Henry James
(1843-1916)

Flickerbridge
(“Flickerbridge”, 1902)
Originalmente publicado en Scribner’s Magazine (febrero de 1902)
The Better Sort (Lo más selecto), 1903



I

       Frank Granger había llegado de París para pintar un retrato, un encargo que le había hecho, en su calidad de joven compatriota con futuro, cuyas primeras obras algún día se cotizarían bien, una dama neoyorquina, amiga de su familia y también, casualmente, de Addie, la joven con la que, según se afirmaba y se negaba simultáneamente en público, estaba comprometido. Tal como declaraban otras muchachas de París —que compartían con ellos el pequeño mundo transatlántico de los estudiosos del arte—, la pareja había alcanzado en «varias ocasiones» un compromiso firme. Sin embargo, aquello era asunto suyo; la última fase de la relación, en las fechas más recientes, se había diluido en la nada; tal vez, incluso, daba la impresión de que, al tiempo que eran inescrutables para sus amigos, tampoco eran del todo cristalinos el uno con el otro o consigo mismos. En cualquier caso, lo que le había sucedido a Granger con el retrato era que el esposo de la señora Bracken, la dama deseosa de ser su modelo, cuyo regreso a Estados Unidos era inminente, había llamado a ésta súbitamente a Londres, donde estaba ocupado con negocios urgentes, pero ella deseaba que el desplazamiento no interrumpiera las sesiones.
       El joven, atendiendo a sus peticiones, la había seguido a Inglaterra, había aprovechado todo lo que ella había podido darle y se las había apañado con un pequeño estudio que le había prestado un pintor londinense con el que había congeniado unos años antes en el atelier[1] francés que entonces acogía, y seguía acogiendo en aquellos momentos, a tantos de los suyos.
       La capital británica le pareció un mundo extraño y gris, donde la gente, en más de un sentido, andaba iluminada por una luz tenue; pero él era, por fortuna, de tal talante que la impresión, cuando ésta se producía, nunca lo decepcionaba, e incluso lo peor le proporcionaba tanto entretenimiento como lo mejor. Además, la señora Bracken lo cedió a otras personas y, mientras en los días de abril la oscuridad iba atenuándose, se encontró con el consuelo de verse comprometido con un par de nuevos modelos. Eso lo dejó sin trabajo durante más de otro mes, pero, mientras tanto, como él decía, vio muchas cosas: muchas cosas sobre las que, con frecuencia y con muchos recursos expresivos, escribía a Addie. Ella también escribía a su amigo ausente, pero breves fragmentos, y hacía ya tiempo que él había aceptado las razones de Addie para tal escasez. Ella tenía otro juego para su pluma, igual que, afortunadamente, otra remuneración; una colaboración regular con un «destacado periódico bostoniano», contactos esporádicos con diarios tal vez, ellos mismos, también esporádicos, y, sobre todo, tenía el pensamiento absorto, en ocasiones, hasta excluir todo lo demás, en el estudio del relato breve. Este último era su principal interés desde dos o tres años después de que él se concentrara en el misterio de Carolus[2]. Sin duda, Addie estaba más inmersa en sus asuntos de lo que él lo había estado nunca, y él había terminado por aceptar la sensación de que, para avanzar, ella navegaba con más trapo. Hasta aquel momento, Granger no había prestado especial atención a lo poco que había progresado él en su carrera, pero el modo en que Addie había avanzado —y, evidentemente, seguiría haciéndolo— estaba, por así decirlo, en boca de todos. Había publicado treinta relatos y nueve artículos descriptivos. Los tres o cuatro retratos que él había pintado de gruesas señoras americanas —eran todas gruesas, todas señoras y todas americanas— hacían un pobre papel comparados con esos triunfos; especialmente desde el momento en que Addie había empezado a insinuar que ya era hora de que volvieran a su país. En el mundo transatlántico parisino surgía una y otra vez la idea de que América se había vuelto más interesante desde su partida. Addie prestaba atención a aquel rumor y, tan llena de conciencia como lo estaba de buen gusto, patriotismo y curiosidad, con frecuencia se lo había propuesto francamente en un tono que él, que era neoyorquino, reconocía como el énfasis típico de Nueva Inglaterra.
       —La verdad es que no estoy segura de que seamos del todo justos con nuestro país, ¿sabes?
       Granger tenía la sensación de que lo sería el día —si éste llegaba alguna vez— en que pudiera casarse con ella irrevocablemente. Ningún otro país podría haber dado semejante fruto.



II

      Pero, mientras tanto, en Londres, aconteció que Granger cayó con gripe y en el estado de abatimiento que de ésta se deriva. El ataque fue breve pero agudo: si se hubiera prolongado, sin duda Addie habría acudido en su ayuda; en realidad, como otra plaga resultado de la primera. Las bondadosas damas que posaban para él —las señoras de cabello rizado, pendientes de brillantes y mentones de recia tendencia— depositaban a la puerta de su alojamiento flores, sopa y cariño, de modo que, con su ayuda, pudo salir adelante; pero la convalecencia fue lenta y su debilidad, desproporcionada con lo amortiguado del golpe. Lo superó, pero quedó maltrecho; le cansaba pintar, tenía la sensación de que había estado enfermo un mes. Paseaba por Kensington Gardens cuando debería estar trabajando; se sentaba en sillas de a penique y meditaba, perdiéndose en sus ensoñaciones, impotente. Addie deseaba que regresara a París, pero se le ofrecían, al alcance de la mano, una serie de oportunidades a las que, en su opinión, tenía juicio suficiente para no renunciar. Le habría gustado ir a pasar una semana junto al mar, le habría gustado ir a Brighton; pero tenía que terminar con la señora Bracken: la señora Bracken no tardaría en embarcar. Consiguió terminarla a tiempo, la víspera del día fijado para iniciar una empresa todavía mayor: la circunvalación de la señora Dunn. La señora Dunn lo esperó, como estaba previsto, y él se sentó delante de ella, sintiendo, sin embargo, antes de levantarse, que debía aspirar profundamente como paso previo al ataque. No obstante, esa noche, mientras se preguntaba cuál sería el mejor lugar para volver a llenar los pulmones, le llegó de Addie, que había recibido de la señora Bracken tristes noticias de él, una comunicación que, además de demostrar un interés repentino y sorprendente, aludía directamente a su caso.
       Su amiga le escribía animada por la emoción de haber descubierto, de un día para otro, la existencia de un pariente nuevo, una vieja prima, una dama de vida recluida, única superviviente de «la rama inglesa de la familia», que todavía residía en Flickerbridge, la «antigua casa solariega», y con la cual, con el fin de que él pudiera trasladarse al instante a una zona tan propicia para un cambio de aires, había ya hecho los arreglos pertinentes para ponerlos, como decía, en contacto. Para ser breves, de todo aquello salió que Granger se encontró en contacto con ella casi en el momento mismo de leer la carta: hasta el punto de que, no habían pasado veinticuatro horas y ya había entablado correspondencia con la señorita Wenham de Flickerbridge. Y al segundo día estaba ya en el tren, instalado para un trayecto de cinco horas hasta la puerta de aquella mujer afable que, de manera tan repentina y cordial, había decidido depositar en él su confianza, y de la que, la misma víspera, no había oído hablar jamás. Todo aquello era raro —el incidente entero lo era— y, durante el viaje, desde el rincón de su compartimento, tuvo tiempo de analizar en qué medida. Pero tenía la sensación de que la sorpresa, la incongruencia, no podía sino aumentar a medida que se acercaba. Era ya muy raro, a la luz de su experiencia reciente —o, mejor dijo, debido a la ausencia de luz—, que un ser tan complejo como Addie tuviera un sencillo lazo insular; pero era más raro todavía que lo tuviera desde hacía tanto tiempo y no le hubiera sacado partido por desconocimiento. No haberlo aprovechado, utilizado, explotado o, como mínimo, no haberlo mencionado —y, tal vez, incluso escrito sobre ello— suponía una oportunidad perdida, cosa que, debido a su formación, haría que Addie se estremeciera de espanto. En cualquier caso, estaba claro que ahora lo aprovechaba: lo utilizaba, lo explotaba y, sin duda, lo mencionaba; y, sí, era muy probable que también estuviera escribiendo sobre todo aquello. En resumidas cuentas, no cabía duda de que Addie estaba satisfaciendo un viejo anhelo y él podía sentirse contento con lo que hacía, tal como lo animaba el resto de los hechos, narrados de manera sucinta en una carta procedente de París que había recibido la misma mañana de su partida.
       Se trataba de la historia singular de una separación brusca —en una buena casa inglesa—, sucedida años atrás. Un honorable ciudadano británico, de la más respetable clase media, cuando era muy joven, a principio de los años cuarenta, en Dresde, donde lo habían enviado a aprender alemán mientras desempeñaba un empleo en la contaduría de un tío, conoció, admiró y cortejó a una joven americana, debidamente atractiva, domiciliada en aquel período con sus padres y hermana, igualmente atractiva, en la capital sajona. Casó con ella, la llevó a Inglaterra y allí, tras varios años de armonía y felicidad, la perdió. Tras su fallecimiento, la hermana en cuestión fue a visitarlo a él y a su hijito, lo que hizo surgir entre ambos algo que terminó por definirse como un sentimiento irresistible. El viudo, cediendo a un nuevo compromiso y una nueva respuesta, y encontrándose ante la necesidad de esta nueva unión, sin embargo tuvo que enfrentarse a las leyes de su país, contrarias a semejante matrimonio. Y si bien en su país tales uniones se veían con el ceño fruncido, en el de su cuñada se contemplaban con una sonrisa, de manera que a su alcance estaba la solución. Obligado a elegir entre dos lealtades, abandonó la que parecía menos próxima y, en definitiva, trasladó sus posibilidades a un aire más favorable. El lazo se ató, para la pareja, en Nueva York, donde, para proteger la legitimidad de los hijos que pudieran llegar, se instalaron y prosperaron. Llegaron los hijos y una de las hijas, tras crecer y casarse a su vez, se convirtió, si Frank no se equivocaba, en la madre de su Addie, la cual se había visto privada de ella en la infancia debido a su fallecimiento, y la había criado, aunque sin excesivas tensiones, una madrastra, personaje repetido en esta historia.
       La brecha producida en Inglaterra por el odioso acto, tal como allí se consideraba, del abuelo de la niña, no había dejado de crecer, tanto más cuanto que por el lado americano no se había hecho nada para cerrarla. Se había instalado la frialdad y sólo la indiferencia había podido detener la hostilidad. Por consiguiente, y por fortuna, sobrevino la oscuridad y crecieron unos primos totalmente separados. A ambos lados del golfo infranqueable, de la cortina impenetrable, cada rama había ido echando hojas, y en la vegetación del lado americano ninguna señal o síntoma, según percibía Granger con claridad, indicaba que se echara de menos el clima o el entorno originales. El injerto en Nueva York había prendido y Addie era, de modo inconfundible, una flor de intenso colorido. Por otra parte, en Flickerbridge o cualquier otro lugar, por extraño que pareciera, el tallo paterno había tenido una fortuna relativamente magra, si bien es cierto que, en el sentido más vulgar del término, ninguno de los dos lados había alcanzado la fortuna. Los parientes cercanos de Addie eran tan pobres como numerosos, y Granger deducía que las pretensiones de riqueza por parte de la señorita Wenham no eran tantas que pudiera achacarse a ellas sus deseos de recuperar el parentesco. En cualquier caso, el linaje original había ido menguando, y nuestro joven recibió la oportuna advertencia de que le parecería tímida y solitaria. Lo sorprendente era que, en esas condiciones, deseara, soportara recibirlo. Pero aquello era una historia muy distinta, que resultaría perfectamente inteligible cuando la comprendiera. Granger sostenía las cartas de Addie, excepcionalmente copiosas, sobre el regazo; las examinaba de vez en cuando; seguía los hilos.
       De vez en cuando contemplaba el ameno paisaje inglés, una acuarela de abril pintada con maravillosa amplitud. Conocía el equivalente francés y el americano, pero nunca había visto la versión inglesa. La veía ya como el extraordinario marco de la señorita Wenham. La hija del médico de Flickerbridge, con anteojos sobre la nariz, una paleta en la mano e inocencia en el corazón, había sido el milagroso vínculo. Se había dado cuenta, incluso allí, en este mundo maravilloso, de que, para las jóvenes equipadas como ella, la moda del momento la llevaba a formar parte de la vida parisina. Así pues, Addie la había encontrado por casualidad en las cuestas de Montparnasse, como una de las jóvenes inglesas que formaban parte de uno de aquellos escenarios perfectos. Se habían conocido en algún lugar sencillo y habían dado con un territorio común; tras lo cual, la joven, de regreso a Flickerbridge durante un breve paréntesis, relató allí sus aventuras e impresiones y mencionó a la señorita Wenham, que la conocía y protegía desde la infancia, que el nombre de esa misma dama, Adelaide, así como el apellido que lo acompañaba, por lo que ella sabía, lo llevaba también en París un extraordinario espécimen de joven americana. Después cruzó el Canal con un maravilloso mensaje, una duda cortés, dirigida al duplicado de su amiga, la cual, a su vez, asintió a su plena satisfacción. En otras palabras, el duplicado, con valentía, hizo saber a la señorita Wenham quién era exactamente. La señorita Wenham —en cuya tradición personal el tiempo parecía haber reducido la llama del resentimiento a las más pálidas cenizas, y para la cual la historia del gran cisma era ya sólo una leyenda que únicamente necesitaba algo más de luz para ser romántica— había contestado sin demora con una carta de la que trascendía la esperanza en que pudieran retomarse los antiguos hilos. Entre todos, debían resolver con paciencia aquella relación, y sondeaba a la otra parte sobre la posibilidad de una visita. Addie había contestado con una promesa clara; iría pronto, iría en cuanto estuviera libre, iría en julio; pero, mientras tanto, le enviaba a un representante. Frank se preguntaba con qué nombre había descrito, en qué papel lo había presentado en Flickerbridge. En conjunto, se sentía como si se dirigiera allí para averiguar si estaba comprometido con Addie. En realidad, en aquel momento, estaba desconcertado y no sabía por qué criterio se había decantado Addie. Sin duda, ante la señorita Wenham habría optado por una u otra cosa, y quizá la señorita Wenham lo revelara. Esta expectación era, en realidad, su excusa ante una posible indiscreción.



III

      En efecto, en cuanto llegó averiguó en qué consistía su compromiso; pero, dado que durante un tiempo aquella circunstancia formó parte de la primera impresión general, tardó en advertirla, ya que esa impresión general requería toda su capacidad de respuesta. Durante un día o dos casi se sintió víctima de una broma, de un burdo abuso de confianza. Se había presentado con la moderada agitación que acompaña a la conciencia de haber cumplido con los preparativos correspondientes; pero allí se encontró con que, aunque prevenido por los prefacios e impelido por las insinuaciones, en realidad no estaba preparado en absoluto. Se preguntaba cómo podría estar preparado para algo tan alejado de su experiencia, tan ajeno a su propio mundo, tan difícil de preconcebir bajo la nítida luz septentrional del más reciente impresionismo y, sin embargo, reconocido como tal, al fin y al cabo, llegado el momento, y como tal observado, probado y asimilado. No habría sabido cómo describir el caso: sin duda, lo habría descrito mejor con un pincel grueso y limpio, acompañado de un gesto amplio; porque tenía por costumbre considerar las ocasiones, de todo tipo, en primer lugar, como un cuadro, para poder captarlas, como solía decir, y así retenerlas en su totalidad. En esta aventura, le habían ofrecido, repentinamente, una de las impresiones más agradables, hermosas y serenas de su vida; una impresión que, además, visiblemente desde el principio resultó completa y homogénea. ¡Oh, ahí la tenía, si eso era todo lo que uno quería de algo! Y la tenía tan «ahí» que, igual que le había sucedido en Italia, en España —al encontrarse por fin, en una umbría capilla lateral o en un espléndido museo, frente a una gran obra soñada o con otra todavía más grande que se le ofrecía inesperadamente—, había contenido la respiración para no romper el hechizo; para prolongar la repentina reverencia casi había bajado la voz y andado de puntillas. La revelación repentina de la belleza suprema puede parecernos una ilusión, jugueteando con nuestro deseo: la libertad inmediata con ella, una temeridad.
       Afortunadamente, sin embargo —y tanto más cuanto que su libertad en aquellos momentos lo había abandonado—, eso no impidió a su anfitriona, la noche de su llegada y mientras la visión de todo aquello era nueva, mostrarse tan extraña, tan rara y tan impayable[3], tan improbable, tan imposible, tan deliciosa durante la cena de las ocho (por lo que parecía, todavía observaba esos horarios tremendos) como se había mostrado, de manera abrumadora, en el té de las cinco. Con toda la naturalidad del mundo, era una de las apariciones más extrañas, si bien era difícil deducir qué medio podría ser natural para tal fin. Durante un par de días, él no consiguió averiguarlo; pero después —pero sólo entonces—, llegó a una conclusión firme. Pasado el momento, estuvo seguro de todo, incluso, por fortuna, de sí mismo. Si comparamos su impresión, con ligera extravagancia, con algunas de las más intensas que había experimentado en su vida, ello es sólo porque la imagen que tenía ante sí era tan pulida y troquelada. Expresaba con pura perfección, agotaba su carácter. Era lo que era del modo más absoluto e inconsciente. Gracias a las más extrañas circunstancias, había derivado de la corriente principal a un claro remanso, una poza tranquila y profunda en la que los objetos se reflejaban con nitidez. Hasta aquel momento, jamás en su vida había conocido nada antiguo, a excepción de unas pocas estatuas y cuadros; pero allí todo era antiguo, inmemorial, y nada lo era tanto como la misma novedad. La suposición de que existían lugares como aquél en el mundo había hecho poco, ahora se daba cuenta, para matizar el resplandor de sus contrarios. Lo importante eran los detalles, y era necesario verlos para creer en ellos.
       La señorita Wenham, de cincuenta y cinco años de edad y una timidez implacable, indeciblemente extraña, era, en su reducida escala, grotesca casi hasta lo gótico; pero la sensación final que producía era de una amenidad que acompañaba los pasos del observador como una bocanada de gratitud. Granger no había visto en su vida una solterona más aturullada, más espasmódica, más dada a las disculpas, más en blanco en un momento y más prolija un momento después; sin embargo, tampoco nunca había concebido tan rápidamente semejante entusiasmo por una solterona. Tenía los ojos saltones, la barbilla huidiza y su nariz, durante la conversación, se movía con curiosa independencia. Llevaba en la coronilla una cofia circular con la que parecía una cariátide sin carga, y en otras partes de su persona lucía una extraña combinación de colores, tejidos y formas de origen metálico, mineral y vegetal. El tono de su voz subía y bajaba, las convulsiones de su rostro, tendieran a la expresión o a la represión —era difícil saberlo—, se sucedían de acuerdo con leyes propias; se turbaba por nada y por todo, se asustaba por todo y por nada, y abordaba los objetos, los temas de conversación, las preguntas y respuestas más sencillas, y todo lo relacionado con el trato social, por los caminos indirectos del terror o con la violencia de la desesperación. Sin embargo, a pesar de su refinada singularidad y la intensidad de sus costumbres, del modo en que sugería, a un tiempo, convenciones y simplicidades, comodidad y angustia, rodeos, sugerencias tardías y percepciones, seguía pareciéndole a su huésped irresistiblemente encantadora. Él no sabía cómo denominarlo; la señorita Wenham era fruto de su tiempo. Poseía una rara distinción. Producirla había supuesto un gran dispendio y todavía le quedaba mucho por dar.
       En cualquier caso, el resultado del tono general de su bienvenida fue que la primera noche, en su habitación, antes de irse a la cama, Frank Granger se desahogó escribiendo a Addie una carta, la cual, si el espacio nos permitiera incorporarla en nuestro texto, cumpliría útilmente el cometido de una «ilustración». Nos autorizaría a presentarnos como profusamente ilustrados. Pero el proceso de reproducción, como decimos, es costoso. Granger deseaba que su amiga supiera lo magnífica que estaba resultando su relación. Ella lo había encaminado hacia algo totalmente especial: una casa antigua e intacta, intocable, indescriptible, un rincón antiguo como no creía que existieran, cuya sagrada calma hacía que la cháchara de los estudios, el olor a pintura y la jerga de los críticos, todas las sensaciones y sonidos de París, regresaran a él bajo la forma de otras tantas señales de una enorme jaula de monos. Granger se movía de un lado a otro, inquieto, mientras escribía; encendía cigarrillos y, nervioso y con repentinos escrúpulos, los apagaba de nuevo; la noche era tibia y una de las ventanas de su habitación, grande y de altos techos, que daba sobre el jardín, estaba abierta. Se perdió pensando en las cosas que lo rodeaban, en el tipo de habitación en la que en todo el último siglo no se había movido una silla ni se había dado un paso más allá de lo que correspondía. Se entretuvo con los objetos y adornos, dichosamente escasos y adorablemente buenos, todos ellos artículos perfectos y ninguno, para variar, francés. La escena era tan rara como algún bello grabado antiguo, con los mejores detalles en los rincones. Libros y cuadros antiguos, recuerdos de alusiones y conjeturas reaparecían ante él; ahora sabía qué era lo que los inquietos isleños buscaban cuando iban en pos de lo hogareño. Pero en Flickerbridge lo hogareño era puro estilo, aunque ese estilo fuera totalmente sincero. El pasado, grande o menudo —no sabía cómo denominarlo—, estaba tan amortiguado a su alrededor, como si algo lo invitara a dormir, mientras él escribía, que casi tenía mala conciencia por haberse presentado allí. ¡Cuánto podía llegarse a amar aquel lugar, pero cuánto, también, podía estropearse! Contemplarlo con intensidad equivalía positivamente a volverlo consciente, y volverlo consciente equivalía positivamente a despertarlo. Lo único que se podía hacer era dejarlo dormir, dejar que durmiera en sus cámaras grandes, hermosas, bajo sus altos, limpios doseles.
       Añadió con esta inquietud una línea más a su carta, vagó de nuevo por la habitación, observó y jugueteó con algo más y después, dejándose caer en el viejo sofá floreado, sostenido por los rígidos cojines cúbicos, cedió de nuevo a la tentación de un cigarrillo, vaciló, miró fijamente y escribió unas palabras más. Quería que Addie lo conociera, ése era su mayor deseo, a menos que fuera mayor todavía el deseo de saber cuánto desearía conocer la propia Addie. Sí, lo que veía con mayor claridad era todo lo que Addie haría con ello. Absorto en aquellos pensamientos, casi se quedó helado al pensar en la sensación que la destinataria de su carta alimentaría retrospectivamente, y —adivinaba con un vago estremecimiento— con ánimo casi de venganza, por aquella oportunidad perdida, por la atrocidad de aquella privación. Bien, lo que había sucedido era que la relación había estado guardada para Addie, como un paquete envuelto y cerrado para la entrega, hasta que ella pudiera prestarle atención. La veía allí, la oía y la sentía, sentía cómo se sentiría y cómo, según solía decir, «la pondría por las nubes». Algunas de sus compatriotas jóvenes lo denominaban «gritar de entusiasmo», cosa que ilustraba perfectamente su significado. De todos modos, Addie entendería el lugar por completo; de eso no cabía la menor duda. Causaría en ella la misma impresión que en él, y Granger advertía de antemano las palabras de entusiasmo y aprecio en que coincidirían. Sabía muy bien qué cosas le parecerían pintorescas, qué cosas le parecerían insulsas, qué cosas le parecerían raras y qué cosas le parecerían disparatadas. Addie lo asimilaría todo con una inteligencia mucho más apta que la suya para entender lo que él imaginaba que debía contemplar como los vínculos literarios del lugar. Ella habría leído las memorias y las novelas anticuadas y prolijas que tanto las figuras como el emplazamiento, sin duda, debían de evocar en el espectador; conocería las generaciones pasadas: los corpulentos potentados de la región y sus esposas con turbante e hijas de ojos redondos que, en otros tiempos, habían tenido trato con la ciudad recia, rojiza y escasamente comercial, las casas sólidas y cuadradas y los amplios jardines amurallados, las calles hoy en día todo hierba y chismorreos, como escenario de una «temporada» local. Tendría justificación para las reuniones, cenas, fiestas etílicas; los candelabros ahumados en los oscuros salones; para el largo, barroso siglo de coches de caballos familiares, cartucheras, salteadores de caminos. En definitiva, pondría un dedo, igual que había hecho él, en el punto vital, la rica humildad de todo aquello, el hecho de que ni Flickerbridge en general ni la señorita Wenham en particular, así como cualquiera o cualquier cosa relacionada, intuyeran siquiera su carácter y su mérito. Addie y él tendrían que venir para dejar entrar la luz.
       La dejó entrar, poco a poco, antes de irse a la cama, a través de las ocho o diez páginas que le dirigió; le aseguró que era la situación más privilegiada del mundo, un cuadro pequeño —pero lleno de estilo—, perfectamente compuesto y transmitido, con tradición y sólo tradición, en cada pincelada, tradición que respiraba sin ruido y enrojecía visiblemente, mientras indicaba horas extrañas en los altos relojes de caoba a los que nunca se daba cuerda y que, sin embargo, hacían tic-tac de modo audible. Estaba seguro de que acabaría viendo cómo todos los elementos encajaban con encanto, presentando a su anfitriona —un extraño pez iridiscente en la brillante exposición de un acuario— como si flotara en su medio natural. Dejó la carta abierta sobre la mesa pero, al mirarla al día siguiente, de repente no se sintió inclinado a mandarla. La guardaría para añadir algo más, porque le quedaban cosas por descubrir; pero, pasados tres días, seguía sin enviarla. En su lugar, mandó con retraso un informe mucho más breve que se sintió inclinado a redactar de modo distinto y, por algún motivo, menos vívido. Mientras tanto, la señorita Wenham le dijo cómo lo había presentado Addie. Le costó llegar a aquel punto, pero después de cruzar el Rubicón, avanzaron mucho.



IV

      —Oh, sí. Dijo que estaban ustedes comprometidos. Por ese motivo (ya que yo había salido de mi reclusión) pensó que me gustaría conocerlo a usted; y le aseguro que así ha sido y he estado encantada. ¿Y no lo están? —preguntó la anciana, como si viera en su rostro algún motivo de duda.
       —Por supuesto, si ella lo dice. Quizá le parezca muy raro, pero no lo he sabido hasta este momento y, sin embargo, tenía la sensación de que, dado que yo no era pariente de usted, necesitaba cierta justificación para consentir que se le impusiera mi presencia de este modo —explicó el joven—. Estábamos comprometidos hace un año; pero desde entonces (si no le importa que le cuente estas cosas; ¡ahora me siento como si pudiera contárselo todo!) lo cierto es que ya no sé qué terreno piso. Parecía que no nos encontrábamos en situación de casarnos. Ahora las cosas están mejor, pero la verdad es que no sé cómo las ve ella. Hace seis meses estaban tan mal que creía entender que ella quisiera romper. Yo no he roto; sólo he aceptado, por ahora (porque los hombres tienen que ser indulgentes con las mujeres), que se me trate como «el mejor de los amigos». Bien, intento serlo. No habría venido aquí si no lo fuera. Me pareció que sería encantador para ella conocerla a usted, en cuanto oí el modo extraordinario en que usted había sabido de su existencia y, por lo tanto, también me pareció encantador ayudarla. Y si consigo ayudarla a conocerla a ella —prosiguió—, ¿no resulta también encantador?
       —¡Oh, cuánto me gustaría! —murmuró la señorita Wenham con su habitual tono vago e impersonal—. ¡Son ustedes tan distintos! —declaró con aire soñador.
       —Con todo mi respeto y admiración, le diré que quien es distinta es usted. Ésa es la cuestión principal. No estoy seguro de que mereciera usted algo tan terrible como conocernos.
       —Bueno —dijo la señorita Wenham—, los conozco ya un poco, ¿verdad? Y no me parece terrible. Para mí es un cambio delicioso.
       —Oh, no estoy seguro de que deba usted tener cambios deliciosos.
       —¿Y por qué no, si ustedes sí los tienen?
       —Ah, yo puedo soportarlo. No estoy seguro de que usted pueda. Soy demasiado malo para que nada pueda estropearme, estoy ya estropeado. En definitiva, no soy nadie; no soy nada. No respondo a ningún tipo. En cambio, usted es un tipo de pies a cabeza. Han sido necesarios muchos años de seguridad y monotonía, largos y exquisitos, para producirla a usted… Encaja usted en su marco con una perfección que sólo iguala la perfección con que su marco encaja con usted. Como es el caso de esta casa antigua y admirable, por dentro de un blanco difuminado y por fuera de un rojo atenuado, como todo lo que la rodea a usted aquí y que, por alguna bendición extraordinaria, ha escapado al inevitable destino de la explotación; como todo, digo, es de esas cosas que, si de un modo u otro se desmoronaran, nunca, nunca más podrían reconstruirse. Querida señorita Wenham —prosiguió Granger, contento con sus exageraciones, que, sin embargo, eran sinceras, y todavía más contento en su estado de profundo, si bien satisfecho, desconcierto—, ¿sabe? Ya sé a qué se parece usted: una cosa que todo el mundo conoce. Es usted como la Bella Durmiente del bosque.
       Siguió sin sentir el menor reparo cuando la oyó suspirar perpleja:
       —Oh, es usted encantador y muy divertido.
       —No, me limito a decir las cosas como son, puesto que he aprendido un poco, gracias a Dios, a verlas: cosa que, estoy de acuerdo con usted, la gente no hace en absoluto. Lleva usted años sumida en el profundo sueño de un hechizo y sería una vergüenza, un crimen, despertarla. En realidad, ya tengo la sensación, con muchísimos escrúpulos, de que estoy sacudiéndola de manera fatal. Lo digo aunque parezca que me creo el príncipe encantador.
       Ella lo miró con la más amable y singular de las miradas, a la que él iba ya acostumbrándose, a pesar del débil temor, en el fondo, a las cosas extrañas que ocurren algunas veces cuando las damas solitarias, por maduras que sean, empiezan a mirar a los jóvenes interesantes de ultramar como si los jóvenes desearan flirtear con ellas.
       —Es magnífico —dijo ella— que sea usted tan raro y, sin embargo, tan bondadoso.
       Bien, en definitiva, la conclusión era siempre la misma: era magnífico que ella fuera tan simple y, sin embargo, no tuviera nada de aburrida. Él aceptó con gratitud la teoría de su languidez, que, además, era bastante cierta y tal vez, en parte, causa de su estado de sensibilidad; se dejó tratar como un convaleciente, dejó que ella insistiera en la debilidad que siempre queda tras la fiebre. Eso lo ayudaba a ganar tiempo, a mantener el hechizo incluso mientras hablaba de romperlo; lo acompañaba en largos paseos y encuentros tranquilos, largos chismorreos, preguntas intermitentes e imposibles —en realidad, había mucho más que contar de lo que, por cualquier método, ella era capaz— y explicaciones encaminadas con galantería y paciencia a que ella las entendiera, si bien, afortunadamente, no era el caso. En realidad, cada uno seguía su propio camino y así estaba bien, y vagaban juntos en la bruma plateada, donde toda comunicación era confusa.
       Cuando se sentaban al sol, en su jardín de diseño formal, él era consciente de que la más tierna consideración no conseguía disimular que la trataba como la más exquisita de las curiosidades. El término de comparación que tenía más presente era el de algún instrumento musical obsoleto. El orden antiguo de su pensamiento y de su aspecto poseía la quietud de una espineta pintada a la que se le quitara el polvo debidamente y se le sacara brillo con suavidad, pero jamás se afinara ni se tocara. Sus opiniones eran como pétalos de rosa secos; sus actitudes, como las de una escultura británica; su voz era como imaginaba el tono del arpa vieja y dorada, con cuerdas de plata, situada en uno de los rincones del salón. Las pequeñas y solitarias decencias y las modestas dignidades de la vida de la señorita Wenham, la fina fibra del conservadurismo de su existencia, la inocencia de su ignorancia, toda su monotonía de estupidez y salubridad, su frío aburrimiento y tenue brillantez, se extendían ante él. Mientras tanto, en el interior de Granger, sucedían cosas extrañas. Era literalmente cierto que la impresión empezaba de nuevo, tras un corto período de calma, a ponerlo nervioso e inquieto, y por motivos peculiarmente confusos, casi grotescamente entremezclados o, como mínimo, cómicamente agudos. Se daba cuenta de que sentía una clara agitación y un nuevo gusto; y, por lo tanto, de la misma manera percibía la animación que causaba a la señorita Wenham la imagen de Addie, una imagen intensificada por la sensación de parentesco cercano, ofrecida, sin duda, con los diversos comentarios elogiosos de su amiga, la hija del médico. Al cabo de unos pocos días, él le dijo.
       —¿Sabe que quiere venir sin demora? Quiere venir mientras estoy aquí. He recibido esta mañana su carta proponiéndomelo, pero lo he estado pensando y he estado esperando a hablar con usted. La cuestión es que si le escribe a usted proponiéndoselo…
       —¡Oh, estaré contentísima!



V

      Se encontraban, como de costumbre, en el jardín, y a él todavía no se le había ocurrido pensar que, si fuera sólo un feliz sinvergüenza, habría una buena manera de protegerla. Como ella no quería ni oír hablar de que él dejara de cuidarse, había ido a la casa a buscar un chal determinado que era justo lo propio para que se tapara las rodillas y, parpadeando en la acuosa luz solar, había regresado con éste a través de la pequeña extensión de fino césped. Él no era necio ni idiota, pero casi tuvo que imponerse como una tarea resistir la sensación de absurda ventaja que tenía sobre ella. Lo llenaba de horror e incomodidad, lo hacía pensar en cosas raras, le recordaba algo de la enamorada señorita Harriet de Maupassant y su trágico destino. Existía la absurda posibilidad —sí, él tenía los hilos en la mano— de quedarse con el tesoro. Aquél era el arte de la vida, lo que un verdadero artista haría sistemáticamente. Cerraría la puerta a la impresión, la trataría como un museo privado. Vería que podía demorarse y quedarse, vivir con aquellas cosas maravillosas, descansar allí para recuperarse. Por su parte, estaba seguro de que no tardaría mucho en poder pintar allí, trabajar en un registro en el que nunca había pensado. Cuando ella le trajo la manta, la cogió e hizo que se sentara en el banco y siguiera tejiendo; después, tras colocarse detrás de ella con una carcajada, se la puso sobre los hombros; a continuación se dedicó a pasear de un lado a otro delante de ella, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los dientes. Le daba vergüenza el cigarrillo: era una infame nota falsa; pero la señorita Wenham le permitía que fumara, le gustaba, le rogaba que lo hiciera, y él le había dicho sobre el tabaco, en una de las bromas que ella pasaba por alto con benevolencia, que lo hacía por temor a hacer algo peor. Aquello no hacía más que indicar que el final se acercaba.
       —Me temo que le parecerá horrible lo que voy a decirle, pero no puedo evitarlo. Le hablo desde el profundo respeto que usted me inspira. Le parecerá una espantosa deslealtad con la pobre Addie. Sí, de eso se trata; se trata de una monstruosidad sin paliativos —se detuvo y la miró hasta que ella tal vez se asustó—. No deje que venga. Dígale que no venga. He intentado impedirlo, pero sospecha.
       —¿Sospecha? —preguntó la pobre mujer.
       —Bueno, lo provoqué yo, al escribirle a propósito sin cargar las tintas… cuando, por la noche, el instinto me dictó lo que podría pasar. Algo me dijo que no enviara la primera carta, en la que, bajo la primera impresión, me había dejado llevar por el entusiasmo y lo «ponía todo por las nubes»; y en lugar de ello redacté una descripción insincera y contenida. Pero por contenido que fuera, al parecer, no conseguí hacer de usted un retrato poco interesante. El interés por sus colores, por mucho que yo la pintara en grises, debió de trascender y ofrecerle a Addie una descripción interesante. Addie huele la batalla desde lejos, es decir, huele lo pintoresco. Pero no permita que venga. Lo que le digo es horrible, pero se lo debo. Se lo debo al mundo. Ella la matará.
       —¿Quiere decir que no me llevaré bien con ella?
       —Oh, fatal. Mire cómo me he llevado yo. Es inteligente, muy bonita, muy buena. Y la adorará a usted.
       —Entonces, ¿dónde está el problema?
       —Vaya, pues en lo que hará con usted.
       —Oh, puedo mantenerme firme en mi sitio —dijo la señorita Wenham moviendo la cabeza como un caballo que agitara los cascabeles en el aire helado.
       —Oh, pero no podrá mantenerla a ella en el suyo. La pondrá a usted por las nubes. Escribirá sobre usted. Usted es como las cataratas del Niágara antes de que llegara el primer viajero blanco y usted sabe (o, mejor dicho, en realidad no puede saberlo) en qué se convirtieron las cataratas después de que llegara aquel caballero. Addie habrá descubierto las cataratas del Niágara. La entenderá a usted perfectamente; no se le escapará de usted el menor matiz ni permitirá que a nadie se le escape. Le parecerá demasiado extraña para describirla con palabras; sin embargo, dará con ellas. Será usted demasiado auténtica para que la dejen como es, y los amigos de Addie, y los directores de los periódicos de Addie, y sus colaboradores y lectores cruzarán el Atlántico y se congregarán en Flickerbridge —unánimes, vociferantes, venidos de todas partes— de manera que no podrán dejarla como antes. Aparecerá usted en revistas con ilustraciones; en periódicos con titulares, en todas partes con todo. Usted no entiende, cree que lo entiende, pero no es así. ¡Que el cielo no quiera que pueda usted entenderlo! Ésa es su belleza, su belleza durmiente. Pero usted no lo necesita. Puede confiar en mí: no invite a Addie. Ponga, como pretexto, como motivo, lo que quiera. Miéntale, asústela. Yo me iré y la dejaré, lo sacrificaré todo —Granger prosiguió su exhortación, cada vez más convencido—. Si veo que tengo que irme, me inventaré algo, sólo quiero asegurarme de que se sostiene. Habrá que mantenerlo. Pero le echaré polvo a los ojos. Le diré que usted no es una persona adecuada, que, en realidad, no es una amistad deseable. Le diré que es usted vulgar, incorrecta, escandalosa; le diré que es usted mercenaria, intrigante, peligrosa; le diré que lo único seguro que puede hacer es olvidarla de inmediato. Así conseguiré que la rodee una leyenda impenetrable deliberadamente equivocada, el círculo de un engaño piadoso, y así la guardaré para mí.
       La señorita Wenham lo había escuchado como si fuera una banda de música y ella una tímida fiestecita en el jardín.
       —No me gustaría que se fuera usted. Y no me gustaría nada que no volviera.
       —¡Ah, eso es! —contestó él—, ¿cómo voy a volver si Addie la estropea a usted?
       —Pero ¿cómo va a estropearme, aunque haga lo que usted dice? Sé que soy demasiado vieja para cambiar y demasiado rara para gustar de ninguna de las extraordinarias maneras que usted dice. Si se trata de ponerme a prueba, no creo que mi prima, ni nadie más, tenga la capacidad que parece tener usted para ello. ¡De manera que si usted no me ha estropeado…!
       —¡Claro que la he estropeado! ¡Ése es precisamente el problema! —insistió Granger—. La he minado. Al fin y al cabo, he dejado muy poco trabajo a Addie.
       Ella rio en tonos claros.
       —Bueno, en ese caso admitiremos que usted lo ha hecho todo, menos asustarme.
       Él la miró con aire tristísimo.
       —No, ése es también uno de los aspectos más temibles. Seguro que a usted le gusta lo que vaya a suceder. Quedará usted atrapada en un carro de fuego como el antiguo profeta. ¿No fue así, no le pasó eso a un profeta? Precisamente por ese motivo, si hubiera sido posible, debería usted haber permanecido en la ignorancia. Hay una frase en latín que dice más o menos que son las cosas mejores las que cambian más fácilmente a peor. Ya disfruta usted con su deshonra y se deleita en su vergüenza. ¡Es demasiado tarde…! ¡Está usted perdida!



VI

      Aquélla era una manera tan agradable de pasar el rato como cualquier otra, porque no impedía que aquel rincón anticuado lo envolviera por completo ni era obstáculo para que, de día en día, descubriera alguna nueva fuente, así como algún nuevo efecto, de las virtudes del lugar. Algunas veces le asustaban las libertades que se tomaba al hablar, cuando se encontraba empleando un tono demasiado familiar; porque lo característico del lugar era, precisamente, que ciertas informalidades modernas nunca habían cruzado el umbral de la casa, y que las intimidades y los olvidos rápidos eran ajenos a su aire. En todos sus días no había conocido ni una invasión grosera o ruidosa. Serenamente ajeno a la mayor parte de las cosas contemporáneas, de nada lo era tanto como de la extendida práctica social de correr de acá para allá. En algunas ocasiones, Granger contenía el aliento al pensar en cómo correría Addie. En unos momentos más que en otros, por algún motivo oía sus pasos en la escalera y sus gritos en la entrada. Sin embargo, si pensaba libremente en la idea con que lo hemos mostrado tan ocupado, no era porque no se sacrificara a la quietud en todos los sentidos. Sólo dudaba, aunque poco, en retomar el hilo. Ella no querría ni oír hablar de que se iba, de que estaba otra vez preparado, como ella decía, para viajar. Hablaba del viaje a Londres —que era, sin duda, cosa de muchas horas— como un experimento peligroso al que acechaban las complicaciones. Así pues, él iba sumando día tras día; sin embargo, con ello, tal como le recordaba a la señorita Wenham, daba a otras complicaciones la oportunidad de multiplicarse. Sostenía ante ella, cuando no había nada más que hacer, que debía considerarlo; tras lo cual en algunos momentos temía que tal vez hiciera por él ese sacrificio.
       Granger sabía que la señorita Wenham había escrito de nuevo a París, y sabía que él debía escribir de nuevo: una situación en la que para ambos abundaban los elementos de un dilema. Si Granger se quedaba tanto tiempo, sería porque no mejoraba, ¡y si no mejoraba, a Addie podía metérsele en la cabeza…! Debían dejar claro que sí estaba mejor, a fin de que ella, recelosa, alarmada por lo que se le ocultaba, no se presentara de repente para cuidarlo. Pero si estaba mejor, ¿por qué se quedaba tanto tiempo? Si se quedaba sólo por el atractivo del lugar, ese atractivo podría ser contagioso. Al final, eso fue lo que vio más claro, de manera que dedicó a su amable discípula horas de profecías más nítidas. Condecía con la idea que quería darle el hecho de que su joven amiga estuviera ya advertida, pero nada podía quedar más claro que su ineficacia, en la medida en que él resistía a la dura prueba. Alegar que se quedaba porque estaba demasiado débil para moverse equivalía a optar por el otro extremo de su dilema. Si se encontraba demasiado débil para trasladarse, Addie traería consigo su fuerza, de la cual, cuando llegara, le daría sobrada muestra. Una mañana, a la hora del desayuno, le sobrevino una convicción profunda. Se enterarían de que se había puesto en camino, recibirían un telegrama hacia mediodía. No lo recibieron, pero, de acuerdo con su teoría, el portento era por ello todavía mayor. Además, aquello tenía un lado alegre y un lado grave, porque para Granger la paradoja y la broma eran sólo el mejor modo de expresar lo que sentía. Oyó literalmente el toque de difuntos y, al contárselo a la señorita Wenham, con la libertad de su conversación, que parecía la mejor manera de costear su parte, imaginó la contingencia con mayor nitidez. No podría volver nunca y, aunque lo anunció con una desesperación que se esforzaba en parecer broma, se dio cuenta de que, lo entendiera o no por fin, al menos lo creía. Consciente de ello, la señorita Wenham escribió de nuevo a Addie y el contenido de su carta excitó la curiosidad de Granger. Pero ese sentimiento, aunque no se disipó, disminuyó mucho cuando, al día siguiente, le comunicó que una hora antes había recibido un telegrama.
       —Llega el jueves.
       Él no mostró la menor sorpresa. Era la profunda calma del fatalista. Tenía que ser así.
       —En ese caso, me iré mañana.
       Nunca había visto aquella expresión en la señorita Wenham; habría sido difícil averiguar si lo que aparecía en su rostro era el último fracaso por comprenderlo o el primer esfuerzo.
       —¿Y de veras no volverá?
       —Nunca, nunca, querida señora, ¿por qué iba a volver? Usted nunca podrá volver a ser lo que ha sido. He visto lo último que quedaba de usted.
       —¡Oh! —exclamó de modo conmovedor.
       —Sí, porque a partir de ahora la veré consciente de sí misma. Será exactamente como es, lo admito caritativamente, nada más o menos, nada distinto. Pero será en todo distinta. Vivimos en una época de máquinas prodigiosas, todas organizadas para un único fin. Este fin es la publicidad, una publicidad tan feroz como el apetito de un caníbal. Así pues, se trata de no tener ilusiones, de no creerse en un momento de despiste que el caníbal te pasará por alto. No se olvida de nadie. No se olvida de nada. Irá todo bien. Lo pasará usted muy bien. Será usted un personaje público, se hablará de usted en el mundo por sus méritos y éstos se pregonarán en todas partes. Desde luego, será por eso, porque Addie es magnífica, así como por todo lo que no es usted. Así que adiós.
       Sin embargo, se quedó hasta el día siguiente y fue teniendo noticia de vez en cuando de las distintas etapas del viaje de su amiga; la hora, en esta ocasión, en que se habría puesto en camino, la hora en que llegaría a Dover, la hora en que llegaría a la ciudad, donde se alojaría en casa de la señora Dunn. Quizá llevaría consigo a la señora Dunn, porque la señora Dunn aumentaría el coro. Al final, al día siguiente, como si lo previera, la calma se hizo entre ellos; él guardó tanto silencio como su anfitriona. Pero antes de irse, ella formuló, tímida e inquieta, como una llamada, la pregunta que, durante horas, había estado preparando.
       —Entonces, ¿la verá usted esta noche en Londres?
       —Huy, no. ¿Hacer eso en la posición en que me encuentro? ¿Cuando me pregunto si podré volver a verla nunca? —le había dado la vuelta al argumento—. Si después de esto pudiera ver a Addie, también podría verla a usted. Y si veo a Addie —prosiguió lúcidamente—, lo que sucederá, de paso, es que también la veré a usted. Y lo que más temo es lo que acabo de explicarle.
       —¿Me está diciendo que ella y yo seremos inseparables?
       Él vaciló.
       —Le estoy diciendo que me lo contará todo de usted. Me la imagino poniéndola por las nubes.
       La señorita Wenham volvió a soltar aquella risita que parecía un gemido, infinitamente triste.
       —Oh, pero, si lo que dice usted es cierto, usted se enterará.
       —¡Ah, pero Addie no! Quiero decir que no sabrá que yo lo sé. O, al menos, no querrá creérselo. No querrá creer lo que todo el mundo sabe —añadió con un suspiro extraño y contenido—. Así es Addie. ¿Sabe que, al fin y al cabo, lo que ha sucedido es que usted me ha hecho verla como nunca la había visto antes?
       Ella parpadeó y soltó un grito ahogado, desconcertada y desesperada.
       —Oh, no, será usted. Yo no tengo nada que ver con eso. Todo es asunto suyo.
       Pero ¡qué importaba ya!
       —Ya verá —dijo él— que es encantadora. Esta noche me iré a Oxford, nos cruzaremos por el camino.
       —Entonces, si es encantadora ¿qué le digo de su parte para explicarle una actitud tan rara como la suya, que se marcha en cuanto ella llega?
       —Ah, no se preocupe, no es necesario que le diga nada.
       Ella lo miró como no lo había mirado nunca.
       —No es asunto mío, ya lo sé, ¿pero no es un poco cruel, si están ustedes prometidos?
       Granger se rio de un modo tan raro como ella.
       —Oh, ése es el precio que he pagado por usted —y extendió la mano.
       Ella parecía desconcertada mientras se la estrechaba.
       —¿Que ha pagado…?
       —No estamos prometidos. Adiós.



N. del T.:

[1] Estudio.

[2] Carolus Duran, pseudónimo de Charles Duran (1837-1917), destacado pintor francés.

[3] Impagable, extraordinaria.




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