Henry James
(1843-1916)

Lo real
[También: “Lo que deba hacerse”]
(“The Real Thing”, 1889)
Originalmente publicado en Black and White (Inglaterra, abril 1892);
había aparecido en varios periódicos de Estados Unidos el año anterior;
The Real Thing and Other Tales (1893)



I

        Cuando la esposa del conserje, que solía contestar el timbre, anunció «Un caballero y una dama, señor», tuve, como me sucedía a menudo por esos días —el deseo es padre del pensamiento— la intuición inmediata de que debía tratarse de modelos. Modelos eran en este caso mis visitas, pero no en el sentido en que lo habría preferido. Sin embargo en principio no había nada que indicara que no venían por un retrato. El caballero, un hombre de unos cincuenta años, alto y erguido, con un bigote levemente antiguo y un saco de calle de color gris oscuro, que le sentaba muy bien, cosas ambas en las que noté a un profesional —no a un barbero ni a un sastre—debieron haberme impactado tanto como lo hubiera hecho una celebridad, si es que las celebridades impactan.
       Era un hecho del que me había hecho consciente desde hacía algún tiempo, que un ser con una imponente apariencia física casi nunca resultaba ser, podría decirse, una figura pública. Una mirada a la dama me ayudó a recordar esta paradójica ley: lucía igualmente demasiado distinguida como para tratarse de una «personalidad».
       Más aún, apenas si era posible encontrar dos casos así al mismo tiempo.
       Ninguno de los dos habló inmediatamente; sólo prolongaron la observación preliminar como sugiriendo que cada uno quería darle al otro la oportunidad. Eran visiblemente tímidos; se quedaron allí de pie esperando que los hiciera entrar, lo que, después me di cuenta, era lo más práctico que pudieron haber hecho. De este modo su confusión servía a su causa. Yo había visto gentes dolorosamente esquivas a mencionar que deseaban algo tan concreto como verse representados en una tela; pero los escrúpulos de mis nuevos conocidos resultaban casi invencibles. Si al menos el caballero hubiera dicho «Quisiera un retrato de mi esposa», y la señora, «Quisiera un retrato de mi marido». Tal vez no eran marido y mujer, y esto naturalmente haría la situación más delicada.
       Tal vez querían ser pintados juntos, en cuyo caso tendrían que haber traído a un tercero para comunicarlo.
       «Nos envía el señor Rivet», dijo finalmente la dama con una opaca sonrisa que hizo el mismo efecto que una esponja húmeda sobre una pintura, algo así como una vaga alusión a la belleza que se esfuma. Era alta y compuesta, a su medida, como su compañero y con diez años menos encima. Parecía tan triste como puede demostrarlo una mujer que carece de expresión facial: esto es, su matizada máscara oval denotaba cansancio, así como una superficie expuesta muestra erosión. La mano del tiempo había jugado libremente con ella, casi hasta eliminarla. Era delgada y firme, y tan bien vestida estaba, de azul oscuro, con bonitos puños, cuello y botones, que era evidente que iba al mismo sastre que su esposo. La pareja tenía un aire indefinible de buen pasar —dinero suficiente para darse lujos—. Si yo era uno de esos lujos, debía considerar bien qué debía hacer.
       «¿De modo que Claude Rivet me recomendó?» dije de inmediato; y agregué que era muy amable de su parte, aunque pensándolo bien, si él sólo pintaba paisajes, no perdía nada enviándolos.
       La mujer miró con seriedad al caballero y el caballero miró el cuarto. Después de mirar un momento al piso, se atusó el bigote, y posó en mí sus ojos complacidos con esta frase: «Dijo que usted era el indicado».
       «Trato de serlo, cuando las personas toman asiento.»
       «Sí, nos gustaría», dijo la dama ansiosa.
       «¿Prefieren juntos?»
       Mis visitantes intercambiaron una mirada.
       «Si pudiera hacer algo conmigo, supongo que será el doble», balbuceó el caballero.
       «Oh, claro, naturalmente el precio es mayor por dos figuras que por una.»
       «Nos gustaría un precio alto», confesó el marido.
       «Me parece muy bien», respondí, demostrando inusual simpatía, porque creí que se refería al pago del artista.
       Una sensación de extrañeza pareció iluminar a la señora. «Nos referimos a las ilustraciones, el señor Rivet dijo que usted estaba por hacer una».
       «¿Hacer… una ilustración?» yo estaba igualmente confundido.
       «Retratarla, usted entiende» dijo el caballero poniéndose colorado.
       Fue sólo entonces que comprendí la clase de favor que Claude Rivet me había hecho; les había dicho que yo trabajaba en blanco y negro para revistas, libros de cuentos, cuadros de la vida contemporánea y que, en consecuencia, tenía muchísima demanda de modelos. Esas cosas eran ciertas, pero no era menos cierto —puedo confesarlo ahora, si porque mis aspiraciones fueran a todo o a nada, dejo al lector adivinar— que no podía dejar de pensar en los honores, para no hablar de los emolumentos, de ser un gran pintor de retratos. Las ilustraciones eran mi modo de ganarme la vida; yo apuntaba a otra faceta del arte —la que me parecía más interesante— para perpetuar mi fama. No me da vergüenza tener esa perspectiva junto con la de hacer fortuna; pero tal fortuna estaba muy distante en tanto mis visitantes deseaban ser retratados sin pagar. Me sentía molesto; porque en un sentido pictórico ya los había visto. Había captado su tipo, y ya tenía planeado cómo los iba a representar. Algo que en absoluto los había complacido, reflexioné luego.
       «¿Ah, ustedes… son… son…?» comencé apenas pude dominar mi sorpresa. No me salía esa fea palabra «modelos»: me parecía que no se ajustaba al caso.
       «No tenemos mucha práctica» dijo la señora.
       «Tenemos que hacer algo y pensamos que un artista de su talla tal vez pudiera hacer algo por nosotros», dijo de golpe el esposo. Luego añadió que no conocían muchos artistas, y que habían ido a ver en primer término —él pintaba paisajes desde luego, pero a veces les ponía también figuras humanas, acaso yo recordara— al señor Rivet, a quien habían conocido unos años antes en un lugar de Norfolk donde estaba pintando.
       «Nosotros a veces pintábamos también» recalcó la dama.
       Es muy duro, pero debemos hacer algo», prosiguió el marido.
       «Desde ahora mismo, ya que no somos muy jóvenes», admitió ella con una sonrisa débil.
       Al decirles que sería mejor saber algo más acerca de ellos, el esposo me dio una tarjeta que extrajo de una impecable agenda —sus pertenencias eran de lo más nuevas— con la inscripción «Mayor Monarch». Pese a lo llamativas, esas palabras no me aclararon nada; pero mi visitante agregó al momento: Acabo de dejar el ejército y hemos tenido la desgracia de perder nuestro dinero. De hecho contamos con escasísimos recursos.»
       «Lo que dificulta llevar… una vida ordinaria», dijo la Sra. Monarch.
       Evidentemente deseaban mantener la discreción, cuidando de no alardear porque eran gente bien nacida. Yo sentía que trataban de concebirlo como un inconveniente, y al mismo tiempo inferí por debajo de lo que expresaban —consuelo en la adversidad— que tenían sus puntos de vista. Ciertamente los tenían; pero se referían preponderantemente a las convenciones sociales; algo así como sobre de qué modo mantener siempre un taller arreglado. Para mí, no obstante, un taller fue desde siempre, o debió siempre ser, un cuadro.
       En relación con la edad que había señalado su mujer, el Mayor Monarch observó: «Naturalmente es más por la figura por lo que nos ofrecemos. Creo que nos mantenemos bien». En ese instante me di cuenta de que la figura era por cierto su punto fuerte. Ese «naturalmente» no sonaba vano, sino que iluminaba la cuestión. «Ella tenía una figura insuperable», continuó él, reverenciando a su esposa sin rodeos, como en una charla de sobremesa.
       Yo sólo pude replicar, como si de veras estuviésemos sentados frente a nuestros vasos de vino vacíos, que la suya no lo era menos; lo que le hizo a su turno responder: «Pensamos que si tiene que retratar a gente de nuestra clase, nosotros podemos modelar. Ella particularmente, como dama para una ilustración, ¿entiende?».
       Estaba tan divertido con ellos que, por seguir, hice todo lo posible por considerar su punto de vista; aunque era complicado para mí verme haciendo elogios físicos, como si se tratara de animales a la venta o de negros esclavos útiles, a una pareja a la que sólo habría esperado conocer en ese tipo de relaciones donde está implícita la crítica; miré a la Sra. Monarch como un juez para exclamar al rato con toda convicción: «¡Oh, sí, la estampa de una dama para un libro!» Ella mostraba singularmente lo que sería una mala ilustración.
       «Bien, de pie, si le place», dijo el Mayor; y se plantó ante mí con un aire verdaderamente grandioso.
       Pude medirlo de una ojeada: tenía seis pies dos de altura y el porte de un perfecto caballero. Cualquier club en proceso de formación que deseara ostentar elegancia lo habría contratado para la entrada principal. Lo que me conmovió de inmediato fue que al ponerse frente a mí, había perdido toda su majestad; parecía más bien una imagen publicitaria. No puedo, desde luego, precisar esto en detalle, pero pude captar que eran capaces de hacer la fortuna de alguien, no quiero decir la suya. Había en ellos algo de confeccionistas, de dueños de hotel, de vendedores de jabón. Logré imaginarlo. «Siempre usamos esto» prendido en la solapa con el efecto más atrayente; tuve la visión del brillo con que podían inaugurar una table d'hote.
       La Sra. Monarch estaba sentada como una estatua, no por orgullo, sino por timidez; de inmediato su esposo le dijo: «Levántate, querida mía, y muestra tu elegancia». Ella obedeció, aunque no tenía necesidad alguna de demostrarlo. Caminó hasta el final de mi estudio y al volverse la noté ruborizada, fijando la mirada temblorosa en su compañero de solicitud. Me recordó un hecho que accidentalmente observé en París, estando allí con un amigo, un dramaturgo a punto de concretar una obra de teatro, cuando una actriz se le presentó para pedirle un papel. Se adelantó con pasos seguros hasta ponerse frente a él, fue de un extremo al otro, del mismo modo que la Sra. Monarch. La Sra. Monarch lo hizo muy bien, pero me abstuve de aplaudirla. Era desagradable ver a tales personas solicitando tan poca retribución. Daba toda la idea de una mujer que tenía una renta de diez mil libras al año. El esposo había usado la palabra que la describía: era, en la jerga corriente de Londres, esencial y típicamente «elegante». Su figura era, en el mismo orden de pensamiento, conspicua e irreprochablemente, «agradable». Para una mujer de su edad, su cintura era sorprendentemente pequeña, todavía más, la curvatura de sus codos era perfecta. Sostenía la cabeza en el ángulo adecuado, pero ¿por qué vino a mí? Debió haber lucido ropa para una tienda importante. Me temí que mis visitantes no sólo eran pobres sino también «artistas» —lo que constituiría una gran complicación— cuando ella volvió a su asiento luego de que le di las gracias; observando al mismo tiempo que lo que un artesano más valora en su modelo es su capacidad de permanecer inmóvil.
       «¡Oh, ella puede mantenerse inmóvil», dijo el Mayor Monarch. Luego agregó jocoso: «Siempre pude tenerla quieta».
       «Yo no soy una persona inquieta, ¿o sí?» por poco me pongo a llorar, pensé, cuando vi que ella escondía la cabeza como una ostra en el pecho de su acompañante.
       El destinatario de tal expansión de sentimientos dirigió hacia mí su respuesta. «Tal vez no esté de más mencionar —porque somos gente de negocios, ¿no es así?— que cuando nos casamos, ella era conocida como la Hermosa Estatua.»
       «Oh, Dios!» dijo la Sra. Monarch melancólica.
       «Desde ya me gustaría una gran expresividad», agregué.
       «¡Desde luego!»; nunca vi semejante unanimidad.
       «Supongo que ustedes saben que se trata de un trabajo agotador.»
       «¡Nunca nos cansamos!» clamaron enérgicamente a dúo.
       «¿Tuvieron alguna experiencia anterior?»
       Dudaron, se miraron el uno al otro. «Hemos sido fotografiados intensamente», dijo la Sra. Monarch.
       «Ella quiere decir que nos lo pidieron», agregó el Mayor.
       «Claro, porque son tan agradables.»
       «No sé por qué, pero siempre estaban tras de nosotros.»
       «Nunca cobramos las fotografías», dijo con una sonrisa la Sra. Monarch.
       «Debimos traer algunas, querida», anotó el esposo.
       «No estoy segura si nos quedan. Regalamos muchísimas», me explicó.
       «Con nuestros autógrafos y esas cosas», dijo el Mayor.
       «¿Se consiguen en los negocios?» pregunté con inocente placer.
       «Oh, sí, las de ella… estaban siempre.»
       «Ahora ya no», dijo la señora Monarch mirando fijo al suelo.



II

        Me podía imaginar cuáles eran «esas cosas» que agregaban a las copias de las fotografías, y estaba seguro de que escribían con una bellísima caligrafía. Era increíble con qué rapidez me hacía cargo de todo lo que les concernía. Si eran ahora tan pobres como para tener que pelear los centavos, nunca debieron haber estado más allá de ese margen. Sus impecables presencias debieron ser todo su capital, y tomaron con buen humor que ese recurso los marcara en su devenir. Estaba en sus rasgos, la turbación, el profundo reposo mental de veinte años de estadías en casas de campo, lo que les daba tan agradables modulaciones. Pude ver las soleadas habitaciones de dibujo, llenas de periódicos que no leía, en las que la señora Monarch se había sentado sin cesar; pude ver los húmedos arbustos de fresas entre los que ella se había paseado, más para ser admirada que por cualquier otro motivo. Pude ver los ricos abrigos que el Mayor había dispuesto para cazar y los maravillosos vestuarios que, tarde en la noche, reunía en la sala de fumar para comentarlos. Pude imaginar sus caminatas y sus ejercicios de natación, sus conocimientos de telas y alfombras, sus equipajes y paraguas; pude evocar la apariencia exacta de sus sirvientes y la compacta variedad de su equipaje sobre la plataforma de las estaciones de tren en distintos países.
       Daban poca propina, pero agradaban a todos; no hacían nada por sí mismos, pero eran bien recibidos. En todos los lugares lucían bien; gratificaban el gusto general en cuanto a estatura, complexión y «forma». Lo sabían sin fatuidad o vulgaridad; y actuaban en consecuencia. No eran superficiales; sabían lo que hacían y guardaban compostura; ésa había sido su línea de conducta. Personas con semejante gusto por la actividad debían tener alguna norma. Pude sentir cómo aun en una casa inhóspita habrían confiado en la alegría de vivir. En las circunstancias actuales ha habido algunos cambios —no importa cuáles, su pequeño ingreso ha disminuido, cada vez más— y tienen que esforzarse para conseguir un sueldo. Los amigos los aceptan, me doy cuenta, pero no les gusta mantenerlos. Había algo en ellos que representaba un crédito: las ropas, los modales, el tipo; pero si el crédito es un bolsillo vacío en el cual sólo reverbera un tintineo ocasional, al menos que se oiga. Lo que querían de mí era que los ayudara a lograr eso. Afortunadamente no tenían hijos, pronto lo adiviné. También que tal vez querían que nuestra relación se mantuviera en secreto, y por eso aludían a la «figura»; la reproducción exacta del rostro los habría traicionado.
       Me gustaban —sentí, seguramente como sus amigos, que eran muy simples—; y no tenía objeción alguna, si se adecuaban. Pero con todas sus perfecciones, no podía fácilmente creer en ellos. Después de todo eran aficionados, y la pasión que a mí me dominaba era el odio a los improvisados. Combinado con esto había otra perversión, una preferencia innata por el sujeto representado por sobre el real: la omisión de lo real era lo más apto para hacer necesaria la representación. Me gustaban las cosas que surgían, entonces me sentía seguro. Si eran o no era una cuestión subordinada y casi siempre sin importancia. Había otras consideraciones, la primera de las cuales era que tenía dos o tres reclutas contratados, especialmente una persona notablemente joven con pies grandes, de alpaca, proveniente de Kilburn, que desde hacía dos años concurría regularmente para mis ilustraciones y con la cual yo estaba todavía —a lo mejor innoblemente— satisfecho. Les expliqué francamente a mis visitantes cómo estaban las cosas, pero ellos habían tomado más precauciones de las que yo suponía.
       Habían sopesado la medida de su oportunidad, en tanto Claude Rivet les había hablado de la édition de luxe de uno de los escritores contemporáneos —el más raro de los novelistas— que habiendo sido dejado de lado por el público y valorado por los expertos (¿necesito mencionar a Philip Vincent?), tuvo la fortuna de ver, en el ocaso de su vida, la aurora de una altísima valoración crítica, una estimación por parte del público en la que había algo de expiación. La edición que se preparaba, planeada por un editor de buen gusto, era prácticamente un acto de la más alta reparación; el tallado en madera con que se la iba a enriquecer era el homenaje del arte inglés a uno de los representantes más prominentes de las letras inglesas. El Mayor y la Sra. Monarch me confesaron que habían tenido la expectativa de ser contratados en la parte que me tocaba del proyecto. Sabían que yo iba a hacer el primero de los libros, Rutland Ramsay, pero tuve que aclararles que mi participación en el resto del asunto —este primer libro iba a servir de prueba— iba a depender de lo bien que hiciera el primero.
       Si no les gustaba, mis empleadores iban a deshacerse de mí con las lacónicas palabras habituales. Era por lo tanto un trabajo crucial para mí, y naturalmente estaba haciendo preparativos especiales, buscando gente nueva, si fuese necesario, y asegurándome los mejores tipos. Admití sin embargo que me gustaría contar con dos o tres modelos que sirvieran para cualquier circunstancia.
       «¿Tendremos que ponernos a veces, estee… ropa especial?» preguntó tímidamente la Sra. Monarch.
       «Claro, querida, es parte del trabajo.»
       «¿Y tenemos que conseguir nuestro propio vestuario?»
       «Oh, no, tengo muchas cosas. Los modelos de los pintores continuamente se ponen y se sacan, según lo requiera el pintor.»
       «¿Y usted trabaja así?»
       «¿Así?»
       La Sra. Monarch volvió a mirar a su esposo.
       «Oh, ella lo que quiere saber», explicó él, «es si la ropa es de uso general». Tuve que confesar que sí, y mencioné también que algunas —tenía un montón de cosas grasientas del siglo pasado— habían servido en su época, cien años atrás, a hombres y mujeres curtidos por la vida; a figuras tal vez no tan distintas, en ese mundo desvanecido, de su tipo, el de los Monarch, ¡quoi! del tiempo de las levitas y pelucas. «Nos pondremos todo lo que quede bien», dijo el Mayor.
       «Oh, yo decido lo que queda bien en el cuadro.»
       «Me parece que voy a servir más para los libros modernos. Vendré como usted guste», dijo la Sra. Monarch.
       «Tiene mucha ropa en casa: excelente para la vida actual», continuó su esposo.
       «Puedo imaginarme escenas en las cuales usted estaría muy natural». Y por cierto podría ver los desaliñados arreglos de cabañas rurales —los cuentos para los que traté de producir ilustraciones sin tener que leerlos —cuyo sendero arenoso recorre la dama caritativa para ayudar a la gente. Pero debía volver al hecho de que para esta clase de trabajo —el pan cotidiano— ya estaba equipado: la gente que trabajaba conmigo era del todo adecuada.
       «Nosotros sólo pensamos que podríamos representar cierta clase de personajes», dijo la Sra. Monarch poniéndose en pie.
       El marido también se levantó; de pie, mirándome con un sombrío aire meditativo y semejante contextura física, el hombre me conmovió. «¿No habría la posibilidad alguna vez de… de tener…?» Me tiraba el dardo; quería que lo ayudara a articular su deseo. Pero no pude, no sabía cómo. Así que de golpe lo dijo: «Lo real; un caballero, entiende, o una dama». Yo estaba listo para asentir en líneas generales, admití que había mucho en juego en tal propuesta. Eso le dio coraje al Mayor Monarch, para decir continuando con su pedido y sin tragar saliva: «Es terriblemente difícil, intentamos todo». Ese gesto fue muy expresivo, sobre todo para la esposa. Antes de que me diera cuenta, la Sra. Monarch se había dejado caer en un diván y estalló en lágrimas. Su esposo se sentó a su lado, le tomó una de las manos mientras ella rápidamente se secaba los ojos con la otra, y yo me sentía de lo más incómodo cuando los dos me miraron. «No hay un sólo maldito trabajo que no haya pedido, esperado, rogado. ¿Así que usted piensa a priori que nosotros no servimos? ¿Y de secretario o ese tipo de cosas?
       También podría solicitar esa dignidad. Haré lo que sea, soy fuerte; mensajero o carbonero. Puedo ponerme una gorra con cintas doradas y abrir la puerta de los coches frente a una tienda; puedo irme a una estación para cargar equipajes; o ser cartero. Pero ellos a uno no lo miran; hay miles tan buenos como uno que ya están trabajando. ¡Los caballeros, pobres mendigos, que han tomado vino bueno, que han conservado sus trofeos de caza!»
       Yo les dí las seguridades que pude, y mis visitantes estaban de nuevo de pie, mientras, para hacer una prueba, combinábamos una hora. Estábamos en eso cuando abrió la puerta y entró Miss Churm con un paraguas mojado. Miss Churm se había tomado el ómnibus hasta Maida Vale y después caminó media milla. Estaba toda desarreglada y llena de manchas de barro. Casi siempre al verla entrar no podía evitar pensar en lo paradójico que me parecía que siendo ella tan insignificante, pudiera transformarse en tal grado en otra cosa. Era una mujer pequeña y delgadita, pero se podía convertir en la heroína de una novela. Era sólo una chica de pueblo con la cara pecosa, pero podía representar todo, desde una exquisita dama hasta una pastora; tenía ese talento como pudo haber tenido voz aguda o cabello largo. No sabía las letras y amaba la cerveza, pero tenía dos o tres «detalles» y la práctica, la capacitación, la intuición y una peculiar sensibilidad así como el amor por el teatro, siete hermanas y ni una onza de respeto, especialmente hacia el vocabulario. Lo primero que vieron mis visitantes fue que el paraguas estaba mojado, y en su intachable perfección visiblemente se apartaron de él. La lluvia caía desde su llegada.
       «Estoy empapada; el ómnibus era un lío de gente. Me gustaría que se mudara cerca de la estación», dijo Miss Churm. Le pedí que estuviera lista lo más pronto posible, y se fue a la habitación donde habitualmente se cambiaba de ropa. Pero antes de irse me preguntó qué vestido se tenía que poner.
       «El de la Princesa Rusa, ¿no te acuerdas? le respondí; «la princesa de «ojos dorados», vestida de terciopelo negro, para el Cheapside».
       «¿Ojos dorados? ¡Ya sé!» gritó Miss Churm, mientras mis compañeros la observaban intensamente cuando se marchaba. Cada vez que se retrasaba, se las arreglaba para estar lista antes de que yo diera media vuelta; de modo que traté de detener un momento más a mi visita a propósito, para que se dieran una idea, al verla, de lo que se esperaba de ellos. Hice notar que ella era una excelente modelo; era, en realidad, muy inteligente.
       «¿Usted piensa que parece una princesa rusa?» me preguntó el Mayor Monarch con inocultable alarma.
       «Cuando yo la hago, sí.»
       «¡Oh, si tiene que hacerla!», acotó no sin énfasis.
       «Es lo más que se puede pedir. Hay muchos que no se pueden hacer.»
       «Bien, entonces, aquí hay una dama» —y con una sonrisa persuasiva le dio el brazo a su mujer— «¡qué ya está hecha!»
       «Oh, yo no soy una princesa rusa», replicó la Sra. Monarch con cierta frialdad. Pude ver que se habían dado cuenta de algo y que no les gustaba. Había una complicación del tipo que nunca tuve con Miss Churm.
       La joven volvió vestida de terciopelo negro —la túnica estaba bastante gastada y le colgaba un poco de los hombros— con un abanico japonés en sus manos rojizas. Le recordé que en la escena que estaba pintando ella tenía que mirar un poco por encima de la cabeza de alguien. «No me acuerdo de quién, pero eso no importa. Sólo mira por sobre alguien».
       «Mejor miro por sobre la estufa», dijo Miss Churm; y se puso cerca del fuego. Adoptó una postura altiva, inclinó un poco la cabeza hacia atrás y el abanico hacia adelante, y alzó la vista, al menos, según mi apreciación, distinguida y encantadora, distante y temible. La dejamos en esa posición mientras bajábamos las escaleras con el Mayor y la Sra. Monarch.
       «Yo creo que puedo llegar a algo muy parecido a eso», dijo la Sra. Monarch.
       «Oh, lo que usted cree es que ella es ordinaria, pero usted debe aceptar la alquimia del arte.»
       Sin embargo, salieron con un evidente incremento de conformidad fundado en su ostensible ventaja de ser lo real. Me los imaginé temblando ante Miss Churm. A ella le parecieron muy absurdos, cuando al volver le conté lo que querían.
       «Bueno, si ella puede posar yo me dedico a cuidar la casa», dijo mi modelo.
       «Tiene todo el porte de una dama», repliqué como si no me diera cuenta del agravio.
       «Peor para usted. Eso quiere decir que no sirve.»
       «Podría andar bien en las novelas de moda.»
       «Oh, sí. ¡Para eso sirve!» declaró con humor mi modelo. «¿Pero no son ya bastante malas sin que esté ella?» A menudo yo había pronunciado ese juicio delante de Miss Churm.



III

        Fue para aclarar un misterio en uno de mis trabajos que primero lo intenté con la Sra. Monarch. Su esposo venía con ella, para ser útil si se presentaba la ocasión; era suficientemente claro que, en principio, él quería acompañarla. Al comienzo me preguntaba si era una cuestión de honor, si por celos o cuernos. La idea era demasiado agotadora, y si se me hubiera confirmado, rápidamente habría clausurado nuestro acuerdo. Pero pronto me di cuenta de que nada de eso había y que si él acompañaba a la Sra. Monarch era —además de la oportunidad de ser contratados— simplemente porque no tenía nada que hacer. Cuando estaban separados se les acababan las ocupaciones y nunca habían estado separados. Aprecié correctamente que en su difícil situación, su profunda unión era el principal consuelo y que esa unión no tenía puntos débiles. Era un auténtico matrimonio, un reto para los que dudaban, un escollo para los pesimistas.
       Vivían en un lugar humilde —recuerdo que después pensé que era lo único en lo que realmente eran profesionales— y traté de imaginarme el lamentable edificio al que el Mayor fue a parar. Allí el hombre se sentaría junto a su esposa, más o menos deprimidos, según el caso; lo que no podía concebirse era que él se sentara sin tenerla a su lado.
       Tenía demasiado tacto, de modo que se adaptaba perfectamente a las situaciones; así sabía con certeza cuando estaba de más y no molestaba; si yo estaba muy concentrado en lo que hacía como para escuchar, simplemente se quedaba sentado y esperaba. Pero me gustaba oírlo hablar; eso hacía que mi trabajo, cuando no lo interrumpía, fuera menos mecánico y específico, menos rutinario. Escucharlo era una rara combinación del entusiasmo que provoca salir a la calle, combinado con la seguridad de quedarse en casa. Había un solo escollo: al parecer yo no conocía a nadie de aquellos a quienes esta brillante pareja había frecuentado. Pensé que él se preguntaría intensamente, durante el término de nuestra charla, a quién diablos conocía yo. Creo que no tenía ninguna idea en la cual explayarse, de modo que no nos perdimos en honduras y nos limitamos a cuestiones sobre cueros e incluso sobre licores —talabarteros y confeccionistas de pantalones o cómo conseguir a bajo precio un excelente vino tinto— y asuntos como «viajar bien» y los hábitos de los juegos de salón. Su capacidad acerca de estos últimos temas era sorprendente; sabía vincular a un jefe de estación con un ornitólogo. Cuando no podía hablar acerca de cosas importantes comentaba alegremente sucesos menudos, y en tanto yo no podía acompañarlo en sus reminiscencias del gran mundo él bajaba el nivel hasta alcanzar el mío sin esfuerzo visible.
       Tan límpido deseo de complacer era conmovedor en un hombre, que por su tamaño, fácilmente podría haberlo aplastado a uno. Cuidaba el fuego y se ocupaba de la estufa sin que se lo pidiera, y pude ver que tenía opinión acerca de mis proyectos aunque los conociera a medias. Recuerdo haberle dicho que si fuera rico le ofrecería un sueldo para que viniera y me enseñara a vivir. Algunas veces emitía un suspiro aislado cuya esencia bien podía haber sido: «¡Aunque me diera sólo una pobre y desoladora barraca como ésta, yo sabría cómo transformarla!»
       Cuando yo deseaba trabajar a solas con él, venía sin su esposa; lo cual no dejaba de ilustrar el coraje superior de las mujeres. La esposa podía muy bien soportar su solitario segundo piso, y era en general más discreta; mostraba por varias pequeñas reservas que tenía bien claro que nuestras relaciones debían mantenerse en el plano profesional, sin deslizarse a cierta categoría de sociabilidad. Ella quería que no quedaran dudas de que tanto ella como el Mayor eran empleados, no amistades, y si bien reconocía mi lugar, lugar que debía mantenerse, nunca me consideró un igual.
       Se sentaba con gran esmero, poniendo todo su empeño en concentrarse, y era capaz de permanecer una hora entera casi tan inmóvil como se está ante la lente de una cámara fotográfica. Me dí cuenta de que había sido fotografiada muchas veces, pero de algún modo el hábito que la adecuaba tanto a ese fin a mí me causaba inconvenientes. Al principio yo estaba muy complacido con su aire señorial, y era una satisfacción, al seguir sus líneas, ver qué buenas eran y hasta dónde podían llevar el lápiz. Pero después de unos varios intentos comencé a encontrarla irreductiblemente dura, rígida; hiciera lo que hiciera con mi dibujo parecía una fotografía o la copia de una fotografía. Su figura no tenía variedad en la expresión, ella misma no tenía el sentido de la variedad. Se podría aducir que era problema mío y que sólo se trataba de situarla convenientemente. Aunque la puse en todas las posiciones concebibles, siempre se las arreglaba para obliterar las diferencias. Siempre era una dama, sin duda, y en la convención era siempre la misma dama. Era siempre lo real, pero siempre lo mismo.
       Había momentos en que notaba que toda su serenidad se sostenía en la confianza de ser lo real. Su trato conmigo y el de su esposo implicaban que esto me favorecía a mí. Mientras tanto me encontraba tratando de inventar tipos que se aproximaran al suyo, en lugar de hacer que ella se transformara, con la habilidad que naturalmente tenía la pobre Miss Churm. Dispusiera como dispusiera y tomara las precauciones que tomara, siempre salía en mis cuadros demasiado alta, dejándome en el dilema de haber representado a una mujer fascinante de siete pies de altura, que (aparte tal vez de mi corta estatura) estaba muy lejos de mi concepción de tal personaje.
       El asunto empeoraba con el Mayor; no había nada que lo bajara, de modo que me resultaba provechoso solamente para representar bravos gigantes. Yo adoraba la variedad y la perspectiva, buscaba remarcar lo accidental, la nota ilustrativa, particular; deseaba caracterizar muy marcadamente, y la cosa que más odiaba en el mundo era el peligro de quedar atrapado en la generalización. Había discutido el tema con algunos de mis amigos; y me había apartado de su compañía por mantener que algo tiene que ser, y que si el tipo era hermoso —testigos Rafael y Leonardo— la sujeción a él iba en su favor, no en su desmedro. Yo no era ni Leonardo ni Rafael, y quizá sí sólo un presuntuoso joven explorador; pero sostuve que cualquier cosa puede sacrificarse antes que la particularidad, el carácter. Cuando ellos me respondieron que la forma que me obsesionaba bien podía ser un carácter les respondí, quizá superficialmente, «¿De quién?» No puede serlo de todo el mundo, pues terminaría por no serlo de nadie.
       Después de haber dibujado a la Sra. Monarch miles de veces, estuve más seguro que nunca de que el valor de una modelo como Miss Churm residía precisamente en el hecho de que carecía de una estampa bien definida, combinada por supuesto con otro hecho, que lo que sí tenía era un inexplicable y curioso talento para imitar. Su apariencia habitual era como un telón que podía levantar para una representación magistral con sólo pedírselo.
       La actuación era esencialmente sugerente; pero hablaba a la inteligencia, era vívida y hermosa. A veces incluso pensé que era una mujer simple, bellamente insípida, y le hice el reproche de que las figuras que modelaba me salían monótona e igualmente (bêtement, como decíamos) graciosas. Nada pudo haberla disgustado más; se sentía demasiado orgullosa de poder representar distintos personajes que no tenían nada que ver entre sí. Me acusaba entonces de tratar de acabar con su «reputación».
       A partir de las visitas de mis nuevos amigos, nuestros encuentros se hicieron menos frecuentes. Miss Churm siempre tenía mucha demanda, nunca estaba desocupada, así que no tuve escrúpulos de posponer nuestras sesiones por un tiempo, para estar a mis anchas con la pareja. Era ciertamente divertido al comienzo, estar frente a lo real; era divertido pintar los pantalones del Mayor Monarch. Eran lo real, aunque en versiones agigantadas. Era divertido pintar el cabello que caía siempre sobre la espalda de su esposa —matemáticamente abundante— y la particular tensión elegante de su rígida presencia. Se prestaba especialmente a las posturas en que el rostro de algún modo quedaba escondido o soslayado; preferentemente en dama de espaldas o profils perdus. Cuando estaba de pie tomaba naturalmente una de las actitudes en que los pintores cortesanos representaban a las reinas y princesas; de modo que yo me preguntaba si, para adecuarme al modelo, no tendría que hablar con el editor del Cheapside para publicar un verdadero romance cortesano. «Una historia en el palacio de Buckingham». A veces sin embargo lo real y lo verosímil se ponían en contacto; por lo cual quiero decir que Miss Churm, al cumplir con una cita o venir para concertar alguna en los días que tenía mucho trabajo, se encontraba con sus rivales. El encuentro no era recíproco en tanto ellos no la tomaban en cuenta más que como si fuera el ama de llaves; no tanto por arrogancia, sino más bien porque no sabían cómo fraternizar con alguien de profesión similar, como podría imaginarme que les habría agradado hacer, al menos al Mayor.
       No podían conversar acerca de los problemas del viaje en ómnibus, ellos andaban a pie; y no sabían qué otra cosa compartir, no estando ella interesada en viajes o vino tinto a buen precio. Además debieron haber olido —en el aire se percibía— que no causaban gracia, y que ella se burlaba en secreto de ese sempiterno saber cómo actuar. Y que no habría escondido sus ideas si hubiera tenido la oportunidad de darlas a conocer. Por su parte la Sra. Monarch consideraba que ella no era elegante; de otro modo ¿por qué con cierto malestar me habría dicho —estaba muy lejos de su modo de ser— que no le gustaban las mujeres poco elegantes?
       Un día, cuando mi joven modelo estaba presente junto a ellos dos —incluso ella lo sugirió, cuando le pareció conveniente durante el transcurso de la charla— le dije que si podría ser tan amable de darme una mano para servir el té, una tarea que le era familiar y que pertenecía a un orden que, viviendo como yo lo hacía, con escasos recursos, a menudo les pedía a mis modelos que cumplieran. A ellos les gustaba echar mano de mis propias cosas, estar en la sala e incluso, a veces, tocar la porcelana los hacía sentir bohemios. La vez siguiente que vi a Miss Churm después de ese suceso me sorprendió mucho porque me hizo una escena por mi pedido de ese día; me acusó de haber querido humillarla. Nunca hasta entonces había demostrado contrariedad alguna, sino que parecía, entre obligada y divertida, disfrutar de la comedia de preguntarle a la Sra. Monarch, distante y silenciosa, si deseaba crema o azúcar, poniendo en la pregunta un exagerado énfasis. Había ensayado entonaciones —como si también deseara pasar por una cosa real— hasta el punto que temí que mis visitantes se ofendieran.
       Oh, el hecho es que ellos estaban decididos a no ofenderse por nada, y el grado de su paciencia daba la medida de su gran necesidad. Podían sentarse una hora entera, sin quejarse, hasta que yo estuviera listo para ocuparlos; podían volver por si los necesitaba y regresar a su casa alegres si no era así. Acostumbraba acompañarlos hasta la puerta sólo por ver de qué grandioso modo renovaban sus intentos. Traté de encontrarles otros empleos: los presenté a varios artistas. Pero no se «contrataron» por razones que pude inferir y volvieron a mí una y otra vez con renovadas fuerzas. Me hicieron el honor de considerarme adecuado con su modo de ser. No eran lo suficientemente románticos para los pintores y en aquellos días había pocos pintores en blanco y negro.
       Además no olvidaban el trabajo importante que les había mencionado; secretamente en sus corazones esperaban proveer la nota esencial para mi reivindicación pictórica de nuestro fino novelista. Sabían que yo no quería efectos costumbristas, nada de las frivolidades de tiempos pasados, que era un caso en el cual todo debía ser contemporáneo, satírico y presumiblemente cortés. Si los ponía a trabajar en eso, su futuro estaría asegurado, porque la labor desde luego sería larga y la ocupación intensa.
       Un día la Sra. Monarch vino sin su esposo, y explicó que su ausencia se debía a un viaje a la ciudad. Mientras permanecía sentada con su habitual majestad inconmovible, hubo un llamado a la puerta en el que inmediatamente reconocí el reclamo de un modelo sin trabajo. Acto seguido entró un joven; de inmediato me di cuenta de que era extranjero; enseguida lo probó al presentarse como un italiano sin relaciones con el idioma inglés, excepto mi nombre, que mencionó de modo tal que parecía incluir a cualquier otro. Aún yo no había visitado su país ni estaba familiarizado con su lengua; pero él no era un arquetipo —¿qué es un italiano?— como para depender sólo de ese medio de comunicación, así que me hizo entender, con gestos conocidos y graciosos, que estaba en busca del trabajo en que la señora que tenía frente a mí estaba comprometida. Al principio no me impresionó, y mientras continuaba mi dibujo deslicé pocos indicios de interés o de aceptación. Él se sostuvo firme sin embargo, no importuno, pero con una fidelidad perruna en sus ojos que impúdicamente remedaban el modo de una devota servidumbre —pudo haber estado en la casa por años— injustamente valorada. De pronto me di cuenta de que su misma actitud y expresión conformaban un cuadro; le pedí que se sentara y esperara hasta que me desocupara. Había otro cuadro posible en el modo en que me obedeció, y yo observé mientras trabajaba que había otros también en la manera en que observaba pensativo, con la cabeza echada hacia atrás, el conjunto del estudio. Podría haber estado atravesando Saint Peter. Antes de terminar me dije «el tipo es un vendedor en bancarrota, pero un tesoro».
       Cuando la Sra. Monarch se retiraba él cruzó la habitación como un rayo para abrirle la puerta, erguido y con la mirada arrobada del joven Dante atónito ante la joven Beatrice. Como nunca me preocupó, en tales circunstancias, la turbación del servicio doméstico británico, reflexioné que tenía la hechura de un sirviente —y yo necesitaba uno, pero no le podía pagar para eso sólo— y además la de un modelo; en resumen resolví adoptar a mi brillante aventurero siempre y cuando estuviera dispuesto a desempeñar ambos oficios. Dio un salto ante mi propuesta, y en ese hecho mi temeridad —en tanto yo realmente no lo conocía— me llevó mucho más lejos de lo previsto. Probó ser un simpático administrador aunque poco metódico, pero poseía en grado superlativo el sentiment de la pose. Intuitivo, instintivo, como el impulso que lo había guiado hasta mi puerta y le había ayudado a deletrear mi nombre grabado en la tarjeta. No tenía otras referencias para darme que la corazonada de que, observando mi ventana alta que daba al este, había adivinado que ese lugar era un estudio y que ese estudio albergaba a un artista. Había recorrido Inglaterra en busca de fortuna, como otros viajeros, y se había embarcado, con un socio y un pequeño carro manual, para vender hielo al menudeo. El hielo se había derretido y el socio se había esfumado en el tren. Mi joven usaba pantalones amarillos y ajustados con rayas rojas y se llamaba Oronte. Era moreno, pero agradable, y al vestirlo con algunas de mis ropas viejas parecía un inglés. Era tan bueno como Miss Churm, que podía verse, cuando se le solicitaba, como una italiana.



IV

         Me pareció que la cara de la Sra. Monarch se convulsionó levemente cuando, al volver con su esposo encontró a Oronte instalado en casa. Era extraño tener que reconocer en un desecho de lazzarone a un competidor de su insuperable Mayor. Fue ella la que olió primero el peligro, porque el Mayor era constitucionalmente inconsciente. Pero Oronte nos trajo el té, en medio de terribles confusiones —no estaba habituado a esas ceremonias excéntricas— y yo pensé que ella valoraba que por fin estaba logrando una «posición». Vieron un par de dibujos que había hecho, y la Sra. Monarch puntualizó que nunca le habría sorprendido que él posara. «Claro que los dibujos que nos hizo a nosotros, son exactamente como nosotros», me recordó sonriendo triunfante; y reconocí que ése era justamente el defecto. Cuando dibujaba a los Monarch, no podía despegarme de ellos, ni entrar en el personaje que deseaba representar; y yo no tenía el menor deseo de que se descubriera al modelo de mi cuadro. Miss Churm nunca había vuelto a aparecer, y la Sra. Monarch pensaba que yo muy apropiadamente la escondía porque ella era vulgar; mientras que perderla a ella sería, del mismo modo que se pierde a los muertos que van al cielo, para acceder a la condición de ángel por lo menos.
       Para ese tiempo, en cierto modo yo había comenzado ya el Rutland Ramsay, la primera novela de la gran serie proyectada; esto es, había producido unos cuantos dibujos, algunos con la ayuda del Mayor y de su esposa, y los había enviado para su aprobación. Mi acuerdo con los editores, como ya he señalado, era que me dejaban hacer el trabajo, en este caso particular, como yo quería, y que me adjudicaban todo el libro, pero mi participación en el resto de la serie era sólo contingente. Hubo momentos, en que, francamente, era confortable tener lo real a mano; porque había personajes en Rutland Ramsay que se les parecían mucho. Había gente presumiblemente tan enhiesta como el Mayor y mujeres de tan buena presencia como la Sra. Monarch. Había bastantes escenas de vida campestre —tratadas, es verdad, de un modo fino, fantasioso, irónico y generalizado—con una presencia considerable de enaguas y trajes típicos. Había ciertas cosas que tenía que establecer desde el comienzo; como por ejemplo la apariencia exacta del héroe y la particular aparición de la figura de la heroína.
       El autor desde luego me daba una pista, pero había un margen de interpretación. Les hablé a los Monarch con confianza, les dije francamente en lo que andaba, mencioné mis dificultades y alternativas. «¡Oh, tómelo!», murmuró la Sra. Monarch dulcemente, mirando a su marido; y «¿Qué más podría querer que mi esposa?» preguntó el Mayor con el apacible candor que ahora prevalecía entre nosotros.
       No estaba obligado a responder a estas observaciones, sólo estaba obligado a situar a mis modelos. Me faltaba aplomo y propuse, quizá con timidez, la resolución de mi interrogante. El libro proponía numerosas escenas, abundaban las figuras. Trabajé primero algunos episodios en los que ni el héroe ni la heroína intervenían.
       Cuando una vez los incorporé, debí haberme atenido a ellos, pero no podía representar al joven de siete pies de altura en un lugar y de cinco pies nueve en otro. Yo me inclinaba por completo a la última medida, aunque el Mayor más de una vez recordó que él se veía tan joven como cualquiera. Era por cierto muy posible arreglar la figura, de modo que fuera difícil detectar su edad. Un mes después de tener al espontáneo Oronte conmigo y de haberle dado a entender varias veces que su natural exuberancia podía convertirse en una barrera insalvable para otros proyectos, me di cuenta de su capacidad heroica. Tenía sólo cinco pies nueve de altura, pero las pulgadas que le faltaban estaban latentes. Lo probé casi en secreto al principio, porque realmente tenía bastante miedo del juicio que mis otros modelos hicieran de tal elección. Si la consideraban a Miss Churm poco menos que una tramposa, ¿qué iban a pensar de una persona que estaba tan lejos de lo real como un vendedor callejero para protagonizar a un joven formado en la escuela real?
       Si les tenía un poco de miedo, no era porque me acosaran, me persiguieran u oprimieran, sino porque en su patético decoro y en su misteriosa y permanente ansia apelaban intensamente a mí. Me puse por lo tanto muy contento cuando Jack Hawley vino a casa: era el consejero ideal. Pintaba mal, pero nadie mejor que él sabía poner el dedo en la llaga. Se había ido de Inglaterra por un año —a cualquier parte, ni me acuerdo dónde— para tomar aire fresco. Yo le tenía bastante aprensión, pero éramos viejos amigos; había estado lejos muchos meses y un sentido de vacuidad embargaba cada vez más mi vida. No había conseguido desviar ni un dardo en un año.
       Vino, con los sentidos renovados, pero con la misma camisa de terciopelo negro, y la primera noche que pasó en mi estudio fumamos hasta tarde. No había hecho nada, sólo mirar; de modo que había vía libre para que le mostrara mis cosas. Quería ver qué había hecho para Cheapside; me manifestó su desacuerdo. Eso al menos me pareció que querían decir los dos o tres gruñidos que, tirado en mi diván, con la pierna doblada, mirando mis últimos dibujos, escaparon de sus labios mientras fumaba.
       «¿Qué te pasa?», le pregunté.
       «¿Qué te pasa a tí?»
       «Nada, salvo que estoy desconcertado», respondí.
       «Es verdad. Estás desfasado. ¿Qué significa esta nueva moda?» Y me enrostró, con visible irreverencia, un dibujo en el cual había representado a mis dos elegantes modelos. Le pregunté si no le parecían bien y me dijo que le resultaban execrables, que representaban lo que yo siempre, según su opinión, había indicado como meta de mi arte, la cual lastimosamente yo había dejado pasar —yo estaba muy ansioso de saber exactamente qué era lo que quería decir. Las dos figuras del cuadro eran descomunales, pero supuse que no era por eso que me hacía la observación, porque él sabía que, al contrario, ese efecto podría haber sido deseado. Insistí en que había estado trabajando del mismo modo que cuando por última vez me hizo el honor de decirme que podía lograr algo algún día. «Bueno, alguna falla hubo», me respondió; «espera un minuto, que la voy a descubrir». Esperé que lo hiciera, ¿en qué otra parte podría encontrar una mirada fresca? Pero finalmente no dijo nada menos amargo que: «No sé, no me gustan las tipificaciones».
       Era un pobre juicio en boca de un crítico que nunca había consentido discutir conmigo otra cosa que la cuestión de la ejecución, el diseño de los rasgos y el misterio de los valores.
       «En los dibujos que viste, me parece que mis personajes son muy agradables.»
       «¡Oh, no van!»
       «Estuve trabajando con modelos nuevos.»
       «Me doy cuenta. No van.»
       «¿Estás completamente seguro?»
       «Completamente, son estúpidos.»
       «Entonces yo también, por trabajar con ellos.»
       «Con esa gente no puedes, ¿quiénes son?»
       Le dije tanto como era imprescindible y él concluyó desanimado: «Ce sont des gens qu'il faut mettre a la porte».
       «Nunca los viste; son terriblemente buenos», me puse en al acto a defenderlos.
       «¿Que no los vi? Todo este trabajo tuyo los hace pedazos. Es todo lo que quiero ver de ellos.»
       «Nadie hasta ahora dijo nada en contra. La gente de Cheapside está conforme.»
       «Todos son burros y la gente de Cheapside es más burra que nadie. Vamos, no me digas que a esta altura tienes ilusiones acerca del público, especialmente acerca de los editores. No es para esa clase de animales que trabajas, es para los que entienden, coloro che sanno; así que no me mientas aunque te mientas a tí mismo. Hay cierta clase de cosas que acostumbrabas a intentar, y estaban muy bien. Pero no este disparate».
       Cuando hablé con Hawley más tarde acerca de Rutland Ramsay y sus posibles sucesores él declaró que yo debía volver a mi bote o hundirme en el río. En resumen su tono era de advertencia. Lo noté; pero no eché a mis amigos a la calle.
       Me aburrían mucho; pero el mismo hecho de que me aburrieran me impedía sacrificarlos —si hubiera algo que pudiera hacerse con ellos— sólo por mi rabia. Cuando miro retrospectivamente ese período me parece que no significaron nada en mi vida. Tengo de ellos la visión de su permanencia en mi estudio, sentados contra la pared en el viejo banco de terciopelo que luego iría a la basura, como un par de cortesanos pacientes en la antecámara real: estoy convencido de que durante las semanas más frías del invierno ellos se quedaban allí para ahorrar leña. Su novedad iba perdiendo brillo y era imposible no verlos como objeto de caridad. Cada vez que Miss Churm llegaba ellos se iban, y cuando me sumergí en Rutland Ramsay, Miss Churm venía cada vez más seguido. Se las arreglaron para insinuarme tácitamente que yo la quería para representar la vida de los sectores bajos; dejé que lo supusieran y entre tanto se pusieron a observar el trabajo —estaba desparramado en el estudio—sin descubrir que sólo había pinturas de los círculos altos. Se habían introducido en uno de los más brillantes de nuestros novelistas sin descifrar muchos pasajes. Aún después de la advertencia de Jack Hawley, los contraté una y otra vez: ya habría tiempo suficiente para despedirlos, si la despedida fuera necesaria, cuando pasaran los rigores del invierno. Hawley había entrado en contacto con ellos —los había conocido cuando estaban junto al fuego— y pensó que eran una pareja ridícula. Al saber que era pintor trataron de aproximársele, para demostrarle que ellos eran lo real; pero él los miró, a través de la habitación, como si estuvieran a muchas millas: eran el compendio de todo lo que él más objetaba al sistema social de su país. Personas como esas, todo convención y corteza, con exclamaciones que detenían la conversación, no tenían nada que hacer en un estudio. Un estudio era un lugar para aprender a ver y ¿qué se podía ver en ese par de almohadones de pluma?
       El inconveniente principal que sufrí estando en sus manos fue que al principio no me atrevía a darles a conocer que mi hábil y diminuto criado posaba de lleno para Rutland Ramsay. Sabían que había sido bastante excéntrico —estaban preparados a estas alturas para soportar las excentricidades de los artistas— como para contratar a un vagabundo de las calles cuando podría haber contratado a una persona con recomendaciones y credenciales; pero pasó bastante tiempo antes de que comprendieran qué alto valoraba yo sus méritos. Muchas veces lo encontraron posando pero nunca dudaron de que era para representar a un organillero. Había muchas cosas que jamás adivinaron, y una de esas era que para una escena cúspide en la novela, para representar a un caminante, apenas delineado, se me había ocurrido usar al Mayor Monarch como modelo. Terminé por desechar la idea, no quería pedirle que se pusiera una librea, además de la dificultad de encontrar alguna que le fuera bien. Por fin un día, ya avanzado el invierno, cuando estaba trabajando con el despreciado Oronte, que había captado al vuelo la idea y estaba a punto de hacerme ir al grano, llegaron el Mayor y su esposa, con su sociable sonrisa inmotivada (había cada vez menos motivos para reir); llegaron como visitantes del campo —siempre me hicieron pensar eso— que habían cruzado el parque después de ir a la iglesia y que se proponían quedarse a almorzar. El almuerzo había pasado, pero podían quedarse para el té, sabía que ése era su deseo. Pero yo estaba inspirado, y no podía dejar que el impulso me abandonara y que mi trabajo esperara en tanto la luz del día se esfumaba, para que mi modelo se ocupara del té.
       De modo que le pregunté a la Sra. Monarch si le importaría servirlo, pedido que por un instante le hizo venir toda la sangre a la cabeza. Sus ojos se posaron en los de su esposo durante un momento, e intercambiaron señales en cierto código mudo. En un instante se borró su falta de adecuación, la astuta alegría del Mayor le puso fin. Muy lejos de lamentarme por haber herido su orgullo, debo agregar, deseaba darles una lección tan contundente como pudiera. Actuaron juntos y trajeron las tazas y platos e hicieron hervir el agua. Sé que se sentían como si estuvieran esperando a mi sirviente, y cuando el té estuvo preparado, dije: «Para él también, por favor, está cansado». La señora Monarch le llevó una taza al lugar donde él posaba; la recibió como si fuera un caballero que en una fiesta portara un sombrero de gala bajo el brazo.
       Después se me ocurrió que ella había hecho ese gran esfuerzo por mí —con cierta nobleza— y que yo le debía una compensación. Cada vez que la vi después del episodio, pensé qué compensación podría ser. No podía seguir haciendo cosas equivocadas para ocuparlos.
       ¡Oh, era lo equivocado!, la estampa del trabajo para el cual posaron; Hawley no era ya el único que lo decía.
       Envié un gran número de dibujos que había hecho para Rutland Ramsay y recibí una advertencia mucho más concreta que la de Hawley. El consejero artístico de la casa para la que estaba trabajando tenía la opinión de que muchas de mis ilustraciones no eran lo que buscaban. La mayoría de ellas eran las que habían modelado los Monarch. Sin ir a la cuestión de qué estaban buscando, tuve que enfrentar el hecho de que de seguir así no me darían los demás libros. Me fui directo a Miss Churm, la busqué paso a paso. No sólo había adoptado a Oronte públicamente como mi héroe, sino que una mañana cuando el Mayor vino a ver si no lo precisaba para terminar una figura de Cheapside para la que había estado posando la semana anterior, le dije que había cambiado de idea, que iba a usar a mi nuevo modelo. Mi visitante se puso pálido y se quedó mirándome. «¿Él es la idea que usted tiene de un caballero inglés?», me preguntó.
       Yo estaba contrariado y nervioso y quería seguir mi trabajo; así que le respondí ofuscado: «¡Oh, querido Mayor, yo no me voy a ir a la ruina por culpa suya!»
       Fue una frase espantosa, pero se mantuvo de pie un momento más después del cual, sin una palabra, abandonó el estudio. Respiré aliviado, porque pensé que no lo volvería a ver. No le había dicho que estaba en peligro de perder mi trabajo, de que me rechazaran todos los dibujos, pero no podía soportar la rabia de que no hubiera sentido la catástrofe en el aire, leído conmigo la moraleja de nuestra infructuosa colaboración, la lección de que, en la deceptiva atmósfera de arte, aun la mayor respetabilidad puede fracasar al querer ser plástica.
       No les debía dinero, pero sí los vi de nuevo. Reaparecieron dos o tres días más tarde, y, dados todos los otros hechos, había algo trágico en éste. Era una clara prueba de que no podían encontrar nada más qué hacer en la vida. Soltaron el hecho en un desgraciado parlamento; habían digerido la mala noticia de que no eran para las series. Si no me eran útiles ni siquiera para el Cheapside, su función parecía difícil de determinar, y al principio sólo pude juzgar que habían venido, conciliadora y decorosamente, para partir definitivamente. Esto me hizo alegrar secretamente, porque tenía poco tiempo; había situado a mis dos otros modelos uno junto al otro y estaba trabajando en un dibujo por el cual esperaba merecer la gloria. Había sido sugerido por el pasaje en el cual Rutland Ramsay, al alcanzarle el taburete a Artemisa, le dice cosas extraordinarias mientras ella ostensiblemente trata de interpretar una difícil pieza musical. Había dibujado a Miss Churm ante el piano en otras ocasiones —en esa actitud ella sabía cómo lograr una gracia poética absoluta—. Deseaba que las dos figuras se «ensamblaran» con intensidad, y mi pequeño italiano había entendido perfectamente mi idea. La pareja estaba ahí, viva ante mis ojos, el piano había quedado a un lado; era una muestra encantadora de juventud y arrullos de amor, que sólo tendría que captar y conservar. Mis visitantes, de pie, lo vieron, y yo, por encima del hombro, traté de ser amable.
       No respondieron, pero estaba acostumbrado a su compañía silenciosa y seguí con mi trabajo, sólo un tanto desconcertado —aunque también exaltado al sentir que esto era lo ideal— por no haberme deshecho de ellos después de todo. Vivamente oí la dulce voz de la señora Monarch junto a mí: «Me gustaría que el cabello de ella estuviese un poco más compuesto». Levanté la vista y vi que observaba muy atentamente a Miss Churm, que le daba la espalda. «¿Le importaría que yo le diera algunos toques?» prosiguió, cosa que me hizo sobresaltar por un instante presa de un temor instintivo de que le hiciera a la joven algún daño. Pero me tranquilizó con una mirada que jamás voy a olvidar —confieso que entonces me habría gustado pintarla— y se acercó a mi modelo. Le habló con suavidad, pasándole la mano por el hombro y haciéndola inclinar un poco; y como la chica, entendiendo, asintió agradecida, ella le acomodó los ásperos rizos, con rápidos y certeros movimientos, de modo que la cabeza de Miss Churm en un instante duplicó sus encantos. Fue uno de los servicios personales más heroicos que vi alguna vez realizar. Entonces la Sra. Monarch se dio media vuelta con un suspiro bajo y, mirando el conjunto para ver si había algo más que hacer, se quedó de pie con humilde nobleza y levantó un trapo sucio que se había caído de mi caja de pintura.
       Mientras tanto el Mayor había estado buscando alguna ocupación, yendo de un lado para otro del estudio, y vio ante él los restos de mi desayuno tirados, sin ordenar. «Digo, ¿no podría ser útil aquí?» me preguntó con voz vibrante. Asentí con una sonrisa que temí fuera artificial, y en los diez minutos siguientes, mientras yo trabajaba, escuché el tintineo de la porcelana y el sonido de cucharas y copas. La Sra. Monarch le ayudaba a su marido; lavaron la vajilla y la guardaron. Estuvieron merodeando en mi pobre cocina, y luego descubrí que habían lustrado mis cuchillos y que mi escasa platería había adquirido un brillo nunca visto antes. Cuando volvieron a mí, la latente elocuencia de lo que habían estado haciendo hizo que mi dibujo se esfumara por un momento; lo confieso, la pintura se desvaneció. Habían aceptado su fracaso, pero no podían conformarse con su destino.
       Habían inclinado la cabeza agobiados por la ley cruel y perversa por la cual lo real puede ser mucho menos valioso que lo ficticio; pero no deseaban morir de hambre. Si mis sirvientes eran los modelos, entonces muy bien mis modelos podían ser los sirvientes. Los roles debían intercambiarse, los otros dos posarían como dama y caballero y ellos harían el trabajo doméstico. Todavía podían quedarse en el estudio; hubo un pedido intenso y mudo para que no los despidiera. Como si quisieran decirme, «Deje que nos quedemos, podemos hacer cualquier cosa».
       Se me cayó el lápiz de la mano; se descompuso la imagen y tuve que decirle a mis modelos, que a su vez estaban bastante intimidados y sorprendidos, que salieran por un momento. Entonces, a solas con el Mayor y su esposa, pasé un momento de suprema incomodidad. Él sintetizó su ruego en una simple oración: «Digo, no sé si me entiende, déjenos hacer algo por usted, ¿no puede?» No podía, era horrible verlos lavar mis platos sucios; pero yo traté de hacer como que podía, contratarlos una semana más. Después les dí una suma de dinero para que se fueran y nunca más los vi. Obtuve los otros libros pero mi amigo Hawley insistió en que el Mayor y la Señora Monarch me habían hecho un daño irreparable, que me habían llevado por el rumbo equivocado. De ser cierto me contento con haber pagado el precio, por el recuerdo.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar