Italo Calvino
(1923-1985)


Uno de los tres vive todavía
Ultimo viene il corvo (1949)


      Los tres estaban desnudos, sentados en una piedra. Los rodeaban todos los hombres del pueblo, y el grande, de barba, enfrente.
       —… y vi las llamas más altas que las montañas —decía el viejo de la barba— y dije: ¿cómo puede arder un pueblo con llamas tan altas? —Ellos no entendían nada—. Y sentí el olor del humo, que era insoportable, y dije: ¿cómo puede apestar así el humo de nuestro pueblo?
       De los hombres desnudos, el alto se abrazaba los hombros porque soplaba un poco de viento y le dio un codazo al viejo, para que explicase: todavía quería tratar de entender y el viejo era el único que sabía un poco la lengua. Pero ahora el viejo no levantaba la cabeza de las manos y de vez en cuando un estremecimiento le recorría la cadena de las vértebras. Con el gordo ya no había que contar: se había abandonado a un temblor que agitaba la adiposidad femenina de su cuerpo, los ojos como cristales rayados por la lluvia.
       —Y entonces me dijeron que eran las llamas de nuestro trigo, que estaban quemando las casas y dentro nuestros hijos asesinados que al quemarse apestaban: el hijo de Tanchín, el hijo de Gé y el hijo del guardia de aduanas.
       —¡Mi hermano Bastian! —gritó el de los ojos de poseso.
       Era el único que de vez en cuando interrumpía. Los otros estaban callados y serios, con las manos apoyadas en los fusiles.
       De los tres desnudos, el alto no era exactamente del mismo lugar que sus compañeros: venía de una región donde en su momento había habido pueblos incendiados e hijos asesinados. Por eso sabía lo que se piensa del que incendia y mata, y hubiera debido tener menos esperanzas que los otros. Sin embargo algo le impedía resignarse, una angustiosa incertidumbre.
       —Por ahora hemos conseguido atrapar solamente a estos tres hombres —decía el alto con barba.
       —¡Sólo tres, desgraciadamente! —gritó el poseso, pero los otros seguían silenciosos.
       —Puede ser que entre ellos haya algunos que no sean malvados, que obedezcan a la fuerza, puede ser que estos tres sean de ésos…
       El poseso clavó en el viejo sus ojos muy abiertos.
       —Explica —dijo en voz baja el alto al viejo.
       Pero toda la vida del más viejo parecía escapársele ahora por las colinas de las vértebras.
       —Pero cuando se trata de hijos asesinados y de casas incendiadas no se puede distinguir entre malvados y no malvados. Y nosotros estamos seguros de estar en lo justo al condenar a muerte a estos tres hombres.
       «Muerte», pensaba el alto de los tres desnudos, «ya he oído esa palabra. ¿Qué querrá decir? Muerte».
       Pero el viejo no escuchaba y el más gordo parecía murmurar una plegaria. De pronto se había acordado de que era católico, el más gordo. Era el único católico del grupo y sus compañeros solían tomarle el pelo.
       —Yo soy católico… —empezó a repetir a media voz, en su lengua.
       No se entendía si imploraba salvación en la tierra o en el cielo.
       —Yo digo que antes de matarlos habría que… —dijo el poseso, pero los otros se levantaron y no le hicieron caso.
       —Al Culdebruja —dijo el de los bigotes negros—, así no hay que cavar una fosa.
       Hicieron ponerse de pie a los tres. El más gordo se cubrió los genitales con las manos. Nada los hacía sentir tan acusados como el hecho de estar desnudos.
       Los hicieron bajar por el sendero de rocas, apuntándoles con las armas en los riñones. Culdebruja era la boca de una caverna vertical, un pozo que bajaba al vientre de la montaña, muy hondo, no se sabía hasta dónde. Llevaron a los tres hombres desnudos hasta el borde y los campesinos armados se pusieron delante; entonces el viejo empezó a gritar. Gritaba frases de desesperación, tal vez en su dialecto, los otros dos no lo entendían: era padre de familia, el viejo, pero era también el peor de ellos y sus gritos tuvieron el efecto de irritar a los otros dos contra él y de infundirles más calma frente a la muerte. El alto, sin embargo, tenía aún esa extraña inquietud, como si no estuviera bien seguro de algo. El católico tenía las manos bajas y juntas, no se sabe si para rezar o para esconder los genitales que se le habían encogido de miedo.
       Los que perdieron la calma al oír gritar al viejo fueron los campesinos armados: quisieron terminar cuanto antes y empezaron a disparar al tuntún, sin esperar la orden. El alto vio al católico que se desplomaba a su lado y rodaba por el precipicio, después al viejo que caía con la cabeza hacia atrás y desaparecía arrastrando su último grito mientras bajaba entre las paredes de roca. Vio todavía en la nube de polvo a un campesino que se obstinaba en hacer funcionar el arma trabada, después cayó en la oscuridad.
       No perdió el conocimiento enseguida: una nube de dolor se le vino encima como un enjambre de abejas: había atravesado un zarzal. Después, toneladas de vacío colgando del vientre, y se desmayó.
       De pronto le pareció como si la tierra le hubiera dado un gran empujón hacia arriba: se había detenido. Tocaba algo mojado y olía a sangre. Sin duda se había estrellado y estaba a punto de morir. Pero no se sentía desfallecer y todos los dolores de la caída eran aún muy vivos y precisos. Movió una mano, la izquierda: respondía. Buscó a tientas el otro brazo, tocó la muñeca, el codo: pero el brazo no sentía nada, estaba como muerto, sólo se movía si lo levantaba con la otra mano. Le pareció que levantaba con dos manos la muñeca derecha: era algo imposible. Comprendió entonces que tenía en la mano el brazo de otro: había caído sobre los cadáveres de los dos compañeros muertos. Tanteó la adiposidad del católico: era un tapete blando que había amortiguado su caída. Por eso estaba vivo. Por eso y porque, ahora lo recordaba, no había recibido un disparo sino que se había arrojado antes; lo que no recordaba era si lo había hecho con intención, pero ahora eso no tenía importancia. Después descubrió que veía: un poco de luz llegaba hasta el fondo y el alto pudo distinguir sus manos y las que asomaban desde abajo, desde la fosa común. Se volvió y miró hacia arriba: había en lo alto una abertura llena de luz: la boca de Culdebruja. Primero le hirió la vista como un resplandor amarillo; después se le acostumbraron poco a poco los ojos y distinguió al fin el azul del cielo, muy lejos, dos veces más lejos de él que de la corteza terrestre.
       La vista del cielo lo despertó: hubiera sido mejor seguramente estar muerto. Ahora estaba con dos compañeros fusilados en el fondo de un pozo del que jamás podría salir. Gritó. Arriba en la mancha del cielo se recortaban varias cabezas.
       —¡Hay uno vivo! —dijeron. Arrojaron un objeto. El desnudo lo vio bajar como una piedra, chocar después contra una pared y oyó el estallido. Detrás había un nicho en la roca y el hombre desnudo se acurrucó dentro: el pozo se había llenado de polvo y de fragmentos que se desprendían de las rocas. Atrajo hacia sí el cuerpo del católico y lo alzó delante del nicho; apenas podía sostenerlo pero era su único reparo. A tiempo: otra bomba cayó y llegó al fondo, levantando un vuelo de sangre y de piedras. El cadáver se hizo pedazos: el desnudo no tenía ya más defensa ni esperanza. Gritó: en la estrella del cielo apareció la barba blanca del alto. Los otros se apartaron.
       —Ey —dijo el alto con barba.
       —Ey —respondió el hombre desnudo, desde el fondo.
       Y el alto con barba repitió:
       —Ey.
       No tenían nada más que decirse.
       Entonces el alto con barba se volvió:
       —Arrojadle una cuerda —dijo.
       El desnudo no entendió. Vio que algunas cabezas desaparecían y las que quedaban le hacían señas, señas de que sí, que se tranquilizara. El desnudo los miraba asomando la cabeza desde el nicho sin atreverse a exponerse del todo, con la misma inquietud de cuando estaba sentado en la piedra y lo enjuiciaban. Pero ahora los campesinos ya no arrojaban bombas, miraban hacia abajo y hacían preguntas, y él respondía con gemidos. La cuerda no llegaba, los campesinos se fueron alejando uno por uno del borde. El desnudo salió entonces de su escondite y estudió la altura que lo separaba de lo alto, las paredes de roca desnuda y escarpada.
       En eso apareció la cara del poseso. Miraba a su alrededor, sonreía. Se asomó al borde del Culdebruja: apuntó con el fusil hacia abajo y disparó. El desnudo oyó silbar el tiro junto a su oreja: Culdebruja era una galería torcida, no del todo vertical, de modo que rara vez las cosas que se arrojaban llegaban al fondo y era más fácil que los disparos encontraran en la roca un saliente y se detuvieran. Volvió a acurrucarse en su refugio, los labios llenos de baba, como un perro. Ya: ahora, arriba, todos los campesinos habían regresado y uno desenrollaba una larga cuerda que bajaba al precipicio. El desnudo veía bajar la cuerda pero no se movía.
       —Anda —gritó arriba el de los bigotes negros—, agárrate y sube.
       Pero el desnudo seguía quieto en su nicho.
       —Anda, arriba —gritaban—, no te haremos nada.
       Y le hacían bailar la cuerda delante de los ojos. El desnudo tenía miedo.
       —No te haremos nada. Lo juro —decían los hombres y trataban de poner la mayor sinceridad en su entonación. Y eran sinceros: querían salvarlo a toda costa para poder fusilarlo de nuevo, pero en aquel momento querían salvarlo y en sus voces había un tono de afecto, de fraternidad humana. El desnudo sintió todo esto y además no tenía mucho que escoger: tendió la mano hacia la cuerda. Pero entre los hombres que la sujetaban vio aparecer la cabeza del de los ojos de poseso; entonces soltó la cuerda y se escondió. Tuvieron que volver a convencerlo, a rogarle: al fin se decidió y comenzó a subir. La cuerda era nudosa y resultaba fácil trepar por ella, además podía apoyarse en los salientes de la roca y el desnudo reemergía lentamente a la luz y en lo alto las cabezas de los campesinos eran cada vez más claras y más grandes. De pronto los ojos del poseso reaparecieron y los otros no reaccionaron a tiempo para contenerlo: tenía un arma automática y empezó a disparar en el acto. A la primera ráfaga la cuerda se cortó justo sobre sus manos. El hombre se desplomó golpeándose contra las paredes y fue a caer sobre los restos de sus compañeros. Arriba, en el fondo del cielo, el alto con barba abría los brazos y sacudía la cabeza.
       Los otros querían explicarle con gestos, con gritos, que no era culpa de ellos, que a ese loco le darían su merecido, que ahora buscarían otra cuerda y lo subirían, pero el desnudo ya no tenía esperanzas: ya no podría regresar a la superficie de la tierra. Aquél era el fondo de un pozo del cual no se podía salir, donde enloquecería bebiendo sangre y comiendo carne humana, sin poder morirse nunca. Arriba, sobre el fondo del cielo, había ángeles buenos con cuerdas y ángeles malos con bombas y fusiles, y un gran viejo con barba blanca que abría los brazos pero que no podía salvarlo.
       Los hombres armados, en vista de que no se dejaba convencer por sus buenas palabras, decidieron ultimarlo a fuerza de bombas y empezaron a arrojarlas. Pero el desnudo había encontrado otro refugio, una grieta lisa donde podía arrastrarse con seguridad. A cada bomba que caía se iba hundiendo en esa grieta de la roca hasta llegar a un punto donde no se veía luz alguna, pero sin tocar el fondo de la grieta. Seguía arrastrándose sobre el vientre como una serpiente y a su alrededor todo era oscuridad y toba húmeda y viscosa. De húmedo, el suelo de toba pasó a mojado y después se cubrió de agua: el desnudo sintió un riacho frío que corría bajo su vientre. Era el camino que las aguas que chorreaban desde lo alto de Culdebruja se habían abierto bajo tierra: una larguísima y estrecha caverna, una tripa subterránea. ¿Dónde terminaría? Tal vez se perdía en cavernas ciegas en el vientre de la montaña, tal vez restituía el agua a través de venas finísimas que desembocaban en manantiales. Eso es: su cadáver se pudriría en una galería y contaminaría el agua de las fuentes envenenando a pueblos enteros.
       El aire era irrespirable; el desnudo sentía que se acercaba el momento en que sus pulmones ya no podrían resistir por más tiempo. En cambio aumentaba la frescura del agua cada vez más alta y rápida: el desnudo se arrastraba ahora con todo el cuerpo sumergido y podía limpiarse de la costra de barro y sangre propia y ajena. No sabía si había avanzado poco o muchísimo; la oscuridad completa y ese modo de avanzar arrastrándose le quitaban el sentido de la distancia. Estaba exhausto: ante sus ojos empezaban a aparecer dibujos luminosos de figuras informes. Cuanto más avanzaba más se aclaraba en sus ojos el dibujo, iba cobrando contornos netos, aunque transformándose continuamente. ¿Y si no fuera un resplandor en la retina sino una luz, una verdadera luz al final de la caverna? Bastaría cerrar los ojos o mirar en la dirección opuesta para salir de dudas. Pero a quien mira fijo una luz le queda un deslumbramiento en la raíz de la mirada, aunque cierre los párpados y entorne los ojos, de modo que no podía distinguir entre luces externas y luces suyas y seguía en la duda.
       De otra novedad se dio cuenta al tacto: las estalactitas. Estalactitas viscosas colgaban del techo de la galería, y del suelo se alzaban estalagmitas en las márgenes de la corriente. El desnudo avanzaba aferrándose a esas estalactitas que pendían sobre su cabeza. Y mientras iba avanzando notaba que sus brazos, antes doblados, ahora debían estirarse para tocar las estalactitas, es decir que la galería iba agrandándose. Pronto pudo doblar la espalda, caminar a gatas, y la claridad era cada vez menos incierta, ahora podía distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados, adivinaba ya los contornos de las cosas, el arco de la bóveda, las estalactitas colgantes, el brillo negro de la corriente.
       Y después se puso de pie, caminó por la larga caverna hacia la abertura luminosa, con el agua hasta la cintura, aferrándose siempre a las estalactitas para mantenerse erguido. Una estalactita le pareció mayor que las otras y, cuando se aferró a ella, sintió que se le abría en la mano y que un ala fría y blanda le golpeaba la cara. ¡Un murciélago! El murciélago siguió volando y otros colgados cabeza abajo se despertaron y echaron a volar, enseguida toda la caverna se llenó de un vuelo silencioso de murciélagos, y el hombre sentía el viento de las alas a su alrededor y la caricia de su piel en la frente y en la boca. Avanzó en una nube de murciélagos hasta el aire libre.
       La caverna desembocaba en un torrente. El hombre desnudo estaba de nuevo sobre la corteza de la tierra, bajo el cielo. ¿Se había salvado? Debía procurar no engañarse. El torrente era silencioso, con guijarros blancos y negros. Alrededor había un bosque espeso de árboles deformes; debajo sólo crecían troncos pelados y espinos. El hombre estaba desnudo en regiones selváticas y desiertas, y los seres humanos más próximos eran enemigos que en cuanto lo vieran lo perseguirían con horcas y fusiles.
       El hombre desnudo trepó a un sauce. El valle era todo bosques y taludes zarzosos, bajo una fuga gris de montañas. Pero en el fondo, en una curva del torrente había un techo de pizarra y un humo blanco que subía. La vida, pensó el hombre desnudo, era un infierno, con algunos atisbos de antiguos felices paraísos.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar