Henry
James
(1843-1916)
La edad madura (1893)
(“The Middle Years”)
Originalmente publicado en Scribner’s Magazine (mayo de 1893);
Terminations
(Londres: William Heinemann, 1895, 260 págs.)
Aquel
día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz
en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en
el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos
tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de
ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que
se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y
los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth
es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero
ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero
rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que
él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose
con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un
recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las
coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido
por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado
cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor,
desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería,
como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí
mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para
él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como
lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la
vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto
más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones
humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas.
Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas,
sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su
enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que
estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una
repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de
verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una
reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano
demasiado bien cómo luciría.
Ese aplazamiento tuvo
como vaga causa adicional, al cabo de un rato, a un grupo de tres
personas —dos mujeres y un joven— a quienes, más abajo que él, se
veía avanzar errabundos, juntos y al parecer callados, a lo largo de la
arena de la playa. El joven tenía la cabeza inclinada hacia un libro y
de vez en cuando se quedaba parado por el hechizo que sobre él ejercía
ese volumen que, como percibía Dencombe incluso a esa distancia, tenía
una cubierta chillonamente roja. Entonces, sus compañeras, un poco por
delante, lo esperaban a que las alcanzara, hurgando en la arena con sus
sombrillas y mirando alrededor el cielo y el mar, paladinamente
conscientes de la belleza del día. A aquellas cosas el joven del libro
se mostraba ajeno aún más paladinamente; retrasándose, fascinado,
absorto, era motivo de envidia para un observador a quien se le había
mar chitado toda candidez de su relación con la literatura. Una de las
mujeres era voluminosa y entrada en años; la otra exhibía la delgadez
de una contrastante juventud y de una situación social seguramente
inferior. La mujer voluminosa transportaba la imaginación de Dencombe
hacia la época de la crinolina; tenía un sombrero en forma de
champiñón, adornado con un velo azul, y la portadora del mismo, en su
agresiva imponencia, parecía aferrarse a una moda desvanecida y aun a
una causa perdida. Al cabo su compañera sacó de entre los pliegues de
un mantón una cojeante silla portátil, que desplegó rápidamente y de
la cual tomó posesión la mujer voluminosa. Este acto, junto con algo
en los movimientos de la una y de la otra, instantáneamente
caracterizó a las ejecutantes —éstas actuaban para recreo de
Dencombe— como matrona opulenta y como humilde señorita de
compañía. Por lo demás, ¿de qué servía ser un novelista probado si
no se era capaz de establecer las relaciones personales existentes entre
tales figuras? Como por ejemplo: la imaginativa teoría de que el joven
era hijo de la matrona opulenta, y de que la humilde señorita de
compañía, hija de clérigo o de funcionario, abrigaba una secreta
pasión por él. ¿No era visible eso por el modo como ésta última se
había deslizado furtivamente detrás de su benefactora para volver la
vista hacia donde él se había permitido quedarse completamente quieto
en tanto su madre se sentaba a descansar? Ese libro era una novela;
tenía la llamativa tapa de las ediciones económicas, y él, mientras
el romanticismo de la vida quedaba desdeñado a su lado, se perdía en
el romanticismo de la biblioteca circulante. Maquinalmente se trasladó
a donde era más blanda la arena, y se dejó caer en ella para acabar el
capítulo a sus anchas. La humilde señorita de compañía, desalentada
por la inaccesibilidad masculina, erraba, con la cabeza martirizadamente
gacha, en otra dirección, y la señora descomunal, contemplando las
olas, ofrecía una borrosa semejanza con una máquina voladora caída en
pedazos.
Cuando empezó a
desinteresarlo este espectáculo, Dencombe se acordó de que tenía, a
fin de cuentas, otro pasatiempo aguardándolo. Aunque tanta celeridad
fuera infrecuente por parte de su editor, él ya podía extraer del
envoltorio su obra “más reciente”, quizá su obra última y final.
La cubierta de La edad madura era certeramente llamativa, el
aroma de las rozagantes páginas era el mismísimo olor de la beatitud;
pero, de momento, él no pasó de ahí, habiéndose percatado de una
rara alienación. Se le había olvidado de qué trataba su propio libro.
El último ataque de su vieja dolencia, de la cual había venido
ilusamente a protegerse a Bournemouth, ¿había quizá interpuesto un
vacío absoluto respecto de lo que había precedido al mismo? Había
finalizado la corrección de galeradas antes de salir de Londres, pero
la posterior quincena en cama había pasado una esponja sobre los
matices. No habría podido salmodiarse a sí propio una sola de sus
frases, ni podía dirigirse a ninguna determinada página con curiosidad
o seguridad. Se le había ido su tema, quedándole apenas una conjetura.
Lanzó un sordo gemido al respirar el frío de su vacío absoluto: éste
parecía tan desesperadamente representar la culminación de un
siniestro proceso. Las lágrimas visitaron sus apacibles ojos: algo
precioso se había evaporado. Tal había sido la congoja más punzante
de unos cuantos años a esta parte: la sensación de la mengua del
tiempo, de la reducción de las oportunidades; y lo que ahora notaba no
era tanto que estuviera escapándosele su última oportunidad, cuanto
que ya se le había escapado del todo. Aunque había hecho todo lo que
podía, aún no había hecho lo que quería. Ése era el desgarro: que,
virtualmente, su carrera había llegado a su término: era tan violento
como una mano brutal en la garganta. Se levantó nerviosamente de su
asiento, cual criatura invadida por el pavor; luego, en su debilidad,
tornó a arrellanarse y abrió tembloroso la novela. Era un solo
volumen: él prefería los volúmenes únicos, aspirando a una
concisión exquisita. Se puso a leer, y poco a poco, en esa ocupación,
fue sintiéndose tranquilizado y serenado. Todo principió a volver a su
mente, pero volvía con asombro; volvía, sobre todo, con una belleza
elevada y radiante. Leyó su propia prosa, pasó sus propias páginas,
y, sentado allí, con el sol de primavera en sus hojas, sintió una
peculiar e intensa emoción. Su carrera se había terminado, sin duda,
pero, al menos, se había terminado con aquello.
Durante su enfermedad
había olvidado el trabajo del año pasado... pero lo que más había
olvidado era que fuese tan extraordinariamente bueno. Volvió a
zambullirse en su narración, y fue arrastrado a sus profundidades, como
por mano de una sirena, hasta donde flotan extraños temas silenciosos
en el tenue mundo sumergido de la ficción, la gran cisterna esmaltada
del arte. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento.
Seguramente su propio talento nunca se había mostrado tan acendrado
como en aquella ocasión. Sus ineptitudes seguían allí, pero lo que
también seguía allí, para su percepción, aunque probablemente,
¡ay!, para la de nadie más, era la maña con que en la mayoría de los
casos las había remontado. En el sorprendido goce de esa su destreza,
entrevió un posible indulto. De seguro que su fuerza aún no estaba
agotada; en ella todavía quedaba vida y servicio. No le había venido
fácilmente, había llegado de modo tardío y esquivo. Era hija del
tiempo, nutrida por la dilación; él había luchado y sufrido por ella,
realizando incontables sacrificios, y ahora que la misma había madurado
de veras, ¿iba a cesar de producir, iba a declararse brutalmente
derrotada? Para Dencombe hubo una infinita satisfacción en sentir, como
jamás anteriormente, que la pertinacia vincit omnia. El
resultado producido en su librito era, sin saber muy bien cómo, un
resultado que había rebasado sus propósitos conscientes; no parecía
sino que él hubiera plantado su genio, se hubiera fiado de su método,
y ellos hubieran crecido y florecido con esta bonanza. No obstante,
aunque el logro había sido genuino, el proceso había sido bastante
trabajoso. Lo que tan intensamente veía hoy, lo que sentía como un
cuchillo clavado en sus entrañas, era que sólo ahora, en el tramo
final, había llegado a la plena posesión de su capacidad. Su
desarrollo había sido anormalmente lento, casi grotescamente paulatino.
La experiencia lo había estorbado y retardado y, durante luengos
períodos, él no había hecho sino buscar el camino a tientas. Se le
había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su
arte. Por fin el arte había llegado, pero había llegado detrás de
todo lo demás. A ese ritmo, una sola existencia era demasiado corta:
sólo lo bastante larga para reunir material, de tal guisa que, para
fructificar, para hacer uso de ese material, era menester una segunda
existencia, una prórroga. Por esa prórroga fue por lo que suspiró el
pobre Dencombe. Hojeando las últimas páginas de su libro se dolió:
—¡Ah, quién tuviera
otra oportunidad! ¡Ah, qué no daría yo por una ocasión mejor!
Las tres personas a
quienes había observado en la arena se habían esfumado y luego habían
reaparecido: ahora estaban subiendo por un sendero, una subida
artificial y cómoda, que conducía a lo alto del acantilado. A mitad de
dicho caminito se hallaba el banco de Dencombe, en un saliente
resguardado, y, en este instante, la señora voluminosa, persona maciza
y heterogénea, de agresivos ojos oscuros y simpáticas mejillas
coloradas, resolvió tomarse unos momentos de descanso. Llevaba unos
largos guantes que se le habían manchado y unos inmensos pendientes de
diamantes; al principio pareció vulgar, pero contradijo esa expectativa
con un tono afablemente desenvuelto. Mientras sus acompañantes se
quedaban aguardando de pie por ella, extendió sus faldas en el otro
extremo del banco de Dencombe. El joven llevaba gafas de aros dorados, a
través de los cuales, con el dedo aún metido en su libro de cubierta
roja, lanzó una ojeada al volumen, encuadernado en la misma tonalidad
del mismo color, que descansaba sobre el regazo del primer ocupante del
banco. Luego de un instante, Dencombe creyó comprender que al joven lo
sorprendía la similitud, que había reconocido el sello dorado en la
tela carmesí, que él también estaba leyendo La edad madura, y
que después tomaba conciencia de que había alguien más que iba a la
par que él. El desconocido se sentía desconcertado, tal vez incluso
una pizca contrariado, al descubrir no ser la única persona que había
tenido la ventura de que le llegara a las manos uno de los primeros
ejemplares. Los ojos de los dos lectores se encontraron un momento, y a
Dencombe le hizo gracia la expresión de la mirada de su competidor o
incluso, podría inferirse, de su admirador. Con ella confesaba cierta
ofensa, semejaba decir: “¡Por todos los diablos, ¿ya lo tiene
éste?! ¡Claro que será uno de esos estomagantes críticos literarios!”
Dencombe escondió de la vista su ejemplar mientras la matrona opulenta,
irguiéndose tras su descanso, prorrumpía en un:
—¡Ya experimento lo
bien que sienta este aire!
—Yo no puedo afirmar
lo mismo —dijo la señorita angulosa—. Yo me noto muy decaída.
—Yo me noto
enormemente hambrienta. ¿Para qué hora ha solicitado usted el
almuerzo? —continuó su protectora.
La joven desvió hacia
su compañero la pregunta:
—El almuerzo lo
encarga siempre el doctor Hugh.
—Hoy no he encargado
nada: voy a hacerla seguir un régimen —dijo su compañero.
—En ese caso, me voy a
mis habitaciones a dormir. Qui dortdine!
—Les rogaría que me
excusaran un rato. ¿Puedo dejarla en manos de la señorita Vernham? —preguntó
el doctor Hugh a su compañera de más edad.
—¿No confía el
doctor Hugh en USTED? —preguntó ésta traviesamente.
—¡No demasiado! —osó
declarar la señorita Vernham, mirando hacia el suelo—. Usted debe
venir con nosotras, por lo menos hasta nuestro alojamiento —siguió,
en tanto que la señora a quien parecían rendir pleitesía comenzaba a
reanudar la subida. Dicha señora ya se había apartado un tanto del
alcance de sus voces; no obstante, habida cuenta de la presencia de
Dencombe, la señorita Vernham se volvió menos claramente audible a fin
de quejársele al joven—: ¡Creo que no es usted consciente de todo lo
que le debe a la condesa!
Indiferentemente, por un
instante, el doctor Hugh dirigió hacia ella la refulgencia de la dorada
montura de sus gafas:
—¿Es ésa la
impresión que le doy? ¡Me hago cargo, me hago cargo!
—Es rematadamente
buena con nosotros —insistió la señorita Vernham, obligada, ante la
inmovilidad de su interlocutor, a seguir allí a despecho de estar
comentando asuntos privados. ¿De qué habría servido que Dencombe
fuera sensible a los matices si no hubiese sido capaz de detectar en esa
inmovilidad del joven una extraña influencia por parte del callado
convaleciente anciano de la capa de paño escocés? De pronto la
señorita Vernham pareció darse cuenta de una tal motivación, pues
luego de un instante agregó—: Si lo que usted quiere es tomar el sol
aquí, puede regresar después de acompañarnos hasta el hotel.
Ante esto, el doctor
Hugh titubeó, y Dencombe, pese a su deseo de simular que no se daba
cuenta de nada, se arriesgó a mirarlo solapadamente. Con lo que de
hecho acertaron ahora a encontrarse sus ojos fue, por parte de la
señorita, con una extraña mirada fija, vidriosa por naturaleza, que
hizo que el aspecto de la misma le recordara un personaje (no consiguió
evocar su nombre) de alguna obra teatral o algún relato novelesco:
alguna siniestra institutriz o solterona trágica. Ella parecía
escudriñarlo, desafiarlo, decirle, con una indiscriminada ojeriza: “¿Por
qué tiene usted que interferir en nuestros asuntos?” En ese mismo
momento les llegó desde arriba la voz de la condesa, con sustancioso
humor:
—¡Vengan, vengan,
corderitos míos, tienen que ir detrás de su vieja bergère!
Ante esto la señorita
Vernham se apartó para reanudar la ascensión, y el doctor Hugh, tras
otra silenciosa apelación a Dencombe y un instante de visible
demoranza, depositó su ejemplar en el banco, como para guardarse el
sitio e incluso como señal de que regresaría, y procedió a subir sin
dificultad por la zona más arriscada del acantilado.
Inocentes e infinitos
por igual son los placeres de la observación y los recreos deparados
por la afición a analizar la vida. Al pobre Dencombe, ocioso en su
reservada exposición al viento, lo divirtió pensar que estaba
esperando una revelación de algo que estaba en lo recóndito de un
joven espíritu selecto. Con intensidad miró el ejemplar en el otro
extremo del banco, pero no lo habría tocado ni por todo el oro del
mundo: le venía bien tener una teoría que no hubiera de exponerse a
refutación. Ya se sentía mejor de su melancolía; según su
acostumbrada forma de expresarlo, ya había asomado la cabeza por la
ventana. La efímera presencia de una condesa podía animar la fantasía
cuando, como la mayor de las damas que acababan de retirarse, era tan
visible como la giganta de una troupe. Verlo todo detalladamente, no
cabía duda, era lo terrible; ver cosas de modo fragmentario, en contra
de una opinión generalmente expresada, era el refugio, era la medicina.
No era dable que el doctor Hugh fuese sino un crítico que estaba de
acuerdo con editores o periódicos para recibir ejemplares de los libros
recientes. Este personaje reapareció al cabo de un cuarto de hora, con
patente alivio al encontrar que Dencombe seguía allí y con un brillo
de dientes blancos en una cohibida aunque generosa sonrisa. Quedó
visiblemente decepcionado ante el eclipse del ejemplar que no era el
suyo: había un pretexto menos para poder hablar con el desconocido.
Pero habló con el desconocido, pese a ello: blandió su propio ejemplar
y principió a conversar requiriendo:
—¡Haga el favor, si
tiene usted posibilidad de escribir sobre esta obra, de decir que es lo
mejor que su autor ha creado hasta ahora!
Dencombe respondió con
una carcajada: eso de “hasta ahora” lo divertía tanto, hacía tan
extensa avenida de lo futuro. Y, mejor aún, resultaba que el joven lo
tomaba a él por un crítico. Sacó La edad madura de debajo de
la capa, pero instintivamente reprimió toda actitud delatora de su
paternidad. En parte se debió a que siempre resulta ridículo llamar la
atención sobre la obra propia.
—¿Es eso lo que va a
escribir usted mismo? —le inquirió a su visitante.
—No estoy muy seguro
de que yo vaya a escribir nada. Por lo regular no escribo; me limito a
disfrutar en paz. Pero el libro es rematadamente bueno.
Durante un momento,
Dencombe sostuvo un breve debate consigo mismo. Si su interlocutor
hubiera empezado a vituperarlo, él habría confesado al instante su
verdadera identidad; pero no había nada malo en incitarlo un poco a
alabar. Lo incitó con tal exito que, en cuestión de instantes, su
nuevo conocido, sentado a su vera, confesaba con abierta franqueza que
las novelas de Dencombe eran las únicas que era capaz de leer por
segunda vez. Él había llegado el día anterior de Londres, donde un
amigo suyo, periodista, le había prestado su ejemplar de la más
reciente de ellas: el ejemplar enviado a la redacción del diario y que
ya había sido objeto de una “gacetilla” que a buen seguro (por
prejuzgar que no quedara) se había tardado exactamente un cuarto de
hora en redactar. Insinuó que sentía vergüenza de su amigo y, en lo
que concernía a una novela que requería y ofrecía estudio, de tamaña
conducta ordinaria; y con su propia apreciación fresca, y su inusitado
deseo por expresarla, prontamente llegó a ser para el pobre Dencombe
una extraordinaria, una deliciosa aparición. El azar había puesto al
fatigado literato cara a cara con el más ferviente admirador que cabía
suponerle entre la generación joven. Para ser exactos, este admirador
era desconcertante: era tan raro caso toparse con un joven médico
hirsuto —parecía un fisiólogo alemán— devoto de la forma
literaria. Era una casualidad, pero más feliz que la mayoría de las
casualidades, conque Dencombe, no menos solazado que confundido, se
entregó media hora a hacer hablar a su visitante mientras él guardaba
silencio. Justificó su propia posesión adelantada de La edad madura
aludiendo a su amistad con el editor, el cual, sabiendo que él estaba
en Bournemouth por motivos de salud, había tenido con él ese grato
detalle. Dencombe reveló haber estado enfermo, pues el doctor Hugh lo
habría adivinado de modo inevitable; incluso llegó a preguntarse si no
podría esperar alguna “orientación” sanitaria por parte de alguien
que aunaba un entusiasmo tan rutilante y una presumible familiaridad con
los medicamentos ahora en boga. Quizá perturbara un poco la confianza
de Dencombe el tener que tomarse en serio a un médico que era capaz de
tomárselo tan en serio a él mas le había caído en gracia este
efusivo joven moderno y sintió con aguda punzada que aún habría cosas
que hacer en un mundo donde se ofrecían tan extrañas mezclas. No era
cierto lo que había tratado de creer en pro de la renuncia: que todas
las combinaciones estaban ya agotadas. No lo estaban, no, no lo estaban,
eran innúmeras; el agotamiento estaba sólo en el desventurado artista.
El doctor Hugh era un
fisiólogo ardiente saturado del espíritu de la época; o sea, acababa
de licenciarse; pero era original y polifacético, y hablaba como un
hombre que de buena gana habría preferido dedicarse a la literatura. Le
habría gustado crear frases hermosas, pero la Naturaleza le había
rehusado el don. Algunas de las mejores frases de La edad madura
lo habían impresionado sobremanera, y se tomó la libertad de
leérselas a Dencombe en refuerzo de su argumentación. El doctor Hugh,
en el aire perfumado, se tornó vívido al sentir de su compañero, para
cuyo profundo consuelo parecía haber sido enviado; y con especial ardor
se aplicó a describir cuán recientemente había tenido conocimiento
de, y cuán instantáneamente se había entusiasmado con, el único
novelista que había logrado poner carne entre las costillas de un arte
que se moría de hambre a fuerza de timideces y dogmatismos. Aún no le
había escrito: lo contenía un sentimiento de respeto. En ese instante,
Dencombe se congratuló más que nunca de no haber concedido jamás su
tiempo a los fotógrafos. La actitud de su visitante le prometía un
gran obsequio de comunicación, mas barruntó que, para el doctor Hugh,
gozar de cierta continuidad en su comunicación dependía no poco de la
condesa. Dencombe no tardó en enterarse de con qué clase de condesa se
las habían, así como del tipo de vínculo que unía entre sí al
insólito trío. La señora voluminosa, inglesa de nacimiento e hija de
un barítono célebre, cuya afición, aunque no su talento, ella había
heredado, era viuda de un aristócrata francés y dueña de todo lo que
quedaba de la extensa fortuna, fruto de las ganancias paternas, que
había constituido su propia dote. La señorita Vernham, criatura
extraña pero consumada pianista, estaba vinculada a ella por un sueldo.
La condesa era desbordante, excéntrica, muy suya: viajaba con una
trovadora y un médico de cabecera. Ignorante y abrumadora, sin embargo
tenía momentos en que resultaba casi irresistible. Dencombe la vio como
posando para un retrato en el generoso bosquejo que le hacía el doctor
Hugh, y notó cómo se formaba en su propia mente la imagen de la
relación que con ella mantenía su joven amigo. Dicho joven amigo, para
ser representante de una nueva psicología, resultaba muy fácil de
sugestionar, y aunque se puso anormalmente locuaz, ello no fue sino un
signo de auténtico sometimiento. En consecuencia, Dencombe hacía con
él lo que quería aun sin darse a conocer como Dencombe.
Al ponerse enferma en un
viaje por Suiza, la condesa lo había conocido en un hotel, y el azar de
que él le cayera bien la movió a ofrecerle, con su imperiosa
generosidad, unas condiciones que no pudieron menos que deslumbrar a un
galeno aún sin clientela y cuyos recursos se habían consumido en sus
estudios. No era la manera de pasar el tiempo que él habría escogido,
pero era un tiempo que pasaría pronto, y, mientras tanto, ella era
sumamente amable. Ella exigía constante atención, pero era imposible
que no agradara. Él suministró toda clase de pormenores acerca de su
pintoresca paciente, un “caso” como nunca había habido otro, que
padecía, relacionado con su sofocada obesidad, y además de la veta
morbosa de una voluntad violenta y sin objetivo, un grave trastorno
orgánico; pero enseguida tornó a hablar de su bienamado novelista —a
quien tuvo la felicísima inspiración de describir como más
esencialmente poeta que muchos de quienes vivían de versificar— con
su celo que había sido excitado, como igualmente lo había sido toda su
ausencia de reserva, por la afortunada circunstancia de la simpatía de
Dencombe y la coincidencia de lo que ambos estaban leyendo. Dencombe
confesó conocer personalmente un poco al autor de La edad madura,
pero no se sintió tan preparado como habría querido cuando su
compañero —quien nunca hasta entonces había visto a un ser tan
privilegiado— empezó ávidamente a solicitarle detalles. Incluso
pensó que la mirada del doctor Hugh en aquel momento delató una
vislumbre de sospecha. Pero el joven estaba demasiado inflamado para ser
perspicaz, y abría una y otra vez el libro para exclamar “¿Se ha
fijado usted en esto?” o “¿No lo impresionó soberanamente esto
otro?”
—Hay un pasaje
hermosísimo hacia el final —espetó, y tornó a echar mano del libro.
Según volvía las hojas tropezó con otra cosa distinta, y Dencombe lo
vio mudar de color súbitamente. El joven había cogido el ejemplar de
Dencombe, que estaba sobre el banco, en lugar del suyo, y al punto su
vecino adivinó la razón de su sobresalto. Por un instante el doctor
Hugh se quedó muy serio; a renglón seguido dijo—: ¡Observo que ha
estado usted retocando el texto!
Dencombe era un
apasionado del corregir, un obseso del estilo; lo último a que llegaba
era a una forma definitiva para él mismo. Su ideal habría sido
publicar anónimamente, y luego, en el texto publicado, entregarse a sus
revisiones maníacas, desautorizando siempre la primera edición y
empezando para la posteridad, y aun para los pobrecillos coleccionistas,
con la segunda. Esa mañana su lápiz había punzado en La edad
madura una docena de burbujas. Lo sorprendió el efecto sobre él
mismo del reproche del joven: por un momento lo hizo mudar ahora a él
de color. Se puso, en todo caso, a tartamudear imprecisamente; luego, a
través de una neblina de conciencia en reflujo, vio la extrañada
mirada del doctor Hugh. Tuvo tiempo únicamente para darse cuenta de que
estaba a punto de caer enfermo otra vez: todas estas emociones, la
excitación, la fatiga, el calor del sol, el influjo del aire, se
habían confabulado para jugarle una mala pasada, hasta el punto de que,
tendiendo la mano hacia su compañero con una exclamación de
sufrimiento, perdió por completo el sentido.
Posteriormente supo que
se había desmayado y que el doctor Hugh lo había llevado al hotel en
un cochecillo cuyo cochero, que merodeaba por los aledaños en pos de
clientes, acertó a recordar haberlo visto casualmente en el jardín del
mismo. Había recobrado el sentido durante el trayecto, y en la cama,
aquella tarde, tuvo una vaga remembranza del joven rostro del doctor
Hugh, cuando estaba junto a él, inclinado sobre él con una sonrisa
reconfortante que expresaba algo más que una mera sospecha de su
verdadera identidad. Esta identidad ya no podía ser negada, y por eso
se sintió aún más pesaroso y dolido. Había sido temerario, había
sido estúpido, había salido a pasear demasiado prematuramente, se
había quedado afuera demasiado prolongadamente. No habría debido
ponerse al alcance de desconocidos, habría debido llevar consigo a su
criado. Sintió como si hubiera caído en una sima demasiado honda para
poder avistar el menor retazo de cielo. Estaba en confusión sobre el
tiempo transcurrido; recogía los fragmentos para hacerlos casar. Había
visto a su médico, el de verdad, el que lo había atendido desde el
principio, y que de nuevo se había mostrado amabilísimo. Su criado
entraba y salía de puntillas, poniendo cara de que él ya se lo había
esperado todo por anticipado. Más de una vez dijo algo sobre aquel
joven caballero tan inteligente. Lo demás era vaguedad, cuando no
desesperación. Empero, la vaguedad era explicable teniendo en cuenta
sus sueños, angustias en sopor, de las que finalmente emergió para
percibir nítidamente un cuarto oscuro y la luz de una tamizada vela.
—Volverá a estar del
todo bien; ahora sé todo lo referente a usted —dijo cerca de él una
voz, que reconoció como la de un hombre joven. Entonces le retornó a
la memoria su encuentro con el doctor Hugh. Todavía estaba
excesivamente desmayado para bromear sobre ello, pero pudo percatarse,
al cabo de no demasiado, de que era intenso el interés de su visitante
por él.
—Por supuesto no puedo
asistirlo profesionalmente: usted tiene su propio médico, con quien ya
he hablado y que es excelente —siguió el doctor Hugh—. Pero debe
permitirme que venga a verlo en calidad de buen amigo. Simplemente he
entrado a echarle un breve vistazo antes de acostarme. Va usted
marchando óptimamente, pero menos mal que estaba yo junto a usted en el
acantilado. Vendré a visitarlo mañana temprano. Me gustaría poder
hacer algo por usted. Quiero hacer todo lo posible.
—Usted ha hecho
muchísimo por mí.
El joven extendió la
mano, posándola sobre él, y el pobre Dencombe, percibiendo débilmente
esa cálida presión, se limitó a seguir allí tendido y aceptó su
devoción. No podía menos; necesitaba demasiado una ayuda.
La idea de la ayuda que
necesitaba le estuvo muy presente aquella noche, que pasó en despierta
calma, con una intensidad de pensamientos que fue como una reacción
contra sus horas de estupor. Estaba perdido, estaba perdido, estaba
perdido si no había la posibilidad de salvarlo. No temía al
sufrimiento, a la muerte; ni siquiera estaba enamorado de la vida; pero
había tenido una profunda manifestación de deseo. Durante esas largas
horas calladas se percató de que sólo con La edad madura había
alzado el vuelo; sólo aquel día, visitado por procesiones silenciosas,
había identificado su reino. Había tenido una revelación de su
alcance. A lo que temía era a que su reputación hubiera de
fundamentarse en algo incompleto. No era de su pasado sino de su futuro
de lo que propiamente quería ocuparse. La enfermedad y la vejez se
aparecían ante él como espectros de ojos despiadados: ¿cómo iba a
sobornar a tales augures para que le concedieran una nueva oportunidad?
Ya había tenido la única oportunidad que pueden tener los seres
humanos: había tenido la oportunidad consistente en poder vivir. Muy
tarde cayó dormido, y cuando despertó, el doctor Hugh estaba sentado
junto a su cabecera. En él, a estas alturas, ya había algo de
agradablemente íntimo.
—No vaya a pensar que
he suplantado a su médico —dijo—; actúo con su consentimiento. Él
ha estado aquí y lo ha visto. Extrañamente, parece confiar en mí. Le
he contado cómo nos conocimos usted y yo ayer por casualidad, y
confiesa que tengo una prerrogativa peculiar.
Dencombe lo miró con
seriedad especulativa:
—¿Cómo lo ha
arreglado con la condesa?
El joven se arreboló un
poco, pero se rió:
—¡Oh, no se preocupe
por la condesa!
—Me dijo usted que era
muy exigente.
El doctor Hugh guardó
silencio unos momentos.
—Sí que lo es —dijo.
—Y la señorita
Vernham es una intrigante.
—¿Cómo sabe eso?
—Yo lo sé todo. ¡Hay
que saberlo todo para poder escribir decentemente!
—Creo que es una loca
—precisó el doctor Hugh.
—Bien, pero no se
pelee con la condesa; en la actualidad le es de gran ayuda a usted.
—No me peleo —repuso
el doctor Hugh—. Pero no me entiendo bien con las mujeres tontas. –Enseguida
agregó—: Usted parece muy solo.
—Eso pasa mucho a mi
edad. He sobrevivido, pero he tenido pérdidas por el camino.
El doctor Hugh vaciló;
pero al fin, superando su leve escrúpulo, inquirió:
—¿A quién ha
perdido?
—A todos.
—¡Ah, no! —protestó
el joven, poniéndole una mano sobre el brazo.
—Tuve esposa, tuve un
hijo. Mi esposa murió al nacer mi hijo, y a mi hijo, cuando aún iba al
colegio, se lo llevaron unas fiebres tifoideas.
—¡Ojalá hubiese
estado yo allí! —dijo con sinceridad el doctor Hugh.
—¡Bueno, está usted
aquí! —respondió Dencombe con una sonrisa que, a pesar de la
penumbra, traslució cuánto le gustaba su posibilidad de estar seguro
del paradero de su acompañante.
—Usted habla de su
edad extrañamente. No es usted viejo.
—¿Hipócrita tan
pronto?
—Digo
fisiológicamente.
—Así es como he
estado hablándome a mí propio en los últimos cinco años, y eso
exactamente es lo que me decía. ¡Y es que sólo cuando somos viejos
comenzamos a decirnos que no lo somos!
—Pero yo también me
digo a mí propio que soy joven —declaró el doctor Hugh.
—¡Y no sabe usted tan
bien como yo con cuánta razón! —se rió el paciente, cuyo visitante
desde luego admitió el hecho en cuestión, a juzgar por la rotundidad
con que trocó su razonamiento de partida, comentando que debía de ser
uno de los encantos de la vejez —por lo menos si se poseía una alta
distinción el sentir que uno se ha esforzado y ha triunfado. El doctor
Hugh empleó la manida expresión sobre el haberse ganado el descanso, y
con ella hizo que, por un momento, el pobre Dencombe casi se irritara.
Sin embargo, éste se rehízo para explicar, con suficiente claridad,
que si él mismo, por desdicha, no conocía nada de tal bálsamo, sin
duda era porque había malgastado años preciosos. Desde el principio se
había consagrado a la literatura, mas había tardado toda una vida en
ponerse a la altura de ese arte. Sólo en aquel momento, al fin, había
empezado a entender; así que lo hecho hasta ahora no había sido sino
un conjunto de movimientos ingobernados. Había madurado demasiado tarde
y tenía un temperamento tan torpe que únicamente había logrado
aprender a fuerza de errores.
—En ese caso, yo
prefiero sus capullos a las rosas abiertas de los demás, y sus errores
a los aciertos de los demás —dijo galantemente el doctor Hugh—. Lo
admiro por sus errores.
—Feliz usted: usted no
discierne —le replicó Dencombe.
Consultando su reloj, el
joven se había levantado; dijo a qué hora de la tarde regresaría.
Dencombe lo amonestó para que no se comprometiera con tanta exactitud,
y nuevamente exteriorizó todo su miedo de estar haciéndolo descuidar a
la condesa, de estar quizá haciéndolo incurrir en su disgusto.
—Quiero ser como
usted: ¡quiero aprender a fuerza de errores! —repuso riendo el doctor
Hugh.
—¡Tenga cuidado de no
cometer uno demasiado grave! De todas suertes, regrese —añadió
Dencombe, con el atisbo de una nueva idea.
—¡Debería usted
tener más vanidad! —El doctor Hugh hablaba como si supiera cuál era
la dosis exacta requerida para hacer normal a un literato.
—No, no; sólo
debería tener más tiempo. Quiero otra oportunidad.
—¿Otra oportunidad?
—Quiero una prórroga.
—¿Una prórroga? —El
doctor Hugh repetía otra vez las palabras de Dencombe, que, por lo
visto, lo habían impresionado.
—¿No comprende?
Quiero más de eso que se llama vida.
El joven, en son de
despedida, había tomado la mano del paciente, la cual aferró la suya
propia con cierta fuerza. Se miraron intensamente un momento.
—Usted tiene ganas de
vivir —dijo el doctor Hugh.
—No sea frívolo.
¡Esto es demasiado serio!
—¡Usted vivirá! —afirmó
el visitante de Dencombe, tornándose pálido.
—¡Ah, así está
mejor! —Y mientras el doctor se retiraba, el enfermo se recostó
agradecido, con acuitada risa.
Todo aquel día y la
noche inmediata se preguntó si no se podría conseguir eso. Volvió su
médico habitual, su criado estuvo muy atento, pero fue a su joven
confidente y amigo a quien se encontró solicitando mentalmente. Su
desmayo en el acantilado estaba plausiblemente explicado, y se prometía
su restablecimiento para el futuro, a condición de una prudencia más
rigurosa; mientras tanto, empero, la fijeza de sus meditaciones lo
mantenía inmóvil y lo tornaba indolente. La idea que lo trabajaba no
era menos absorbente por tratarse de una mera fantasía enfermiza. Ahí
estaba un inteligente hijo de la época, ingenioso y apasionado, que
daba la casualidad de haberlo considerado digno de la veneración de los
buenos degustadores. Este servidor de su altar estaba investido de toda
la nueva sabiduría de la ciencia y de toda la vieja reverencia de la
fe; por consiguiente, ¿no podría poner su conocimiento al servicio de
su empatía y su habilidad al servicio de su cariño? ¿No se podía
confiar en que él inventaría un remedio para un pobre artista a cuyo
arte había rendido homenaje? Si no se podía, la alternativa era
penosa: Dencombe habría de capitular ante el silencio, sin ser ni
vindicado ni intuido. El resto del día y todo el día siguiente
jugueteó en secreto con esa dulce y fútil preocupación. ¿Quién
obraría para él el milagro sino el joven que podía combinar tanta
lucidez con tanta pasión? Pensó en los cuentos de hadas científicos y
se embelesó hasta olvidar que buscaba una magia que no era de este
mundo. El doctor Hugh era una aparición sobrenatural, y eso mismo
significaba que estaba por encima de las leyes naturales. Este iba y
venía mientras su paciente, incorporado en la cama, lo seguía con ojos
anhelantes. El interés de haber conocido al gran autor había hecho que
el joven hubiese vuelto a empezar La edad madura, pues aquel
hecho lo ayudaría a encontrar mayor riqueza de sentido en sus páginas.
Dencombe le había desvelado qué era lo que había “intentado”; el
doctor Hugh, pese a toda su inteligencia, había sido incapaz de
percatarse de ello en una primera lectura. La desconcertada celebridad
se preguntó entonces quién en el mundo sería capaz de percatarse; por
enésima vez le hizo gracia el modo cabal y craso en que podía
malentenderse una “intención”. Sin embargo, no estuvo dispuesto a
ponerse a vilipendiar indiscriminadamente la mentalidad común, por
consolador que ello hubiera sido en el pasado: la revelación que había
tenido de su propia torpeza semejaba convertir toda estupidez en algo
sagrado.
Algún tiempo después,
el doctor Hugh se mostró visiblemente agitado, terminando por confesar,
ante las preguntas, un motivo de preocupaciones en su vida “doméstica”.
—Siga unido a la
condesa, no se preocupe por mí —dijo Dencombe, repetidamente; pues su
acompañante fue suficientemente explícito sobre la actitud de la
voluminosa señora. Era tan celosa que había caído enferma: la
ofendía tamaño quebrantamiento de la fidelidad debida. Pagaba tanto
por la lealtad de él que había de tenerla entera: le negaba el derecho
a mostrar otras simpatías, lo acusaba de maquinar para dejarla morir
sola, pues innecesario era comentar para cuán poco servía ante una
emergencia la señorita Vernham. Al manifestar el doctor Hugh que la
condesa ya se habría marchado de Bournemouth si él no la hubiese hecho
quedarse en cama, el pobre Dencombe le apretó el brazo más fuerte y
dijo con determinación—: Llévesela sin pérdida de tiempo.
Habían salido juntos
hasta el abrigado rincón donde, tan recientemente, se habían conocido.
El joven, que había dado apoyo con su propia persona a su acompañante,
declaró con énfasis que sentía limpia su conciencia: podía montar
dos caballos a la vez. ¿Acaso no soñaba, para su porvenir, con una
época en que tendría que montar a la vez quinientos? Con parejo anhelo
de virtud, Dencombe contestó que en esa edad dorada ningún paciente
pagaría para contratarle su exclusiva atención. Por parte de la
condesa, ¿no era lícito su absolutismo? El doctor Hugh lo negó,
diciendo que no había habido ningún contrato, sino únicamente un
acuerdo amistoso, y que para un espíritu libre era imposible un
servilismo sórdido; por si fuera poco, le gustaba hablar de arte, y
ése fue el tema en que entonces, sentados los dos juntos en el banco
soleado, trató primordialmente de involucrar al autor de La edad
madura. Dencombe, volviendo a elevarse un poco con las débiles alas
que le prestaba la convalecencia y obsesionado todavía por esa
esperanzadora idea de un salvamento organizado, encontró un nuevo
filón de elocuencia en defender la causa de una cierta y esplendorosa
“manera final”: la ciudadela misma, como se demostraría, de su
reputación, la fortaleza en que iba a congregarse su verdadero tesoro.
Mientras su oyente le concedía toda la mañana y el gran mar tranquilo
semejaba detenerse a escuchar, él tuvo un maravilloso rato de
explicación. Incluso a su propio juicio estuvo él inspirado al
describir en qué consistiría su tesoro: los metales preciosos que
excavaría de la mina, las raras joyas, los collares de perlas que
colgaría de las columnas de su templo. Estuvo prodigioso a su propio
ver, por la densidad con que se agolparon sus convicciones; pero más
prodigioso estuvo al ver del doctor Hugh, quien le aseveró, no
obstante, que las mismísimas páginas que había publicado
recientemente estaban ya incrustadas de gemas. No por ello dejó de
anhelar el joven las combinaciones venideras, y, poniendo por testigo al
hermoso día, le renovó a Dencombe el compromiso de que su profesión
se haría responsable de otorgarle tal vida. Entonces, de pronto, se
llevó velozmente la mano al bolsillo del reloj y solicitó venia para
ausentarse media hora. Dencombe esperó allí a que regresara, mas por
último lo hizo volver a la realidad la aparición de una sombra humana
en el suelo. La sombra resultó ser la de la señorita Vernham, la
damisela de compañía de la condesa; al reconocerla, Dencombe se dio
tan clara cuenta de que venía a hablar con él, que se levantó del
banco y permaneció así para agradecerle semejante cortesía. Lo cierto
es que la señorita Vernham no se mostró especialmente cortés:
parecía extrañamente atribulada y ahora su carácter era inequívoco.
—Perdone que le
pregunte —dijo— si será demasiado esperar que sea posible
persuadirlo para que deje tranquilo al doctor Hugh. —Y luego, antes de
que Dencombe, hondamente turbado, pudiera protestar, agregó—: Debe
usted saber que está estorbándolo, que puede ocasionarle un perjuicio
terrible.
—¿Quiere decir dando
motivo para que la condesa prescinda de sus servicios?
—Haciéndola
desheredarlo. —Ante esto, Dencombe quedó pasmado, y la señorita
Vernham prosiguió, gustosa de comprobar que era capaz de producir toda
una impresión—: Ha dependido de él obtener algo muy conveniente. Ha
tenido unas perspectivas magníficas, pero creo que usted ha logrado
echarlas a perder.
—No a sabiendas, se lo
aseguro. ¿No hay esperanzas de que se pueda enmendar el desaguisado?
—preguntó Dencombe.
—Ella estaba dispuesta
a hacer cualquier cosa por él. Le entran prontos, se deja ir; es su
forma de ser. No tiene parientes, es libre de disponer a su gusto de su
dinero, y está muy enferma.
—Lamento muchísimo
saberlo —balbució Dencombe.
—¿No le sería
posible a usted marcharse de Bournemouth? Es eso lo que he venido a
pedirle.
El pobre Dencombe se
dejó caer en el banco:
—Yo también estoy muy
enfermo, ¡pero lo intentaré!
La señorita Vernham
siguió allí inmóvil con sus descoloridos ojos y la brutalidad de su
buena conciencia.
—¡Antes de que sea
demasiado tarde, se lo ruego! —dijo; y tras esto le volvió la espalda
para desaparecer de su vista, deprisa, como si hubiera sido un asunto al
que no hubiese podido consagrar más que un minuto de su precioso
tiempo.
Ah, claro, después de
aquello, Dencombe se sintió muy enfermo, naturalmente. La señorita
Vernham lo había trastornado con sus vehementes noticias feroces: para
él había sido un choque por demás duro descubrir lo que estaba en
juego para un joven sin dinero y de excelentes cualidades. Se quedó
temblando en su banco, mirando fijamente la inmensa extensión del agua,
sintiéndose deshecho por aquel golpe directo. De cierto que estaba
demasiado débil, demasiado vacilante, demasiado asustado; pero haría
el esfuerzo de marcharse, pues no estaba dispuesto a cargar con la
culpabilidad de interferir, y realmente estaba en entredicho su honor.
Se volvería tambaleante a su alojamiento, en cualquier caso, y entonces
pensaría qué hacer. Volvió al hotel y, por el camino, tuvo una
vislumbre caracterizadora del motivo fundamental del comportamiento de
la señorita Vernham. La condesa odiaba a las mujeres, por supuesto,
Dencombe lo veía clarísimo; así que la desposeída pianista carecía
de esperanzas personales y sólo podía consolarse con el audaz plan de
ayudar al doctor Hugh, ora fuera para casarse con él después de que
él obtuviese el dinero, ora para inducirlo a reconocer el derecho de
ella a una recompensa, que él pagaría para quitársela de encima. Si
ella se había portado con él como amiga en una crisis fecunda, él
verdaderamente se sentiría obligado a no olvidarse de ella, como hombre
de delicadeza, y ella sabía qué esperar sobre esa base.
En el hotel, el criado
de Dencombe se empeñó en que su señor volviera a la cama. El enfermo
había hablado de coger un tren y había empezado a impartir órdenes
para hacer las maletas; tras lo cual sus alterados nervios sucumbieron a
una sensación de desfallecimiento. Consintió en ver a su médico, al
cual se mandó inmediatamente a buscar, mas deseó que se entendiera
bien que su puerta estaba irrevocablemente cerrada para el doctor Hugh.
Se había forjado un plan, que era tan espléndido que se regocijó con
él después de volverse a la cama. El doctor Hugh, encontrándose
desdeñado repentina e inmisericordemente, renovaría su vasallaje a la
condesa por natural disgusto y para alegría de la señorita Vernham.
Cuando llegó su médico, Dencombe se enteró de que tenía fiebre y de
que eso era preocupante: había de cultivar la calma y procurar no
pensar, si le era posible. Durante el resto del día trató de conseguir
la estupidez; pero hubo una aflicción que lo mantuvo lúcido: la del
probable sacrificio de su “prórroga”, el punto final de su
trayectoria. Su consejero médico estaba cualquier cosa menos contento:
las sucesivas recaídas eran un mal augurio. Lo exhortó a obrar con
mano dura y quitarse de la cabeza al doctor Hugh: ello contribuiría
sumamente a su tranquilidad. Ese intranquilizador nombre no volvió a
ser pronunciado en su cuarto, pero su tranquilidad era tan sólo temor
reprimido, y quedó puesta en peligro por un telegrama, recibido a las
diez de esa noche, que su criado abrió y le leyó y que llevaba la
firma de la señorita Vernham junto a una dirección de Londres. “Imploro
use toda influencia para hacer nuestro amigo reunirse con nosotras
mañana por la mañana. Condesa muchísimo peor por terrible viaje, pero
todo puede salvarse aún.” Las dos mujeres habían hecho de tripas
corazón y aquella tarde habían sido capaces de una rencorosa revuelta.
Se habían dirigido a la capital, y aunque la de más edad, como
comunicaba la señorita Vernham, estaba muy enferma, deseaba dejar claro
que era no menos inexorable. El pobre Dencombe, que no era inexorable y,
sinceramente, sólo quería que todo “se salvara”, envió ese
mensaje directamente al alojamiento del joven, y a la mañana siguiente
tuvo la alegría de saber que éste se había ido de Bournemouth en un
tren temprano.
Dos días después, el
doctor Hugh entró arrolladoramente en la habitación con un ejemplar de
una revista literaria en la mano. Había vuelto porque lo trabajaba un
gran afán de tener noticias suyas y por el placer de mostrarle la
grandiosa recensión de La edad madura. Ahí por fin había algo
apropiado, a la altura de la ocasión: era una aclamación, una
reparación, un deseo por parte de la crítica de poner al autor en la
hornacina que limpiamente se había ganado. Dencombe lo aceptó y se
sometió: no hizo objeciones ni preguntas, pues habían retornado viejos
achaques y había pasado dos días atroces. Estaba convencido no sólo
de que ya nunca volvería a levantarse de la cama, de modo que era
perdonable dejar entrar a su joven amigo, sino también de que sería
muy poco lo que requeriría de la paciencia de quienes lo atendían. El
doctor Hugh había estado en Londres, y en sus ojos trató Dencombe de
encontrar alguna señal de que la condesa se había apaciguado y de que
el heredamiento estaba a buen recaudo; mas lo único que en los mismos
pudo ver fue la luz de su juvenil alegría por dos o tres frases de la
revista. Dencombe no se hallaba en condiciones de leerlas, pero cuando
su visitante se empecinó en repetírselas más de una vez, fue capaz de
hacer un gesto negativo con la cabeza sin dejarse embriagar:
—¡Ah, no son ciertas,
pero lo habrían sido referidas a lo que pude hacer!
—Lo que alguien “pudo
hacer” es primordialmente lo que en realidad hizo —objetó el doctor
Hugh.
—Primordialmente sí,
¡pero yo he sido todo un idiota! —dijo Dencombe.
El doctor Hugh se
quedó; se aproximaba raudamente el desenlace. Dos días después,
Dencombe le comentó, a título del más endeble de los chistes, que ya
no habría segunda oportunidad que valiese. Ante esto el joven lo miró
con fijeza; seguidamente exclamó:
—¡Pero sí la ha
habido, sí la ha habido! ¡La segunda oportunidad ha sido para el
público, la oportunidad de encontrar un modo de abordarlo a usted, de
encontrar la perla!
—¡Ah la perla! —suspiró
desasosegado el pobre Dencombe. Una sonrisa tan fría como un atardecer
invernal se insinuó en sus contraídos labios al añadir—: ¡La perla
es lo que quedó sin escribir, la perla es lo que no tiene impurezas, lo
ausente, lo perdido!
Desde ese momento estuvo
cada vez menos lúcido, a ojos vistas inconsciente de lo que acaecía a
su alrededor. Su enfermedad era decididamente letal, de unos efectos tan
implacables, tras la breve tregua que le había permitido confraternizar
con el doctor Hugh, como una vía de agua en un gran buque. Hundiéndose
constantemente, aunque su visitante, hombre de extraños recursos, ahora
cordialmente aprobados por su médico, mostraba infinita pericia en
defenderlo del dolor, el pobre Dencombe no se percataba de atenciones ni
de descuidos, ni traslucía síntomas de sufrimiento o de
agradecimiento. Pero hacia el final sí dio una señal de haberse
percatado de que había habido dos días en que el doctor Hugh no había
aparecido por su cuarto, señal que consistió en abrir de improviso los
ojos para preguntarle si había pasado ese paréntesis con la condesa.
—La condesa ha muerto
—dijo el doctor Hugh—. Yo ya sabía que en unas circunstancias dadas
no resistiría. He ido para visitar su tumba.
Los ojos de Dencombe se
abrieron más:
—¿Le ha dejado a
usted “algo muy conveniente”?
Al joven se le escapó
una risa casi demasiado frívola para hallarse en una habitación de
agonía.
—Ni un penique. Me
maldijo en redondo.
—¿Lo maldijo? —musitó
Dencombe.
—Por abandonarla. La
abandoné por usted. Tuve que elegir —explicó su acompañante.
—¿Eligió usted dejar
escapar una fortuna?
—Elegí aceptar las
consecuencias de mi entusiasmo, cualesquiera que fueren —sonrió el
doctor Hugh. Luego, como una ocurrencia todavía más jocosa, agregó—:
¡Al diablo la fortuna! Es culpa de usted si no puedo olvidarme de sus
obras.
El tributo inmediato a
su humorada fue un largo gemido azorado; tras del cual, durante muchas
horas y muchos días, Dencombe quedó postrado, sin movimiento y como
ausente. Una respuesta tan radical, semejante vislumbre de un resultado
definitivo y semejante sensación de reconocimiento actuaron
conjuntamente en su ánimo y, desencadenando una extraña conmoción,
alteraron y transfiguraron su desesperación lentamente. Lo abandonó la
sensación de fría sumersión, pareció flotar sin esfuerzo. Este
incidente fue extraordinario como aviso, y arrojó una luz más intensa.
En su postrer momento, él le hizo una seña al doctor Hugh para que lo
escuchara, y, cuando éste estuvo arrodillado junto a su almohada, lo
hizo acercarse mucho.
—Usted me ha
convencido de que es todo una vana ilusión.
—No su gloria, mi
querido amigo —balbució el joven.
—No mi gloria... ¡lo
que haya de ella! La verdadera gloria consiste en ... en haber sido
puesto a prueba, haber tenido una pequeña calidad y haber ejercido un
pequeño hechizo. Lo importante es haber conseguido que alguien se
sintiera interesado. Ocurre que usted está loco, pero ello no afecta
esta verdad.
—¡Usted es un gran
triunfo! —dijo el doctor Hugh, imprimiéndole a su joven voz toda la
vibración de unas campanas de boda.
Dencombe se quedó
asimilándolo; luego hizo acopio de fuerzas para hablar otra vez:
—Una segunda
oportunidad: ésa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una.
Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos.
Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión.
Todo lo demás no es sino la demencia del arte.
—Aunque haya usted
dudado, aunque haya desesperado, siempre ha “logrado” —alegó
finamente su visitante.
—He logrado alguna que
otra cosilla —concedió Dencombe.
—Alguna que otra
cosilla lo es todo. Es lo factible. ¡Es USTED!
—¡Cuán conmovedor!
—suspiró irónicamente el pobre Dencombe.
—Pero es la pura
verdad —insistió su amigo.
—Es la pura verdad. La
frustración es lo que no cuenta.
—La frustración es
tan sólo un hecho de la vida —dijo el doctor Hugh.
—Sí, es lo que
desaparece. —Al pobre Dencombe apenas si se lo oyó, pero con sus
palabras había sellado el final definitivo de su primera y única
oportunidad.
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