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Henry James
(1843-1916)

El arte de la novela



      No habría puesto yo un título tan amplio a estas pocas observaciones, que por fuerza están faltas de perfección, sobre una materia cuyo estudio pleno nos llevaría tan lejos, de no haber creído descubrir un pretexto para mi temeridad en el interesante folleto últimamente publicado con el mismo título por el señor Walter Besant. La forma original de este folleto fué la conferencia dada por el señor Besant en la Royal Institution. Parece indicar que hay muchas personas interesadas en el arte de la novela que no son indiferentes a esta clase de observaciones, que quienes lo practican pueden sentirse tentados a hacer. Tengo, por consiguiente, interés en no perder el beneficio de tan favorable asociación, y para meter baza con unas pocas palabras, al amparo de la atención que con seguridad ha despertado el señor Besant. Hay algo de muy animador en que este señor haya dado forma a algunas de sus ideas referentes al misterio de contar una historia.
       Es una prueba de vida y de curiosidad; de curiosidad por la parte del gremio de novelistas tanto como por la de sus lectores. Hasta hace muy poco tiempo, habría podido suponerse que la novela inglesa no era lo que los franceses llaman discutable. No parecía encerrar tras ella una teoría, un convencimiento, una conciencia de sí misma, de ser la expresión de una fe artística, el resultado de la selección y de la comparación. Yo no afirmo que estuviese por esa razón peor, forzosamente; requería un valor mucho mayor que el mío para dar a entender que la novela, tal como Dickens y Thackeray, por ejemplo, la veían, podía tacharse de incompleta. Era, sin embargo, naïf (si puedo servirme de otro vocablo francés); y, evidentemente, si estaba destinada a sufrir en forma alguna por haber perdido su naiveté, ahora tiene la idea de asegurarse las ventajas correspondientes.
      Durante el período al que me he referido, había en el extranjero una sensación, cómoda y alegre, de que una novela es una novela, tal como un budín es un budín, y que lo único que teníamos que hacer con ella era tragárnosla. Pero ha habido en el espacio de uno o dos años, por la razón que fuese, señales de que vuelve la animación, y se diría que la era de la discusión ha sido hasta cierto punto abierta. El arte vive de la discusión, del experimentar, de la curiosidad, de la variedad de intentos, del intercambio de criterios y de la comparación de puntos de vista; y existe la presunción de que las épocas en que nadie tiene nada de particular que decir acerca del mismo, y en que nadie tiene que dar una razón para explicar la práctica o la preferencia, no son épocas de desarrollo, aunque quizá sean épocas de honor; que son épocas, posiblemente, de un poco de pereza. La práctica con éxito de cualquier arte es un espectáculo delicioso, pero también la teoría es interesante; y aunque hay mucha de esta última sin la primera, yo sospecho que no ha existido jamás un éxito auténtico sin una pepita latente de convencimiento. La discusión, la sugerencia, la formulación, son cosas fertilizantes si son francas y sinceras.
      El señor Besant ha dado un ejemplo excelente diciéndonos lo que él piensa, por su parte, sobre el modo como debiera escribirse la novela, así como también sobre el modo como debiera publicarse; porque su visión del “arte” abarca esto también, en un apéndice. Sin duda que otros trabajadores en el mismo campo tomarán sin duda el argumento, le darán la luz de su experiencia, y el efecto será, sin duda, el hacer nuestro interés en la novela un poco mayor de lo que durante algún tiempo amenazó con dejar de ser: un interés serio, activo, investigador, bajo cuya protección este delicioso estudio podría, en momentos de confianza, arriesgarse a decir un poco más de lo que piensa de sí mismo.
      Debe tomarse seriamente, si quiere que el público lo tome en serio. En Inglaterra ha muerto sin duda la vieja superstición de que las novelas eran “pecado”; pero el espíritu de la misma subsiste, en cierta mirada oblicua dirigida hacia cualquier clase de historia que no reconoce, más o plenos, que es tan sólo una broma. Hasta la novela más jocosa siente en cierto grado el peso de la proscripción que antiguamente fué dirigida contra la ligereza literaria: la jocosidad no logra siempre pasar por ortodoxia. Espérase todavía, aunque la gente se avergüence de decirlo, que una producción que, después de todo, sólo es un artificio, de mentirijillas (porque ¿qué otra cosa es una novela?), será hasta cierto punto apologética; que renunciará a la pretensión de tratar verdaderamente de representar la vida.
      Cualquier novela razonable y bien despierta se niega a aceptar tal cosa, porque se da muy pronto cuenta de que la tolerancia que se le otorga con tal condición es únicamente una tentativa de ahogarla, disfrazada bajo la forma de generosidad. La vieja hostilidad evangélica hacia la novela, que fijé tan explícita como estrecha, y que miraba nuestra inmortal obra con un poco menos de favor que a una obra de teatro, era en realidad mucho menos insultante. La razón única de la existencia de una novela es que trata de representar la vida. Cuando abandona esta tentativa habrá llegado a una situación por demás extraña, ya que se trata de la misma que vemos en la tela del pintor. Nadie espera que el cuadro se humille para que le perdonen; y la analogía entre el arte del pintor y el arte del novelista es completa, hasta donde yo soy capaz de ver. Su inspiración es la misma, su proceso (haciendo concesiones para la clase distinta del vehículo) es el mismo, Y su éxito es idéntico. Pueden aprender el tino del otro, pueden explicarse y sostenerse el tino al otro. La causa de ambos es la misma, y el honor de un arte es el honor del otro. Los musulmanes creen que un cuadro es un pecado, pero hace muchísimo tiempo que ningún cristiano tiene por tal, y es por eso más extraño que subsistan hasta el día de hoy los rastros (por muy disimulados que estéis) de un recelo del arte hermana. El único medio eficaz de dejar que ese recelo desaparezca consiste en dar énfasis a la analogía a que yo acabo de aludir, en insistir en el hecho de que, así como el cuadro es realidad, también la novela es historia.
       Esa es la única descripción general (que le hace justicia) que podemos dar de la novela. Pero también a la historia se le permite representar la vida; y no se espera, ni más ni menos que la pintura, que se disculpe. También el tema de la novela se encuentra almacenado en documentos y en registros, y no se da a sí propio, como dicen en California, sino que debe hablar con seguridad, con el tono del historiador. Ciertos novelistas notables tienen la costumbre de darse a sí propios de un modo que tiene con frecuencia que llevar las lágrimas a los ojos de la gente que toma sus novelas con seriedad. Últimamente, leyendo muchas páginas de Anthony Trollope, me sorprendió su falta de discreción a este respecto.
      En una digresión, en un paréntesis o en un aparte, concede al lector que tanto él congo su confiado amigo hablan sólo de mentirijillas. Admite que los acontecimientos que relata no han ocurrido verdaderamente, y que él puede dar a su narración la forma que el lector prefiera. Confieso que semejante manera de traicionar un oficio sagrado ele parece un crimen terrible; eso es lo que yo llamo actitud de disculpa, y me desagrada tan profundamente en Trollope, como me habría desagradado en Gibbon o en Macauley. Ella implica que al novelista le preocupa menos la verdad (me refiero, copio es natural, a la verdad que él da por supuesta, a las premisas que debemos otorgarle, sean las que sean) que al historiador, y al hacerlo lo priva a él de un solo golpe de todo el lugar de permanencia. Tarea de ambos escritores es la de representar e ilustrar el pasado, las acciones de los hombres, y la única diferencia que yo veo está en favor del novelista, en la medida de su éxito, y consiste en que él tiene mayores dificultades para recoger sus pruebas, que están muy lejos de ser puramente literarias. Me parece que el hecho de que tenga tanto de común con el filósofo y con el pintor le da un gran carácter; esta doble analogía es una magnífica herencia.
      El señor Besant se halla plenamente poseído de todo esto cuando insiste en que la novela es una de las bellas artes, y que merece a su vez todos los honores y emolumentos que han estado reservados hasta ahora a la profesión, con éxito, de la música, la poesía, la pintura y la arquitectura. Es imposible insistir demasiado en verdad tan importante, y puede representarse el sitio que el señor Besant pide para el trabajo del novelista, un poco menos abstractamente, diciendo que no sólo reclama que sea reputado como artístico, sino como muy artístico, verdaderamente. Está muy bien que él haya hecho sonar esta nota, porque, al hacerlo, da a entender que era preciso, que su afirmación puede resultar una novedad para muchos. Uno se frota los ojos ante esa idea; pero el resto del ensayo del señor Besant confirma su revelación.
      Yo sospecho, en verdad, que sería posible confirmarla aún más, y que no se equivocaría uno mucho diciendo que, además de la gente a la que jamás se le ha ocurrido que una novela debe ser artística, existen otros muchos que se llenarían de una desconfianza indefinida si se pretendiese imponerles este principio. Les resultaría difícil explicar esta repugnancia, pero lo cierto es que actuaría con fuerza, para ponerlos en guardia. En nuestros pueblos protestantes, donde tantas cosas se han visto extrañamente retorcidas, se supone en ciertos círculos que el “arte” produce efectos confusamente dañinos en aquellos que le atribuyen una consideración importante, y lo dejan que pese en la balanza. Se da por supuesto que se opone, de alguna manera misteriosa, a la moral, a la diversión, a la instrucción.
      Cuando se halla incorporado a la obra del pintor (¡el escultor es otro asunto!) usted sabe en qué consiste: se encuentra allí, delante de usted, en la honradez de su marco rosado, verde o dorado; puede usted ver de una ojeada lo peor que tiene, y ponerse en guardia. Pero cuando se introduce en la literatura se hace más insidioso: hay peligro de que lo dañe a usted antes que se dé cuenta. La literatura debería ser o instructiva o divertida, y hay en muchos cerebros la impresión de que estas preocupaciones artísticas, la busca de la forma, no contribuyen ni a una cosa ni a otra; embarazan a ambas. Son demasiado frívolas para ser edificantes, y demasiado serias para resultar divertidas; y son, además, afectadas, paradójicas y superfluas. Esta, creo yo, representa la manera como, en el pensamiento latente de muchas personas que leen novelas como un ejercicio de distracción, se explicaría la novela si el pensamiento se articulase. Esa gente argüiría, desde luego, que una novela debe ser “buena”, pero interpretarían esta palabra a su propia manera, que variaría muy considerablemente de un crítico a otro. Se diría que el ser “bueno” equivale a representar caracteres virtuosos y ambiciosos, colocados en posiciones prominentes; otros dirían que la bondad depende del “desenlace feliz”, de la distribución que se hace al final de premios, pensiones, maridos, esposas, niños, millones, párrafos anejos y observaciones placenteras.
      Otros, en fin, dirían que equivale a que la novela esté llena de incidentes y de ocurrencias, de modo que sintamos ansias de saltar adelante, para ver quién era el misterioso extranjero, si se llega a encontrar el testamento robado, y a los que no apartará de este placer ningún análisis fatigoso ni “descripción”. Pero todos ellos estarían de acuerdo en que la idea “artística” despojaría a la novela de una parte de su agrado. Uno atribuiría esto a todas las descripciones, otro lo vería manifestarse en la ausencia de simpatía. Su hostilidad a un desenlace feliz sería evidente, y podría llegar en ciertos casos incluso a imposibilitar cualquier desenlace. El “desenlace” de una novela, es para muchas personas algo así como el postre y los helados en una buena comida, y miran en la novela al artista como a una especie de médico entremetido que viene a prohibir los regustos agradables.
      Es, por consiguiente, verdadero que este concepto de la novela del señor Besant, como de una forma superior, tropieza con una indiferencia no sólo negativa, sino también positiva. Importa poco el que, como obra de arte, contribuya verdaderamente con tan poco o con tanto de su esencia a suministrar desenlaces felices, personajes simpáticos, y un tono objetivo, como si fuese una obra de mecánicos: la asociación de ideas, por incongruente que sea, podría resultar excesiva, si no se alzara de cuando en cuando una voz elocuente para llamar la atención acerca de que la novela es al mismo tiempo una rama de la literatura tan libre y tan seria como cualquier otra.
      Desde luego, esto podría negarse a veces teniendo a la vista el número de obras de ficción que recurren a la credulidad de nuestra generación, porque se diría fácilmente que un artículo producido con tanta rapidez y facilidad no es posible que encierre un gran personaje. Es preciso confesar que las novelas buenas se encuentran muy comprometidas por las malas, y que el campo de las mismas sufre en general descrédito por el exceso de concurrencia. Creo, sin embargo, que este daño es sólo superficial, y que la superabundancia de novelas no demuestra nada contra el principio mismo.
      Como todos los demás géneros de literatura, como todo hoy en día, la novela se ha vulgarizado, y ha demostrado ser más accesible que otros géneros a la vulgarización. Pero la diferencia entre una novela buena y una novela mala es hoy tan grande como siempre: la mala es barrida, junto con todas las telas pintarrajeadas y el mármol estropeado, a un limbo no visitado por nadie, o al patio infinito de desechos, bajo las ventanas traseras del mundo, mientras que la buena subsiste y emite su luz y estimula nuestro deseo de perfección. Como he de tomarme la libertad de hacer una sola crítica al señor Besant, cuyo tono se halla tan impregnado del amor a su arte, puedo entrar en ella, de una vez. Me parece que este señor se equivoca al pretender decir tan por adelantado y tan concretamente qué clase de negocio es la buena novela.
      El propósito perseguido en estas pocas páginas ha sido el indicar el peligro de semejante error; el apuntar que determinadas tradiciones sobre este tema, aplicadas a priori, tienen ya mucho de qué responder, y que la buena salud de un arte que se lanza de manera tan inmediata a reproducir la vida, necesita pedir una completa libertad. Él vive con el ejercicio, y la auténtica significación del ejercicio es la libertad. La única obligación que podemos imponer por adelantado a una novela, sin incurrir en la acusación de ser arbitrarios, es que sea interesante. Sobre eso descansa la responsabilidad general, pero es la única que se me ocurre. Las maneras de libertad en que se encuentra para realizar este resultado (el de interesarnos) se me antojan innumerables, y el señalarlas o cercarlas por un mandato sólo puede hacerlas sufrir. Varían tanto como los temperamentos de los hombres, y su éxito consiste en la proporción en que revelan a cada mentalidad particular, distinta de las demás.
      Una novela es, en su definición más amplia, una impresión personal y directa de la vida: esto, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de la impresión. Pero no habrá en modo alguno intensidad, y por consiguiente no habrá valor, a menos de que haya libertad para sentir y para decir. El trazar una línea que seguir, el dar un tono que tomar, una forma que realizar, es una limitación de esa libertad y una supresión de la verdadera cosa por la que mayor curiosidad sentimos. La forma, me parece a mí, debe ser apreciada después de la realidad: después el autor realiza su elección, y su norma es indicada; después, podemos seguir las líneas y direcciones, comparando tonos y parecidos. Podemos luego disfrutar, en una palabra, del más encantador de los placeres, podemos estimular la cualidad, podemos aplicar a la novela la prueba de la ejecución. La ejecución pertenece exclusivamente al autor; es lo más personal que tiene y lo medimos por ella. La ventaja, el lujo, tanto como el tormento y la responsabilidad de un novelista, estriba en que no existe límite a lo que él puede intentar como ejecutante; no hay límite a sus posibles experimentos, esfuerzos, descubrimientos y éxitos.
      Aquí es donde él trabaja de una manera especial, paso a paso, igual que su hermano del pincel, del que siempre podremos decir que ha pintado su cuadro de la manera que mejor sabía. Su manera es su secreto, que no es necesariamente un secreto celoso. No podría exhibirlo como una cosa general, aunque quisiese; se encontraría perdido para enseñárselo a los demás. Digo esto con el debido recuerdo de quien ha insistido en la comunidad de método del artista que pinta un cuadro y del artista que escribe una novela. Puede el pintor enseñar los rudimentos de su práctica, y es posible aprender a pintar y aprender a escribir por el estudio del buen trabajo (supuesta la aptitud). Sigue, sin embargo, siendo verdad, sin daño para el rapprochement, que el artista literario tendría que decir a su discípulo, mucho más que el otro: “Bueno, usted debe hacer como pueda”. Es una cuestión de grado, un asunto de delicadeza. Si existen ciencias exactas, existen también artes exactos, y la gramática de la pintura es mucho más definida, y en eso está la diferencia.
      Debo agregar, sin embargo, que si el señor Besant dice al comienzo de su ensayo quo las “leyes de la novela pueden ser expuestas y enseñadas con tanta precisión y exactitud como las de las armonía, la perspectiva, y la proporción”, mitiga luego lo que podría parecer una extravagancia, aplicando su observación a las leyes “generales”, y expresando muchas de estas leyes de un modo con el que resultaría antipático no estar de acuerdo. Que el novelista debe escribir de su experiencia, que sus “personajes deben ser reales y de tal catadura que podamos encontrárnoslos en la vida real”; que “una señorita educada en una aldea tranquila de provincias debe evitar las descripciones de la vida de guarnición”, y “un escritor cuyos amigos y cuyas experiencias personales pertenecen a la clase media-baja debe evitar cuidadosamente introducir a sus personajes en sociedad”; que uno debe escribir las notas propias en un libro vulgar; que las cifras de uno deben tener un perfil claro; que el aclararlas recurriendo a algún truco de palabra o de porte es un leal método, y peor aún “el describirlas en toda su extensión”; que la novela inglesa debe tener un “definido propósito moral”; que “es casi imposible calcular con exceso el valor de la mano de obra cuidadosa, es decir, del estilo”; que “el punto más importante de todos es el relato”; que “el relato lo es todo”: todos éstos son principios con la mayoría de los cuales es imposible no simpatizar.
      Quizá resulte algo fría su observación acerca del escritor de la clase media y del conocimiento suyo del lugar que le corresponde; pero, por lo demás, me resultaría difícil disentir de ninguna de estas recomendaciones. Al mismo tiempo, que resultaría positivamente difícil manifestarme de acuerdo con ellas, salvo quizás el requerimiento de hacer las notas propias en un libro vulgar. Para mí, apenas si tienen la cualidad que el señor Besant les atribuye de reglas del novelista, la “precisión y la exactitud” de “las leyes de la armonía, la perspectiva y la proporción.” Son sugerentes, son incluso inspiradoras, pero no son exactas, aunque lo son, sin duda, todo lo que el caso admite: lo cual constituye una prueba de la libertad de interpretación que a mí me deja satisfecho. Porque el valor de estos mandamientos diferentes, tan bellos y tan vagos, se halla por completo en el significado que uno les da.
      Los caracteres, las situaciones, que le producen a uno el efecto de reales, serán las que más le emocionan e interesan a uno, pero la medida de la realidad es muy difícil de señalar. La realidad de Don Quijote o la del señor Micawber es un matiz muy delicado; es una realidad tan coloreada por la visión del autor que, por muy vivaz que sea, uno vacilaría en proponerla como modelo: se expondría uno a preguntas muy embarazosas de parte de un alumno. Ni que decir tiene que usted no escribirá una buena novela si no posee el sentido de la realidad; pero será difícil proporcionarle una receta para dar existencia a ese sentido. La humanidad es inmensa y la realidad tiene una infinidad de formas; lo más que uno puede afirmar es que algunas flores de novela tienen ese aroma, y que otras no lo tienen; pero el decir por adelantado de qué manera deberá estar compuesto su ramo, ésa es otra cuestión.
      Resulta igualmente excelente, y no convincente, el decir que uno debe escribir por experiencia; una declaración así podría saberle a cosa de burla a nuestro supuesto aspirante. ¿Qué clase de experiencia es la que se propone, y dónde empieza y acaba? La experiencia no es nunca limitada, y no es jamás completa; es una sensibilidad inmensa, una especie de enorme tela de araña de los más finos hilos de seda suspendida en la cámara de la conciencia, y que capta en su tejido todas las partículas llevadas por el aire. Es la atmósfera misma de le inteligencia; y cuando ésta es imaginativa, y más aún cuando ocurre que es la de un hombre genial, atrae hacia sí los más débiles asomos de vida, convierte las vibraciones mismas del aire en revelaciones.
      La joven que vive en una aldea sólo tiene que ser una señorita en la que nada se pierde, para que resulte completamente injusto (me parece a mí) manifestarle que no tendrá que escribir nada sobre la vida militar. Mayores milagros que éste se han visto, y, si la imaginación la ayuda, podría ella decir la verdad sobre algunos de esos caballeros.
      Recuerdo una novelista inglesa, mujer genial, que me contó que a ella la elogiaban muchos por la impresión que había sabido dar en una de sus historias sobre la naturaleza y le manera de vivir de la juventud protestante francesa. Le habían preguntado dónde había aprendido tanto sobre aquella cosa recóndita, y la habían felicitado por las oportunidades especiales que había tenido. Esas oportunidades consistían en que una vez, en París, mientras subía por unas escaleras, cruzó por delante de una puerta, que estaba abierta, de la casa de un pasteur, en la que los jóvenes protestantes se hallaban sentados a la mesa, en torno a la ya terminada comida. Aquella visión rápida formó un cuadro; duró sólo un instante, pero ese instante constituyó la experiencia. Había logrado su impresión personal directa, y de ella sacó su tipo. Sabía qué era juventud y sabía qué era protestantismo; tuvo también la ventaja de haber visto que debían ser franceses, de modo que convirtió esas ideas en una imagen concreta y produjo una realidad. Sobre todo, estaba dotada de la facultad a la que, cuando se le da una pulgada se toma un palmo, y que constituye para el artista una fuente de fortaleza mayor que cualquier accidente de residencia o de lugar en la escala social.
      La facultad de adivinar lo invisible partiendo de lo visible, de seguir las consecuencias de las cosas, de juzgar una pieza completa por el dibujo, la condición de sentir la vida en general de un modo tan completo que le permite a uno adelantar en el camino de conocer cualquier recoveco particular de la misma; todo este conjunto de dones puede casi decirse que constituye la experiencia; y esos dones se presentan en el campo y en la ciudad, en las etapas más diversas de la educación. Si la experiencia consiste en las impresiones, puede decirse que las impresiones son la experiencia, tal como son (¿no lo hemos visto?) el verdadero aire que respiramos. Por eso si yo le dijese desde luego a un novicio: “Escriba de su experiencia y sólo de su experiencia”, tendría la sensación de que ésa era una advertencia que le mostraba lo inasequible, si inmediatamente no agregase: “¡Procure ser una de esas personas para las que nada se pierde!”
      Estoy lejos de quitar con esto importancia a la exactitud de la verdad del detalle. Se puede hablar mejor del propio gusto, y yo puedo por consiguiente arriesgarme a decir que el aire de realidad (solidez de especificación) me parece que es la virtud suprema de una novela, el mérito del que dependen de modo inevitable y sumiso todos los demás méritos (incluyendo ese propósito moral consciente del que habla el señor Besant). Si él falta, todos los demás son como nada, y si éstos están allí, deben su efecto al éxito con que el autor ha producido la ilusión de vida. El cultivo de este éxito, el estudio de este proceso exquisito, constituye, para mi gusto, el principio y el fin del arte del novelista. Ellos son su inspiración, su desesperanza, su premio, su tormento, su encanto.
      Aquí es, en la auténtica verdad, donde él compite con la vida; aquí es donde él compite con su hermano el pintor en el intento de reproducir la apariencia exterior de las cosas, la apariencia que lleva su sentido; en el captar el color, el relieve, la expresión, la superficie, la sustancia del espectáculo humano. El señor Besant está bien inspirado cuando, a propósito de ésto, le pide que tome notas. Posiblemente no puede tomar demasiadas, y tampoco puede tomar las suficientes. Toda la vida lo solicita, y el “dar” la más sencilla superficie, el producir la ilusión más momentánea, resulta un asunto complicado.
      Su caso sería más fácil, y la regla resultaría más exacta, si el señor Besant hubiese podido decirle qué notas debía tomar. Pero me temo que esto no podrá aprenderlo jamás en ningún manual; es el tema de su vida. Tiene que tomar gran número de notas para seleccionar unas pocas, tiene que trabajarlas hasta el final como pueda, e incluso los guías y los filósofos que pudieran decirle más cosas, tiene que dejarlo solo, cuando llega a la aplicación de los preceptos, tal como dejamos al pintor en comunión con su paleta. Él tiene la sensación, de arriba abajo, de que sus personajes “deben ser de dibujo claro”, según le dice el señor Besant; pero cómo habrá de arreglarse para que le salgan así es un secreto entre su ángel bueno y él.
      Sería absolutamente sencillo si le pudiera enseñar que una gran cantidad de “descripciones” los harían así, o que, por el contrario, la ausencia de descripciones y el cultivo del diálogo y la multiplicación de los “incidentes” lo sacarían de sus dificultades. Nada hay más posible, por ejemplo, que el que él sea de una mentalidad para la que tenga poco sentido y poca luz esta oposición, pura y literal, entre descripción y diálogo, entre incidente y descripción. La gente habla con frecuencia de estas cosas como si tuvieran una especie de distinción de sangre, en lugar de fundirse una en otra a cada respiración, siendo partes íntimamente asociadas de un esfuerzo general de expresión.
      Yo no puedo imaginarme una composición que exista en una serie de bloques, ni concebir, en ninguna novela digna de ser discutida, un pasaje descriptivo que no resulte narrador en su intención, un pasaje de diálogo que no sea en su intención descriptivo, un toque de cualquier suerte de verdad que no participe de la naturaleza del incidente, o un incidente que derive su interés de cualquier otra fuente que la general y única de éxito de una obra de arte: la de ser ilustrativa.
      Una novela es una cosa viva, toda una y continua, como cualquier otro organismo, y en proporción a como vive se descubrirá, creo yo, que en cada una de las partes hay algo de cada una do las demás partes. El crítico que sobre el apretado tejido de una obra acabada pretenda trazar una geografía de partes, señalará algunas fronteras tan artificiales, me temo, cono cualquiera de las que han sido conocidas en la historia. Hay una distinción, fuera de moda por lo antigua, entre la novela de personaje y la novela de incidente que ha debido de costar muchas sonrisas al fabulista proyectante, muy interesado en su trabajo.
      A mí me parece que viene tan poco a punto como la igualmente celebrada diferencia entre la novela y el romance, una diferencia que responda tan poco a la realidad. Hay novelas malas y novelas buenas, del mismo modo que hay cuadros malos y cuadros buenos; pero ésta es la única distinción en la que yo veo algún sentido, y estoy tan lejos de representarme hablando de una novela de personaje, como de representarme hablando de un cuadro de personaje. Cuando uno dice cuadro, dice personaje, cuando uno habla de novela, habla de incidentes, y los términos pueden trasponerse a voluntad. ¿Qué es incidente, sino la ilustración de un personaje? ¿Qué es un cuadro o qué es una novela que no es de personaje? ¿Qué otra cosa buscamos y encontramos en ella? ¿Para una mujer, el estar en pie, con la mano apoyada en una mesa, mirándolo a usted de una manera determinada, es un incidente; y si no es un incidente, creo que resultará difícil de decir qué es. Al mismo tiempo, es una expresión de carácter. Si dice usted que no lo ve (¡carácter en eso! allons donc!), eso es precisamente lo que trata de demostrarle el artista, que tiene sus razones propias para pensar que él lo ve.
      Cuando un joven decido que no tiene fe suficiente, después de todo, para entrar en la iglesia como se proponía, eso es un incidente, aunque usted no corra hasta el final del capítulo para ver si no cambia quizás otra vez de resolución. Yo no digo que éstos sean incidentes extraordinarios o sorprendentes. No pretendo calcular el grado de interés que despiertan, porque eso dependerá de la habilidad del pintor. Parece casi pueril decir que unos incidentes son intrínsecamente mucho más importantes que otros, y no necesito tomar esta precaución, después de haber confesado mi simpatía por los mayores, advirtiendo que la única clasificación de la novela que yo puedo comprender es la de la que tiene vida y la de que no la tiene.
      La novela y el romance, la novela de incidentes y la novela de carácter; estas desmañadas separaciones que parecen haber sido hechas por críticos y por lectores para su propia comodidad, y para ayudarles a salir de algunos de sus raros compromisos ocasionales, pero que tienen muy poca realidad o interés para el productor, desde cuyo punto de vista estamos tratando de estudiar el arte de la novela. El caso es el mismo con otra categoría indefinida que el señor Besant se halla aparentemente dispuesto a establecer: la de la “novela inglesa moderna”; como no sea precisamente en este asunto donde ha caído en una confusión accidental de puntos de vista.
      No está completamente claro si se propone que las observaciones en que alude a ella sean didácticas o históricas. Es difícil imaginarse a una persona que se proponga escribir una novela inglesa moderna, suponiéndola que escribe una novela inglesa antigua: se trata de una etiqueta que presupone la cuestión. Uno escribe la novela, o pinta un cuadro, en el lenguaje propio y del tiempo propio, y el llamarla inglesa moderna no hará, por desgracia, más sencilla la difícil tarea.
      Tampoco, por desgracia, el que esa obra del artista se llame un romance, a menos de que eso se haga sencillamente por capricho, como, por ejemplo, cuando Hawthorne puso este encabezamiento a su historia de Blithedale. Los franceses, que han llevado la teoría de la novela a una plenitud notable, tienen un solo nombre para la novela, y no por eso han tratado bajo el mismo cosas más pequeñas. A mí no se me ocurre obligación alguna a la que el “romancier” no estuviese igualmente obligado que el novelista; cl tipo de ejecución es igualmente alto para los dos.
      Desde luego, estamos hablando de la ejecución, porque es el único punto de una novela que está abierto a discusión. Quizá se pierde esto de vista con demasiada frecuencia, únicamente para producir confusiones interminables e ideas encontradas. Debemos reconocer al artista su tema, su idea, su donnée: nuestra crítica se aplica únicamente a lo que él hace de ellas. Naturalmente, no quiero decir que estamos obligados a que nos gusten o a encontrarlos interesantes: en caso de que no nos gusten, nuestra conducta es perfectamente sencilla: dejarlos.
      Podemos creer que hasta el novelista más sincero no puede sacar absolutamente nada de cierta idea, y es muy posible que los hechos justifiquen la opinión nuestra; pero el fracaso habrá sido un fracaso en el ejecutar, y es en la ejecución donde habrá quedado demostrada la fatal debilidad. Si pretendemos respetar, como sea, al artista, es preciso que le concedamos su libertad de elección, en la cara, en casos particulares, de innumerables presunciones que la elección no fructificará. El arte deriva una parte importante de su benéfico ejercicio del volar de cara a las presunciones, y algunos de los casos más interesantes de que es capaz están ocultos en el seno de las cosas vulgares.
      Gustave Flaubert ha escrito un relato acerca del afecto que sentía una criada hacia un loro, y la producción, aunque está altamente acabada, no puede, en total, calificarse de éxito. Tenemos libertad absoluta para juzgarlo flojo, pero yo creo que podría haber resultado interesante; pero yo, por mi parte, me alegro muchísimo de que lo haya escrito; es una contribución a nuestro conocimiento de lo que puede y de lo que no puede hacerse. Ivan Turguenieff ha escrito una historia acerca de un criado sordomudo y un perrillo faldero, y resulta emocionante, encantador, una pequeña obra maestra. Dió en la nota de la vida allí donde Gustave Flaubert la falló, porque voló frente a la presunción y obtuvo una victoria.
      Como es natural, no habrá nada que ocupe el sitio de la vieja manera de que una obra de arte nos guste o no nos guste: la crítica más avanzada no abolirá esta prueba primitiva y última. Lo menciono para guardarme de la acusación de que afirmo que la idea, el tema, de una novela o de una pintura no tienen importancia. A mi manera de ver, la tienen en el más alto grado, y si yo tuviera derecho a hacer un ruego, lo haría en el sentido de que los artistas no deberían elegir sino los más excelentes.
      Algunos, como ya me he apresurado a admitir, son mucho más remuneradores que otros, y el mundo estaría felizmente dispuesto si las personas que se proponen tratarlos se hallasen libres de confusiones y de errores. Mientras tanto, repito, no somos justos con el artista si no le decimos:
      “Oh, yo le concedo a usted su punto de arranque, porque si no lo hiciese parecería que le imponía leyes, y el cielo me guarde de tomar sobre mí semejante responsabilidad. Si yo tengo la pretensión de decirle lo que no debe hacer usted, entonces usted vendrá a pedirme que le diga lo que debe hacer; en cuyo caso yo me vería lindamente cogido. Más aún, hasta que yo no he aceptado sus datos, no puedo empezar a juzgarlo. Yo tengo el modelo, el tono; no autoridad para meterme con su flauta, y criticar luego su música. Claro está que su idea puede tenerme completamente sin cuidado; puedo juzgarla estúpida, rancia o sucia; en ese caso me lavo por completo las manos. Puedo contentarme creyendo que usted no ha conseguido ser interesante, pero no deberé, desde luego, tratar de demostrarlo, y me será usted tan indiferente como yo lo soy para usted. No hace falta que le recuerde que hay gustos de todas clases: ¿quién lo sabe mejor que usted? Hay gente a la que, por razones excelentes, no le gusta leer nada sobre los carpinteros; a otros, por razones quizá mejores, no les gusta leer sobre cortesanas. Hay muchos que ponen inconvenientes a los norteamericanos. Otros (yo creo que son principalmente directores y publicistas) no quieren ni mirar a los italianos. A algunos lectores no les agradan los temas tranquilos; a otros no les gustan los de mucho ajetreo. Algunos gozan con una completa ilusión; otros, con la conciencia de grandes concesiones. Cada cual elige su novela, y si no le gusta su idea, no se preocuparán, a fortiori, de la manera que ha tenido de tratarla.”
      De modo, pues, que volvemos rápidamente, según he dicho, al gustar: a pesar del señor Zola, menos fuerte razonando que describiendo, y que no está de acuerdo con este absolutismo del gusto, pensando que hay ciertas cosas que deberían gustarle a la gente, y que se puede hacer que les gusten. Yo me hago un lío para imaginarme cosa alguna que debe gustarle o no a la gente (por lo menos en este asunto de la novela). Se puede estar seguro de que la selección se realizará por sí misma, porque tiene tras ella móviles constantes. Ese móvil es la simple experiencia. De igual manera que la gente siente la vida, siente asimismo el arte que se halla más estrechamente unido a ella. Al hablar del esfuerzo de la novela, no debemos olvidarnos nunca de esta relación estrecha.
      Hay mucha gente que habla de ese esfuerzo como de una forma ficticia, artificial, copio de un producto de la habilidad, cuya tarea consiste en alterar y arreglar las cosas que nos rodean, para trasladarlas a modelos convencionales, tradicionales. Esto, sin embargo, es un punto de vista del asunto que nos lleva a muy pequeña distancia, y que condena al arte a una repetición eterna de unos pocos clichés familiares, que corta su desarrollo, y nos lleva derechos a un punto muerto. El intento cuya fuerza enérgica mantiene en pie la novela es el de captar la nota misma y el truco, el ritmo extraño e irregular de la vida. Sentimos que estamos tocando la verdad en proporción a como vemos la vida, sin arreglos previos, en lo que ella nos ofrece; y sentimos, en proporción a como la vemos con arreglos, que se nos aparta de ella con un sustituto, con una transacción o con un convencionalismo. Se oye con frecuencia la extraordinaria seguridad con que se anuncia en relación con este asunto del arreglo previo, del que se habla como si fuese la última palabra del arte.
      A mí me parece que el señor Besant corre el peligro de caer en el gran error con su manera desprevenida de hablar acerca de la selección. El arte es esencialmente selección, cuyo principal cuidado consiste en ser típica, en ser inclusiva. El arte significa para mucha gente cristales de ventana coloreados de rosa, y la selección equivale a elegir un ramillete para la señora Grundy. Le dirán locuazmente a usted que las consideraciones artísticas nada tienen que ver con lo desagradable, con lo feo; parlotearán vulgaridades de poco fuste sobre el reino del arte y los límites del arte, hasta que usted les conteste con algo sobre el reino y los límites de la ignorancia. Me parece a mí que nadie ha podido realizar jamás un serio intento artístico sin adquirir conciencia de un aumento inmenso de libertad, de una especie de revelación. Por la luz del rayo celestial uno percibe en ese caso que el reino del arte es la vida toda, todo el sentimiento, toda la observación, la visión toda.
      Es todo experiencia, según intima con tanta justicia el señor Besant. Ésta es una respuesta suficiente para quienes sostienen que no debe tocar las cosas tristes de la vida, para quienes pegan en su divino regazo inconsciente, al extremo de unos palos, pequeñas inscripciones prohibitivas, como las que vemos en los jardines públicos: “Prohibido caminar por el césped; prohibido tocar las flores; prohibido entrar con perros o permanecer después de oscurecido; se ruega llevar su derecha.” El joven aspirante a la novela, al que seguimos imaginándonos, no hará nada sin gusto, porque en ese caso su libertad le serviría de muy poco; pero la primera ventaja de su buen gusto consistiría en revelarle lo absurdo de los pequeños palos y letreros. Debo agregar que, si él tiene buen gusto, tendrá, como es natural habilidad, y la referencia poco respetuosa que acabo de hacer a esa cualidad no trato de afirmar que es inútil en la novela. Pero es solamente una ayuda secundaria; la primera es la facultad de recibir impresiones rectas.
      El señor Besant hace algunas observaciones sobre la cuestión de “la historia” que yo no trataré de criticar, a pesar de que me parecen singularmente ambiguas, porque yo no creo entenderlas. No veo a dónde va a parar hablando como si hubiese una parte de una novela, que es la historia, y otra parte que, por místicas razones, no lo es, a menos de que la distinción se haga en un sentido en que es difícil suponer que haya nadie que pretenda transmitir nada. La historia, si es que representa algo, representa el tema, la idea, la donnée de la novela; y no existe seguramente escuela (el señor Besant habla de una escuela) que enseñe que una novela sea todo tratamiento y nada tema.
      Debe de haber, sin duda, algo que tratar; toda escuela tiene íntima conciencia de esto. Este sentido de que la historia es la idea, el punto de arranque, de la novela, es el único en que yo veo que puede hablarse de algo como distinto de su todo orgánico; y, como en la misma proporción en que la obra triunfa, la idea la embebe y la penetra, informa y anima, así también cada palabra y cada signo de puntuación contribuye directamente a la expresión, y en esa proporción perdemos el sentido de que la historia sea una hoja que se pueda sacar, más o menos, de la vaina. La historia y la novela, la idea y la forma, son como la aguja y el hilo, y jamás he sabido que un gremio de sastres recomendase el empleo del hilo sin la aguja, o de la aguja sin el hilo.
      No es el señor Besant el único crítico que se ha expresado como si en la vida hubiese ciertas cosas que constituyen historias, y otras que no lo son. Encuentro esa misma extraña consecuencia en un entretenido artículo aparecido en la Pall Mall Gazette, dedicado precisamente a la conferencia del señor Besant. “¡La historia es la cuestión!”, dice el gracioso escritor, en un tono como de oposición a alguna otra idea. Yo diría que sí, como cualquier pintor que, conforme surge a lo lejos el momento de “entregar” su cuadro, anda todavía a la busca del tema; y como cualquier artista que ande retrasado se mostrara cordialmente de acuerdo.
      Hay unos temas que nos hablan, y otros que nada nos dicen, pero sería hombre verdaderamente sabio el que se lanzase a dar una regla —un index expurgatorios— por el que se apartase la historia de la no-historia. Para mí, al menos, es imposible imaginarse tal regla que no sea completamente arbitraria. El escritor de la Pall Mall opone la deliciosa (como yo la supongo) novela de Margot la Balafrée a ciertos relatos en que las “ninfas bostonianas” parecen haber “rechazado a duques ingleses por razones psicológicas”. No conozco la novela así nombrada, y difícilmente puedo perdonar al crítico de la Pall Mall por no dar el nombre del autor, pero el título parece referirse a una señora que ha recibido una cicatriz en alguna gloriosa aventura. Me siento desconsolado por no conocer este episodio, pero no veo en modo alguno por qué razón es una historia, siendo así que el rechazo (o la aceptación) de un duque no lo es, y por qué una razón, psicológica o lo que sea, no constituye un tema y sí lo constituye una cicatriz. Todas ellas son partículas de la vida infinita de que trata la novela, y con seguridad que no permanecerá un instante en pie ningún dogma que pretenda convertir en legal el tratar de un tema y en ilegal el tratar de otro. Es el cuadro especial el que tiene que permanecer o que caer, según que posea verdad o que le falte.
      A mi manera de ver, el señor Besant no ilumina el tema al intimarnos que una historia debe estar formada de “aventuras”, bajo pena de no ser una historia. ¿Por qué de aventuras, más que de gafas verdes? Menciona una categoría de cosas imposibles, y coloca entre ellas la “novela sin aventura”. ¿Por qué sin aventura, más bien que sin matrimonio, o sin celibato, o sin parto, cólera, hidropatía o jansenismo? A mí me parece que esto es llevar la novela atrás, a su mísero papelito de cosa artificiosa, ingeniosa; que la hace bajar de su grande y libre carácter de ser una inmensa y exquisita correspondencia con la vida. Y, si vamos a ello, ¿qué es aventura, y por qué señal ha de reconocerla el discípulo que escucha? Para mí es una aventura, una aventura inmensa, el escribir este articulito; y para una ninfa bostoniana el rechazar a un duque inglés resulta una aventura no menos conmovedora, creo yo, que para un duque inglés el verse rechazado por una ninfa bostoniana. Yo veo en esto unos dramas dentro de otros, e innumerables puntos de vista.
      Para mi imaginación, una razón psicológica resulta un objeto adorablemente pictórico; el captar la tonalidad de su cutis, yo creo que es una idea capaz de inspirarle a uno esfuerzos tizianescos. En una palabra: pocas cosas hay para mí más excitantes que una razón psicológica, y con todo ello, reconozco que la novela me parece la forma de arte más magnífica. He estado leyendo al mismo tiempo la encantadora historia de La isla del tesoro, por el señor Robert Louis Stevenson, y de una manera menos consecuente, el último relato del señor Edmond de Goncourt titulado Chérie. Una de estas dos obras trata de asesinatos, misterios, islas de terrible renombre, escapadas por el grosor de un cabello, coincidencias maravillosas y doblones sepultados.
      La otra trata de una muchachita francesa que vivía en una bella casa de París, y que murió de una herida de su sensibilidad, porque nadie quiso casarse con ella. Llamo a La isla del tesoro, encantadora, porque me parece que su autor tuvo un éxito asombroso en lo que se propuso; y me aventuro a no poner epíteto alguno a Chérie, que me produce la impresión de haber fracasado lamentablemente en su propósito, es decir, en trazar el desenvolvimiento de la conciencia moral de una niña.
      Sin embargo, amibas producciones me producen la idea de que son una novela lo mismo una que otra, y de que encierran una historia tanto la una como la otra. La conciencia moral de una niña es una parte de la vida tanto como las islas del mar de España, y me parece que una clase de geografía tiene las sorpresas de que habla el señor Besant tanto como la otra.
      Puesto que, en última instancia, volvemos, cono digo, a la preferencia del individuo, yo afirmaría que el cuadro de la experiencia de la niña tiene la ventaja de que yo puedo en cada etapa sucesiva decir sí o no a lo que el artista pone ante mí (comodidad inmensa, próxima al “placer sensual de que habla el crítico del señor Besant en la Pall Mall). Yo he sido realmente un niño, pero sólo en suposición he andado a la busca de un tesoro escondido, y es un simple accidente el que, en la obra del señor Goncourt, tenga casi siempre que decir no. En cambio, en la obra de George Eliot, cuando ella pintó aquel país con inteligencia muy distinta, dije siempre sí.
      La parte más interesante de la conferencia del señor Besant es, por desgracia, el más breve pasaje, su alusión de pasada a la “finalidad consciente y moral” de la novela. Tampoco aquí está muy claro si está registrando un hecho o sentando un principio; es una gran pena que, en este último caso, no haya desarrollado su idea. Este tema es de inmensa importancia, y las pocas palabras del señor Besant apuntan hacia consideraciones de gran amplitud y que no es posible dejar de lado con ligereza.
      Quien no esté dispuesto a recorrer hasta la última pulgada del camino por el que estas consideraciones le llevan, tratará sólo superficialmente del arte de la novela. Por esta razón tuve yo cuidado, al principio de estas observaciones, de notificar al lector que mis reflexiones sobre tema tan importante no pretenden ser exhaustivas. Lo mismo que el señor Besant, he dejado la cuestión de la moralidad de la novela para el final, y me encuentro con que he empleado mi espacio. Es una cuestión rodeada de dificultades, como lo podrá ver el primero que nos plantee, en el umbral mismo, una pregunta concreta.
      En semejante discusión, la vaguedad es fatal. ¿Qué alcance tienen su moral y su finalidad consciente y moral? ¿No querrá usted definir sus términos y explicar de qué manera (puesto que la novela es un cuadro) puede éste ser moral o inmoral? Usted desea pintar un cuadro moral o tallar una estatua moral: ¿no nos querría usted decir cómo se pondría a ello? Estarnos discutiendo sobre el Arte de la Novela; las cuestiones de arte son cuestiones de ejecución (en su más amplio sentido); las cuestiones de moral son cosa completamente distinta. ¿No quiere usted hacernos ver de qué modo le parece tan fácil el mezclarlas? Estas cosas resultan tan claras para el señor Besant, que ha deducido de ellas una ley que él ve encarnada en la novela inglesa, y que es “una cosa verdaderamente admirable y un gran motivo de felicitación.”
      Desde luego, es motivo de felicitación el que problemas tan espinosos se hayan convertido en tan lisos congo la seda. Puedo agregar que a mucha gente le parecerá que ha hecho un vano descubrimiento, en cuanto al señor Besant se da cuenta de que la novela inglesa se ha dirigido de manera preponderante a estas delicadas cuestiones. Por el contrario, les habría llamado positivamente la atención hablándoles de la timidez moral del novelista inglés corriente; de su aversión a enfrentarse con las dificultades con que el tratar la realidad está erizado por todas partes. Puede ese novelista ser extremadamente recatado (mientras que el cuadro que el señor Besant nos traza lo representa congo audaz), y, en la mayor parte de los casos, el signo distintivo de su obra es un precavido silencio sobre ciertas materias.
      En la novela inglesa (y, naturalmente, también en la norteamericana), más que en cualquier otra, existe una diferencia tradicional entre lo que la gente sabe y lo que están de acuerdo en admitir que saben; entre lo que ven y aquello de que hablan, entre lo que sienten que es una parte de la vida y lo que permiten que entre en la literatura. En una palabra: existe una gran diferencia entre lo que hablan en la conversación y lo que hablan en letras de molde. La esencia de la energía moral estriba en inspeccionar todo el campo, y yo cambiaría por completo la dirección de lo que dice el señor Besant y diría, no sólo que la novela inglesa tiene una finalidad, sino que tiene una timidez.
      No trataré de averiguar en qué punto el propósito de una obra de arte puede ser una fuente de corrupción; el que a mí me parece menos peligroso es el propósito de realizar una obra perfecta de arte. Por lo que respecta a nuestra novela, puedo decir, por último, a este propósito, que, tal como hoy la encontramos en Inglaterra, me da la impresión de que está dirigida en gran parte a “los jóvenes”, y que esto constituye por sí mismo una presunción de que tiene que ser bastante recatada. Hay ciertas cosas que se ha convenido por regla general en no discutir, en ni siquiera mencionar, ante los jóvenes. Esto está muy bien, pero la ausencia de discusión no es un síntoma de la pasión moral. La finalidad de la novela inglesa —“una cosa verdaderamente admirable, y un gran motivo de felicitación”— me da a mí la impresión de ser bastante negativa.
      Hay un punto en que el sentido moral y el sentido artístico están muy cerca el uno del otro; es a la luz de la verdad muy evidente que la calidad más profunda de una obra de arte será siempre la calidad de la inteligencia del productor. En la misma proporción en que la inteligencia sea fina, la novela, el cuadro, la estatua compartirán la esencia de la belleza y de la verdad. El estar constituido de tal elemento es, para mi visión, tener suficiente finalidad.
      Jamás saldrá una novela buena de una inteligencia superficial; eso me parece a mí un axioma que cubre todo el campo moral necesario para un artista de la novela: si el aspirante juvenil se penetra de esta verdad, le iluminará muchos de los misterios relativos a la “finalidad”. Hay otras muchas cosas útiles que podrían decírsele, pero me veo obligado a poner fin a mi artículo, y sólo puedo tocarlas de paso. El crítico de la Pall Mall Gazette, al que he citado ya, llama la atención sobre el peligro de generalizar, hablando del arte de la novela. El peligro en que yo me imagino que piensa es el de particularizar, porque hace algunas observaciones comprensivas que, si se agregan a las contenidas en la sugerente conferencia del señor Besant, podrían dirigirse al hábil estudiante sin temor a equivocarlo.
      Yo recordaría a éste, en primer lugar, la magnificencia de la forma que tiene a su disposición, que le ofrece a la vista tan escasas restricciones y tan innumerables oportunidades. En comparación, las demás artes aparecen confinadas y embarazadas; porque las distintas condiciones bajo las cuales se ejercitan son muy rígidas y definidas. La única condición que a mí se me ocurre poner a la composición de la novela es, según dije ya, el que sea sincera. Esta libertad constituye un privilegio espléndido, y la primera lección del novelista joven es aprender a ser digno de ella.
      “Gócela (yo le diría) como se merece; tome posesión de la misma, explórela en su máxima extensión, publíquela, disfrútela. Toda la vida es suya, y no escuche tampoco a quienes querrían reducirlo a los rincones de la misma, diciéndole que el arte sólo habita aquí o allá, o a quienes querrían convencerle de que este mensajero celestial vuela por completo fuera de la vida, respirando una atmósfera superfina, y apartando su cabeza de la verdad de las cosas. No existe impresión de la vida, no hay manera de verla ni de sentirla, a las que no pueda ofrecer un lugar el proyecto del novelista; no tiene usted sino acordarse de talentos tan desemejantes como los de Alejandro Dumas y Jane Austen, Charles Dickens y Gustave Flaubert, que han trabajado con gloria igual en este campo.
      ”No piense con exceso en el optimismo y en el pesimismo; ensaye y capte el color de la vida misma. Hoy vemos en Francia un esfuerzo prodigioso (el de Emilio Zola, a cuya obra, sólida y seria, ningún explorador de la facultad del novelar puede aludir sin respeto), vemos, digo, un esfuerzo extraordinario viciado por un espíritu de pesimismo de una base estrecha. El señor Zola es magnífico, pero al lector inglés le produce la impresión de ignorante; tiene el aire de quien trabaja en la oscuridad; si tuviese tanta luz como tiene energía, sus resultados serían del más alto valor. En cuanto a las aberraciones de un optimismo somero, el campo (sobre todo el de la novela inglesa) está sembrado de minúsculas partículas como de cristal desmenuzado. Si, por fuerza, necesita usted llegar a conclusiones, dé a las suyas cl buen gusto de un amplio conocimiento. Recuerde que su primer deber es el de ser tan completo como pueda, el de realizar una obra perfecta. Sea generoso y delicado, y persiga el premio.”


1884. (De Partial Portraits, 1888.)



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