Isak Dinesen
(1885–1962)


El niño soñador
“The Dreaming Child”
(Vinter-eventyr, 1942)
Cuentos de invierno (1942)


      En la primera mitad del siglo pasado vivía en Sealand, Dinamarca, una familia de labradores y pescadores a la que llamaban los Plejelt por su lugar de procedencia, cuyos miembros no parecían capaces de prosperar por sí mismos de ninguna manera. En otro tiempo habían poseído algo de tierras aquí y allá, y barcas de pesca; pero lo habían perdido todo, y fracasaban en aquello que emprendían. Conseguían a duras penas no ir a parar a las cárceles de Dinamarca, pero se entregaban liberalmente a toda suerte de pecados y debilidades —vagabundeo, bebida, juego, hijos ilegítimos, suicidio— que los seres humanos pueden concederse sin quebrantar la ley. El viejo juez del distrito decía de ellos: «Estos Plejelt no son mala gente; tengo a muchos que son peores que ellos. Son guapos, sanos, simpáticos, incluso inteligentes a su manera. Pero no se dan maña para vivir. Y si no sientan cabeza pronto, no sé qué va a ser de ellos, salvo que se los comerán las ratas».
          Ahora bien, lo extraño fue que —como si los Plejelt hubiesen oído este triste augurio y se hubiesen asustado seriamente— en los años subsiguientes parecieron sentar cabeza de verdad. Uno de ellos emparentó con una respetable familia campesina, otro tuvo una racha de suerte en la pesca del arenque, a otro le convirtió el nuevo sacerdote de la parroquia y le dio el puesto de campanero. Sólo un vástago del clan, una niña, no escapó a su destino; al contrario, pareció acumular sobre su joven cabeza el peso entero de culpa y desdicha de toda su tribu. En el curso de su corta y trágica vida fue arrastrada del campo a la ciudad de Copenhague, y aquí, antes de cumplir los veinte años, murió en la más absoluta miseria, dejando tras de sí a un pequeñuelo. El padre de este niño, quien por lo demás es ajeno a esta historia, le había dado cien rixdales. Y la madre moribunda se los entregó, junto con el niño, a una vieja lavandera, ciega de un ojo, llamada Madame Mahler, en cuya casa había estado hospedada. Suplicó a Madame Mahler que proveyese para su hijito hasta donde alcanzase el dinero, en el auténtico espíritu de los Plejelt, y se contentase ella con un pequeño estipendio.
          Al ver Madame Mahler el dinero, le asomó una rosa en cada mejilla; hasta entonces, jamás había tenido delante cien rixdales, uno encima de otro. Al mirar al niño suspiró hondamente; luego echó sobre sus hombros aquella tarea, junto con las otras cargas que la vida le había impuesto ya.
          El niño, que había recibido el nombre de Jens, empezó a darse cuenta del mundo y de la vida en los barrios bajos del viejo Copenhague, en un patio trasero, oscuro como un pozo, en medio de un laberinto de suciedad, ruinas y olores nauseabundos. Poco a poco fue cobrando conciencia también de sí mismo, y de que había algo excepcional en su situación en el mundo. En el patio había otros niños, una nutrida multitud, pálidos y sucios como él. Pero parecían pertenecer a alguien; tenían padre y madre; cada uno contaba con un grupo de otros niños harapientos y chillones a los que llamaban hermanos, y que le apoyaban en las peleas que se organizaban; evidentemente, formaban parte de un todo. Empezó a meditar sobre la especial actitud del mundo respecto a él, y sobre la razón de dicha actitud. Había algo en ella que se correspondía con un temor de su corazón: que quizá no era de aquí en realidad, sino de algún otro lugar. Por las noches le venían sueños caóticos y multicolores; durante el día, su pensamiento seguía demorándose en ellos; a veces hacían que se riera solo, como un tintineo de cascabeles, por lo que Madame Mahler meneaba la cabeza y pensaba que estaba un poco chiflado.
          Llegó una visita a casa de Madame Mahler, amiga de su juventud: una costurera vieja y torcida, de cara plana, morena, con una peluca negra. Se llamaba Mamzell Ane. En su juventud había cosido para muchas casas importantes. Llevaba un lazo rojo en el cuello, y tenía muchas actitudes y posturas juveniles y coquetas. Pero su pecho hundido albergaba también una grandeza de alma que le permitía desdeñar su actual miseria en recuerdo de aquel esplendor que sus ojos contemplaron en el pasado. Madame Mahler era una mujer de escasa imaginación; prestó de mala gana oídos a los grandiosos e interminables soliloquios de su amiga. Al cabo de un rato, Mamzell Ane se volvió hacia el pequeño Jens en busca de comprensión. Ante la seria atención del niño, su imaginación se excitó: evocó y ensalzó la gloria del satén, el terciopelo y el brocado, de los nobles salones y las escalinatas de mármol. La señora de la casa se adornaba para el baile a la luz de multitud de velas; su marido entraba a buscarla con una estrella en el pecho, mientras la carroza y los caballos aguardaban en la calle. Había grandes bodas en la catedral, y funerales, con las damas todas envueltas en velos negros como magníficas y trágicas columnas. Los niños llamaban a sus padres papá y mamá; tenían muñecas y caballitos de madera para jugar, loros parlanchines en jaulas doradas, y perros a los que habían enseñado a caminar sobre las patas traseras. Su madre los besaba, les daba bombones y los llamaba con nombres cariñosos. Incluso en invierno, en las habitaciones cálidas, tras las cortinas de seda, reinaba el perfume de unas flores llamadas heliotropos y adelfas, y las arañas de cristal que colgaban del techo tenían forma de flores y hojas brillantes.
          La noción de este mundo majestuoso y radiante se amalgamó, en el pensamiento del pequeño Jens, con la de su inexplicable aislamiento en la vida, dando origen a un gran sueño o fantasía. Estaba solo con Madame Mahler porque su verdadero hogar era una de aquellas casas de las que hablaba Mamzell Ane. En los largos días en que Madame Mahler estaba pegada a su tina o iba a llevar ropa lavada al pueblo, se recreaba y jugaba con la idea de esta casa y de la gente que vivía en ella, que le quería muchísimo. Mamzell Ane, por su parte, notaba el efecto de su épopée en el niño, se daba cuenta de que al fin había encontrado el auditorio ideal, y se sentía más inspirada a causa de este descubrimiento. La relación entre los dos se convirtió en una especie de idilio: para dicha de ambos, se volvieron dependientes el uno del otro.
          Mamzell Ane era una revolucionaria, con una visión primitiva, inflamada, quimérica en su corazón orgulloso y virginal, ya que había vivido toda su vida entre gentes sumisas y poco dadas a la reflexión. El significado y fin de la existencia para ella era la grandeza, la belleza y la elegancia. Haría lo que fuese por que no desapareciesen de la tierra. Pero consideraba que era una situación cruel y escandalosa el que tantos hombres y mujeres tuviesen que vivir y morir sin estos altísimos valores humanos —sin saber siquiera que existían—, que tuvieran que ser pobres, torcidos y toscos. Cada día esperaba la hora de la justicia en que se volviesen las tornas, y los contrahechos y los oprimidos entrasen en el cielo del refinamiento y de la gracia. Sin embargo, ahora procuraba no inculcar en el alma del niño ninguna de sus propias amarguras o rebeldías. Pues a medida que aumentaba la intimidad entre ellos, aclamaba más en su corazón al pequeño Jens como legítimo heredero de toda la magnificencia por la que ella había rezado en vano. No debía luchar por esa magnificencia: era toda suya por derecho, y debía llegarle por sí misma. Quizá la inspirada y experimentada vieja notaba también que el niño no tenía disposición para la envidia o el rencor. En sus largas y felices charlas, aceptaba el mundo de Mamzell Ane serenamente y sin recelo, con la misma actitud (salvo que no tenían nada que ver una y otras) que los niños nacidos en su seno.
          Hubo un breve período en el que Jens hizo partícipes de su felicidad a los demás niños del patio. Él, les decía, estaba muy lejos de ser el tonto al que a duras penas soportaba la vieja Madame Mahler; era, por el contrario, el favorito de la fortuna. Tenía un papá y una mamá, y una casa preciosa, con tales y cuales cosas, un carruaje y caballos en la cuadra. Le mimaban y le daban todo lo que se le antojaba. Era curioso, pero los niños no se reían de él, ni le perseguían después, haciéndole objeto de burla. Casi parecía que le creían. Sólo que no llegaban a comprender o seguir sus fantasías: prestaban poco interés, y al cabo de un rato dejaban de atender. Así que Jens renunció a compartir el secreto de su felicidad con el mundo.
          Sin embargo, algunas de las preguntas que le habían hecho los niños le hicieron pensar; y le preguntó a Mamzell Ane —ya que la confianza entre ambos era por entonces completa— cómo era que él había perdido contacto con su familia y había venido a parar a casa de Madame Mahler. No le fue fácil a Mamzell Ane contestarle: no se lo podía explicar. Sin duda, pensó, aquello formaba parte del estado de corrupción y confusión del mundo en general. Tras meditar solemnemente la pregunta, a la manera de una sibila, le proporcionó una explicación. No era raro ni mucho menos, dijo, ni en la vida ni en los libros, que un niño, sobre todo un niño de la posición más elevada y feliz, y más entrañablemente querido por sus padres, desapareciera misteriosamente y se perdiese. Se calló de repente ante sus propias palabras, ya que aun para su intrépida y esforzada alma, el tema parecía demasiado trágico para seguir adelante. Jens aceptó la explicación con el mismo espíritu con que se la habían dado, y a partir de ese momento se vio a sí mismo como aquel triste aunque no infrecuente fenómeno: como un niño desaparecido y perdido.
          Pero cuando Jens tenía seis años, murió Mamzell Ane, dejándole sus escasas posesiones terrenales: un gastado dedal de plata, un precioso par de tijeras y una sillita negra con rosas pintadas. Jens concedió gran valor a estos objetos, y los contemplaba gravemente a diario. Justo por entonces comenzó Madame Mahler a verle el final a sus cien rixdales. Se había sentido molesta por la dedicación de su vieja amiga al niño, así que decidió resarcirse. En adelante, emplearía al chico en el negocio de la lavandería. No sería ya dueño de su propia vida; y el dedal, las tijeras y la sillita se quedarían en la habitación de Madame Mahler como únicos vestigios o pruebas tangibles del esplendor que él y Mamzell Ane habían conocido y compartido.
          A la vez que tenían lugar estos sucesos en Adelgate, vivía en una casa majestuosa de Bredgade una joven pareja de recién casados: se llamaban Jakob y Emilie Vandamm. Eran primos; ella era hija única de uno de los grandes armadores de Copenhague; y él, de la hermana de dicho magnate; de manera que de no ser por su sexo, la joven se habría convertido con el tiempo en directora de la empresa. El viejo armador, que era viudo, ocupaba con su hermana, viuda también, las dos plantas más bajas de la casa. La familia estaba muy unida, y los jóvenes habían estado prometidos desde la niñez.
          Jakob era un joven corpulento, de cabeza despierta y carácter agradable. Tenía muchos amigos; pero ninguno de ellos podía discutir el hecho de que estaba engordando a la temprana edad de los treinta. Emilie no era una belleza, aunque tenía una figura sumamente agraciada y elegante, y el talle más esbelto de Copenhague; era ágil y flexible en el andar y en todos sus movimientos, con una voz baja, y una actitud amable y reservada. En cuanto a su talante moral, era digna hija de una larga lista de honrados y competentes comerciantes: recta, prudente, veraz y un poco farisaica. Dedicaba mucho tiempo a obras de caridad, y en ellas distinguía cuidadosamente entre pobres merecedores y pobres no merecedores. Recibía amplia y generosamente; pero se mantenía con tesón en su propio medio. Su viejo tío, que había dado la vuelta al mundo y era admirador del bello sexo, se metía con ella durante la comida de los domingos. Había un exquisito matiz picante, decía, en el contraste entre la flexibilidad de su cuerpo y la rigidez de su mente.
          Hubo una época en que, ignorantes del mundo, los dos habían estado de acuerdo. Cuando Emilie tenía dieciocho años, y Jakob se encontraba en China, embarcado, se enamoró de un joven oficial de la marina llamado Charlie Dreyer, el cual, tres años antes, a la edad de veintiún años, se había distinguido en la guerra de 1849, y había sido condecorado. Emilie no estaba entonces formalmente prometida a su primo. No creía, tampoco, que a Jakob se le partiese el corazón si le dejaba y se casaba con otro hombre. Sin embargo, tuvo extraños y súbitos temores; y la fuerza de sus propios sentimientos la alarmó. Cuando meditó a solas sobre el asunto, consideró indigno depender tan enteramente de otro ser humano. Pero volvió a olvidar sus temores al encontrarse otra vez con Charlie; y no cesaba de asombrarse de que la vida contuviera efectivamente tanta dulzura. Su mejor amiga, Charlotte Tutein, le dijo mientras se desvestían las dos, después de un baile:
          —Charlie Dreyer va detrás de todas las muchachas bonitas de Copenhague, pero no tiene intención de casarse con ninguna. Creo que es un donjuán.
       Emilie sonrió al pensar que a Charlie, mal juzgado por todo el mundo, sólo le conocía ella tal como era: leal, constante y sincero.
          El barco de Charlie iba a zarpar rumbo a las Indias Occidentales. La noche antes de su partida fue a la residencia del padre de ella, próxima a Copenhague, para despedirse, y encontró a Emilie sola. Los dos jóvenes pasearon por el jardín; había luna. Emilie cortó una rosa blanca, húmeda de rocío, y se la dio. Cuando iban a separarse en el camino, delante de la verja, él le cogió las manos, las atrajo hacia su pecho y en un susurro le rogó, ya que nadie le vería regresar, que le dejase pasar con ella esa noche, hasta la madrugada, en que debía partir para tan lejos.
          Es, probablemente, casi imposible que los hijos de las generaciones posteriores comprendan, o se hagan una idea, del horror y abominación que la idea y la palabra misma «seducción» despertaba en el espíritu de las jóvenes de esa época pasada. Quizá no se habría escandalizado y asustado más mortalmente si hubiese descubierto que pretendía cortarle el cuello.
          Tuvo que repetir su súplica antes de que ella le comprendiese; y, cuando lo hizo, la tierra le faltó bajo los pies. Le pareció como si el único hombre del mundo en el que confiaba, y al que amaba, estuviese tratando de arrastrarla al pecado supremo, al desastre y la vergüenza, pidiéndole que traicionase la memoria de su madre y la de todas las doncellas del mundo. Sus propios sentimientos hacia él la hacían cómplice del crimen, y se dio cuenta de que estaba perdida. Charlie notó que se tambaleaba, y la rodeó con sus brazos. Con un grito ahogado, angustiado, se libró de ellos, huyó y empujó con todas sus fuerzas la pesada verja de hierro; pasó el cerrojo ante él, como si fuese la jaula de un león irritado. ¿En qué lado de la puerta había quedado el león? Sus fuerzas la abandonaron; se sujetó a los barrotes, mientras al otro lado, el pobre y desesperado amante se apretaba contra ellos, manoteaba para cogerle las manos, las ropas e imploraba que le abriese. Pero ella retrocedió y huyó a la casa, a su cuarto, sólo para encontrar allí su propia desesperación y el intenso vacío del mundo que la rodeaba.
          Seis meses más tarde regresó Jakob de China, y se celebró el compromiso de ambos con gran alegría de las familias. Un mes después se enteró de que Charlie había muerto de fiebres en Santo Tomás. Antes de cumplir los veinte, se había casado y era la señora de su elegante mansión.
          Muchas jóvenes de Copenhague se casaban de esa misma manera —par dépit—; luego, para salvar su amor propio, negaban su primer amor y convertían la excelencia de sus maridos en una cuestión de honor, de manera que se volvían incapaces de discernir entre la verdad y la mentira, perdían el peso moral y fluctuaban en la vida sin apoyo ninguno de la realidad. Emilie se había salvado de este destino gracias a la intervención, por así decir, de los viejos Vandamm, sus antepasados, y por el instinto y principio de sano mercantilismo que habían transmitido a la sangre de su hija. Aquellos decididos y tenaces mercaderes no pestañearon al efectuar su balance; en los tiempos difíciles, habían mirado la quiebra y la ruina de frente, con severidad; eran leales e inquebrantables servidores de la realidad. Y de este mismo modo hizo ahora Emilie balance de sus ganancias y pérdidas. Había amado a Charlie y se había revelado indigno de su amor; así que no volvería a amar de la misma manera. Había estado al borde de un abismo, y de no haber mediado la gracia de Dios, sería ahora una mujer caída, expulsada de la casa de su padre. El marido con el que estaba casada era amable y buen hombre de negocios. Emilie poseía además, por circunstancias de la vida, una casa de su gusto y una posición segura y armoniosa en su propia familia y en el mundo de Copenhague; por todas estas cosas se sentía agradecida, y por ellas no quería correr riesgos. En este momento de su vida abrazaba con todas las fuerzas de su joven alma un credo de fanática veracidad y solidez. Puede que los antiguos Vandamm la hubieran aplaudido, o hubieran juzgado excesivo su código; pero también ellos habían corrido riesgos cuando hubo necesidad, y sabían que en el comercio es peligroso desafiar al peligro.
          Jakob, por su parte, estaba enamorado de su mujer y la apreciaba más que a los rubíes. Para él, como para los demás jóvenes de la burguesía de Copenhague de moral estricta, la primera experiencia amorosa había sido extremadamente grosera. Había conservado su lozanía de corazón, y su exigencia de limpieza y de orden en la vida, aferrándose a un ideal de mujer más puro, representado en primer lugar por la joven prima con la que se iba a casar, la muchacha inocente y rubia que llevaba la sangre de su propia madre, y había sido educada como ella. Se llevó su retrato a Hamburgo y a Ámsterdam, y ese rasgo suyo que su mujer calificaba de infantil le movía a adornarlo como si fuese una muñeca o un icono; en China se volvió sumamente etéreo y romántico, y solía repetirse a sí mismo pequeñas expresiones de ella para recordar su voz baja y suave. Ahora era feliz de estar otra vez en Dinamarca, casado y en su propio hogar, y de encontrar a su joven esposa tan perfecta como el retrato que guardaba de ella. A veces, vagamente, echaba de menos en ella un poco de debilidad; o que recurriese alguna vez a la fuerza de él, que en cambio así hacía un torpe papel al lado de su figura delicada. Le daba cuanto quería y, orgulloso de la superioridad de ella, le dejaba todas las decisiones sobre la casa y sobre la vida diaria y social. Sólo en la práctica de la caridad no estaban enteramente de acuerdo marido y mujer, y Emilie le sermoneaba un poco por su credulidad.
          —¡Qué absurdo eres, Jakob! —dijo ella—. Te crees todo lo que te dicen esas gentes... No porque no lo puedas remediar, sino porque deseas creerlas en realidad.
          —¿Tú no deseas creerlas? —le preguntó él.
          —No entiendo —replicó Emilie— que se pueda desear creer o no creer. Yo lo que quiero es averiguar la verdad. Cuando algo no es verdad —añadió—, me importa poco qué otra cosa pueda ser.
          Algún tiempo después de la boda, Jakob recibió una carta de una antigua doncella de la casa de su suegro, en la que le informaba que mientras él estaba en China su esposa había tenido una aventura con Charlie Dreyer. Él sabía que era mentira; así que rompió la carta y no volvió a pensar en ello.
          No tenían hijos. Esto producía a Emilie una honda aflicción; era como si faltase a sus obligaciones. Cuando llevaban ya cinco años casados, Jakob, molesto por la constante inquietud de su madre, y con el pensamiento puesto en el futuro de la empresa, sugirió a su mujer la idea de adoptar un niño que diese continuidad a la casa. Emilie rechazó inmediatamente la sugerencia con gran energía e indignación; para ella tenía todos los visos de comedia, y no quería ver la empresa de su padre abrumada por el peso de un falso heredero. Jakob se extendió en explicaciones sobre los Antoninos, pero sin resultado.
          No obstante, cuando volvió él a abordar el tema seis meses después, Emilie encontró, para su propia sorpresa, que ya no le parecía tan desagradable. Sin darse cuenta, le había hecho un sitio en su conciencia y había dejado que echase raíces allí, ya que ahora le resultaba familiar. Escuchó a su marido, y se sintió favorablemente dispuesta. «Si es esto lo que él desea —pensó—, no debo oponerme». Pero en el fondo sabía clara y fríamente, y se admiraba de su propia frialdad, cuál era la verdadera razón de su indulgencia: el profundo temor, una vez adoptado el niño, de no sentirse obligada ya a darle un heredero a la empresa, un nieto a su padre y un hijo a su marido.
          Fueron sus pequeñas divergencias respecto a los pobres merecedores y no merecedores las que acarrearon a la joven pareja de Bredgade los sucesos que se recogen en esta historia. En verano vivían en la quinta que el padre de Emilie poseía en el Strandvej, y Jakob iba al pueblo en una pequeña calesa. Un día decidió aprovechar la ausencia de su mujer para visitar a un menesteroso indiscutiblemente no merecedor, un viejo capitán de uno de sus barcos. Se puso en camino, cruzó el pueblo antiguo, por donde era difícil pasar en coche, y donde su visión era tan excepcional que las gentes salían de sus cuchitriles para verlo. En el estrecho callejón de Adelgate, un borracho agitó los brazos delante del caballo; éste se asustó y derribó a un niño que llevaba una carretilla cargada de ropa. La carretilla y la ropa acabaron lamentablemente en el arroyo. Enseguida se congregó una multitud alrededor de la escena, aunque sin dar muestras de indignación ni de simpatía. Jakob mandó a su criado que subiese al niño al pescante. El niño se hallaba manchado de barro y de sangre; pero no estaba malherido, ni asustado. Parecía haberse tomado el accidente como una aventura en general, o como si le hubiese sucedido a otro.
          —¿Por qué no te has apartado, bobo? —le preguntó Jakob.
          —Porque quería ver el caballo —dijo el niño, y añadió—: Ahora puedo verlo muy bien desde aquí.
          Jakob se enteró de dónde vivía el niño por un mirón, le pagó a éste para que se hiciese cargo de la carretilla y llevó al niño personalmente a su casa. La sordidez de la vivienda de Madame Mahler y su obtusa y tuerta insensibilidad le impresionaron desagradablemente, pese a que había entrado otras veces en casa de los pobres. Pero aquí le chocó la extraña incongruencia entre el patio trasero y el niño que vivía en él. Era como si, sin saberlo, Madame Mahler albergase, y maltratase, a un animalito dócil y salvaje o a un duende. Camino de regreso a la quinta, pensó que aquel niño le recordaba a su mujer: tenía una actitud reservada, desinteresada, por así decir, detrás de la cual se adivinaba una fuerza y una resistencia grandes, íntegras.
          Esa noche no habló del incidente, pero volvió a casa de Madame Mahler para preguntar por el chico; y algún tiempo después contó a su mujer la aventura y, con cierta timidez y medio en broma, le propuso adoptar a aquel niño precioso y abandonado.
          Medio en broma, Emilie aceptó la idea. Sería mejor, pensó, que acoger a uno cuyos padres conociera. A partir de entonces, se demoraba hablando del asunto cuando no tenía otra cosa de que hablar con su marido. Consultaron al abogado de la familia, y enviaron a su viejo médico para que reconociese al niño. Jakob estaba sorprendido y agradecido por la conformidad de su mujer con sus deseos. Escuchaba con amable interés cuando él le explicaba sus planes, y hasta exponía a veces sus propias ideas sobre educación.
          Últimamente, Jakob encontraba su ambiente doméstico casi demasiado perfecto, y había tenido una aventura en la ciudad. Ahora se había cansado de ella, y le había puesto fin. Le compró regalos a Emilie, y dejó que pusiera las condiciones que quisiese respecto a la adopción del niño. Podía traer al niño a casa, dijo, el primero de octubre, cuando se trasladasen a la ciudad; pero Emilie se reservaría la decisión definitiva de adoptarlo o no para el mes de abril, cuando llevase ya seis meses con ellos. Si para entonces no encontraba al niño apto para sus planes, lo entregaría a alguna familia honrada y amable de las que trabajaban para la empresa. Hasta abril, serían solamente los tíos Vandamm para el niño.
          No dijeron nada a la familia, y esta circunstancia subrayó el nuevo sentimiento de camaradería entre los dos. ¡Qué distinto habría sido, se dijo Emilie, si hubiese esperado ella un niño por el medio ortodoxo de las mujeres! En efecto, era limpio y curioso resolver los asuntos de la naturaleza según el criterio de una. «Y —susurró en su interior, mientras deslizaba su mirada espejo abajo— se conserva la figura».
          En cuanto a Madame Mahler, cuando llegó el momento de hablar con ella, la cuestión se arregló fácilmente. No fue capaz de oponerse a las personas que estaban socialmente por encima de ella; también, de manera vaga, calculó que esto la pondría, en el futuro, en relación con una casa que sin duda le traería abundante ropa que lavar. Sólo la presteza con que Jakob le reembolsó sus pasados gastos en el niño dejó en su corazón un pesar duradero, por no haberle pedido más.
          En el último momento, Emilie puso una nueva condición. Iría ella sola a traer al niño. Era importante que la relación entre el niño y ella se estableciese adecuadamente desde el principio, y no se fiaba del sentido de la propiedad de Jakob a este respecto. Así que, cuando estuvo todo dispuesto para recibir al niño en la casa de Bredgade, Emilie fue en coche a Adelgade sin acompañamiento ninguno a tomar posesión suya con la conciencia tranquila respecto a la empresa y a su marido, pero, de antemano, un poco cansada de todo el asunto.
          En la calle, cerca de casa de Madame Mahler, un grupo de chiquillos desaliñados esperaba evidentemente la llegada del carruaje. Se pusieron a observar, pero desviaron los ojos cuando ella los miró a su vez. Se le cayó el alma a los pies al levantarse su amplia falda de seda, atravesar la multitud y cruzar el patio. ¿Tendría el mismo aspecto su niño? Al igual que Jakob, había visitado muchas veces las casas de los pobres. Era un espectáculo lamentable, pero no podía ser de otro modo. «Tendrás a los pobres siempre a tu lado.» Pero hoy, puesto que iba a entrar un niño de este lugar en su propia casa, se sintió por primera vez relacionada con la indigencia y la miseria del mundo. La invadió una nueva repugnancia y horror; y un momento después, una nueva y más honda compasión. Con estos dos sentimientos entró en casa de Madame Mahler.
          Madame Mahler había aseado un poco al pequeño Jens, le había mojado el pelo y se lo había peinado. También le había informado apresuradamente, un par de días antes, de lo que ocurría, y de su propio ascenso en la vida. Pero como era una mujer sin imaginación y, además, opinaba que el niño era medio tonto, no se había molestado demasiado en ello. El niño había recibido la noticia en silencio; se limitó a preguntar cómo le habían encontrado sus padres.
          —Por el olor —dijo Madame Mahler.
          Jens había comunicado la noticia a los otros niños de la casa. Sus papás, les dijo, iban a venir mañana, con gran pompa, para llevarle a casa. Le hizo pensar el hecho de que el acontecimiento causase tanta sensación en aquel mundillo del patio que había acogido sus visiones con indiferencia. Para él, ambas cosas eran lo mismo.
          Se había subido a la sillita de Mamzell Ane para asomarse a la ventana y presenciar la llegada de su madre. Todavía estaba encaramado en ella cuando entró Emilie, y Madame Mahler le hizo en vano un gesto para que se bajase. Lo primero que Emilie notó en el niño fue que no desvió la mirada, sino que la miraba directamente a los ojos. Al verla, una luz extática cruzó por su semblante. Durante unos momentos se observaron mutuamente.
          El niño parecía esperar a que ella hablase; pero como seguía callada, empezó él, indeciso:
          —Mamá —dijo—, me alegro de que me hayas encontrado. Hace mucho, mucho tiempo que te esperaba.
          Emilie lanzó una mirada a Madame Mahler. ¿Habían ensayado esta escena para conmover su corazón? Pero la manifiesta falta de inteligencia que reflejaba el rostro de la vieja lavandera descartaba tal posibilidad, y se volvió otra vez hacia el niño.
          Madame Mahler era una mujer ancha y voluminosa. Emilie, con miriñaque y una amplia mantilla, ocupaba bastante espacio. El niño era con mucho la figura más pequeña de la habitación; sin embargo, en este instante, la dominaba como si hubiese tomado posesión de ella. Estaba de pie, erguido, con aquel resplandor de su semblante.
          —Por fin voy a volver a casa contigo —dijo.
          Emilie comprendió, vaga, confusamente, que para el niño la importancia del momento no residía en su propia buena suerte, sino en la inmensa dicha y alegría que le reportaba a ella. Una extraña idea, que no pudo explicarse a sí misma, le cruzó por la cabeza. Pensó: «Este niño está tan solo en la vida como yo». Se acercó gravemente a él y le dijo unas palabras amables. El niño alargó la mano y le tocó con suavidad los largos y sedosos rizos que le caían hacia delante por encima del cuello.
          —Te he reconocido enseguida —dijo con orgullo—. Eres mi mamá, que me mima. Te habría reconocido entre todas las señoras, por tu cabello largo y precioso.
          Deslizó los dedos levemente por su hombro y su brazo, y toqueteó su mano enguantada.
          —Llevas tres anillos hoy —dijo.
          —Sí —dijo Emilie con su voz baja.
          Una breve sonrisa de triunfo afloró al rostro de Jens.
          —Ahora dame un beso, mamá —dijo, y palideció intensamente.
          Emilie no sabía que su emoción se debía al hecho de que jamás le habían besado. Obediente, sorprendida de sí misma, se inclinó y le besó.
          La despedida de Jens y Madame Mahler fue al principio un poco demasiado ceremoniosa para tratarse de dos personas que se conocían desde hacía mucho tiempo. Porque ella le veía ya como una persona nueva, como el hijo de la señora rica; y le tomó la mano despacio, con el rostro rígido. Pero Emilie ordenó al niño, antes de irse, que le diera las gracias a Madame Mahler por haberle cuidado hasta ahora, y él lo hizo con mucha soltura y gracia. A lo cual, las arrugadas y curtidas mejillas de la vieja volvieron a ruborizarse intensamente, como las de una muchacha, igual que al ver el dinero en su primer encuentro. Había recibido muy rara vez en su vida una expresión de agradecimiento. En la calle, el niño se detuvo.
          —¡Mirad mis grandes y gordos caballos! —exclamó.
          Emilie, sentada en el coche, estaba perpleja. ¿Qué era lo que se llevaba de casa de Madame Mahler?
          Ya en su propia casa, al subir al niño y enseñarle habitación tras habitación, su perplejidad fue en aumento. Jamás se había sentido tan insegura de sí misma. Todos los rincones producían en el niño el mismo transporte de reconocimiento. A veces mencionaba y buscaba con los ojos lo que ella recordaba vagamente de su propia niñez, o cosas de las que nunca había oído hablar. La perrita faldera que ella se había traído de su antiguo hogar se puso a ladrarle. Emilie la cogió, temerosa de que fuera a morderle.
          —No, mamá —exclamó él—, no me morderá; me conoce.
          Unas horas antes —hasta el momento, pensó Emilie, en que besó al niño en casa de Madame Mahler— le habría regañado: «Calla, estás diciendo una mentirijilla». Ahora no dijo nada; y un instante después, el niño miró en torno suyo y preguntó:
          —¿Se ha muerto el lorito?
          —No —contestó ella asombrada—, no se ha muerto; está en la otra habitación.
          Emilie se dio cuenta de que le daba miedo estar a solas con el niño, y permitir que una tercera persona se uniese a ellos. Mandó salir a la niñera de la habitación. A la hora en que Jakob solía llegar, Emilie prestó atención con una especie de alarma, por si oía sus pasos en la escalera.
          —¿A quién esperas? —le preguntó Jens.
          No supo cómo llamar a Jakob delante del niño.
          —A mi marido —replicó confundida.
          Al entrar Jakob, encontró a la madre y al hijo contemplando el mismo libro de ilustraciones. El pequeño se le quedó mirando.
          —¡Así que tú eres mi papá! —exclamó—. Ya me lo había parecido a mí también desde el principio. Pero no estaba completamente seguro. Entonces no me habéis encontrado por el olor. Creo que fue el caballo el que me reconoció.
          Jakob miró a su mujer, y ella miró al libro. Jakob no esperaba encontrar sentido común en un niño, y no tardó en ponerse a jugar con él y a tumbarle. En medio del juego, Jens apoyó las manos contra el pecho de Jakob.
          —No llevas tu estrella —dijo.
          Un momento después, Emilie abandonó la habitación. Pensó: «He tomado sobre mí esta carga para satisfacer los deseos de mi marido; pero me parece que me va a tocar llevar el peso yo sola».
          Jens tomó posesión de la mansión de Bredgade, y la sometió no por la fuerza o el poder, sino con el don de ese personaje fascinante e irresistible, quizá el más fascinante e irresistible del mundo entero: el del soñador cuyos sueños se vuelven realidad. La vieja casa se enamoró un poco de él. Ésa es siempre la suerte de los soñadores cuando tratan con gentes sensibles a la magia de los sueños. El más famoso de todos, el hijo de Raquel, como todo el mundo sabe, sufrió penalidades y hasta fue arrojado al calabozo por eso. Salvo en el tamaño, Jens no tenía el menor parecido con los retratos clásicos de Cupido; sin embargo, era evidente que, sin saberlo, el armador y su mujer habían traído un amorino. Llegó alado, y asociado con los dulces y despiadados poderes de la naturaleza; y su relación con cada miembro individual de la casa se convirtió en una especie de etéreo idilio. Fue por la fuerza de este mismo magnetismo por lo que Jakob había elegido al niño, al conocerle, como heredero de la empresa, y por lo que Emilie temía quedarse a solas con él. El viejo magnate y los criados tampoco escaparon a su destino..., como le ocurrió a Putifar, capitán de la guardia de Egipto. Antes de darse cuenta de lo que hacían, habían puesto cuanto tenían en sus manos.
          Uno de los efectos de este encanto especial fue que empezaron todos a mirarse a sí mismos con los ojos del soñador, a sentirse impulsados a vivir de acuerdo con un ideal; y por esta existencia superior, se volvieron dependientes de él. Durante el tiempo que Jens vivió en la casa cambiaron muchas cosas, y se volvió muy distinta de las demás casas de la ciudad. Se convirtió en el Monte Olimpo, morada de los dioses.
          El niño mostraba el mismo orgullo arrogante y risueño por el viejo armador que dominaba las aguas del universo que por la inquebrantable y protectora bondad de Jakob, y por la gracia sedosa de Emilie. La vieja ama de llaves, que solía quejarse a menudo de su suerte en la vida, se transformó durante ese tiempo en una guardiana benévola y omnipotente del bienestar humano, una Ceres con cofia y delantal. Y durante ese mismo período, el cochero, figura monumental que descollaba enormemente por encima de la multitud, combinando en su persona el vigor de los dos caballos bayos, trotó majestuosamente por Bredgade sobre ocho pezuñas herradas y repiqueteantes. Sólo después de acostarse Jens, cuando, inmóvil y callado, con la mejilla enterrada en la almohada, exploraba nuevas parcelas de sueño, volvía la casa a recobrar el aire de una mansión sólida y racional de Copenhague.
          Jens ignoraba su poder. Como su nueva familia no le regañaba ni le censuraba, no se le ocurrió que se fijaran en él. No tenía preferencias por ningún miembro de la casa en particular; todos estaban dentro de su esquema de las cosas y ocupaban su sitio. La relación de uno con otro era objeto de atenta y sutil observación por su parte. Jamás dejaba de divertirle y complacerle un fenómeno de la vida diaria: que Jakob, tan alto, tan ancho y tan grueso, fuese tan sumiso y deferente con su insignificante esposa. En el mundo que había conocido hasta ahora, el volumen era de importancia suprema. Como le parecería después a Emilie, cuando recordaba esta época, era como si el niño provocara a menudo la ocasión para que este hecho se pusiese de manifiesto; y entonces, por así decir, palmoteaba de alegría y de triunfo, como si este feliz estado de cosas se debiese a su habilidad personal. Pero en otros casos le fallaba el sentido de la proporción. Emilie tenía en su tocador un acuario con peces dorados, ante el que Jens se pasaba horas y horas, callado como los mismos peces; y por sus comentarios dedujo Emilie que para él eran enormes, que podían representar una buena pesca, e incluso ser peligrosos para la perrita si se cayese dentro de la pecera. Pidió a Emilie que dejase descorridas las cortinas de la ventana vecina por la noche, a fin de que, cuando todos durmiesen, los peces pudieran ver la luna.
          En la relación de Jakob con el niño hubo un momento de amor desgraciado, o al menos de ironía del destino; y no era la primera vez que sufría esta misma experiencia. Pues desde que era niño había deseado proteger a los que eran más débiles que él, y defender y hacer justicia a todos los seres frágiles y delicados de su alrededor. Las mismas condiciones de fragilidad y de desamparo le inspiraban un afecto y una admiración rayanos en la idolatría. Pero había en su naturaleza una contradicción, como se encuentra a menudo en los hijos de las familias rancias y opulentas que consiguen lo que quieren con demasiada facilidad, hasta que acaban exigiendo lo imposible. Amaba también el valor; le encantaba la cortesía allí donde la descubría; y sentía por el tipo dependiente y desalentado de seres humanos, de mujeres, una cierta aversión y repugnancia. Podía soñar con proteger y guiar a su esposa; pero, al mismo tiempo, la sonrisita fría e indulgente con que ella acogía cualquier muestra al respecto por su parte era uno de los rasgos más fascinantes de toda su persona. Así fue como se encontró, en cierto modo, en la triste y paradójica situación del joven amante que adora con apasionamiento la virginidad. Ahora se dio cuenta de que era igualmente imposible proteger a Jens. El niño no rechazaba su protección ni se sonreía de ella, como hacía Emilie. Incluso parecía agradecérsela; pero la aceptaba como parte de un juego o de un deporte. De manera que, cuando paseaban juntos, y Jakob, creyendo que el niño estaría cansado, le subía a sus hombros, Jens consideraba que el hombre quería jugar a ser caballo o elefante, del mismo modo que él jugaba a que era un jinete o un cornac.
          Emilie pensaba con tristeza que era la única persona de la casa que no quería al niño; se sentía insegura con él, aun cuando era incondicionalmente aceptada como la madre hermosa y perfecta; y al recordar cómo hacía muy poco tiempo había planeado educar al niño en su propio espíritu, y había redactado unas cuantas notas sobre educación, se veía a sí misma como algo ridículo. Para suplir su falta de sentimientos llevaba a Jens de paseo, a pie o en coche, por el parque zoológico, le cepillaba su espeso cabello y mandaba que le vistiesen con el mismo primor que si fuese un muñeco. Siempre estaban juntos. A Emilie le divertía a veces la extraña, graciosa y solemne complacencia que le producía todo lo que ella le enseñaba, y al momento siguiente, como en casa de Madame Mahler, se daba cuenta de que por generosa que fuese con él, era él siempre el que daba. Sus cuñadas, y sus jóvenes amigas casadas, elegantes damas de Copenhague, cada una con su progenie particular, se asombraban de verla tan dedicada al expósito..., y luego sucedía que, cuando estaban desprevenidas, ellas mismas recibían una delicada flecha en sus pechos de satén, y se ponían a hablar entre sí del precioso niño de Emilie con esa tierna burla con que habrían hablado de Cupido. Le pidieron que lo trajera consigo para que jugase con sus hijos. Emilie declinó la invitación, diciéndose a sí misma que primero debía estar segura de sus modales. En Año Nuevo, pensó, daría ella una fiesta infantil.
          Jens había llegado a casa de los Vandamm en octubre, cuando los árboles de los parques estaban amarillos. En esa época la calidad fría del aire recluía a las gentes, que empezaban a pensar ya en las Navidades en sus casas. Jens parecía saber todo lo referente al árbol de Navidad, al ganso con manzanas asadas y a los solemnemente alegres oficios en la madrugada navideña. Pero solía mezclar estas festividades con otras de la época, y hablaba de cómo muy pronto se iban a poner todos máscaras y disfraces, como hacen los niños en Carnaval. Era como si, desde el centro de su mundo alegre y feliz, sus diversos componentes se viesen con menos nitidez que cuando los miraba de lejos.
          Y cuando acortaron los días y empezó a caer la nieve en las calles de Copenhague, se operó un cambio en el niño. No parecía deprimido, sino singularmente recogido y concentrado, como si se estuviese desplazando el centro de gravedad de su ser y plegase sus alas. Se pasaba largos intervalos de pie junto a la ventana, tan abismado en sus pensamientos que no siempre oía cuando le llamaban, rebosante de un saber que los de su alrededor no podían compartir.
          En estos primeros meses de invierno se hizo evidente que no era persona a la que le sosegase permanentemente lo que el mundo llamaba la fortuna. La esencia de su naturaleza era anhelar. Las habitaciones caldeadas con cortinas de seda, los dulces, los juguetes y la ropa nueva, la atención y el afecto de sus papás eran cosas de la mayor importancia porque venían a corroborar la veracidad de sus visiones; eran infinitamente valiosas como materializaciones de sus sueños. Pero en sí mismas apenas significaban nada para él, y carecían de poder para retenerle. No era una persona mundana ni luchadora. Era un Poeta.
          Emilie trataba de hacer que le contase en qué pensaba, pero no le sacaba nada. Más tarde, el niño se confió a ella de manera espontánea.
          —¿Sabes, mamá —dijo—, que en mi casa la escalera estaba tan oscura y llena de boquetes que había que subir a tientas, y que lo mejor en realidad era andar a tres o cuatro patas? Había una ventana rota por el viento, y por debajo de ella, en el rellano, se formaba un montón de nieve tan alto como yo.
          —Pero ésa no es tu casa, Jens —dijo Emilie—. Tu casa es ésta.
          El niño paseó la mirada por la habitación.
          —Sí —dijo—, ésta es mi casa elegante. Pero tengo otra muy oscura y sucia. Tú la conoces; has estado en ella también. Cuando la ropa estaba tendida, uno tenía que pasar retorciéndose a un lado y a otro para recorrer aquel gran desván; de lo contrario, las sábanas enormes, mojadas y frías te agarraban como si estuviesen vivas.
          —Nunca más volverás a esa casa —dijo ella.
          El niño le dirigió una mirada larga, grave, significativa, y un momento después murmuró:
          —No.
          Pero volvería. Por la repugnancia y horror que le producía aquella casa, Emilie evitaba que le hablase de ella; igual que los niños de allí, con su indiferencia, le habían hecho renunciar a seguir hablándoles de su hogar feliz. Pero cuando le encontraba mudo y ensimismado, junto a la ventana o jugando con sus juguetes, sabía que su espíritu había regresado allí.
          Y una y otra vez, después de jugar juntos, y cuando parecía especialmente asegurada la intimidad entre ambos, el niño volvía sobre el tema.
          —En la misma calle de mi casa —dijo una tarde en que estaban sentados los dos en el sofá delante de la chimenea— había una vieja casa de huéspedes donde la gente con dinero suficiente podía dormir en una cama, y los demás tenían que hacerlo de pie, con una cuerda por debajo de los brazos. Una noche se incendió, y se quemó toda. Los que dormían en las camas no tuvieron tiempo ni de ponerse los pantalones; en cambio los que dormían de pie fueron los que tuvieron suerte: salieron corriendo enseguida. Un hombre compuso una canción sobre ese suceso.
          Hay árboles jóvenes que, después de plantados, echan unas raíces endebles, retorcidas, y no llegan a arraigar firmemente en el suelo. Pueden dar gran profusión de flores, pero mueren pronto. Eso fue lo que le pasó a Jens. Había extendido sus ramitas hacia arriba y a los lados, se había alimentado excelentemente del aire como un camaleón, se había atiborrado de promesas; y entretanto, se había olvidado de echar raíces. Ahora llegó el tiempo en que, por ley de naturaleza, la espléndida y abundante floración debía marchitarse, secarse y desaparecer. Es posible que, si su imaginación se hubiese vuelto hacia pastos frescos, hubiese podido alimentarse de ellos, y evitar así su fin. Una o dos veces, para distraerle, Jakob le había hablado de China. Aquel mundo extraño y remoto cautivó el espíritu del niño. Se demoraba con la mayor emoción en las ilustraciones de chinos con coleta, dragones y pescadores con pelícano, y en los nombres fantásticos de Hong Kong y Yang Tsê-kiang. Pero los mayores no se daban cuenta de la importancia de su nueva aventura imaginativa; y así, por falta de sustento, la débil y tierna rama no tardó en marchitarse.
          Poco después de la fiesta infantil, a principios de año, el niño empezó a palidecer y a doblar la cabeza. Llegó el viejo doctor y le recetó una medicina que no le hizo ningún efecto. Era un declinar sosegado, progresivo: la planta se estaba extinguiendo.
          Cuando Jens quedó recluido en la cama y, por así decir, soltó las amarras que le sujetaban al mundo de la realidad, su imaginación emprendió su singladura, arrastrándole consigo, como la vela de una pequeña embarcación cuyo lastre han arrojado por la borda. Ahora había siempre alguien junto a él que escuchaba gravemente lo que decía, sin interrumpirle ni contradecirle. Esta feliz situación le extasiaba. El lecho de enfermo del soñador se convirtió en trono.
          Emilie se pasaba todo el tiempo sentada en la cama, angustiada por un sentimiento de impotencia que a veces, por la noche, le hacía retorcerse las manos. Toda su vida se había esforzado en separar lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, la felicidad de la desdicha. Aquí, pensaba con desaliento, estaba en manos de un ser mucho más pequeño y débil que ella, para el que todas estas cosas eran igual, que acogía la luz y las tinieblas, el placer y el dolor, con el mismo espíritu de valiente y jovial aprobación y compañerismo. Esto, se decía a sí misma, anulaba cualquier necesidad que pudiera haber tenido de su alivio y consuelo aquí, en el lecho de su hijo enfermo; a menudo le parecía que anulaba su propia existencia.
          Ahora bien, en la comunidad de los poetas, Jens era un humorista, un fabulista cómico. De cada fenómeno concreto de la vida, lo que le atraía y le inspiraba era su aspecto peregrino, burlesco. A la pálida, grave y joven mujer le parecían sacrílegas sus fantasías en una cámara mortuoria; pero al fin y al cabo, dicha cámara era la suya propia.
          —¡Ah, cuántas ratas había, mamá —dijo—, cuántas ratas! Las había por toda la casa. Ibas a coger un trozo de tocino de la alacena y... ¡zas!, te saltaba una rata. De noche me corrían por la cara. Acerca la cara y te enseñaré lo que sentías.
          —Aquí no hay ratas, cariño —dijo Emilie.
          —No, no las hay —dijo él—. Cuando me ponga bien iré y te traeré una. A las ratas les gusta la gente más que ellas a la gente. Creen que somos buenos, deliciosos de comer. Había un viejo comediante que vivía en la buhardilla. Representó muchas comedias en su juventud, y había viajado por países extranjeros. Les daba dinero a las niñas para que le besaran; pero ellas no le querían besar porque decían que no les gustaba su nariz. Era una nariz curiosa, completamente hacia abajo. Y cada vez que le decían que no, lloraba y se retorcía las manos. Pero se puso enfermo y se murió, sin que nadie se enterase. Y cuando entraron por fin, mamá..., ¡las ratas se le habían comido la nariz!, nada más; ¡sólo la nariz! Pero a la gente no le gusta comer ratas ni cuando tiene hambre. Había un muchacho gordo en el sótano que cazaba ratas de muchas maneras, y las guisaba. Pero la vieja Madame Mahler decía que le despreciaba por eso; y los niños le llamaban el Loco de las Ratas.
          Luego volvió a hablar de la casa de ella:
          —Mi abuelo —dijo— tiene sabañones, los peores de Copenhague. Cuando le duelen mucho se queja y suspira. Dice: «Habrá tormenta en el mar de la China. Mal asunto; mis barcos van a ir a pique». Y me parece que los marineros también dirán: «Hay tormenta en este mar; mal asunto; nuestro barco se va a ir a pique». Ya es hora de que el abuelito, en Bredgade, vaya a que le quiten los sabañones.
          Sólo en los últimos días habló de Mamzell Ane. Había sido, por así decir, su musa, la única persona que había sabido de sus dos mundos. Al recordarla, le cambió el tono de voz; habló con aire solemne, como de una fuerza elemental cuya necesidad era conocida de todos. Si Emilie hubiese prestado atención a sus fantasías, habría visto claras muchas cosas. Pero dijo:
          —No; no la conozco, Jens.
          —¡Ah, mamá, pues ella bien que te conocía a ti! —dijo él—. Te cosió tu vestido de novia, todo de satén blanco. Fue una labor lenta, ¡con tantos adornos! Y mi papá —prosiguió el niño, riendo— entró a verte; y ¿sabes lo que dijo? Dijo: «Mi rosa blanca».
          De repente se acordó de las tijeras que Mamzell le había dejado, y las pidió; y ésta fue la única ocasión en que Emilie le notó impaciente o enojado.
          Emilie salió por primera vez en tres semanas, y fue a casa de Madame Mahler a preguntar por las tijeras. Durante el trayecto, la poderosa y enigmática figura de Mamzell Ane adquirió para ella el aspecto de una parca, de Átropos, tijeras en mano, dispuesta a cortar el hilo de la vida. Pero a todo esto, Madame Mahler le había cambalacheado las tijeras a un sastre conocido suyo, y negó categóricamente la existencia de las tijeras y de Mamzell Ane.
          La última mañana de vida del niño, Emilie cogió a la perrita, que había sido su fiel compañera de juegos, y se la llevó a la cama. Entonces su carita oscura y su cuerpo arrugado parecieron recordarle el semblante de su amiga.
          —¡Aquí está! —exclamó.
          La suegra de Emilie y el viejo armador visitaban también a diario al enfermo. Toda la familia Vandamm lloró alrededor del lecho cuando, finalmente, como el arroyo que va a parar al océano, Jens se entregó a la ilimitada y definitiva unidad del sueño, y fue absorbido por él.
          Murió a últimos de marzo, unos días antes de la fecha que Emilie había fijado para decidir su admisión en casa de los Vandamm. El padre de ella resolvió de repente que debía ser enterrado en el panteón familiar... Decisión irregular, ya que aún no había sido adoptado legalmente por la familia. Así que fue depositado tras una pesada verja de hierro, en la más hermosa sepultura que había recibido ningún Plejelt jamás.
          Durante los días siguientes, la casa de Bredgade, y sus moradores, se encogió y menguó. Las personas andaban un poco desconcertadas, como después de una caída, y dominadas por una opresiva sensación de apocamiento. En las primeras semanas posteriores al entierro de Jens, la vida les pareció extrañamente insípida, una misión penosa y desprovista de finalidad. Los Vandamm no estaban acostumbrados a ser infelices, ni estaban preparados para esta sensación de pérdida que ahora les dejaba la muerte del niño. Para Jakob, era como si hubiese abandonado a un amigo que había confiado, riendo, en sus fuerzas. Ahora nadie le necesitaría, y se veía a sí mismo como un fenómeno, como un coloso de trapo. Pero pese a todo esto, al cabo del tiempo, reinó también, entre los que seguían con vida, como ocurre siempre tras la desaparición de un idealista, una vaga sensación de alivio.
          Sólo Emilie, de toda la casa de los Vandamm, conservó su talla, por así decir, y su sentido de la proporción. Incluso puede decirse que cuando la casa se cayó de las nubes, ella la apuntaló y la mantuvo firme. Juzgó que sería una afectación por su parte llevar luto por un niño que no era de ella; y aunque renunció a los bailes y fiestas de Pascua, atendió a sus quehaceres domésticos con la misma tranquilidad que antes. Su padre y su suegra, tristes y desorientados en su vida diaria, acudieron a ella en busca de equilibrio; y dado que era la más joven de todos, y les parecía que en determinados aspectos era como el niño desaparecido, transfirieron a ella la ternura y cuidados que antes habían sido para el niño, al que ahora querrían haberle dado más. Estaba pálida a causa de sus largas vigilias junto al lecho del enfermo: así que deliberaron entre sí, y con su marido, sobre el medio de animarla y distraerla.
          Pero al cabo de un tiempo, a Jakob le sorprendió y asustó su profundo silencio. Al principio era como si, salvo en lo que atañía a sus disposiciones domésticas, considerase innecesario hablar; más tarde, como si hubiese olvidado o perdido el don de la palabra. Sus tímidos intentos por animarla parecieron causarle tal sorpresa y desconcierto que no se sintió con fuerzas para continuar.
          Un par de meses después de la muerte de Jens, Jakob llevó a su mujer a dar un paseo en coche por la carretera de Copenhague a Elsinor, a lo largo del Sound. Era un radiante y cálido día de mayo. Al llegar a Charlottenlund le propuso atravesar a pie el bosque, y mandar al cochero que diese un rodeo y les saliese al encuentro al otro lado. Así que se apearon junto a la entrada del bosque y se quedaron unos momentos de pie, observando el carruaje mientras se alejaba por la carretera.
          Se internaron en el bosque, en un mundo de verdor. Hacía tres semanas que las hayas estaban con hojas: el primer misterio traslúcido de principios de mayo había asomado. Pero el follaje era todavía tan joven que el verdor del bosque era más intenso a la sombra. Más tarde, pasada la primera mitad del verano, el bosque sería casi negro a la sombra, y verde brillante al sol. Ahora, allí donde llegaban los rayos de sol a través de las copas, el suelo se veía incoloro, borroso, como empolvado de sol. Pero donde permanecía en sombra, resplandecía y brillaba como cristales y joyas de color verde. Las anémonas se habían marchitado y habían desaparecido, la hierba era alta ya. Y en el corazón del bosque, la aspérula estaba en flor: su capa de diminutas florecillas estrelladas parecía flotar, entre las nudosas raíces de las viejas hayas grises, como la superficie de un lago de leche, un pie por encima del suelo. Había llovido durante la noche; sobre el estrecho camino, las rodadas profundas de las carretas de los leñadores estaban mojadas. Aquí y allá, en el borde del camino, un globo gris y brumoso de diente de león tomaba el sol; la flor de los campos había venido a hacer una visita al bosque.
          Caminaban despacio. Al poco rato de internarse oyeron de repente al cuco, muy cerca. Se detuvieron a escuchar; luego siguieron andando. Emilie se soltó del brazo de su marido para recoger del camino la cáscara de un huevecito de pájaro, azul pálido, rota en dos; trató de juntar las partes, y las mantuvo así en la palma de la mano. Jakob empezó a hablar de un viaje a Alemania que había planeado hacer con ella, y de los lugares que iban a visitar. Emilie escuchaba dócilmente sin abrir la boca.
          Habían llegado al final del bosque. Desde la entrada dominaban una gran perspectiva de paisaje despejado. Después de la oscuridad verdosa de la floresta, el mundo exterior parecía increíblemente claro, y como blanqueado por la luminosa borrosidad del mediodía. Pero al cabo de un rato, los colores del campo, de los prados y de los grupos dispersos de árboles se definieron a sus ojos uno tras otro. Había un azul desvaído en el firmamento, con débiles cúmulos blancos y nubes sonrosadas a lo largo del horizonte. El centeno verde estaba a punto de espigar; donde el dedo de la brisa lo tocaba, corrían largas, suaves olas a lo largo del suelo. Las casitas con techumbre de paja de los campesinos emergían de la tierra ondulante como pequeños islotes cuadrados y encalados; alrededor de ellas, los setos de lilas sostenían su follaje claro y, en lo alto, racimos de flores pálidas. Oyeron el rodar de un carruaje a lo lejos, y por encima de sus cabezas, el canto incesante de innumerables alondras.
          En el lindero del bosque había un árbol derribado por el viento. Emilie dijo:
          —Sentémonos aquí un poco.
          Se desató las cintas del sombrero y lo dejó sobre su regazo. Un minuto después dijo:
          —Hay algo que quiero decirte —e hizo una larga pausa.
          Durante toda esta conversación en el bosque habló de la misma manera: guardando un largo silencio antes de cada frase..., no exactamente como si ordenase sus pensamientos, sino como si tratase de encontrar voz, en sí misma ya trabajosa o deficiente.
          Dijo:
          —El niño era hijo mío.
          —¿De qué hablas? —le preguntó Jakob.
          —De Jens —dijo ella—; era hijo mío. ¿Recuerdas que me dijiste al verle por primera vez que te parecía que era como yo? Efectivamente, era como yo; era mi hijo.
          Ahora Jakob podía haberse asustado, y creer que había perdido el juicio. Pero desde hacía poco las cosas adoptaban, para él, sesgos inesperados; estaba preparado para la paradoja. De modo que siguió tranquilamente sentado en el tronco, y miró hacia los jóvenes retoños que emergían del suelo.
          —Cariño —dijo—, no sabes lo que dices.
          Emilie guardó silencio un rato, como molesta por esta interrupción del curso de sus pensamientos.
          —Es difícil de comprender para los demás, lo sé —dijo por fin, pacientemente—. Si Jens estuviese todavía con nosotros, puede que te lo hubiera explicado mejor que yo. Pero trata de comprenderme —prosiguió—. He pensado que debías saberlo. Si no puedo hablar contigo, no puedo hacerlo con nadie.
          Esto lo dijo con una especie de grave preocupación, como si la amenazase realmente una total incapacidad de hablar. Jakob recordó cómo, durante estas últimas semanas, había sentido el peso de su silencio sobre él, y había tratado de hacerla hablar de cualquier cosa, de lo que fuera.
          —Habla, cariño —dijo—; no te interrumpiré.
          Dulcemente, como agradecida por esta promesa, empezó Emilie:
          —Era mío y de Charlie Dreyer. Conociste a Charlie en casa de papá. Pero fue mientras tú estabas en China cuando se convirtió en mi amante.
          Al oír estas palabras, Jakob se acordó de la carta anónima que recibió una vez. Al recordar cómo había rechazado indignado la calumnia, y el cuidado con que se la había ocultado a ella, le pareció extraño que al cabo de cinco años la repitieran los labios de ella misma.
          —Cuando me lo pidió —dijo Emilie—, corrí, durante un momento, un gran peligro. Porque jamás había hablado con un hombre de este asunto. Sólo con tía Malvina y con mi vieja institutriz. Y las mujeres, por alguna razón, no sé cuál, consideramos que tal petición de un hombre es baja y egoísta, y una injuria para la mujer. ¿Por qué permitís que pensemos eso de vosotros? Tú, que eres hombre, has de saber que me lo pidió por su amor y su gran corazón; por magnanimidad. Había más vida en él de la que necesitaba. Pretendía darme eso a mí. Era la vida misma, la eternidad, lo que me ofrecía. Y yo, a quien han educado tan mal, podía haberle rechazado con toda facilidad. Incluso ahora, cuando pienso en ello, me da miedo; como la muerte. Sin embargo, tiene por qué dármelo, pues sé con seguridad que si volviese ese momento, me portaría de la misma manera que entonces. Y me salvé del peligro. No le eché. Le dejé que regresara conmigo, por el jardín, porque estábamos en la verja del jardín, y que se quedara conmigo esa noche; ya que, de madrugada, tenía que marcharse muy lejos.
          Hizo otra pausa y prosiguió:
          —Sin embargo, por las dudas y el temor a los demás que yo abrigaba en mi corazón, el niño y yo íbamos a sufrir mucho. Si yo hubiese sido una pobre muchacha, con cien rixdales tan sólo en el mundo, me habría ido mejor, porque entonces habríamos seguido juntos. Sí, sufrimos mucho.
          »Cuando volví a encontrar a Jens, y lo traje a casa —continuó su monólogo tras un silencio—, no le quería. Le queríais todos menos yo. Era a Charlie a quien quería. Sin embargo, yo estaba con Jens más que ninguno de vosotros. Me contó muchas cosas de las que ninguno de vosotros ha llegado a saber nada. Comprendí que no podíamos haber encontrado a ningún niño como él, a ninguno tan sensato —Emilie no sabía que estaba citando las Sagradas Escrituras, como tampoco se había dado cuenta el viejo armador cuando ordenó que Jens fuese enterrado en el campo de sus padres, en la caverna que había en él..., pequeña estratagema de la magia del niño muerto—. Aprendí mucho de él. Fue siempre veraz; como Charlie. Tan veraz, que hacía que me avergonzase de mí misma. A veces pensaba mal de mí misma por enseñarle a llamarte papá.
          »Cuando cayó enfermo —dijo—, lo que pensé fue esto: que si se moría, podría llevar luto por Charlie —alzó el sombrero, lo miró y lo bajó otra vez—. Pero al final —dijo— no he podido hacerlo —hizo una pausa—. Sin embargo, si se lo hubiese dicho a Jens, le habría gustado; le habría hecho reír. Me habría pedido que me comprara espléndidas ropas negras y largos velos.
          Era una suerte, pensó Jakob, haber prometido no interrumpirla. Pues de haber querido ella que hablara, no habría sabido qué decir. Al llegar a este punto de su historia, guardó silencio largo rato, de manera que por un momento Jakob creyó que había terminado; y se apoderó de él una sensación de ahogo, como si se le pegasen todas las palabras en la garganta.
          —Pensé —empezó ella de nuevo— que iba a sufrir, terriblemente incluso, por todo esto. Pero no, no ha sido así. Existe la gracia en el mundo, como ninguno de nosotros tiene idea. El mundo no es un lugar riguroso o severo como dicen. Ni siquiera es justo. Se perdona todo. No se puede causar daño o perjuicio a las cosas hermosas del mundo; son demasiado fuertes. No se puede causar daño o perjuicio a Jens; nadie ha podido. Y ahora, después de muerto —dijo—, lo comprendo todo.
          Otra vez se quedó inmóvil, en dulce equilibrio sobre el tronco del árbol. Por primera vez durante su conversación miró en torno suyo; su mirada recorrió lentamente, casi indiferente, el paisaje boscoso.
          —Es difícil —dijo— explicar cómo se llega a comprender todo. Nunca he tenido facilidad para dar con las palabras adecuadas: no soy como Jens. Pero desde marzo, desde que empezó la primavera, me ha parecido saber por qué suceden las cosas; por qué, por ejemplo, florece todo. Y por qué llegan los pájaros. La generosidad del mundo; la bondad de papá, ¡y la tuya también! Mientras caminábamos por el bosque, pensaba que ahora he recobrado la visión y el sentido del olfato que tenía cuando era niña. Todas las cosas me dicen, aquí, de forma espontánea, lo que significan —se detuvo, y miró fijamente—. Significan Charlie —dijo. Tras otra pausa larga, añadió—: Y yo, Emilie. Nada puede cambiar eso.
          Hizo un gesto como para ponerse los guantes que estaban dentro del sombrero; pero los volvió a dejar y se quedó inmóvil otra vez.
          —Ahora ya te lo he contado todo —dijo—. Te toca decidir lo que debemos hacer.
          »Papá no lo sabrá nunca —dijo suavemente, pensativa—. Nadie lo sabrá. Sólo tú. He pensado que, si no te importa, cuando hablemos de Jens tú y yo... —hizo una breve pausa, y Jakob pensó: «No ha hablado de él hasta ahora»—, podríamos hablar de todo esto también.
          »Sólo en una cosa —dijo lentamente— soy más sabia que tú. Sé que sería mejor, mucho mejor, y más fácil para ti y para mí, que me creyeses.
          Jakob estaba acostumbrado a hacer un rápido resumen de una situación y tomar las decisiones pertinentes. Esperó un momento, después de haber dejado de hablar ella, para hacerlo ahora.
          —Sí, cariño —dijo—; es verdad.


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