Isaac Bashevis Singer
(Leoncin, Polonia, 1902 - Surfside, Florida, 1991)


Un amigo de Kafka (1969)
(“A Friend of Kafka”)
Originalmente publicado en The New Yorker (23 de noviembre de 1968, pág. 59);
A Friend of Kafka and Other Stories
(New York: Farrar, Straus & Giroux, 1970)



1

       Mucho antes de leer sus obras, supe de la existencia de Kafka por boca de su amigo Jacques Kohn, quien fue actor del Teatro Yiddish. Y he dicho «fue», porque cuando le conocí llevaba ya años retirado de su profesión. Corrían los primeros años treinta, y el Teatro Yiddish de Varsovia había perdido gran parte de su público. El propio Jacques Kohn era un hombre viejo y derrotado. Pese a que aún vestía como un pisaverde, sus ropas presentaban el aspecto de las prendas muy usadas ya. Lucía monóculo en el ojo izquierdo, anticuado cuello alto (del tipo llamado, en aquel entonces, «matapadres»), zapatos de charol y sombrero hongo. Los cínicos del club de escritores yiddish de Varsovia, que tanto él como yo frecuentábamos, le habían dado el mote de «el Lord». Pese a que su espalda se le encorvaba cada vez más, hacía titánicos esfuerzos para andar con los hombros echados hacia atrás. Peinaba los escasos restos de su amarillento cabello de manera que formara un puente que le cubriera la calva cabeza. Siguiendo las tradiciones teatrales de pasados tiempos, de vez en cuando hablaba en un yiddish germanizante, lo cual hacía de un modo muy principal cuando contaba su amistad con Kafka. Últimamente, Jacques Kohn había comenzado a escribir artículos para los periódicos, pero los directores se los rechazaban unánimemente. Vivía en una buhardilla de la calle Leszno, y estaba siempre enfermo. Los miembros del club le aplicaban la siguiente frase mordaz: Pasa el día en una tienda de oxígeno, de la que sale al anochecer hecho un donjuán.
       Siempre coincidíamos en el club, al caer la tarde. La puerta se abría lentamente y daba paso a Jacques Kohn. Entraba con el aire de una importante celebridad europea que se dignaba visitar el ghetto. Miraba a su alrededor, y en su rostro se dibujaba una mueca, indicativa de que los olores de ajo, arenques y tabaco barato no eran precisamente sus favoritos. Con desdén paseaba la mirada por las mesas cubiertas de periódicos, viejas y rotas piezas de ajedrez, y ceniceros rebosantes de colillas, a cuyo alrededor los miembros del club discutían sin cesar, a gritos, temas literarios. Jacques Kohn sacudía la cabeza, como diciendo: ¿qué cabe esperar de semejantes palurdos? Tan pronto le veía entrar, me metía la mano en el bolsillo para coger entre mis dedos el zloty que siempre me pedía, en concepto de préstamo.
       Aquella tarde, Jacques parecía de mejor humor de lo usual en él. Esbozó una sonrisa, mostrando los falsos dientes de porcelana, que no encajaban debidamente en sus encías, por lo que se movían cuando hablaba, y avanzó lentamente hacia mí, como si se encontrara en mitad de un escenario. Me ofreció su huesuda mano de largos dedos y me dijo:
       —¿Qué tal? ¿Cómo está hoy la gran promesa demuestra literatura?
       —¿Ya empezamos?
       —En modo alguno, mi querido amigo. Se lo he dicho con toda seriedad. Descubro a los hombres con talento tan pronto les echo la vista encima, pese a que yo carezco de él. En 1911, cuando estábamos actuando en Praga, nadie había oído hablar de Kafka. Pues bien, Kafka vino a los camerinos, y en el mismo momento en que le vi comprendí que me encontraba en presencia de un genio. Lo olí de la misma manera que un gato huele las ratas. Y así comenzó nuestra gran amistad.
       Había oído aquella historia mil veces, con otras tantas variantes, pero sabía que no me quedaba más remedio que escucharla otra vez. Se sentó a mi mesa, y Manya, la camarera, nos sirvió sendos vasos de té y galletas. Jacques Kohn alzó las cejas, dejándolas como elevados arcos sobre sus ojos pardoamarillentos, con el blanco cruzado por sanguinolentas venillas. Su expresión parecía decir: ¿Este líquido es lo que los bárbaros denominan té? Echó cinco terrones de azúcar al té y lo removió en movimientos circulares, de dentro afuera, con la cucharilla de hojalata. Con índice y pulgar, de uñas insólitamente largas, partió una galleta y se llevó la porción a la boca, diciendo Nu ja, lo que significaba: El pasado no sirve para llenar el estómago.
       Era todo comedia. Jacques Kohn había nacido en el seno de una familia hasidim, en un pueblecito de Polonia. No se llamaba Jacques, sino Jankel. Sin embargo, había vivido largos años en Praga, Viena, Berlín y París. No siempre había pertenecido a la compañía yiddish, sino que también había actuado en París y Alemania. Fue amigo de muchos hombres célebres. Ayudó a Chagall a encontrar un estudio en BeUeville. Israel Zangwill le había invitado a menudo a su casa. Actuó en una obra dirigida por Reinhardt, y más de una vez comió fiambres con Piscator. Me había mostrado cartas a él dirigidas, no sólo por Kafka, sino también por Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Romain Rolland, Ilya Ehrenburg y Martin Buber. Todos le tuteaban. Cuando nuestra amistad se hizo más íntima, Jacques Kohn me permitió ver fotografías y cartas de famosas actrices con las que había tenido aventuras.
       Para mí, «prestar» un zloty a Jacques Kohn significaba entrar en contacto con la Europa Occidental. Incluso el modo como esgrimía su bastón de puño de plata me parecía cosa de lejanas tierras. Hasta los cigarrillos fumaba con un estilo insólito en Varsovia. Tenía modales en extremo corteses. En las raras ocasiones en que se creyó obligado a reprocharme algo, consiguió ahorrarme la consiguiente humillación por el medio de añadir un cumplido elegante. Lo que más admiraba en Jacques Kohn era su manera de tratar a las mujeres. Yo era muy tímido en mi trato con las muchachas, me ruborizaba, y su sola presencia bastaba para inhibirme, pero Jacques Kohn se mostraba ante ellas con el aplomo de un príncipe. Siempre encontraba algo agradable que decir a las mujeres menós atractivas. Las halagaba a todas, aunque siempre con cierto tonillo de bonachona ironía, adoptando la actitud del hedonista estragado que ya lo ha probado todo.
       A mí me habló con toda franqueza.
       —Mi joven y querido amigo, la verdad es que soy prácticamente impotente. La impotencia siempre comienza con la aparición de unos gustos en exceso refinados. Cuando uno tiene hambre de veras no necesita caviar y turrón. Y yo he llegado ya a un punto en que no hay mujer que me parezca realmente atractiva. No hay defecto que se oculte a mi vista. Y esto es impotencia. Los vestidos y los corsés son transparentes para mí. No hay perfume ni colorete que me engañe. No me queda ni un diente, pero cuando una mujer abre la boca veo el más leve empaste. Lo cual, dicho sea incidentalmente, era el gran problema de Kafka en cuanto escritor. Kafka veía todos los defectos, los ajenos y los propios. En su mayor parte, la literatura es obra de plebeyos y chapuceros tales como Zola y D’Annunzio. En el teatro, yo veía los mismos defectos que Kafka veía en la literatura, y esto nos unió mucho. Kafka ensalzaba hasta extremos increíbles nuestras lamentables obras en yiddish. Se enamoró locamente de una actriz pedante y melodramática, madame Tschissik. Cuando pienso que Kafka amó a aquel ser y lo hizo objeto de sus sueños, siento lástima hacia los humanos y sus ilusiones. En fin, la inmortalidad no es demasiado remilgada. Todos los que, por una razón u otra, han sido íntimos de un gran hombre entran con él en el ámbito de la inmortalidad, y, a veces, lo hacen calzados con las más burdas botas. A propósito, ¿me preguntó usted, mi querido amigo, cuál es la fuerza que me impele a seguir luchando? ¿Sí, o son imaginaciones mías? ¿Me preguntó acaso qué es lo que me permite soportar la pobreza, la enfermedad, y, peor todavía, la desesperanza? ¡Buena pregunta, mi joven y querido amigo! Es la misma que me formulé cuando leí por vez primera el Libro de Job. ¿Por qué siguió viviendo y sufriendo? ¿Para tener más hijas, más asnos y más camellos? No. La verdad es que Job siguió adelante por amor al juego de vivir, al juego en sí mismo. Todos jugamos al ajedrez con el Destino. El Destino mueve una pieza, y nosotros movemos otra. El Destino intenta darnos jaque mate en tres jugadas, y nosotros intentamos impedírselo. Nos consta que no podemos ganar, pero sentimos la necesidad de oponer resistencia. Mi adversario en este juego de ajedrez es un ángel muy duro de pelar. Ataca a Jacques Kohn con todos los medios, todos los trucos y las argucias a su disposición. Ahora, estamos en pleno invierno; incluso con la estufa encendida hace frío; pues bien, mi estufa lleva meses estropeada, y el casero se niega a repararla. Además, si la estufa funcionara, de nada me serviría porque no tengo dinero para comprar carbón. Mi querido y joven amigo, si no ha vivido en una buhardilla ignora usted la fuerza de los vientos. Los cristales de las ventanas retiemblan incluso en verano. A veces, un gato vagabundo se sube al tejado debajo de mi ventana y se pasa la noche gimiendo como una mujer en parto. Yo me quedo bajo las mantas, tiritando de frío, mientras el gato maúlla llamando a una gata, aunque quizá sean tan sólo lamentos provocados por el hambre. Cierto es que podría darle algo que comer para que se tranquilizara un poco, y que también podría asustarle, pero no lo hago porque temo quedarme helado si abandono el lecho, ya que me envuelvo con cuantos harapos tengo, incluso con periódicos viejos, de modo y manera que me encuentro metido dentro de un capullo que el más leve movimiento puede desbaratar. De todos modos, mi querido amigo, debe usted reconocer que, caso de jugar al ajedrez, más vale hacerlo con un adversario de nota que con un maleta. Admiro a mi adversario. A veces su ingenio me pasma. Está ahí sentado, en un despacho del tercero o séptimo cielo, en ese departamento de la Providencia que rige nuestro minúsculo planeta, y sólo tiene una misión: atrapar a Jacques Kohn. Las órdenes que ha recibido son: raja el tonel, pero no permitas que el vino se derrame. Y esto es exactamente lo que hace. No sé cómo se las arregla para mantenerme vivo, es un milagro. Me avergonzaría decirle, mi querido amigo, la cantidad de medicamentos que tomo, la cantidad de píldoras que me trago. Suerte que tengo un amigo farmacéutico, ya que si no fuera así no podría comprar tanto potingue. Antes de acostarme, me trago las píldoras esas, de una en una, en seco. Sí, porque si bebo orino. No ando muy bien de la próstata, e incluso sin beber tengo que levantarme varias veces, por la noche. En la oscuridad, las categorías de Kant dejan de tener aplicación. El tiempo deja de ser tiempo y el espacio deja de ser espacio. De noche, uno sostiene algo en la mano, y, de repente, deja de sostenerlo. Encender mi lámpara de gas no es una tontería, ni mucho menos. Las cerillas desaparecen constantemente. La buhardilla está atestada de demonios. De vez en cuando, me dirijo a alguno de ellos: «¡Eh, tú, Vinagre, hijo del Vino! ¿Quieres dejar de gastarme tus pesadas bromas?». No hace mucho, en plena noche, oí que golpeaban la puerta de mi buhardilla, y con los golpes una voz de mujer. No pude discernir si la mujer reía o lloraba. Y para mis adentros, me dije: «¿Quién será? ¿Será Lilith? ¿Namah quizá? ¿O Machlath, la hija de Ketev M’riri?». En voz alta, grité: «Señora, se equivoca, no es aquí». Pero la mujer siguió con sus golpes. Entonces, oí un gemido y el sonido de un cuerpo desplomándose. No me atrevía a abrir la puerta. Comencé a buscar las cerillas, y, por fin, descubrí que las tenía en la mano. Salté de la cama, encendí la lámpara de gas, y me puse la bata y las zapatillas. Sin querer, vi por un instante mi cuerpo reflejado en el espejo, y la visión me asustó. Tenía la cara verde y sin afeitar. Abrí la puerta, y vi a una mujer joven, descalza, con abrigo de piel de marta y camisón. Estaba pálida, y llevaba en desorden su larga cabellera rubia. Le dije: «Señora, ¿qué le ocurre?». Y ella repuso: «Cierta persona ha intentado asesinarme, por favor déjeme entrar, me iré tan pronto amanezca». De buena gana le hubiera preguntado quién era esa persona que la quería matar, pero no lo hice porque vi que estaba medio helada. Y también borracha, probablemente. La dejé entrar, y advertí que llevaba una pulsera con grandes diamantes. Le advertí: «No tengo calefacción…». Y ella repuso: «Más vale esto que morir en la calle». Bueno, y allí quedamos los dos. ¿Qué iba yo a hacer con aquella mujer? Sólo tengo una cama. No bebo, ya que el médico me lo ha prohibido, pero un amigo me había regalado una botella de coñac, y aún me quedaban unas cuantas galletas resecas y rancias. Le di una copa y una galleta. El alcohol pareció reanimarla un poco. Le pregunté: «¿Vive usted en esta casa, señora?». Dijo: «No; vivo en el bulevar Ujazdowskie». Al momento comprendí que se trataba de una aristócrata. Sin apenas darnos cuenta trabamos conversación, y supe que era condesa, viuda, y que su amante vivía en mi casa. También era miembro de la nobleza, aunque por su mal vivir había sido excluido de los ambientes nobiliarios. Había cumplido un año de presidio en la Ciudadela por intento de asesinato. Este hombre no podía visitar a su amante porque ésta vivía con su suegra, y, en consecuencia, ella era quien le visitaba a él. Aquella noche, en un arranque de celos, aquel hombre la había golpeado y le había puesto la boca del revólver junto a la sien. Para abreviar, diré que la mujer consiguió coger el abrigo y salir corriendo de la casa de su amante. Llamó a la puerta de varios vecinos, pero ninguno la dejó entrar, y así llegó a la buhardilla. Le dije: «Señora, su amante seguramente sigue buscándola… ¿y si la encuentra?, yo he dejado de ser lo que se llama un guerrero, ¿sabe?». Repuso: «No se atreverá a armar escándalo, porque está en libertad vigilada; he terminado con él para siempre; por favor no me abandone en plena noche…». Le pregunté: «¿Y cómo se las arreglará para ir mañana a su casa?». Contestó: «No lo sé; estoy harta de vivir, sí, pero no quiero morir a manos de este hombre». Le dije: «En fin, de todos modos no voy a poder dormir, así es que le ruego acepte mi cama y yo descansaré en una silla». Se negó: «No, no puedo aceptarlo, usted ya no es joven y tiene mal aspecto, vaya a su cama, y yo me sentaré en la silla». Discutimos largamente el asunto, y, al fin, decidimos acostarnos juntos. La tranquilicé: «No tema, soy viejo, y ya no puedo satisfacer a una mujer». Quedó convencida de la verdad de mis palabras… Bueno… ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Pues el caso es que me encontré en cama, en compañía de una condesa cuyo amante podía derribar la puerta de un momento a otro. Nos cubrimos con mis dos únicas mantas, y no me preocupé de formar el usual capullo dentro del que duermo. Me sentía tan nervioso e inquieto que hasta del frío me olvidé. Además, no dejaba de tener conciencia de que la mujer estaba allí, a mi lado. De su cuerpo emanaba un extraño calor distinto a cuanto había yo conocido hasta entonces, o quizá todo se debía a que ya había perdido el recuerdo de esas cosas. ¿Acaso mi adversario en la constante partida de ajedrez me tendía una nueva celada? Durante los últimos años, mi adversario había jugado sin gran encono. Sí, porque, como usted sabe muy bien, mi querido amigo, también hay lo que podríamos llamar ajedrez humorístico. Según me han dicho, Nimzowitsch a veces gastaba bromas a sus adversarios. Y en los viejos tiempos, Morphy tuvo fama de ser un humorista del ajedrez. In mente, dije a mi adversario: «Buena jugada, jugada de maestro…». Y, entonces, me di cuenta de que sabía quién era el amante de la condesa. Me había cruzado con él en la escalera más de una vez. Era un gigante con cara de asesino. Qué final tan divertido… ¡Jacques Kohn, despenado por un Otelo polaco! Me eché a reír y la condesa se echó también a reír. La abracé y la retuve junto a mí. No se resistió. De repente, ocurrió un milagro. ¡Volvía a tener vigor viril! En cierta ocasión, al atardecer de un jueves, me encontraba yo ante el matadero de un pueblecito, y vi como un toro cubría a una vaca, antes de que uno y otra fueran sacrificados para la celebración de la fiesta del Sábado. Nunca sabré la razón por la que la condesa consintió. Quizá lo hizo para vengarse de su amante. La condesa me besaba y musitaba dulces frases a mi oído. Entonces oímos unos pesados pasos. Alguien golpeó con el puño la puerta de la buhardilla. La mujer rodó por la cama y cayó al suelo. Sentí deseos de recitar la oración de los moribundos, pero me daba vergüenza presentarme ante Dios hallándome en aquellas circunstancias. Bueno, más que vergüenza de presentarme ante Dios era vergüenza a presentarme ante mi burlón adversario en la partida de ajedrez. ¿Cómo iba yo a darle semejante placer? Incluso el melodrama tiene sus límites. El animal al otro lado de la puerta seguía golpeando, y yo me maravillaba de que la puerta no hubiera cedido ya a sus golpes. Ahora le propinaba patadas. La puerta gemía, pero seguía resistiendo. Entonces, el ruido cesó. Otelo se había ido. La mañana siguiente llevé la pulsera de la condesa a una casa de empeños. Con el dinero obtenido, compré a mi heroína un vestido, ropa interior y zapatos. El vestido no le caía bien y los zapatos tampoco eran de su medida, pero, a fin de cuentas, lo único que tenía que hacer era cruzar la acera y subir a un taxi, a menos que su amante la estuviera acechando en la escalera. Pero, cosa curiosa, el individuo desapareció aquella noche, y nunca más se supo de él. Antes de irse, la condesa volvió a besarme y me rogó encarecidamente que la visitara, pero, a pesar de todo, no soy tan insensato como eso. El Talmud dice: «Los milagros no ocurren todos los días». Bueno, y lo curioso es que Kafka, pese a su juventud, vivía atormentado por esas mismas inhibiciones que son la tortura de mi ancianidad. A Kafka estas inhibiciones le tenían paralizado, tanto en materia literaria como en cuestiones carnales. Ansiaba amar, pero huía del amor. Escribía una frase e inmediatamente la tachaba. También Otto Weininger era así, loco y genial. Le conocí en Viena. No cesaba de prodigar aforismos y paradojas. Dijo una frase que jamás olvidaré: «Dios no creó las chinches». Es preciso haber vivido en Viena para comprender estas palabras. ¿Quién creó a las chinches? ¡Mire, ahí llega Bamberg! Fíjese en su modo de avanzar, inseguro, con esas piernecillas tan cortas, como un cadáver que se negara a bajar a la tumba… ¿Por qué andará ese hombre zascandileando por ahí toda la noche? ¿Por qué se empeña en ir a los cabarets cuando ya no pueden divertirle? Los médicos le desahuciaron hace ya años, cuando aún estábamos en Berlín. Pero esto no le impidió estar sentado en el Romanisches Café hasta las cuatro de la madrugada, charlando con las rameras. Una vez, Granat, el actor, anunció que iba a dar una fiesta —una verdadera orgía— en su casa, y, entre otros, invitó a Bamberg. Granat encomendó a todos los hombres que acudieran con una señora, fuese la propia, fuese una amiga. Pero Bamberg no tenía esposa ni amante, por lo que contrató a una furcia para que le acompañara. Tuvo que comprarle también un vestido de noche. Los invitados eran, exclusivamente, escritores, profesores, filósofos, y los clásicos individuos que van siempre detrás de los intelectuales. Todos habían tenido la misma idea que Bamberg y vinieron con prostitutas. También fui. Acudí en compañía de una actriz de Praga, vieja amiga mía. ¿Conoce usted a Granat, mi querido y joven amigo? ¿No? Pues es un salvaje. Bebe el coñac como si fuera agua, y es capaz de comerse como si tal cosa una tortilla de diez huevos. Tan pronto los invitados hubimos llegado, Granat se desnudó y comenzó a bailar como un loco con las furcias, sólo para impresionar a los invitados intelectuales. Al principio, éstos estuvieron sentados, mirando el espectáculo. Al cabo de un rato comenzaron a hablar de sexualidad. Nietzsche decía esto o decía lo otro… Quienes no lo hayan presenciado difícilmente podrán imaginar lo ridículos que pueden llegar a ser los genios esos. Y, de repente, Bamberg se sintió enfermo. Se puso verde como el césped y echó a sudar. Me dijo: «Jacques, todo ha terminado para mí, ¡buen sitio en el que morir!». Padecía un ataque de riñón o de hígado. Le saqué de allí y le llevé a un hospital. A propósito, mi querido y joven amigo, ¿puede prestarme un zloty?
       —No uno, sino dos.
       —¡Qué! ¿Es que ha asaltado el Banco Polski?
       —He vendido un cuento.
       —Enhorabuena. Cenemos juntos. Le invito.


2

       Mientras cenábamos, Bamberg se acercó a nuestra mesa. Era un hombre menudo, con palidez de tuberculoso, encorvado y patizambo. Calzaba zapatos de charol, con botines. En su cráneo puntiagudo aún quedaban algunos cabellos grises. Tenía un ojo mayor que el otro, y el ojo mayor era saltón, rojo, y como aterrado por la visión de sí mismo, a cargo del otro ojo. Apoyó sus manos pequeñas y huesudas en la mesa, e inclinándose hacia delante, dijo con voz cascada:
       —Jacques, ayer leí ese libro que me prestaste, El castillo de Kafka. Interesante, muy interesante, pero ¿qué pretende decir? Es demasiado largo por tratarse de un sueño. Las alegorías deben ser cortas.
       Jacques Kohn tragó rápidamente la comida que estaba masticando y dijo:
       —Siéntate. Los grandes maestros no están obligados a plegarse a la preceptiva.
       —Hay ciertas reglas que incluso los grandes maestros deben seguir. Ninguna novela debe ser más larga que Guerra y paz. Incluso Guerra y paz es demasiado larga. Si la Biblia tuviera dieciocho volúmenes, habría caído en el olvido hace ya tiempo.
       —El Talmud tiene treinta y seis volúmenes, y los judíos no lo han olvidado.
       —Los judíos recuerdan demasiado. Ésta es nuestra mayor desgracia. Hace dos mil años nos echaron de Tierra Santa y ahora intentamos volver. ¿No crees que es una locura? Si nuestra literatura reflejara este demencial estado de nuestras mentes sería una gran literatura. Pero nuestra literatura es increíblemente sensata. En fin, más vale dejarlo.
       Bamberg se irguió, y, con un esfuerzo, frunció el entrecejo. A pasos menudos, arrastrando los pies, se alejó de nuestra mesa. Se acercó al gramófono y puso un disco de baile. En el club de escritores se sabía que Bamberg no había escrito ni media palabra en muchos años. En su ancianidad, aprendía a bailar, influido por la filosofía de su amigo, el doctor Mitzkin, autor de La entropía de la razón. En esta obra, el doctor Mitzkin intentaba demostrar que la inteligencia humana está en quiebra, y que la verdadera sabiduría sólo puede alcanzarse por la pasión.
       Jacques Kohn sacudió pesaroso la cabeza:
       —Un Hamlet de vía estrecha. Kafka temía llegar a ser un Bamberg, y esto fue lo que le impulsó a autodestruirse.
       Le pregunté:
       —¿Le ha llamado la condesa?
       Jacques Kohn extrajo el monóculo del bolsillo, se lo encajó y dijo:
       —Y si hubiera llamado, ¿qué? En mi vida, todo se deshace en palabras. Todo palabras, palabras… En realidad, esta es la teoría del doctor Mitzkin: el hombre terminará siendo una máquina de palabras. Sí, y ahora recuerdo que el doctor Mitzkin también asistió a la orgía de Granat. Llegó a practicar lo que predicaba, pero también fue capaz de escribir La entropía de la pasión. Pues sí, la condesa me visita de vez en cuando. También ella es una intelectual, aunque sin intelecto. En realidad, pese a que las mujeres hacen cuanto pueden para poner de relieve los encantos de sus cuerpos, saben tan poco acerca del significado de la sexualidad como acerca del significado del intelecto. Por ejemplo, fijémonos en la señora Tschissik. ¿Qué tuvo aquella mujer, salvo su cuerpo? Ahora bien, más valía no preguntarle qué es un cuerpo, en realidad. Actualmente, es una mujer fea. Cuando era actriz, en los tiempos de Praga, aún conserva un algo… Yo era el primer actor. Ella era una actriz de segundo orden, con apenas una chispita de talento. Fuimos a. Praga con la idea de ganar algún dinero, y allí encontramos a un genio, a un homo sapiens en su cumbre de actividad de autotortura. Kafka quería ser judío, pero no sabía cómo. Quería vivir, pero tampoco sabía cómo. En cierta ocasión le dije: «Franz, eres joven, haz lo que todos hacemos». Había en Praga un prostíbulo en el que me conocían bien, y convencí a Kafka de que fuera conmigo a ese sitio. Kafka todavía era virgen. Prefiero no hablar de la muchacha con la que estaba prometido en matrimonio. Kafka vivía hundido hasta el cuello en el barro burgués. Los judíos de su círculo tenían un ideal, el ideal de convertirse en gentiles, y no en gentiles polacos, sino en gentiles alemanes. En resumen, convencí a Kafka de que debía intentar aquella aventura. Le llevé a una oscura calleja, en el ghetto antiguo, en donde se encontraba el prostíbulo. Subimos los empinados peldaños. Abrí la puerta. Parecía un escenario, con las rameras, los chulos, los visitantes y la madama. Jamás olvidaré aquel instante. Kafka se echó a temblar y me tiró de la manga. Luego dio media vuelta y bajó las escaleras tan de prisa que temí se quebrara una pierna. Al llegar a la calle se detuvo y vomitó como un colegial. De regreso, pasamos ante una vieja sinagoga, y Kafka comenzó a hablar del golem. Kafka creía en el golem e incluso estaba convencido de que el futuro nos depararía otro golem. Forzosamente tenía que haber palabras mágicas-capaces de convertir un montón de arcilla en un ser vivo. ¿Acaso Dios, según nos dice la Cábala, no creó el mundo por el medio de pronunciar sagradas palabras? Al principio era el Logos. Sí, todo no es más que un inmenso juego de ajedrez. Siempre temí a la muerte, pero ahora que estoy con un pie en la tumba he dejado de temerla. No cabe duda de que mi adversario planea jugar lentamente. Seguirá con su táctica de quitarme todas mis piezas, una a una. Primero, me quitó mi arte de actor, luego me convirtió en pseudoescritor. Y tan pronto hizo esto último, me dio esa parálisis que afecta a algunos artistas de la pluma, incapaces de escribir media palabra. A continuación, me privó de mi vigor viril. Sí, ya sé que aún falta mucho para el jaque mate, y esto me da cierta fuerza. Que hace frío en mi dormitorio, pues bien, que siga haciendo frío. Que hoy no tengo ni para cenar, pues bien, nadie se muere por no cenar un día. Él me ataca y yo contraataco. Hace algún tiempo, regresé a casa a última hora de la noche. Hacía un frío terrible, y, de repente, me di cuenta de que me había olvidado la llave. Desperté al portero, pero resultó que no tenía llave. El portero apestaba a vodka y su perro me mordió un pie. En otros tiempos me hubiera desesperado, pero en esta ocasión dije a mi adversario: «Si quieres que coja una pulmonía, te diré que no tengo nada que objetar». Me alejé de casa y me fui a la estación de Viena. El viento casi me llevó en volandas. Fui a pie porque, a aquella hora de la noche, hubiera tenido que esperar tres cuartos de hora para coger el tranvía. Al pasar ante la asociación de actores vi luz en una ventana. Cuando subí los peldaños, la punta de mi pie tropezó con algo que produjo un sonido metálico. Me incliné y vi que era una llave. ¡Mi llave! Las probabilidades de que encontrara la llave de mi casa en aquella oscura escalera eran una entre mil millones, pero, al parecer, mi adversario temía que rindiera el alma antes de que él estuviera dispuesto a recibirla. ¿Fatalismo? Bueno, pues sí, también se le puede llamar fatalismo.
       Jacques Kohn se levantó, excusándose, para efectuar una llamada telefónica. Me quedé sentado, y observé a Bamberg quien, con las piernas temblorosas, bailaba con una dama del mundo literario. Bamberg tenía los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en el pecho de la señora, como si fuera una almohada. Causaba la impresión de bailar y dormir, al mismo tiempo. Jacques Kohn tardó mucho en volver, mucho más de lo que es necesario para llamar por teléfono. Cuando regresó, su monóculo rebrillaba.
       Dijo:
       —¿A que no adivina quién se encuentra en la otra sala? ¡Madame Tschissik! ¡El gran amor de Kafka!
       —¿De veras?
       —Efectivamente. Creo que ya le he hablado de ella… Vamos allá, quiero que la conozca.
       —No.
       —¿Por qué? ¡Una mujer amada por Kafka merece ser conocida!
       —No me interesa.
       —Es usted un hombre tímido, ésta es la razón de su actitud. También Kafka era tímido, tímido como un estudiante de yeshiva. En cambio, yo nunca he sido tímido, y quizá sea ésta la razón de que nunca haya llegado a nada. Mi querido y joven amigo, necesito veinte groschen más, diez para el portero de este edificio y diez para el portero del mío. Sin dinero no puedo volver a casa.
       Saqué unas monedas del bolsillo y se las di.
       —¿Tanto me da? Realmente parece que haya asaltado un banco… ¡Cuarenta y seis groschen! ¡Así, como si tal cosa! En fin, si hay Dios, no tengo la menor duda de que le recompensará. Y si no hay Dios, ¿quién es ése que juega al ajedrez con Jacques Kohn?


(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Elizabeth Shub).



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