Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
Claro de luna (1882)
(“Claire de lune”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (19 de octubre de 1882)
Clair de lune (1883)
El padre Marignan llevaba con
gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático,
de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía
una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios,
penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.
A veces, cuando a grandes pasos
recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu
una interrogación: “¿Con qué fin creó Dios aquello?” Y
ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el
lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de
murmurar en un transporte de piadosa humildad: “¡Señor, tus
designios son impenetrables!” El padre Marignan se decía a sí
mismo: “Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de
obrar y adivinar las que no conozco”.
Todo le parecía creado en la
naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y
fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para
hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las
lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y
las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían
totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote
sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo
que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las
duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.
Sin embargo, el padre Marignan
odiaba a las mujeres, las odiaba inconscientemente y las despreciaba
por instinto. Repetía casi siempre las palabras de Cristo: “Mujer,
¿qué hay de común entre tú y yo?” Y entonces añadía: “Se
diría que el mismo Dios estaba descontento de aquella creación suya”.
Para él, la mujer era la criatura doce veces impura de que habla el
poeta. Era el ser tentador que había arrastrado al pecado al primer
hombre y que continuaba la obra infernal, el ente flaco, peligroso,
misteriosamente perturbador. Y más aún, que su cuerpo de perdición
detestaba a su alma amorosa.
En alguna ocasión había sentido
esa ternura femenina envolviéndole, y aunque se supiese inexpugnable,
se exasperaba ante la necesidad de amar que palpitaba incesantemente
en tales criaturas.
En su opinión, la mujer sólo
existía para tentar al hombre y probarlo. Nadie debería aproximarse
a ella sin las precauciones defensivas y los recelos que se tienen
ante las celadas. Y en verdad se parecía a una celada, de labios
suplicantes y brazos abiertos, tendida al hombre.
El padre Marignan apenas tenía
indulgencia para las religiosas, cuyo voto las hacía inofensivas;
pero, a pesar de ello, las trataba con rudeza, porque sentía que,
latente en el fondo de sus corazones enclaustrados, tenían aquella
perpetua ternura, alcanzándole a él, aunque fuese cura.
La presentía en aquellas miradas
más húmedas de piedad que las de los frailes, en aquellos éxtasis
donde se transparentaba siempre la mujer, en aquellos transportes de
amor a Cristo que le indignaban, porque en ellas todo era materia;
veía la maldita ternura en la propia docilidad, en la dulzura de la
voz cuando le hablaban, en los ojos puestos en el suelo, en las
lágrimas resignadas, si él las reprendía con dureza.
Sacudía la sotana en las puertas
del convento y salía de allí rápidamente como si huyese de un
peligro.
Tenía el cura una sobrina que
vivía con su madre en una casita próxima. Se le había metido en la
cabeza hacer de ella una hermana de la caridad.
Era bonita, alegre y zalamera.
Cuando el padre la reprendía se limitaba a reír, y cuando la
regañaba de veras lo besaba con vehemencia, apretándolo contra su
corazón, mientras el sacerdote, involuntariamente, procuraba
deshacerse de aquel abrazo, que al mismo tiempo le proporcionaba una
dulce alegría y despertaba en él la sensación de paternidad que
yace en el fondo de todo hombre.
Muchas veces le hablaba de Dios,
de su Dios, mientras caminaban por los campos; pero la joven no le
escuchaba y miraba el cielo, las hierbas, las flores, con una alegría
de vivir que se le asomaba a los ojos. En algunas ocasiones corría
para coger una mariposa, exclamando al traerla consigo: “Mire tío,
¡qué linda es! ¡Hasta siento deseos de besarla!” Y esta necesidad
de besar bichos o flores encorajinaba, irritaba y revolvía al padre,
que una vez más tropezaba con la enraizada ternura que germina
siempre en el corazón femenino.
Pero un día, la mujer del
sacristán, que cuidaba de las faenas domésticas de la casa del padre
Marignan, le comunicó cautelosamente que su sobrina tenía un
enamorado.
Sintió un asombro tan grande, que
quedó sofocado, sin poder hablar, con la cara llena de jabón, pues
en aquel momento empezaba a afeitarse.
Tan pronto como se halló en
estado de reflexionar y de poder pronunciar alguna palabra, exclamó:
—¡Está usted mintiendo,
Melania! ¡Eso no es verdad!
Mas la campesina juró
solemnemente:
—¡Que Nuestro Señor no me dé
más de una hora de vida si yo le miento, señor cura! Ella se
entrevista con él todas las noches después que su señora hermana
está acostada. Se encuentran en las márgenes del río. Si quisiera
verlos e ir allá, es entre las diez y la media noche.
El párroco dejó el afeitado de
su cara y púsose a pasear de un lado para otro, como hacía siempre
en las ocasiones de grave meditación. Cuando volvió a afeitarse, se
cortó tres veces entre la nariz y la oreja.
Durante todo el día se mantuvo
silencioso, lleno de indignación y de cólera; a su indignación de
eclesiástico ante el invencible amor, se unía una exasperación de
padre moral, de tutor, de director espiritual engañado, eludido por
una criatura; esa cólera egoísta de los padres a quienes la hija
anuncia que hizo sin ellos y sin su consentimiento la elección del
marido.
Después de comer intentó leer un
rato, pero no lo consiguió; se sentía cada vez más indignado. Al
sonar las diez tomó el bastón, una enorme rama de árbol que llevaba
siempre en sus caminatas nocturnas cuando iba a llevar los Sacramentos
a algún moribundo. Contempló sonriendo la enorme garrota con sólido
puño campesino mientras la agitaba amenazadoramente, y, de repente,
la levantó y, con los dientes apretados, golpeó una silla, cuyo
respaldo roto cayó al suelo.
Al abrir la puerta para salir, se
detuvo sorprendido por la extraordinaria luz de la luna, bella como
casi nunca suele verse.
Poseedor de un espíritu
entusiasta, espíritu que todos los padres de la iglesia, esos poetas
soñadores, deberían tener, se sintió repentinamente distraído de
lo que tanto le preocupaba, impresionado por la grandiosa y serena
belleza de la pálida noche.
En el jardincillo del presbiterio,
bañado por suave luz, los árboles en flor alineados en filas,
dibujaban sobre el paseo sus sombras de frágiles ramos de hojas que
nacían, en tanto la madreselva gigante, unida al muro de la casa,
exhalaba deliciosos aromas como azucarados, que vagaban en la noche
fresca y clara como un alma perfumada.
El párroco respiró hondo,
bebiendo el aire como los ebrios beben vino, y fue caminando a pasos
lentos, feliz, maravillado, olvidándose casi de la sobrina.
Cuando llegó al campo se paró
para contemplar la llanura inundada por la luna acariciadora,
sumergida en el encanto suave y lánguido de las noches serenas.
Las ranas lanzaban al espacio,
incesantemente, sus notas cortas y metálicas, y ruiseñores lejanos
dejaban oír una música que provocaba los sueños y no obligaba a
pensar, esa música leve y vibrante que parece creada para los besos,
bajo la seducción de la luna.
El cura continuó su camino con el
corazón turbado sin que supiese el porqué. Sentíase de repente
débil y agotado; tenía deseos de sentarse, de quedarse allí a
contemplar y admirar a Dios a través de su obra.
A lo lejos, siguiendo las
ondulaciones del riachuelo, serpenteaba la línea extensa de los
chopos. Una neblina fría, un vapor blanco que atravesaban los rayos
de luna, tornándolo plateado y brillante, estaba suspendido alrededor
y encima de sus márgenes y envolvía el curso tortuoso de las aguas
en una especie de algodón leve y transparente.
Una vez más se detuvo el padre
Marignan, empapado hasta el fondo de su alma de un enternecimiento
creciente, irresistible. Y una vaga inquietud lo iba invadiendo;
sentía nacer dentro de sí una de sus habituales interrogaciones:
¿Con qué fin había creado Dios
semejante noches? Pues, si estaban destinadas al sueño, a la
inconsciencia, al reposo, al olvido de todo, ¿para qué hacerlas más
bellas que los días, más dulces que las auroras y las tardes? Y ¿por
qué razón ese astro lento y seductor (más poético que el sol y que
parece destinado, de tal manera es discreto, a iluminar cosas
demasiado deliciosas y misteriosas para la luz del día) transformaba
las tinieblas en transparencia?
¿Por qué razón el más hábil
de los pájaros cantores no descansaba como los otros y se hacía oír
en la sombra perturbadora?
¿Para qué envolvía el mundo
aquel fino velo?
¿Y porqué los estremecimientos
del corazón, la emoción del alma y la languidez del cuerpo?
¿A quién estaba destinado aquel
desdoblar de encantos que los hombres no contemplaban, porque
reposaban en sus lechos?
¿Para quién, entonces, ese
espectáculo sublime, esa abundancia de poesía lanzada del Cielo a la
tierra?
Y el párroco no encontraba
explicación. Pero he aquí que distantes, a la orilla del prado, bajo
la bóveda de los árboles húmedos y brillantes de rocío, habían
aparecido dos sombras caminando muy unidas.
El hombre era más alto e iba
abrazado al cuello de su compañera; de vez en cuando la besaba en la
cabeza. Sus figuras animaron de repente el paisaje inmóvil que los
rodeaba como un marco divino creado para ellos.
Se diría que no eran más que un
solo ser para quien se destinaba aquella tranquila y silenciosa noche;
venían en dirección al sacerdote como una respuesta viva, la
respuesta que el Señor concedía a su pregunta.
El continuó allí con el corazón
palpitante, turbado, imaginando ver una escena bíblica como los
amores de Ruth y Booz o la realización de un designio de Dios en uno
de aquellos grandes cenáculos de que hablan las Escrituras. Se
acordó de los versículos del Cantar de los Cantares, de las llamadas
de amor, de todo el calor de ese poema ardiente de ternura.
Y se dijo a sí mismo: “Tal vez
Dios hiciese estas noches para velar de ideal los amores de los
hombres”.
Iba retrocediendo frente a la
abrazada pareja que avanzaba siempre. Era la sobrina, sin duda. Sin
embargo, el sacerdote se preguntaba a sí mismo si no iría él a
desobedecer a Dios. Pues, ¿no era que Dios permitía el amor al
rodearlo de un esplendor así?
Y el cura huyó, desorientado,
casi con vergüenza, como si acabase de penetrar en un templo en el
que no tuviera derecho de entrar.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar