Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)


Las joyas (1883)
(“Les bijoux”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (27 marzo 1883)
Clair de lune
(París: Paul Ollendorff, édition augmentée, 1888, 318 págs.);
(No apareción en la édition originale, Monnier, 1883, 145+ págs.)


      El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.
      Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.
      Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.
      Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: “Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor”.
      Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.
      Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.
      Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.
      Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.
      Su afición al teatro despertó bien pronto en ella el deseo de adornarse. Su atuendo era siempre muy sencillo, de buen gusto y modesto; su gracia encantadora, su gracia irresistible, suave, sonriente, adquiría mayor atractivo con la sencillez de sus trajes; pero cogió la costumbre de prender en sus orejas dos trozos de vidrio, tallados como brillantes, y llevaba también collares de perlas falsas, pulseras de similor y peinetas adornadas con cristales de colores, que imitaban piedras finas.
      Disgustado por aquella inconveniente afición al oropel, su marido le decía con frecuencia:
      —Cariño, la que no puede comprar joyas verdaderas no debe lucir más adornos que la belleza y la gracia, que son las mejores joyas.
      Pero ella, sonriendo dulcemente, contestaba:
      —¿Qué quieres? Me gusta, es un vicio. Ya sé que tienes razón; pero no puedo contenerme, no puedo. ¡Me gustan mucho las joyas!
      Y hacía rodar entre sus dedos los collares de supuestas perlas; hacía brillar, deslumbradores, los cristales tallados, mientras repetía:
      —Observa qué bien hechos están; parecen finos.
      Él sonreía diciendo:
      —Tienes gustos de gitana.
      Algunas veces, por la noche, mientras estaban solos junto a la chimenea, sobre la mesita donde tomaban el té, colocaba ella la caja de tafilete donde guardaba la “pacotilla”, según la expresión de Lantín, y examinaba las joyas con atención, apasionándose como si gozase un placer secreto y profundo. Se obstinaba en ponerle un collar a su marido para echarse a reír y exclamar:
      —¡Qué mono estás!
      Luego, arrojándose en sus brazos, lo besaba locamente.
      Una noche de invierno, al salir de la Ópera, ella sintió un estremecimiento de frío. Por la mañana tuvo tos; y ocho días más tarde murió, de una pulmonía. Lantín se entristeció de tal modo, que por poco lo entierran también. Su desesperación fue tan grande, que sus cabellos encanecieron por completo en un mes. Lloraba día y noche, con el alma desgarrada por un dolor intolerable, acosado por los recuerdos, por la voz, por la sonrisa, por el perdido encanto de su muerta.
      El tiempo no calmaba su amargura. Muchas veces, en las horas de oficina, mientras sus compañeros se agrupaban para comentar los sucesos del día, se le llenaban de agua los ojos y, haciendo una mueca triste, comenzaba a sollozar.
      Había mantenido intacta la habitación de su compañera, y se encerraba allí, diariamente, para pensar; todos los muebles, y hasta sus trajes, continuaban en el mismo lugar, como ella los había dejado.
       Pero la vida se le hizo dificultosa. El sueldo, que manejado por su mujer bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente para él solo, y se preguntaba con estupor cómo se las había arreglado ella para darle vinos excelentes y manjares delicados, que ya no era posible adquirir con sus modestos recursos.
      Contrajo algunas deudas y, al fin, una mañana, ocho días antes de acabar el mes, faltándole dinero para todo, pensó vender algo. Y acaso por ser lo que le había producido algún disgusto, decidió desprenderse de la “pacotilla”, a la que le guardaba aún cierto rencor, porque su vista le amargaba un poco el recuerdo de su mujer.
      Rebuscó entre las muchas joyas de su esposa —la cual hasta los últimos días de su vida estuvo comprando, adquiriendo casi cada tarde una joya nueva—, y por fin se decidió por un hermoso collar de perlas que podía valer muy bien —a juicio de Lantín— dieciséis o diecisiete francos, pues era muy primoroso, a pesar de ser falso.
      Se lo metió en el bolsillo y, de camino para el Ministerio, siguiendo los bulevares, buscó una joyería cualquiera.
      Entró en una, bastante avergonzado de mostrar así su miseria, yendo a vender una cosa de tan poco precio.
      —Caballero —le dijo al comerciante—, quisiera saber lo que puede valer esto.
      El joven tomó el collar, lo examinó, le dio vueltas, lo tanteó, cogió una lente, llamó a otro dependiente, le hizo algunas indicaciones en voz baja, puso la joya sobre el mostrador y la miró de lejos, para observar el efecto.
      Lantín, molesto por aquellas prevenciones, se disponía a exclamar: “¡Oh, ya sé que no vale nada!”, cuando el comerciante dijo:
      —Caballero, esto vale de doce a quince mil francos; pero no puedo adquirirlo sin conocer su procedencia.
      El viudo abrió unos ojos enormes y se quedó con la boca abierta. Por fin, balbució:
      —¿Está usted seguro?...
      El otro, atribuyendo a otra causa la sorpresa, añadió secamente:
      —Puede ver si alguien se lo paga mejor; para mí, vale sólo quince mil francos.
      Lantín, completamente idiota, recogió el collar y se fue, obedeciendo a un deseo confuso de reflexionar a solas.
      Pero, en cuanto se vio en la calle, estuvo a punto de soltar la risa, pensando: “¡Imbécil! ¡Imbécil! Si le hubiese cogido la palabra... ¡Vaya un joyero, que no sabe distinguir lo bueno de lo falso!”
      Y entró en otra joyería de la calle de la Paz. En cuanto vio la joya, el comerciante dijo:
      —¡Ah, caramba! Conozco muy bien este collar; ha salido de esta casa.
      Lantín, desconcertado, preguntó:
      —¿Cuánto vale?
      —Caballero, yo lo vendí en veinticinco mil francos y se lo compraré en dieciocho mil, cuando me indique, para cumplir las prescripciones legales. ¿Cómo ha llegado a su poder?
      Esta vez el señor Lantín tuvo que sentarse, anonadado por la sorpresa:
      —Examínelo... examínelo usted detenidamente, ¿no es falso?
      —¿Quiere usted darme su nombre, caballero?
      —Sí, señor; me llamo Lantín, estoy empleado en el Ministerio del Interior y vivo en la calle de los Mártires, en el número 16.
      El comerciante abrió sus libros, buscó y dijo:
      —Este collar fue enviado, en efecto, a la señora de Lantín, calle de los Mártires, número 16, en julio de 1878.
      Los dos hombres se miraron fijamente; el empleado, estúpido por la sorpresa; el joyero, creyendo estar ante un ladrón.
      El comerciante dijo:
      —¿Accede a depositar esta joya en mi casa durante veinticuatro horas nada más, y mediante recibo?
      Lantín balbució:
       —Si, sí; ya lo creo.
      Y salió doblando el papel, que guardó en un bolsillo.
      Luego cruzó la calle, anduvo hasta notar que había equivocado su camino, volvió hacia las Tullerías, pasó el Sena, vio que se equivocaba de nuevo, y retrocedió hasta los Campos Elíseos, sin ninguna idea clara en la mente. Se esforzaba, queriendo razonar, comprender. Su esposa no pudo adquirir un objeto de tanto valor... De ningún modo... Luego ¡era un regalo! ¡Un regalo! Y ¿de quién? ¿Por qué?
      Se detuvo y quedó inmóvil en medio del paseo. La horrible duda lo asaltó. ¿Ella?... ¡Y todas las demás joyas también serían regalos! Le pareció que la tierra temblaba, que un árbol se le venía encima y, tendiendo los brazos, se desplomó.
      Recobró el sentido en una farmacia adonde los transeúntes que lo recogieron lo habían llevado. Hizo que lo condujeran a su casa y no quiso ver a nadie.
      Hasta la noche lloró desesperadamente, mordiendo un pañuelo para no gritar. Luego se fue a la cama, rendido por la fatiga y la tristeza, y durmió con sueño pesado.
      Lo despertó un rayo de sol, y se levantó despacio, para ir a la oficina. Era muy duro trabajar después de semejantes emociones. Recordó que podía excusarse con su jefe, y le envió una carta. Luego pensó que debia ir a la joyería y lo ruborizó la vergüenza. Se quedó largo rato meditabundo; no era posible que se quedara el collar sin recoger. Se vistió y salió.
      Hacía buen tiempo; el cielo azul, alegrando la ciudad, parecía sonreír. Dos transeúntes ociosos andaban sin rumbo, lentamente, con las manos en los bolsillos.
      Lantín pensó, al verlos: “Dichoso el que tiene una fortuna. Con el dinero pueden acabarse todas las tristezas; uno va donde quiere, viaja, se distrae... ¡Oh! ¡Si yo fuese rico!”
      Sintió hambre, no había comido desde la antevíspera. Pero no llevaba dinero, y volvió a ocuparse del collar ¡Dieciocho mil francos! ¡Era un buen tesoro!
      Llegó a la calle de la Paz y comenzó a pasearse para arriba y para abajo, por la acera frente a la joyería. ¡Dieciocho mil francos! Veinte veces fue a entrar; y siempre se detenía, avergonzado.
      Pero tenía hambre, un hambre atroz, y ningún dinero. Por fin se decidió, bruscamente; atravesó la calle y, corriendo, para no darse tiempo de reflexionar, se precipitó en la joyería. El dueño se apresuró a ofrecerle una silla, sonriendo con finura. Los dependientes miraban a Lantín de reojo, procurando contener la risa que les retozaba en el cuerpo. El joyero dijo:
      —Caballero, ya me informé, si usted acepta mi proposición, puedo entregarle ahora mismo el precio de la joya.
      El empleado balbució:
      —Sí, sí; claro.
      El comerciante sacó de un cajón dieciocho billetes de mil francos y se los entregó a Lantín, que firmó un recibo y los guardó en el bolsillo con mano temblorosa.
      Cuando se iba ya, se volvió hacia el joyero, que sonreía, y le dijo, bajando los ojos:
      —Tengo... aún... otras joyas que han llegado hasta mí por el mismo conducto, ¿le convendría comprármelas?
      El comerciante respondió:
      —Sin duda, caballero.
      Uno de los dependientes se vio obligado a salir de la tienda para soltar la carcajada; otro se sonó con fuerza; pero Lantín, impasible, colorado y grave, prosiguió:
      —Voy a traérselas.
      Y cogió un coche para ir a buscar las joyas.
      Al volver a la joyería, una hora después, no se había desayunado aún. Comenzaron a examinar los objetos, pieza por pieza, tasándolos uno a uno. Casi todos eran de la misma casa.
      Lantín discutía ya los precios, enfadándose, y exigía que le mostraran los comprobantes de las facturas, hablando cada vez más recio, a medida que la suma aumentaba.
      Los dos solitarios valían veinticinco mil francos; los broches, sortijas y medallones, dieciséis mil; un aderezo de esmeraldas y zafiros, catorce mil; las pulseras, treinta y cinco mil; un solitario, colgante de una cadena de oro, cuarenta mil; y ascendía todo a ciento noventa y seis mil francos.
      El comerciante dijo con sorna:
      —Esto es de una persona que debió de emplear sus economías en joyas.
      Lantín repuso, gravemente:
      —Cada cual emplea sus ahorros a su gusto.
      Y se fue, habiendo convenido con el joyero que, al día siguiente, comprobarían la tasación.
      Cuando estuvo en la calle, miró la columna Vendóme, y sintió deseos de gatear por ella como si le pareciese una cucaña. Se sentía ligero, con ánimo para saltar por encima de la estatua del emperador, puesta en lo alto.
      Almorzó en el restaurante más lujoso, y bebió vino de a veinte francos la botella. Después tomó un coche para que lo llevase al bosque, y miraba despreciativamente a los transeúntes, con ganas de gritar: “¡Soy rico! ¡Tengo doscientos mil francos!”
      Se acordó de su oficina y se hizo conducir al Ministerio. Entró en el despacho de su jefe y le dijo con desenvoltura:
      —Vengo a presentar mi dimisión, porque acabo de recibir una herencia de trescientos mil francos.
      Luego fue a estrechar la mano de sus compañeros, y les dio cuenta de sus nuevos planes de vida.
      Por la noche comió en el café Inglés, lo más caro.
      Viendo junto a él a un caballero, que le pareció distinguido, no pudo resistir la tentación de referirle, con mucha complacencia, que acababa de heredar cuatrocientos mil francos.
      Por primera vez en su vida, no se aburrió en el teatro y pasó toda la noche con mujeres.
      Se volvió a casar al medio año. La segunda mujer —verdaderamente honrada— tenía un carácter insoportable y lo hizo sufrir mucho.




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