cantaban las alas; tañían purísimas flautas; había intercambio de gritos chillones muy arriba, por encima de él. Eran las aves migratorias en su vuelo hacia el norte.
          Se quedó largo rato pensando en ellas; las hizo pasar ante los ojos de su imaginación una por una. Aquí volaron largas formaciones de gansos salvajes, patos y cercetas, a cuyo acecho se aposta uno durante los cálidos atardeceres de agosto. Todos los placeres del verano llevaban el mismo curso que ellas en el cielo: una migración de esperanza y de gozo viajaba esta noche; una poderosa promesa, expresada en innumerables voces.
          Peter era un gran cazador, y su vieja escopeta era su más preciada posesión: su alma ascendió al cielo para reunirse con el alma de las aves silvestres. Sabía muy bien lo que sentían sus corazones. Ahora gritaban: «¡Al norte! ¡Al norte!». Perforaban la lluvia danesa con sus cuellos estirados, y la notaban en sus limpios ojillos. Volaban presurosas hacia el verano nórdico de juego y de cambio, donde el sol y la lluvia compartían la bóveda infinita del cielo; se marchaban a los innumerables, incontables lagos transparentes y blancas noches del verano del norte. Corrían a luchar y a hacer el amor. Más arriba, en los desvanes del mundo, quizá se habían puesto en movimiento grandes multitudes de codornices, tordos y agachadizas. Tan tremendo torrente de anhelo pasaba, camino de su meta, por encima de su cabeza, que Peter, abajo en la tierra, sintió que le dolían los miembros. Voló un largo trecho con los gansos.
          Peter quería ser marinero, pero el párroco le tenía atado a los libros. Esta noche, en la ventana abierta, pensó lenta y solemnemente en su pasado y su futuro, y se prometió a sí mismo escaparse y embarcar. En este momento perdonó a sus libros, y dejó de proyectar quemarlos todos. Que almacenasen polvo, pensó, o fuesen a manos de gente polvorienta hecha para ellos. Él viviría bajo las velas en una cubierta balanceante, y vería surgir un horizonte nuevo con el sol de cada mañana. Tan pronto como tomó esta resolución, se sintió inundado de una gratitud tan profunda que entrelazó las manos sobre el alféizar de la ventana. Había sido educado piadosamente: elevó unas gracias a Dios; pero éstas volaron un poco por sí solas, como desviadas de su curso por la lluvia. Se las dio a la primavera, a los pájaros y a la lluvia misma.
          En casa del párroco se tenía la muerte celosamente presente, y se sermoneaba sobre ella; y Peter, en su examen del futuro, tomó también en consideración el fin del marinero. Su pensamiento se demoró en su último lecho: el fondo del mar. Sobriamente, con el ceño arrugado, contempló, por así decir, sus propios huesos en la arena. Las corrientes marinas le atravesarían sus ojos como una fila de sueños claros y verdes: grandes peces, ballenas incluso, pasarían flotando por encima de él como nubes, y un banco de pececillos cruzaría de repente, como una cinta interminable, igual que los pájaros de esta noche. Sería apacible, pensó; y mejor que un funeral en Sollerod con su tío en el púlpito.
          Las aves sobrevolaban el Sound, a través de franjas de lluvia gris. Las luces de Elsinor brillaban allá abajo como un fragmento de Vía Láctea. Un viento salado las recibiría cuando saliesen a mar abierto en el Kattegat. Largas extensiones de mar y de tierra, de bosques, de tierra yerma y de marjales, quedarían al sur, por debajo de ellas, en el curso de la noche.
          Al amanecer se sumergieron en el aire plateado y descendieron sobre una larga fila de isletas bajas y desnudas. Las rocas brillaban rosáceas al salir el sol; sobre las pequeñas ondulaciones reverberaban minúsculos centelleos de luz. Los rayos matinales se refractaban en las alas y cuellos finos de los patos. Graznaron, alborotaron, se pisotearon, se ordenaron las plumas y se dispusieron a dormir con la cabeza debajo del ala.
          Unos días después, por la tarde, Rosa, la hija del párroco, estaba de pie junto a su telar, en el que acababa de tejer una pieza de algodón rojo y azul. No trabajaba en él, sino que miraba por la ventana. Su espíritu oscilaba sobre una delgada cresta de la que podía caer en cualquier momento, bien en el éxtasis ante la sensación nueva de la primavera en el aire, y de su propia belleza lozana..., bien al otro lado, en la amarga irritación contra todo el mundo.
          Rosa era la más joven de las tres hermanas; las otras dos se habían casado y se habían ido, una a Moen y la otra a Holstein. Era la niña mimada de la casa, y podía decir y hacer lo que le apeteciera; pero no era exactamente feliz. Estaba sola, y en el fondo de su corazón abrigaba el convencimiento de que un día le ocurriría algo horrible.
          Rosa era alta para su edad; tenía la cara redonda, una tez clara y una boca como el arco de Cupido. Su cabello se ondulaba y rizaba con tal obstinación que a duras penas podía alisárselo y sus largas pestañas le daban un aire de acechar a la gente desde una emboscada. Llevaba puesto un vestido viejo y descolorido de invierno, demasiado corto de mangas, y unos zapatos bastos y remendados. Pero la soltura y la gracia de su cuerpo joven daban a la tosca indumentaria una majestuosidad clásica y patética.
          La madre de Rosa había muerto al nacer ella y el espíritu del párroco quedó anclado en la sepultura. Incluso la vida diaria de la casa parroquial discurría con la mirada fija en el más allá; la idea de mortalidad llenaba las habitaciones. Crecer en la casa era para los chicos un problema y una lucha, como si una influencia fatal los arrastrase en el otro sentido, hacia dentro de la tierra, y los exhortase a abandonar la vana y peligrosa empresa de vivir. A su manera, Rosa meditaba sobre la muerte tanto como Peter. Aunque le desagradaba la sola idea. Ni siquiera le seducía la imagen del Paraíso, con su madre, y confiaba en vivir cien años más.
          No obstante, durante este último invierno se había sentido tan harta, tan irritada con su entorno, que a fin de escapar y de castigarlos había deseado morirse. Pero al cambiar el tiempo, cambió también su estado de ánimo.
          Prefería, pensó, que se muriesen los demás. Libre de ellos, y sola, caminaría por la hierba verde, cogería violetas y observaría el revolotear de los chorlitos por encima de los campos; haría saltar guijarros sobre el agua y se bañaría en los ríos y en el mar sin que nadie la molestase. La visión de este mundo feliz fue tan vívida en ella que se sobresaltó al oír a su padre regañar a Peter en la habitación contigua y darse cuenta de que aún los tenía a su lado.
          Esta primavera Rosa tenía un resentimiento especial contra el destino. Lo notaba intensamente, aunque no le gustaba admitirlo ante sí misma.
          Peter, su primo huérfano, había sido acogido en casa hacía nueve años, cuando él y Rosa tenían seis. Todavía podía evocar, si quería, la época en que no estaba él, y recordar las muñecas que, con la llegada del niño, habían desaparecido de su existencia. Se llevaron bien, dado que Peter era un ser bondadoso y fácil de dominar, y corrieron entonces muchas aventuras juntos.
          Pero hacía dos años, Rosa se había hecho más alta que el chico. Y al mismo tiempo había entrado en posesión de un mundo propio, inaccesible a los demás, a la manera como el mundo de la música es inaccesible para los que carecen de oído. Nadie sabía dónde se encontraba su mundo; ni si se prestaba su sustancia a ser plasmada en palabras. No la entenderían si dijese que era a la vez infinito y aislado, divertido y serio, seguro y peligroso. No podía explicar tampoco cómo se confundía con él, hasta el punto de que merced al encanto y poder de su mundo de ensueño era ahora muy probablemente, con su vestido viejo y sus zapatancos, la persona más encantadora y extraordinaria sobre la tierra. A veces, se daba cuenta, expresaba la naturaleza de ese mundo de ensueño con sus movimientos y su voz; pero se trataba de un lenguaje que los demás desconocían. En este místico jardín de su propiedad estaba fuera del alcance de un muchacho rústico de manos sucias y rodillas arañadas; casi se había olvidado de su viejo compañero de juegos.
          Después, este invierno, Peter la había alcanzado de repente, por así decir. Le había sacado media cabeza en estatura; y esta vez Rosa pensó con amargura que se quedarían así. Hasta tal punto lo veía más fuerte que ella que se alarmó y se ofendió. Peter empezó a aprender a tocar la flauta por su cuenta. Tenía un temperamento filosófico y, siete u ocho años antes, le había hablado a Rosa a menudo sobre los elementos y el orden del universo, y sobre el hecho curioso de que, cuando la luna era aún muy joven y tierna, la dejaban jugar a la hora en que mandaban a los demás niños a dormir, pero que cuando se hizo vieja y decrépita, tenían que echarla de madrugada, cuando a los demás viejos les gustaba permanecer en la cama. Pero Peter no hablaba mucho en presencia de los mayores; y al perder Rosa interés por sus empresas y reflexiones, se había recluido en sí mismo. Sin embargo, últimamente, sin que nadie le diese pie a ello, y delante de toda la casa, se atrevía a dar rienda suelta a sus propias fantasías sobre el mundo, muchas de las cuales resonaban de manera extraña en el espíritu de Rosa como ecos de sí misma. En estos momentos le miraba fijamente, dominada por un profundo temor. Se daba cuenta de que ya no estaba segura en su mundo de ensueño; Peter podía encontrar el «Sésamo» que lo abriera e invadirlo; y puede que la sorprendiera algún día allí.
          Para ella era como si hubiese sido traicionada por este chico al que había tratado con dulzura cuando era niño. Su figura empezó a obstruirle la vista y a privarle de aire en su propio hogar; cosa a la que en verdad no tenía derecho. Por unas palabras de los mayores, Rosa había llegado a la conclusión de que Peter debía de ser hijo ilegítimo. De haber sido una niña, este hecho la habría llenado de compasión; habría visto a su compañera de juegos a la luz de la aventura y la tragedia. En cambio, como muchacho, participaba de la perfidia de aquel desconocido seductor que era su padre. Durante los meses del largo invierno se había sorprendido a sí misma deseando que se fuese a la mar, y encontrase la muerte antes de que, por mediación suya, le ocurriese a ella algo peor. Peter era un muchacho alocado y temerario, así que podía esperarse cualquier cosa.
          Peter ignoraba por completo todas las emociones que agitaban el pecho de la muchacha. A su manera, amaba a Rosa desde el momento en que llegó por primera vez a la casa del párroco; de todos los moradores, ella era la única persona en quien tenía confianza. Había sufrido a causa de sus caprichos, y sin embargo, en cierto modo, le gustaba; como le gustaba todo en ella. Últimamente se sentía decepcionado cuando veía que era imposible despertar su simpatía por aquello que tenía importancia para él, por lo que la consideraba un poco superficial, y tonta. Pero en general, los seres humanos, su naturaleza y actitudes respecto a él, desempeñaban un papel pequeño en el espíritu de Peter, donde apenas estaban por encima de los libros. El tiempo, las aves y los barcos, los peces y las estrellas, eran para él fenómenos de mucha más trascendencia. En un estante de la habitación tenía un bricbarca que había tallado y aparejado con mucha precisión y paciencia. Significaba más para él que el beneplácito o la reprobación de nadie de la casa. Desde el principio, es cierto, el bricbarca había sido bautizado Rosa; pero era difícil determinar si debía considerarse un cumplido para la embarcación o para la muchacha.
          Rosa no tejía, sino que miraba por la ventana. El jardín estaba todavía invernalmente pelado y desolado, aunque había una luz débil, plateada, en el cielo; el agua goteaba de los tejados y de las ramas de todos los árboles; y la tierra negra asomaba en los senderos de los jardines donde la nieve se había derretido. Rosa lo contemplaba todo, grave y pensativa como una sibila; pero no pensaba en nada en realidad.
          Eline, la mujer del párroco, entró en la habitación con su hijito de la mano. Eline había sido ama de llaves del párroco hasta que éste se casó con ella hacía cuatro años, y los rumores de la parroquia decían que había sido algo más. Tenía sólo la mitad de la edad de su marido, pero había trabajado mucho toda su vida y parecía más vieja de lo que era en realidad. Tenía una cara morena, huesuda, paciente y era ligera de pies y de movimientos, con una voz suave. A menudo se le hacía penosa su vida con el párroco, dado que éste no había tardado en arrepentirse de su infidelidad a la memoria de su primera mujer, prima suya, hija de deán, y virgen cuando se casó con ella. En su fuero interno, tampoco colocaba al hijo de la campesina en el mismo plano que a sus propias hijas. Pero Eline era un ser simple, anclado en la resignada filosofía de los campesinos; no aspiraba a disfrutar en la casa de un puesto más alto que el que había ocupado al principio. Dejaba a su marido en paz cuando él no la llamaba, y era una criada para su preciosa hijastra.
          Rosa, en todas las disensiones de la casa, adoptaba el bando de la mujer. Le tenía cariño a su hermano pequeño, y le consideraba la única persona de la casa parroquial, aparte de ella misma, con derecho a salirse con la suya en todo, a la manera como un monarca aclama a otro: «Hermano, majestad». Pero el niño no se prestaba al mimo. En esta casa, oscurecida por la sombra de la tumba, los otros dos jóvenes luchaban por seguir vivos; sólo que el de menos edad, el precioso pequeñín, parecía hundirse calladamente en su destino, resistirse a la vida, y acoger la extinción como si hubiese entrado de mala gana en el mundo.
          La mujer del párroco se sentó, modesta, en el borde de una silla, y descansó sus hacendosas manos en el regazo, sobre su delantal azul.
          —Tu padre no quiere comprar esa vaca berrenda de Christiansmindé —dijo, y suspiró—. Piden por ella treinta rixdales. Es una vaca preciosa que parirá dentro de seis semanas. Pero tu padre se ha enfadado conmigo cuando se la he pedido. Pues ¿quién sabe, dice, si el día del Juicio y la venida de Cristo no está más cerca de lo que nadie se imagina? No debemos almacenar tesoros de este mundo, dice. Sin embargo —añadió, suspirando otra vez—, podríamos mantener la vaca hasta después del verano, en todo caso.
          Rosa arrugó el ceño, pero no podía ordenar sus pensamientos lo bastante como para enfadarse con su padre.
          —Al final, la comprará —dijo fríamente.
          Una mariposa que se había mantenido viva durante el invierno y había despertado con los primeros rayos de la primavera quería volar hacia la luz, y chocaba con sus alas en el cristal de la ventana produciendo una sucesión de pequeños y suaves golpecitos como dados con el dedo. El pequeño estuvo un rato observándola fijamente; luego, con una mirada elocuente, firme, transmitió su descubrimiento a Rosa.
          —Mi hermano —dijo Eline— ha ido a echarle una ojeada. Es una vaca buena, y mansa. Yo misma podría ordeñarla.
          —Es una mariposa —dijo Rosa al niño—. Es bonita. Te la cogeré.
          Al intentar atraparla, la mariposa se elevó de repente a la parte superior de la ventana. Rosa se quitó los zapatos y se subió al alféizar. Pero allí, en lo alto del mundo, se dio cuenta de que la mariposa quería salir, y volar. Se acordó de las mariposas blancas del verano anterior, revoloteando por los bordes de lavanda del jardín; se le ensanchó y animó el corazón, y se apiadó de la cautiva.
          —Bueno, vamos a dejarla salir —le dijo al niño—. Así echará a volar —empujó la ventana y ahuyentó a la mariposa. El aire del exterior era fresco como un baño; lo aspiró profundamente.
          En ese momento salía Peter del establo al sendero del jardín. Al ver a Rosa en la ventana, se quedó parado.
          Desde la noche de la lluvia en que había decidido escaparse para embarcar tenía el corazón lleno de barcos: goletas, bricbarcas, fragatas. Ahora Rosa, con los pies enfundados en calcetines, la falda de su vestido azul enganchada detrás en el travesaño de la ventana, era tan parecida al mascarón de un barco grande y precioso que por un instante vio su propia alma, por así decir, cara a cara. La vida y la muerte, las aventuras del navegante, el destino mismo, se alzaban aquí en forma de muchacha. Le vino a la memoria que, hacía mucho tiempo, cuando era niño, le había ocurrido algo parecido, y que el mundo tuvo entonces mucha dulzura. Es a menudo el adolescente, que acaba de salir de la niñez, el que más profunda y dolorosamente siente la pérdida de ese mundo místico y sencillo; no dijo nada; no estaba seguro de cómo hablarle a un mascarón; pero al verle mirándola, Rosa le miró a su vez, cándida y amablemente, con el pensamiento puesto en la mariposa. A él le pareció entonces como si le estuviese prometiendo algo, una gran dicha; y movido por un impulso poderoso y repentino, decidió confiar en ella, y contárselo todo.
          Rosa bajó de la ventana y se puso los zapatos, en paz con el mundo. Había hecho feliz a una mariposa, a un niño y a un chico —aunque sólo se tratase del tonto de Peter— a la vez, y con una mirada. Ahora sabían que ella era buena, benefactora de todos los seres vivientes. Deseó haber podido quedarse allí. Pero como no podía ser, y veía a Peter inmóvil en el mismo sitio delante de la ventana, salió de la casa y se detuvo en la puerta del jardín.
          El chico se ruborizó al verla. Se acercó a ella y la cogió de la muñeca, por debajo de la manga escasa.
          —Rosa —dijo—, tengo un gran secreto que nadie en el mundo debe saber. Quiero contártelo a ti.
          —¿Qué es? —preguntó Rosa.
          —No te lo puedo decir ahora —dijo él—. Podrían oírnos. Mi vida entera depende de él.
          Se miraron gravemente.
          —Subiré a hablar contigo esta noche —dijo Peter—, cuando estén todos dormidos.
          —No, entonces te oirán —dijo ella, porque su habitación estaba arriba, en el hastial de la casa, debajo de la de Peter.
          —No. Escucha —dijo—; pondré la escala del jardinero hasta tu ventana. Déjala abierta. Entraré por ahí.
          —No sé si lo haré —dijo Rosa.
          —Venga; no seas tonta, Rosa —exclamó el chico—. Déjame entrar. Eres la única persona en el mundo en quien puedo confiar.
          Cuando eran pequeños y planeaban alguna gran empresa, Peter iba a veces a la habitación de Rosa por la noche. Rosa se acordó de eso, y por un momento sintió en el corazón, como él en el suyo, nostalgia del mundo perdido de la niñez.
          —Puede que lo haga —dijo, librando su brazo de la mano de él.
          La noche era brumosa; pero era la primera después del equinoccio en que se notaba el suave alargamiento del día. Peter se estuvo sentado hasta que vio apagarse la lámpara de la habitación del párroco: entonces salió. Llevó la escala a la pared del hastial, la levantó hasta la ventana de Rosa y se arañó la mano en el esfuerzo. Al probar a abrir la ventana encontró sin echar el pestillo, y el corazón empezó a latirle con violencia. Saltó al interior de la habitación y, lenta, sigilosamente, cruzó el piso. Deslizó la mano a oscuras por encima de la cama para asegurarse de que la muchacha estaba allí, ya que no se había movido ni había pronunciado una palabra. A continuación se sentó en la cama, y durante un rato permaneció tan callado como ella.
          La perspectiva de abrirle el corazón a una amiga que no le interrumpiría ni se reiría de él le volvió tan pensativo y agradecido como cuando oyó las aves migratorias. Recordó que hacía mucho tiempo, años quizá, que no hablaba así con Rosa. No sabía si por culpa de ella o de él; en cualquier caso era una lástima. Ahora, pensó, le sería difícil expresarse. Cuando habló por fin, las palabras le salieron lentas, una por una.
          —Rosa —dijo—, tienes que tratar de comprenderme, aunque me exprese mal —aspiró profundamente.
          »He estado equivocado toda mi vida, Rosa —dijo—; pero no lo he visto claro hasta ahora. ¿Sabes que hay gentes en el mundo llamadas ateas, terriblemente blasfemas, que niegan que exista Dios? Pues yo soy peor que ellas. He ofendido a Dios y le he hecho daño: le he aniquilado.
          Hablaba en voz baja, ahogada, con largas pausas entre las frases, dificultado por su propia emoción, y por su temor a despertar al resto de la casa.
          —Como sabes, Rosa —dijo—, un hombre no es más que lo que hace; tanto si construye barcos como si hace relojes o armas o incluso libros. No puede llamarse bueno o excelente a un hombre, a menos que lo que haga sea grande. Lo mismo pasa con Dios, Rosa. Si la obra de Dios no le glorifica, ¿cómo va a ser glorioso? Y yo soy obra de Dios.
          »He contemplado las estrellas —prosiguió—, el mar y los árboles, y también los animales y los pájaros. He visto lo bien que se ajustan a las ideas de Dios, y llegan a ser lo que él quiere que sean. El verlos debe resultar satisfactorio y alentador a Dios. De la misma manera que cuando el calafate hace una barca, y le sale una barca bonita y marinera. Así que he pensado que cuando Dios me mire a mí, se debe de entristecer.
          Al detenerse para ordenar sus pensamientos oyó a Rosa suavemente. Se sintió agradecido de que no hablase.
          —El otro día vi un zorro —reanudó su monólogo, tras un largo silencio— junto al arroyo del bosque de abedules. Me miró y movió un poco la cola. Al mirarlo yo, pensé que cumplía extraordinariamente bien como zorro, según ha dispuesto Dios. Todo lo que hace y piensa es zorruno; no hay nada en él, de las orejas al rabo, que no querría Dios que no existiese, o que estorbe los planes de Dios. Si el zorro no fuese así, un ser hermoso y perfecto, Dios no sería tampoco hermoso y perfecto.
          »Pero aquí estoy yo, Peter Kobke —dijo—. Me ha hecho Dios, y puede que le haya costado un poco de trabajo; así que yo debería honrarle como le honra el zorro. Pero en vez de eso, he frustrado sus planes; he obrado contra él, precisamente porque la gente de mi alrededor, gente a la que llamamos nuestros vecinos, ha querido que lo haga así. He estado sentado en una habitación años y años, leyendo libros, porque tu viejo padre quiere que sea sacerdote. Si Dios hubiese querido que yo fuera sacerdote, sin duda me habría hecho como ellos; habría sido cuestión de poca monta para él, que es todopoderoso. Puede hacerlo cuando quiera, como sabes. Ha hecho a muchos clérigos. Pero a mí no me ha hecho así. Me cuesta aprender; tú misma sabes que soy torpe. Me he vuelto tan rancio y obtuso que siento en los huesos que haría un papel lamentable en el mundo leyendo a esos Padres de la Iglesia. Y en ese sentido, he hecho a Dios rancio y feo también.
          »¿Por qué tenemos que procurar complacer a nuestro vecino? —prosiguió pensativo, tras una pausa—. Él no sabe lo que es grande; como nosotros, no puede inventar las cosas bonitas del mundo. Si el zorro hubiese preguntado a la gente qué quería que fuese, aun si se lo hubiese preguntado al rey, se habría convertido en un pobre diablo. Si el mar hubiese preguntado a la gente qué quería que fuese, la gente lo habría convertido en lodazal, te lo aseguro. ¿Y qué bien puede hacerle uno a su vecino, en definitiva, aunque quiera? Es a Dios a quien debemos servir y agradar, Rosa. Sí, aunque sólo pudiésemos alegrar a Dios un momento, sería una gran proeza.
          »Aunque hable mal —dijo tras un silencio—, debes creerme. Llevo pensando estas cosas mucho tiempo, y sé que tengo razón. Si yo no soy bueno, Dios no es bueno.
          Rosa estaba de acuerdo en casi todo lo que él decía. Para ella, la prueba más evidente de la grandiosidad de la Providencia estaba en el hecho de que ella, Rosa, era, por la gracia de Dios, encantadora y perfecta. En cuanto a la opinión de Peter sobre su vecino, no estaba segura. Pensaba que ella podía hacer mucho por su vecino. No se enciende una vela (Rosa) para ponerla debajo de una artesa, sino encima de la palmatoria para que alumbre a toda la casa. Sin embargo, aunque Peter hablaba así, era un compañero, y quizá podría serle de ayuda alguna vez. Rosa esbozó una leve sonrisa sobre la almohada.
          —Y sin embargo —dijo Peter con tal arrebato de apasionamiento que, en contra de su voluntad, alzó la voz y exclamó—, amo a Dios por encima de todo. Pienso en la gloria de Dios antes que en ninguna otra cosa.
          Y, temeroso de haber hablado demasiado alto, se quedó completamente callado e inmóvil unos minutos.
          —Córrete un poco, ¿quieres? —le dijo a la muchacha—, para acostarme yo también. Hay sitio de sobra para los dos.
          Sin decir palabra, Rosa se movió hacia la pared y Peter se acostó junto a ella. El chico no se lavaba nunca más de lo estrictamente necesario, y olía a tierra y a sudor; aunque su aliento era fresco y dulce en la oscuridad, junto a la cara de Rosa.
          Una vez en posición horizontal, le llegó la calma, y habló con menos violencia:
          —Y todo esto —dijo muy despacio— me pasa por no escapar.
          —¿Por no escapar? —dijo Rosa, hablando por primera vez.
          —Sí —dijo él—. Escucha. Voy a escaparme para embarcar, para hacerme marinero. Dios quiere que sea marinero: para eso me ha hecho. Llegaré a ser un gran marinero, el mejor que haya hecho nunca. ¡Imagínate, Rosa! Haber hecho Dios esos grandes mares, con las tormentas, y la luna que brilla sobre ellos... ¡y haberlos tenido yo olvidados sin ir a verlos jamás! Y yo sentado en la habitación de abajo, mirando cosas a seis pulgadas de mi nariz. Dios debe de estar disgustado de verme así.
          »Más aún; imagina, Rosa —dijo al cabo de un rato—, sólo para comprender lo que digo, que un artesano hubiera hecho una flauta, pero que nadie la tocara. ¿No sería una pena, una verdadera pena? Luego, de repente, alguien la coge y se pone a tocarla. El artesano al oírla diría: “Ésa es mi flauta” —aquí volvió a aspirar Peter profundamente, y reinó un prolongado silencio en la cama.
          —Pero —dijo Rosa con una vocecita clara— yo he deseado muchas veces que te fueras a la mar.
          Ante tan inesperada y sorprendente manifestación de simpatía, Peter se quedó mudo. Entonces tenía una amiga en el mundo, una aliada. Había estado mucho tiempo sin apreciar a su amiga debidamente; incluso la había considerado una frívola y una casquivana. Y entretanto, ella le había sido fiel, había pensado en él, y había adivinado sus necesidades y sus esperanzas. En esta hora fresca y tranquila de la noche primaveral, se le reveló por primera vez, misteriosamente, la dulzura de la auténtica comunicación humana. Por fin, preguntó a la muchacha con timidez:
          —¿Cómo es que has pensado eso?
          —No lo sé —dijo Rosa; y era verdad, en ese momento no recordaba por qué había querido que Peter se fuese a la mar.
          —¿Me ayudarás a escapar, entonces? —preguntó él en voz baja, con una sensación de vértigo.
          —Sí —dijo ella, y al cabo de un rato—: ¿Cómo puedo ayudarte?
          —Escucha —dijo, y se movió ansiosamente un poco más hacia ella—. Voy a ir a embarcar a Elsinor. Sé de un barco, el Esperance, mandado por el capitán Svend Bagge, que se encuentra fondeado allí ahora. Podría llevarme ese barco. ¡Pero no puedo ir a Elsinor! Tu padre no me dejaría. En cambio tú podrías decirle que quieres ir allí a ver a tu madrina, y que prefieres no ir sola; así, tal vez me deje ir contigo.
          »Y cuando estemos allí, Rosa, cuando estemos en Elsinor, me meteré en el Esperance sin que nadie se dé cuenta. Y estaré en el mar del Norte antes de que nadie se lo huela, y cerca de Dover, Inglaterra; Rosa. Y un día doblaré el cabo de Hornos —tuvo que detenerse; tenía demasiadas cosas que contarle, ahora que al fin se hallaba navegando. “Pero puedo quedarme aquí toda la noche”, pensó. “Puedo estar aquí fácilmente hasta mañana por la mañana.”
          Rosa no contestó enseguida; no estaba mal tenerle un poco en la incertidumbre y enseñarle a apreciar su ayuda.
          —Lo has pensado todo muy cuidadosamente —dijo ella por fin, con un asomo de ironía.
          Peter meditó su comentario.
          —No —dijo—. No lo he pensado con cuidado. Se me ha ocurrido sin más, de repente. ¿Y sabes cuándo? Cuando te he visto de pie en la ventana.
          Le dio apuro decirle que le había parecido el mascarón del propio Esperance; pero había tanta triunfal alegría en su susurro que Rosa lo comprendió sin palabras.
          Un minuto después dijo ella:
          —Se hunden muchos barcos, Peter. La mayoría de los marineros acaban ahogándose.
          Peter tuvo que volver de la imagen de ella en la ventana, antes de poder hablar.
          —Sí, lo sé —dijo—. Pero todos tienen que morir alguna vez. Y yo creo que ahogarse es la clase de muerte más grandiosa de todas.
          —¿Por qué piensas eso? —preguntó Rosa, que le tenía miedo al agua.
          —Pues no lo sé —dijo él, y a continuación añadió—: Será, a lo mejor, por la cantidad tan inmensa de agua. Porque si te paras a pensar, no hay en realidad nada que separe un océano de otro. Son uno solo. Cuando te ahogas en el mar, son todos los mares del mundo los que te acogen. A mí eso me parece grandioso.
          —Sí, puede ser —dijo Rosa.
          Hablando de los océanos, Peter había hecho un gesto amplio y le había dado a Rosa en la cabeza. Notó su pelo suave y rizado en su palma, y debajo, su cráneo duro, pequeño, redondo. Volvió a quedarse muy quieto. En contra de su propia voluntad, sus dedos le palparon la cabeza, jugaron con su pelo y se lo acariciaron. Retiró la mano, y al cabo de un minuto dijo:
          —Ahora debo irme.
          —Sí —dijo Rosa.
          Peter salió de la cama y se quedó de pie, a oscuras.
          —Buenas noches —dijo.
          —Buenas noches —dijo ella.
          —Que duermas bien —dijo Peter, que jamás en su vida había deseado a nadie que durmiese bien.
          —Que duermas bien, Peter —dijo Rosa.
          Peter bajó por la escala en tal estado de arrobamiento y felicidad que bien podía haber ido en la otra dirección, hacia los cielos, hacia aquellas estrellas conocidas que ahora ocultaba la bruma. Las causas de su agitación eran, por un lado, su huida y su porvenir en el mar, y por otro: Rosa. En circunstancias normales, los dos éxtasis habrían parecido incompatibles. Pero esta noche todos los elementos y fuerzas de su ser corrían a la par en una armonía insuperable. El mar se había transformado en una deidad femenina, y Rosa misma se había vuelto tan poderosa, espumeante, salada y universal como el mar. Por un momento pensó en trepar otra vez por la escala. Su alma, efectivamente, subió y abrazó a Rosa, transportada de gloria y de amistad. Y la habría seguido su cuerpo, de no haberse dado cuenta, perplejo, de que no sabría qué hacer con él en cuanto llegase arriba. Así que se sentó en el travesaño de más abajo, y se cogió la cabeza con las manos en mística concordia con el mundo.
          Al cabo de un rato empezaron a aclararse sus pensamientos. Había, en definitiva, una diferencia entre su actitud para con el universo que le rodeaba y para con la muchacha de arriba.
          Con respecto al mundo, a la humanidad en general y a su propio destino, sería en adelante el retador y el conquistador. Tendrían que entregarse a él; si le golpeaban, les devolvería el golpe, y los despojaría de lo que quisiera. Las tres cosas las veía claras como la luz del día, brillantes como el metal o la superficie del mar, y resplandecientes de peligro, de aventura y de victoria.
          Pero con respecto a Rosa, todo su ser se desbordaba en un incontenible movimiento de generosidad y magnanimidad, en un deseo de dar. No tenía riquezas terrenales con que recompensarla; y aun cuando poseyese todos los tesoros del mundo, los habría olvidado ahora. Era algo más absoluto, lo que él pretendía entregarle: era él mismo, la esencia de su naturaleza, y al mismo tiempo la eternidad. Su ofrenda, pensaba, sería el triunfo más alto y el sacrificio más excelso de que era capaz. No podía marcharse mientras no la hubiese consumado.
          ¿Le comprendería Rosa, le recibiría y aceptaría su ofrenda? Al desplazarse lentamente su pensamiento de las aventuras y hazañas marineras a la muchacha, vio que del lado de ella todo estaba sumido en una solemne y sagrada negrura, como si se encontrase, pensó, en las aguas profundas de los océanos, imposibles de sondar. Parecía que no la conocía como ella le conocía a él. Ni siquiera con el pensamiento podía acercársele, sino que era rechazado, cada vez que lo intentaba, como por una desconocida ley de la gravedad. Su deseo intenso, irresistible de beatificarla, y la nueva y extraña inaccesibilidad que su figura había adquirido a los ojos de su imaginación, le tuvieron despierto en la cama hasta la madrugada. Se acordó de Jacob, que había luchado toda la noche con el ángel del Señor. Sólo que aquí tomó él el papel del ángel, e invirtió el grito del corazón del patriarca. Su alma dijo a Rosa: «No me dejarás a menos que yo te bendiga».
          Arriba en su habitación, Rosa, poco después de marcharse Peter, volvió a su sitio, con la mejilla sobre sus manos entrelazadas y su larga trenza sobre el pecho, como solía hacer por las noches cuando se disponía a dormir. Pero se daba cuenta, sorprendentemente, de que esta noche no iba a pegar ojo. Había leído historias en las que alguien se pasaba una noche desvelado; pero por lo general se trataba de un malvado o un amante rechazado; y era curioso, pensó, que una pudiese desvelarse de contento y de alegría también. Se puso a pensar en la hora que Peter había pasado en su cama. Aún duraba un vago olor a su pelo en la almohada. Por nada del mundo se habría acercado al sitio que él había ocupado; así que se apretujó contra la pared, como había hecho cuando estaba él.
          Todo se le había ocurrido sin más, de repente, al verla a ella de pie en la ventana, se repitió Rosa para sus adentros. Recordó vagamente que, no hacía mucho, había desconfiado de su antiguo compañero de juegos, y se había propuesto negarle acceso a su propio mundo secreto. «Eres tonta, Rosa», susurró, como cuando regañaba a sus muñecas. Ahora le agradó pensar en la fuerza de Peter, cosa que antes la había alarmado. Recordó un incidente en el que no había pensado hacía muchos años. Poco después de llegar Peter a casa habían tenido una pelea. Ella le había tirado del pelo con todas sus fuerzas al tiempo que él, rodeándole con su brazo, había tratado de derribarla. Se rió al recordarlo, con los ojos cerrados. Peter, al bajar de la escala, había dejado la ventana sin cerrar. El aire de la noche era frío en la habitación. Media hora después de haberse ido Peter, Rosa se sumió en un sueño dulce y apacible.
          Pero hacia el amanecer tuvo un sueño terrible, y se despertó con la cara bañada en lágrimas. Se incorporó en la cama, con el pelo pegado a sus mejillas mojadas. No podía recordar el sueño del todo; sólo sabía que en él alguien la abandonaba, y se quedaba en un mundo frío del que había desaparecido toda vida y color. Trató de ahuyentar el sueño volviendo su atención hacia el mundo de las realidades, y hacia la vida diaria. Pero al hacerlo se acordó de Peter, y de que iba a huir para embarcar. Entonces palideció intensamente.
          Sí, iba a huir: ése era su agradecimiento por dejarle meterse en su cama, y por quererle, desde anoche, más que a nadie. Pensó en la conversación de por la noche frase por frase. Había tratado de ser amable con él —¿acaso, antes de quedarse dormida, no le había acariciado, en su imaginación, el pelo espeso y lustroso, del que le había tirado en otro tiempo, y se lo había enroscado entre los dedos?—. Sin embargo, él iba a marcharse a lugares lejanos adonde ella no podría seguirle. No le importaba lo que le pasase a ella; al contrario, la dejaba aquí, abandonada, como en el sueño.
          Dentro de dos o tres días se habría ido. No volvería a ver más la casa, ni el jardín, ni la iglesia. Ni siquiera oiría hablar en danés, sino en alguna lengua extraña, incomprensible para ella. Y no pensaría en ella; desaparecería de su pensamiento. Desaparecería, desaparecería, pensó; y se mordió su pelo empapado de lágrimas saladas.
          Ahora, de acuerdo con su promesa, iba a hablar con su padre y pedirle permiso para ir con Peter a Elsinor. Un rato después, una idea afloró a la superficie de su mente. ¡Qué fácil le resultaría desbaratar todos sus grandes planes! Si le contaba a su padre aquellos proyectos, no habría barcos en la vida de Peter, ni doblaría el cabo de Hornos, ni se ahogaría en el agua de todos los océanos. Permaneció sentada en la cama, acurrucada sobre aquel pensamiento como una gallina sobre sus huevos. Hasta ahora, le parecía, se las había arreglado para mantener los acontecimientos a cierta distancia; hoy se le estaban echando encima, la estaban tocando, cosa que le desagradaba y le oprimía el pecho. Por último, se levantó y se puso su vestido viejo.
          Muy rara vez le pedía Rosa nada a su padre. Éste era capaz de darle lo que le pidiera porque, le había dicho a ella, se parecía muchísimo a su madre, cuyo nombre llevaba. Pero a ella no le gustaba asumir, a este respecto, el papel de la difunta; quería ser ella misma, la joven Rosa. Así que a veces acudía a él en nombre de Eline o de su hija, pero no quería hacerlo en el suyo propio. Sin embargo, hoy tenía necesidad del apoyo de su padre y de su madre. Hacía algún tiempo, por divertirse, se había hecho el peinado que llevaba su madre en el pequeño retrato que ella conservaba. Ahora, delante del espejito borroso, volvió a peinarse de la misma manera. A continuación bajó al despacho de su padre.
          Salió de él con el semblante vacío, como el de una muñeca, y se quedó un rato inmóvil fuera de la habitación. Tenía el pañuelo en la mano, con un puñado de monedas atadas en él, el precio de la vaca, que el párroco le había encargado que entregase a Eline. Se había sentido tan conmovido durante la conversación, que incluso se había ocultado el rostro al pensar en la ingratitud del sobrino; y seguidamente, lo había vuelto a levantar marcado por las lágrimas. Cuando Rosa iba a retirarse, su padre le cogió la mano y la miró.
          Para el párroco, era constante motivo de aflicción y pesar no poder creer del todo en el dogma de la resurrección de la carne —sobre el que, no obstante, debía predicar desde el púlpito—, ya que desconfiaba de ella y le tenía miedo. La niña, pensó, no se sentía atormentada por estas dudas. Y en efecto, la carne que él tocaba era fresca y limpia; era evidente que sería admitida en el Paraíso. El párroco había suspirado profundamente, había contado el dinero y se lo había depositado en su mano fresca y serena. Para Rosa, toda noción de comprar o de vender era, por alguna razón, desagradable. Lo cogió de mala gana, y con tanta indiferencia que el viejo pastor le aconsejó que se lo atase en el pañuelo. Ahora, delante de la puerta, se metió el pequeño bulto en el bolsillo de la falda.
          Quería afirmarse en la convicción de que se estaba comportando de manera normal y razonable, y decidió bajar a la cocina a desayunar. Por la escalera oyó voces animadas, y al llegar a la cocina encontró a toda la casa reunida alrededor de una pescadera de la costa que había traído pescado para vender, con una nasa a la espalda.
          Estas pescaderas pertenecían a una raza vigorosa y activa: recorrían veinte millas, cargadas como mulas, hiciera el tiempo que hiciese, y regresaban a casa a guisar para el marido y una docena de críos. Eran listas y chismosas, se sentían a sus anchas en todas las casas y preferían su profesión ambulante a la de la campesina, atada al establo o a la mantequera, y a la de la mujer del párroco. Emma, la pescadera, había dejado la nasa en el suelo y se había sentado en el tajo de cortar la carne. Estaba tomando café en un cazo, al tiempo que daba noticias sobre la vecindad y se reía de sus propias historias. El trozo de azúcar cande en la boca, la escasez de dientes y el cerrado dialecto que empleaba —con mezcla de sueco, ya que, como muchas mujeres de pescadores a lo largo del Sound, era sueca de nacimiento— hacían difícil seguir sus historias. Pero los niños de la casa parroquial sabían también hablar en dialecto cuando querían. Interrumpió su narración para saludar con la cabeza a la preciosa hija del párroco, y Rosa se acercó al tajo con su tazón de café a escuchar las novedades.
          Peter se dio cuenta de la presencia de la muchacha, y ya no vio ni oyó nada más. Un momento después se acercó y se puso junto a ella, pero no dijo nada. Cuando se generalizaron las charlas y risas en la cocina, Rosa dijo sin mirarle:
          —He hablado con mi padre. Me ha dado permiso para ir a Elsinor; y tú puedes venir conmigo. Ahora que la nieve se está deshaciendo podemos ir con los carreteros. Podemos ir incluso hoy.
          Al oír este anuncio, el chico palideció; igual que ella cuando, de madrugada en la cama, había pensado en él. Al cabo de mucho rato dijo:
          —No. No podemos ir hoy. Esta noche subiré otra vez a tu habitación: hay algo más que tengo que decirte. Puedo, ¿verdad? —preguntó.
          —Sí —dijo Rosa.
          Peter se apartó, fue al otro extremo de la cocina y luego regresó.
          —El hielo se está rompiendo —dijo—. Emma lo ha visto esta mañana. El Sound está libre.
          Emma, en atención a la muchacha, repitió su información. Durante todo el invierno, los pescadores habían tenido que hacer largos recorridos por encima del hielo para pescar bacalao con cebo de hojalata. Ahora se estaba rompiendo el hielo; se veían aguas libres. Dentro de unos días sus barcas navegarían otra vez.
          —Iré a verlo —dijo Peter. Rosa le miró a la cara, y ya no pudo apartar los ojos de él (estaba singularmente solemne y radiante); y pensó que no sabía nada de lo que sabía ella—. Ven conmigo, Rosa —exclamó movido por un impulso incontenible y feliz, como si no pudiese dejarla al margen de su visión.
          —Sí —dijo Rosa.
          El niño pequeño, al oír que se iban a ver romperse el hielo, quiso ir con ellos. Rosa lo cogió en brazos.
          —No; tú no puedes venir —le dijo—. Es demasiado lejos para ti. Ya te lo contaré cuando vuelva.
          El niño le puso las manos sobre la cara.
          —No; no me lo contarás —dijo.
          Eline trató de disuadir a la muchacha diciendo que era demasiado lejos para ella también.
          —No, quiero ir —dijo Rosa. Se puso una vieja capa, un par de guantes roñosos que habían pertenecido a su padre y salió con Peter.
          Al salir vieron que la nieve había desaparecido de los campos; sin embargo, el mundo era más luminoso que antes, ya que el aire estaba lleno de una claridad borrosa, resplandeciente. Casi los cegaba. Les costaba trabajo levantar los párpados. En todas partes oían gotear y correr el agua. La marcha era trabajosa: la nieve medio derretida hacía el camino resbaladizo. Peter echó a andar deprisa, y luego tuvo que esperar impaciente a la muchacha, que, con sus zapatos viejos, resbalaba y daba traspiés por el sendero. Le alcanzó, acalorada por el esfuerzo, y mareada como él a causa del aire y de la luz.
          Peter se detuvo.
          —Escucha —dijo—; es la alondra.
          Se quedaron inmóviles, el uno cerca del otro, y, en efecto, oyeron muy alto, por encima de sus cabezas, el trinar incesante y triunfal de una alondra, una lluvia de éxtasis.
          Un poco más lejos, en el bosque, se encontraron con un par de leñadores, y Peter se paró a hablar con ellos mientras elegía y cortaba un bastón largo para él y otro para Rosa, de dos hayas jóvenes. Un viejo se quedó mirando a Rosa, le preguntó si era la hija del párroco de Sollerod, y comentó lo mucho que había crecido. Era raro que los chicos de la casa parroquial hablasen con desconocidos. Ahora, después de hablar con Emma y con el viejo leñador, Rosa sintió que se le ensanchaba el mundo.
          Peter caminaba en un estado de bienaventurada embriaguez, con el mar delante, que le atraía como un imán, y la muchacha detrás. Después de conversar con los leñadores, tenía necesidad de seguir hablando; pero no podía encontrar palabras para su propio curso de pensamientos, así que empezó a contarle a Rosa una historia.
          —He oído contar una historia, Rosa —dijo—, sobre un capitán que puso a su barco el nombre de su mujer. Encargó un hermoso mascarón que reprodujera su imagen, con el cabello dorado. Pero su mujer concibió celos del barco. «Piensas más en ese mascarón que en mí», le dijo. «No —contestó su marido—; pienso tanto en él porque es igual que tú; porque eres tú misma. ¿No es airoso, de pechos llenos, y no baila en las olas como bailabas tú en nuestra boda? La verdad es que, en cierto modo, es más cariñoso que tú. Galopa cuando le digo que ande, deja en libertad su larga cabellera, mientras que tú embutes tu cabello debajo de un sombrero. Pero me vuelve la espalda; de manera que cuando quiero un beso tengo que regresar a Elsinor». Y ocurrió que, hallándose comerciando una vez este capitán en Trankebar, ayudó a un viejo rey nativo a huir de manos de unos traidores de su propio país. Al despedirse, el rey le regaló dos grandes piedras preciosas de color azul, y él las mandó incrustar en la cara del mascarón, para que hiciesen de ojos. Cuando regresó a casa le contó a su mujer la aventura, y dijo: «Ahora tiene también los ojos azules como tú». «Mejor sería que me dieses a mí esas piedras para hacerme unos pendientes», dijo ella. «No —replicó él—, no puedo; y si comprendieses, no me las pedirías». Sin embargo, la mujer no paraba de atormentarle a propósito de las piedras azules, y un día que su marido había ido a la corporación de capitanes, encargó a un vidriero que las quitase y pusiese dos trozos de vidrio azul en su lugar; de manera que el capitán no descubrió el cambio, y zarpó rumbo a Portugal. Conque, al cabo de un tiempo, la mujer del capitán empezó a notar que le disminuía la vista, y que no podía enhebrar la aguja. Fue a una curandera y ésta le dio ciertos ungüentos y aguas, pero no la aliviaron; y al final la vieja meneó la cabeza, y dijo que era una enfermedad rara e incurable, y que se estaba quedando ciega. «¡Ay, Dios mío —exclamó entonces la mujer del capitán—, por qué no estará ya el barco de regreso, en el puerto de Elsinor! Así mandaría que le quitasen los vidrios y le pusiesen las joyas otra vez. Pues ¿acaso no dijo él que eran mis ojos?». Pero el barco no regresó. En vez de eso, la mujer del capitán recibió una carta del cónsul de Portugal en la que le informaba que había naufragado, y se había ido a pique con toda su tripulación. Y era muy extraño, explicaba el cónsul, que en plena luz del día hubiera navegado directamente hacia una roca alta que emergía del mar.
          Mientras Peter contaba esta historia, bajaban una colina del bosque, y al andar notó Rosa que algo le golpeaba suavemente en la rodilla. Se metió la mano en el bolsillo, y tocó el pañuelo con el dinero que había olvidado darle a Eline. Lo exploró con los dedos: había unas treinta monedas. La cifra resultó familiar a su conciencia. Treinta piezas de plata; el precio de una vida. Había vendido una vida, pensó, igual que había hecho en otro tiempo Judas Iscariote.
          Quizá le rondaba vagamente esta idea por la cabeza hacía rato, desde que había visto a Peter en la cocina. Al decírselo ahora a sí misma con palabras, le produjo tan tremenda impresión que creyó que iba a caer de cabeza cuesta abajo. Se tambaleó, y Peter, en medio de su narración, le dijo que se cogiese a él. Ella oyó lo que decía, pero no pudo contestar, y le pareció que las palabras de Peter eran seguidas de un silencio mortal. Aunque caminaba tras los talones del muchacho, no oía ni las pisadas ni los ruidos del bosque, sino que avanzaba como una persona sorda.
          Así que lo que había temido y esperado toda su vida, pensó, había sucedido. Aquí, por fin, estaba el horror que iba a matarla.
          No consideraba exactamente que la catástrofe, o la ruina, le hubiese sobrevenido por su culpa; no era propio de ella pensar tal cosa, sino que en todas las calamidades estaba dispuesta siempre a echarle la culpa a cualquier otra persona. Pero la aceptó plenamente como su suerte y su destino. Era su fin.
          Se le quedó el nombre de Judas en el oído, y siguió resonándole con fuerza terrible. Sí, Judas era igual que ella, y el único ser humano al que podía acudir en busca de comprensión y consejo; él le enseñaría el camino. Tanto la dominó esta idea, que un minuto después miró a su alrededor, perpleja, buscando un árbol, como Judas lo había buscado para sí. Cruzaron un claro del bosque en donde sólo crecían algunas hayas aquí y allá; y al mirar en torno suyo, un águila ratonera, la primera que veía en el año, se soltó de una rama alta y se alejó majestuosamente, adentrándose en el bosque, con un centelleo de plata en sus alas leonadas. Judas, pensó Rosa, había besado a Cristo en el momento de traicionarle; debían de ser tan buenos amigos que era natural que se besasen. Ella no había besado a Peter; y ahora jamás se besarían: ésa era la única diferencia entre ella y el apóstol maldito.
          No veía el bosque a su alrededor, ni el cielo pálido por encima de su cabeza. Estaba otra vez en el despacho de su padre, en el momento de denunciar a Peter ante él. El párroco le había hablado entonces de su juventud, y le había contado cómo en Copenhague había sido ayudante del capellán de una cárcel. Allí había aprendido, dijo, que la cárcel es un lugar bueno y seguro para los seres humanos; él mismo pensaba a menudo que podía dormir más a gusto en una cárcel que en ningún otro lugar. Algunos de los malhechores, le contó, habían intentado escaparse; él se había compadecido de su miopía, y juzgaba que habían salido ganando al ser capturados y devueltos a prisión. Cuando, un rato antes, cogió el dinero con un suspiro y se lo entregó, había fijado sus ojos en ella y le había dicho: «Pero tú, Rosa, no huirás; tú te quedarás a mi lado». Rosa había mirado la habitación; le había parecido que repetía las mismas palabras. Era una habitación pobre, casi sin muebles, con suelo enarenado; sabía que la gente se reía ante la idea de que aquello fuese el despacho de un clérigo. Sin embargo, esta habitación le pertenecía a ella. La conocía de toda la vida. ¿Cómo podía nadie repudiarla y abandonarla más que ella? Ahora había abrazado el bando de ese despacho, de esa prisión, de esa tumba, y había cerrado sus puertas sobre ella. No sospechaba entonces que su destino era que, si Peter permanecía prisionero, tampoco ella sería libre. Recordó la ventana abierta de la noche anterior, después de haberse marchado Peter, y la fresca oscuridad alrededor de su almohada. Había cerrado esa habitación también. Había cerrado todas las ventanas del mundo, y nunca más volvería a ponerse de pie en una ventana abierta, y dejar que se le ocurriese todo a Peter de repente al verla.
          Poco a poco volvió al mundo de la realidad que la rodeaba, al bosque húmedo y marrón, a las curvas del camino y a la figura de Peter caminando delante, con la cabeza descubierta y una bufanda vieja y grande alrededor del cuello. No acababa de gustarle Peter porque por él le había llegado la infelicidad; si no estuviese allí, aún se pasearía por el bosque hermosa y contenta y satisfecha. Pero le era imposible pensar en nada de este mundo más que en él. Peter caminaba ligero, como un chico fuerte y ágil, y con la cabeza llena de ensueños. Era como si la tuviese atada con una cuerda, y la arrastrase, hecha una vieja encorvada y decrépita, mucho más vieja que él, para que lamentase, para que llorase la juventud y la sencillez de él.
          Llegaron a lo alto de otra colina desde donde se dominaba una panorámica de las partes más bajas del bosque azulenco por la bruma primaveral. Peter se detuvo, y permaneció un minuto en silencio.
          —¿Te acuerdas, Rosa —dijo—, de cuando éramos pequeños y veníamos aquí a coger frambuesas? Dentro de muchos años, cuando seamos viejos, vendremos otra vez. Puede que entonces todo haya cambiado, que hayan talado el bosque, y no reconozcamos el lugar. Entonces hablaremos de este día.
          Fue, otra vez, la mística melancolía de la adolescencia que quiere abarcar, en la misma cumbre de su vitalidad, y con una grave sabiduría que se disipa muy pronto, el pasado y el futuro: el tiempo mismo en abstracto. Rosa le escuchaba, pero no podía comprenderle. Había destruido el pasado, y retrocedía ante el futuro con horror. Cuanto había conseguido en el mundo, pensó, estaba en esta única hora, y en el paseo de ambos hasta el mar.
          Al poco rato llegaron a un borde brusco cubierto de abetos, dispersos, y descubrieron el estrecho del Sound ante sí.
          Era un espectáculo maravilloso y singular. Se estaba rompiendo el hielo; a cierta distancia de la costa aún se veía, sólido, un plano de color gris blancuzco. Pero cerca de tierra se separaba de la orilla y se dispersaba en témpanos y placas, se mecía y se balanceaba y giraba lentamente, movido por la corriente de debajo. Y a lo lejos, la raya blanca, quebrada, irregular, era el mar abierto, azul pálido, casi tan liviano como el aire, un elemento poderoso, soñoliento aún tras su letargo invernal, aunque libre, vagando a impulsos de su corazón lujurioso, y abrazando a toda la tierra.
          Apenas había viento; pero se oía en el aire un susurro débil, como de una animada conversación en voz baja, producido por las placas de hielo al restregarse unas con otras, y amontonarse para salir a flote.
          Peter no había tocado a Rosa desde que había jugado con su pelo en la cama; ahora, durante un segundo, le cogió la mano, y ella sintió en su cálida palma una corriente de energía y de gozo. Luego, con unas cuantas zancadas, bajó la pendiente y saltó sobre el hielo, con ella detrás.
          Si Rosa hubiese tenido diez o veinte años más, quizá se habría muerto o vuelto loca de aflicción. Pero era tan joven que la desesperación misma le infundía vigor y la sostenía. Ya que sólo le quedaba esta única hora de vida, debía disfrutar, experimentar y sufrir en este tiempo lo más que podía. Saltó al hielo veloz como el chico.
          Para Rosa, la máxima maravilla y placer del paisaje residía en el hecho de que todo estaba mojado. Hasta hacía muy poco, las cosas habían estado secas, duras, inflexibles al tacto, insensibles al grito del corazón. Pero aquí todo se mecía y manaba, el mundo entero era fluido. Cerca de la orilla había láminas de delgado hielo blanco que se quebraban al pisarlas, de manera que tenía que vadear los charcos de agua clara. Se le empaparon los zapatos enseguida; al correr, el agua le salpicaba la falda, y la sensación de humedad universal la embriagaba. Era como si, en espacio de un minuto o dos, ella misma, y Peter también, fuesen a derretirse y disolverse en una oleada desconocida y salada de placer, y a ser absorbidos por el mundo infinito, oscilante, mojado. Le parecía ver sus dos figuras muy pequeñas sobre el plano blanco. No sabía que su cara pálida estaba radiante de correr.
          Aquí, sobre el hielo, la esperó Peter pacientemente, más tranquilo y sosegado que cuando corría por el camino impulsado por el intenso anhelo de su alma. Andaban o corrían el uno junto al otro. Rosa pensó: «He venido al mar con Peter, al final». Pidió a Peter que esperase un momento.
          —Mira, Peter —dijo—. Estamos yendo en dirección a Elsinor. Aquel montón de hielo que se ve allá es la casa de mi madrina. Y aquel otro es el puerto.
          Siguieron directamente hacia la casa de la madrina. Por el camino dijo Peter:
          —¿No es extraño el mar, Rosa? Puedes mirar por encima de él como si fuese un prado, en todo el horizonte a la redonda. Y después, al volver los ojos, puedes mirar en él como si fuese un pozo, hasta el fondo; no te oculta nada. La gente dice a veces que el mar es traicionero y que la tierra es fiel. Pero la tierra se cierra completamente a nuestra mirada. Puede haber algo a poca distancia de tus pies (un tesoro enterrado, el tesoro de un antiguo pirata), y no tener tú la menor idea. En cuanto al aire... podemos mirar a través de él, pero nunca sabremos cómo es desde el exterior. El mar es un amigo.
          Se detuvieron en casa de la madrina de Rosa; se sentaron y trataron de localizar lugares a lo largo de la costa ancha y brumosa. Dos árboles hacían de mojones del pueblecito pesquero de Sletten; eran palmeras sobre una isla de coral. Un destello en el aire, producido por el tejado de cobre del castillo de Kronborg, hacia el norte, era el primer resplandor de los blancos acantilados de Dover. Hacia el sur, a una milla, había gente sobre el hielo, como ellos; serían salvajes, caníbales, a los que había que evitar. «¿Por qué no se contentará con viajes como éste? —pensó Rosa—. Así podríamos ser felices».
          Siguieron andando; de vez en cuando tenían que cruzar grandes grietas de hielo que brillaban como el cristal; el hielo tenía más de dos pies de espesor. Una de las veces le pareció a Rosa que el suelo se movía débilmente debajo de ella, y tuvo la extraña sensación de que algo, o alguien, un tercer grupo, se había unido a esta aventura en el mar; pero no le dijo nada a Peter. Siguieron corriendo y saltando, siempre al lado el uno del otro.
          —¡Ahora estamos ya en el puerto de Elsinor! —gritó Rosa.
          Aquí el aliento del mar les llegó directo a sus caras ardientes y encendidas. Se notaba una corriente del sur en el día apacible: las placas de hielo, delante de ellos, se desplazaban lentamente hacia el norte.
          Junto a la costa de Sealand, el viento rara vez rola al norte desde el este o el oeste; por lo general, sopla con bastante persistencia del este cuando hay lluvia y mal tiempo; luego cambia a sudeste y sur, para terminar de oeste y dejar la atmósfera limpia. A veces sigue la calma; y mientras el viento dormita, el Sound se llena poco a poco de velas fláccidas de muchos países, como gansos desperdigados que el viento reúne en el rincón de un estanque... Peter y Rosa pensaron en los barcos que habían visto aquí durante el verano.
          Ahora había patos nadando en el agua pálida, de color tan parecido a ella que sólo se distinguían por sus alas y cuellos negros; eran un grupo irregular, movedizo, de motitas oscuras sobre las olas.
          —Sí —dijo Peter despacio—, ahora estamos en el puerto de Elsinor. Y éste —añadió, señalando hacia adelante— es el Esperance. Está fondeado, aunque listo para zarpar —el Esperance era un gran témpano de cincuenta pies de largo, y separado del hielo sobre el que se encontraban por una grieta larga—. ¿Embarco en él ahora, Rosa?
          Rosa cruzó los brazos sobre su pecho:
          —Sí, subamos a bordo ahora —dijo—. Estaremos en el mar del Norte antes de que nadie se lo huela, y cerca de Inglaterra. Después, un día, doblaremos el cabo de Hornos.
          Peter exclamó:
          —¿Vas a embarcar conmigo?
          —Sí —dijo Rosa.
          —¿Y a navegar conmigo —preguntó él— todo el trayecto hasta el Polo Sur?
          —Sí —dijo ella.
          —¡Ah, Rosa! —dijo Peter tras una pausa.
          Siguieron dando zancadas hasta el témpano, y Peter cogió a Rosa de la mano y se la retuvo. Los dos estaban cansados de la carrera por el hielo, y contentos de detenerse en cubierta.
          Peter miró ante sí con la cara levantada. Pero la muchacha, al cabo de un rato, volvió la cabeza para ver cómo era su costa natal de Sealand desde tan lejos. Entonces se dio cuenta de que la grieta entre el témpano y el hielo de tierra se había agrandado. Una clara corriente de agua, de unos seis pies de anchura, circulaba ahora por donde ellos habían cruzado. Efectivamente, el Esperance había zarpado. Esta visión aterró a Rosa: le dieron ganas de gritar y echar a correr.
          Pero no gritó. Se quedó inmóvil, y ni siquiera le tembló la mano que le tenía cogida Peter. Un momento después la invadió una gran calma. El destino que la había asustado toda la vida, y del que hoy no podía escapar..., ese destino, veía ahora, era la muerte. No era otro que la muerte.
          Durante unos minutos, fue la única en conocer la situación. No lo pensó demasiado: siguió de pie, erguida, grave, aceptando su destino. Sí: ella y Peter iban a morir aquí, a ahogarse. Ahora Peter no sabría nunca que ella le había fallado. Ya no importaba tampoco; podía incluso contárselo. Era Rosa otra vez, un regalo para el mundo, y para Peter. En el momento en que recobró el dominio de todo su ser para afrontar la muerte, no se afligió por sí misma. Sino que lo sintió, profundamente, por el mundo que la iba a perder. Por toda la belleza, toda la inspiración, toda la gracia de que se iba a ver privado ahora.
          Peter notó el leve balanceo de la placa de hielo, se volvió y vio que iban a la deriva. El corazón le dio dos o tres latidos tremendos; subió la mano por el brazo de la muchacha, la agarró por el codo y la hizo avanzar hasta el borde del témpano. Entonces vio que quizá podía saltar él aquel canal; pero que Rosa no podría. Así que la hizo retroceder, y miró a su alrededor. Había agua por todas partes. La gente a la que habían visto en el hielo no estaba ya a la vista. Se hallaban solos los dos con el cielo y el mar.
          Perplejo y tembloroso, el muchacho se tiró de los pelos con una mano, mientras con la otra sujetaba todavía a la muchacha por el codo.
          —¡Y te he pedido yo que vinieses conmigo! —exclamó.
          Un instante después, se volvió hacia ella, y ésta fue la primera vez, desde que habían salido de casa, que la miraba. La cara redonda de Rosa estaba serena: observó a Peter por debajo de sus largas pestañas como desde una emboscada.
          —Ahora navegamos directamente hacia Elsinor —dijo ella—. Es mejor así, que no volver primero a casa; ¿no te parece?
          Peter se quedó mirándola, y le subió lentamente la sangre a la cara, hasta que se le puso ardiendo. El peligro que corrían, y su culpa al traerla aquí, se disipó, se redujo a la nada ante el hecho de que una muchacha pudiese ser tan sublime. Mientras la miraba, su vida entera, y sus sueños de futuro, desfilaron ante él. Recordó, también, que debía subir a su habitación esa noche; y al pensar en ello, sintió un dolor intenso y fugaz. Sin embargo, esto era más maravilloso que ninguna otra cosa.
          —Cuando lleguemos a Elsinor —dijo Rosa—, donde se estrecha el Sound, el capitán del Esperance nos verá y nos subirá a su barco, ¿no crees?
          El corazón del muchacho rebosaba de adoración. Sintió el viento suave y el olor a mar en las ventanas de la nariz; y el movimiento del agua que aterraba a Rosa le embriagó. Era imposible que no tuviese esperanza; no podía ser que no tuviese fe en su estrella. Le parecía, en este momento, que durante mucho tiempo, quizá durante toda su vida, se había ido elevando de un éxtasis a otro, y que tal vez era éste el milagro supremo que los coronaba todos. Nunca le había tenido miedo a morir, pero ahora no podía aceptar la idea de la muerte, porque no había concebido antes que la vida fuese tan poderosa. Al mismo tiempo, igual que la realidad y el sueño, en el témpano, parecían haberse fundido en una sola cosa, la distinción entre la vida y la muerte pareció desvanecerse. Intuía vagamente que era este estado el que se designaba con la palabra «inmortalidad». Así que no miró ya adelante ni atrás: el instante le contenía.
          Soltó el brazo de Rosa, y volvió a mirar en torno suyo. Fue a recoger los bastones que había dejado al subir al Esperance. Estuvo un rato ocupado en hacer un agujero en el hielo con el cuchillo, a fin de clavar un bastón en él, y atar su pañuelo rojo en la punta. Ahora les serviría de señal de socorro, y podría verse de lejos. Ató el cuchillo al bastón de Rosa con un trozo de cordel que llevaba en el bolsillo, y lo transformó en bichero: si la corriente los arrimaba por casualidad al hielo de tierra, podría sujetarse con él. Rosa lo observaba todo.
          Con la bandera en alto, el témpano en el que iban se convirtió en algo distinto de los que los rodeaban, en un barco, en un hogar en el agua, para ella y él. No hacía frío: una luz plateada había invadido el cielo. A Peter le pasó por la cabeza una idea singular: le habría gustado tener su flauta, tocar para ella mientras navegaban, ya que hasta ahora nunca se había dignado escucharle.
          Llevaba en el bolsillo una botella de ginebra. La sacó, y le dijo a Rosa que bebiese. Le haría bien, dijo, y él bebería un poco después. A Rosa le desagradaba el olor de la ginebra, y se había enfadado con Peter por beber. Ahora, tras dudar un poco, accedió a probarla, e incluso a beber de la botella, ya que no tenían vasos. Las pocas gotas que tragó le hicieron toser, y le asomaron lágrimas a los ojos; pero cuando recobró el aliento dijo:
          —No es tan mala la ginebra, después de todo.
          Tomó incluso otro sorbo, por Peter, que le dio calor a todo su ser, y le iluminó el mundo. Luego Peter echó un trago, y dejó la botella en el hielo.
          Peter se quitó la chaqueta y la bufanda, envolvió a Rosa con ellas y le cruzó la bufanda sobre el pecho; Rosa le dejó hacer sin decir nada.
          —¿Por qué te has peinado para arriba hoy? —le preguntó.
          Rosa se limitó a menear la cabeza por toda respuesta; sería muy largo de explicar.
          —Suéltatelo —dijo él—. Así el viento te lo agitará.
          —No, no puedo levantar los brazos, con tu bufanda enrollada —dijo Rosa.
          —¿Puedo soltártelo yo? —preguntó él.
          —Sí —dijo ella.
          Peter, con dedos hábiles, adiestrados en el aparejo del bricbarca Rosa, desató la cinta que le sujetaba el pelo en lo alto mientras ella permanecía quieta, pacientemente, con la cabeza un poco inclinada hacia él. La masa suave y reluciente de cabello se soltó y se derramó, cubriéndole las mejillas, el cuello y el pecho; y, tal como él había pronosticado, el viento agitó los mechones, y azotó suavemente con ellos la cara de Peter.
          En ese momento, de repente, sin previo aviso, el hielo se quebró bajo los pies de los dos como si hubiesen pisado una grieta oculta, y hubiese cedido bajo su peso. La rotura les hizo caer de rodillas, el uno sobre el otro. Durante un minuto, el hielo los sostuvo aún, un pie por debajo de la superficie del agua. Podían haberse salvado entonces, si se hubiesen separado a uno y otro lado de la grieta; pero a ninguno de los dos se le ocurrió tal posibilidad.
          Peter, al notar que perdía el equilibrio, y el agua helada en los pies, cerró los brazos con un gran movimiento en torno a Rosa, y la atrajo hacia sí. Y en este último instante la impresión fantástica, desconocida, de no pisar nada firme debajo de él se mezcló en su conciencia con una sensación de dulzura, del cuerpo de ella contra el suyo. Rosa apretó su rostro contra la clavícula de Peter y cerró los ojos.
          La corriente era fuerte; los arrastró hacia el fondo, el uno en brazos del otro, en pocos segundos.


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