F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)


Los nadadores
(“The Swimmers”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post, 202 (19 de octubre de 1929);
Bits of Paradise: 21 Uncollected Stories by F. Scott and Zelda Fitzgerald
(Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1973, 385 págs.)


I

      En la Place Benoît se cocía lentamente al sol de junio la nube de gasolina de los tubos de escape. Era algo terrible, pues, a diferencia del calor puro, no prometía ninguna fuga al campo: sólo sugería carreteras sofocadas por el mismo asma sucio. En la sucursal parisina de The Promissory Trust Company, frente a la plaza, un norteamericano de treinta y cinco años inhalaba aquel aire viciado, aquel olor que le dictó lo que debía hacer inmediatamente. Lo invadió de pronto una oleada de pánico y subió al cuarto de baño, donde, casi temblando, se encerró.
       Por la ventana del lavabo vio al azar un letrero: 1.000 Chemises. Las camisas en cuestión llenaban el escaparate de una tienda, apiladas, con la corbata puesta, o en desordenado montón, o incluso colgadas con pésimo gusto en una vitrina. 1.000 Chemises: ¡Cuéntelas! A la izquierda leyó: Papeterie, Pátisserie, Soldé, Reclame, Constance Talmadge en Déjeuner de Soleil; y su mirada, al huir hacia la derecha, encontró más anuncios sombríos: Vétements Ecclésiastiques, Déclaration de Décès, Pompes Fúnebres. Vida y muerte.
       El temblor de Henry Marston se convirtió en convulsiones; pensó que sería agradable que aquello fuera el final y no tener nada más que hacer, y con cierta esperanza se sentó en un taburete. Pero es raro que llegue de verdad el final, y, al cabo de un rato, cuando ya estaba demasiado exhausto para preocuparse, cesaron las convulsiones y se sintió mejor. Mientras bajaba la escalera, con la expresión de inteligencia y seguridad en sí mismo de cualquier otro empleado del banco, saludó a dos clientes conocidos, y con gesto severo clavó la vista en el mediodía.
       —¡Pero si es Henry Clay Marston! —un anciano muy atractivo le estrechó la mano y se sentó ante su escritorio—. Henry, me gustaría que charláramos a propósito de lo que hablamos la otra noche. ¿Comemos juntos? En aquel sitio pequeño donde había tantos árboles.
       —Imposible, juez Waterbury; tengo un compromiso.
       —Entonces hablaremos ahora, porque me voy esta tarde. ¿Cuánto te pagan esos plutócratas por hacerte el importante aquí?
       —Diez mil dólares más algún dinero para gastos —respondió.
       —¿Te gustaría volver a Richmond y ganar más o menos el doble? Llevas aquí ocho años y no sabes las oportunidades que estás perdiendo. Mis dos chicos...
       Henry escuchaba con agradecimiento, pero aquella mañana no podía concentrarse. Divagó sobre lo cómodo que era vivir en París y se abstuvo de manifestar su verdadera opinión sobre la vida en Estados Unidos.
       El juez Waterbury hizo señas a un hombre alto y pálido que esperaba ante la ventanilla de la correspondencia.
       —Te presento al señor Wiese —dijo—. Es del Sur. Se podría decir que es mi socio.
       —Encantado de conocerle —el acento del señor Wiese era excesivo, casi deliberadamente sureño—. Creo que el juez le está haciendo una oferta.
       —Sí —respondió escuetamente Henry. Reconoció al prototipo odioso del próspero explotador, presumiblemente fruto de un cruce entre aventurero llegado del Norte y blanco pobre del Sur. Cuando Wiese volvió a la ventanilla, el juez dijo como si pidiera disculpas:
       —Es uno de los hombres más ricos del Sur, Henry —y añadió—: Vuelve a casa, a América, muchacho.
       —Lo pensaré, juez.
       Por un momento aquella rubicunda cabeza entrecana le había parecido el colmo de la amabilidad, pero inmediatamente se había transformado en algo unidimensional, acabado a máquina, una cabeza burda, lamentablemente nada europea. Henry Marston respetaba aquella franca amabilidad: formaba parte de su trabajo diario en el banco, como un objeto precioso arrancado de su época y lugar forma parte del trabajo del conservador de un museo; pero le servía de poco; los problemas vitales de Henry Marston sólo podían resolverse en Francia. Cada tarde, cuando volvía a casa, dejaba atrás definitivamente a siete generaciones de virginianos, sus antepasados.
       Su casa era un precioso apartamento de techos altos, en un edificio de la Rué Monsieur que alguna vez había sido el palacio de un cardenal del Renacimiento: la típica cosa que Henry no se hubiera podido permitir en Estados Unidos. Choupette, con algo más que el rígido tradicionalismo del gusto burgués francés, había embellecido el piso, donde se movía con elegancia, junto a los niños. Era una rubia latina, frágil, de rasgos pronunciados y distinguidos, y unos ojos franceses, vivos y tristes, que fascinaron a Henry en una pensión de Grenoble en 1918. Los dos niños se parecían a Henry, elegido el alumno más guapo de la Universidad de Virginia pocos años antes de la guerra.
       Henry subió los dos amplios tramos de escaleras y se detuvo un instante ante la puerta, jadeando. Era un sitio tranquilo y fresco, pero parecía presagiar el hecho terrible que estaba a punto de suceder. Oyó la una en el reloj, dentro del piso, e introdujo la llave en la cerradura.
       La criada, que llevaba treinta años con la familia de Choupette, apareció ante él con la boca abierta a mitad de un suspiro.
       —Bonjour, Louise.
       —¡Monsieur! —Henry lanzó el sombrero a una silla—. Pero, monsieur... ¡Yo había entendido que monsieur dijo por teléfono que iba a Tours a recoger a los niños!
       —He cambiado de opinión, Louise.
       Dio un paso, y la última duda desapareció ante el terror que reflejaba la cara de la mujer.
       —¿Está madame en casa?
       Entonces vio el sombrero de hombre y el bastón en la mesa de la entrada y por primera vez en su vida pudo oír el silencio: un silencio estrepitoso, como un zumbido, agobiante como un cañonazo o un trueno. Y, cuando la criada interrumpió aquel momento inacabable con un gritito de espanto, Henry abrió las puertas correderas y entró en la habitación contigua.
       Una hora más tarde el doctor Derocco, de la Faculté de Médecine, tocaba al timbre del apartamento. Choupette Marston, muy seria y un poco ojerosa, abrió la puerta. Después de los habituales cumplidos franceses, dijo:
       —Mi marido lleva semanas sintiéndose mal. Pero no se quejaba tanto como para preocuparme. Y de pronto ha sufrido un colapso; no puede hablar ni moverse. Tengo que decirle que esto podría deberse a cierta indiscreción mía. El caso es que ha habido una situación violenta, una discusión, y, a veces, cuando está nervioso, mi marido no entiende bien el francés.
       —Lo reconoceré —dijo el médico; y pensó: «Hay cosas que se entienden inmediatamente en todas las lenguas».
       Durante las cuatro semanas siguientes algunas personas oyeron extrañas frases que hablaban de mil camisas, y de cómo los habitantes de París estaban siendo anestesiados con gasolina barata: eran un psiquiatra, poco inclinado a creer que existiera algún problema mental importante; una enfermera del Hospital Americano; y Choupette, asustada, desafiante y, a su manera, profundamente arrepentida. Un mes más tarde, cuando Henry despertó en su dormitorio de siempre, a la luz de una pantalla, la encontró sentada al lado de la cama y buscó su mano.
       —Te quiero todavía —dijo—. Eso es lo raro.
       —Duerme, tonto.
       —Ante todo —continuó Henry con cierta ironía—, puedes contar con que me portaré como un verdadero europeo.
       —¡Por favor! Me partes el corazón.
       Cuando se incorporó en la cama, volvían a estar juntos otra vez, mucho más cerca que en los últimos meses.
       —Vais a tener otras vacaciones —dijo Henry a los dos chicos cuando volvieron del campo—. Papá tiene que ir a la playa, a terminar de ponerse bien.
       —¿Nadaremos?
       —¿Queréis ahogaros, niños? —exclamó Choupette—. ¿Qué tonterías estáis diciendo? ¿A vuestra edad? ¡Ni hablar!
       Así que en San Juan de Luz se sentaban en la orilla y miraban cómo los ingleses y los americanos y algunos atrevidos pioneros franceses de le sport surcaban las aguas entre el embarcadero y la torre de los trampolines, de la motora a la playa. Había barcos de paso, islas luminosas y admirables, y montañas que se extendían hasta zonas más frías, y villas amarillas y rojas, con nombres como Fleur des Bois, Mon Nid o Sans-Souci, y, a lo lejos, cansados pueblos franceses de argamasa y piedra gris.
       Choupette se sentaba al lado de Henry, con una sombrilla para proteger del sol su piel de melocotón.
       —¡Mira! —decía cuando veía a las bronceadas chicas americanas—. ¿Te parece bonito? A los treinta años tendrán la piel como el cuero: una especie de velo marrón para tapar todos los defectos, de manera que todo el mundo parezca igual. ¡Y esas mujeres de cien kilos con esos bañadores! ¿No sirve la ropa para disimular los errores de la naturaleza?
       Henry Clay Marston era uno de esos virginianos que están más orgullosos de ser virginianos que de ser americanos. Esta poderosa palabra, que abarca a todo un continente, significaba menos para él que el recuerdo de su abuelo, que dio la libertad a sus esclavos en 1858, combatió desde Manassas a Appomattox, leía para entretenerse a Huxley y Spencer, y creía en la casta sólo si expresaba lo mejor de la raza.
       Para Choupette todo aquello era confuso. Sus críticas más explícitas contra los norteamericanos iban dirigidas contra las mujeres.
       —¿Cómo las clasificarías? —decía con vehemencia—. Grandes damas, burguesas, aventureras... Todas son iguales. ¡Mira! ¿Adonde iría yo a parar si tratara de comportarme como tu amiga, madame de Richepin? Mi padre era catedrático de una universidad de provincias, y hay cosas que yo no podría hacer porque no las aceptaría mi clase, mi familia. Y hay cosas que madame de Richepin no podría hacer por su clase y su familia —señaló de pronto a una chica americana que se metía en el agua—: Esa señorita bien puede ser una mecanógrafa, pero se cree obligada a disfrazarse, vistiéndose y comportándose como si tuviera todo el dinero del mundo.
       —Puede que algún día lo tenga.
       —Ése es el cuento que les cuentan. Puede que una lo consiga, pero no noventa y nueve. Por eso, en cuanto llegan a los treinta, tienen cara de insatisfechas y amargadas.
       Aunque Henry, en general, estaba de acuerdo, no podía evitar reírse para sus adentros cuando veía el blanco que había elegido Choupette aquella tarde. La chica —quizá tuviera dieciocho años— evidentemente no usaba ningún disfraz: era lo que el padre de Henry hubiera llamado un purasangre. Tenía una cara inteligente, seria, que además era preciosa por la indiscutible e insoslayable perfección de sus rasgos, de los que podría prescindir sin perder aplomo ni distinción.
       Llena de gracia, a la vez exquisita y consistente, representaba a la perfección ese tipo de chica americana que hace que uno se pregunte si no exigirán el sacrificio del hombre, como, en el siglo pasado, las clases bajas de Inglaterra fueron sacrificadas para producir la clase gobernante.
       Los dos jóvenes que salieron del agua cuando ella se zambulló tenían la espalda ancha y la cara inexpresiva. La chica les sonrió: ni más ni menos de lo que se merecían, hasta que eligiera al futuro padre de sus hijos y se abandonara a su destino. Hasta entonces... Henry Marston disfrutaba mirándola: cómo sus brazos, peces voladores, cortaban el agua a estilo crol, y su cuerpo se doblaba y estiraba cuando se lanzaba desde el trampolín de cabeza o en un salto de carpa. Y cómo su cabeza emergía de las profundidades, y airosamente se echaba hacia atrás el pelo mojado.
       Los dos jóvenes pasaron cerca.
       —Salpican agua —dijo Choupette— y se van a otra parte y salpican más agua. Pasan meses en Francia y ni siquiera saben el nombre del presidente. Son unos parásitos: Europa no había visto cosa igual desde hace cien años.
       Pero Henry se había puesto de pie bruscamente, y enseguida toda la playa se levantó. Algo había ocurrido en los cincuenta metros que separaban de la costa el embarcadero desierto. Una cabeza brillaba en la superficie. No nadaba, sino que gritaba con voz débil, asustada:
       —Au secours! ¡Socorro!
       —¡Henry! —dijo Choupette—. ¡No vayas! ¡Henry!
       La playa estaba casi desierta al mediodía, pero Henry y algunos más corrieron hacia el agua; los dos jóvenes americanos oyeron los gritos, dieron media vuelta y se sumaron a la carrera. Fue un instante de frenesí, con media docena de cabezas que fluctuaban en el agua. Choupette, agarrada a su sombrilla, pero arreglándoselas para retorcerse las manos a la vez, corría por la playa gritando:
       —¡Henry! ¡Henry!
       Ahora había más manos que ayudaban, y dos grupos se formaron alrededor de los cuerpos que yacían a la orilla. El joven que había rescatado a la chica consiguió reanimarla en unos segundos, pero más difícil resultó sacar del agua a Henry, que no sabía nadar.

II

       —Éste es el hombre que no sabía si sabía nadar porque nunca había hecho la prueba.
       Henry se levantó de la tumbona sonriendo estúpidamente. Era la mañana siguiente, y la chica rescatada acababa de aparecer en la playa con su hermano. Le devolvió a Henry una sonrisa despreocupada, luminosa, más de admiración que de gratitud.
       —Lo menos que puedo hacer es enseñarle a nadar —dijo.
       —Me gustaría. Lo decidí ayer en el agua, antes de hundirme por décima vez.
       —Puede confiar en mí. Nunca volveré a comer helado de chocolate antes de bañarme.
       Mientras la chica se metía en el agua, Choupette preguntó:
       —¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? Esta vida es un aburrimiento.
       —Nos quedaremos hasta que yo aprenda a nadar. Y los niños también.
       —Estupendo. He visto un bañador muy bonito, en dos tonos de azul, que vale cincuenta francos. Te lo compraré esta tarde.
       Sintiéndose un poco barrigudo y pálido como un enfermo, Henry, llevando de la mano a sus dos hijos, se metió en el agua. Las olas rompían sobre él, le hacían tambalearse, mientras los chicos gritaban de alegría; con la resaca, el agua refluía arremolinándose amenazadoramente a sus pies como apresurándose a volver al mar. Se adentró un poco más. Con el agua por la cintura, junto a otros tan asustados como él, mirando a la gente que saltaba desde los trampolines, esperaba a que la chica viniera a cumplir su promesa, y sintió algo de vergüenza cuando por fin llegó.
       —Empezaré con el mayor. Usted mire, y trate de imitarlo.
       Henry no sabía qué hacer en el agua. Se le introducía por la nariz, produciéndole un fuerte escozor; lo cegaba; se le quedaba después en los oídos, donde parecía moverse y resonar como arenilla durante horas. También lo descubrió el sol y le arrancó de los hombros tiras de pergamino: las ampollas de la espalda le hicieron pasar noches de fiebre e intenso dolor. Al cabo de una semana nadaba, de mala manera y jadeando, apenas unos metros. La chica le enseñó una modalidad de crol, pues Henry sabía que la braza era un estilo anticuado para ineptos y viejos. Choupette lo sorprendió mirando su cara bronceada en el espejo con una especie de fascinación, y el hijo menor contrajo en la playa una ligera infección en la piel que lo obligó a retirarse de la competición. Pero un día Henry luchó desesperadamente por mantenerse a flote y, esforzándose hasta el último aliento, lo consiguió.
       —Ya está —le dijo a la chica cuando pudo hablar—, ya me puedo ir mañana de San Juan.
       —Me da pena.
       —¿Qué vais a hacer vosotros?
       —Mi hermano y yo nos vamos a Antibes; allí se puede nadar durante todo el mes de octubre. Luego iremos a Florida.
       —¿A nadar? —preguntó Henry, divertido.
       —Exactamente. A nadar.
       —¿Por qué nadas?
       —Para limpiarme —contestó sorprendentemente.
       —¿Para limpiarte qué?
       La chica arrugó la frente.
       —No sé por qué he dicho eso. Pero en el mar te sientes limpia.
       —Los americanos son muy especiales con la limpieza —comentó Henry.
       —¿Se puede ser de otra manera?
       —Quiero decir que incluso nos molesta limpiar nuestra propia suciedad.
       —No lo sé.
       —Pero dime cómo...
       Se interrumpió, sorprendido. Había estado a punto de pedirle que le explicara muchas cosas: que le dijera qué era limpio y qué era sucio, qué valía la pena saber y qué era sólo palabras. Había estado a punto de pedirle que le abriera una nueva puerta a la vida. Y, cuando la miró por última vez a los ojos, llenos de secretos inescrutables, se dio cuenta de cuánto iba a echar de menos aquellas mañanas, sin saber si lo que le interesaba era la chica o lo que representaba de su país siempre nuevo y siempre cambiante.
       —Nos vamos mañana —dijo a Choupette aquella noche.
       —¿A París?
       —A América.
       —¿Quieres decir que yo también me voy? ¿Y los niños?
       —Sí.
       —Pero eso es absurdo —protestó—. La última vez el viaje nos costó más que lo que gastamos aquí en seis meses. Y entonces sólo éramos tres. Ahora que por fin habíamos conseguido salir adelante...
       —De eso se trata. Estoy cansado de salir adelante gracias a tus manías ahorrativas y a no tener qué ponerme. Quiero ganar más. A los americanos nos falta algo si no tenemos dinero.
       —¿Me estás diciendo que nos vamos a quedar en Estados Unidos?
       —Es muy posible.
       Se miraron a los ojos, y, a su pesar, Choupette comprendió. Durante ocho años, a través de un continuo proceso de adaptación, Henry se había amoldado a su modo de vida, sustituyendo la confusión moral de su país, Estados Unidos, por la tradición, la sabiduría y la sofisticación de Francia. Después de lo que había ocurrido en París, comprender y olvidar parecía lo más importante, aferrarse al hogar como algo que está por encima de los caprichos del amor. Sólo ahora, rebosante de salud, con una sensación de bienestar que no disfrutaba desde hacía años, Henry había descubierto cuál era la reacción adecuada. Había conseguido liberarse. A cambio de una profunda sensación de pérdida, recuperaba la identidad masculina que le había confiado hacía ocho años a una juiciosa chica de Provenza.
       Choupette se resistió.
       —Tienes un buen trabajo y nos sobra el dinero. Y sabes que aquí la vida es más barata.
       —Los niños se van haciendo mayores, y no sé si me apetece que se eduquen en Francia.
       —Pero eso ya está decidido —Choupette estaba a punto de llorar—. Tú mismo has admitido que en Estados Unidos la educación es superficial y caprichosa, sujeta a modas ridiculas. ¿Quieres que tus hijos sean como esos dos imbéciles de la playa?
       —A lo mejor he pensado en mí ante todo, Choupette. Los que salieron de la universidad hace ocho años y presentaron entonces en el banco sus cartas de recomendación hoy viajan en coches de diez mil dólares. Y a mí me daba igual: me convencía a mí mismo de que yo tenía el mejor de los refugios, sólo porque nosotros sabíamos que la langosta a la armoricaine era en realidad langosta a la américaine. Puede que ya no tenga esa sensación.
       Choupette se puso más seria.
       —Si es eso...
       —Piénsalo. Empezaremos de nuevo.
       Choupette se quedó pensativa un instante.
       —Mi hermana puede encargarse del apartamento, claro.
       —Claro que sí —Henry estaba entusiasmado—. Y allí seguro que hay cosas que te chiflan. Tendremos un buen coche, por ejemplo, y una nevera eléctrica, y toda clase de máquinas increíbles que sustituirán a las criadas. Será estupendo. Aprenderás a jugar al golf y pasarás el día hablando de niños. Y están las películas.
       Choupette sollozó.
       —Al principio será un poco terrible —admitió Henry—, pero todavía quedan algunas buenas cocineras negras, y seguramente tendremos dos cuartos de baño.
       —Soy incapaz de usar más de uno a la vez.
       —Ya aprenderás.
       Un mes más tarde, cuando la hermosa isla blanca se les acercaba flotando en la bahía de Nueva York, a Henry, aliviado, se le hizo un nudo en la garganta. Hubiera querido gritar a Choupette y a todos los extranjeros: «¡Ahora veréis!».


III

       Casi tres años después, Henry Marston salió de su oficina en la Calumet Tobacco Company y atravesó el vestíbulo camino del despacho del juez Waterbury. Había envejecido: tenía una sombra de severidad en la cara, y el traje de lino blanco no disimulaba la leve pero irrefrenable pesadez del cuerpo.
       —¿Está ocupado, juez?
       —Pasa, Henry.
       —Me voy mañana a la costa, a ver si adelgazo nadando. Me gustaría hablar con usted antes de irme.
       —¿Los niños van también?
       —Sí, claro.
       —Me figuro que Choupette se irá al extranjero.
       —Este año, no. Creo que vendrá conmigo, a no ser que quiera quedarse aquí, en Richmond.
       El juez pensó: «Está claro: lo sabe todo». Esperó.
       —Quisiera decirle, juez, que voy a dejar el trabajo a finales de septiembre.
       El sillón del juez chirrió cuando lo movió para ponerse de pie.
       —¿Te vas de la empresa, Henry?
       —No exactamente. Walter Ross quiere volver a América; yo quisiera ocupar su puesto en Francia.
       —Pero, chico, ¿sabes cuánto le pagamos a Walter Ross?
       —Siete mil.
       —Y tú ganas veinticinco.
       —Seguramente se habrá enterado usted de que he ganado un poco en la Bolsa —dijo Henry, algo molesto.
       —He oído que entre cien mil y medio millón.
       —Sí, una cantidad intermedia.
       —¿Para qué necesitas entonces un trabajo de siete mil dólares? ¿Tiene Choupette nostalgia del hogar?
       —No. Me parece que a Choupette le gusta estar aquí. Se ha adaptado de una manera asombrosa.
       «Lo sabe todo», pensó el juez. «Quiere huir.»
       Cuando Henry se fue, el juez miró el retrato de su abuelo. En aquel tiempo el asunto hubiera resultado más fácil: un duelo a pistola en el prado del viejo Wharton al amanecer. Habría sido una ventaja para Henry si las cosas no hubieran cambiado.
       El chófer de Henry lo dejó en una nueva zona residencial, frente a una casa de estilo georgiano. Colgó el sombrero en el recibidor y salió a la galería de uno de los laterales de la casa. Desde el columpio Choupette lo miró con una sonrisa de cortesía. Si no fuera por cierta viveza de rasgos y cierto gusto en el vestir imposible de definir habría pasado por americana. Los modismos del Sur le daban a su acento francés un singular encanto, y aún había en los bailes de Navidad estudiantes que la asediaban como a una debutante.
       Henry saludó con la cabeza al señor Charles Wiese, que ocupaba un sillón de mimbre y tenía un gin fizz al alcance de la mano.
       —Quiero hablar con vosotros —dijo mientras se sentaba.
       Las miradas de Wiese y Choupette se cruzaron rápidamente antes de posarse en Henry.
       —Eres libre, Wiese —dijo Henry—. ¿Por qué no os casáis Choupette y tú?
       Choupette se levantó. Sus ojos echaban chispas.
       —Espera —Henry se volvió hacia Wiese—. Llevo casi un año sin meterme en este asunto, porque estaba poniendo en orden mis negocios. Pero vuestra última y brillante idea ha conseguido que me sienta un poco incómodo, un poco sórdido, y no me gusta sentirme así.
       —¿Qué quieres decir? —preguntó Wiese.
       —En mi último viaje a Nueva York habéis hecho que me sigan. Me figuro que con la intención de obtener pruebas contra mí para el divorcio. No lo conseguisteis.
       —No sé cómo se te ha ocurrido semejante idea, Marston; tú...
       —¡No mientas!
       —Pero... —empezó a decir Wiese, pero Henry lo interrumpió con impaciencia:
       —No me vengas con peros, y procura no ponerte nervioso. No estás hablando con un jornalero asustado y con solitaria. No quiero montar una escena: el asunto no me afecta tanto como para eso. Sólo quiero pactar un divorcio.
       —¿Por qué sacas a relucir así estas cosas? —gritó Choupette, que había empezado a hablar en francés—. ¿No podemos hablar a solas, si tanto crees que tienes que echarme en cara?
       —Espera un momento; también podemos dejar las cosas claras ahora mismo —dijo Wiese—. Choupette quiere divorciarse. La vida que lleva contigo no la satisface, y la única razón de que haya aguantado hasta ahora es que es una idealista. No parece que tú valores este hecho, pero es verdad: es incapaz de deshacer un hogar.
       —Es muy conmovedor —Henry miró a Choupette con sorna V amargura—, pero pasemos a los hechos. Me gustaría acabar este asunto antes de irme a Francia.
       Wiese y Choupette volvieron a intercambiar una mirada.
       —Será muy fácil —dijo Wiese—. Choupette no quiere ni un céntimo tuyo.
       —Lo sé. Quiere a los niños. Y la respuesta es ésta: no tendréis a los niños.
       —¡Es indignante! —gritó Choupette—. ¿Cómo se te puede ocurrir que voy a renunciar a mis hijos?
       —¿Qué has pensado, Marston? —preguntó Wiese—. ¿Volver con ellos a Francia y convertirlos en unos expatriados como tú?
       —No. Irán al colegio de Saint Regis y después a Yale. Y no tengo la menor intención de impedirles ver a su madre siempre que ella lo desee: a juzgar por estos dos últimos años, no será con frecuencia. Pero a cambio quiero la custodia legal.
       —¿Por qué? —preguntaron a la vez Choupette y Wiese.
       —Por la familia.
       —¿Qué diablos quieres decir?
       —Prefiero ponerlos a trabajar de aprendices a que se eduquen en la clase de familia que vais a formar Choupette y tú.
       Hubo un instante de silencio. De pronto Choupette cogió su vaso, arrojó el contenido a Henry y se derrumbó en el columpio entre sollozos desgarrados.
       Henry se secó la cara con el pañuelo y se levantó.
       —Me temía algo así —dijo—, pero creo que he dejado mi postura lo suficientemente clara.
       Subió a su cuarto y se echó en la cama. Hacía más de un año que, a lo largo de mil horas de insomnio, llevaba dándole vueltas al problema de conservar a sus hijos sin tomar medidas legales contra
       Choupette, a las que no deseaba recurrir. Sabía que ella quería a los ni
       ños sólo porque sin ellos parecería sospechosa, incluso déclassée, a los
       ojos de su familia en Francia. Pero, con esa capacidad de ser objetivo propia de los linajes antiguos, Henry reconocía que era un motivo ab
       solutamente legítimo. Además, ningún escándalo público debía afec
       tar a la madre de sus hijos: esto era lo que había hecho tan inútil su de safío de aquella tarde.
       Cuando los problemas se convertían en insuperables, ineludibles, Henry se entregaba al ejercicio. En aquellos tres años nadar había sido una especie de refugio, y a él volvía como otros vuelven a la música o a la bebida. Había un punto en el que automáticamente dejaba de pensar y se iba una semana a la costa de Virginia para que el agua le aclarara las ideas. Lejos de donde rompen las olas podía contemplar la línea verde y marrón de la antigua colonia con la agradable indiferencia de una marsopa. La carga de su lamentable matrimonio se aligeraba con los confiados vaivenes de su cuerpo entre el oleaje y entonces creía moverse en un ensueño infantil. A veces nadaban con él añorados compañeros de su juventud; a veces le parecía seguir, con sus dos hijos, el camino luminoso que lleva a la luna. Los americanos, le gustaba decir, deberían haber nacido con aletas, y quizá las tuvieran: quizá el dinero era una modalidad de aleta. En Inglaterra la propiedad engendraba un fuerte sentido de la tierra, pero los americanos, inquietos, de raíces poco profundas, necesitaban aletas y alas. Incluso se extendía por Estados Unidos la idea recurrente de una enseñanza que prescindiera de la Historia y del pasado: la educación sería una especie de equipamiento para una aventura aerea, aliviada del peso muerto de la herencia y la tradición.
       Y, la tarde siguiente, mientras pensaba en estas cosas en el agua, Henry se acordó de sus hijos, y volvió hacia la orilla, nadando despacio y trabajosamente. Estaba desentrenado, cansado, y se tumbó, jadeante, en el embarcadero, pero, al levantar la vista, descubrió unos ojos conocidos. De pronto se encontró hablando con la chica a la que había intentado salvar cuatro años antes.
       Estaba encantado. No se había dado cuenta de lo mucho que la recordaba. Era virginiana —debería haberlo adivinado en Francia—: aquella lasitud, la aparente despreocupación que enmascara una cortesía y una atención infalibles, la buena educación desprovista de formalismos, se basaban en la amabilidad y el respeto. Al oír por primera vez el apellido de la chica, Henry lo reconoció: un apellido de la costa Este, tan bueno como el suyo.
       Tumbados al sol, hablaron como viejos amigos, no de razas y modos de comportarse y esas cosas sobre las que Henry y Choupette meditaban tristemente, sino como si, por naturaleza, estuvieran de acuerdo sobre tales asuntos. Hablaban de lo que les gustaba, de lo que les divertía. Ella le enseñó un complicado salto de trampolín, y él la emuló de una manera inexperta que les hizo reír. Hablaron de comer cangrejos, y la chica le contó cómo, gracias a la curiosa acústica del agua, podías, tumbado en el embarcadero, reírte con las conversaciones de la galería del hotel. Se pusieron a la escucha y oyeron a dos señoras que tomaban el té.
       —Pues en el Lido...
       —Pues en Asbury Parle...
       —Ah, querida, se pasó la noche rascando, venga a rascar y rascar...
       —Querida, en Deauville...
       —...venga a rascar y rascar toda la noche.
       Y un instante después el mar adquirió el azul intenso de las cuatro de la tarde, y la chica le contó que a los diecinueve años se había divorciado de un español que la dejaba encerrada en la habitación del hotel cuando él salía de noche.
       —Cosas que pasan —dijo, sin darle al asunto mayor importancia—. Pero hablemos de cosas más alegres. ¿Cómo está tu preciosa mujer? ¿Y los niños? ¿Han aprendido a mantenerse a flote? ¿Por qué no cenamos todos juntos esta noche?
       —Me temo que no podré —dijo Henry tras dudar un momento. No debía hacer nada, por insignificante que fuera, que diera armas a Choupette, y, con una sensación de repugnancia, se le ocurrió que quizá lo habían estado vigilando aquella tarde. Y se alegró de su prudencia cuando su mujer se presentó por sorpresa en el hotel a la hora de la cena.
       Después de que los niños se acostaran, tomaron café, frente a frente, en la terraza del hotel.
       —¿Me podrías explicar, si eres tan amable, por qué no tengo derecho a disfrutar de mis propios hijos en la parte que me corresponde? —comenzó Choupette—. No es propio de ti ser rencoroso, Henry.
       A Henry le resultaba difícil explicarlo. Le repitió que podría tener a los niños siempre que quisiera, pero que él debía ejercer un control absoluto sobre ellos debido a ciertas convicciones anticuadas. Cuando se dio cuenta de que la expresión de Choupette se endurecía por momentos, comprendió que las palabras eran inútiles y calló.
       —Quiero darte la oportunidad de que entres en razón antes de que llegue Charles.
       Henry se puso derecho, en tensión.
       —¿Va a venir esta noche?
       —Afortunadamente. Y puede que tu egoísmo empiece a resquebrajarse. Ya no estás tratando con una mujer.
       Cuando Wiese entró en la galería una hora más tarde, Henry observó que sus labios sin color parecían de tiza; tenía la cara colorada y sus ojos rebosaban seguridad en sí mismo. Estaba listo para entrar en acción y no perdió el tiempo.
       —Tengo ahí una lancha motora: quizá sea el sitio más tranquilo para decir lo que tengamos que decirnos.
       Henry asintió con frialdad; cinco minutos más tarde los tres ponían rumbo hacia la rada de Hampton por el ancho sendero que trazaba la luz de la luna. Era una noche tranquila, y a menos de un kilómetro de la costa Wiese redujo la marcha del motor a una ligera vibración: parecían ir a la deriva, sin dirección precisa, a través de las aguas iluminadas. Y entonces la voz de Wiese rompió el silencio.
       —Marston, te hablaré sin rodeos. Quiero a Choupette y no voy a pedir perdón por quererla. No es la primera vez que pasan cosas así. Me figuro que lo entiendes. El único problema es ese asunto de la custodia de los hijos de Choupette. Pareces decidido a apartarlos de la madre que los engendró y crió —Wiese pronunciaba ahora con mayor claridad, como si las palabras salieran de una boca más grande—, pero tus cálculos no han tenido en cuenta una cosa: a mí. ¿No se te ha ocurrido pensar que en estos momentos soy uno de los hombres más ricos de Virginia?
       —Algo así he oído.
       —Pues dinero es poder, Marston. Y te lo repito, sí: dinero es poder.
       —Eso también lo he oído. Eres un pesado, Wiese, de verdad.
       Incluso a la luz de la luna, Henry pudo ver cómo la cara se le ponía aún más roja.
       —Volverás a oírlo, sí. Ayer nos cogiste por sorpresa, y no me esperaba la brutalidad con que tratas a Choupette. Pero esta mañana he recibido una carta de París que plantea el asunto desde un nuevo punto de vista. Es el informe de un especialista en enfermedades mentales, que te declara mentalmente incapacitado, no apto para hacerte cargo de la custodia de los niños. Es el especialista que te atendió hace cuatro años, cuando tuviste una crisis nerviosa.
       Henry se echó a reír, incrédulo, y miró a Choupette, casi esperando que también riera, pero ella había vuelto la cara, respirando por la boca, nerviosa. Y de pronto se dio cuenta de que Wiese decía la verdad: gracias a algún extraordinario soborno, había conseguido aquel documento que no dudaría en utilizar.
       Henry se tambaleó como si hubiera recibido un golpe, y oyó su propia voz:
       —Es lo más ridículo que he oído en mi vida.
       Y oyó la respuesta de Wiese:
       —Los médicos no le dicen siempre a la gente que tiene problemas mentales.
       Henry quería reírse: ya había pasado el terrible instante en que se preguntó si había algo de verdad en aquella acusación. Miró a Choupette, que volvió a apartar la mirada.
       —¿Cómo has podido hacer una cosa así, Choupette?
       —Quiero a mis hijos —comenzó, pero Wiese se apresuró a interrumpirla.
       —Si hubieras sido más razonable, Marston, no hubiéramos tenido que tomar esta medida.
       —¿Me quieres hacer creer que has preparado esta trampa ruin desde ayer por la tarde?
       —Creo que hay que estar preparado, pero si hubieras sido razonable... si fueras razonable, no habría necesidad de usar este diagnóstico —la voz de Wiese se había vuelto de pronto casi paternal, casi amable—: Ten sensatez, Marston. Tú te apoyas en un obstinado prejuicio; yo, en cuarenta millones de dólares. No te portes como un imbécil. Permíteme repetirte, Marston, que dinero es poder. Has estado tanto tiempo en el extranjero que a lo mejor se te olvida. El dinero levantó este país, construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con una red de ferrocarriles. El dinero domina las fuerzas de la naturaleza, crea las máquinas y las hace funcionar cuando dice «adelante» y parar cuando dice «alto».
       Como si interpretara estas palabras como una orden, el motor lanzó un repentino ruido ronco y se detuvo.
       —¿Qué pasa? —preguntó Choupette.
       —Nada —Wiese apretó el arranque automático con el pie—. Te repito, Marston que el dinero... Se ha descargado la batería. Voy a tratar de arrancar el motor con la manivela. Es un momento.
       Estuvo dándole vueltas a la manivela un cuarto de hora mientras la lancha oscilaba en un reducido y plácido círculo.
       —Choupette, abre el cajón que hay detrás de ti y mira si hay bengalas.
       Una sombra de pánico se insinuó en la voz de Choupette cuando respondió que no había bengalas. Wiese atisbo la costa sin gran confianza.
       —Es inútil gritar. Debemos de estar a menos de un kilómetro. Tendremos que esperar a que pase alguien.
       —Aquí no podremos esperar —observó Henry.
       —¿Por qué no?
       —Nos desplazamos hacia la bahía. ¿No os dais cuenta? Nos arrastra la marea.
       —¡Es imposible! —dijo Choupette, irritada.
       —Mira esas dos luces en la costa: ahora una pasa a la otra. ¿Lo ves?
       —¡Haced algo! —lloriqueó, antes de estallar en un francés frenético—: Ah, c’est épouvantable! N’est-ce pas qu’il y a quelque chose qu’on peut faire?
       Ahora la marea era más rápida, y la lancha, a la deriva por la rada, se adentraba en el mar. Dos barcos, como dos manchas difusas, pasaron a demasiada distancia: no respondieron a sus llamadas. Con el cielo del Oeste como fondo parpadeaba un faro, pero era imposible imaginar a cuántos metros pasaría la lancha.
       —Parece que se van a resolver todos nuestros problemas.
       —¿Qué problemas? —preguntó Choupette—. ¿Quieres decir que no se puede hacer nada? ¿Puedes quedarte ahí sentado mientras te arrastra la marea?
       —Quizá, después de todo, sea un alivio para los niños —Choupette empezó a llorar amargamente y Henry se estremeció, pero no dijo nada. Una idea fantasmal iba tomando forma en su cabeza.
       —Oye, Marston, ¿sabes nadar? —preguntó Wiese, arrugando la frente.
       —Sí, pero Choupette no sabe.
       —Yo tampoco. No lo digo por eso. Si pudieras nadar hasta la orilla y avisar por teléfono, el guardacostas nos rescataría.
       Henry miró hacia la negrura de la costa, que iba disminuyendo. —Está demasiado lejos —dijo. —¡Puedes intentarlo! —dijo Choupette. Henry negó con la cabeza.
       —Es demasiado arriesgado. Además, existe la remota posibilidad de que nos recojan.
       Pasaron el faro, lejos, a la izquierda: no oirían sus llamadas. Otro faro, el último, surgió a menos de un kilómetro de distancia.
       —A la deriva podríamos llegar hasta Francia, como hizo ese tal Gerbault —observó Henry—. Pero entonces, claro, seríamos expatriados, y a Wiese no le gustaría. ¿No, Wiese?
       Wiese, que se afanaba frenéticamente con el motor, lo miró. —Échale un vistazo, a ver si puedes hacer algo —dijo. —No entiendo de mecánica —respondió Henry—. Además, esta solución de nuestros problemas me gusta. Supongamos que sois un par de perros lo suficientemente asquerosos para utilizar ese informe y llevaros a los niños: en ese caso no me quedaría la fuerza suficiente para seguir viviendo. Los tres somos un fracaso: yo, como cabeza de familia; Choupette, como esposa y madre; y tú, Wiese, como ser humano. No importa que muramos juntos.
       —No es el momento para sermones, Marston. —Sí, es el momento adecuado. ¿Qué tal sonaría una oración cantada con acompañamiento de órgano sobre el poder del dinero?
       Choupette se sentó rígida en la proa; Wiese, de pie junto al motor, se mordía nerviosamente los labios.
       —No pasaremos demasiado cerca del faro —se le ocurrió una idea—: ¿Podrías nadar hasta el faro, Marston?
       —¡Claro que puede! —gritó Choupette. Henry miró hacia la costa. —Podría. Pero no quiero. —¡Tienes que hacerlo!
       Volvió a titubear ante los sollozos de Choupette; pero a la vez se daba cuenta de que su ocasión había llegado.
       —Todo depende de una pequeña cuestión —dijo con rapidez—. Wiese, ¿tienes una estilográfica?
       —Sí. ¿Para qué?
       —Si escribes y firmas unas doscientas palabras que te voy a dictar, nadaré hasta el faro y conseguiré ayuda. Si no es así, bien lo sabe Dios, nos perderemos mar adentro, a la deriva. Y será mejor que os decidáis pronto.
       —¡Lo que tú quieras! —Choupette lo interrumpió, frenética—. Haz lo que diga, Charles. Habla en serio. Siempre habla en serio. ¡Date prisa, por favor!
       —Haré lo que quieras —a Wiese le temblaba la voz—. Vamos, por Dios, dime... ¿Qué quieres? ¿Un acuerdo sobre los niños? Te doy mi palabra de honor...
       —No tenemos tiempo para chistes —dijo Henry, furioso—. Coge este papel y escribe.
       Las dos páginas que Wiese escribió al dictado de Henry suponían la renuncia de Wiese y Choupette a cualquier derecho sobre los niños a partir de aquel momento y para siempre. Cuando estampaban sus firmas temblorosas, Wiese gritó:
       —Vamos, ve, por amor de Dios, antes de que sea demasiado tarde.
       —Sólo una cosa más: el certificado del médico.
       —No lo tengo aquí.
       —Estás mintiendo.
       Wiese lo sacó del bolsillo.
       —Escribe a pie de página lo que has pagado por él, y firma.
       Un instante después, sólo con la ropa interior y con los papeles en una tabaquera de seda parafinada colgada del cuello, Henry saltó del barco y empezó a nadar a grandes brazadas hacia el faro.
       Las aguas lo cubrieron un instante, pero, tras la primera impresión, todo era tibio, acogedor, y el murmullo de las olas le infundía ánimos. Nunca había nadado una distancia tan grande, y era un hombre de ciudad, pero lo mantenía a flote la felicidad que le colmaba el corazón. Estaba a salvo, por fin era libre. Cada brazada era más fuerte pues sabía que sus dos hijos, ahora dormidos en el hotel, se habían salvado de cuanto había temido. Divorciada de su propio país, Choupette había elegido las cosas de la vida americana que satisfacían mejor su propio egoísmo. Era insoportable pensar que, respaldada por un juez, hubiera contagiado a sus hijos aquel absurdo fárrago moral. Henry hubiera perdido a sus hijos para siempre.
       Se volvió hacia la lancha motora y vio que estaba ya muy lejos, que la luz cegadora se acercaba. Estaba muy cansado. Si se dejara llevar —y, cuando descansaba del esfuerzo, sentía un alarmante impulso de dejarse llevar—, moriría rápidamente, sin dolor, y todos aquellos problemas de odio y amargura desaparecerían. Pero sentía el destino de sus hijos en la tabaquera de seda que le colgaba del cuello, y con un esfuerzo convulsivo se revolvió y concentró todas sus energías en alcanzar su meta.
       Veinte minutos después esperaba, tiritando y chorreando en el puesto de radio, a que transmitieran al guardacostas que había en la bahía una lancha a la deriva.
       —No corren demasiado peligro, si no hay una tormenta —dijo el farero—. Seguramente habrán tropezado con la contracorriente del río y la marea los arrastrará hasta Peyton Harbor.
       —Sí —dijo Henry, que frecuentaba aquella costa desde hacía tres veranos—. Ya lo sabía.


IV

       En octubre Henry dejó a sus hijos en el colegio y zarpó hacia Europa en el Majestic. Había vuelto a su patria como a una madre generosa y había recibido más de lo que había pedido: dinero, liberarse de una situación intolerable y una nueva fuerza para luchar por lo que era suyo. Miraba desde la cubierta del Majestic cómo desaparecía la ciudad, cómo desaparecía la costa, y lo invadía una sensación de abrumadora gratitud y alegría porque América existiera, porque bajo los repugnantes escombros de las industrias aún empujara hacia arriba la tierra rica, incorregiblemente fértil y abundante, y porque en el corazón del pueblo sin caudillos la generosidad y las lealtades antiguas siguieran luchando, estallando a veces en fanatismo y excesos, pero siempre indómitas, invictas. Una generación perdida ostentaba el poder en aquel momento, pero Henry creía que la nueva generación, la generación de la guerra, era mejor; y que la vieja impresión de que Estados Unidos era un accidente estrambótico, una especie de juego de la historia, había desaparecido para siempre. Lo mejor de Estados Unidos era lo mejor del mundo.
       Bajó a la oficina del contador del barco y esperó a que una pasajera dejara libre la ventanilla. Cuando la pasajera se volvió, los dos se sobresaltaron: Henry reconoció a la chica.
       —¡Hola! —exclamó ella—. ¡Me alegro de que vayas en el barco! Acabo de preguntar cuándo abren la piscina. Lo mejor de este barco es que se puede nadar.
       —¿Por qué te gusta nadar? —preguntó Henry.
       —Siempre me preguntas lo mismo —se echó a reír.
       —A lo mejor me lo dices si cenamos juntos esta noche.
       Pero cuando la chica se fue, Henry se dio cuenta de que nunca podría decírselo: ni ella ni nadie. Francia era una tierra, Inglaterra era un pueblo, pero Estados Unidos, que conservaba aún cierta calidad de idea, era más difícil de definir; era las tumbas de Shiloh y las caras cansadas, ojerosas, nerviosas, de sus grandes hombres y los chicos de pueblo que murieron en la Argonne por una frase que, antes de que sus cuerpos se secaran, ya estaba vacía. Era un deseo del corazón.


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