Henry James
(1843-1916)

La sombra de una historia
(“The Story in It”, 1901)
Originalmente publicado en The Anglo-American Magazine (enero de 1902)
The Better Sort (Lo más selecto), 1903



I

      El tiempo había empeorado tanto que el día se había echado a perder. El viento se había levantado y la tormenta había cobrado fuerza; de vez en cuando, ambos se unían para golpear las firmes ventanas y estrellaban, incluso contra las protegidas por la galería, violentos churretones de lluvia. Más allá del césped, más allá del acantilado, la gran brocha húmeda del cielo se hundía en el mar. Pero el césped, al que mayo había dado vivos colores, mostraba la intensidad de un verde empapado; los arbustos con brotes y los árboles repetían ese tono mientras agitaban sus densas masas, y la luz fría y turbulenta que llenaba el hermoso salón era indicio de la pertinente juventud de la tarde de primavera. Las dos damas que allí se sentaban en silencio podían proseguir sin dificultad —igual que, claramente, sin interrupción— sus respectivas tareas; confianza que, cuando el ruido del viento permitía que se oyera, expresaba el agudo rasgueo de la pluma de la señora Dyott desde la mesa en la que estaba ocupada escribiendo cartas.
       La visitante, Maud Blessingbourne, instalada en un pequeño sofá que, junto con una palmera, un biombo, un velador, un jarro de flores y tres fotografías en marco de plata, estaba dispuesto cerca del ligero fuego de leña a modo de «rincón» privilegiado, pasaba de forma audible, aunque a intervalos ni breves ni regulares, las hojas de un libro, forrado de papel color limón, que todavía no había perdido cierta rigidez propia de lo nuevo. El efecto que causaba el volumen habría hecho que, tratándose, presumiblemente, de la más reciente novela francesa —y, sin duda, por la actitud de la lectora, de una buena novela—, casara felizmente, para un espectador, con el especial tono de la sala, un sólido aire de selección y contención, producto de una de las más refinadas evoluciones estéticas. Si la señora Dyott apreciaba los muebles franceses antiguos y, sin duda, era exigente en eso, sus invitados —aunque fuera ladeando con gesto crítico la hermosa cabeza de oscuras trenzas sobre esbeltos hombros caídos— bien podían apreciar a los autores franceses modernos. Durante media hora no había sucedido nada; para ser exactos, nada que no fuera que las dos mujeres, de vez en cuando y con disimulo, interrumpían su actividad con el objetivo de determinar el grado de concentración de la otra sin volver la cabeza. Así pues, su silencio no sólo cargaba con la conciencia del mal tiempo, sino, por así decirlo, con cierta conciencia de sí mismo. Maud Blessingbourne, cuando bajaba el libro hasta el regazo, cerraba los ojos con un deliberado gesto de paciencia que parecía indicar una espera; sin embargo, fue ella quien acabó por hacer el movimiento que rompió la tensión. Se levantó y se puso al lado del fuego, contemplándolo durante un minuto; después dio media vuelta y se acercó a la ventana, como si quisiera ver qué estaba pasando de verdad. Ante lo cual, la señora Dyott se puso a escribir con intensidad renovada. El montoncito de cartas había crecido y, si su aspecto decidido era compatible con su belleza rubia y algo ajada, la costumbre de ocuparse de sus cosas también podía combinarse con alguna digresión del pensamiento. No obstante, fue ella la primera en hablar.
       —Espero que el libro te haya parecido interesante.
       —No está mal; un poco soso.
       Un latido de la tormenta, más poderoso que otros, borró el sonido de las palabras.
       —¿Un poco loco?
       —¡Oh, no! Apocado e insulso, a menos que haya perdido toda capacidad de juicio.
       —Quizá sea eso… —sugirió plácidamente la señora Dyott—. Lees tantos…
       Su interlocutora simuló un gesto de desesperación.
       —Ah, me quitas las ganas de ir a mi habitación, como estaba a punto de hacer, a buscar otro.
       —¿Otro francés?
       —Me temo que sí.
       —¿Los llevas a docenas…?
       —¿A inocentes casas británicas? —Maud hizo un esfuerzo por recordar—. Creo que compré tres, después de verlos en el escaparate, cuando pasaba por la ciudad. ¡Me parece que llueve sobre mojado! Pero ya he leído dos.
       —¿Y sólo lees eso?
       —¿Novelas francesas? —Maud pensó un poco—. Oh, no. Leo a D’Annunzio.
       —¿Y eso qué es? —preguntó la señora Dyott mientras pegaba un sello.
       —¡Oh! —su amiga estaba divertida, casi compadecida—. Ya sé que no lees… —prosiguió Maud—. ¿Por qué ibas a leer? ¡Tú vives!
       —Sí… y bastante mal —contestó la señora Dyott, juntando las cartas. Dejó su sitio, sosteniéndolas en un pulcro paquete, mientras la señora Blessingbourne se volvía de nuevo hacia la ventana, donde la acogió otra ráfaga de viento.
       Maud habló entonces como si le preocuparan sólo los elementos.
       —¿Esperas que él venga, con esto?
       La señora Dyott se limitó a aguardar y, de modo indescriptible, pareció que todo lo sucedido hasta el momento conducía a aquella pregunta. Y acentuó ese efecto el modo en que dijo:
       —¿A quién te refieres?
       —Vaya, creía que habías dicho a la hora de comer que el coronel Voyt iba a venir andando. Seguro que no va a poder.
       —¿Te preocupa mucho? —preguntó la señora Dyott.
       Su amiga vaciló entonces.
       —Depende de a qué llames «mucho». Si te refieres a que me gustaría verlo, entonces, sí, desde luego.
       —Bueno, querida, creo que sabe que estás aquí.
       —Así pues, dado que es evidente que no viene, ¡es especialmente halagador! —dijo Maud con una carcajada—. O, mejor dicho —añadió, cambiando de punto de vista—: sería muy halagador si viniera. A menos que, por supuesto, viniera, en parte, por ti —añadió.
       —Lo de «en parte» es todo un cumplido, muchas gracias. Si de veras vas a subir al piso de arriba —prosiguió la señora Dyott—, ¿tendrías la amabilidad de echar esto en el buzón de salida al pasar?
       La mujer más joven de las dos, tras coger el pequeño montón de cartas, lo examinó con envidia.
       —¡Nueve! ¡Eres magnífica! ¡Eres siempre un reproche viviente!
       La señora Dyott suspiró.
       —No lo hago a propósito. Lo que pasa es que, esta tarde —prosiguió, regresando al asunto anterior—, probablemente no vendrán.
       —Y tú no sabes nada de eso.
       —No, no sé nada —pero, aunque estaba hablando, oyó repicar la aldaba, lo que interpretó como una señal—. Ah, ¡ya!
       —En ese caso, me voy —y Maud se marchó deprisa de la habitación.
       La señora Dyott, una vez sola, se acercó a la ventana con aire selecto y ahí seguía, contemplando la tormenta, cuando el visitante, cuya demora en aparecer sugería que se había secado las botas y había guardado el impermeable y la gorra empapados, por fin se reunió con ella. Era alto, delgado, bien parecido; en conjunto, poco en él confirmaba que le correspondiera el título de «coronel Voyt» con el cual lo habían anunciado. Pero había dejado el ejército y su fama de gallardía se basaba en aquel momento en el combate que libraba contra el liberalismo en la Cámara de los Comunes. Sin embargo, su apariencia tampoco encajaba; en parte, sin duda, porque, tal como se solía decir, no parecía inglés. El cabello negro y corto estaba ligeramente espolvoreado de plata y la barba cerrada y brillante, propia de un emir o de un califa, que se había dejado crecer por razones civiles, reproducía ese bello color y su aire vagamente extranjero. La nariz dibujaba un arco hermoso y firme, y el gris oscuro de sus ojos tenía reflejos azules. Se había dicho de él —en relación con estos signos— que se le habría tomado por judío si no fuera porque, a pesar de la nariz, tenía un aspecto muy irlandés. En realidad, no podría habérsele reprochado lo uno ni lo otro y, en todo caso, en aquel momento era sólo un agradable ciudadano británico maltratado por el viento y la intemperie, que, después de una lucha contra los elementos, de la que parecía haber disfrutado, traía consigo cierta cantidad de barro persistente y un grado inusual de espontaneidad en su expresión. Fue exactamente el silencio que siguió a la retirada del criado y el cierre de la puerta lo que indicó, entre él y su anfitriona, el grado de esa espontaneidad. Por así decirlo, el encuentro se repitió dos veces: el primero tuvo lugar cuando el criado estaba presente y el segundo, cuando dejó de estarlo. La diferencia entre ambos fue grande, aunque, en justicia, debemos añadir que los primeros indicios del segundo fueron, en gran medida, negativos. Esta comunión consistió tan sólo en que, durante un minuto, se aproximaron tanto como fue posible; es decir, tanto como es posible sin otra ayuda que unas manos unidas. Así permanecieron juntos y la cercanía, en cualquier caso, era tanta que, aunque tenía en cuenta los peligros, lo hacía sin palabras. Cuando llegaron éstas, la pareja hablaba junto al fuego y ella había llamado para que trajeran el té. Para entonces él ya le había preguntado si le habían entregado sin problemas la nota que había enviado después del desayuno.
       —Sí, antes de la comida. Pero siempre que me haces traer a mano estas cosas, excepto cuando se debe a alguna razón extraordinaria, me pongo… Sabía, sin necesidad de la nota, que habías llegado. Nunca falla. Estoy segura de cuándo estás y de cuándo no estás.
       Él se secó, delante del espejo, el bigote mojado.
       —Sí, pero esta mañana he tenido un impulso.
       —Me ha gustado, pero algunas veces tus impulsos me inquietan tanto como si fueran decisiones calculadas; me obligan a preguntarme qué estarás tramando.
       —¿Es porque cuando los niños pequeños son demasiado buenos se mueren? Bueno, yo sí soy un niño bueno comparado contigo, pero todavía no me he muerto. Me aferro a la vida.
       Él la había envuelto con su sonrisa, pero ella conservaba su expresión grave.
       —No tengo ni la mitad de miedo cuando eres desagradable.
       —¡Gracias! Entonces, ¿qué has hecho con mi nota? —preguntó él.
       —Merecerías que la hubiera dejado a la vista en mi tocador… o, mejor aún, que la hubiera dejado en la habitación de Maud Blessingbourne.
       —Oh, pero ¿qué merece ella? —preguntó él con una carcajada.
       Ella siguió contestando con expresión grave.
       —Sí, probablemente, la mataría.
       —¿Tanto cree en ti?
       —Tanto cree en ti. Así que no seas demasiado amable con ella.
       Él seguía contemplando, en el espejo de la chimenea, el estado de su barba, y eliminando de ésta, con el pañuelo, los restos de viento y agua.
       —Si ella también me prefiere cuando soy desagradable, me parece que debería satisfacerla. En cualquier caso, ¿podría verla ahora?
       —Esa posibilidad la pone tan nerviosa que parece un guisante en una sartén, así que está recomponiéndose en su habitación.
       —Oh, en ese caso debemos intentar que no se descomponga. Pero ¿por qué, con lo graciosa, tierna y también guapa que es (porque también es bastante guapa, casi me atrevería a decir), no vuelve a casarse?
       La señora Dyott —y como si fuera la primera vez— pareció buscar el motivo.
       —Porque le gustan demasiados hombres.
       Esa respuesta hizo que él siguiera en tono animado.
       —¿Y cuántos pueden gustar a una dama…?
       —¿Para que ninguno le guste demasiado? Ah, pues eso no lo he sabido nunca… y ahora es demasiado tarde —y prosiguió—: ¿Cuándo la viste por última vez?
       Él tuvo que esforzarse en pensar.
       —¿No sería hacia noviembre? Pasamos tres días en un sitio u otro.
       —Oh, ¿en Surredge? Sí, lo sé muy bien. Creía que os habíais visto más tarde.
       Él tuvo que recordar de nuevo.
       —¡Es verdad! ¿No fue en algún sitio hacia Navidades? ¡Pero no fue un encuentro acordado! —dijo con una carcajada, dando con el índice un golpecito amable en la barbilla de su anfitriona. Después, como si algo en el modo en que ésta había recibido el gesto lo devolviera a la pregunta del momento anterior, dijo—: ¿Has guardado mi nota?
       Ella lo contuvo con sus bellos ojos.
       —¿Quieres que te la devuelva?
       —Ah, no hables como si me llevara cosas…
       Ella bajó la vista hasta el fuego.
       —No, no te llevas nada; ni siquiera las cosas que un carácter verdaderamente generoso tendería a llevarse —sin embargo, se alejó de la chimenea, como si quisiera olvidarlo—. ¡La he metido ahí!
       —¿La has quemado? ¡Bien!
       Eso hizo que se mostrara más cómodo, pero, un momento después advirtió sobre una mesa el volumen de color limón que la señora Blessingbourne había dejado y, tras cogerlo para examinarlo, inmediatamente volvió a dejarlo.
       —Pues ya que estabas en ello, también podrías haber quemado esto.
       —¿Lo has leído?
       —Uf, sí. ¿Y tú?
       —No —dijo la señora Dyott—. Maud no lo ha traído para mí.
       Eso detuvo a su visitante.
       —¿Lo ha traído la señora Blessingbourne?
       —Para pasar un día como el de hoy —pero ella seguía intrigada—. ¡Qué cara pones! ¿Tan horrible es?
       —Oh, como los otros del mismo autor —pero, mientras hablaba, se le había ocurrido alguna idea; sus pensamientos estaban ya lejos—. ¿Ella lo sabe?
       —¿Si sabe qué?
       —Vamos, pues todo.
       Pero la puerta se abrió demasiado pronto y la señora Dyott sólo pudo murmurar rápidamente:
       —¡Ten cuidado!



II

      Era, en efecto, la señora Blessingbourne, que llevaba bajo el brazo el libro que había ido a buscar: en esta ocasión, con unas cubiertas de un azul bonito e inocente. Un minuto después la criada la seguía con el té; el consumo del cual, junto con los saludos, preguntas y otras cortesías menores entre los dos invitados ocupó un cuarto de hora. Entre tanto, la señora Dyott, a modo de contribución a tanto entretenimiento, mencionó a Maud que su invitado deseaba regañarla por los libros que leía, afirmación que ésta acogió con la observación de que su invitado primero debía conocerlos. Pero éste, en cuanto cogió el nuevo volumen, exclamó un sincero:
       —¡Huy, huy!
       —¿También lo has leído? —preguntó la señora Dyott—. ¡Cuánto tendréis que contaros! A Maud le parece que el otro —añadió en dirección a Voyt— es terriblemente insulso.
       —¡Ah, tendré que discutirlo con ella! ¿No siente usted la fuerza extraordinaria que tiene este individuo? —prosiguió Voyt, dirigiéndose a la señora Blessingbourne.
       Y así, en torno al fuego, hablaron; hablaron pronto, mientras se calentaban los dedos de los pies, con animación suficiente para que les pareciera una ocasión afortunada, como tantas otras oportunidades que podría haberles ofrecido su encarcelamiento. Parecía que la señora Blessingbourne sí sentía la fuerza del individuo, pero tenía sus reservas y reacciones, en las que Voyt estaba muy interesado. La señora Dyott adoptó un aire distante y, reclinada en el sillón, contemplaba el fuego: sin embargo, intervenía lo bastante para aliviar a Maud de la sensación de que se limitaban a escucharla. En el caso de Maud, esa sensación le habría hecho pensar que la tomaban por tonta.
       —Sí, cuando leo novelas, casi siempre son francesas —había dicho a Voyt en respuesta a una pregunta sobre sus costumbres—; en ellas me parece que se capta mejor lo auténtico, que me dan más vida a cambio de mi dinero. Pero no me entusiasman tanto que no pueda pasar meses sin leer nada de ficción.
       Los dos libros estaban ahora juntos, a su lado.
       —Entonces, cuando vuelve a leerlas otra vez, ¿lee muchas?
       —No, qué va. Sólo sigo a tres o cuatro autores.
       Al oírlo, él se rio mientras fumaba el cigarrillo que le habían permitido encender.
       —Me hace gracia que «siga» a los «autores».
       —A alguien hay que seguir —soltó la señora Dyott.
       —Me temo que soy ridícula —concedió la señora Blessingbourne sin hacerle mucho caso—; pero así es como nos expresamos en el lugar en donde vivo.
       —Sólo me refería a lo tremendamente concienzudas que son las mujeres. Mi conciencia no puede seguir tanto. Ustedes se lo toman todo demasiado en serio. Pero, si no puede leer las novelas de factura británica o americana, bien sabe Dios que estoy de acuerdo con usted. Se diría que muestran nuestro sentido de la vida como cosa de gatitos y perritos.
       —Bueno —contestó Maud con más paciencia—, me han dicho que hay gente de todo tipo escribiendo cosas estupendas; pero, por algún motivo, no he entrado en ellas.
       —Ah, son ellos, nuestros pobres gangosos y papanatas quienes están fuera. Sobreviven en la calle y ¿quién querría dejarlos entrar?
       La señora Blessingbourne parecía incapaz de expresar y elaborar a la vez sus ideas. Era evidente que le resultaba difícil abordar el asunto.
       —Cuando me dejan algunos libros intento leerlos, pero al cabo de cincuenta páginas…
       —¡Ahí está! Sí, Dios nos asista.
       —Pero no quiero decir con eso que no me canse miserablemente de la eterna cosa francesa. ¿Qué sentido de la vida tienen?
       —Ah, voilà —dijo la señora Dyott en voz baja.
       —Oh, pero sí lo tienen; se puede deducir —se apresuró a declarar Voyt—. Hacen lo que sienten y sienten más cosas que nosotros. Tocan muchas más notas y, con una mano muy diferente. Cuando se trata de describir la relación entre, pongamos, un hombre y una mujer (me refiero a una relación íntima, extraña o sugerente), ¿qué somos nosotros en comparación con ellos? Sin duda, no agotan el tema —reconoció—; pero nosotros ni lo tocamos, ni siquiera lo rozamos. Es como si negáramos su existencia, la posibilidad de que exista. Pero seguro que usted me dirá —prosiguió— que, puesto que estas relaciones, en la mayoría de los casos, para nosotros son mucho más sencillas, en conjunto tenemos menos que decir sobre ellas.
       Divertida, respondió rápidamente a esa imputación.
       —Usted perdone, pero no pienso decirle nada de eso. Ni siquiera sé si estoy de acuerdo con usted.
       —¿Sobre relaciones como ésas? —parecía agradablemente sorprendido—. ¿Cree que las planteamos con más amplitud? ¿o sutileza?
       La señora Blessingbourne se recostó; no miró el fuego, como la señora Dyott, sino el techo.
       —No sé lo que pienso.
       —No es que no lo sepa —señaló la señora Dyott—, sino que no lo dice.
       Pero en esa ocasión Voyt no tuvo ojos para la anfitriona. Contempló a Maud durante un momento.
       —Parece obvio que ha escrito usted algo, ¿verdad que sí? ¿Y lo ha publicado? Me parece que a usted sí podría leerla.
       —Cuando publique —dijo ella sin moverse— será usted el último a quien se lo diga. Tengo un bonito tema —prosiguió—, ¡pero necesita mucha elaboración…!
       —Díganos, al menos, de qué se trata.
       Al oírlo, ella volvió a mirarlo a los ojos.
       —Oh, eso equivaldría a contarlo todo, y eso es justo lo que no puedo hacer. Lo que quería decir hace un momento —añadió— es que los franceses, a mi parecer, nos ofrecen una y otra vez, por los siglos de los siglos, la misma pareja. Ahí están, una vez más, tal como las hemos visto hasta la saciedad, en esa cosa amarilla, y seguro que las volveré a encontrar en la azul.
       —Entonces, ¿por qué sigues leyéndolos? —preguntó la señora Dyott.
       Maud vaciló.
       —¡No sigo! —dijo con un suspiro—. En todo caso, no seguiré. Lo dejo.
       —Concluyo que ha estado usted buscando algo —dijo el coronel Voyt— que no es probable que encuentre. No existe.
       —¿Y qué es eso? —preguntó la señora Dyott.
       —Sólo busco que sea interesante.
       —Naturalmente. Pero —replicó Voyt— a usted le interesa algo distinto a la vida.
       —Ah, en absoluto. Me gusta la vida… en el arte, aunque la odie en cualquier otro lugar. Es la pobreza de la vida lo que muestra esa gente y los horribles límites, de ambos sexos, lo que representan.
       —¡Ah, la hemos pillado! —su interlocutor se echó a reír—. Para mí, cuando ya está todo dicho y hecho, me parece que dar con la verdad de la verdad, en la medida en que el arte puede aproximarse a ella. Sólo se puede tomar lo que la vida da, aunque, sin duda, quizá sea una pena que no sea mejor. Su queja sobre la monotonía de esa gente equivale a una queja sobre sus condiciones. Cuando usted dice que siempre tenemos a la misma pareja, ¿qué quiere decir sino que tenemos siempre la misma pasión? ¡Claro que sí! —declaró Voyt—. Si lo que está buscando es otra, eso es lo que no encontrará en ningún sitio.
       Maud no dijo nada durante un rato y la señora Dyott pareció esperar.
       —Bueno, supongo que busco, más que cualquier otra cosa, una mujer decente.
       —Oh, en ese caso no debe buscarla en retratos de la pasión. No es ése su elemento ni su paradero.
       La señora Blessingbourne sopesó la objeción.
       —¿Y no depende de lo que denomine usted pasión?
       —Me parece que sólo puede ser una cosa: el enemigo del comportamiento.
       —Oh, puedo imaginarme pasiones que, por el contrario, sean amigas.
       Su interlocutor pensó un poco.
       —¿Y eso no depende, tal vez, de a qué se refiere usted por comportamiento?
       —Huy, no. Comportamiento es sólo comportamiento: lo más claro del mundo.
       —Entonces, ¿a qué se refiere usted cuando habla del «interés», como acaba de hacer? ¿Al retrato de esa cosa concreta?
       —Sí… llámelo así. Las mujeres no siempre son malas, ni siquiera cuando son…
       —¿Cuándo son qué? —preguntó Voyt.
       —Cuando son desgraciadas. Pueden ser desgraciadas y buenas.
       —Eso no lo niega nadie. Pero ¿pueden ser «buenas» e interesantes?
       —¡Seguro que ése es el tema de Maud! —explicó la señora Dyott—: Mostrar una mujer que sí lo sea. Me temo, querida —prosiguió—, que sólo podrás mostrarte a ti misma.
       —En ese caso, mostrará el más bello ejemplar que concebirse pueda —y Voyt se dirigió a Maud—. Pero ¿eso no prueba que la vida es, contra su opinión, más interesante que el arte? Usted embellece y eleva la vida; pero el arte sería incapaz de utilizarla y, en esa imposibilidad, la estropearía.
       Cierta conciencia del alcance de la conversación hizo que Maud se ruborizara y se embelleciera su mirada.
       —¿Me «estropearía»?
       —Quiere decir —indicó de nuevo la señora Dyott— que tú estropearías el «arte».
       —Sin que, por otro lado —Voyt parecía estar de acuerdo—, éste dé en absoluto una impresión coherente de usted.
       —¡Ella quiere que su historia de amor no le cueste nada! —dijo la señora Dyott.
       —Oh, no… estaría dispuesta a pagar caro por una historia de amor. Pero no veo por qué las historias de amor… ya que les das este nombre… tienen que reservarse todas, tal como hacen los franceses inveteradamente, para las mujeres malas.
       —Oh, ¡y lo pagan caro! —dijo la señora Dyott.
       —¿De veras?
       —Al menos —se corrigió la señora Dyott—, he deducido (porque no leo esos libros que lees tú, ya lo sabes) que eso es lo que muestran.
       Maud, desconcertada, preguntó mirando a Voyt:
       —Sin duda, con frecuencia hacen que paguen por su maldad, pero ¿pagan por su historia de amor?
       —Querida señora —dijo Voyt—: su maldad reside en la historia de amor. No hay otra. Es una ley dura, si quiere, y extraña, pero la bondad debe vivir sin ese lujo. ¿No reside en eso, precisamente, la bondad? —lo expuso de modo amable y claro, también con cierto pesar, como si lamentara que la verdad fuera tan triste. Su grata mirada parecía decir que, si de ellos hubiera dependido, las cosas habrían ido de mejor modo—. Ya se ha oído alguna vez su pregunta; al menos, yo ya la he oído. Pero siempre, cuando se plantea a una persona de ideas claras, la respuesta es inevitable: «Cher monsieur, ¿por qué no nos ofrece el drama de la virtud? Chère madame, porque el privilegio de la virtud es, precisamente, evitar el drama. ¿Las aventuras de una dama honesta? Una dama honesta no tiene, no puede tener aventuras».
       Antes de hablar, la señora Blessingbourne lo miró a los ojos, sonriendo con cierta intensidad.
       —¿Y no dependerá de lo que usted denomine «aventuras»?
       —Mi pobre Maud —dijo la señora Dyott, como si se compadeciera de tan simple argumentación sofista—. Las aventuras son las aventuras. ¡Y así son las cosas!
       Pero su amiga prosiguió, dirigiéndose al acompañante de ambas, como si no la hubiera oído.
       —¿Y no depende, en gran medida, de lo que se considere «drama»? —Maud hablaba como quien ha reflexionado sobre el asunto—. ¿No depende de qué se considera «una historia de amor»?
       Su interlocutor dedicó a esos argumentos toda su atención.
       —Por supuesto, puede usted llamar a las cosas de la manera que quiera… darles un nombre y atribuirles un sentido diferente. Pero ¿por qué iba a depender de nada más? Detrás de las palabras que empleamos (aventura, novela, drama, historia de amor, en definitiva, tal como decimos en términos generales, la situación) se encuentra el mismo hecho que todas, de una manera u otra, representan.
       —¡Exacto! —exclamó la señora Dyott, con plena convicción.
       Maud, sin embargo, seguía llena de vaguedad.
       —¿Y de qué gran hecho se trata?
       —Del hecho de que exista una relación. Una aventura es una relación. La relación es una aventura. El relato romántico, la novela, el drama, son el retrato de una relación. El tema que trata el novelista es el nacimiento, la formación, el desarrollo, el clímax y, la mayor parte de las veces, la decadencia de una relación. ¿Y qué pinta en todo esto una dama honesta?
       La señora Dyott fue más incisiva.
       —Una mujer honesta no llega siquiera a entablar una relación.
       Pero Maud no se amilanó.
       —¿Y no depende, una vez más, de a qué llamamos «relación»?
       —Oh —dijo la señora Dyott—, si un caballero le recoge del suelo el pañuelo…
       —Ah, sobre todo, si lo ha dejado caer deliberadamente —dijo su amigo riendo—. Sólo podemos tratar de las relaciones que lo son.
       —De acuerdo —replicó Maud—, pero ¿si es una relación inocente…?
       —¿Y no dependerá de lo que consideres inocente?
       —¿Quiere decir que las aventuras de la inocencia con frecuencia han sido material de ficción? Sí —contestó Voyt—, de eso mismo se queja el lector aburrido. Pide pan y le dan piedras. ¿No es, de manera bien clara, una cuestión de interés o, como dice la gente, de la «historia»? ¿Qué es una situación que no se desarrolla, sino un tema perdido? Si la relación se detiene, ¿dónde está la historia? Si no se detiene, ¿dónde está la inocencia? Me parece a mí que hay que escoger: sería muy bonito que fuera de otro modo, pero así es como perdemos pie. El arte es la representación de nuestra lucha por avanzar.
       La señora Blessingbourne, y con interés tal vez excesivo para una definición tan esquemática, reflexionó sobre ella.
       —Pero algunas veces avanzamos en dirección contraria.
       Esa frase accionó en el coronel Voyt el resorte de una réplica burlona y cordial.
       —¡Justo lo que esperaba!, siempre se ve venir.
       —Ya te das cuenta —dijo la señora Dyott en un paréntesis a Maud— de que lo ha visto venir muchas veces; y siempre lo espera y reacciona.
       —Mi respuesta, querida señora, es bien sencilla. Es la historia de siempre, señora Blessingbourne. Es inocente la relación cuando la heroína «sale» de la historia. Es inocente el libro cuando narra la historia de su alejamiento. Pero ¿qué demonios, si de inocencia se trata, estaba haciendo allí?
       La señora Dyott se apresuró a responder también a la pregunta.
       —Mira, para salir de algo tienes que haber entrado. Ahí tienes la relación. Ése es el final de la rectitud.
       —¡Y es el principio de la obra!
       —¿Y no se supone que, en un momento u otro, incluso las peores, abandonan la relación? —prosiguió la señora Dyott—. Pero si, mientras tanto, por poco que sea, han entrado en ella lo bastante para adornar un relato…
       —Han estado en ella tiempo suficiente para sugerir una moraleja. ¡Para sugerir la nuestra! —después de decir esto y como si un repentino fogonazo de luz cálida lo hubiera movido, el coronel Voyt se puso de pie. El velo de la tormenta se había abierto y dejaba ver un magnífico atardecer arrebolado.
       La señora Dyott también se había levantado y ambos aguardaron delante de su encantadora antagonista, la cual, con los ojos bajos y una sonrisa petrificada, seguía sin moverse.
       —Le hemos estropeado el tema de la historia —dijo la dama de mayor edad con un suspiro.
       —Bueno —dijo Voyt—, es mejor estropear el tema de un artista que su reputación. Me refiero —añadió, dirigiéndose a Maud con su habitual tono indulgente— al aire del artista de saber lo que tiene entre manos ya que, en último término, de eso depende su felicidad.
       Al oírlo, ella se levantó despacio, mirándolo con un aspecto tan bellamente afable como el de él.
       —Usted no puede echar a perder mi felicidad.
       Él le retuvo la mano un instante, antes de marchar.
       —¡Me gustaría aumentarla!



III

      Después de que se marchara y la señora Dyott preguntara con sinceridad a su amiga si lo había encontrado grosero o crudo, Maud contestó, aunque no inmediatamente, que sólo había temido mostrar en exceso lo encantador que le parecía. Pero, si la señora Dyott prestó atención a la frase, fue para intentar captar su sentido.
       —¿Y cómo puedes mostrarlo en exceso?
       —Porque tengo la sensación de que así es como muestro siempre todo. Quizá te parezca absurdo —prosiguió la señora Blessingbourne—, pero nunca sé, en estas discusiones tan vehementes, qué extraña impresión puedo dar.
       Su interlocutora la miró divertida.
       —¿Ha sido vehemente?
       —Sí, lo ha sido —confesó Maud con franqueza.
       —Entonces, es una pena que estuvieras tan equivocada. El coronel Voyt tiene razón, ¿sabes?
       Al oír esto, la señora Blessingbourne movió lenta y suavemente la cabeza con el silencioso gesto de negación al que recurría a menudo y que, acompañado con una expresión alegre, a pesar de la sonrisa obstinada, tenía una gracia especial. Su amiga, tras mirarla de arriba abajo, pareció impresionada por esa gracia; sin embargo, no tanto para que, al minuto siguiente, no tomara una decisión.
       —Oh, querida mía, siento disentir de alguien tan encantador como tú, porque esta noche estás preciosa y este vestido es el más bonito que te he visto nunca. Pero él tiene toda la razón del mundo.
       Maud repitió el gesto.
       —No tanto, en cualquier caso, como él cree. O quizá puedo decir —prosiguió, al cabo de un instante— que no estoy yo tan equivocada. Y sé un poco de qué hablo.
       La señora Dyott siguió examinándola.
       —Estás ofendida. No te gusta, como es natural… esta destrucción.
       —¿Destrucción?
       —De tus ilusiones.
       —No tengo ilusiones. Además, si las tuviera, no se destruirían. En conjunto, me parece que sigo siendo decente.
       La señora Dyott la miró fijamente.
       —Admitamos eso como argumento: ¿y qué?
       —Pues que también tengo mi pequeño drama.
       —¿Especial apego a una persona?
       —Especial apego, sí.
       —¿Que no deberías tener?
       —Que no debería tener.
       —¿Una pasión?
       —Una pasión.
       —¿Correspondida?
       —¡No, a Dios gracias!
       —El destinatario no lo sabe…
       —En absoluto.
       La señora Dyott pensó un poco.
       —¿Estás segura?
       —Estoy segura.
       —¿Y eso es lo que tú consideras tu decencia? Pero ¿no te parece que, en realidad, es la suya? —preguntó la señora Dyott.
       —Claro que no: para él es sólo una suerte.
       La señora Dyott se echó a reír.
       —Pero la tuya, tu suerte, querida mía, ¿dónde está?
       —¡Vaya! En la sensación de vivir una historia romántica.
       —¿Y dónde está la historia romántica? ¿En el hecho de que él no sepa nada?
       —De que yo no quiera que él lo sepa. Si quisiera, ¿dónde estaría mi honestidad? —Maud le había dado muchas vueltas y sus conclusiones eran enternecedoras.
       Durante un instante, esta pregunta hizo callar a su amiga; al parecer, debido a una estupefacción que era casi diversión.
       —Y eso de querer que él no lo sepa, ¿es sólo cuestión de voluntad? Y, si no quieres que lo sepa, ¿dónde está la historia romántica?
       La señora Blessingbourne seguía sonriendo y, con un pequeño gesto para acompañar la sonrisa, se limitó a tocarse la zona del corazón.
       —¡Aquí!
       Su acompañante la contempló admirada.
       —¡Bonito lugar, sin duda…! Pero, por lo que veo, no es el más indicado para convertir ese sentimiento en una relación.
       —¿Por qué no? ¿Qué más necesito yo para una relación?
       —¡Oh, yo diría que todo tipo de cosas! Y muchas más para que lo sea también para la persona a la que te refieres.
       —Ah, no pretendo que lo sea ni que pueda serlo. Sólo hablo por mí misma.
       Lo dijo de una manera que la señora Dyott, con una visible mezcla de impresiones, se dio la vuelta rápidamente. Hizo uno o dos movimientos indefinidos, como si buscara algo; después se encontró de nuevo cerca de su amiga, a la cual, con la misma brusquedad, incluso con cierta dureza, dio un beso que podría haber representado tanto su tributo a la exaltada coherencia de sus ideas como un elegante punto final a la discusión.
       —Mereces que alguien intervenga en tu favor.
       Su interlocutora parecía alegre y segura.
       —¿Cómo podrías hacerlo sin saber…?
       —¡Oh, adivinándolo! ¿No es…?
       Pero la señora Dyott no pudo ir más lejos.
       —No es nadie que hayas visto nunca —dijo Maud.
       —Entonces, ¡renuncio a ayudarte!
       Y la señora Dyott, durante el resto de la estancia de Maud, se ajustó al espíritu de estas palabras. La conversación había tenido lugar un sábado por la noche y la señora Blessingbourne siguió en la casa hasta el miércoles siguiente, período durante el cual, puesto que el regreso del buen tiempo se confirmó el domingo, las dos señoras tuvieron un campo de acción más amplio. Dieron paseos en coche, hicieron visitas, vieron cosas interesantes, a cierta distancia; de modo que la charla resultó fácil y el silencio lo fue más todavía. Se había dicho que tal vez el coronel Voyt regresara el domingo, pero pasó el día entero sin señales de él y la señora Dyott, a modo de explicación, se limitó a decir que, probablemente, lo habrían llamado, como solía suceder, para que fuera a la ciudad. Eso fue lo que, en efecto, le confirmó el jueves por la tarde, cuando volvió a acercarse andando y la encontró sola. A consecuencia de la correspondencia del domingo, había tenido que tomar ese día el tren de las 4.15. La señora Voyt había vuelto el jueves y ahora él, para resolver un trabajo ya iniciado en su casa, había ido para unas pocas horas, anticipándose al habitual movimiento colectivo del fin de semana. Tenía que marcharse con uno de los últimos trenes y sus momentos de felicidad estaban contados, hecho que su anfitriona aceptó con la dura flexibilidad que da la práctica. A pesar de la falta de tiempo, sin embargo, el coronel encontró suficiente para hacerle una o dos preguntas que no se referían directamente a la situación de ambos. La primera era un recuerdo de la pregunta formulada el sábado anterior y a la que la entrada de la señora Blessingbourne le había impedido obtener respuesta. ¿Sabía aquella señora que había algo entre ellos?
       —No, estoy segura. Sólo sabe una cosa —prosiguió la señora Dyott—, pero es muy distinta y no muy divertida.
       —¿Y de qué se trata?
       —Pues que está enamorada.
       Voyt se mostró interesado.
       —¿Y te lo dijo?
       —Se lo sonsaqué.
       Él se mostró divertido.
       —¡Pobrecilla! ¿Y de quién?
       —De ti.
       Si es posible establecer esa distinción, su sorpresa fue menor que su asombro.
       —¿Eso también se lo sonsacaste?
       —No, no lo dijo. Lo que es mucho mejor. Porque si tú lo supieras, se habría acabado todo.
       Él parecía divertido y desconcertado.
       —¿Y por eso me lo cuentas?
       —Me refería a que ella sepa que tú lo sabes. Por lo tanto, a ti te interesa que no lo sepa.
       —Entiendo… —al cabo de un momento, Voyt insistió—: Tu cálculo es que mis intereses se sacrifiquen a mi vanidad, para que, si tu otra idea es exacta, la llama, gracias a su enfermiza conciencia, se apague en cuanto se asuste de verme tan complacido. Pero te prometo —declaró— que ella no se dará cuenta. ¡Así están las cosas!
       Ella lo miraba fijamente y tuvo que admitir, al cabo de un rato, que sí, que así estaban las cosas. Pero, aunque había aclarado el caso, él no estaba todavía satisfecho.
       —¿Y por qué estás tan segura de que soy yo el hombre?
       —Por su forma de negarlo.
       —¿Se lo has preguntado?
       —Directamente. Y, desde luego, si no fueras tú, habría dicho que sí lo eras… para ocultarme al verdadero.
       —¡Vaya dos!
       —Además —prosiguió su compañera—, no me faltaba esa prueba.
       —Entonces, ¿qué otra prueba tenías?
       —El estado en que se encontraba antes de que llegaras: por eso te pregunté si la habías visto mucho. Y su estado después de que te fueras —añadió la señora Dyott—. Y su estado —remató— mientras estabas aquí.
       —Pero mientras yo estuve aquí ella estuvo encantadora.
       —Encantadora, de eso estoy hablando.
       Lo dijo en un tono que ponía la situación bajo la luz idónea, una luz en la que los dos parecían contemplar amablemente, casi con ternura, a la pobre Maud alejándose, con su linda cabeza agachada bajo el peso de una teoría que le venía grande. Sin embargo, las últimas palabras de Voyt declararon que en ésta —en la teoría— algo había que los obligaba a reconocer que Maud no se había mostrado, la tarde en que conversaron, del todo carente de sentido. Su conciencia, si ellos la dejaban en paz —como debían hacer piadosamente después de esto— era, a fin de cuentas, una especie de tímida historia romántica. No era una historia romántica como la de ellos dos, algo que haría feliz a cualquier autor digno de contarla —uno que tuviera la capacidad de invención o pudiera tener el valor necesario—, sino una satisfacción pequeña, amedrentada, famélica, subjetiva que a ella no le haría ningún daño ni tampoco ningún bien a los demás. ¿Quién sino un zoquete —él seguía firme en su opinión— podría ver en todo aquello la sombra de una «historia»?




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