Henry James
(1843-1916)

El Patagonia
(“The Patagonia”, 1988)
Originalmente publicado en English Illustrated Magazine (agosto-septiembre de 1888)
Una vida en Londres y otros relatos (1889)



I

      Las casas estaban a oscuras en la noche de agosto y la perspectiva de Beacon Street, con su doble cadena de farolas, era un desierto en escorzo. La fachada semicilíndrica del club, único edificio que se alzaba en la colina, proyectaba su resplandor sobre la sombría vaguedad del parque del Common y, cuando pasé por delante, oí en la cálida quietud el golpeteo de un par de bolas de billar. Como «todo el mundo» estaba fuera de la ciudad, quizá los criados, en su insólito ocio, profanaban las mesas. El calor era insufrible y pensé con alegría en el día siguiente, en la cubierta del vapor, la brisa refrescante, la sensación de embarcar. Incluso me alegraba de la noticia que me habían dado por la tarde en el despacho de la compañía: a última hora habían sustituido el barco en que había reservado mi billete por otro más lento. América se asaba, en Inglaterra no se podría respirar, y una travesía lenta (que, en aquella época del año, probablemente sería buena) era garantía de diez o doce días de aire fresco.
       Bajé paseando la cuesta de la colina sin cruzarme con ningún ser viviente, aunque vi a través de la valla del Common que aquella extensión recreativa estaba poblada por tenues siluetas. Recordé dónde estaba la casa de la señora Nettlepoint: en aquellos tiempos (no tan lejanos, pero algunas cosas han cambiado) vivía junto al agua, un poco más allá de donde termina el jardín público; y pensé que, igual que yo, pasaría la noche en Boston si era cierto que, tal como me habían dicho unos días antes en Mount Desert, iba a embarcar al día siguiente rumbo a Liverpool. En aquel momento, una luz sobre su puerta y en dos o tres ventanas confirmaba su presencia, y decidí preguntar si estaba en casa, ya que no tenía nada que hacer hasta la hora de dormir. Había salido a matar el rato y había dejado mi hotel entregado al fuego de sus lámparas de gas y al sudor de sus porteros. Pero se me ocurrió que mi vieja amiga tal vez no tuviera noticia de que el Patagonia había sustituido al Scandinavia, de manera que sería una muestra de consideración por mi parte avisarla. Además, podía ofrecerme a ayudarla y cuidar de ella por la mañana: las mujeres solas agradecen el apoyo cuando viajan en barco a países lejanos.
       Mientras aguardaba en la puerta recordé que, puesto que tenía un hijo, después de todo tal vez no estuviera tan sola; sin embargo, al mismo tiempo, tenía presente que Jasper Nettlepoint no era un joven en el que se pudiera confiar, ya que llevaba (al menos, eso suponía yo) una vida independiente y tenía gustos y costumbres que lo habían alejado hacía tiempo del lado materno. Si resultaba que en aquel momento estaba en casa, mi solicitud, sin duda, parecería un entrometimiento, puesto que en sus muchas correrías —según creía, había viajado por todo el mundo— el hijo habría aprendido a desenvolverse. Con todo, me alegraba de tener la oportunidad de mostrar a la señora Nettlepoint que pensaba en ella. Debido a mi larga ausencia, la había perdido de vista, pero la apreciaba desde antiguo; había sido amiga íntima de mis hermanas, y experimentaba por ella ese sentimiento que complace a los que, en general, han ido distanciándose o perdiendo contacto: la sensación de que ella, como mínimo, lo sabía todo sobre mí. Podía confiar en que dijera en cualquier momento a los demás lo respetable que era yo. Tal vez fui consciente de lo poco que merecía esta indulgencia cuando reparé en que llevaba años sin tratarla, y era medida de este descuido lo impreciso de mis conocimientos sobre su hijo. Lo cierto era que, en realidad, yo pertenecía a otra generación: era más contemporáneo de la anciana dama que de Jasper.
       La señora Nettlepoint estaba en casa: la encontré sentada en la sala posterior, cuyos amplios ventanales se abrían sobre el agua. La habitación estaba en penumbra —hacía demasiado calor para encender las lámparas— y ella se abanicaba despacio mientras miraba el pequeño brazo del mar que tan hermoso resulta de noche, cuando refleja las luces de Cambridgeport y Charlestown. Supuse que meditaba sobre las personas queridas que iba a dejar, sus hijas casadas, sus nietos; pero su pensamiento resultó más típicamente bostoniano cuando me dijo, mientras señalaba con el abanico hacia Back Bay:
       —No veré nada más bonito que esto de aquí.
       Agradeció mi visita, pero su hijo le había contado ya lo del Patagonia, cosa que lamentaba, ya que significaría que el viaje sería más largo. A bordo era una criatura lastimosa, confinada por lo demás al camarote, incluso en las aguas que tan exageradamente llaman tranquilas, como si el tiempo pudiera ser alguna vez tranquilo en alta mar.
       —Entonces, ¿su hijo va con usted? —pregunté.
       —Aquí viene, él se lo contará mucho mejor de lo que yo soy capaz.
       Jasper Nettlepoint entró en ese momento en la habitación, vestido de franela blanca y con un gran abanico.
       —Bien, hijo, ¿te has decidido ya? —prosiguió su madre con cierta ironía en la voz—. ¡Todavía no ha resuelto nada y salimos a las diez!
       —¿Y qué más da, si mis cosas están ya preparadas? —dijo el joven—. En este momento no hay mucha gente; quedarán camarotes libres. Estoy esperando un telegrama y dependo de lo que diga. Acabo de ir al club para ver si había llegado: lo envían allí porque creen que no hay nadie en casa. Todavía no lo han recibido, pero volveré dentro de veinte minutos.
       —¡Válgame el cielo! ¡Cuántas prisas con esta temperatura! —exclamó su madre mientras yo meditaba que tal vez fueran sus bolas de billar las que había oído diez minutos antes. Estaba convencido de que le gustaba el billar.
       —¿Prisa? Ninguna. Me lo tomo con más calma que nunca.
       —Ah, de eso estoy segura —exclamó la señora Nettlepoint con total incoherencia.
       Adiviné que había cierta tensión entre ambos y cierta falta de consideración por parte del joven, producto tal vez del egoísmo. Su madre estaba nerviosa, inquieta, deseosa de saber si contaría con su compañía durante el viaje o se vería obligada a ir sola. Pero mientras él estaba ahí sonriendo y abanicándose despacio, me pareció que aquella actitud encajaba bien poco con el joven. Pertenecía a esa clase de personas por las que se preocupan los demás, no de las que se preocupan por los demás. Era alto y fuerte, tenía un hermoso rostro, con la cabeza redonda y el cabello muy rizado; el blanco de los ojos y, bajo el bigote castaño, el esmalte de los dientes, brillaban vagamente con las luces de Back Bay. Deduje que estaba bronceado, como si viviera mucho al aire libre, y que parecía inteligente pero también algo brutal, aunque no de modo malhumorado. Su brutalidad, si era el caso, era brillante y refinada. Tuve que presentarme, aunque me di cuenta de que no me identificaba y mis explicaciones no servían para concederme gran identidad, ni, en cualquier caso, gran importancia. Preví que, en nuestros encuentros, haría que me sintiera algunas veces muy joven y otras muy viejo. Contó, como para demostrar a su madre que podía defenderse solo, que en una ocasión decidió un viaje de Londres a Bombay con tres cuartos de hora de antelación.
       —Sí, ¡y debió de ser muy agradable para la gente que iba contigo!
       —¡Oh, la gente que iba conmigo…! —replicó; y su tono parecía indicar que aquella gente siempre tenía que salir como podía de donde estaba. Preguntó si no había bebidas frescas en la casa, si no había limonada o jarabes helados; con aquel tiempo era necesario tener cosas de ésas. Cuando su madre indicó que seguramente en el club los tenían preparados, contestó—: Oh, sí. He tomado varios; pero ya sabe que he bajado después la colina. Debería tener algo que beber a cada lado. ¿Puedo llamar para ver qué hay?
       Llamó mientras la señora Nettlepoint señalaba que, con el servicio que tenían en la casa, ya que el personal se había reducido, en aquel momento, a la mínima expresión (estaban quemando los cabos de las velas y no había ningún lujo), no garantizaba nada. El asunto quedó zanjado cuando la señora salió de la sala en busca de un zumo, junto con la criada que había aparecido en respuesta a la campanilla, y en la cual la petición de Jasper no había despertado inteligencia visible.
       La señora Nettlepoint estuvo fuera algún tiempo y yo me puse a hablar con su hijo, que era sociable pero algo inquieto y no paraba de moverse por la sala, siempre con el abanico, como si estuviera impaciente. En algún momento se sentó en el alféizar y entonces vi que, efectivamente, era muy apuesto; un atleta moreno, joven y sano. No llegó a contarme de qué contingencia dependía su decisión; sólo se refirió en tono familiar al telegrama que esperaba, y percibí que, probablemente, no era propenso a las explicaciones profusas. La ausencia de su madre era indicio de que, cuando se trataba de complacerlo, acostumbraba a no reparar en molestias, y la imaginé rebuscando en alguna despensa, entre antiguas conservas, mientras la hosca doncella sostenía la vela torpemente. No sé si ante los ojos de él se mostraba esta misma visión; en cualquier caso, no le impidió que dijera repentinamente, mientras miraba el reloj, que debía disculparlo porque tenía que regresar al club. Tardaría a lo sumo media hora en volver. Se marchó y me quedé allí solo, en la habitación oscura, desmantelada y desnuda, en el profundo silencio que descansa en las ciudades americanas durante la estación cálida (de vez en cuando se oía un grito lejano o un chapuzón en el agua, y, a intervalos, las campanillas de los coches de caballos que recorrían despacio el largo puente en la noche sofocante), consciente de la extraña influencia, a mitad de camino entre la dulzura y la tristeza, que reside en las casas deshabitadas o a punto de estarlo, lugares enfundados y despojados, donde los sofás olvidados y las mesas atestadas parecen saber (igual que los desconcertados perros) que es la víspera de un viaje.
       Al cabo de un rato, oí voces, pasos y rumor de vestidos, y miré a mi alrededor, suponiendo que todo aquello era señal del regreso de la señora Nettlepoint y su criada con el refrigerio preparado para su hijo. Sin embargo, lo que vi fue otras dos siluetas femeninas; al parecer, de unas visitas que acababan de entrar y acompañaban a la sala. No las anunciaron: la criada dio media vuelta y se alejó con paso indeciso a buscar a la dueña de la casa. Las damas entraron con actitud vacilante e insegura: advertí que, en parte, se debía a que la habitación estaba a oscuras y, en parte, a que su visita era, por sí misma, un tanteo, un exceso de confianza. Una de las damas era robusta y la otra esbelta, y reparé al instante en que una era charlatana y la otra callada. Advertí también que una era mayor y la otra más joven y que el hecho de que fueran tan distintas no les impedía ser madre e hija. La señora Nettlepoint reapareció a los pocos minutos, pero el intervalo bastó para que se estableciera comunicación (francamente abundante para el caso) entre las recién llegadas y el caballero desconocido que encontraron en la sala, sombrero y bastón en mano. No fue gracias a mí (porque ¿qué les iba a contar yo?) y todavía menos a la persona que tomé por la hija, dato que se me confirmó rápida y definitivamente. Ésta sólo habló en una ocasión, cuando su acompañante me informó de que zarpaba al día siguiente a Europa para casarse.
       —¡Oh, madre! —exclamó entonces en un tono de protesta que, en aquella oscuridad, me pareció doblemente extraño y suscitó en mí curiosidad por verle la cara.
       A su madre no le había costado ni un momento contarlo, además de otras cosas, después de que yo explicara que estaba esperando a la señora Nettlepoint, la cual, sin duda, no tardaría en volver.
       —Bueno, la señora Nettlepoint no me conocerá. Me parece que no ha oído hablar nunca de mí —dijo la buena señora—, pero vengo de parte de la señora Allen y supongo que eso basta. Conocerá usted a la señora Allen, ¿verdad?
       No conocía a ese influyente personaje, pero asentí vagamente a la afirmación. La enviada de la señora Allen era jovial y campechana, pero estaba más cerca de la súplica que de la insistencia (señaló que si su amiga hubiera tenido tiempo para ir durante la tarde habría sido una gran cosa: pero tenía tanto que hacer, ya que había ido sólo a pasar el día, que no podía asegurar nada…); y, de alguna manera, incluso antes de que mencionara Merrimac Avenue (venían desde tan lejos), mi imaginación la había asociado con aquel limbo social indefinido que la mentalidad bostoniana bien constituida conocía como el South End: una región nebulosa, que de vez en cuando se condensa en un bonito rostro, en la cual las hijas suponen una «mejora» respecto a sus madres y, algunas veces, tienen trato con caballeros que residen en otros barrios más distinguidos de la capital de Nueva Inglaterra; caballeros cuyas esposas y hermanas, a su vez, no tienen trato alguno con ellas.
       Cuando por fin entró la señora Nettlepoint, acompañada de unas velas y una bandeja cargada con vasos de un fluido coloreado que sonaba con un fresco tintineo, me encontré en situación de hacer de maestro de ceremonias, presentar a la señora Mavis y a la señorita Grace Mavis, notificar que la señora Allen les había recomendado que se presentaran de aquella manera informal —qué recomendar: había insistido en ello— y sólo los agobios de tantas ocupaciones, algo tan característico en ella (en especial cuando venía de Mattapoisett sólo para unas horas de compras), habían impedido que ella misma, a lo largo del día, pasara por la casa para explicar quiénes eran y cuál era el favor que tenían que pedir a la señora Nettlepoint. Las mujeres bondadosas se comprenden unas a otras aunque estén separadas por las líneas que delimita la topografía, y nuestra anfitriona entendió al instante los principales hechos: la visita de la señora Allen por la mañana a Merrimac Avenue para hablar de la gran idea que había tenido la señora Ambers, las clases en las escuelas públicas durante las vacaciones (sentía un caritativo interés similar al de la señora Mavis —¡incluso con aquel tiempo!— por las del South End), destinadas a juegos, ejercicios y música, a fin de apartar de las calles a los hijos desocupados de los pobres; y la revelación de que, de repente, se había decidido, casi de la noche a la mañana, que Grace embarcara rumbo a Liverpool, ya que el señor Porterfield estaba por fin preparado. Éste se tomaba unas pequeñas vacaciones; su madre estaba con él, habían ido desde París a ver algunos de los famosos edificios antiguos de Inglaterra, y había telegrafiado para decir que si Grace se ponía en marcha inmediatamente podrían casarse de una vez. Sucedía con frecuencia que, cuando las cosas duraban tantos años, al final acababan de cualquier modo. Por supuesto, dado el caso, ella, la señora Mavis, había tenido que correr. Su hija ya tenía billete, pero parecía terrible que tuviera que viajar completamente sola, en la primera ocasión que se embarcaba, sin compañía ni escolta. Ella no podía ir, el señor Mavis estaba demasiado enfermo: ni siquiera había podido acompañarla a la costa.
       La señora Allen había dicho: «Bueno, pues la señora Nettlepoint viaja en ese barco»; y se le ocurrió que no había nada más sencillo que encomendarle a la joven. Cuando la señora Mavis contestó que eso estaba muy bien pero que no conocía a la tal dama, la señora Allen declaró que, con lo amable que era la señora Nettlepoint, eso no tenía la menor importancia. Era muy fácil conocerla, si ése era el único problema. Lo único que tenía que hacer la señora Mavis era acercarse a la señora Nettlepoint a la mañana siguiente, cuando acompañara a su hija al barco (la vería allí en la cubierta con su grupo), y contarle lo que quería. La señora Nettlepoint tenía hijas y lo entendería fácilmente. Era muy probable incluso que cuidara un poco de Grace al otro lado del charco, en esa situación tan rara en que se encontraba, yendo sola a reunirse con el caballero al que estaba prometida; la ayudaría a prepararse para la boda. El señor Porterfield parecía pensar que no esperarían mucho una vez llegara: irían directamente al cónsul de Estados Unidos. La señora Allen había sugerido que tal vez fuera mejor ir a ver antes a la señora Nettlepoint, ese día, para decirle lo que querían: así no tendría la sensación de que la asaltaban en el momento en que partía. Ella misma (la señora Allen) tenía intención de pasar y decir unas palabras en su nombre si tenía diez minutos libres antes de tomar el tren. Si no había ido era porque no había tenido diez minutos libres; pero les había sugerido que debían ir ellas igualmente. La señora Mavis lo prefería, porque en el barco por la mañana habría mucho jaleo. Su hija no sería ninguna molestia, estaba segura. Era sólo para que tuviera alguien con quien hablar y para no mandarla de viaje como si fuera una criadita de camino a un empleo.
       —Ya veo. Tendré que actuar como una especie de madrina y entregarla al novio —dijo la señora Nettlepoint. Su amabilidad la llevaba a ayudar en lo que fuera necesario y, en esa ocasión, demostró que era también muy accesible. No hay nada más cansado que las complicaciones en el mar, pero aceptó sin protestar la carga de la dependencia de la joven y permitió, como dijo la señora Mavis, que se le «enganchara». Era evidente que poseía el hábito de la paciencia y el modo en que escuchó la historia de sus visitantes me recordó de nuevo (lo recordaba siempre que regresaba a mi país natal) que mis queridos compatriotas son las personas de este mundo con mayor tendencia a dar por hecho la hospitalidad ajena. Siempre han tenido que ayudarse a sí mismos y, mediante una magnánima extensión, confunden eso con ayudar a los demás. En ningún país existen menos formalidades y mayor reciprocidad.
       Sin duda, no era extraño que las señoras de Merrimac Avenue no se creyeran inoportunas: lo sorprendente era que la señora Nettlepoint no lo pensara. Con todo, en cualquier caso le habría parecido inhumano manifestarlo, aunque me di cuenta de que, en el fondo, le divertía todo lo que daba por hecho la señora del South End. No sé si la actitud de la visitante más joven incrementaba o no el mérito de su buen carácter. La futura del señor Porterfield no participaba en la petición de su madre y apenas hablaba mientras miraba, sin moverse de su asiento, la bahía y las luces del largo puente. Rechazó la limonada y los otros refrescos que, siguiendo instrucciones de la señora Nettlepoint, le ofrecí; en cambio, su madre tomaba de todo generosamente y yo reflexionaba (porque yo consumía con la misma abundancia el líquido vivificador) que sería mejor que el señor Jasper se diera prisa en volver si deseaba disfrutar del refresco que le habían preparado.
       ¿Era descortés el efecto de la discreción de la joven? ¿O era natural que, en su situación particular, no tuviera a mano una retahíla de agradecimientos? Me di cuenta de que la señora Nettlepoint la miraba con frecuencia y, sin duda, aunque poco expresiva, la señorita Mavis resultaba interesante. La luz de la vela me permitió ver que, aunque no estaba en la primera juventud, era todavía una hermosa muchacha. Tenía los ojos y el cabello oscuros, la cara pálida y sostenía la cabeza como si, con sus gruesas trenzas, fuera una propiedad de la que no se avergonzara. Si su madre era excelente y ordinaria, ella no era ordinaria (de manera flagrante) y tal vez no fuera excelente. En cualquier caso no sería, al menos en apariencia, un pesado apéndice, y eso (en el caso de una persona «enganchada») era siempre una ventaja. ¿Será porque siempre suscitan un interés romántico o patético las criaturas que han sido víctimas de «un largo compromiso» que aquella joven me impresionara desde el primer momento, ya que había tenido la oportunidad de conocer tan deprisa su historia? En cualquier caso, su actitud era muy discreta. Guardaba silencio y sonreía, y su sonrisa corregía cualquier posible idea que pudiera habérseme pasado por la cabeza de que había muerto el espíritu: el espíritu de esa promesa que se había visto obligada a cumplir de repente, letra por letra.
       La corregía menos, debo añadir, un extraño recuerdo que adquiría intensidad a medida que iba yo oyendo todo aquello, una asociación mental que había evocado el nombre del señor Porterfield. Estaba seguro de que tenía una impresión personal, confusa y borrosa, del caballero que esperaba en Liverpool, o que esperaría, a la protégée de la señora Nettlepoint. Lo había visto, conocido, en alguna ocasión, en algún lugar, de algún modo, en Europa. ¿No estaba estudiando algo —muy difícil— en algún lugar, probablemente en París, diez años antes? ¿Y no hacía unos dibujos extraordinariamente pulcros, lineales, de arquitectura? ¿No comía en una table d’hôte[1], a dos francos veinticinco, en la Rue Bonaparte, que yo frecuentaba por entonces? ¿Y no llevaba gafas y una falda escocesa arreglada de tal manera que parecía decir: «Tengo información confidencial de que así es como se lleva en las Highlands»? ¿No era ejemplar y muy pobre, al punto de que yo lo imaginaba sin abrigo y durmiendo debajo de su tartán por las noches? ¿No continuaría trabajando mucho y no seguiría el curso natural de los acontecimientos, todavía insatisfecho de su formación para atreverse a dar un paso? Sería un hombre de largos preparativos: la cara pálida de la señorita Mavis parecía aludir a uno de ellos. Me pareció que si yo hubiera estado enamorado de ella no habría necesitado tanta complicación para casarme. Él se dedicaba a la arquitectura y era alumno de la École des Beaux Arts. Su recuerdo fue haciéndose tan nítido que, al cabo de diez minutos, tenía ya la curiosa sensación de que, indirectamente, sabía mucho sobre la joven.
       Incluso después de que quedara claro que la señora Nettlepoint haría por ella todo lo posible, su madre siguió un rato sin moverse de su asiento, sorbiendo el refresco y contando lo «pachucho» que había estado el señor Mavis. En ese momento, el silencio de la joven me pareció todavía más deliberado, debido en parte, tal vez, a que despreciaba la locuacidad de su madre (ella había «mejorado» lo suficiente para advertir estas cosas) y, en parte, a que le entristecía demasiado dejar a su padre enfermo y quizá moribundo. Adiviné que eran pobres y que llevaría una suma muy reducida para su ajuar. Y, para que el señor Porterfield pudiera compensar esa cantidad, su situación tendría que haber cambiado. Si se había enriquecido con la práctica y el éxito en su profesión, lo cierto era que yo no había dado con los edificios que había construido y su reputación no había llegado a mis oídos.
       La señora Nettlepoint notificó a sus nuevas amigas que en el mar era una persona muy inactiva: estaba dispuesta a sufrir al máximo con la señorita Mavis, pero no a pasear con ella, a discutir con ella o acompañarla a la mesa. A eso la joven contestó que estaba segura de que la molestaría poco: creía que sería muy mala navegante y que pasaría el viaje acostada. Su madre se burló de esta imagen y profetizó un tiempo perfecto y una buena travesía, y yo dije que, si podían confiar en mí, como viejo solterón con bastante experiencia en estos mares, estaría encantado de ofrecer al nuevo miembro de nuestro grupo un brazo o cualquier otra forma de apoyo siempre que lo necesitara. Ambas damas me dieron las gracias (tomando mi descripción demasiado al pie de la letra) y la mayor declaró que, sin duda, formaríamos tan buena compañía que le daba pena tener que quedarse en casa. Preguntó a la señora Nettlepoint si había alguien más, si la acompañaría alguien de su familia; y cuando nuestra anfitriona mencionó a su hijo y explicó que tal vez embarcara pero (¡qué cosa tan absurda!) todavía no se había decidido, replicó con extraordinaria franqueza:
       —Oh, qué bien. Espero que vaya. A Grace le encantará.
       No sé bien por qué, estas palabras me hicieron pensar en el tartán del pobre señor Porterfield, especialmente cuando Jasper Nettlepoint regresó en aquel momento con aire despreocupado. Su madre lo desafió al instante: eran ya las diez, ¿por casualidad el señor había tomado ya alguna decisión? Al parecer, él no la oyó, sorprendido por la presencia de las dos desconocidas y, después, sobresaltado por el hecho de que una de ellas no lo fuera. El joven, tras una ligera vacilación, saludó a la señorita Mavis estrechándole la mano y diciendo:
       —¡Oh, buenas noches! ¿Cómo está usted?
       No la llamó por su nombre y me di cuenta de que se le había olvidado; pero ella pronunció el suyo al instante y, aprovechando las costumbres de las jóvenes americanas, se tomó la libertad de presentárselo a su madre.
       —¡Vaya! ¡Podrías haberme dicho antes que lo conocías! —exclamó la señora Mavis. Después, sonriendo a la señora Nettlepoint, añadió—: Si hubiera sabido que era un conocido me habría ahorrado tanta inquietud.
       —¡Ah, los conocidos de mi hijo…! —murmuró la señora Nettlepoint.
       —¡Ay, sí! ¡Y los de mi hija…! —exclamó la señora Mavis alegremente—. La señora Allen no nos dijo que usted fuera también —prosiguió, dirigiéndose al joven.
       —¡Tendría que ser listísima para saberlo! —soltó la señora Nettlepoint.
       —Querida madre, he recibido ya el telegrama —señaló Jasper, mirando a Grace Mavis.
       —Lo conozco a usted muy poco —dijo la joven a modo de respuesta.
       —Bailé con usted en algún baile en beneficio de unos afectados por no sé qué.
       —Creo que era por una inundación —contestó ella con una sonrisa—. Pero fue hace mucho tiempo y no lo he vuelto a ver.
       —He estado en países lejanos, para mi mal. Yo diría que era por un incendio.
       —Fue en el Horticultural Hall. No recordaba su nombre —dijo Grace Mavis.
       —Eso no es muy amable por su parte, dado que yo recuerdo muy bien que usted llevaba un traje rosa.
       —¡Oh, me acuerdo de ese vestido! ¡Estabas preciosa! —dijo la señora Mavis—. Tienes que hacerte otro como ése, cuando estés al otro lado del charco.
       —Sí, su hija estaba encantadora —dijo Jasper Nettlepoint. Y después añadió, dirigiéndose a la joven—: Sin embargo, acaba de decirle mi nombre a su madre.
       —Me he acordado de repente al verlo. No tenía ni idea de que fuera ésta su casa.
       —Bueno, debo confesar que no lo es mucho. Oh, ¡hay bebidas! —añadió Jasper, dirigiéndose hacia la bandeja y los vasos.
       —Y están deliciosas —declaró la señora Mavis.
       —¿Querrá tomar otra, entonces? Una rosa, como el vestido de su hija.
       —Encantada, señor. Oh, me parece que tienen suficientes —dijo a continuación la señora Mavis, aceptando de la mano del joven el tercer vaso.
       —¿Lo dice por mi madre y este caballero? Bueno, pueden cuidar de sí mismos —dijo Jasper Nettlepoint.
       —Pero mi hija… Como vieja amiga tiene cierto derecho.
       —Jasper, ¿qué dice tu telegrama? —intervino su madre.
       Jasper no prestó atención a la pregunta: se quedó de pie, con el vaso en la mano, mirando de la señora Mavis a la señorita Grace.
       —Ah, déjela en mis manos, señora. Soy bastante competente —le dije yo a la señora Mavis.
       El joven me miró y un momento después preguntó a la muchacha:
       —¿Así que va usted a Europa?
       —Sí, mañana. En el mismo barco que su madre.
       —Por eso hemos venido, para hablar de eso —dijo la señora Mavis.
       —Hijo mío, apiádate de mí y dime qué luz arroja tu telegrama —insistió la señora Nettlepoint.
       —Lo haré, madre querida, cuando haya saciado mi sed —y Jasper vació despacio el vaso.
       —Vaya, es usted peor que Gracie —comentó la señora Mavis—. Al principio pensaba una cosa y después lo contrario y no se decidió hasta ayer a las tres.
       —Disculpe, ¿no quiere tomar nada? —preguntó Jasper a Gracie; pero ésta declinó el ofrecimiento, como si deseara compensar la copiosa consommation de su madre. Pensé para mí que las dos damas deberían marcharse ya, una vez resuelta tan satisfactoriamente la cuestión de la buena voluntad de la señora Nettlepoint y estando ya tan cercano el encuentro al día siguiente en el barco; y llegué a la conclusión de que la demora en la partida, cuando la dueña de la casa estaba ya visiblemente nerviosa, era señal de escasa educación. Así pues, al fin y al cabo, la señorita Grace no había mejorado tanto en comparación con su madre, porque bien podría haber tomado ella la iniciativa de marcharse, por mucho que la señora Mavis estuviera dedicada a dar sorbitos regulares de su vaso de refresco, como si quisiera hacerlo durar. Contemplé a la joven cada vez con mayor curiosidad; no podía dejar de formularme una pregunta o dos sobre ella ni dejar de percibir (sin gran detalle) que su posición no era tan sencilla. ¿Acaso no era un indicio confuso que hubiera deseado quedarse el tiempo suficiente para aclarar si Jasper iba a zarpar? ¿No habría sucedido algo especial entre ellos en la ocasión o en el período al que habían aludido indirectamente? ¿De veras ignoraba que su madre la llevaba a casa de la madre de él, aunque, al parecer, había preferido no mencionar la circunstancia? Todo esto eran complicaciones para una joven comprometida con aquel curioso fantasma de un tal señor Porterfield vestido con tela a cuadros. Pero debo añadir que la joven no me dio más motivo para pensar mal de ellos que el mero hecho de que animara a su madre, con su inmovilidad, a seguir ahí más rato. Sin embargo, por algún motivo tenía la sensación de que sabía muy bien lo que hacía. Me levanté para marcharme, pero la señora Nettlepoint me detuvo después de comprobar que mi gesto no se había interpretado como una indirecta, y me di cuenta de que deseaba que no dejara a las otras visitas en sus manos. Jasper se lamentó del bochorno que hacía en la habitación y dijo que no era noche para estar sentado en una sala sino al aire libre, bajo el cielo. Protestó porque las ventanas situadas frente al agua no daban a un balcón ni a una terraza, hasta que su madre, a la que todavía no había satisfecho sobre el contenido de su telegrama, le recordó que había una hermosa terraza en la fachada de la casa en la que cabía una docena de personas. Le aseguró que iríamos y nos sentaríamos allí si así lo deseaba.
       —Mañana estaremos bien y frescos, cuando naveguemos en mar abierto —dijo la señorita Mavis, expresando, con mayor vivacidad que en todas las intervenciones anteriores, lo mismo que había pensado yo hora y media antes.
       La señora Nettlepoint contestó que, probablemente, haría un frío horrible, y su hijo murmuró que iba a ver cómo estaba la terraza del salón y nos lo diría. En el momento en que daba media vuelta, le dijo sonriendo a la señorita Mavis.
       —¿Quiere usted venir conmigo a ver si se está bien?
       —¡Bueno, será mejor que no nos quedemos toda la noche! —exclamó su madre, pero no se movió. Tras dudar un poco, la joven se levantó y acompañó a Jasper a la otra sala. Observé que lucía más su esbelta estatura cuando caminaba y que tenía buen aspecto al pasar, con la cabeza algo inclinada hacia atrás, en dirección a la oscuridad de la otra parte de la casa. Resultó llamativo y sorprendente que saliera (no sé por qué, ya que era un gesto simple) y, quizá porque nos lo pareció a todos, nos sumimos en un silencio algo formal mientras estuvo fuera. Yo esperaba que la señora Mavis se marchara para poder irme; y la señora Nettlepoint esperaba que ella se fuera para que yo me quedara. No cabe duda de que eso hizo que la ausencia de la joven nos pareciera más larga de lo que fue en realidad; probablemente fue muy breve. Además, su madre, según creo, tenía una vaga conciencia de incomodidad. En aquel momento regresó Jasper Nettlepoint al salón a coger un vaso de refresco para su acompañante y aprovechó la ocasión para señalar que se estaba bien en la terraza: ahí soplaba un poco de aire, ya que la brisa venía de aquella dirección. Recordé, mientras se alejaba con el vaso tintineante, que, de mi mano, unos minutos antes, la señorita Mavis no había querido aceptar aquel ofrecimiento inocente. Un poco más tarde, la señora Nettlepoint dijo:
       —Bueno, pues si se está tan bien, será mejor que vayamos.
       Así que pasamos a la parte delantera de la casa y en la otra habitación nos encontramos con los dos jóvenes que entraban procedentes de la terraza. A la luz de los acontecimientos posteriores, más tarde me preguntaría cuánto rato estuvieron ahí sentados. (Habían puesto allí tres o cuatro butacas de mimbre para el verano). Si sólo fueron cinco minutos, todavía resultaba más extraño lo que sucedería después.
       —Tenemos que irnos, madre —dijo la señorita Mavis inmediatamente.
       Y un momento más tarde, tras reanudar un poco la charla a propósito del encuentro en el barco, las visitantes se habían marchado. Jasper las acompañó y bajó con ellas hasta la puerta y, tan pronto como se fueron, la señora Nettlepoint exclamó:
       —Ah, ¡qué pesada será! ¡Qué pesada será!
       —No porque hable mucho, desde luego.
       —El silencio afectado es igual de malo. Odio esa pose, que está poniéndose tan de moda; es una imitación de los ingleses, como todo lo demás. Una chica que intenta dárselas de estatua en el mar, ¡eso acaba con los nervios de cualquiera!
       —No sé lo que intenta, pero consigue ser muy hermosa.
       —Mejor para usted. La pondré en sus manos, porque yo me encerraré. Me alegro de que la hayan dejado a mi «cargo».
       —Estará al cargo de Jasper —comenté.
       —Ah, no irá. Me apetece demasiado.
       —Me da la impresión de que sí irá.
       —¿Y por qué no me lo ha dicho, entonces, cuando ha entrado?
       —Se ha distraído por culpa de la señorita Mavis, al encontrar por sorpresa a una joven hermosa.
       —¿Y se ha olvidado de su madre, que temblaba por su decisión?
       —Es una vieja amiga: se veían por primera vez tras una larga separación.
       —¡Sí, como tiene tantas! —dijo la señora Nettlepoint.
       —¿Tantas?
       —Tiene muchas amigas en los círculos más diversos.
       —Bueno, en ese caso la tenemos rodeada, porque yo conozco, o conocía, a su caballero.
       —¿A su caballero?
       —El fiancé, el futuro, el prometido. Aunque ahora ya no será tan joven.
       —¡Qué raro suena eso! —dijo la señora Nettlepoint.
       Iba a añadir que no era tan raro cuando uno conocía al señor Porterfield, pero reflexioné que quizá eso sólo lo hacía todo más raro. Conté brevemente a mi interlocutora quién era, que lo había conocido en los viejos tiempos en París, durante la temporada fugaz en que creí que podría aprender a pintar y vivía con la jeunesse des écoles[2], y su comentario fue un simple:
       —Pues habría sido mejor que viniera él a buscarla.
       —Quizá sí. Mientras estaba aquí me ha parecido que podría cambiar de opinión en el último momento.
       —¿Sobre el matrimonio?
       —Sobre el viaje. Pero ahora ya no cambiará de opinión.
       Jasper regresó y su madre lo desafió al instante.
       —Entonces, ¿vienes o no?
       —Sí, iré —dijo sonriendo—. He recibido el telegrama.
       —¡Oh, el telegrama! —me aventuré a exclamar—. Esa joven encantadora es su telegrama.
       Me miró pero, en la penumbra, no pude descifrar bien la mirada. Después se inclinó sobre su madre y le dio un beso.
       —La noticia que he recibido no es especialmente buena. Me voy contigo.
       —Oh, eres un granuja… —replicó ella. Pero, naturalmente, estaba encantada.



III

      Por lo general, la gente dedica las primeras horas de un viaje a apretujarse en el camarote, a tomar pequeñas precauciones que acaban resultando excesivas o inconvenientes, a admirarse de cómo va a ser capaz de pasar tantos días en un cuchitril y a hacer preguntas imbéciles a los camareros que, en comparación, parecen hombres de mundo. Mis propios prolegómenos fueron rápidos, como corresponde a un viejo marinero, y, al parecer, también lo fueron los de la señorita Mavis, porque cuando subí a cubierta, al cabo de media hora, la encontré sola, en la popa del barco, mirando hacia el menguante continente. Menguaba muy deprisa para ser un lugar tan grande. Me acerqué, aunque no había mantenido con ella ninguna conversación en medio de la multitud que se despedía y el tumulto de adioses que se produjo antes de zarpar; hablamos un poco del barco, de nuestros compañeros de viaje y de las perspectivas que se nos ofrecían, y después dije:
       —Creo que anoche nombró a alguien que conozco: el señor Porterfield.
       —Oh, no. No lo nombré ni una sola vez —contestó, sonriéndome a través de un ceñido velo.
       —Entonces fue su madre.
       —Es muy probable que fuera mi madre —y siguió sonriendo, como si yo hubiera debido advertir la diferencia.
       —Me aventuro a mencionarlo porque sospecho que lo conocí en otros tiempos —proseguí.
       —Oh, ya veo —no manifestó mayor interés en que lo hubiera conocido.
       —Eso, suponiendo que sea la misma persona —me pareció tonto no decir nada más, por lo que añadí—: Mi señor Porterfield se llamaba David.
       —Bien, igual que el nuestro.
       Ese «nuestro» me pareció inteligente por su parte.
       —Supongo que lo veré de nuevo, si va a recibirla a Liverpool —proseguí.
       —Sería mala cosa que no fuera.
       Era demasiado pronto para que me hiciera cargo de que sería mala cosa que no la recibiera: eso fue más tarde. De modo que señalé que hacía tantos años que no lo veía que era muy posible que no lo reconociera.
       —Bueno, hace muchos años que no lo veo, pero espero reconocerlo de todos modos.
       —Oh, en su caso es distinto —repliqué, sonriéndole—. ¿No ha regresado desde aquellos tiempos?
       —No sé a qué tiempos se refiere.
       —Cuando lo conocí en París, hace siglos. Era alumno de la École des Beaux Arts, donde estudiaba arquitectura.
       —Bien, sigue estudiando arquitectura —dijo Grace Mavis.
       —¿Todavía no ha aprendido?
       —No sé qué ha aprendido. Ya lo veré —y añadió—: La arquitectura es muy difícil y él es muy minucioso.
       —Oh, sí. Ya lo recuerdo. Era admirablemente trabajador. Pero imagino que se habrá convertido en todo un extranjero, si hace tantos años que no vuelve a su país.
       —Oh, no hay quien lo cambie. Si fuera posible cambiarlo… —pero aquí mi interlocutora hizo una pausa. Sospecho que iba a decir que si fuera posible cambiarlo la habría dejado hacía ya tiempo. Al cabo de un instante, prosiguió—: No habría tenido tanto apego a su profesión. No se gana mucho con eso.
       —¿No se gana mucho?
       —No se hace uno rico.
       —Oh, claro, hay que ejercer la profesión… y ejercerla durante muchos años.
       —Sí, eso es lo que dice el señor Porterfield.
       Dijo esas palabras de una manera que me hizo reír, como si diera a entender con serenidad que el comportamiento del caballero en cuestión no estaba a la altura de sus principios. Pero me contuve y pregunté a mi acompañante si tenía intención de quedarse en Europa mucho tiempo, si viviría allí.
       —Bueno, será mucho tiempo, si me cuesta tanto volver como me costó ir.
       —Y creo que su madre dijo anoche que era su primera visita.
       La señorita Mavis me miró un momento.
       —¡Cuánto habla mi madre!
       —Fue todo muy interesante.
       —No creo que piense usted eso —dijo sin dejar de mirarme.
       —¿Qué gano diciéndolo si no es cierto?
       —Oh, los hombres siempre tienen algo que ganar.
       —Entonces ahora me siento como si hubiera perdido irremediablemente. En cualquier caso, espero que sea para usted un placer la idea de visitar el extranjero.
       —Gracias, me parece que lo será.
       —Es una pena que nuestro barco no sea uno de los rápidos, si está usted impaciente.
       Guardó silencio un momento.
       —¡Oh, me parece que es lo bastante rápido! —dijo al fin.
       Aquella noche fui a visitar a la señora Nettlepoint y me senté en su baúl, que sacó de debajo de la litera para que me instalara. Eran las nueve, pero no había anochecido del todo porque el rumbo al norte nos había llevado ya hacia latitudes con días más largos. Había arreglado su nido admirablemente y estaba echada en el sofá con una bata muy favorecedora y una cofia, descansando de sus tareas. Tenía por costumbre pasar el viaje en el camarote, que olía bien (tal era el refinamiento de su arte), y tenía un secreto que sólo conocía ella para dejar la portilla abierta sin que entrara agua. Odiaba lo que denominaba «el lío del barco» y la idea, en caso de que subiera a cubierta, de cruzarse con camareros con bandejas de comida superflua. Manifestó que estaba satisfecha con su situación (prometimos intercambiar libros y le aseguré con familiaridad que pasaría por su camarote una docena de veces al día) y me compadeció por tener que mezclarme y hacer vida social con los viajeros. Le parecía éste un pobre privilegio, ya que en cubierta, antes de zarpar, había echado un vistazo a nuestros compañeros de viaje.
       —Oh, soy un observador empedernido, casi profesional —contesté—, y con este vicio estoy tan ocupado como una vieja tejiendo al sol. Me capacita para ver cosas en cualquier situación. Seguro que aquí también las veo y bajaré con frecuencia a contárselas. Hoy no le interesan, pero ya le interesarán mañana, porque un barco es una gran escuela de chismorreos. No se creerá en qué cantidad de investigaciones y problemas se verá envuelta a mediados de viaje.
       —¿Yo? Jamás de los jamases. Estaré aquí acostada con la nariz metida en un libro y no veré nada.
       —Participará por vía indirecta. Verá a través de mis ojos, estará pendiente de mis labios, tomará partido, sentirá pasiones, todo tipo de simpatías e indignaciones. Tengo la sensación de que su jovencita es la persona que más me interesará a bordo.
       —¡Mía, desde luego! No se ha acercado a mí desde que dejamos el muelle.
       —Bien, es muy curiosa.
       —Utiliza usted unos términos tan despiadados… —murmuró la señora Nettlepoint—. Elle ne sait pas se conduire[3]: Debería haber venido a interesarse por mí.
       —Sí, puesto que está usted a su cuidado —dije sonriendo—. En cuanto a que no sabe comportarse… Bien, eso es exactamente lo que veremos.
       —¡Lo verá usted, yo no! Yo me lavo las manos en lo que a ella respecta.
       —No diga eso, no diga eso.
       La señora Nettlepoint me miró un momento.
       —¿Por qué habla con tanta solemnidad?
       Le devolví la mirada.
       —Se lo diré antes de que lleguemos a tierra. ¿Y ha visto mucho a su hijo?
       —Oh, sí. Ha venido varias veces. Parece encantado. Tiene un camarote para él solo.
       —Ha tenido mucha suerte —dije—. Pero me da la impresión de que siempre tiene mucha suerte. Estaba seguro de que tendría que ofrecerle la litera libre de mi cuarto.
       —Y a usted no le habría gustado mucho porque no le cae bien —contestó la señora Nettlepoint.
       —¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
       —No la tengo en la cabeza, sino en mi corazón, en mi coeur de mère[4]. Adivinamos estas cosas. Le parece egoísta, me di cuenta anoche.
       —Querida señora —dije—, no tengo ninguna idea general sobre él: es uno más de los fenómenos que voy a observar. Me parece un joven muy simpático. Sin embargo —añadí—, y ya que se ha referido a anoche, reconoceré que me pareció que se dedicaba a torturarla. Jugaba con su inquietud.
       —¡Vaya! Si al final ha venido sólo para darme gusto —dijo la señora Nettlepoint.
       Callé unos instantes.
       —¿Está segura de que es por usted?
       —¡Ah, a lo mejor es por usted!
       —Cuando salió a la terraza con esa joven, quizá ella le pidió que viniera —proseguí.
       —Quizá. Pero ¿por qué iba a hacer él todo lo que ella le pidiera?
       —Todavía no lo sé, pero quizá lo sepa más adelante. No será porque él quiera contármelo, porque nunca querrá contarme nada: no es de los que cuentan.
       —Si la joven no se lo pidió, lo que usted está diciendo es muy injusto con ella —dijo la señora Nettlepoint.
       —Sí, si no lo pidió. Pero lo dice usted para defender a Jasper, no para defenderla a ella —proseguí con una sonrisa.
       —Desde luego, es usted despiadado. ¡Es asombroso! —exclamó mi interlocutora.
       —¡Ah, eso no es nada todavía! Espere un poco y verá. En alta mar, en general, soy terrible, supero todos los límites. Y si la he ofendido en pensamiento, saltaré por la borda. Hay maneras de preguntar (no hace falta que un hombre le explique eso a una mujer) sin recurrir a la crudeza de las palabras.
       —No sé qué imagina que puede haber entre ellos —dijo la señora Nettlepoint.
       —Nada más que lo que se ve en la superficie. Como dicen los periódicos, se respiraba en el ambiente que eran viejos amigos.
       —Jasper la conoció en una fiesta de esas a las que va todo tipo de gente, después se lo pregunté. Él no podría llegar a tomarse en serio a una persona así.
       —Eso es precisamente lo que pienso.
       —Usted no observa, imagina —prosiguió la señora Nettlepoint—. ¿Cómo reconcilia el hecho de que quiera cazar a Jasper con el de que viaje a Liverpool por amor?
       —Ni por un momento he supuesto que quiera cazar a Jasper, creo que se ha dejado llevar por un impulso. Viaja a Liverpool para casarse, que no es lo mismo que por amor, cosa evidente para quien haya conocido personalmente al caballero al que está prometida.
       —Bueno, pero en semejante situación hay cierto decoro que incluso la más abandonada de las mujeres respetaría. Al parecer, la considera capaz, sin prueba alguna, de violarlo.
       —Ah, usted no entiende los matices de las cosas —repliqué—. Decoro y violación: no es necesario utilizar una artillería tan pesada. Puedo imaginar perfectamente que, sin la menor falta de recato, dijera a Jasper en la terraza, con gestos, si no con palabras: «Estoy muy abatida, pero si usted viene, me sentiré mejor y usted también se lo pasará bien».
       —¿Y por qué está tan abatida?
       —¡No lo está! —contesté riendo.
       —¿Qué hace?
       —Pasea con su hijo.
       Durante un momento la señora Nettlepoint no dijo nada; después exclamó sin venir a cuento.
       —¡Uf, es una mujer horrible!
       —No, es encantadora —repliqué.
       —¿Quiere decir que es «curiosa»?
       —Bueno, para mí es lo mismo.
       Naturalmente, eso llevó a mi amiga a declarar otra vez que yo era despiadado. Volvimos a charlar durante la tarde del día siguiente y me dijo que, por la mañana, la señorita Mavis le había hecho una larga visita. Su ignorancia era extrema, pero sus intenciones eran buenas y resultaba evidente que se consideraba seria y decorosa. Y la señora Nettlepoint concluyó esas observaciones con la exclamación:
       —¡Pobrecilla!
       —¿Entonces cree que merece mucha conmiseración?
       —Su historia es muy triste: me ha contado gran parte. Se ha ido animando y ha pasado de una cosa a otra. Se encuentra en una situación en la que una joven debe abrirse… a otra mujer.
       —¿Y no tiene a Jasper? —pregunté.
       —Jasper no es una mujer. Me da la sensación de que está usted celoso de él —añadió mi interlocutora.
       —Me parece que eso es lo que Jasper cree, o lo que creerá antes del final. ¡Ah, no!
       Y le pregunté a la señora Nettlepoint si nuestra joven le parecía una mujer propensa a coquetear con hombres. No me contestó, pero señaló a continuación que le resultaba extraño e interesante ver cuánto se parecía una muchacha como Grace Mavis a las que ella conocía mejor, a las hijas de la «buena sociedad», aunque, al mismo tiempo, fuera distinta; y era también extraño e interesante el modo en que se mezclaban parecidos y diferencias, al punto que no sería fácil saber dónde colocarla en ciertas situaciones. En algunas cosas creerías que pensaba como tú pero, de repente, en otras (que, en el fondo, eran las mismas) mostraba tremendas carencias. La señora Nettlepoint pasó a observar (tales son las especulaciones ociosas que fomenta la vacuidad de un viaje por mar) que le gustaría saber si era mejor ser una chica ordinaria muy bien educada o una chica extraordinaria sin educación alguna.
       —Oh, yo prefiero la extraordinaria en cualquier circunstancia.
       —Es cierto que una persona muy bien educada ya no es común —dijo la señora Nettlepoint, aspirando sus fuertes sales—. Es, indiscutiblemente, una señora. C’est toujours ça[5].
       —¿Y la señorita Mavis no lo es? ¿Eso es lo que quiere decir?
       —Bueno, ya ha visto a su madre.
       —Sí, pero creo que, de acuerdo con su opinión, entre gente así la madre no cuenta.
       —Precisamente: y eso es malo.
       —Ya veo lo que quiere decir. Pero ¿no es muy duro? Si tu madre no sabe nada, es mejor que seas independiente de ella y, sin embargo, si lo eres, eso es mala señal.
       Añadí que hacía dos noches la señora Mavis parecía contar bastante. Había dicho y hecho todo lo que había querido, mientras la joven guardaba un silencio respetuoso. La actitud de Grace (al menos, con su madre) había sido del todo decente.
       —Sí, pero ella no podía soportarlo —dijo la señora Nettlepoint.
       —Ah, ya que lo sabe, entonces puedo confesarle que también me lo ha dicho.
       La señora Nettlepoint me miró fijamente.
       —¿Se lo ha dicho? ¡Ésa es una de las cosas que hacen!
       —Bueno, fue sólo una palabra. ¿No quiere decirme si piensa usted que es una mujer coqueta?
       —Averígüelo usted mismo, ya que se las da de estudioso del ser humano.
       —Oh, probablemente su juicio no determine en absoluto el mío. Lo pregunto en relación con usted.
       —¿En relación conmigo?
       —Para conocer la dimensión de la inmoralidad materna.
       La señora Nettlepoint siguió repitiendo mis palabras.
       —¿La inmoralidad materna?
       —Usted desea que su hijo disfrute de todas las distracciones posibles durante el viaje y, si puede llegar usted a una decisión en el sentido al que me refiero, todo irá bien. Jasper no tendrá ninguna responsabilidad.
       —¡Santo cielo! Cuánto analiza usted. No tengo en absoluto la misma pasión que usted por llegar a una conclusión.
       —Entonces, si corre ese riesgo, será usted todavía más inmoral.
       —Su razonamiento es extraño —dijo la pobre señora—, cuando fue usted quien intentó ayer meterme en la cabeza que ella le había pedido que viniera.
       —Sí, pero de buena fe.
       —¿Qué quiere decir con eso de buena fe?
       —Vamos, pues tal como lo hacen las chicas de esa clase. En estos asuntos sus costumbres y criterios son mucho más laxos que los de las jóvenes que, como usted dice, han recibido muy buena educación; con todo, no estoy seguro de que, en conjunto, no las considere más inocentes. La señorita Mavis está comprometida y se casará la semana que viene, pero es una historia muy, muy antigua y tan poco romántica como si fuera a hacerse una fotografía. De manera que su vida normal sigue adelante, y su vida normal consiste (igual que la de ces demoiselles[6] en general) en tener mucho trato con caballeros. Me refiero a tener mucho trato sin que de ello se derive nada malo.
       —Bien, si no hay nada malo, ¿de qué está usted hablando y por qué soy inmoral?
       Dudé un poco y me eché a reír.
       —Me retracto. Es usted clara y sensata. Estoy seguro de que ella piensa que no hay nada malo. Ésa es la cuestión fundamental.
       —¿La cuestión fundamental?
       —Es decir, la que debemos resolver.
       —¡Por Dios! ¡Si no estamos juzgándolos! ¿Cómo podemos resolverla?
       —Por supuesto, me refiero a resolverla para nosotros. Durante los próximos diez días no tendremos otra cosa más interesante de que ocuparnos.
       —Se cansarán —dijo la señora Nettlepoint.
       —No, no, porque el interés irá en aumento y la trama se irá complicando. Es inevitable —me miró como si me considerara un poco mefistofélico y yo proseguí—: ¿Así que le contó que en su vida todo era triste?
       —No todo, pero casi todo. Y no me contó tantas cosas como yo adiviné. La próxima vez me contará más. Ahora se comportará adecuadamente cuando vaya de visita: le he dicho lo que debía hacer.
       —Me alegro —dije—, reténgala todo lo que pueda.
       —No sé muy bien por dónde va usted —contestó la señora Nettlepoint— pero, en la medida en que alcanzo a entenderlo, me parece que sus observaciones no son de muy buen gusto.
       —Estoy demasiado exaltado; por muy despiadado que me considere usted, pierdo la cabeza. ¿A ella no le gusta el señor Porterfield?
       —Sí, eso es lo peor.
       —¿Lo peor?
       —Es buenísimo. No es posible encontrarle ni un defecto. Si no fuera así, ella habría roto el compromiso. Lo lleva arrastrando desde que ella tenía dieciocho años: se comprometió con él antes de que se marchara a estudiar. Fue uno de esos líos infantiles que los padres americanos deberían poner más empeño en impedir. La idea es insistir en que la hija espere, en que el compromiso sea largo; y después de eso, hay que tomárselo lo menos en serio posible, siempre que se presente la ocasión, y hacer que la cosa se extinga. Es fácil dejar que se agote. Sin embargo, el señor Porterfield se lo ha tomado en serio y ha hecho cuanto estaba en su mano para que se mantuviera vivo. Ella dice que la adora.
       —¿Cuanto estaba en su mano? Para eso habría tenido que casarse.
       —No tiene dinero.
       —Debería haber ganado un poco, en siete años.
       —Eso creo que piensa ella. Algunos tipos de pobreza son despreciables. Pero ahora tiene un poco y por eso no quiere esperar más. Su madre ha intervenido, tiene algo, un poco, y puede ayudarlo. Vivirá con ellos y correrá con algunos gastos y, tras su muerte, su hijo tendrá lo que haya.
       —¿Y qué edad tiene la joven? —pregunté con cinismo.
       —No tengo la menor idea. Pero no parece muy atractivo el plan. Él no ha vuelto a América desde que se fue.
       —Qué manera tan rara de adorarla.
       —Esa misma objeción puse yo mentalmente, pero no la expresé. La verdad es que en cierto modo contestó cuando me dijo que él había tenido otras oportunidades de casarse.
       —Eso me sorprende —señalé—. ¿Y dijo si ella también las había tenido?
       —No, ésa es una de las cosas que me parecieron bien de ella; porque las habrá tenido. No intentó argumentar que él le había estropeado la vida. Ella tiene tres hermanas y en su casa hay muy poco dinero. Ha intentado ganar algo; ha escrito y ha pintado cositas, pero parece que su talento no va por ese camino. Su padre lleva tiempo enfermo y se ha quedado sin trabajo: ganaba un salario en algo relacionado con asuntos hidráulicos. Y una de sus hermanas ha enviudado recientemente, tiene niños y carece de medios. Y como, a pesar de las oportunidades que pueda haber tenido, no se ha casado con otro, le ha parecido oportuno tomar la decisión de ir con el señor Porterfield como mal menor. Pero no es un panorama muy atractivo.
       —Eso lo hace todavía más honorable. Seguirá adelante a cualquier precio y no lo decepcionará, con lo mucho que ha esperado. Es cierto —proseguí— que cuando una mujer actúa de acuerdo con el sentido del honor…
       —Bien, ¿qué pasa? —dijo la señora Nettlepoint, porque vacilé visiblemente.
       —Es algo tan extravagante que alguien tiene que pagar por ello.
       —Es usted muy impertinente. Todos tenemos que pagar siempre por los demás; tanto por las virtudes ajenas como por sus vicios.
       —Precisamente por eso lo sentiré por el señor Porterfield cuando ella baje del barco con su pequeña factura en la mano. Y apretando los dientes.
       —No va por ahí apretando los dientes: tiene muy buen humor.
       —Bueno, pues habrá que intentar que lo conserve —dije—. Tiene usted que ocuparse de que Jasper no olvide nada.
       No sé qué reflexión suscitó en la dama mi broma inocente; en cualquier caso, contestó:
       —Bueno, nunca le pedí a ella que viniera. Me alegro mucho. Todo es cosa suya.
       —¿Cosa suya? ¿De Jasper y de ella?
       —Claro que no. Me refiero a su madre. Y a ella también, naturalmente. Se han puesto bajo nuestra tutela.
       —Oh, sí. Puedo dar fe. Y diré que me alegro, podríamos habérnoslo perdido.
       —¡Qué en serio se lo toma! —exclamó la señora Nettlepoint.
       —¡Ah, espere unos días! —contesté, poniéndome en pie para marcharme.



II

Aunque lento, el Patagonia era espacioso y cómodo, y su largo y amoroso balanceo y su paso susurrante y anticuado poseían cierta decencia maternal. Se diría que no deseaba presentarse en el puerto empapado y entusiasta como una criatura. No éramos demasiados para ir apretados y, sin embargo, no éramos tan pocos que resultara aburrido, y disfrutábamos de la familiaridad y alivio que adquieren los objetos y las figuras en el gran campo desnudo del océano, bajo el cristal grande y brillante del cielo. Nunca me había gustado tanto el mar; en realidad, nunca me había gustado nada. Pero en aquel momento tuve la revelación de en qué medida, en un estado de ánimo veraniego, podía serme agradable. Era oscuro y magníficamente azul, de una tranquilidad imperturbable, salvo por las grandes olas regulares de su latido, el pulso de su vida, y la sensación de flotar en el aislamiento y el ocio infinito empezó a convertirse en algo tan grato que era una gran satisfacción que el Patagonia no fuera un barco de competición. No se me había ocurrido nunca pensar en el mar como el mayor refugio, pero en aquel momento parecía que no había lugar en que uno estuviera más a salvo de la tierra. Cuando no da inquietudes, las quita: quita cartas, telegramas, periódicos, visitas, obligaciones y esfuerzos, todas las complicaciones, todas las superfluidades y supersticiones con que hemos atiborrado nuestra vida terrena. La mera ausencia de correo, cuando las condiciones concretas le permiten disfrutar a uno del gran acontecimiento gracias al cual se produce, se convierte en sí misma en una especie de bendición, y el escenario desnudo de la cubierta, bajo la fuerte luz del mar, ofrece una obra entretenida, el drama personal del viaje, el movimiento y la interacción de figuras que acaban por representar algo: algo que, por otra parte, el interés que suscita nunca es, ni en el momento más intenso, tan grande que le impida a uno ir a dormir. En cualquier caso, yo dormitaba, tendido sobre mi manta de viaje, con una novela francesa y, cuando abría los ojos, generalmente veía a Jasper Nettlepoint pasando con la protégée de su madre cogida del brazo. En esos momentos, entre el sueño y la vigilia, tenía la incoherente sensación de que formaban parte de la novela francesa. Quizá eso se debía a que había caído en la trampa, desde el principio, de mirar a Grace Mavis como si fuera una mujer casada, cosa que, como todo el mundo sabe, es el estatus necesario de la heroína de tales obras. En cualquier caso, cada vuelta que daba el motor contribuía a transformarla en una de ellas.
       En el salón, a la hora de las comidas, mi vecina de la derecha era una tal señora Peck, una persona muy baja y redonda que llevaba la cabeza envuelta en una «nube» (una nube de lana blanca y sucia) y que no tardó en comunicarme que iba a Europa para educar a sus hijos. Me había dado cuenta ya (una hora después de zarpar) de que necesitaban algún tipo de medida enérgica en ese sentido, pero, como todavía no estábamos en Europa, podría decirse que la tarea aún no había empezado. Los cuatro pequeños de la familia Peck, que disfrutaban de su tiempo libre sin restricciones, pululaban por todo el barco como si fueran piratas al abordaje, y su madre era tan incapaz de contenerlos como si estuviera amordazada y encerrada en la bodega. En especial, era de prever que corrieran entre las piernas de los camareros cuando estos empleados llevaban tazones de sopa a las damas lánguidas. Su madre estaba demasiado ocupada contando a los compañeros de viaje cuántos años llevaba prometida la señorita Mavis. En el vacío de una existencia marina, las cuestiones que no son asunto de nadie pronto se convierten en asunto de todos, y ése fue precisamente uno de los hechos que se difundieron con una rapidez misteriosa y ridícula. El susurro que los lleva es muy pequeño en comparación con la gran escala de todas las cosas, el aire, el espacio y el viaje, pero es también muy seguro, porque no hay compresión, no hay caja de resonancia que haga responsables a quienes hablan. Y, en el mar, la repetición en cierto modo no es repetición; la monotonía lo impregna todo, el cerebro no piensa y todo es recurrente: las campanas, las comidas, la cara de los camareros, el retozar de los niños, el paseo, la ropa, incluso los zapatos y botones de los pasajeros haciendo ejercicio. Al final, estas cosas se vuelven tan insípidas que, por comparación, las revelaciones sobre la historia personal de los compañeros de viaje tienen cierto sabor, aunque a uno le importen poco esas personas.
       Jasper Nettlepoint se sentaba a mi izquierda cuando no estaba en el piso de arriba verificando que la señorita Mavis comiera cómodamente en cubierta. El lugar de su madre, si hubiera aparecido, habría estado junto al mío y otro puesto más allá, el de la joven bajo su custodia. En otras palabras, las dos señoras se habrían sentado entre nosotros dos y Jasper habría marcado el límite del grupo por su lado. La señorita Mavis estuvo presente el primer día a la hora de comer, pero pasó la cena sin que apareciera y, cuando casi había terminado, Jasper comentó que iba a subir a mirar cómo se encontraba.
       —¿Y no viene esa joven, la que estaba aquí durante la comida? —me preguntó la señora Peck cuando Jasper salió del salón.
       —Al parecer, no. Mi amigo me ha dicho que no le gusta el salón.
       —¿No querrá decir que está mareada, verdad?
       —Oh, no. Con este tiempo no lo creo. Pero prefiere estar arriba.
       —¿Y ese caballero ha ido con ella?
       —Sí, la joven está al cuidado de su madre.
       —¿Y su madre también está arriba? —preguntó la señora Peck, cuyos procedimientos eran toscos y directos.
       —No, se queda en el camarote. Cada uno tiene sus gustos. Quizá sea uno de los motivos de que la señorita Mavis no venga a la mesa —añadí—, ya que su acompañante no puede estar con ella.
       —¿Su acompañante?
       —La señora Nettlepoint, bajo cuya protección se encuentra.
       —¿Protección? —la señora Peck me miró fijamente un momento, mientras movía algún precioso bocado dentro de la boca; después exclamó sin ceremonia—: ¡Bah! —me sorprendió y estaba a punto de preguntarle qué quería decir con eso cuando prosiguió—: ¿Y no vamos a ver a la señora Nettlepoint?
       —Me temo que no. Jura que no se moverá del sofá.
       —¡Bah! —repitió la señora Peck—. Qué decepción.
       —¿La conoce, entonces?
       —No, pero lo sé todo de ella —y mi acompañante añadió—: ¿Y cree que son parientes?
       —¿Pariente mía?
       —No, de Grace Mavis.
       —En absoluto. Por casualidad sé que son amigas muy recientes. Así pues, ¿conoce usted a la joven? —no había advertido ninguna señal de reconocimiento entre ellas durante la comida.
       —¿Y usted? —preguntó la señora Peck, sonriéndome.
       —Ah, cuando la gente va en el mismo barco, en sentido literal, todos se pertenecen un poco.
       —Eso mismo —dijo la señora Peck—. No conozco a la señorita Mavis, pero lo sé todo sobre ella. Vivo enfrente de ella en Merrimac Avenue. No sé si conoce usted esa zona.
       —Oh, sí… es muy bonita.
       El resultado de mi observación fue otro «¡Bah!», pero la señora Peck prosiguió:
       —Cuando una lleva mucho tiempo viviendo enfrente de gente como ésa, tiene la sensación de que la conoce. Pero hoy ella no ha dicho nada, no me ha dirigido la palabra. Sabe quién soy tan bien como conoce a su madre.
       —Debería haberle hablado usted primero, es tímida —señalé.
       —¿Tímida? Vaya, si tiene casi treinta años. Imagino que sabrá usted adónde va.
       —Oh, sí… a todos nos ha interesado.
       —En especial al joven, supongo.
       —¿El joven?
       —Ese joven guapo que se sienta aquí. ¿No me ha dicho que es el hijo de la señora Nettlepoint?
       —Oh, sí. Actúa en representación de su madre. No cabe duda de que hace todo lo que puede para cumplir con la tarea de ésta.
       La señora Peck guardó silencio un momento. Yo había hablado con aire jocoso, pero ella escuchó mi broma con cara seria.
       —Bueno, pues podría dejarlo cenar en paz —exclamó.
       —Oh, ya volverá —dije, lanzando una mirada hacia su sitio.
       La comida prosiguió y, al terminar, hice girar la silla para abandonar la mesa. La señora Peck hizo el mismo movimiento y salimos juntos del salón. Fuera había una especie de vestíbulo con varios asientos, desde el cual se podía bajar a los camarotes inferiores o subir a la cubierta de paseo. La señora Peck parecía no saber qué camino debía tomar y al final resolvió el problema quedándose ahí. Se sentó en uno de los bancos y alzó la vista hacia mí.
       —Creía que había dicho usted que volvería.
       —¿El joven Nettlepoint? Ya veo que no ha vuelto. La señorita Mavis le habrá dado la mitad de la cena.
       —¡Muy amable por su parte! Lleva años prometida.
       —Sí, pero eso terminará pronto.
       —Imagino que sí, en cuanto desembarquemos. En Merrimac Avenue todo el mundo lo sabe. A todo el mundo le interesa mucho.
       —Ah, claro: imagino que una joven como ella tiene muchos amigos.
       —Interesa incluso a la gente que no la conoce.
       —Claro —proseguí—: es tan bella que llama la atención y la gente se mete en sus asuntos.
       —Sí fue bonita en otros tiempos, pero no estoy muy segura de que lo siga siendo. De todos modos, si llama la atención debería ir con cuidado con lo que hace. Será mejor que se lo diga usted.
       —Oh, no es asunto mío —contesté, dejando a la señora Peck y subiendo al piso de arriba. Debo confesar que esa exclamación no respondía exactamente a lo que yo creía o, mejor dicho, lo que yo creía no respondía exactamente a la exclamación. Lo primero que hice al llegar a cubierta fue advertir que la señorita Mavis paseaba del brazo de Jasper Nettlepoint y que, de acuerdo con la insinuación de la señora Peck, por mucha belleza que hubiera perdido conservaba la suficiente para atraer las miradas. Se había puesto una especie de caperuza roja que le favorecía mucho y que llevó durante el resto del viaje. Andaba muy bien, con pasos largos, y recuerdo que entonces en el océano se levantaba un suave oleaje vespertino que mecía el gran barco lenta y rítmicamente, dándole un movimiento que hacía más garboso el paso de los caminantes garbosos y más torpe el de los torpes. Era el momento más hermoso de un buen día, las claras horas de la media tarde, con el resplandor del sol poniente en el aire y el mar de color violeta. Siempre he pensado que las aguas que surcaban los héroes homéricos debían de tener ese mismo aspecto. Por otra parte, advertí en esa ocasión que, durante el resto del viaje, Grace Mavis sería lo más destacado del barco, la figura más relevante en la composición de los grupos. No podía evitarlo, pobrecilla. La naturaleza la había hecho llamativa: importante, como dicen los pintores. Pero, a cambio, se veía expuesta al interés ajeno, al peligro de que la gente, como yo había dicho a la señora Peck, se metiera en sus asuntos.
       Jasper Nettlepoint bajaba de vez en cuando a ver a su madre y aguardé una de esas ocasiones (al tercer día) y aproveché para ir a sentarme junto a la señorita Mavis. Llevaba un velo azul tenso sobre el rostro, de manera que si la sonrisa con que me saludó fue tenue podría achacarlo en parte a él.
       —Bueno, vamos avanzando, vamos avanzando —dije alegremente, mirando hacia el mar benigno y centelleante.
       —¿Vamos muy deprisa?
       —Sin prisa pero sin pausa. Ohne Hast, ohne Rast[7]. ¿Sabe usted alemán?
       —Bueno, lo he estudiado… un poco.
       —Le será útil por ahí cuando viaje.
       —Sí, si viajo. Pero creo que no viajaré mucho. El señor Nettlepoint dice que tenemos que viajar —añadió mi interlocutora.
       —Ah, claro que lo piensa. Ha estado en todo el mundo.
       —Sí, y me ha descrito algunos lugares. Eso es lo que me gustaría. No sabía que me gustaría tanto.
       —¿Que le gustaría tanto qué cosa?
       —Ir así. Podría seguir siempre, para siempre jamás.
       —Ah, puede imaginar que no es siempre así —repliqué.
       —Bueno, es mejor que Boston.
       —Pero no tanto como París —dije con una sonrisa.
       —Oh, ya lo sé todo de París, no es para mí nada nuevo. Tengo la sensación de haber estado ya allí.
       —¿Se refiere a que ha oído hablar mucho de París?
       —Oh, sí. Durante diez años no he oído otra cosa.
       Había ido a conversar con la señorita Mavis porque era atractiva, pero era consciente de que faltaba un buen tema y no me había sentido autorizado a mencionar de nuevo al señor Porterfield. Ella no me había animado, cuando hablamos al salir de Boston, a seguir con la historia de mi relación con aquel caballero; y, sin embargo, de repente, en aquel momento la señorita Mavis parecía dar a entender (sin duda, era una de las incoherencias mencionadas por la señora Nettlepoint) que podía tratar el tema sin pecar de poco delicado.
       —Entiendo. Quiere decir por carta —observé.
       —No viviré en una buena zona, sé lo suficiente para saberlo —prosiguió.
       —Querida joven, no hay zonas malas —contesté en tono tranquilizador.
       —¡Vaya! Pues el señor Nettlepoint dice que es horrible.
       —¿Horrible?
       —La zona de Batignolles. Es peor que Merrimac Avenue.
       —¿Peor? ¿En qué sentido?
       —Pues que es todavía más distinto de los lugares donde vive la gente fina.
       —No debería decir eso —repliqué—. ¿Le parece que el señor Porterfield no es una persona fina? —me aventuré a añadir.
       —Oh, eso no cambia nada —detuvo sus ojos en mí un momento a través del velo, cuya textura les daba una belleza difusa—. ¿Lo conoce bien? —preguntó.
       —¿Al señor Porterfield?
       —No, al señor Nettlepoint.
       —Ah, muy poco. Es mucho más joven que yo.
       Guardó silencio un momento tras el cual dijo:
       —También es más joven que yo.
       No sé qué comicidad habría en la frase, pero resultó inesperada y me hizo reír. Tampoco sé si mi risa ofendió a la señorita Mavis aunque recuerdo que, en el momento, pensé compungido que se había sonrojado. En cualquier caso, se puso de pie y sujetó el chal y los libros con el brazo.
       —Voy a bajar, estoy cansada.
       —Cansada de mí, me temo.
       —No, todavía no.
       —Soy como usted —proseguí—. Me gustaría que esto siguiera y siguiera. —Avanzó por cubierta en dirección a la escalera de cámara y fui con ella—. Oh, no, no. En realidad, no me gustaría.
       Le había cogido el chal del brazo para llevarlo, pero en lo alto de la escalera que conducía a los camarotes tuve que devolvérselo.
       —Su madre se alegraría si lo supiera —señalé cuando se alejaba.
       —¿Si supiera qué?
       —Lo bien que le va a usted. Y también la buena de la señora Allen.
       —¡Oh, madre, madre! Me hizo venir, me empujó —y bajó deprisa las escaleras, como si no quisiera añadir nada más.
       Visité a la señora Nettlepoint por la mañana, después del almuerzo, antes de «echarse». Ese mismo día, por la tarde, me dijo de repente.
       —¿Sabe lo que he hecho? Se lo he preguntado a Jasper.
       —¿Qué le ha preguntado?
       —¡Vaya! Pues si ella se lo pidió, ya lo sabe.
       —No la entiendo.
       —Me entiende perfectamente. Si esa joven de veras le pidió, en la terraza, que viajara con nosotros.
       —Querida amiga, ¿cree que se lo contaría si se lo hubiera pedido?
       —Eso es justo lo que él dice. Pero dice también que no lo hizo.
       —¿Y cree que esa afirmación tiene algún valor? —pregunté riéndome—. Podría habérselo preguntado a la señorita Gracie.
       La señora Nettlepoint me miró fijamente.
       —No podía hacer eso.
       —Mi incomparable amiga: lo digo en broma. ¿Y ahora qué significa eso?
       —Pensaba que usted pensaba que todo significaba algo. ¡Estaba usted tan lleno de significado!
       —Sí, pero ahora ya hemos avanzado y, de un modo u otro, en alta mar todo se vuelve absoluto.
       —¿Qué otra cosa puede hacer él sin faltar a la buena educación? —prosiguió la señora Nettlepoint—. Si, dado que es hijo mío, no le dirigiera la palabra, sería muy grosero y eso le parecería a usted más extraño todavía. En ese caso, usted haría lo que está haciendo él y ¿dónde estaría la diferencia?
       —¿Y cómo sabe usted lo que está haciendo él? Hace veinticuatro horas que no hablo de él.
       —¡Vaya! Me lo ha contado ella: ha venido aquí esta tarde.
       —¡Qué cosas tan raras le cuenta! —exclamé.
       —No resulta raro, tal como lo cuenta. Dice que la colma de atenciones, que es muy cortés y está pendiente de ella todo el rato. Al parecer, quiere que lo sepa y que le transmita su agradecimiento.
       —Encantador; es muestra de buena conciencia.
       —Sí, o de que es muy hábil.
       La señora Nettlepoint dijo esto con un tono que me hizo exclamar con auténtica sorpresa:
       —¡Vaya! ¿Qué supone usted que está tramando?
       —Liarlo, hacer que vaya tan lejos que no pueda echarse atrás, casarse con él, tal vez.
       —¿Casarse con él? ¿Y qué hará con el señor Porterfield?
       —Me pedirá a mí que se lo explique… o a usted.
       —¡Sí, en calidad de viejo amigo! —contesté riendo. Pero pregunté, algo más serio—: ¿Le parece que Jasper está tan atrapado?
       —Bueno, es un crío… al menos, es más joven que ella.
       —Precisamente: lo considera un niño.
       —¿Un niño?
       —Hoy mismo me ha comentado que es mucho más joven.
       La señora Nettlepoint me miró.
       —¿Habla de eso con usted? ¡Eso demuestra que tiene un plan, que lo ha pensado!
       He dejado traslucir de manera suficiente que consideraba a Grace Mavis una joven singular, pero estaba lejos de creerla capaz de tender una trampa a nuestro joven compañero. Además, Jasper no me parecía en absoluto presa fácil ni que pudiera hacérsele actuar contra su voluntad. Por supuesto, no era imposible que se sintiera inclinado o que se le metiera en la cabeza (o se le hubiera metido ya) la idea de casarse con la señorita Mavis; pero para creerlo no bastaba la prueba de que estuviera siempre con ella. Como mucho, quería casarse con ella para el viaje.
       —Si usted se lo ha preguntado a él, quizá haya intentado que se sienta responsable —le dije a su madre.
       —Un poco, pero es muy difícil. Las intromisiones lo vuelven perverso. Hay que ir con cuidadito. Además, es totalmente absurdo… piense en la edad que tiene ella. ¡Si no puede cuidar de sí misma! —exclamó la señora Nettlepoint.
       —Sí, pensemos en la edad de ella, aunque tampoco es tan tremenda. Y si las cosas se ponen muy mal, siempre tendrá usted un recurso.
       —¿Cuál?
       —Subir a cubierta.
       —¡Ah, jamás, jamás! Si eso es lo que hace falta para salvarla, puede darse por perdida. Además, ¿de qué serviría yo? Si yo subiera, ella podría bajar.
       —Sí, pero usted podría retener a Jasper.
       —¿Podría? —preguntó la señora Nettlepoint en el tono de una mujer que conoce a su hijo.
       Al día siguiente, en el salón, después de cenar, sobre el mantel rojo de las mesas, bajo las bamboleantes lámparas y las hileras de vasos, jarras y copas de vino, nos sentamos a jugar al whist y la señora Peck, entre otros, también participó en el juego. Jugaba muy mal y hablaba demasiado y, cuando se terminó el rubber alivió su frustración (aunque no la mía: habíamos sido pareja) con una tostada con queso fundido y una bebida caliente. Habíamos terminado de jugar a las cartas pero, mientras esperaba el refrigerio, aguardó sentada con los codos sobre la mesa, barajando.
       —Todavía no ha hablado conmigo. No lo hará —dijo de repente.
       —¿Es posible que haya alguien en el barco que no haya hablado con usted?
       —Esa joven no, ¡lo sabe muy bien! —la señora Peck miró al pequeño círculo que nos rodeaba con una sonrisa de complicidad: tenía unos ojos familiares, comunicativos. Varios de nuestros compañeros se habían reunido, según la costumbre de quienes se encuentran a gusto en el mar, para tomar como último refrigerio del día unas sardinas a la brasa con trocitos de pollo picantes.
       —¿Y qué es lo que sabe?
       —Oh, sabe que yo sé.
       —Bueno, todos sabemos lo que sabe la señora Peck —me indicó una de las señoras del grupo, con aire de ser privilegiado.
       —Bueno, viéndola comportarse, usted no lo sabría si no se lo hubiera dicho yo —dijo la señora Peck con breve carcajada.
       —Va a reunirse con un caballero que vive al otro lado, la está esperando para casarse —prosiguió la otra señora con tono de estar suministrando información veraz. Recuerdo que se llamaba señora Gotch y que tenía la boca como si estuviera siempre silbando.
       —Oh, ya lo sabe, se lo he dicho —dijo la señora Peck.
       —Bueno, supongo que todo el mundo lo sabe —reflexionó la señora Gotch.
       —Querida señora, ¿y le parece a usted que eso es asunto de todo el mundo? —pregunté.
       —¡Vaya! ¿No le parece una manera un poco rara de comportarse? —sin duda, a la señora Gotch le había sorprendido mi pequeña protesta.
       —¡Bueno! Pues está delante de usted, como si fuera una obra de teatro, como si hubiera pagado usted para verla —dijo la señora Peck—. Si a esto no lo llama público…
       —¿No está usted mezclando las cosas? ¿A qué llama público?
       —Pues a la manera que tienen de comportarse. Ahora están ahí mismo.
       —Pasan ahí media noche haciéndose arrumacos —dijo la señora Gotch—. No sé cuándo bajan. Pero a la hora que usted quiera, cuando todas las luces están apagadas, siguen ahí.
       —Oh, no hay manera de que se cansen. No necesitan relevo, como la guardia —rio uno de los caballeros.
       —Bueno, si les gusta estar juntos, ¿qué tiene de malo? —preguntó otro—. Harían lo mismo en tierra.
       —No lo harían en la vía pública, supongo —dijo la señora Peck—. Y no lo harían si el señor Porterfield estuviera por ahí.
       —¿No vendrá de ahí su confusión? —pregunté—. Es público que la señorita Mavis y el señor Nettlepoint están siempre juntos, pero no es en absoluto público que ella vaya a casarse.
       —¡Vaya! Cómo puede decir usted eso, cuando lo saben hasta los marineros. Lo sabe el capitán y lo saben todos los oficiales. Los ven ahí, especialmente por las noches, cuando están manejando el barco.
       —Creía que había alguna norma —dijo la señora Gotch.
       —Bueno, la hay… la de los buenos modales —contestó la señora Peck—. Eso me dijo el capitán: explicó que tienen una norma. Dicen que es necesaria cuando la gente es demasiado efusiva.
       —¿Demasiado efusiva?
       —Cuando llaman demasiado la atención.
       —Ah, somos nosotros quienes llamamos la atención hablando de lo que no nos importa y de lo que no sabemos —me aventuré a afirmar.
       —Ella ha dicho que el capitán dijo que lo contaría en cuanto llegáramos —intervino la señora Gotch.
       —¿Ella ha dicho…? —repetí, desconcertado.
       —Bueno, la verdad es que lo dijo él: que le parecía que era su deber informar al señor Porterfield, cuando fuera a recogerla… si siguen igual —dijo la señora Peck.
       —Oh, seguirán, no tema —exclamó uno de los caballeros.
       —Querida señora, el capitán se ríe de usted.
       —No, no se ríe, está totalmente escandalizado. Dice que nos considera a todos una verdadera familia y quiere que la familia se porte bien.
       Me daba cuenta de que a la señora Peck le irritaba mi tono discutidor: me llevó la contraria con energía considerable.
       —¿Cómo puede decir usted que no lo sé cuando toda la calle lo sabe y lo sabe desde hace años… años y años? —hablaba como si la joven llevara al menos veinte comprometida—. ¿Y para qué va entonces, si no es para casarse?
       —Quizá va a ver qué aspecto tiene —sugirió uno de los caballeros.
       —Pues tendría un aspecto bien raro… si lo supiera.
       —Bueno, supongo que se enterará —dijo la señora Gotch.
       —Se lo dirá ella, no tendrá miedo —prosiguió el caballero.
       —Vaya, eso sería lo mismo que matarlo. Saltaría por la borda.
       —¿Saltaría por la borda? —exclamó la señora Gotch, como si de repente deseara que se lo dijeran al señor Porterfield.
       —Él lleva años esperando —dijo la señora Peck.
       —¿Tal vez lo conoce usted? —pregunté.
       La señora Peck vaciló un momento.
       —No, pero conozco a una señora que sí lo conoce. ¿Sube usted?
       Me había levantado de mi sitio sin pedir la cena.
       —Voy a dar una vuelta antes de irme a la cama.
       —¡Muy bien, ya verá!
       Al salir del salón vacilé porque la advertencia de la señora Peck me hizo sentir por un momento que, si subía a cubierta, en cierto modo pasaría a formar parte de su conspiración. Pero la noche era tan cálida y espléndida que hacía rato que me apetecía fumar un puro al aire libre antes de bajar y no veía por qué debía privarme de ese placer para que no pareciera que me importaba la señora Peck. Subí y vi unas pocas figuras sentadas o moviéndose en la oscuridad. El océano parecía negro y pequeño, como sucede de noche, y la larga masa del barco, con sus alas en penumbra, parecía ocupar gran parte del mar. Se veían más estrellas que en el continente y el cielo parecía, más que nunca, mayor que la tierra. Grace Mavis y su acompañante no se encontraban entre los escasos pasajeros trasnochadores, al menos eso me pareció al principio, y me alegré, porque odiaba oír hablar de ellos tal como lo hacían los chismosos que había dejado en la cena. Deseaba que hubiera alguna manera de evitarlo, pero no se me ocurría otro modo que recomendarle a ella en privado que cambiara de costumbres. Eso sería muy delicado y quizá preferiría empezar por Jasper, aunque también sería delicado. En cualquier caso, podía hacérsele saber, en tono amistoso, que estaba exponiendo a la joven a la observación ajena y dejar que esa revelación fuera haciendo mella en él. Por desgracia, no estaba seguro de creer que la pareja no fuera consciente de la observación y de la opinión de los pasajeros. No eran niños; poseían cierta perspectiva social. Yo no tenía muy claros los detalles de una conducta que los había convertido (según la versión de mis buenos amigos del salón) en un escándalo para el barco porque, aunque los observaba mucho, sin duda no los había observado tan continuamente ni con tanta avidez como la señora Peck. No obstante, era probable que supieran lo que se pensaba de ellos —aquello que podrían llegar a pensar— y les diera lo mismo. Esto daba una idea de la señorita Mavis bastante cínica e incluso poco recatada; y, sin embargo, de un modo u otro, si así era no por ello me resultaba desagradable. No sé qué excusas secretas y extrañas encontraba a su favor. Al poco las necesité todas, pues cuando me encontraba a punto de bajar de nuevo, tras dar varias vueltas inquieto (sin cruzar el límite de la zona en que se permitía fumar) y aspirar un puro con ganas, reparé en un par de siluetas detrás de un bote salvavidas que descansaba en cubierta. Estaban situadas de tal manera que sólo podía verlas quien se acercara a la borda y atisbara un poco hacia un lado. Creo que no me dediqué a atisbar, pero cuando me detuve un momento junto a la borda, un objeto oscuro que salía de debajo del bote atrajo mi atención y, como vi al mirar de nuevo, era la cola del vestido de una dama. Me incliné al instante pero, incluso entonces, vi muy poco más; sin embargo eso apenas importaba, pues di por hecho de inmediato que las personas ocultas en aquel rincón tan acogedor eran Jasper Nettlepoint y la prometida del señor Porterfield. Sin duda, podía decirse que estaban ocultos y lo lamenté de veras; era una muestra de mal gusto. Inmediatamente me di la vuelta y al poco me encontré de cara con el capitán del barco. Había ya charlado con él (había tenido la bondad de invitarme a su mesa, igual que había invitado a la señora Nettlepoint y a su hijo, así como a la joven que viajaba con ellos, e incluso a la señora Peck) y había observado con placer que poseía la capacidad, no del todo común en los transatlánticos, de mezclar la cortesía con el arte de navegar.
       —No pierden el tiempo, sus amigos aquí presentes —dijo, señalando con la cabeza hacia donde me había visto mirar.
       —Bueno, no tienen mucho que perder.
       —A eso me refiero: por lo que me han dicho, ella no.
       Deseé decir algo para disculparla, pero apenas sabía qué nota tocar. Sólo pude desviar la mirada hacia la estrellada oscuridad y el mar que parecía dormido.
       —Bueno, con estas noches tan espléndidas, este tiempo perfecto, la gente está a gusto y trasnocha.
       —Sí. Necesitamos un buen vendaval —dijo el capitán.
       —¿Un buen vendaval?
       —¡Barrería las cubiertas!
       El capitán fue bastante seco y se marchó a atender sus asuntos. Me había inquietado y, en lugar de bajar, di unos pasos más. Los otros paseantes se fueron marchando de dos en dos (eran todos hombres) hasta que, al final, me quedé solo. Después, al cabo de un rato, me retiré del campo. Jasper y su compañera seguían detrás del bote salvavidas. Aunque, sin duda, yo prefería el buen tiempo, cuando bajaba me di cuenta de que, vagamente y por motivos desconocidos, tal vez ajenos al decoro, deseaba que tuviéramos temporal.
       Para decirlo en términos marinos, la señorita Mavis se presentó a formar temprano; porque a la mañana siguiente la vi subir poco después de que yo terminara el desayuno, ceremonia en la que me las arreglé para no entretenerme. Estaba sola y Jasper Nettlepoint, por casualidad, no se encontraba en cubierta para atenderla. Fui a saludarla (como siempre, iba cargada con el chal, la sombrilla y un libro) y le coloqué la tumbona cerca de la popa del barco, donde prefería estar. Pero antes de que se sentara le propuse pasear un poco y me cogió del brazo después de que yo depositara sus accesorios en la silla. La cubierta estaba vacía a aquella hora y la luz de la mañana era alegre; producía la estimulante sensación de que las condiciones eran favorables y no había obstáculos. No recuerdo de qué hablamos primero, pero ya que pensaba en estas cosas con placer y sin ningún ánimo de atormentar o poner a prueba a mi acompañante, no pude por menos de exclamar alegremente, tras un momento, igual que, como he mencionado, hice el primer día:
       —Bueno, vamos avanzando, vamos avanzando.
       —Oh, sí, cuento cada hora.
       —Los últimos días siempre pasan más rápido —dije—. Y las últimas horas…
       —Así pues, ¿las últimas horas…? —preguntó ella, porque me había callado instintivamente.
       —Ah, está uno tan contento que es casi como si hubiera llegado. Pero deberíamos agradecer que los elementos hayan sido tan clementes con nosotros —añadí—. Espero que haya disfrutado del viaje.
       Vaciló un momento.
       —Sí, mucho más de lo que esperaba —dijo finalmente.
       —¿Creía usted que sería muy malo?
       —¡Horrible, horrible!
       El tono de aquellas palabras era extraño, pero no tuve mucho tiempo para reflexionar sobre ellas porque al darme la vuelta en aquel momento vi que Jasper Nettlepoint se acercaba a nosotros. Nos separaba toda la blanca cubierta y no pude evitar mirarlo de pies a cabeza a medida que se acercaba. No sé qué hizo que en aquel momento fuera especialmente sensible a la impresión, pero me pareció que lo veía como nunca lo había visto, por dentro y por fuera, bajo la intensa luz del mar, en su totalidad moral y personal. Fue una revelación rápida e intensa; si bien sólo duró un instante, simplificó, certificó mis impresiones. Era una aparición intrínsecamente grata, con su rostro joven y guapo, con cierta falta de formalidad en el arreglo personal que, más que nadie que hubiera conocido nunca, mostraba a bordo. No tenía en absoluto aspecto de llevar ropa vieja, como acostumbra a prevalecer en los barcos, sino normal, como oí que alguien decía. Eso le daba un aire práctico y próspero, propio de un joven que saldría airoso de cualquier apuro. Esperaba sentir en el brazo que la mano de mi acompañante me soltaba, indicio de que se marchaba con él, y casi me sorprendió que no me dejara. Nos detuvimos al encontrarnos y Jasper nos deseó amablemente buenos días. Por supuesto, no tardó en oírse la observación de que teníamos otro día hermoso, cosa que lo llevó a exclamar con el tono de aquel que critica con facilidad:
       —Sí, pero piense en lo que harían otros con esto.
       —¿Otros barcos?
       —Deberíamos haber llegado ya o, como mucho, deberíamos llegar mañana.
       —Bueno, en ese caso me alegro de que no sea como los otros —dije sonriendo a la joven que llevaba del brazo. Mi observación ofrecía a la señorita Mavis la oportunidad de hacer algún comentario elogioso y a él de reiterar el suyo; pero ni Jasper ni Grace Mavis la aprovecharon. Lo que hicieron, según vi, fue mirarse un instante; tras el cual la señorita Mavis volvió los ojos en silencio hacia el mar. No hizo ningún movimiento ni pronunció ninguna palabra, con lo que logró darme la sensación de que se había vuelto, de repente, perfectamente pasiva; que, de un modo u otro, declinaba toda responsabilidad. Nos quedamos ahí de pie, delante de Jasper, y si la presión de su brazo no sugería que yo debiera soltarla, tampoco insinuaba que debíamos seguir adelante. No tenía intención de dejarla, si bien es cierto que una de las cosas que me pareció descubrir en aquel instante en la fisonomía de Jasper fue la implicación imperturbable de que ella era de su propiedad. Durante un momento nuestros ojos se encontraron y fue exactamente como si me dijera: «Sé lo que piensa pero me importa un comino». Lo que yo pensaba era que se trataba de un individuo inconmensurablemente egoísta: era eso, en definitiva, lo fundamental de la breve revelación. La juventud casi siempre es egoísta, de la misma manera que casi siempre es vanidosa y, al fin y al cabo, cuando eso se combina con la salud y la apostura, un buen físico y un buen ánimo, tiene motivos para serlo y yo lo perdono con facilidad cuando se es realmente joven. Con todo, siempre es cuestión de grados, y lo que destacaba de Jasper Nettlepoint (si uno se fijaba en esas cosas) era que su egotismo estaba lleno de dureza y que era ávido su gusto por salirse con la suya. Estos rasgos eran prósperos y desenvueltos, estaban acostumbrados a triunfar. Le gustaban mucho las mujeres; las necesitaba y aquélla era de su tipo; pero no estaba ni por asomo enamorado de Grace Mavis. Entre mis rápidas reflexiones, ésta era la más pertinente. Pasado un minuto, nuestra situación empezó a resultar incómoda, si bien él no parecía advertirlo en absoluto.
       —¿Cómo está su madre esta mañana? —pregunté.
       —Será mejor que baje usted a verlo.
       —No iré hasta que la señorita Mavis se canse de mí.
       Ésta no contestó e hice que se pusiera de nuevo en marcha. Guardó silencio unos minutos; después, de manera bastante inesperada, dijo:
       —Lo he visto a usted hablando con esa señora que se sienta a nuestra mesa, esa que tiene tantos niños.
       —¿La señora Peck? Oh, sí. He hablado con ella.
       —¿La conoce usted bien?
       —Sólo como se conoce a la gente en el mar. Se hacen amistades intrascendentes.
       —No me dirige la palabra… y podría hacerlo si quisiera.
       —Eso es justo lo que ella dice de usted, que podría hablar con ella.
       —¡Oh, si es eso lo que espera…! —dijo mi acompañante con una carcajada. Después añadió—: Vive en nuestra calle, casi enfrente.
       —Precisamente. Por ese motivo cree que usted podría darle conversación; la ha visto muy a menudo y parece saber mucho sobre usted.
       —¿Qué sabe de mí?
       —Ah, eso debe preguntárselo a ella. ¡Yo no puedo decírselo!
       —Me la igual lo que sepa —dijo mi joven dama. Al cabo de un rato, prosiguió—: Debe de haber visto que no soy muy sociable —y después, añadió—: ¿De qué se ríe?
       No había podido contener la risa, ya que lo había dicho de manera muy cómica.
       —Bueno, usted no es sociable y, sin embargo, lo es. La señora Peck, en cualquier caso, lo es también y le parecía que eso tenía que bastar para que usted iniciara la conversación.
       —Oh, no me interesa su conversación, ya sé cómo es. —No respondí, no sabía qué decir, y la joven prosiguió—: Ya sé lo que ella piensa y sé lo que dice. —Seguí en silencio, pero al poco vi que mi delicadeza había sido inútil—. ¿Da a entender que conoce al señor Porterfield?
       —No, sólo dice que conoce a una señora que lo conoce.
       —Sí, ya lo sé. La señora Jeremie. ¡La señora Jeremie es idiota!
       No estaba en situación de afirmar lo contrario y, en aquel momento, mi joven dama dijo que deseaba sentarse. La dejé en su tumbona, tras comprobar que era eso lo que prefería, y me alejé paseando. Pocos minutos después me encontré de nuevo con Jasper, el cual se detuvo y me dijo:
       —Llegaremos hacia las seis de la tarde del día undécimo, lo prometen.
       —Si nada lo impide, claro.
       —Bueno, ¿qué va a pasar?
       —¡Eso es justo lo que me pregunto!
       Y me di la vuelta y bajé las escaleras con la boba pero inocente satisfacción que me producía la idea de haberlo desconcertado.



IV

      —No sé qué hacer y debe usted ayudarme —dijo la señora Nettlepoint aquella tarde, en cuanto fui a verla.
       —Haré lo que pueda, pero ¿de qué se trata?
       —Ha venido y se ha echado a llorar. Ha estado así un buen rato. Me ha preocupado bastante.
       —¿Llorar? No parece propio de ella.
       —Exacto, y eso es lo que me ha sobresaltado. Ha venido a verme a primera hora de la tarde, como ha hecho otras veces, y hemos hablado del tiempo y de la marcha del barco, de los modales de las camareras y de pequeños lugares comunes; y entonces, de repente, en mitad de la conversación, ahí sentada, à propos[8] de nada, se ha echado a llorar. Le he preguntado qué le pasaba pero no me lo ha explicado, sólo ha dicho que no era nada, el efecto del mar, de marcharse de su casa. Le he preguntado si tenía algo que ver con su futuro, con el matrimonio; si le parecía que, a medida que se acercaba el momento, no era eso lo que deseaba su corazón; le he dicho que no debía ponerse nerviosa, que lo entendía muy bien… En definitiva, le he dicho lo que he podido. Y lo único que ha contestado era que estaba muy, muy nerviosa, pero que se le había pasado ya; y después se ha levantado de un brinco, me ha dado un beso y se ha marchado. ¿Parecía que hubiera estado llorando? —preguntó la señora Nettlepoint.
       —¿Cómo puedo saberlo, si no se quita nunca ese velo espantoso? Es como si le diera vergüenza enseñar la cara.
       —La guarda para Liverpool. Pero no me gustan estos incidentes —dijo la señora Nettlepoint—. Voy a subir.
       —¿Y ahí es donde quiere mi ayuda?
       —Oh, sí, para que me dé el brazo y esas cosas. Pero también algo más. Tengo la sensación de que va a suceder algo.
       —Eso es exactamente lo que le he dicho a Jasper esta mañana.
       —¿Y qué ha dicho él?
       —Ha puesto cara inocente, como si pensara que hablaba de la niebla o de una tormenta.
       —¡Dios no lo quiera! No es eso. Nunca volveré a ser tan buena —prosiguió la señora Nettlepoint—: Nunca dejaré que vuelvan a confiarme a una joven. Uno siempre acaba pagándolo, siempre hay complicaciones agotadoras. Lo que temo es lo que pueda suceder después de que lleguemos. Ella romperá el compromiso, habrá escenas tremendas, me meterán en medio y tendré que cuidar de ella y tenerla conmigo. Tendré que quedarme hasta que ella pueda volver, o incluso llevármela a Londres. Voyez-vous ça?[9]
       Escuché respetuosamente y después dije:
       —¿Tiene miedo de su hijo?
       —¿Miedo de él?
       —Podría decirle usted algunas cosas. Y con ese estilo que tiene usted; porque cuando quiere, tiene un estilo especial.
       —Probablemente, pero ¿cuál es mi estilo cuando trato con él? Además, ya se lo he dicho todo. Le he dicho lo fundamental: que está haciendo que se hable mucho de ella.
       —Y, por supuesto, en respuesta, él le ha preguntado cómo lo sabía usted, y usted le ha dicho que se lo he contado yo.
       —No tenía otro remedio; y dice que no es asunto suyo.
       —Me gustaría que me lo dijera a la cara.
       —Lo hará sin ningún reparo, si le da la oportunidad. Ahí es donde puede usted ayudarme. Peléese con él, a él se le da bastante bien y eso lo distraerá y lo alejará.
       —En ese caso, estoy dispuesto a discutir el asunto con él todo lo que queda de viaje.
       —Muy bien; cuento con usted. Pero le preguntará, como me ha preguntado a mí, qué demonios quiere usted que haga él.
       —Irse a la cama —contesté riendo.
       —Oh, no es broma.
       —Eso es exactamente lo que le he dicho al principio.
       —Sí, pero no se regocije. No me gusta nada la gente que se regocija. Jasper quiere saber por qué tendría que preocuparle a él que se hable de ella, si a ella misma no le importa.
       —Le explicaré a Jasper el motivo —contesté; y la señora Nettlepoint dijo que me estaría agradecidísima y repitió que quería subir.
       Esa misma tarde busqué a Jasper en la cubierta superior, pero las circunstancias no favorecieron mi búsqueda. Lo encontré: es decir, descubrí que estaba otra vez cómodamente instalado detrás del bote salvavidas con la señorita Mavis; pero me pareció que romper su comunión sería una muestra de violencia innecesaria y retrasé nuestra entrevista hasta el día siguiente. Aproveché entonces la primera oportunidad que se me ofreció, a la hora del desayuno, para que no se me escapara. Estaba en el salón cuando entré, preparándose para dejar la mesa, pero lo detuve y le pregunté si podría concederme un cuarto de hora en cubierta un poco más tarde, ya que quería decirle una cosa.
       —Oh, sí, si usted quiere —contestó, notablemente sorprendido, pero sin el menor indicio de una conciencia incómoda.
       Cuando terminé el desayuno lo encontré fumando en la zona de proa de cubierta y fui directamente al grano.
       —Voy a decirle algo que no va a gustarle nada; una pregunta que le va a parecer impertinente.
       —¿Impertinente? Vaya, qué mal.
       —Soy mucho mayor que usted y soy amigo, desde hace muchos años, de su madre. No hay nada que me guste menos que entrometerme, pero me parece que lo dicho me da cierto derecho, cierto privilegio. En cuanto al resto, mis preguntas hablarán por sí mismas.
       —¿Y por qué tantos preliminares? —preguntó el joven sonriendo.
       Nos miramos un momento a los ojos. ¡El estilo de la madre se quedaba corto en comparación con el del hijo!
       —¿Está usted dispuesto a comportarse de manera responsable?
       —¿Con usted?
       —Por Dios, no… con esa señorita. Por supuesto, hablo de la señorita Mavis.
       —Ah, sí. Mi madre me ha dicho que la tiene usted muy presente.
       —Igual que su madre… al menos, ahora.
       —Dice eso porque es buena… para hacerle un favor a usted.
       —Me haría un favor mayor si me tranquilizara. Soy consciente de que usted sabe que le he dicho a su madre que se habla mucho de la señorita Mavis.
       —Sí, pero ¿eso qué importa?
       —Importa como señal.
       —¿Señal de qué?
       —De que se encuentra en una posición falsa.
       Jasper aspiró el humo del puro con los ojos en el horizonte.
       —No sé si es asunto suyo ni qué pretende usted discutir; pero tengo claro que no es asunto mío. ¿Qué tengo yo que ver con el cotorreo con el que una pandilla de viejas se consuelan de no estar mareadas?
       —¿Le parece cotorreo que digan que la señorita Mavis está enamorada de usted?
       —Bobadas.
       —En ese caso, es usted muy desagradecido. El cotorreo de una pandilla de viejas es importante porque ella puede sospechar que existe, y las jóvenes agradables como ella son, por lo general, muy sensibles a este tipo de cosas. En ese caso, debe de tener un motivo para no prestarles atención, y la razón tal vez sea la que me he tomado la libertad de mencionarle.
       —¿Enamorada de mí en seis días? ¿Así, de repente? —preguntó Jasper, fumando.
       —Sobre gustos no hay nada escrito y seis días en el mar equivalen a sesenta en tierra. No quiero halagarlo en exceso. Por supuesto, si admite usted su responsabilidad me parecerá bien y no tendré nada que decir.
       —No entiendo a qué se refiere —prosiguió Jasper.
       —Debería haber pensado usted en eso. Está comprometida y el caballero al que está prometida la espera en Liverpool. Todo el barco lo sabe (¡y yo no se lo he dicho!) y todo el barco la está observando. Eso es impertinente, dirá usted, igual que lo soy yo, pero aquí formamos un mundo pequeño y no podemos cerrar los ojos a sus circunstancias. Así que le pregunto si está usted dispuesto a permitir que ella deje por usted al caballero que acabo de mencionar.
       —¿Por mí?
       —Si está dispuesto a casarse con ella si rompe con él.
       Jasper apartó los ojos del horizonte para volverlos hacia mí y vi en ellos una expresión extraña.
       —¿Lo envía la señorita Mavis a hacerme esta pregunta?
       —En absoluto.
       —Entonces, no lo entiendo.
       —No pregunto de parte de nadie. Sólo deseo saber lo que usted piensa.
       —Dios mío, no sé qué clase de vida cree que llevo. Esa joven puede plantearme esta pregunta en el momento en que quiera.
       —En ese caso, permita que exprese la esperanza de que lo haga. Pero ¿qué contestará usted?
       —Querido caballero, me parece que, a pesar de todos los títulos que ha enumerado, no tiene motivo para pretender que se lo diga —se dio media vuelta y exclamó sinceramente—: ¡Pobrecilla! —volvió a mirarme y, examinándome de pies a cabeza, preguntó—: ¿Y qué es lo que quiere que haga?
       —Le dije a su madre que debería usted meterse en la cama.
       —¡Métase usted, si le parece!
       En esta ocasión se marchó, y concluí con bastante pesar que el único resultado claro de mi experimento había sido, probablemente, dejar patente que ella estaba enamorada de él. Tal como había anunciado, la señora Nettlepoint subió, pero había pasado ya gran parte del día: eran casi las tres. Iba acompañada de su hijo, que la instaló en cubierta, le arregló la tumbona y los chales, comprobó que estaba protegida del sol y del viento y, durante una hora, fue muy atento. Mientras todo eso sucedía, Grace Mavis no se dejó ver ni volvió a aparecer en toda la tarde. Hasta el momento, en ninguna ocasión la había echado en falta un periodo tan largo. Jasper se marchó, pero regresaba de vez en cuando para ver cómo estaba su madre y, cuando ésta le preguntó dónde estaba la señorita Mavis, él le dijo que no tenía la menor idea. Me senté con la señora Nettlepoint cuando me lo pidió: me dijo que sabía que, si la dejaba sola, la señora Peck y la señora Gotch se acercarían a hablar con ella. Estaba nerviosa y cansada por haber tenido que hacer aquel esfuerzo, y creo que la circunstancia de que Grace Mavis hubiera elegido aquella ocasión para retirarse le sugería vagamente que le había tomado el pelo. Observó que la ausencia de la joven era muestra de su total falta de educación y que ella había sido muy bondadosa al exponerse a salir por ella de aquella manera. Era una joven vulgar y no había nada más que decir. Me daba cuenta de que la llegada de la señora Nettlepoint había acelerado la actividad especuladora de las otras señoras; la miraban desde el otro extremo de la cubierta y clavaban los ojos en ella igual que el hombre al timón clavaba los suyos en la trayectoria del barco. Era obvio que la señora Peck estaba buscando alguna vía de aproximación y la señora Nettlepoint miró para otro lado con intención de evitar ese peligro.
       —Es como decíamos —me comentó mientras estábamos allí sentados—. Esta chica es como el cubo de un pozo. Cuando yo subo, ella baja.
       —Sí, pero ha conseguido usted lo que se proponía, puesto que Jasper se ha quedado aquí.
       —¿Que se ha quedado? No lo veo.
       —Va y viene, es lo mismo.
       —Va más de lo que viene. Pero n’en parlons plus[10], no he ganado nada. No me gusta el mar… no es más que un depósito de agua enorme. No volveré a subir.
       —Me parece que ella está ahora en su camarote —dije—. Me ha dicho que tenía uno para ella sola.
       La señora Nettlepoint contestó que podía hacer lo que quisiera y yo le repetí la breve conversación que había tenido con Jasper.
       Escuchó con interés pero exclamó:
       —¡Casarse con ella! ¡Santo cielo! Me gusta el modo en que entrega a mi hijo.
       —Usted no lo aceptaría.
       —Jamás en la vida.
       —Entonces, no entiendo su posición.
       —¡Por Dios, no tengo ninguna! No es una posición a la que haya que dar aburridas vueltas.
       —¿No lo aceptaría ni siquiera en el caso que le he planteado a él? ¿Que ella creyera que la habían animado a plantar al pobre Porterfield?
       —No, no, ni siquiera en ese caso. ¿Quién sabe lo que ella cree?
       —Entonces, hace usted exactamente lo que dije: me da un buen ejemplo de inmoralidad materna.
       —¡Tonterías maternas! Ha empezado ella.
       —Entonces, ¿por qué ha subido hoy?
       —Para que usted se calle.
       A la señora Nettlepoint le sirvieron la cena en cubierta, pero yo bajé al salón. Jasper estaba allí, pero no Grace Mavis, cosa que, más o menos, esperaba. Le pregunté que había sido de ella, si estaba enferma (debió de pensar que yo era de una pertinacia innoble), y me contestó que no sabía nada. La señora Peck me habló de la señora Nettlepoint y dijo que le había interesado mucho verla; pero era una pena que no fuera más sociable. A eso contesté yo que debía perdonarla, ya que no se encontraba bien.
       —¿Quiere decir que se marea, en este estanque?
       —No, no está bien por otro motivo.
       —Me parece que ya lo adivino —dijo la señora Peck, echándose a reír. Y después añadió—: Supongo que ha subido a cuidar lo que tiene a su cargo.
       —¿A su cargo?
       —Vamos, a la señorita Mavis. Ya hemos hablado bastante de eso.
       —Bastante. No sé qué podría tener que ver. La señorita Mavis hoy no estaba en cubierta.
       —La cosa sigue adelante igualmente.
       —¿Sigue adelante?
       —Bien, es demasiado tarde.
       —¿Demasiado tarde?
       —Bien, ya verá. Habrá lío.
       No era muy tranquilizador, pero no lo conté en cubierta. La señora Nettlepoint regresó temprano a su camarote tras declarar que estaba muy cansada. No sé lo que «seguía adelante», pero Grace Mavis no apareció. Pasé tarde a desearle buenas noches a la señora Nettlepoint y me enteré de que la joven no había ido a verla. La señora Nettlepoint había enviado a la camarera a su habitación en busca de noticias, y ésta regresó diciendo que no estaba allí. Después subí a cubierta; la noche no era muy buena y estaba casi vacía. Al cabo de un momento, Jasper Nettlepoint y nuestra joven señorita pasaron juntos delante de mí.
       —¡Espero que se encuentre mejor! —exclamé a su paso.
       —¡Oh, sí! —contestó por encima del hombro—. ¡Me dolía la cabeza, pero ahora me sienta bien el aire!
       Bajé otra vez —en cubierta sólo quedábamos ellos y yo y no quería que pareciera que los estaba vigilando— y, al regresar a la habitación de la señora Nettlepoint, la encontré aún despierta (la puerta estaba abierta al pequeño pasillo).
       —¡La señorita Mavis está bien! —dije—. Está en cubierta con Jasper.
       La anciana alzó la vista del libro y me miró.
       —No sabía que llamara a eso estar «bien».
       —Bueno, eso es mejor que otras cosas.
       —¿Otras cosas?
       —Otras cosas que me daban un poco de miedo.
       La señora Nettlepoint siguió mirándome y me preguntó a qué me refería.
       —Se lo diré cuando estemos en tierra —dije.
       Al día siguiente fui a verla, a la hora habitual de mi visita matutina, y la encontré presa de una agitación considerable.
       —Han empezado ya las escenas —dijo—. Ya sabe que le dije que las veía venir. Anoche me puso usted nerviosa. No tengo ni idea de qué pretendía decirme, pero me puso nerviosa. Esta joven ha venido a verme hace una hora y he tenido el valor de decirle: «No sé por qué no iba a contarle con franqueza que he regañado a mi hijo por culpa de usted». Naturalmente, me ha preguntado qué quería decir con eso y le he dicho: «Al parecer, la pasea demasiado de un lado a otro del barco, teniendo en cuenta la situación en que está usted. Se diría que no recuerda que usted pertenece a otro. Lo considero una falta de gusto e incluso de respeto». Y eso ha provocado una explosión, se ha mostrado muy violenta.
       —¿Quiere decir que se ha enfadado?
       —No se ha enfadado exactamente, pero sí se ha puesto muy acalorada y la ha excitado mucho que yo pareciera presuponer que las relaciones con mi hijo no son las más sencillas del mundo. Puedo regañarlo tanto como quiera, eso es asunto nuestro; pero no entiende por qué se lo cuento. Y pregunta que si creo que ella permitiría que le faltara al respeto. ¡Eso no es muy halagador! Dice que la he tratado mejor y que he sido más amable con ella que la mayoría de la gente, que hay muy pocos en el barco que no se hayan mostrado ofensivos. Se alegrará de desembarcar y de estar con los suyos, con alguien sobre quien nadie tenga derecho a decir nada. ¿Qué hay en su situación que no sea perfectamente natural? ¿A qué viene hablar tanto de su posición? ¿Acaso estoy yo insinuando que se la toma demasiado a la ligera, que no piensa todo lo que debe en el señor Porterfield? ¿No creo que se siente unida a él, que cuenta las horas que faltan para verlo? Ése será el momento más feliz de su vida. Si se me ocurre pensar otra cosa, eso sólo demuestra lo poco que la conozco.
       —Debe de haber estado muy bien, me habría gustado oírla —dije—. ¿Y qué ha contestado usted?
       —Oh, me he humillado ante ella. Le he dicho que, en lo que respecta a mi hijo, sólo la acusaba de un exceso de bondad. Lo estaba ayudando a pasar el rato y él debería sentirse inmensamente agradecido. Y también que, para mí, sería un momento muy feliz cuando la entregara al señor Porterfield.
       —¿Y subirá usted hoy?
       —Claro que no. Hoy ella se portará muy bien.
       Exhalé un suspiro de alivio.
       —Bien está lo que bien acaba.
       Ese día, Jasper pasó mucho tiempo con su madre. Ésta me había dicho que, en realidad, no había tenido un momento para hablar con él de sus planes después de desembarcar. Los últimos dos o tres días de un viaje todo cambia un poco; el hechizo se ha roto ya y se producen nuevas combinaciones. Grace Mavis no apareció en cubierta ni para las comidas, y llamé la atención a la señora Peck sobre la extrema corrección con que estaba comportándose. Había pasado el día meditando y le parecía adecuado seguir meditando.
       —Ah, tiene miedo —dijo mi implacable vecina.
       —¿Miedo de qué?
       —Bueno, de que contemos historias cuando lleguemos.
       —¿A quién se refiere con ese plural?
       —Bueno, a cualquiera, en un barco como éste.
       —Bueno, pues no lo haremos.
       —Quizá no se nos ofrezca la oportunidad —dijo la temible mujercita.
       —Oh, en este momento reina la armonía universal.
       —Bueno, pero, de todos modos, tiene miedo.
       —Tanto mejor.
       —Sí, tanto mejor.
       Durante todo el día siguiente, la joven también fue invisible y la señora Nettlepoint me dijo que no había ido a verla. La camarera le había preguntado si quería recibir a la señora Nettlepoint en su camarote y Grace Mavis había contestado que estaba atestado de cosas y no podía recibir a nadie: estaba rehaciendo el baúl. Jasper compensó la devoción mostrada por su madre el día anterior y pasó gran parte del tiempo en el salón de fumar. Deseaba decirle que eso estaba mucho mejor, pero me pareció más prudente callarme. Lo cierto era que yo había empezado a sentir la emoción de la inminente llegada (estaba encantado de estar casi de regreso en mi querida vieja Europa) y tenía menos tiempo para otros asuntos. Sin duda, el lector crítico considerará que ya había dedicado demasiado tiempo al pequeño episodio del que mi historia da cuenta, pero sólo puedo decir que los acontecimientos me justificaban. Avistamos tierra, la tenue pero espléndida costa de Irlanda, hacia el atardecer, y me apoyé en la borda y la contemplé.
       —No parece gran cosa, ¿verdad? —oí que decía una voz a mi lado. Al darme la vuelta, vi a Grace Mavis. Casi por primera vez llevaba el velo recogido y me pareció muy pálida.
       —Mañana se verá mejor —dije.
       —Oh, sí. Mucho mejor.
       —Cuando se está en el mar, la primera vez que se ve tierra lo cambia todo. Siempre pienso que es como despertarse de un sueño. Es un regreso a la realidad.
       Durante un rato no contestó; después dijo:
       —Todavía no parece muy real.
       —No y, mientras tanto, en esta bonita tarde, el sueño sigue presente.
       Alzó la vista al cielo, todavía brillante, aunque la luz del sol se había ido y la de las estrellas todavía no había aparecido.
       —Sí, hace una tarde muy bonita.
       —Oh, sí. La aprovecharemos.
       Se quedó ahí un rato más, mientras el crepúsculo iba borrando la línea de la tierra más deprisa de lo que nuestro avance la definía. No dijo nada más, se limitó a mirar al frente; pero su inmovilidad alimentó en mí el deseo de decirle algo que le diera a entender mi comprensión y mi voluntad de serle útil. No se me ocurría qué decir: algunas cosas me parecían demasiado vagas y otras demasiado inoportunas. Al final, inesperadamente, pareció ofrecerme ocasión de intervenir. Sin que viniera a cuento, abruptamente, me espetó:
       —¿Me dijo usted que conocía al señor Porterfield?
       —Ah, sí… Lo traté en otros tiempos. Muchas veces he querido hablarle de él.
       Volvió el rostro hacia mí y, en la tarde cada vez más oscura, me pareció más pálido.
       —¿Y de qué serviría?
       —¡Vaya! Sería un placer —contesté alegremente.
       —¿Para usted?
       —Bueno, pues sí, digámoslo así —dije sonriendo.
       —¿Tan bien lo conoce?
       Mi sonrisa se convirtió en una carcajada y dije:
       —No es fácil soltarle discursos a usted.
       —¡No los soporto! —esas palabras salieron de sus labios con una violencia que me sorprendió; las dijo con voz alta y fuerte. Pero antes de que tuviera tiempo de pensarlo, prosiguió—: ¿Lo reconocerá cuando lo vea?
       —Me parece que sí, perfectamente —su actitud era tan extraña que no parecía posible pasarla por alto, de modo que consideré que lo mejor era comentarla de manera jocosa, así que añadí—: ¿Y usted no?
       —¡Oh, quizá tenga usted la amabilidad de señalármelo! —y se alejó deprisa. Mientras la miraba marchar, tuve la sensación singular, perversa y bastante embarazosa, de que, durante los días anteriores, y especialmente en relación con Jasper Nettlepoint, mis intervenciones la habían perjudicado. Sentí algo así como una punzada al verla sola; me sentí responsable y me pregunté por qué no podía haberme quedado al margen. Aquel día, al pasar, en más de una ocasión había visto a Jasper en el salón de fumadores, y media hora antes de esa conversación había observado, a través de la puerta abierta, que seguía en él. Jasper había estado con ella tanto tiempo que, sin él, ella tenía un aire desolado, abandonado. Sin duda, así era mejor, pero visto de modo superficial, daba cierta pena. La señora Peck me habría dicho que su separación era pura filfa, que no aparecían juntos en cubierta ni en el salón, pero que se encontraban en cualquier otro lugar. En un barco no abundan los lugares secretos; el «otro lugar» de la señora Peck habría sido vago y no sé qué licencias se había tomado su imaginación. Resultaba evidente que Jasper se había enfriado pero, como es natural, ese no era el caso de lo sucedido entre ambos ni podría serlo nunca. Más tarde, a través de su madre, conocería la versión de él, pero debo señalar que no me la creí. La pobre señora Nettlepoint sí, naturalmente. Después de que la joven se alejara, me sentía capaz de ir a buscar al muchacho y decirle: «¡Hágale un poquito de caso, sólo hasta que lleguemos! Qué más dará cuando hayamos desembarcado». Y creo que no fue el temor a que me llamara imbécil lo que me lo impidió. En cualquier caso, la vez siguiente que crucé la puerta del salón de fumadores vi que se había marchado. Esa noche hice mi visita habitual a la señora Nettlepoint, pero no la inquieté más hablándole de la señorita Mavis. La señora Nettlepoint había llegado a la conclusión de que todo estaba tranquilo y resuelto, y me parecía que ya la había preocupado y ya se había preocupado ella bastante. Dejé que disfrutara por anticipado de la llegada, puesto que esa idea se había adueñado de su pensamiento. Antes de irme a acostar, subí a cubierta y encontré allí más pasajeros que nunca a esas horas tan tardías. Jasper paseaba entre ellos a solas, pero me abstuve de unirme a él. La costa de Irlanda había desaparecido, pero la noche y el mar eran perfectos. Cuando bajé, de camino a mi camarote, me encontré a la camarera en uno de los pasillos y se me ocurrió de repente decirle:
       —¿Sabe usted por casualidad dónde está la señorita Mavis?
       —Pues a esta hora estará en su habitación, señor.
       —¿Le parece que puedo hablar con ella? —me había venido a la cabeza la idea de preguntarle por qué había querido saber si sería capaz de reconocer al señor Porterfied.
       —No, señor —dijo la camarera—. Se ha acostado.
       —Está bien —y seguí el excelente ejemplo de la joven.
       A la mañana siguiente, mientras me vestía, el camarero de mi zona del barco, vino, como de costumbre, a ver qué deseaba. Pero lo primero que me dijo fue:
       —Mal asunto, señor. Falta un pasajero.
       —¿Un pasajero? ¿Falta?
       —Una señora, señor. Creo que la conocía. La señorita Mavis.
       —¿Que falta? —exclamé, mirándolo fijamente y con expresión de horror.
       —No está en el barco. No la encuentran.
       —Entonces, ¿dónde está?
       Recuerdo la expresión extraña del camarero.
       —Bien, señor. Imagino que lo sabe tan bien como yo.
       —¿Quiere decir que ha saltado por la borda?
       —En algún momento de la noche, señor. Sin hacer ruido. Pero nadie entiende cómo no nos hemos dado cuenta. Por lo general, se ven. Debe de haber sido hacia las dos y media. Dios mío, era una mujer lista: ni siquiera hizo ruido al caer. Dicen que viajaba contra su voluntad.
       Me desplomé en el sofá, me sentía débil. El hombre siguió, tenía ganas de hablar, como los de su clase cuando tienen algo horrible que contar. Por lo general, la señorita Mavis llamaba temprano a la camarera pero aquella mañana, por supuesto, no había sonado ningún timbre. A pesar de todo, la camarera había aparecido hacia las ocho y había encontrado el camarote vacío. De eso hacía alrededor de una hora. Sus cosas estaban revueltas, las cosas que llevaba normalmente cuando subía a cubierta. La camarera pensó que la noche anterior se había comportado de manera bastante extraña, pero esperó un poco y después se marchó. La señorita Mavis no había aparecido y no apareció tampoco más tarde. La camarera empezó a buscarla: no la había visto nadie en cubierta ni en el salón. Además, no estaba vestida, al menos, para salir; toda la ropa estaba en la habitación. Había otra señora mayor, la señora Nettlepoint, seguro que yo la conocía, con la que estaba algunas veces, pero la camarera había ido a verla y sabía que la señora Mavis no se había acercado a ella aquella mañana. La camarera había hablado con él y habían mirado sin hacer ruido, habían buscado por todas partes. Un barco es un sitio muy grande, pero cuando se llega al final y no se encuentra a una persona es que no está. Resumiendo: había pasado una hora y no tenían noticias de la joven, lo que hacía pensar que quizá no se tuvieran nunca. La guardia no podía dar razón de ella, pero seguro que sí podrían los peces del mar, ¡pobrecilla! Naturalmente, la camarera y él habían pensado enseguida en ir a hablar con el médico, y el médico había ido inmediatamente a hablar con el capitán. Al capitán no le gustó, nunca les gustaba. Pero intentaría que no se hablara de ello, siempre lo hacían así.
       Cuando conseguí recobrar la compostura y ponerme, de un modo u otro, el resto de la ropa, me enteré de que no se había informado todavía a la señora Nettlepoint, a menos que la camarera se lo hubiera dicho en los últimos minutos. Su hijo, el joven caballero del otro lado del barco, lo sabía (tenía el otro camarero): mi criado lo había visto salir de su camarote y subir corriendo, justo antes de venir a verme. Había subido, estaba seguro; no había ido al camarote de la señora. Recuerdo que, cuando el camarero me lo contó, tuve una rara visión: la imagen de Jasper Nettlepoint, loco de remordimiento, saltando por la borda con agilidad juvenil. Me apresuro a añadir que semejante incidente no se produjo y no contribuyó con su horror a la misteriosa y trágica decisión de la pobre Grace Mavis. Lo que siguió fue triste, pero sólo puedo describirlo someramente. Cuando llegué a la puerta de la señora Nettlepoint, estaba allí en bata de cama; la camarera acababa de decírselo y salía a toda prisa a llamarme. Hice que regresara al camarote y le dije que iba en busca de Jasper. Fui a por él pero no di con él; en parte porque, al principio, en realidad fui en busca del capitán. Encontré a este personaje muy escandalizado, pero no me dio esperanza alguna de que estuviéramos equivocados, y su disgusto, expresado con franqueza de marino, zanjó definitivamente la cuestión. Desde cubierta, donde me limité a dar una vuelta, vi la luz de otro día de verano, la costa de Irlanda, verde y cercana, y el mar, de un color más hermoso que nunca. Cuando volví a bajar, Jasper ya había vuelto; se había ido a su camarote y su madre estaba allí con él. Allí se quedó hasta que llegamos a Liverpool: no lo volví a ver. Su madre, al cabo de un rato y a petición suya, lo dejó solo. Todo el mundo salió a cubierta a ver tierra y charlar sobre nuestra tragedia; pero la pobre señora pasó el día, muy abatida, en su habitación. Me pareció intolerablemente largo. Pensaba en el borroso Porterfield y en la perspectiva de tener que enfrentarme a él al día siguiente. Naturalmente, ahora me daba cuenta de por qué me había preguntado ella si lo reconocería; había delegado tácitamente en mí cierta agradable misión. Evité a la señora Peck y a la señora Gotch: no me sentía capaz de hablar con ellas. Pude hablar o, por lo menos, conversé un poco con la señora Nettlepoint, pero con demasiadas reservas por ambas partes para que fuera de ningún consuelo, porque preveía que de ningún modo sería oportuno mencionar a Jasper. Me vi obligado a dar por hecho, con mi silencio, que él no tenía nada que ver con lo que había sucedido; y, por supuesto, nunca llegué a saber qué había tenido que ver. El secreto de lo sucedido entre él y la extraña joven que habría sacrificado su matrimonio por él a pesar de que se conocían tan poco sigue guardado en su pecho. Su madre, lo sé, llamó a su puerta de vez en cuando, pero él se negó a dejarla entrar. Esa noche, para comportarme con cierta humanidad y sin pensarlo mucho, le dije al camarero que fuera a verlo y le preguntara si deseaba verme, y el sirviente regresó con una respuesta que repitió con franqueza: «¡Ni por asomo!». Al parecer, Jasper estaba casi tan escandalizado como el capitán.

       En Liverpool, en el muelle, cuando arribamos, subieron veinte personas a bordo, pero yo ya había distinguido al señor Porterfield desde lejos. Miraba hacia arriba, desde el costado del gran barco, con la decepción escrita en el rostro (o eso me pareció), decepción al no ver a la mujer que amaba inclinada sobre la borda, agitando un pañuelo en dirección a él. Todo el mundo lo miraba, todo el mundo (su identidad se difundió al instante) menos ella, y me preguntaba si no se daría cuenta. Aunque en otros tiempos había sido delgado, se había convertido en un hombre casi obeso. La distancia entre nosotros se fue reduciendo —primero apareció en la pasarela y después en cubierta, con los agentes de aduanas, que avanzaban a empujones— demasiado pronto para mi ecuanimidad. Sin embargo, salí a su encuentro al instante, le tendí la mano y lo saqué de allí, aunque me di cuenta de que tenía la sensación de no haberme conocido nunca. Hasta pasado el tiempo no pensé que aquello era un poco estúpido por su parte. Me lo llevé lejos (fui consciente de que la señora Peck y la señora Gotch nos miraron al pasar), hasta el salón de fumar, que olía a cerrado; no dijo nada, lo que me pareció propio de él. Tuve que hablar yo primero; ni siquiera me alivió preguntándome: «¿Pasa algo?». Primero le dije que estaba enferma. Fue un momento horrible.



N. del T.:

[1] Casa de comidas.

[2] Juventud de las Escuelas (de Bellas Artes).

[3] Ella no sabe comportarse.

[4] Corazón de madre.

[5] Siempre es una ventaja.

[6] Estas señoritas.

[7] Sin prisa, sin pausa.

[8] Sin que viniera a cuento.

[9] ¿Se da cuenta?

[10] No hablemos más de eso, no le demos más vueltas.



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