Italo Calvino
(1923-1985)


Van al comando
Ultimo viene il corvo (1949)


      El bosque era ralo, casi destruido por los incendios, gris en los troncos quemados, rojizo en las agujas secas de los pinos. El hombre armado y el hombre desarmado venían bajando en zigzag entre los árboles.
       —Al comando —decía el hombre armado—. Al comando, vamos. Media hora de marcha.
       —¿Y después?
       —Después ¿qué?
       —Digo, si después dejarán que me vaya —dijo el hombre desarmado; a cada respuesta se quedaba escuchando, sílaba por sílaba, como buscando una nota falsa.
       —Claro que dejarán que se vaya —dijo el hombre armado—. Yo entrego el documento del batallón, ellos anotan en el registro y después puede volver a su casa.
       El desarmado sacudía la cabeza, adoptaba un aire pesimista.
       —Eh, son cosas largas, comprendo… —decía, tal vez sólo para oír que le repitieran: «Lo dejarán libre enseguida, se lo digo yo»—. Yo contaba —añadió—, yo contaba con estar en casa esta noche. Paciencia.
       —Le digo que llegará —contestó el hombre armado—. El tiempo de tomarle la declaración y lo dejan libre. Tienen que borrar su nombre del registro de espías.
       —¿Llevan un registro de espías?
       —Claro que lo llevamos. A todos los espías los conocemos. Y los vamos atrapando uno por uno.
       —¿Y mi nombre figura?
       —Sí. También estaba su nombre. Ahora tienen que borrarlo porque, si no, corre el riesgo de caer preso de nuevo.
       —Entonces tengo que ir allá, explicarles toda la historia.
       —Allá vamos. Ellos tienen que ver, controlar.
       —Pero ahora —dijo el hombre sin armas—, ahora saben que soy de los vuestros, que nunca he sido espía.
       —Precisamente. Ahora lo sabemos. Ahora puede estar tranquilo.
       El desarmado asentía y miraba a su alrededor. Estaban en un gran claro, con pinos y alerces delgados, muertos en los incendios, lleno de ramas caídas. Habían abandonado el sendero, lo habían encontrado y vuelto a perder, iban como al azar entre los pinos ralos, atravesando el bosque. El desarmado no reconocía los lugares, la noche subía con finas láminas de niebla, desde abajo el bosque iba espesándose en la oscuridad.
       Alejarse del sendero lo inquietaba; hizo la prueba —dado que el otro parecía caminar al azar—, hizo la prueba de doblar a la derecha, donde tal vez continuaba el sendero: el otro dobló también a la derecha, como por casualidad. Si él volvía a seguirlo, tomaba a izquierda o a derecha, según que el camino fuera más o menos practicable.
       Se decidió a preguntar:
       —¿Pero dónde está el comando?
       —Allá vamos —respondió el hombre armado—. Ahora lo verá.
       —¿Pero en qué lugar, en qué región, más o menos?
       —¿Cómo decirlo? —respondió—. El comando no es que esté en un lugar, en una región. El comando está donde está el comando. Comprenda.
       Comprendía: el desarmado era un hombre que comprendía las cosas. Sin embargo preguntó:
       —¿Pero no hay un camino para ir?
       El otro contestó:
       —Un camino. Comprenda. Un camino siempre va a algún lugar. Al comando no se va por los caminos. Comprenda.
       El desarmado comprendía, era un hombre que comprendía las cosas, un hombre astuto. Preguntó:
       —¿Usted va a menudo al comando?
       —A menudo —dijo el hombre armado—. Voy a menudo.
       Tenía una cara triste, sin mirada. Conocía poco los lugares, por momentos parecía perderse, y sin embargo seguía caminando como si no le importara.
       —¿Hoy le toca a usted el turno y por eso le han mandado a que me acompañe? —dijo el desarmado, estudiándolo.
       —Mi trabajo es acompañarlo —contestó—. Acompaño a la gente al comando.
       —¿Es usted la estafeta?
       —Eso mismo —dijo el hombre armado—, la estafeta.
       «Una estafeta extraña», pensaba el desarmado, «que no conoce los lugares. Pero», pensaba, «hoy no quiere ir por los caminos para que yo no vea dónde está el comando, porque no se fían de mí». Mala señal que todavía no se fiaran de él; el desarmado se obstinaba en pensarlo. Pero en esta mala señal había una seguridad, la de que lo llevaban verdaderamente al comando y querían dejarlo en libertad, y además de esa mala señal, otra peor todavía: el bosque se espesaba cada vez más y no se veía la salida, y el silencio, la tristeza del hombre armado.
       —Al secretario, ¿también lo acompañó al comando? ¿Y a los hermanos del molino? ¿Y a la maestra?
       Hizo esta pregunta de un tirón, sin pensarlo, porque era la pregunta decisiva que significaba todo: al secretario del ayuntamiento, a los hermanos, a la maestra, a todos, se los habían llevado a todos, nunca habían vuelto, nunca se había sabido nada más de ellos, nunca.
       —El secretario era un fascista —dijo el hombre armado—, los hermanos estaban en la milicia, la maestra era de los servicios auxiliares.
       —Lo decía sólo por saber, como no regresaron nunca…
       —Ya se lo dije —insistió el hombre armado—. Ellos eran lo que eran. Usted es lo que es. No hay por qué hacer comparaciones.
       —Claro —dijo el otro—, no hay por qué hacer comparaciones. Sólo preguntaba qué pasó, así, por curiosidad.
       Se sentía seguro de sí mismo, el desarmado, enormemente seguro de sí mismo. Era el hombre más astuto del pueblo, era difícil irle con el cuento. Los otros, secretario y maestra, no habían vuelto: él volvería. «Yo gran kamarad», le diría al sargento. «Partisanos, a mí, no kaputt. Yo kaputt a todos los partisanos». El sargento tal vez se echara a reír.
       Pero el bosque quemado era interminable y los pensamientos del hombre estaban envueltos en lo desconocido y lo oscuro, como zonas peladas en medio de un bosque.
       —Yo del secretario, de todos los otros, no sé mucho. Yo hago de estafeta.
       —Pero en el comando sabrán —insistía el desarmado.
       —Claro. Lo preguntará en el comando. Allí lo saben.
       Caía la noche. Había que andar con prudencia entre los brezos, cuidando de cómo ponía los pies para no resbalar en los guijarros escondidos bajo los matorrales espesos. Y cuidar de cómo se ponían los pensamientos, uno detrás de otro, en lo más hondo de la inquietud, para no encontrarse de pronto sumergido en el miedo.
       Sin duda, si lo hubieran tomado por un espía no lo habrían dejado así en el bosque, solo con aquel hombre que ni siquiera parecía ocuparse de él; podría escapar cuantas veces quisiera. Si intentaba huir, ¿qué haría el otro?
       Mientras bajaban entre los árboles, el desarmado empezó a tomar cierta distancia, a doblar a la derecha cuando el otro doblaba a la izquierda. Pero el hombre armado seguía caminando casi sin fijarse en él, y bajaban así por el bosque ralo, separados ahora el uno del otro. Incluso por momentos se perdían de vista, ocultos por troncos, por arbustos, pero a veces el desarmado volvía a ver por encima de su cabeza al otro que parecía no vigilarlo y sin embargo le iba siempre detrás, a distancia.
       «Esta vez, si me dejan libre un instante, ya no me cogen», había pensado hasta ese momento el desarmado. Pero ahora se sorprendió pensando: «Si esta vez consigo escapar…». Y ya veía en su mente a los alemanes, alemanes formados, alemanes en camión y blindados, visión de muerte para los otros, de seguridad para él, hombre astuto, hombre a quien nadie podía hacerle morder el polvo.
       Había salido de los claros y del brezal para entrar en el bosque espeso y verde, perdonado por los incendios: el suelo estaba cubierto de agujas de pino secas. El hombre armado se había quedado atrás, tal vez había tomado otro camino. Entonces el desarmado, cauteloso, con la lengua entre los dientes, apretó el paso, se internó más en la espesura, dejándose caer por los taludes, entre los pinos. Estaba escapando: se dio cuenta. Entonces tuvo miedo, pero comprendió que ya se había alejado demasiado, que el otro sabía sin duda que quería escapar y lo seguía: no quedaba sino seguir corriendo, cuidar de no volver a ponerse a tiro del otro, ahora que había intentado huir.
       Al oír pasos por encima de su cabeza se volvió: a pocos metros estaba el hombre armado que se acercaba con su andar calmo, indiferente. Tenía el arma en la mano.
       —Por este lado debe de haber un atajo —dijo, y le hizo un gesto para que lo precediera.
       Entonces todo volvió a ser como antes: un mundo ambiguo, todo para mal o todo para bien: el bosque que en lugar de acabar se espesaba, aquel hombre que casi lo había dejado escapar sin decir nada.
       —¿Pero no termina nunca este bosque? —preguntó.
       —Apenas hayamos rodeado la colina, llegamos —dijo el otro—. Ánimo, que esta noche estará usted en su casa.
       —¿Así, sin más, me dejarán ir a casa? Digo, ¿no querrán guardarme como rehén, por ejemplo?
       —Nosotros no somos alemanes para tomar rehenes. A lo sumo por ser rehén le podrán quitar los zapatos, ya que andamos todos descalzos.
       El hombre se puso a protestar como si sus zapatones fueran la cosa por la que más temía, pero en el fondo se alegraba: todo detalle acerca de su suerte, para bien o para mal, servía para devolverle un poco de seguridad.
       —Escuche —dijo el hombre armado—, ya que le interesan tanto, hagamos así: póngase los míos para ir al comando, los míos están todos rotos y no se los quitarán. Yo me pongo los suyos y cuando lo acompañe de vuelta, se los devuelvo.
       Pero hasta un niño hubiera comprendido que era puro cuento. El hombre armado quería sus zapatones; pues bien, el desarmado le daría todo lo que quisiera, él era un hombre que entendía, estaba contento de salir del paso con tan poco gasto. «Yo gran kamarad», le diría al sargento. «Yo darles a ellos zapatos y ellos dejarme ir». El sargento tal vez le conseguiría un par de botas como las de los soldados alemanes.
       —¿Entonces ustedes no retienen a nadie: rehenes, prisioneros? ¿Ni siquiera al secretario del ayuntamiento y a los otros?
       —El secretario hizo caer a tres de nuestros compañeros; los hermanos hacían batidas con la milicia; la maestra se acostaba con los de la Décima.
       El hombre desarmado se detuvo.
       —Usted no creerá que yo también soy un espía —dijo—. No me habrá traído hasta aquí para matarme —y entonces mostró un poco los dientes, como si sonriera.
       —Si creyéramos que es un espía —dijo el hombre armado—, no vacilaría en hacer esto. —Quitó el seguro al arma—. Y esto. —Le apuntó, hizo el gesto de disparar.
       «Bueno», pensaba el espía, «no dispara».
       Pero el otro no bajaba el arma, sino que apretaba el gatillo.
       «Balas de fogueo, son balas de fogueo», tuvo tiempo de pensar el espía. Y cuando sintió la descarga que le caía encima como puñetazos de fuego ininterrumpidos, todavía alcanzó a pensar: «Cree que me ha matado, pero estoy vivo».
       Cayó de cara al suelo y lo último que vio fue un par de pies calzados con sus zapatones que le pasaban por encima.
       Así quedó, un cadáver en el fondo del bosque, con la boca llena de agujas de pino. Dos horas después estaba negro de hormigas.



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