Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
La declaración (1884)
(“L’aveu”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (22 julio 1884);
Contes du jour et de la nuit
(París: Marpon & Flammarion, 1885, 354 págs.)
El sol del
mediodía cae en amplia lluvia sobre las praderas,
que se extienden, ondulantes, entre los bosquecillos
de las granjas y los diversos sembrados; los
centenos maduros y los trigos amarillentos; las
avenas, de un verde claro, y los tréboles, de un
verde sombrío, cubren, con una gran colcha rayada,
inquieta y suave, el desnudo vientre de la tierra.
Lejos,
en la cima de una ondulación, alineadas como los
soldados, una interminable fila de vacas: las unas
tendidas, en pie las otras, guiñando sus ojos bajo
la ardiente luz, arrancan y desmenuzan con los
dientes el trébol de un montón tan vasto como un
lago.
Y
dos mujeres, madre e hija, avanzan, balanceándose,
la una delante de la otra, por un angosto sendero
abierto entre los sembrados, hacia aquel regimiento
de animales.
Cada
una lleva dos cubos de cinc, que mantienen a
distancia de su cuerpo con ayuda de un aro de cuba;
y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una
llama deslumbrante y blanca, bajo el sol que lo
hiere.
No
hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, depositan
el cubo en el suelo y se acercan a los dos primeros
animales, que se levantan al sentir en sus costillas
el golpe de los zuecos de las mujeres. La bestia se
yergue con lentitud: primero sobre sus patas
delanteras y alzando luego, con más trabajo, su
ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme
ubre de carne rubia y colgante.
Y
las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el
vientre de la vaca, estiran con un vivo movimiento
de sus manos la hinchada carne, que hace caer, a
cada opresión, un delgado chorro de leche en el
cubo. La espuma, algo amarilla, sube a los bordes; y
las mujeres pasan de un animal a otro hasta la
conclusión de la larga hilera.
En
cuanto han acabado de ordeñar una la pasan a otro
sitio, dándole para comer un montón de pastura
verde. Luego echan a andar otra vez más lentamente
ya, entorpecidas por el peso de la leche; delante,
la madre; la hija, detrás.
Pero
ésta se detiene bruscamente, deja en el suelo su
carga, se sienta y se echa a llorar con amargura.
La
abuela Malivoire, no oyendo sus pasos, se vuelve y
queda estupefacta.
—¿Qué
tienes? —dice.
Y
la hija, Celeste, una moza alta, rubia, de cabellos
tostados, de mejillas quemadas y manchadas de pecas,
como si en el rostro le hubiesen caído gotas de
fuego mientras se peinaba un día al sol, murmuró,
gimoteando nuevamente, cual gime el niño a quien se
pega:
—¡No
puedo llevar la leche!
La
madre la miraba con aire inquieto. Repitió:
—¿Qué
tienes?
Celeste
agregó sentada en el suelo entre sus dos cubos y
tapándose el rostro con el delantal:
—Esto
me duele demasiado. No puedo.
La
madre repitió por segunda vez:
—¿Qué
tienes?
Y
gimió la muchacha:
—Creo
que estoy encinta.
Y
sollozó.
La
vieja soltó a su vez los cubos de leche, tan
asombrada, que no sabía qué decir. Por último,
balbució:
—¿Que...,
que estás encinta, haragana? ¿Es posible?
Los
Malivoires eran ricos labriegos, gente apañadita,
ordenada, respetada, maliciosa y pudiente.
La
chica tartajeó:
—Me
parece que no me engaño.
Asombrada,
la madre miraba a su hija, que lloriqueaba a sus
pies. Al cabo de unos segundos, exclamó:
—¡Conque
estás encinta! ¡Encinta! ¿Y dónde has cogido
eso, mala pécora?
Y
Celeste, sacudida por la emoción, murmuró:
—Me
parece que fue en el coche de Pólito.
La
vieja trataba de comprender, trataba de adivinar,
trataba de saber quién habría podido hacer a su
hija aquel mal servicio. Si era un mozo riquejo y
bien mirado, se trataría de arreglar la cosa: el
mal no existiría entonces más que a medias; no era
Celeste la única a quien le había ocurrido
aquello; pero le contrariaba el hecho de todos
modos, en vista del giro que tomaba el asunto.
Agregó:
—¿Y
quién te hizo eso, estúpida?
Celeste,
resuelta a decirlo todo, se atrevió a murmurar:
—Creo
que fue Pólito.
Entonces
la tía Malivoire, enloquecida por la cólera, se
arrojó sobre su hija y se puso a pegarle con tanta
furia que se le cayó el gorro.
Descargaba
recios puñetazos sobre la cabeza, sobre la espalda,
sobre todo el cuerpo, y Celeste, tumbada por
completo entre los dos cubos, que la protegían
algo, se limitaba a ocultar el rostro entre las
manos bien abiertas.
Todas
las vacas, sorprendidas, habían cesado de comer y,
habiéndose vuelto, miraban con sus grandes ojos. La
última bramó, alargando el hocico hacia las
mujeres.
Después
de golpear hasta cansarse, la tía Malivoire,
sofocada, se detuvo; y, recobrando algo el uso de
sus facultades, quiso darse la más exacta cuenta de
la situación.
—¡Pólito!
—dijo—. ¿Es posible? ¿Cómo te dejaste coger
por un cochero de diligencia? ¿Habías perdido el
seso? ¡Menester será que te haya dado un filtro
aquel holgazán!
Y
Celeste, tumbada siempre en el suelo, murmuró de
cara al polvo:
—¡No
le pagaba el asiento!
La
vieja normanda comprendió entonces.
***
Todas
las semanas, el miércoles y el sábado, Celeste iba
al pueblo con los productos de la granja, la
volatería, la crema y los huevos.
Salía
a las siete con sus dos cestos del brazo, los quesos
y demás en el uno, las gallinas en el otro, e iba a
esperar en la carretera la diligencia de Yvetot.
Dejaba
en tierra sus mercancías y se sentaba en la zanja,
mientras las gallinas de corto y agudo pico y los
patos de pico largo y ancho, sacando la cabeza por
entre los mimbres, miraban con su ojo redondo,
estúpido y lleno de asombro.
Pronto
el carruaje, especie de cofre amarillo protegido por
un toldo de cuero negro, llegaba allí sacudiendo su
trasera, movida por el trote aparatoso de una blanca
yegua.
Y
Pólito, el cochero, un robusto y alegre muchacho,
barrigudo, aunque joven, y tostado por el sol,
curtido por el viento, mojado por las lluvias y
teñido por el aguardiente, que tenía el rostro y
el cuello de color de ladrillo, gritaba a lo lejos,
haciendo sonar su látigo:
—¡Buenos
días, señorita Celeste! ¿Cómo va de salud?
Ella
le tendía, uno tras otro, sus cestos, que él
colocaba sobre la imperial; luego subía la moza,
levantando la pierna para alcanzar el estribo, y
enseñando la pantorrilla, cubierta por una media
azul.
Y
cada vez tenía Pólito la misma broma: “¡Caramba,
no ha enflaquecido!”
Y
ella se echaba a reír, encontrando graciosa la
frase. Luego él lanzaba un: “¡Arre, Capitana!”,
que hacía arrancar al flaco animal. Entonces
Celeste sacaba el portamonedas del fondo del
bolsillo y de él diez sueldos, seis por ella y
cuatro por los cestos de mercancías, y se los daba
a Pólito por encima del hombro.
Él
los cogía, diciendo al alargar la mano:
—¿Tampoco
es hoy la fiesta?
Y
se reía de la mejor gana, volviéndose hacia la
joven para mirarla con más comodidad.
Mucho
le costaba a ella el dar cada vez aquel medio franco
por tres kilómetros de camino. Y cuando no tenía
sueldo sufría más aún, no pudiendo decidirse a
alargar una moneda de plata.
Un
día, en el momento de ir a pagar, no pudo
contenerse.
—Tratándose
—dijo— de una buena parroquiana como yo, no
debiera cobrarme usted más que seis sueldos.
Él
se echó a reír.
—¿Seis
sueldos, hermosa mía? Vale usted más que eso,
seguramente que vale usted más.
Ella
insistió:
—Vienen
a resultarle a usted más de dos francos mensuales.
Y
él gritó, arreando al animal:
—Para
que vea usted que soy amable, no le cobraré nada si
consiente en la fiesta.
Ella
preguntó con sencillez:
—¿Qué
quiere decir eso?
Él
se divertía tanto, que tosía a fuerza de reír.
—Una
fiesta es una fiesta. ¡Caramba! Una fiesta entre
moza y mozo, un dúo sin música.
Ella
comprendió, se ruborizó y dijo:
—No
me conviene el trato, señor Pólito.
Pero
él no se intimidó, y repetía riendo más y más:
—Ya
le convendrá a usted ¡una fiesta entre moza y
mozo!
Y
a partir de entonces, todos los días, cuando ella
le iba a pagar, el cochero le preguntaba:
—¿Tampoco
es hoy la fiesta?
Ella
bromeaba también, y respondía:
—Tampoco,
señor Pólito; pero será el sábado, se lo
aseguro.
Y
él gritaba, riendo:
—Muy
bien; ¡vaya por el sábado!
Y
ella calculaba interiormente que, en los dos años
que duraba la cosa, había pagado cuarenta y ocho
francos a Pólito, y cuarenta y ocho francos son una
cantidad en el campo; y calculaba también que
dentro de dos años más, le habría dado cerca de
cien francos de plata.
Y
tanto calculó que un día, un día de primavera que
estaban solos, cuando él le preguntó, según
costumbre:
—¿Tampoco
es hoy la fiesta?
Ella
le respondió:
—Como
usted guste, señor Pólito.
A
él no le sorprendió la cosa y saltó dentro del
coche, murmurando con satisfacción:
—Sea
hoy, pues. ¡Ya sabía yo que acabaríamos por
entendernos!
Y
la vieja yegua blanca se puso a trotar tan
suavemente que parecía bailar sin dar un paso,
indiferente a la voz que te gritaba desde el fondo
del coche:
—¡Arre,
Capitana, arre!
***
Tres
meses después, Celeste se dio cuenta de que estaba
encinta.
Había
dicho todo esto con voz lacrimosa. Y su madre,
pálida de ira, le preguntó:
—¿Cuánto
ha valido eso, según tu cuenta?
Celeste
dijo:
—Cuatro
meses, a diez sueldos viaje... Pues ocho francos.
Al
oír esto, la rabia de la campesina se desencadenó
espantosamente, y, cayendo otra vez sobre la
muchacha, la golpeó hasta perder el resuello. En
seguida, levantándose:
—¿Y
le has dicho —exclamó— que estás encinta?
—¿Qué
le he de decir?
—¿Por
qué no?
—¿Para
que me hubiese hecho pagar? ¡No soy tan tonta!
La
vieja meditó luego, tomando otra vez los cubos:
—¡Vamos!
—dijo—, levántate y trata de seguirme.
Pasado
un instante agregó:
—Por
otra parte, no le digas nada mientras él no lo
note; ¡así podrás ir de balde seis u ocho meses!
Y
habiéndose puesto en pie, la moza, llorando aún,
despeinada y cubierta de polvo, echó a andar con
tardo paso tras de su madre, murmurando:
—¡Es
claro que no se lo diré!
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