Italo Calvino
(1923-1985)


El hambre en Bévera
Ultimo viene il corvo (1949)


      En 1944 el frente se detuvo allí como en el 40, sólo que esta vez la guerra no terminaba y no había modo de que se desplazara. La gente no quería hacer como en el 40: cargar cuatro trapos y las gallinas en una carreta y partir con el mulo delante y la cabra atrás. En el 40, cuando volvieron, habían encontrado todos los cajones por el suelo y excrementos humanos en las cacerolas, porque ya se sabe que los italianos, cuando son soldados y pueden hacer daño, no distinguen amigos de enemigos. De modo que no se movieron, con los cañonazos franceses que llegaban día y noche a clavarse en las casas, y los de los alemanes silbando sobre sus cabezas.
       —Un día de éstos se decidirán a avanzar —decían, y tenían que seguir repitiéndoselo de septiembre a abril—. Esos demonios de aliados terminarán por aparecer.
       El valle de Bévera estaba lleno de gente, campesinos y también refugiados de Ventimiglia, y faltaba comida; aprovisionamiento de víveres no había y la harina tenían que ir a buscarla a la ciudad. El camino para ir a la ciudad estaba día y noche bajo el fuego de los cañones.
       Se vivía más en los agujeros que en las casas y un día los hombres del lugar se reunieron en una cueva grande para tomar una decisión.
       —Aquí —dijo el del comité— hay que turnarse para bajar a Ventimiglia a buscar el pan.
       —Bravo —dijo otro—, así iremos quedando uno por uno destripados por el camino.
       —Siempre que no vayan pescándonos los alemanes, y hale, a Alemania —dijo un tercero.
       Y otro intervino:
       —Los animales. ¿Quién pone el animal? El que todavía lo tiene no lo arriesga. Es fácil que el que vaya no vuelva, ni él ni el animal ni el pan.
       Los animales habían sido requisados y el que lo había salvado lo tenía escondido.
       —En resumidas cuentas —dijo el del comité—, aquí, si no hay pan, ¿cómo vamos a vivir? ¿Hay alguien que se anime a ir a Ventimiglia con un mulo? A mí me están buscando, si no, iría.
       Miró a su alrededor: los hombres estaban sentados en el suelo de la cueva, con ojos sin expresión, y rascaban con los dedos en la toba.
       Entonces el viejo Bisma, que estaba en el fondo y miraba con la boca abierta sin entender nada, se levantó y salió de la cueva. Los otros creyeron que iba a orinar, porque era viejo y de vez en cuando le daban ganas.
       —Cuidado, Bisma, mea en lugar seguro.
       Pero Bisma no se volvió.
       —Para él es como si no bombardearan —dijo uno—. Está sordo y no se entera.
       Bisma tenía más de ochenta años y una espalda que parecía siempre doblada bajo una carga de ramas secas: todas las ramas secas acarreadas en su vida desde el bosque hasta el establo. Lo llamaban Bisma por los bigotes que, según dicen, se parecían a los de Bismarck, en sus tiempos; ahora eran un par de bigotes blancos, grasientos y caídos, y era como si fueran a irse al suelo de un momento a otro, igual que todas las partes de su cuerpo. Pero no se le caía nada y Bisma avanzaba arrastrando los pies y bamboleando la cabeza, con esa mirada de los sordos, inexpresiva y un poco desconfiada.
       Reapareció en la boca de la cueva.
       —¡Iih! —lanzó.
       Entonces los otros vieron que se llevaba el mulo y que le había puesto la albarda. El mulo de Bisma parecía más viejo que el amo, el pescuezo chato como una tabla inclinado hasta el suelo y una cautela al moverse como si los huesos protuberantes estuvieran por perforarle la piel y asomarle por las llagas negras de moscas.
       —¿Adónde vas con el mulo, Bisma? —le preguntaron.
       Él meneaba la cabeza, con la boca abierta. No oía.
       —Los sacos —dijo—. Dádmelos.
       —Eh —dijeron—, ¿adónde pretendéis llegar tú y tu rocín?
       —¿Cuántos kilos? —preguntaba Bisma—, ¿eh? ¿Cuántos kilos?
       Le dieron los sacos, le explicaron con los dedos el número de kilos y partió. A cada silbido de granada los hombres desde el umbral de la cueva miraban el camino y la figura torcida que se alejaba: el mulo y el hombre a horcajadas de la albarda parecían en peligro y los dos siempre a punto de caer. Los cañonazos arreciaban más allá, en el camino, alzando una polvareda espesa, iban demoliéndolo delante de los pasos cautos del mulo, o a sus espaldas: y Bisma ni siquiera se volvía. A cada disparo, a cada silbido, los hombres contenían la respiración. «Éste le acierta», decían. Hubo una detonación y desapareció del todo, envuelto en el polvo. Los hombres callaron. Ahora, aplacado el polvo, verían el camino desnudo y ni siquiera sus restos. Pero el hombre y el mulo reaparecieron como fantasmas y siguieron andando despacio, muy despacio. Después del último recodo, no pudieron seguirlos.
       —No saldrá del paso —dijeron los hombres y se volvieron.
       Pero Bisma seguía cabalgando por el pedregoso camino de herradura. El viejo mulo iba adelantando los cascos inseguros por el camino que obstruían las peñas y los derrumbes recientes; el ardor de las llagas bajo la albarda le tensaba la piel. Las explosiones no lo encabritaban: había penado tanto en su vida que nada podía ya impresionarlo. Andaba con el hocico gacho, y su mirada, limitada por las anteojeras negras, hacía observaciones bellísimas: caracoles, el caparazón roto por los proyectiles, que perdían una baba irisada sobre las piedras; hormigueros desventrados con fugas blancas y negras de hormigas y larvas; hierbas arrancadas que alzaban extrañas raíces barbudas como de árboles.
       Y el hombre a horcajadas en la alforja trataba de mantenerse erguido sobre las nalgas flacas, mientras todos sus pobres huesos se sacudían con las asperezas del camino. Pero él había crecido junto a sus mulos y sus ideas eran pocas y resignadas como las de ellos: el pan de su vida siempre se había encontrado en la otra punta de un camino muy fatigoso, el pan para él y también el pan para los demás, hoy el pan para toda Bévera. El mundo, ese mundo silencioso que lo circundaba, ahora parecía tratar de hablarle a él también con confusos retumbos que llegaban hasta sus tímpanos adormecidos, con extrañas conmociones de la tierra. Mientras avanzaba, Bisma veía derrumbarse taludes, nubes que se levantaban de los campos y piedras que volaban, relámpagos rojos que aparecían y desaparecían en la colina; el mundo quería cambiar su vieja cara y mostrar el reverso de las cosas, de las plantas, de la tierra. Y el silencio, el terrible silencio de su vejez, iba fisurándose con esos retumbos lejanos.
       Delante de las patas del mulo saltaban del camino enormes chispas, las narices y las gargantas se llenaron de tierra, una granizada de pedruscos golpeó de costado al hombre y al mulo, mientras las ramas de un gran olivo giraron por el aire sobre su cabeza: pero si el mulo no caía, él no caería. Y el mulo resistió, los cascos enraizados en la tierra rajada, las rodillas a punto de quebrarse. Después se movió despacio, todavía en la polvareda, y siguió adelante.
       Por la noche, arriba, en Bévera, alguien gritó:
       —¡Ahí viene Bisma, ha vuelto! ¡Se salió con la suya!
       Entonces los hombres y las mujeres y los niños salieron de las casas y de las cuevas y vieron al mulo en el último recodo que avanzaba aún más despatarrado bajo el peso de los sacos, y a Bisma detrás, a pie, colgado de la cola, y no se entendía si se hacía arrastrar o si empujaba.
       Grandes fiestas hizo la gente del valle a Bisma que volvía con el pan. La distribución la hicieron en la gran cueva y los habitantes pasaban uno por uno y el del comité les daba un pan por cabeza. Bisma estaba cerca, mascando el suyo con los pocos dientes que le quedaban y mirando las caras de todos.
       Bisma fue a Ventimiglia también al día siguiente. No había ningún otro animal que no despertara la codicia de los alemanes. Y siguió bajando cada día y trayendo el pan, y cada día se salvaba, pasaba incólume bajo las bombas: decían que había hecho un pacto con el diablo.
       Después los alemanes abandonaron la orilla derecha del Bévera, hicieron saltar dos puentes y un tramo del camino, pusieron minas. En un plazo de cuarenta y ocho horas los habitantes debían evacuar el pueblo y la zona. El pueblo lo abandonaron, pero la zona no: se escondieron en los agujeros. Pero estaban aislados, presos entre dos frentes y sin vía de aprovisionamiento. Era el hambre.
       Cuando se supo que el pueblo había sido evacuado, los de las brigadas negras subieron. Cantaban. Uno tenía una cacerolita de pintura y un pincel. Escribió en las paredes: No pasarán, Resistiremos, El Eje no afloja.
       Entretanto daban vueltas por las callejas, la metralleta al hombro, y echaban un vistazo a las casas. Empezaron a probar con algunas puertas, a empellones. En una de ésas apareció Bisma montado en el mulo. Apareció en lo alto de una calle en bajada y avanzaba entre las dos hileras de casas.
       —Eh, ¿adónde vas? —preguntaron los de las brigadas negras.
       Era como si no los viese, el mulo seguía avanzando con paso torcido.
       —¡Eh, estamos hablando contigo!
       El viejo macilento e impasible, trepado en el esqueleto de mulo, parecía un espíritu salido de las piedras de aquel pueblo deshabitado y medio derruido.
       —Es un sordo —dijeron.
       El viejo los miraba, uno por uno. Los de las brigadas negras doblaron por una calleja. Llegaron a una plazoleta; sólo se oía correr el agua de la fuente, y a lo lejos el cañón.
       —Algo me dice que en esa casa hay algo —dijo uno, señalándola.
       Era un chico con una mancha roja debajo del ojo. Entre las casas de la plaza vacía el eco repitió sus palabras una por una. El muchachito hizo un gesto nervioso. El del pincel escribió en una pared semiderrumbada: Honor y lucha. Una ventana que había quedado abierta golpeaba haciendo más ruido que el cañón.
       —Ahora me toca a mí —dijo el de la mancha roja a dos que empujaban una puerta. Apoyó la boca de la metralleta contra la cerradura y disparó una ráfaga. La cerradura quemada cedió. Entonces reapareció Bisma por el lado opuesto a aquel en que lo habían dejado. Parecía pasearse de una punta a la otra del pueblo, montado en esa ruina de mulo.
       —Esperemos a que haya pasado —dijo uno de la brigada negra, y se quedaron delante de la puerta con aire indiferente.
       Roma o Muerte, escribió el del pincel.
       El mulo atravesaba la plaza lentamente; cada paso parecía el último. El hombre montado encima estaba como a punto de dormirse.
       —Vete —gritó el chico de la mancha—. El pueblo ha sido evacuado.
       Bisma no se volvió; parecía decidido a guiar el mulo a través de aquella plaza vacía.
       —Si te encontramos otra vez —insistió el otro—, disparamos.
       Venceremos, escribió el del pincel.
       De Bisma sólo se veía la espalda decrépita sobre aquellas negras patas de mulo casi inmóviles.
       —Vamos allá —decidieron los de las brigadas negras y doblaron bajo una arcada.
       —Hale, no perdamos tiempo. Empecemos por esta casa.
       Abrieron y el de la mancha entró primero. La casa estaba vacía y llena de ecos. Dieron una vuelta por las habitaciones y después salieron.
       —Me dan ganas de prender fuego al pueblo —dijo el manchado.
       Seguiremos adelante, escribió el otro.
       Bisma reapareció en el fondo del callejón. Avanzaba hacia ellos.
       —No lo hagas —dijeron los de las brigadas negras al manchado que apuntaba.
       Duce, escribió el otro.
       Pero el manchado ya disparaba. Murieron juntos hombre y mulo, pero permanecieron un instante de pie. Como si el mulo hubiera caído sobre las cuatro pezuñas y fuera de una sola pieza, con sus patas negras y torcidas. Los de las brigadas negras estaban allí, mirando; el manchado dejó caer la metralleta que estaba sostenida por la correa y le castañeteaban los dientes. Después se inclinaron juntos, hombre y mulo; parecía que fueran a dar un paso más, pero se derrumbaron el uno sobre el otro.
       Los del pueblo fueron por la noche a buscarlos. A Bisma lo enterraron, el mulo lo cocinaron. Era carne dura pero tenían hambre.



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