Flannery O’Connor
(Savannah, Georgia, 1925-1964)
¿Por qué se amotinan las gentes?
(“Why Do the Heathen Rage”, 1963)
The Complete Stories, 1971
A Tilman le dio el ataque en la capital del estado,
adonde había ido por negocios, y estuvo allí internado dos semanas en el
hospital. No recordaba la llegada a su casa en ambulancia, pero su esposa sí. Se
había pasado dos horas sentada en el asiento plegable, a los pies de su marido,
con la vista clavada en su cara. Solo el ojo izquierdo de Tilman, desviado hacia
dentro, parecía albergar su antigua personalidad. En él ardía la ira. Por lo
demás, toda su cara estaba preparada para la muerte. La justicia era implacable
y para ella era un placer cuando la encontraba. Quizá hacía falta esta desgracia
para que Walter se diera cuenta.
De pura casualidad los dos hijos estaban en casa
cuando ellos llegaron. Mary Maud regresaba en coche de la escuela, sin darse
cuenta de que la ambulancia iba detrás de ella. Se bajó del coche, una mujer
corpulenta de treinta años, con la cara redonda e infantil y un montón de
cabello color zanahoria que le caía desde lo alto de la cabeza como una red
invisible, besó a su madre, le echó una ojeada a Tilman y ahogó un grito de
asombro; luego, con cara seria y desconcertada, siguió al enfermero que iba
detrás, dándole a gritos una serie de instrucciones sobre cómo superar la curva
de la escalera del frente llevando la camilla a cuestas. "Nada más ni nada menos
que como una maestra de escuela", pensó su madre. Maestra de escuela de la
cabeza a los pies. Cuando el enfermero que iba delante llegó al balcón, Mary
Maud gritó bruscamente, con el tono empleado para dominar a los niños:
—¡Levántate, Walter, y abre la puerta!
Walter estaba sentado en el borde de la silla,
absorto en la operación, con el dedo metido en el libro que había estado leyendo
antes de que llegara la ambulancia. Se levantó, aguantó la puerta mosquitera y,
mientras los enfermeros cruzaban el balcón con la camilla, observaba con
evidente fascinación la cara de su padre.
—Me alegro de verlo, mi capitán —dijo, levantó la
mano y, de cualquier manera, le hizo el saludo militar.
Cargado de ira, el ojo izquierdo de Tilman pareció
alcanzar al hijo aunque no dio señales de reconocerlo.
Roosevelt, que en adelante sería enfermero en lugar
de peón, esperaba dentro, al lado de la puerta. Se había puesto la chaqueta
blanca que reservaba para las grandes ocasiones. Escrutaba lo que iba en la
camilla. Los ojos enrojecidos se le tornaron vidriosos. Y, de repente, se le
llenaron de lágrimas que bañaron sus negras mejillas como si fueran sudor.
Tilman hizo un gesto débil y brusco con el brazo sano, el único gesto de afecto
que se había permitido hacerle a alguno de los presentes. El negro siguió a la
camilla hasta el dormitorio de atrás, sorbiéndose los mocos como si acabaran de
pegarle.
Mary Maud entró para dar instrucciones a los
portadores de la camilla.
Walter y su madre se quedaron en el balcón.
—Cierra la
puerta —le ordenó—, que entran las moscas.
Ella observaba a Walter desde que había entrado,
buscaba en su cara grande y sosa alguna señal de que sentía la urgencia de la
situación, alguna señal de que debía tomar las riendas, de que debía hacer algo,
lo que fuese; para ella habría sido una alegría verlo cometer un error, incluso
empantanar las cosas, si con eso al menos hacía algo, pero comprobó que nada
había ocurrido. Walter le clavaba los ojitos, levemente brillantes detrás de las
gafas. Había captado cada detalle de la cara de Tilman; había visto las lágrimas
de Roosevelt, la confusión de Mary Maud, y ahora la estudiaba a ella para
comprobar cómo reaccionaba. Se enderezó el sombrero de un manotazo cuando, por
la forma en que la miraba su hijo, se percató de que se le había ido hacia
atrás.
—Deberías llevarlo así —dijo él—. Te da un aire
desenfadado, de despiste.
Ella endureció el gesto tanto como pudo.
—Ahora la responsabilidad es tuya —le dijo con tono
severo, categórico.
Él siguió allí de pie, con aquella media sonrisa, en
silencio. Como una masa absorbente que se queda con todo sin dar nada. Ella tuvo
la impresión de estar ante un extraño con la misma cara de la familia. Tenía la
misma sonrisa evasiva de abogado que su padre y su abuelo maternos, engastada en
la misma mandíbula poderosa, bajo la misma nariz romana; su hijo tenía los
mismos ojos, ni azules, ni verdes, ni grises; no tardaría en quedarse calvo como
ellos. Ella endureció más el gesto.
—Tendrás que tomar las riendas de la casa y el
negocio —le dijo, y se cruzó de brazos—, si quieres seguir aquí.
A él se le borró la sonrisa. La miró con fijeza, la
expresión ausente, y luego paseó la vista por el prado, más allá de los cuatro
robles y de la lejana y negra hilera de árboles, por el cielo despejado de la
tarde.
—Creía que esta era mi casa —dijo él—, pero se ve que
las suposiciones sirven de bien poco.
A ella se le encogió el corazón. De pronto le vino la
imagen de su hijo desamparado. Desamparado allí, desamparado en todas partes.
—Por supuesto que es tu casa —dijo ella—, pero
alguien debe tomar las riendas. Alguien tiene que encargarse de que estos negros
trabajen.
—Yo no sé hacer trabajar a los negros —rezongó él—.
Es lo último de lo que sería capaz.
—Yo te diré todo lo que tienes que hacer.
—¡Ja! —exclamó él—. Eso, seguro.
La miró y recuperó la media sonrisa.
—Señora mía —le dijo—,
saldrás adelante. Naciste para tomar las riendas. Si al viejo le hubiera dado el
ataque hace diez años, estaríamos todos mucho mejor. Habrías sido capaz de guiar
una caravana de carretas a través de las comarcas deshabitadas. Eres capaz de
detener a una turba. Eres la última del siglo diecinueve, eres...
—Walter —lo interrumpió ella—, tú eres hombre. Yo soy
solo una mujer.
—Una mujer de tu generación —dijo Walter— vale más
que un hombre de la mía.
Ella apretó
los labios en un gesto de indignación y la cabeza la tembló imperceptiblemente.
—¡A mí me daría vergüenza decir eso! —susurró.
Walter se dejó caer en la silla en la que estaba
sentado antes y abrió el libro. La cara se le tiñó de un rubor letárgico.
—La única virtud de los de mi generación es que no
nos da vergüenza decir la verdad sobre nosotros mismos —dijo Walter, y se puso a
leer otra vez. La entrevista con su madre había concluido.
Ella se quedó allí de pie, rígida, los ojos llenos de
pasmado disgusto clavados en él. Su hijo. Su único hijo. Los ojos de Walter, su
cabeza y su sonrisa eran los de la familia, pero por debajo se percibía un tipo
de hombre distinto de cuantos ella había conocido. En él no había inocencia, ni
rectitud, ni fe en el pecado o en la predestinación. El hombre que ella veía
cultivaba con imparcialidad tanto el bien como el mal y a todas las cosas le
veía tantos matices que era incapaz de actuar, incapaz de trabajar, incapaz
incluso de hacer que los negros trabajaran. Ese vacío era terreno abonado para
todo tipo de males. “¡Sabe Dios —pensó, y se quedó sin aliento—, sabe Dios lo
que sería capaz de hacer!”
No había
hecho nada. Tenía veintiocho años y, por lo que ella alcanzaba a ver, no se
ocupaba más que de trivialidades. Tenía el aire de quien espera el gran
acontecimiento y no es capaz de iniciar trabajo alguno por miedo a ser
interrumpido. Como siempre estaba ocioso, a ella se le había ocurrido que tal
vez su hijo quería ser artista, filósofo o algo así, pero no era el caso. No quería escribir
nada que llevara su nombre. Se entretenía mandando cartas a gente que no conocía
de nada y a los periódicos. Con distintos nombres y distintas personalidades,
escribía a gente extraña. Era un pequeño vicio, peculiar y deleznable. Su padre
y su abuelo habían sido hombres honestos que habrían despreciado los vicios
pequeños más que los grandes. Sabían quiénes eran y cuál era su sitio. Era
imposible decir qué era lo que sabía Walter ni cuáles eran sus puntos de vista
sobre nada. Leía libros que no tenían nada que ver con nada de lo que importaba.
Con frecuencia, le iba detrás y se encontraba con algún extraño pasaje subrayado
en un libro que él había dejado en alguna parte, y, entonces, ella se pasaba
días dándole vueltas. Un pasaje que encontró en un libro que Walter había dejado
en el suelo del cuarto de baño de arriba la persiguió de un modo inquietante.
“"El amor debe estar lleno de ira —comenzaba, y pensó:
‘Sí es así, el mío lo está’. Siempre estaba furiosa. Y seguía—: Y como has
rechazado mi petición, quizá prestes oídos a mi advertencia. ¿Qué empresa te
trae a la casa de tu padre, oh, soldado afeminado? ¿Dónde están tus murallas y
tus trincheras, dónde el invierno pasado en las líneas del frente? ¡Escucha!
Desde el cielo resuenan los clarines de guerra; ve a nuestro general marchar
completamente armado, se acerca entre las nubes a conquistar el mundo entero. De
la boca de nuestro rey sale una espada aguda de dos filos que corta cuanto halla
a su paso. ¡Despierta al fin de tu sueño, ven al campo de batalla! Abandona la
sombra y busca el sol”.
Le dio la
vuelta al libro para comprobar qué leía. Era una carta de san Jerónimo a un tal
Heliodoro, en la que lo reprendía por haber abandonado el desierto. Una nota al
pie decía que Heliodoro era miembro del famoso grupo reunido en torno a Jerónimo
en Aquilea, en el año 370. Había acompañado a Jerónimo a Oriente Próximo con la
intención de llevar una vida de ermitaño. Se separaron cuando Heliodoro
prosiguió viaje a Jerusalén. Finalmente, regresó a Italia, y en los años
posteriores se convirtió en un distinguido eclesiástico como obispo de Altino.
Este era el
tipo de cosas que leía... cosas que en el presente no tenían sentido. Entonces
le vino a la mente, con un leve y desagradable sobresalto, que el general con la
espada en la boca, que marchaba presto a la violencia, era Jesucristo.
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