Herman
Melville
(1819-1891
Bartleby (1853)
(“Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street”
Originalmente publicado, de forma anónima, en dos partes en Putnam’s Magazine
(noviembre y diciembre, 1853);
The Piazza Tales (1856), con algunas variaciones.
Soy un hombre de cierta edad.
En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en
íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual,
entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o
copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y
particularmente, y podría referir diversas historias que harían
sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales.
Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos
episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más
extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas
yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede
hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y
satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable
para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es
indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De
Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo
un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense,
tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos
míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi
ambiente general. Esa descripción es indispensable para una
inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer
lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la
vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una
profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la
turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz.
Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un
jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena
tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las
hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones.
Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El
finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos
entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la
prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero
registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran
desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me
gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro
acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la
buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que
narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable.
Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de
Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil,
pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras
veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los
abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que
considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por
la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por
descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí
los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto
en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada
de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que
abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien
manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación.
Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un
contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor
obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por
la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un
telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio
de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa
de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta
pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al
advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes,
y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el
segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es
fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres,
mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus
respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso,
de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana,
podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce —su
hora de almuerzo— resplandecía como una hornalla de carbones de
Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual)
hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario
de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía
ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día
siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
En el decurso de mi vida he
observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el
hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz,
emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período
durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada
para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán
u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico.
Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y
disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero.
Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por
él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía
a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En
tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si
se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un
ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las
rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de
ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de
la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado
en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y
siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de
despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a
pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía
obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues
aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más
reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la
menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por
eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto
a no perderlos —pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras
maneras después del mediodía— y corno hombre pacífico, poco
deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias,
resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados),
sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a
envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no
necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del
almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora
del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su
rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga
regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que
si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más
indispensables no serían de tarde?
—Con toda deferencia, señor —dijo
Turkey entonces—, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y
despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y
bizarramente arremeto contra el enemigo, así —e hizo una violenta
embestida con la regla.
—¿Y los borrones? —insinué
yo.
—Es verdad, pero con todo
respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo.
Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden
reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una
página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos
envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos
personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no
irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le
confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista,
era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo
pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos:
la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta
impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada
usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la
redacción original de documentos legales. La indigestión se
manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio
rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia;
innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de
sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel
de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica,
nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas
debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta
ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero
todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la
cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía
como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como
escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa
al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le
dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que
quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa
de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza,
tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y
trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo
le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en
los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel.
Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo
visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi
cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero
con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como
su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra
clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además,
siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi
oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el
descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y
olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus
sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras
sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y
deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas
entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él
respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que
un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una
cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez,
Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno
le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un
sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello
hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y
moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho
de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un
pernicioso efecto sobre él —según el principio de que un exceso de
avena es perjudicial para los caballos—. De igual manera que un
caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey
mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien
perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la
continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a
Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en
otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia
naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había
suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda
bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de
mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa,
estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo
sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser
voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo
que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí
que, debido a su causa primordial —la mala digestión—, la
irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más
notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y
como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de
mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos.
Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de
turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las
circunstancias era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista,
era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de
ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante.
Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero,
barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un
escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su
cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de
nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del
derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la
que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas
y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es
tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus
gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos
cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger
Nut ese bizcocho especial —pequeño, chato, redondo y sazonado con
especias— cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando
había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran
obleas —lo cierto es que por un penique venden seis u ocho—, y el
rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar
las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los
fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció
con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un
título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me
desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:
—Con permiso, señor, creo que
he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.
Mis primitivas tareas de escribano
de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos
recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el
nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho
trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo
empleado.
En contestación a mi aviso, un
joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba
abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra,
lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre
su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre
de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en
el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una
puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada
por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas
estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón
junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre
tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su
escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que
originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos,
pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba
alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había
una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios,
como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo
fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente
aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de
mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió
extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que
copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la
digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la
luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera
encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero
escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas
del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por
palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan
mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el
original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que
para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo,
no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a
cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra
apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar
algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este
propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás
del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales.
Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar
lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía
entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en
la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en
el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia
en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al
surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin
dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le
dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo.
Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su
ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
—Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio
perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió
que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis
palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con
claridad se repitió la respuesta:
—Preferiría no hacerlo.
—Preferiría no hacerlo —repetí
como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a
grandes pasos—. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito
que me ayude a confrontar esta página: tómela —y se la alcancé.
—Preferiría no hacerlo —dijo.
Lo miré con atención. Su rostro
estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo
denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor
incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si
hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo
lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias,
hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de
Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo
mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto
es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes.
Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en
el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el
escrito.
Pocos días después, Bartleby
concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de
testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de
la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una
gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a
Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando
poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo
leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en
fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby
que se uniera al interesante grupo.
—¡Bartleby!, pronto, estoy
esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre
el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su
ermita.
—¿En qué puedo ser útil? —dijo
apaciblemente.
—Las copias, las copias —dije
con apuro—. Vamos a examinarlas. Tome —y le alargué la cuarta
copia.
—Preferiría no hacerlo —dijo,
y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí
en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses
sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo
de esa extraordinaria conducta.
—¿Por qué rehúsa?
—Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre, me
hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones,
y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo
en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de
manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con
él.
—Son sus propias copias las que
estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen
bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas
están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar?
¡Conteste!
—Prefiero no hacerlo —replicó
melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él,
consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero
el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión;
pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a
contestar de ese modo.
—¿Está resuelto, entonces, a
no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre
y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que
en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien
contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea
de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que,
por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón
están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos
para que de algún modo lo refuercen.
—Turkey —dije—, ¿qué
piensa de esto? ¿Tengo razón?
—Con todo respeto, señor —dijo
Turkey en su tono más suave—, creo que la tiene.
—Nippers. ¿Qué piensa de esto?
—Yo lo echaría a puntapiés de
la oficina.
El sagaz lector habrá percibido
que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en
términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O
para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers
estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.
—Ginger Nut —dije, ávido de
obtener en mi favor el sufragio más mínimo—, ¿qué piensas de
esto?
—Creo, señor, que está un poco
chiflado —replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
—Está oyendo lo que opinan —le
dije, volviéndome al biombo—. Salga y cumpla con su deber.
No condescendió a contestar. Tuve
un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez
decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un
poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby,
aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que
este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose
en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus
dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota
testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era
la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de
otro.
Mientras tanto, Bartleby seguía
en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.
Pasaron algunos días, en los que
el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta
extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás
iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás,
que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela
perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut
solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una
señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina,
haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos
de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como
jornal.
Vive de bizcochos de jengibre,
pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser
vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que
bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un
exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el
jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor.
Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era
Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no
ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería
que no lo ejerciera.
Nada exaspera más a una persona
seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es
inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el
primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su
imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y
sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es
evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente
prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme
bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente,
será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre.
Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de
amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me
costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi
alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero
no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía
exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en
un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa
correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de
encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de
jabón Windsor.
Una tarde, el impulso maligno me
dominó y tuvo lugar la siguiente escena:
—Bartleby —le dije—, cuando
haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.
—Preferiría no hacerlo.
—¿Cómo? ¿Se propone persistir
en ese capricho de mula?
Silencio.
Abrí la puerta vidriera, y
dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
—Bartleby dice por segunda vez
que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?
Hay que recordar que era de tarde.
Turkey resplandecía como una
marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las
manos sobre sus papeles borroneados.
—¿Qué pienso? —rugió Turkey—.
¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie
y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer
efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado
la belicosidad de Turkey después de almorzar.
—Siéntese, Turkey —le dije—,
y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No
estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
—Discúlpeme, esto tiene que
decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y
ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de
un capricho pasajero.
—¡Ah! —exclamé—, es raro
ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada
indulgencia.
—Es la cerveza —gritó Turkey—,
esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos
juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo
negro?
—Supongo que se refiere a
Bartleby. No, hoy no. Turkey —repliqué—, por favor, baje esos
puños.
Cerré las puertas y volví a
dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte.
Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no
abandonaba nunca la oficina.
—Bartleby —le dije—. Ginger.
Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? —era a tres minutos de
distancia— y vea si hay algo para mí.
—Preferiría no hacerlo.
—¿No quiere ir?
—Lo preferiría así.
Pude llegar a mi escritorio, y me
sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría
alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio
tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?
—¡Bartleby!
Silencio.
—¡Bartleby! —más fuerte.
Silencio.
—¡Bartleby! —vociferé.
Como un verdadero fantasma,
cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer
llamado.
—Vaya al otro cuarto, y dígale
a Nippers que venga.
—Preferiría no hacerlo —dijo
con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.
—Muy bien, Bartleby —dije con
voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el
inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese
momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como
se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero
y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.
¿Lo confesaré? Como resultado
final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado
Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de
cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento,
permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era
transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor
agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el
más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería
que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría
de modo terminante.
Con el tiempo, me sentí
considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta
de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un
sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en
todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar
siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día,
y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su
honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban
perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no
podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era
muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y
excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las
cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de
despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en
breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de
un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del
biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo;
y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas
comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una
perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva
repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo
repitiera la distracción.
Debo decir que, según la
costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios
densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba
una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo
una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento.
Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la
cuarta no sé quién la tenía.
Ahora bien, un domingo de mañana
se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso
predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi
oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura,
encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi
girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la
puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un
raro y andrajoso deshabillé.
Se excusó, mansamente: dijo que
estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento.
Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la
manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.
La inesperada aparición de
Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica
indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo
tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y
cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión
contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su
maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque
considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite
a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de
sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby
podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo
deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso
quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby
fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí?
¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente
decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un
estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en
Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día
con tareas profanas.
Con todo, mi espíritu no estaba
tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi
puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no
se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del
biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo
examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber
comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla,
cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado
mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada.
Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío
una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata,
jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de
jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que
Bartleby ha estado viviendo aquí .
Entonces, me cruzó el
pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan
reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué
terrible!
Los domingos, Wall Street es un
desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una
desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle
de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el
domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar,
único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de
inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!
Por primera vez en mi vida una
impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí.
Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no
desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al
abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby,
éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros
dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el
Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista,
reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el
mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso
juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones —quimeras,
indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo— me llevaron a
pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby.
Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la
pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes,
extendida en su estremecida mortaja.
De pronto, me atrajo el escritorio
cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.
No me llevaba, pensé, ninguna
intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además,
el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a
revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden.
Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados,
examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo
pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era
una caja de ahorros.
Entonces recordé todos los
tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que
sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de
sobra, nunca lo había visto leer —no, ni siquiera un diario—; que
por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del
biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca
visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro
indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o
café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que
nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado
decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en
el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de
mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de
descolorida —¿cómo diré?— de descolorida altivez, digamos, o
austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con
sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque
su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo,
entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Meditando en esas cosas, y
ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi
oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones,
meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació
en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura
melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de
Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se
convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.
Tan cierto es, y a la vez tan
terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de
la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos
especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se
debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de
cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando
se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido
común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me
convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e
incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le
dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi
propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me
incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi
casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví:
lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida,
etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y
suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de
veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no
necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que
necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le
pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento
dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba
ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.
La mañana siguiente llegó.
—Bartleby —dije, llamándolo
comedidamente.
Silencio.
—Bartleby —dije en tono aún
más suave— venga, no le voy a pedir que haga nada que usted
preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó
silenciosamente.
—¿Quiere decirme, Bartleby,
dónde ha nacido?
—Preferiría no hacerlo.
—¿Quiere contarme algo de
usted?
—Preferiría no hacerlo.
—Pero ¿qué objeción razonable
puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró.
Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo
detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
—¿Cuál es su respuesta,
Bartleby? —le pregunté, después de esperar un buen rato, durante
el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo
temblor en sus labios descoloridos.
—Por ahora prefiero no contestar
—dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso,
pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar
en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida
si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había
recibido de mi parte.
De nuevo me quedé pensando qué
haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina
yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó
en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo
sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el
más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla
detrás de su biombo, me senté y le dije:
—Dejemos de lado su historia,
Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo
posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o
pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par
de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?
—Por ahora prefiero no ser un
poco razonable —fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento
se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima,
contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión
más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de
Bartleby.
—«¿Prefiere no ser
razonable?» —gritó Nippers—. Yo le daría preferencias, si fuera
usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? —Bartleby
no movió ni un dedo.
—Señor Nippers —le dije—,
prefiero que, por el momento, usted se retire.
No sé cómo, últimamente, yo
había contraído la costumbre de usar la palabra preferir.
Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado
seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda
aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi
determinación de emplear medidas sumarias.
Mientras Nippers, agrio y
malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.
—Con todo respeto, señor —dijo—,
ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera
tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo
habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
—Parece que usted también ha
adopta do la palabra —dije, ligeramente excitado.
—Con todo respeto. ¿Qué
palabra, señor? —preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en
el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a
empujar al amanuense.
—¿Qué palabra, señor?
—Preferiría quedarme aquí solo
—dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su
retiro.
—Esa es la palabra, Turkey, ésa
es.
—¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí,
curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si
prefiriera...
—Turkey —interrumpí—,
retírese, por favor.
—Ciertamente, señor, si usted
lo prefiere.
Al abrir la puerta vidriera para
retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me
preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto
documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se
veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi
deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había
influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis
dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que
Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente
a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que
había resuelto no escribir más.
—¿Por qué no? ¿Qué se
propone? —exclamé—. ¿ No escribir más?
—Nunca más.
—¿Y por qué razón?
—¿No la ve usted mismo? —replicó
con indiferencia.
Lo miré fijamente y me pareció
que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió
que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las
primeras semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié
algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente
de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a
tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo
hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo
mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada
que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría
llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba
molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los
ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas
las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una
respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin,
acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar
las copias.
—¡Cómo! —exclamé—. ¿Si
sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
—He renunciado a copiar —contestó
y se hizo a un lado.
Se quedó como siempre, enclavado
en mi oficina. ¡Qué! —si eso fuera posible— se reafirmó más
aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por
qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino
gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad
cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún
pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre
hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en
el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A
la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre
toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a
Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar
medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí
ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso
para la mudanza.
—Y cuando usted se vaya del
todo, Bartleby —añadí—, velaré para que no salga completamente
desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Al expirar el plazo, espié
detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.
Me abotoné el abrigo, me paré
firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
—El momento ha llegado; debe
abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe
irse.
—Preferiría no hacerlo —replicó—,
siempre dándome la espalda.
—Pero usted debe irse.
Silencio.
Yo tenía una ilimitada confianza
en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines
que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con
esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán,
pues, extraordinarias.
—Bartleby —le dije—, le debo
doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos
¿quiere tomarlos? —y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
—Los dejaré aquí, entonces —y
los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi
bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
—Cuando haya sacado sus cosas de
la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta,
ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo,
para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más
adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de
escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como
la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en
medio del cuarto desierto.
Mientras me encaminaba a mi casa,
pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de
jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de
Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier
pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en
su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de
bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por
el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de
desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos
gritones a Bartleby —como hubiera hecho un genio inferior— yo
había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido
todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací
en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis
dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas
más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi
procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo
en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por
verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby;
pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de
Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía
irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no
de presunciones.
Después del almuerzo, me fui al
centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba
que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como
de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla
vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle
del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando
seriamente.
—Apuesto a que... —oí decir
al pasar.
—¿A que no se va? ¡Ya está!
—dije—, ponga su dinero.
Instintivamente metí la mano en
el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de
elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con
Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para
intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway
compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de
la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito,
llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me
paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el
llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había
obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta
melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me
pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía
haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la
rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó
hasta mí una voz que decía desde adentro:
—Todavía no; estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento
quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por
un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto
asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora,
hasta que alguien lo tocó y cayó.
—¡No se ha ido! —murmuré por
fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable
amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé
lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué
podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a
empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía
era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su
cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué
hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo
había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo
retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima
realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina,
y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el
aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las
apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby
pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones.
Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso.
Resolví discutir de nuevo el asunto.
—Bartleby —le dije, con severa
y tranquila expresión, entrando a la oficina—, estoy disgustado muy
seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me
lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que
en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación —en una
palabra— suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! —agregué,
naturalmente asombrado—, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? —Estaba
en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
—¿Quiere usted dejarnos, sí o
no? —pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.
—Preferiría no dejarlos
—replicó suavemente, acentuando el no.
—¿Y qué derecho tiene para
quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?
No contestó.
—¿Está dispuesto a escribir
ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi
esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En
una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Silenciosamente se retiró a su
ermita.
Yo estaba en tal estado de
resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros
reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del
infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria
oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y
dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto
fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A
menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la
calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La
circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un
edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas
—una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna,
polvorienta y desolada— debe haber contribuido a acrecentar la
desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del
viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a
Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando
sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy:
ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó.
Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un
principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su
poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por
odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que
yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia,
entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a
todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en
esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense,
interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre
hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy
duros y merece indulgencia.
Procuré también ocuparme en
algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que
en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien,
Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita,
decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y
media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su
turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger
Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la
ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán?
¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin
decirle ni una palabra más.
Pasaron varios días durante los
cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de
Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas
las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable.
Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del
amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba
destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia,
que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby,
quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más;
eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una
palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que
estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito
predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más
elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una
oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de
ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y
maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las
oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes
mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos.
Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi
oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby
y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A
veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al
amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi
paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en
medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se
despedía tan ignorante como había venido.
También, cuando alguna audiencia
tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se
sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby
enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del
letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba
tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado
se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba
a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo
el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca
del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya
muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría
ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a
mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y
arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose
con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por
día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina
reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua.
A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis
amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición
en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un
esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla
intolerable.
Antes de urdir un complicado
proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su
partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su
cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de
meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una
palabra, que prefería permanecer conmigo.
¿Qué hacer?, dije para mi,
abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué
debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con
este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de
él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo
mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con
semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo
dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el
muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja
los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere
quedarse contigo.
Entonces hay que hacer algo
severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un
gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué
motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un
vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces,
¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto
es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo
tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única
prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que
hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo.
Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si
lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra
un vulgar intruso.
Al día siguiente le dije:
—Estas oficinas están demasiado
lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo
el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus
servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.
No contestó y no se dijo nada
más.
En el día señalado contraté
carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles,
todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense
quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo
retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil
en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un
momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.
Volví a entrar, con la mano en el
bolsillo y mi corazón en la boca.
—Adiós, Bartleby, me voy,
adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto —deslicé
algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es
decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado
librarme.
Establecido en mis oficinas, por
uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada
pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier
salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente
al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca
volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando
un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último
inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.
Lleno de aprensiones, contesté
que sí.
—Entonces, señor —dijo el
desconocido, que resultó ser un abogado—, usted es responsable por
el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a
hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el
establecimiento.
—Lo siento mucho, señor —le
dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior—, pero
el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un
meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
—En nombre de Dios, ¿quién es?
—Con toda sinceridad no puedo
informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como
copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
—Entonces, lo arreglaré. Buenos
días, señor.
Pasaron varios días y no supe
nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar
el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé
qué, me detenía.
Ya he concluido con él, pensaba,
al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a
mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en
mi puerta, en un estado de gran excitación.
—Este es el hombre, ahí viene
—gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que
me había visitado.
—Usted tiene que sacarlo,
señor, en el acto —gritó un hombre corpulento adelantándose y en
el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street—. Estos
caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B.
—señalando al abogado— lo ha echado de su oficina, y ahora
persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los
pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos
están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de
un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente,
retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo
domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En
vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería
olvidar esa circunstancia.
Temeroso de que me denunciaran en
los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y
dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el
amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible
para librarlos del estorbo.
Subiendo a mi antigua morada,
encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el
descanso.
—¿Qué está haciendo ahí,
Bartleby? —le dije.
—Sentado en la baranda —respondió
humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del
abogado, que nos dejó solos.
—Bartleby —dije—, ¿se da
cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su
persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de
la oficina?
Silencio.
—Tiene que elegir. O usted hace
algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo
quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
—No, preferiría no hacer
ningún cambio.
—¿Le gustaría ser vendedor en
una tienda de géneros?
—Es demasiado encierro. No, no
me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
—¡Demasiado encierro —grité—,
pero si usted está encerrado todo el día!
—Preferiría no ser vendedor —respondió
como para cerrar la discusión.
—¿Qué le parece un empleo en
un bar? Eso no fatiga la vista.
—No me gustaría, pero, como he
dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a
la carga.
—Bueno, ¿entonces quisiera
viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para
su salud.
—No, preferiría hacer otra
cosa.
—¿No iría usted a Europa, para
acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le
agradaría eso?
—De ninguna manera. No me parece
que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no
soy exigente.
—Entonces, quédese fijo —grité,
perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación
con él, me puse furioso—. ¡Si usted no se va de aquí antes del
anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme
yo mismo! —dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza
atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de
cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me
ocurrió un último pensamiento —uno ya vislumbrado por mí.
—Bartleby —dije, en el tono
más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias— ¿usted
no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse
allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
—No, por el momento preferiría
no hacer ningún cambio.
No contesté; pero eludiendo a
todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí
por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi
libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad,
comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto
respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto
a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y
protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre
de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir
verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser
acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que
entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte
alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de
Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y
Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese
tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio
una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba
que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido
conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía
más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una
declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi
un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi
merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del
propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera
elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las
circunstancias especiales, parecía el único camino.
Supe después que cuando le
dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no
ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable,
silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se
unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de
Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el
ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al
mediodía.
El mismo día que recibí la nota,
fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi
visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en
efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una
cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente
excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que
lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera
hacerse —aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si
nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una
entrevista.
Como no había contra él ningún
cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en
libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de
césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios,
con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció
ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas
rendijas de las ventanas.
—¡Bartleby!
—Lo conozco —dijo sin darse
vuelta— y no tengo nada que decirle.
—Yo no soy el que le trajo
aquí, Bartleby —dije profundamente dolido por su sospecha—. Para
usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído
aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire,
ahí está el cielo, y aquí el césped.
—Sé dónde estoy —replicó,
pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Al entrar de nuevo en el corredor;
un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando
con el pulgar sobre el hombro, dijo:
—¿Ése es su amigo?
—Sí.
—¿Quiere morirse de hambre? En
tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su
gusto.
—¿Quién es usted? —le
pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en
ese lugar.
—Soy el despensero. Los
caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de
buenos platos.
—¿Es cierto? —le pregunté al
guardián. Me contestó que sí.
—Bien, entonces —dije,
deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero—, quiero
que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que
encuentre. Y sea con él lo más atento posible.
—Presénteme, ¿quiere? —dijo
el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia
de ensayar inmediatamente su urbanidad.
Pensando que podía redundar en
beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a
buscar a Bartleby.
—Bartleby, éste es un amigo,
usted lo encontrará muy útil.
—Servidor; señor —dijo el
despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal—. Espero
que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos
frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de
hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
—Prefiero no cenar hoy —dijo
Bartleby, dándose vuelta—. Me haría mal; no estoy acostumbrado a
cenar —con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado,
y se quedó mirando la pared.
—¿Cómo es esto? —dijo el
hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro—. Es medio
raro, ¿verdad?
—Creo que está un poco
desequilibrado —dije con tristeza.
—¿Desequilibrado? ¿ Está
desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un
caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y
distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible,
señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? —agregó patéticamente y se
detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró—:
murió tuberculoso en Sing—Sing. Entonces, ¿usted no conocía a
Monroe?
—No, nunca he tenido relaciones
sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi
amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
Pocos días después, conseguí
otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en
busca de Bartleby, pero sin dar con él.
—Lo he visto salir de su celda
no hace mucho —dijo un guardián—. Habrá salido a pasear al
patio. Tomó esa dirección.
—¿Está buscando al hombre
callado? —dijo otro guardián, cruzándose conmigo—. Ahí está,
durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente
tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros
que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El
carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero
a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el
corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese
brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie
del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando
las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me
detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos
estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo
me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió
por el brazo y por la medula hasta los pies.
La redonda cara del despensero me
interrogó:
—Su comida está pronta. ¿No
querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
—Vive sin comer —dije yo y le
cerré los ojos.
—¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
—Con reyes y consejeros —dije
yo.
Creo que no hay necesidad de
proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el
pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del
lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado
interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era
Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara
conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad,
pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño
rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del
amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad
tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para
mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: que Bartleby
había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas
de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la
emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres
muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a
una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa
desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y
clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los
años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel
un anillo —el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en
la tumba—; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien
ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron
desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas
noticias para quienes murieron sofocados por insoportables
calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la
muerte.
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