Franz Kafka
(Praga, 1883-1924)


En la colonia penitenciaria (1916)
(“In der Strafkolonie”)
(Leipzig: Kurt Wolff, 1919)

      —Es un aparato peculiar —dijo el oficial al huésped y pasó su mirada con cierta admiración sobre el aparato, tan bien conocido por él. El viajero parecía haber seguido sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado, condenado por desobediencia y agravio a un superior. El interés por esa ejecución en la colonia penitenciaria no era muy grande. En realidad, en aquel valle pequeño, profundo, arenoso, cercado y aislado por pendientes desnudas, además del oficial y del viajero sólo se encontraba el condenado, un hombre con aspecto grosero y de boca grande, con pelo y rostro descuidados, así como un soldado que mantenía la pesada cadena, de la que a su vez salían otras pequeñas para sujetar los pies, las muñecas y el cuello del condenado, y que también estaban unidas entre sí por eslabones. Por lo demás, la actitud que mostraba el condenado era tan resignada y perruna que daba la impresión de que se le podría dejar correr libremente por los alrededores y simplemente silbar antes de la ejecución para que viniera.
       El viajero prestaba poca atención al aparato y paseaba con visible indiferencia de un lado a otro por detrás del condenado; mientras, el oficial se ocupaba de los últimos preparativos, ya fuese arrastrándose bajo el aparato, instalado profundamente en la tierra, o subiendo por una escalera, para inspeccionar la parte superior. Eran trabajos que deberían haberse asignado a un maquinista, pero el oficial los llevaba a cabo con gran celo, bien porque fuese especial partidario de ese aparato, bien porque, a causa de otros motivos, no se pudiera confiar el trabajo a nadie más.
       —¡Ya está todo listo! —exclamó finalmente, y bajó de la escalera. Estaba muy fatigado, respiraba con la boca abierta y había introducido dos finos pañuelos de señora detrás del cuello del uniforme.
       —Esos uniformes son demasiado pesados para los trópicos —dijo el viajero, en vez de interesarse por el aparato, como había esperado el oficial.
       —Cierto —dijo el oficial, y se lavó las manos, manchadas de grasa y aceite, en un cubo de agua allí dispuesto.
       —Pero significan la patria, y no queremos perder la patria. Bien, pero ahora contemple este aparato —añadió con rapidez, se secó las manos con un trapo y señaló el aparato—. Hasta el día de hoy aún era necesaria cierta actividad manual para manejarlo, pero ahora el aparato funciona solo.
       El viajero asintió y siguió al oficial. Éste intentó asegurarse ante cualquier incidente y dijo:
       —Naturalmente, pueden producirse desajustes, pero espero que hoy no se produzca ninguno, aunque siempre hay que contar con ellos. Además, el aparato tiene que estar funcionando doce horas ininterrumpidas. Si, de todos modos, se produce alguna avería, no será de importancia y la arreglaré de inmediato. ¿No quiere sentarse? —preguntó, sacando una silla de mimbre de una pila de ellas y ofreciéndosela al viajero. Éste no pudo rechazarla, así que permaneció sentado al lado de un hoyo profundo, en el que arrojó una mirada fugaz. A uno de los lados del hoyo se había formado un terraplén con la tierra que se había sacado al excavarlo, en el otro lado estaba el aparato.
       —No sé —dijo el oficial— si el comandante ya le ha explicado el aparato.
       El viajero hizo un gesto incierto con la mano; el oficial no pudo esperar nada mejor, pues así él mismo podría explicárselo.
       —Este aparato —dijo, y asió una manivela, en la que se apoyó— es un invento de nuestro anterior comandante. Yo mismo participé en los primeros ensayos y colaboré en todos los trabajos hasta el final. El mérito del invento, sin embargo, sólo se le puede atribuir a él. ¿Ha oído hablar de nuestro anterior comandante? ¿No? Bien, no creo exagerar si digo que la construcción de toda la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, ya sabíamos, cuando se produjo su muerte, que la colonia era una obra terminada y que su sucesor, aunque tuviese mil nuevos planes en la cabeza, no cambiaría nada de lo realizado hasta entonces, al menos durante muchos años. Nuestro presagio se ha cumplido; el nuevo comandante lo ha tenido que reconocer. ¡Es una pena que no haya podido conocer al antiguo comandante! Pero —aquí se interrumpió el oficial— no hago más que charlar, y aquí, ante nosotros, está su aparato. Consta, como puede ver, de tres partes. Para cada una de las partes se han afianzado con el paso del tiempo designaciones populares. La inferior se llama la «cama», la superior, el «dibujante», y ésta, la que está suspendida, la del medio, el «rastrillo».
       —¿El «rastrillo»? —preguntó el viajero. No había prestado mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza sobre el desprotegido valle, era difícil reunir todos los pensamientos. La actitud del oficial le pareció, por esta razón, más admirable, ya que explicaba su tema con gran entusiasmo, embutido en una estrecha guerrera, con hombreras y cordones, como si fuera a desfilar y, por añadidura, mientras hablaba no dejaba de ajustar un tornillo acá y otro allá. El soldado, sin embargo, parecía compartir el estado del viajero. Tenía las cadenas del condenado enrolladas en ambas muñecas, se apoyaba con una mano en su fusil y dejaba descansar la cabeza sobre la nuca sin preocuparse de nada más. El viajero no se asombró en absoluto, pues el oficial hablaba francés y ni el soldado ni el condenado parecían entender ese idioma. Por eso resultaba tan extraño que el condenado se esforzara en seguir las explicaciones del oficial. Con una suerte de obstinación somnolienta siempre dirigía su mirada hacia el lugar que el oficial señalaba y cuando éste fue interrumpido con una pregunta del viajero, también se quedó mirándolo como el oficial.
       —Sí, el «rastrillo» —dijo el oficial—, el nombre le conviene. Las agujas están ordenadas como en un rastrillo, y su movimiento es similar, aunque reducido a una zona concreta y con una mayor exactitud. Lo entenderá ahora mismo mucho mejor. Aquí, en la «cama», se coloca al condenado. Para empezar quiero describir el aparato, luego lo pondremos en funcionamiento. Entonces podrá seguir el procedimiento mucho mejor. En el «dibujante» también hay una rueda dentada muy desgastada, chirría cuando está en funcionamiento, apenas nos podremos oír. Las piezas de repuesto son aquí muy difíciles de conseguir. Bien, aquí está la «cama», como dije. Está cubierta del todo por una capa de algodón, ya conocerá la finalidad. El condenado se tiende boca abajo sobre esa superficie algodonosa, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetar las manos, aquí para los pies y aquí para el cuello, así se le mantiene inmovilizado. Aquí, en la cabecera de la «cama», donde el hombre yacerá con su rostro boca abajo, como he dicho, hay este pequeño tubo forrado de fieltro, fácilmente regulable, y que se introduce en la boca del condenado. Tiene la finalidad de impedirle que grite y que se muerda la lengua. Por supuesto, el hombre tiene que aceptar el fieltro, pues en otro caso las correas para el cuello terminarían por romperle la nuca.
       —¿Eso es algodón? —preguntó el viajero, y se inclinó.
       —Sí, por supuesto —dijo el oficial sonriendo—, tóquelo usted mismo.
       Tomó la mano del viajero y la pasó por la «cama».
       —Se trata de un algodón preparado especialmente para que sea irreconocible; más adelante hablaré de su finalidad.
       Ya se había ganado un poco al viajero en favor del aparato; éste, con la mano sobre los ojos para protegerse del sol, contempló el aparato elevando la mirada. Era una máquina enorme. La «cama» y el «dibujante» tenían la misma superficie y parecían dos oscuros baúles. El «dibujante» estaba colocado alrededor de dos metros sobre la «cama»; ambas piezas estaban unidas en las esquinas por cuatro barras de latón que, a causa del sol, parecían arrojar rayos. Entre los dos baúles oscilaba el «rastrillo», sujeto por un fleje de acero.
       El oficial apenas había notado la anterior indiferencia del viajero, pero ahora se mostró sensible a su incipiente interés, interrumpiendo sus explicaciones para permitirle hacer las consideraciones que creyera oportunas. El condenado imitó al viajero, pero como no podía proteger los ojos con la mano, parpadeó al dirigir la mirada hacia arriba.
       —Así que éste es el hombre —dijo el viajero, recostándose en la silla y cruzando las piernas.
       —Sí —dijo el oficial, que echó la gorra un poco hacia atrás y se pasó la mano por el rostro sudoroso—. ¡Ahora escuche! Tanto la «cama» como el «dibujante» disponen de batería propia; la «cama» la necesita para su adecuado funcionamiento, el «dibujante» para el «rastrillo». Tan pronto como el hombre queda bien sujeto, la «cama» se pone en movimiento. Vibra con impulsos pequeños y muy rápidos, que se producen simultáneamente en todas las direcciones. Puede que haya visto aparatos semejantes en sanatorios. Sin embargo, en lo que concierne a nuestra «cama», todos los movimientos están calculados con meticulosidad, pues tienen que coincidir perfectamente con los movimientos del «rastrillo», el cual asume, en cierta medida, la propia ejecución de la condena.
       —¿Y cuál es la condena? —preguntó el viajero.
       —¿Tampoco sabe eso? —dijo el oficial asombrado, y se mordió el labio—. Disculpe si mis explicaciones son algo confusas, le pido mil perdones. Anteriormente era el comandante el que solía hacer este tipo de aclaraciones, pero el nuevo ha declinado este deber honorífico. No obstante, que no ponga en conocimiento de una visita tan importante —el viajero intentó rechazar el honor con ambas manos, pero el oficial insistió en la expresión—, de una visita tan importante, digo, la forma de nuestra condena, constituye una novedad que… —tenía una maldición en los labios, pero se contuvo, diciendo sólo:
       —No fui informado, no es culpa mía. Por lo demás, estoy óptimamente capacitado para explicar nuestros tipos de condena, pues aquí llevo —se golpeó el bolsillo del pecho— los croquis respectivos realizados por el comandante anterior.
       —¿Croquis del mismo comandante? —preguntó el viajero—. ¿Es que lo aunaba todo en su persona? ¿Era soldado, juez, constructor, químico, dibujante?
       —Sí, señor —dijo el oficial asintiendo y con mirada estática y pensativa.
       Luego observó sus manos con mirada inquisitiva; no le parecían lo suficientemente limpias para tocar los dibujos, así que regresó a donde estaba el cubo y se las volvió a lavar. A continuación, sacó una cartera de piel y dijo:
       —Nuestra condena no suena muy severa. Al condenado se le escribirá en el cuerpo con el «rastrillo» el precepto que ha infringido. En este caso, por ejemplo —el oficial señaló al hombre—, se escribirá en su cuerpo: ¡Honra a tus superiores!
       El viajero miró fugazmente al hombre, que había mantenido hundida la cabeza cuando el oficial lo había señalado, y parecía agudizar toda la fuerza de su aparato auditivo para entender algo. Los movimientos de sus labios hinchados y apretados, no obstante, mostraban que no podía entender nada. El viajero podría haber preguntado muchas cosas, pero en presencia de aquel hombre sólo se le ocurrió preguntar:
       —¿Conoce su sentencia?
       —No —dijo el oficial, y quiso continuar en seguida con sus explicaciones, pero el viajero lo interrumpió:
       —¿No conoce su propia sentencia?
       —No —repitió el oficial, y se detuvo un instante, como si reclamara del viajero el fundamento de su pregunta, diciendo a continuación:
       —Sería inútil anunciársela, la conocerá escrita en su cuerpo.
       El viajero ya no quería hablar más, pero entonces sintió cómo el condenado dirigía la vista hacia él; parecía preguntar si aprobaba el procedimiento descrito. A causa de esta actitud, el viajero, que se había recostado en la silla, se inclinó hacia adelante y preguntó:
       —Pero que ha sido condenado, eso sí lo sabrá.
       —Tampoco —dijo el oficial, y sonrió al viajero cómo si ahora esperase de él más revelaciones insólitas.
       —No —dijo el viajero, que se pasó la mano por la frente—. ¿Entonces este hombre no sabe cómo fue tomada su defensa?
       —No ha tenido ninguna oportunidad de defenderse —dijo el oficial, y miró hacia un lado como si hablase consigo mismo y no quisiera avergonzar al viajero con la explicación dé cosas que, para él, resultaban evidentes.
       —Pero tiene que tener la oportunidad de defenderse —dijo el viajero, y se levantó de la silla.
       El oficial se dio cuenta de que corría el peligro de que se postergase su aclaración del funcionamiento del aparato; por ello, se acercó al viajero, le tomó del brazo, señaló con la mano al condenado, que ahora, consciente de que la atención se dirigía hacia él, se puso firme —el soldado también tiró de la cadena—, y dijo:
       —La cuestión es la siguiente. A pesar de mi juventud, me han nombrado juez de la colonia penitenciaria. Ayudé al comandante anterior en todos los asuntos penales y conozco el aparato mejor que nadie. El principio al que someto mis decisiones es: la culpa es siempre inconcusa. Otros tribunales podrán no compartir este principio, pues normalmente son colegiados y tienen otros tribunales superiores a los que están sometidos. Pero ése no es el caso aquí, o, al menos, ése no era el caso con el anterior comandante. El nuevo, ciertamente, ya ha mostrado ganas de entrometerse en mis competencias judiciales, pero hasta ahora he sabido defenderme y también lo sabré hacer en el futuro. Usted quería que le explicase este caso. Es muy simple, como todos. Un capitán ha presentado esta mañana una denuncia en la que acusa a este hombre, asignado al capitán como sirviente y que duerme ante su puerta, de haberse dormido durante el tiempo de servicio. Su deber consistía en levantarse cada hora y saludar ante la puerta del capitán. Ningún deber difícil, como se puede comprobar, y muy necesario, pues tiene que permanecer fresco para vigilar y para servir. El capitán quiso comprobar la noche anterior si el sirviente cumplía su deber. Abrió la puerta cuando el reloj daba las dos de la madrugada y lo encontró durmiendo en posición fetal. A continuación, cogió la fusta y lo golpeó en la cara. En vez de levantarse y pedirle perdón, el hombre cogió al capitán por las piernas, lo movió de un lado a otro y exclamó: «¡Tira la fusta o te como!». Ése es el relato de los hechos. El capitán vino hace una hora a verme, escribí los datos que me proporcionó y, a renglón seguido, escribí también la sentencia. A continuación, ordené que encadenaran al hombre. Todo fue muy fácil. Si hubiera llamado primero al hombre y le hubiera preguntado, sólo se habría originado confusión. Para empezar, habría mentido; si me hubiera sido posible demostrar que mentía, habría sustituido las antiguas mentiras por otras nuevas y etc. Pero ahora lo tengo y ya no lo suelto. ¿Está claro? Pero el tiempo pasa, la sentencia se debería ejecutar ya y todavía no he terminado de explicar el funcionamiento del aparato.
       Casi obligó al viajero a que se sentara de nuevo, se acercó al aparato y comenzó:
       —Como puede ver, el «rastrillo» corresponde a la forma humana; aquí está el «rastrillo» para el torso, aquí para las piernas. Para la cabeza, sin embargo, se dispone de esta pequeña aguja. ¿Está claro? —se inclinaba amablemente hacia el viajero durante las explicaciones más detalladas.
       El viajero miraba el «rastrillo» con la frente arrugada. Las explicaciones sobre el procedimiento judicial no le habían satisfecho. Si bien, tenía que reconocer que se trataba de una colonia penitenciaria, que las medidas excepcionales eran necesarias y que se debía proceder hasta el final de acuerdo con las reglas militares. Además, confiaba algo en la actitud del nuevo comandante, que, aparentemente, aunque con lentitud, tenía la intención de introducir un nuevo procedimiento, que no terminaba de entrar en la limitada mente del oficial. Como resultado de esta cadena de pensamientos, surgió la pregunta:
       —¿Presenciará el comandante la ejecución?
       —No es seguro —dijo el oficial, desagradablemente sorprendido por la súbita pregunta. Su gesto amistoso se descompuso.
       —Precisamente por eso tenemos que darnos prisa. Me veré obligado, por desgracia, a acortar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado el aparato —el que esté tan sucio ha sido su único error—, podría ampliar la información. Ahora, sin embargo, diré lo más esencial. Cuando el hombre yace en la «cama» y ésta se pone a vibrar, el «rastrillo» desciende hasta el cuerpo. Se coloca por sí mismo de tal manera que apenas roza el cuerpo con las puntas; una vez concluida la colocación, ese cable de acero se tensa de inmediato como una barra. Entonces comienza el juego. Un ignorante del funcionamiento no notará ninguna diferencia entre las penas. El rastrillo parece funcionar siempre igual. Sin dejar de vibrar, introduce las agujas en el cuerpo, que también vibra a causa de la «cama». Para poder comprobar la ejecución de la sentencia, el «rastrillo» fue construido de cristal. Causó algunas dificultades técnicas fijar en él las agujas, pero después de muchos ensayos se consiguió. No escatimamos ningún esfuerzo. Ahora se puede ver a través del cristal cómo se completa la inscripción en el cuerpo. ¿No quiere acercarse y ver las agujas?
       El viajero se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre el «rastrillo».
       —Puede ver —dijo el oficial— dos clases de agujas en varias disposiciones. Cada una de las agujas largas tiene una corta a su lado. La larga es la que propiamente escribe, la corta inyecta agua para lavar la sangre y mantener siempre limpia la inscripción. La sangre aguada se canaliza por estas ranuras y fluye finalmente por estas acanaladuras cuyo tubo de desagüe lleva a la fosa. —El oficial señaló con el dedo el camino exacto que la sangre aguada tenía que recorrer. Cuando, para mostrarlo mejor, llevó ambas manos hasta el final del canal de desagüe, el viajero levantó la cabeza y quiso volver a la silla, tanteando con las manos a la espalda. Entonces comprobó con horror que también el condenado había seguido la invitación del oficial para ver de cerca la disposición del «rastrillo». Había estirado la cadena sujetada por el somnoliento soldado y también se había inclinado sobre el cristal. Se veía cómo buscaba con mirada insegura lo que los dos hombres ya habían observado, pero sin encontrarlo, ya que le faltaban las explicaciones necesarias. Se inclinaba hacia un sitio y otro. Una y otra vez recorrieron sus ojos el cristal. El viajero quiso retirarlo, pues lo que estaba haciendo era sin duda punible. Pero el oficial detuvo al viajero con una mano y con la otra tomó un terrón de tierra del terraplén y se lo arrojó al soldado. Éste alzó los ojos de repente, vio a lo que se había atrevido el condenado, dejó caer el fusil, afirmó los talones en el suelo y tiró de él con tanta fuerza que lo derribó. Entonces miró cómo se daba la vuelta, haciendo sonar sus cadenas.
       —¡Levántalo! —gritó el oficial, pues advertía que la atención del viajero se desviaba demasiado hacia el condenado. El viajero continuó inclinado sobre el «rastrillo», pero sin prestarle atención, sólo quería enterarse de lo que ocurría con el condenado.
       —¡Trátalo con cuidado! —gritó de nuevo el oficial. Rodeó el aparato, tomó él mismo al condenado por debajo de los hombros y logró levantarlo con ayuda del soldado, aunque durante la operación los pies del condenado resbalaron más de una vez.
       —Bien, ahora ya lo sé todo —dijo el viajero, cuando regresó el oficial.
       —Falta lo más importante —dijo éste, tomó al viajero del brazo y le señaló hacia arriba:
       —Allí, en el «dibujante», está el engranaje que determina el movimiento del «rastrillo», y ese engranaje se dispone según la inscripción establecida por la sentencia. Aún empleo los dibujos del antiguo comandante. Aquí están —y sacó unas hojas de la cartera de piel—, por desgracia no se los puedo entregar en mano, son lo más preciado que poseo. Siéntese, se los mostraré desde esta distancia, lo podrá ver todo muy bien.
       Mostró la primera hoja. Al viajero le hubiera gustado decir algo elogioso, pero sólo pudo ver líneas laberínticas, que se entrecruzaban hasta cubrir casi por completo el papel; sólo con esfuerzo se podían distinguir los espacios en blanco.
       —Lea —dijo el oficial.
       —No puedo —dijo el viajero.
       —Pero si está claro —dijo el oficial
       —Es demasiado complejo —respondió el viajero evasivo—. No lo puedo descifrar.
       —Sí —dijo el oficial, se rió y lo guardó en la cartera—, no es ninguna caligrafía para niños. Hay que leer en la hoja durante mucho tiempo. También usted terminaría por reconocer lo escrito. Naturalmente no puede tratarse de ninguna simple caligrafía, no debe matar al instante, sino por término medio en un plazo de doce horas; se calcula que el momento crítico se produce en la sexta hora. Por consiguiente, muchos adornos tendrán que rodear a la inscripción propiamente dicha; la inscripción real sólo rodea al cuerpo como un cinturón delgado, el resto del cuerpo queda reservado a los ornamentos. ¿Quiere hacer ahora el honor al trabajo del «rastrillo» y de todo el aparato? ¡Mire! —saltó hacia la escalera, giró una rueda y gritó hacia abajo:
       —Atención, échese a un lado —y la máquina se puso en funcionamiento.
       Si la rueda no hubiera rechinado, habría sido magnífico. Como si el oficial hubiese sido sorprendido por esa rueda perturbadora, la amenazó con el puño, extendió los brazos en actitud de disculpa hacia el viajero y bajó rápidamente por la escalera para observar el funcionamiento de la máquina. Había algo que no estaba conforme y que sólo él advertía; volvió a subir por la escalera, asió con ambas manos algo en el interior del «dibujante» y luego se deslizó, en vez de bajar la escalera, por el pasamanos; una vez abajo, marcado por la tensión, gritó al oído del viajero para hacerse comprender a causa del ruido:
       —¿Comprende el funcionamiento? El rastrillo comienza a escribir; ya ha terminado con la primera inscripción en la espalda del hombre; ahora rueda la capa de algodón para situar lentamente el cuerpo de costado y así ofrecer más espacio al «rastrillo». Mientras tanto, las zonas ya inscritas toman contacto con el algodón que contiene un preparado especial que detiene instantáneamente la hemorragia y prepara la superficie para seguir profundizando en la inscripción. Aquí, las puntas situadas al borde del «rastrillo» retiran el algodón de las heridas cuando se remueve el cuerpo, lo arrojan en la fosa, y el «rastrillo» vuelve a tener trabajo. Así sigue la inscripción, cada vez más profunda, durante doce horas. Las primeras seis horas el condenado vive casi como antes, sólo sufre dolores. Transcurridas dos horas más se quita el fieltro, pues el hombre ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en esta escudilla calentada eléctricamente situada en la cabecera, se coloca papilla de arroz templada, de la que el hombre, si tiene ganas, podrá tomar lo que la lengua sea capaz de alcanzar. Ninguno desaprovecha la oportunidad. No conozco a ninguno que haya perdido la ocasión, y mi experiencia es larga. A partir de la sexta hora el condenado pierde las ganas de comer. Habitualmente me arrodillo aquí y observo la aparición de ese síntoma. El hombre raramente traga el último bocado, sólo le da vueltas en la boca y termina escupiéndolo en la fosa. Tengo que agacharme, porque si no me da en la cara. ¡Pero qué tranquilo se vuelve el hombre cuando llega la sexta hora! Hasta el más tonto lo capta. Comienza alrededor de los ojos y desde ahí se extiende. Una visión que podría seducir a alguien para tumbarse bajo el «rastrillo». Ya no pasa nada más. El hombre comienza simplemente a descifrar la inscripción; al hacerlo afila la boca como si oyera. Ya lo ha visto, no es fácil descifrar lo inscrito con los ojos; nuestro hombre, sin embargo, lo descifra con las heridas. Se trata, ciertamente, de un trabajo fatigoso, pues necesita seis horas para concluirlo. Entonces el «rastrillo» lo atraviesa por completo y lo arroja a la fosa, donde cae con la sangre aguada y con el algodón. En ese momento ha concluido el castigo y nosotros, el soldado y yo, lo enterramos.
       El viajero había inclinado el oído hacia el oficial y contemplaba el funcionamiento de la máquina con las manos en los bolsillos de los pantalones. También el condenado miraba, pero sin comprender nada.
       Estaba ligeramente agachado, siguiendo con la mirada las oscilantes agujas, cuando el soldado, obedeciendo un signo del oficial, cortó con un cuchillo por detrás la camisa y los pantalones, de tal modo que cayeron del cuerpo del condenado. Este quiso recoger la ropa para cubrir su desnudez, pero el soldado la levantó y retiró los últimos jirones del cuerpo. El oficial desconectó la máquina y, en medio del silencio restablecido, colocó al condenado bajo el «rastrillo». Le quitaron las cadenas y le ajustaron las correas; para el condenado ese cambio pareció un alivio. Entonces descendió el «rastrillo» un poco más, pues era un hombre delgado. Cuando le tocaron las puntas de las agujas, un estremecimiento recorrió toda su piel. Mientras el soldado se ocupaba de su mano derecha, estiró la mano izquierda sin saber hacia dónde. Pero era la dirección en que se encontraba el viajero. El oficial miraba ininterrumpidamente al viajero de costado, cómo si intentase escudriñar en su rostro la impresión que le causaba la ejecución, cuyo procedimiento él le había explicado, al menos, superficialmente.
       La correa destinada a la muñeca se rompió, tal vez el soldado la había apretado demasiado. El soldado le mostró el trozo de correa desgarrado al oficial, así que éste se desplazó hasta donde estaba, con el rostro vuelto hacia el viajero:
       —La máquina está muy ajustada, algo tiene que rasgarse o romperse por un lado o por otro. No debe dejarse influir por esto en su juicio general. Para las correas, por lo demás, se consigue rápidamente alguna pieza de recambio. Utilizaré una cadena, aunque la sensibilidad de la oscilación para el brazo derecho quedará afectada.
       Y mientras colocaba la cadena, dijo:
       —Los medios para el mantenimiento de la máquina son ahora muy limitados. Cuando estaba el otro comandante, pusieron a mi disposición el dinero en efectivo que fuera necesario para ese cometido. Aquí había un almacén en el que se guardaban todo tipo de piezas de repuesto. Reconozco que llegué casi a dilapidar el dinero, antes, quiero decir, no ahora, como el nuevo comandante afirma, al que todo le sirve de pretexto para luchar contra las instituciones anteriores. Ahora tiene el presupuesto destinado a la máquina bajo su control y si solicito una nueva correa, me reclama la rota como prueba material, y la nueva llega transcurridos como mínimo diez días, siendo, además, de peor calidad, por lo que no dura mucho. Nadie se preocupa, sin embargo, de cómo podré poner en funcionamiento la máquina mientras llegan las piezas de repuesto.
       El viajero consideró: «Siempre resulta arriesgado injerirse en asuntos extranjeros». No era ni ciudadano de la colonia penitenciaria, ni ciudadano del Estado al que ésta pertenecía. Si quisiera condenar esa ejecución o, simplemente, aplazarla, se le podría decir: «eres un extranjero, así que cállate». A esa respuesta no podría objetar nada. Sólo podría añadir que no entiende el caso, pues él viaja con la intención de ver y de ningún modo para cambiar los ordenamientos procesales extranjeros. Sin embargo, el asunto que presenciaba era muy tentador. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran incuestionables. Nadie podía atribuir al viajero un interés egoísta, pues el condenado era para él un completo extraño, ni un compatriota, ni, por lo demás, un hombre que invitase a la compasión. El viajero disponía de recomendaciones de altos organismos, había sido recibido aquí con gran cortesía, y que hubiera sido invitado a presenciar esa ejecución indicaba que se tenía interés en saber su opinión sobre ese tipo de castigo. Esto parecía muy probable, puesto que el comandante, como había oído hasta la saciedad, no era ningún adepto a ese procedimiento y su actitud frente al oficial era casi hostil.
       En ese momento el viajero oyó un grito de furia del oficial. Acababa de insertar, no sin esfuerzo, el tubo de fieltro en la boca del condenado, cuando éste, atacado por unas náuseas insoportables, había cerrado los ojos y estaba a punto de vomitar. A toda prisa intentó retirarle el tubo y doblar la cabeza hacia la fosa, pero demasiado tarde; la inmundicia se deslizaba por la máquina.
       —¡Todo es culpa del comandante! —gritó el oficial, y sacudió sin sentido la biela de latón—. Me ensucian la máquina como si fuese un establo. —Señaló con manos temblorosas al viajero lo que había ocurrido—. Durante horas he intentado que el comandante entendiese que no se debía suministrar comida alguna al condenado desde el día antes de la ejecución. Pero la nueva política de suavidad ve las cosas de otra manera. Las damas del comandante embuten al hombre de dulces antes de entregarlo. ¡Toda su vida se ha alimentado de pescados apestosos y ahora tiene que comer dulces! No obstante, podría ser, no objetaría nada si me proporcionaran un nuevo tubo de fieltro como el que no dejo de solicitar desde hace tres meses. ¿Cómo se puede meter alguien ese fieltro en la boca sin sentir asco, si lo han chupado y mordido más de cien hombres durante su agonía?
       El condenado había bajado la cabeza y su actitud era pacífica. Por su parte, el soldado estaba ocupado en limpiar la máquina con la camisa del condenado. El oficial se dirigió hacia el viajero, que a causa de alguna presunción, retrocedió un paso, pero el oficial le cogió la mano y se lo llevó a un lado.
       —Quisiera hablar con usted en confianza —dijo—. ¿Puedo hacerlo?
       —Por supuesto —dijo el viajero, que escuchaba con los ojos caídos.
       —Este procedimiento y esta ejecución que usted tiene la oportunidad de admirar ya no posee, en el presente, ningún partidario más. Soy su único defensor, al mismo tiempo el único defensor de la herencia del antiguo comandante. No puedo ni pensar en que se siga con la labor de desmontaje del procedimiento, empleo todas mis fuerzas en mantener todo lo que se pueda. Cuando vivía el antiguo comandante, la colonia estaba llena de adeptos suyos; poseo algo de la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero me falta su poder. Por consiguiente, todos sus partidarios se han encogido, aunque hay muchos, lo único que ocurre es que no lo reconocen públicamente. Si usted va hoy a la casa de té y oye lo que se dice, probablemente sólo pueda escuchar expresiones ambiguas. Ésos son partidarios, pero con el actual comandante y sus convicciones, para mí son inservibles. Y ahora le pregunto: ¿Habría que renunciar a semejante obra de toda una vida —señaló a la máquina— por culpa del comandante y de sus mujeres, por las que se deja influir? ¿Se puede permitir eso? ¿Aun en el caso de permanecer sólo unos días en nuestra isla como extranjero? Pero no hay tiempo que perder, algo se está preparando contra mi jurisdicción. Tienen lugar consejos en la comandancia a los que no se me llama. Hasta su visita de hoy me parece significativa; son cobardes y envían a un extranjero, a usted. ¡Cómo era la ejecución en los viejos tiempos! Ya un día antes todo el valle se hallaba inundado de gente, todos venían para presenciarla; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus damas; fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo daba novedades y anunciaba que todo estaba dispuesto; la comunidad —ningún funcionario podía faltar—, se alineaba en torno a la máquina. Ese montón de sillas de mimbre es un pobre residuo de aquellos tiempos. La máquina brillaba, recién limpiada; prácticamente para cada ejecución colocaba piezas nuevas. Ante cien ojos —todos los espectadores permanecían de puntillas hasta las laderas—, el condenado era puesto bajo el «rastrillo» por el propio comandante. Lo que hoy puede hacer un soldado raso, era antaño mi trabajo, el del presidente del tribunal, y eso me honraba. ¡Y, a continuación, comenzaba la ejecución! Ni la más mínima disonancia perturbaba el trabajo de la máquina. Algunos ni siquiera miraban, sólo se mantenían allí con los ojos cerrados en la arena. Todos lo sabían: en ese mismo instante se hacía justicia. En el silencio sólo se podían oír los suspiros del condenado, amortiguados por el fieltro. Hoy la máquina ya no puede arrancar un fuerte suspiro del condenado, como tampoco puede asfixiar el fieltro; en aquel tiempo las agujas, mientras inscribían, goteaban una sustancia corrosiva que ya no se puede emplear. Bien, ¡y llegaba la sexta hora! Era imposible permitir a todos los que lo solicitaban que se acercaran a verlo. El comandante, con su entendimiento de causa, ordenaba que sobre todo tuvieran en cuenta a los niños. Yo, por supuesto, gracias a mi profesión, podía estar siempre presente. A menudo me agachaba con dos niños pequeños en cada uno de mis brazos. ¡Cómo recibíamos todos la expresión de transfiguración del rostro atormentado! ¡Cómo manteníamos nuestros espíritus en el resplandor de la justicia, finalmente alcanzada y ya desvanecida! ¡Qué tiempos, camarada!
       El oficial había olvidado a todas luces ante quién estaba. Había abrazado al viajero y puesto la cabeza sobre su hombro. El viajero quedó atónito y miraba impaciente sobre el hombro del oficial. El soldado había terminado sus labores de limpieza y había vertido un bote de papilla de arroz en la escudilla. Apenas lo advirtió el condenado, que ya parecía haberse recuperado del todo, cuando comenzó a hacer esfuerzos ímprobos con la lengua para comer algo de la papilla. El soldado lo apartó una y otra vez, pues la papilla se tenía que reservar para más tarde; y, algo inaudito, el soldado metió sus manos sucias en la escudilla y comió delante del ávido condenado.
       El oficial se serenó rápidamente:
       —No quería tocarle —dijo—. Ya sé, es imposible hacer comprensibles aquellos tiempos. Por lo demás, la máquina aún funciona y habla por sí misma. Habla por sí misma aunque esté sola en este valle. Y el cuerpo sigue cayendo al final, en un suave vuelo indescriptible, en la fosa, aunque no sea como antes, cuando cientos de personas se reunían alrededor como moscas. Antaño tuvimos que colocar una barandilla en torno a la fosa, ya hace tiempo que se quitó.
       El viajero quiso esquivar la mirada del oficial, y miró a su alrededor sin un objetivo fijo. El oficial creyó que contemplaba la soledad del valle; entonces tomó sus manos, se puso delante para poder mirarle a los ojos y preguntó:
       —¿Se da cuenta de la vergüenza?
       Pero el viajero no contestó. El oficial se apartó de él un momento; miraba al suelo en silencio con las piernas abiertas y las manos en las caderas. A continuación, sonrió al viajero y le dijo con un tono animado:
       —Ayer estaba cerca de usted cuando el comandante le invitó. Conozco al comandante. Comprendí de inmediato lo que pretendía con la invitación. Aunque posee el poder suficiente para tomar medidas contra mí, aún no se atreve, aunque quiere exponerme a su juicio, al juicio de un extranjero distinguido. Su cálculo es cuidadoso. Es su segundo día en la isla, no conoce al antiguo comandante ni su pensamiento, está ofuscado por las ideas europeas, tal vez usted es un adversario por principio de la pena de muerte en general y de este tipo de ejecución automática en particular. Además, usted asiste a una ejecución sin participación pública, triste, y con una máquina dañada; tomado todo en su conjunto (así piensa el comandante), ¿no será bastante fácil que usted no apruebe mi procedimiento? Y si usted no lo aprueba, no lo silenciará (sigo hablando como lo haría el comandante), pues usted confía en sus expertas convicciones. Usted ha visto, además, las peculiaridades de muchos pueblos y ha aprendido a respetarlas, por lo que no se expresará, por consiguiente, con toda su fuerza, contra este procedimiento, como quizá lo haría en su patria. Pero el comandante no necesita tanto. Con una sola palabra fugaz y desprevenida basta. No es necesario que usted manifieste su convencimiento, siempre que suponga una oposición aparente. Que él le interrogará con toda la astucia, de eso estoy seguro. Y sus damas se sentarán en círculo y agudizarán los oídos; dirán algo como: «Entre nosotros el procedimiento judicial es muy distinto», o «entre nosotros se escucha al acusado antes de la sentencia», o «entre nosotros el condenado conoce la sentencia», o «entre nosotros hay penas distintas a la de muerte», o «entre nosotros sólo había tortura en la Edad Media». Todas esas observaciones, tan ciertas como evidentes para usted, esas observaciones inocentes no afectan para nada a mi procedimiento. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya le veo, al buen comandante, cómo deja a un lado la silla y sale presuroso al balcón; veo a las damas, cómo corren detrás de él; oigo su voz —las damas dicen que tiene voz de trueno—, diciendo: «Un gran investigador de Occidente, con la misión de examinar los procedimientos judiciales en todos los países, acaba de dedique nuestro procedimiento, según la vieja costumbre, es inhumano. Después de este juicio, formulado por semejante personalidad, no puedo seguir tolerando, naturalmente, este procedimiento. En el día de hoy, por consiguiente, ordeno, etc». Usted quiere intervenir; usted no ha dicho lo que él anuncia, usted no ha denominado mi procedimiento «inhumano», todo lo contrario, en su más profundo convencimiento lo considera como el más humano y digno; usted admira toda esta maquinaria, pero es demasiado tarde; usted no sale al balcón, repleto de damas; usted quiere llamar la atención; quiere gritar, pero la mano de una dama mantiene su boca cerrada —y yo y la obra del comandante estamos perdidos.
       El viajero tuvo que reprimir una sonrisa; tan fácil era, por tanto, la misión que él había tenido por difícil. Dijo evasivo:
       —Atribuye demasiado valor a mi influencia; el comandante ha leído mis cartas de recomendación, él sabe que no soy ningún experto en procedimientos judiciales. Si expresara mi opinión, sería la de un hombre privado, y no más importante que la de cualquier otro y, por supuesto, mucho menos importante que la opinión del comandante, que, en esta colonia penitenciaria, según creo saber, dispone de competencias muy amplias. Si su opinión acerca de este procedimiento es tan segura como usted cree, entonces me temo que ha llegado su fin sin que necesite de mi modesta colaboración.
       ¿Lo comprendió el oficial? No, aún no lo había comprendido. Negó vivamente con la cabeza, miró fugazmente al condenado y al soldado, quienes se sobresaltaron y dejaron la papilla, se aproximó hasta el viajero, no le miró a los ojos, sino a algún punto de la chaqueta y dijo en voz más baja que antes:
       —Usted no conoce al comandante. Tanto usted como todos nosotros —y perdóneme la expresión—, estamos, en cierta manera, indefensos ante él; su influencia, créame, no puede ser apreciada en su justo valor. Me alegré cuando oí que presenciaría solo la ejecución. Esa orden del comandante iba dirigida contra mí, pero ahora me sirvo de ella en mi propio beneficio. Sin ser desviado por falsas sugerencias y miradas despreciativas —como no se podrían haber evitado en una ejecución con más público—, ha podido escuchar mis explicaciones, ha visto la máquina y está en disposición de asistir a la ejecución. Ya tendrá, con toda seguridad, un juicio firme; si aún queda alguna pequeña inseguridad, la contemplación de la ejecución la disipará. Y ahora le pido: ¡Ayúdeme frente al comandante!
       El viajero no le dejó seguir hablando:
       —Pero cómo podría —exclamó—, eso es completamente imposible. Le puedo beneficiar tan poco como le puedo perjudicar.
       —Usted puede —dijo el oficial.
       Con algún temor, el viajero observó cómo el oficial cerraba los puños.
       —Usted puede —repitió el oficial más acuciante—. Tengo un plan que deberá funcionar. Usted cree que su influencia no basta. Pero, aceptando que usted tenga razón, ¿no será necesario intentarlo todo, hasta lo imposible, para mantener este procedimiento? Escuche, pues, mi plan. Para su ejecución es necesario, ante todo, que hoy, en la colonia, se muestre todo lo reticente posible en cuanto a su juicio sobre el procedimiento. Si no le preguntan directamente, no comente nada bajo ninguna circunstancia; sus observaciones tienen que ser cortas y ambiguas; deben notar que le será difícil hablar sobre el asunto, que, en el caso de hablar abiertamente, rompería en imprecaciones. No le pido que mienta, de ningún modo. Sólo tiene que responder con brevedad, algo como: «Sí, he presenciado la ejecución», o «sí, he escuchado todas las explicaciones». Sólo eso, nada más. Para el enojo que tienen que notar en usted, hay suficientes motivos, aunque no en el sentido del comandante. Él, es natural, lo interpretará equivocadamente y lo entenderá conforme a sus ideas. Aquí radica mi plan. Mañana se celebra en la Comandancia una gran reunión, presidida por el comandante, y en la que participan todos los funcionarios superiores de la Administración. El comandante, por supuesto, ha sabido hacer de este tipo de sesiones una exhibición. Se construyó una galería que siempre está llena de espectadores. Estoy obligado a participar en la reunión, pero la repugnancia me estremece. Bien, le invitarán con toda seguridad a la sesión; si se comporta hoy conforme a mi plan, la invitación se tornará en una solicitud apremiante. Pero si por cualquier motivo incomprensible no fuese invitado, entonces tendrá que solicitar la invitación; es indudable que la recibirá. Siéntese mañana con las damas en el palco del comandante. Él se asegurará con frecuencia mirando hacia arriba de que usted está presente. Después de tratar distintos temas indiferentes, ridículos, sólo pensados para los espectadores —¡la mayoría de las veces se trata de obras portuarias, siempre son obras portuarias!—, llega el turno del proceso judicial. Si esto no ocurre o no ocurre con la debida prontitud, yo cuidaré de que así sea. Me levantaré y comunicaré la ejecución de hoy. Muy brevemente, sólo ese anuncio. Un anuncio semejante, sin embargo, no es usual allí, pero lo haré. El comandante me lo agradecerá, con una sonrisa amable, como siempre, y bien, no se puede reprimir siempre que encuentra una buena oportunidad. «Se acaba de notificar —o dirá algo similar— la celebración de la ejecución. Sólo quisiera añadir a esta notificación que precisamente esta ejecución fue presenciada por el gran investigador, cuya tan honrosa visita ya conocen. También nuestra reunión de hoy se ve distinguida por su presencia. No quisiéramos perder la oportunidad de preguntar a tan gran investigador cómo juzga la ejecución según la costumbre y el procedimiento que la precede». Por supuesto, ovación general, aprobación unánime, soy el más fuerte. El comandante, entonces, se inclinará ante usted y dirá: «En nombre de todos le hago esta pregunta». Y ahora le toca a usted subir al pretil, coloque las manos en lugar visible para todos, si no tocarán a las damas y jugarán con los dedos. Y, finalmente, toma usted la palabra. No sé cómo voy a poder soportar la tensión de las horas hasta que llegue ese momento. No escatime nada en su discurso, que la verdad resuene bien, inclínese sobre el pretil, brame, sí, brámele su opinión al comandante, su opinión imperturbable. Pero, a lo mejor, usted no quiere, no es propio de su carácter, tal vez en su patria no se puede uno comportar así en situaciones similares, también esa actitud es correcta, también eso será suficiente, de sobra; no se levante, diga sólo unas palabras, susúrrelas, que los funcionarios cercanos a usted las oigan, eso basta. No es necesario que hable de la escasa asistencia a la ejecución, de la rueda chirriante, de la correa rota, del repugnante fieltro, no, yo asumiré todo lo demás y créame, si mi discurso no lo echa de la sala, hará que se arrodille, que confiese: «Antiguo comandante, me inclino ante ti». Ése es mi plan, ¿quiere ayudarme a ejecutarlo? Pero naturalmente que quiere, más aún, debe hacerlo —y el oficial tomó ambos brazos del viajero y le miró, jadeante, a los ojos. Había gritado las últimas frases de tal modo que había llamado la atención del soldado y del condenado; aunque no podían entender nada, éstos siguieron comiendo y miraron, mientras mascaban, hacia el viajero.
       Para el viajero, la respuesta era nítida; había acumulado mucha experiencia a lo largo de su vida para vacilar ahora; en lo fundamental era honrado y no tenía miedo. No obstante, dudó un instante al ver al soldado y al condenado. Pero finalmente dijo lo que tenía que decir:
       —No.
       El oficial guiñó varias veces los ojos, pero no apartaba la vista de él.
       —¿Quiere usted una explicación? —preguntó el viajero.
       El oficial asintió sin pronunciar una palabra.
       —Soy un adversario de este procedimiento —dijo el viajero—, y mucho antes de que usted me hablara con toda confianza —por supuesto que no traicionaré esa confianza bajo ninguna circunstancia—. He pensado si estaría autorizado a intervenir en contra de este proceso y si mi intervención podría tener la más mínima perspectiva de éxito. A quién me tenía que dirigir, para mí era obvio desde el principio: al comandante, naturalmente. Usted me lo ha puesto mucho más claro, sin haber afianzado con anterioridad mi decisión, todo lo contrario; su honrado convencimiento me causa lástima, aunque tampoco puedo dejar que me desconcierte.
       El oficial permaneció mudo, se volvió hacia la máquina, asió una de las bielas de latón y miró, algo inclinado, hacia el «dibujante», como si examinara que todo se encontrase en perfecto estado. El soldado y el condenado parecían haber trabado amistad; el condenado hacía signos al soldado, por más que, a causa de la fuerte sujeción, resultara bastante difícil, el soldado se inclinó hacia él, el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
       El viajero siguió al oficial y dijo:
       —Aún no sabe lo que voy a hacer. Le comunicaré mi opinión al comandante sobre este procedimiento, pero no en una reunión, sino a solas. Tampoco permaneceré aquí el tiempo suficiente como para asistir a una reunión, mañana temprano salgo de viaje o, como mínimo, me embarco.
       No parecía que el oficial hubiera escuchado.
       —Así que el procedimiento no le ha convencido —dijo para sí, y sonrió como un anciano lo haría ante algún disparate de un niño, manteniendo detrás de la sonrisa su propia visión de las cosas.
       —Bien, ya es la hora —dijo finalmente, y miró súbitamente al viajero con ojos claros, que parecían contener un desafío o una invitación a participar.
       —¿Para qué es hora? —preguntó el viajero intranquilo, pero no recibió respuesta.
       —Eres libre —dijo el oficial al condenado en su idioma. Éste al principio no lo creía.
       —Bien, eres libre —repitió el oficial.
       Por primera vez el rostro del condenado cobró vida. ¿Era real? ¿No sería un humor pasajero del oficial? ¿Había logrado el viajero que tuviera misericordia con él? ¿Qué había ocurrido? Todas estas preguntas se reflejaban en su rostro. Pero no por mucho tiempo. Cualquiera que fuese el motivo, quería, si realmente podía, ser libre y comenzó a agitarse tanto como el «rastrillo» lo permitía.
       —¡Vas a romper las correas! —gritó el oficial—. ¡Tranquilo, ya las abrimos! —y se puso a ello con el soldado, al que hizo un signo. El condenado reía en voz baja para sí, tan pronto giraba la cabeza hacia la izquierda, hacia el oficial, como hacia la derecha, hacia el soldado, y tampoco olvidaba al viajero.
       —Sácalo —ordenó el oficial al soldado. Había que tener cuidado al hacerlo, pues el condenado, a causa de su impaciencia, se había hecho un pequeño corte en la espalda.
       A partir de ese momento el oficial apenas se preocupó de él. Se acercó al viajero, sacó de nuevo la cartera de piel, encontró la hoja que buscaba y la mostró al viajero:
       —Lea —dijo.
       —No puedo —dijo el viajero—, ya le dije que no lo podía leer.
       —Mire la hoja con detenimiento —dijo el oficial, y se puso al lado del viajero para leerla. Como eso tampoco ayudó, pasó el dedo meñique a cierta distancia del papel, como si no se pudiera tocar bajo ningún concepto, para, de ese modo, facilitar la lectura al viajero. Éste también se esforzó, pues así complacería, al menos en esto, al oficial, pero le resultó imposible. El oficial comenzó entonces a deletrear, y luego lo leyó de corrido.
       —¡Sé justo! Eso es lo que está escrito —dijo—, ahora ya puede leerlo.
       El viajero se inclinó tanto sobre el papel que el oficial, por miedo a que lo tocara, lo apartó de él. Pero el viajero no dijo nada, pues estaba claro que aún no había logrado leer nada.
       —¡Sé justo! Eso es lo que está escrito —repitió el oficial.
       —Puede ser —dijo el viajero—, le creo, creo que es eso lo que dice.
       —Pues muy bien —dijo el oficial, algo satisfecho, y subió con la hoja por la escalerilla, la extendió con gran cuidado en el «dibujante» y aparentemente volvió a disponer el engranaje; debía de tratarse de un trabajo ímprobo, probablemente eran ruedas muy pequeñas, a veces desaparecía por completo la cabeza del oficial en el «dibujante», con tal exactitud tenía que ajustar el engranaje.
       El viajero observaba el trabajo desde abajo, su cuello quedó rígido y los ojos le dolían a causa de la luminosidad que invadía el cielo. El soldado y el condenado hablaban entre sí. La camisa y el pantalón del condenado, que yacían en la fosa, fueron recogidos por el soldado con la punta de la bayoneta. La camisa estaba horriblemente sucia, y el condenado la lavó en el cubo de agua. Cuando finalmente se puso la camisa y el pantalón, tanto el soldado como el condenado no pudieron evitar soltar una carcajada, pues las prendas estaban completamente desgarradas por detrás. Quizás el condenado se creyó obligado a entretener al soldado, ya que dio varias vueltas ante él con la ropa rota, mientras el soldado, en cuclillas, no paraba de reír golpeando su rodilla. No obstante, se contuvieron por deferencia a los señores presentes.
       Cuando el oficial, arriba, terminó el trabajo, contempló, sonriendo, el resultado; esta vez cerró la tapa del «dibujante», que hasta ese momento había permanecido abierta, saltó hacia abajo, miró en la fosa y luego al condenado, notó, satisfecho, que había recogido sus ropas, a continuación se dirigió hacia el cubo de agua para lavarse las manos, se dio cuenta demasiado tarde de lo sucia que estaba el agua, se entristeció por no poder lavarse las manos y, finalmente, se las limpió con arena —lo que no le satisfizo, pero tuvo que conformarse—, después se levantó y comenzó a desabotonarse el uniforme. Al hacerlo cayeron en sus manos los dos pañuelos de mujer que se había puesto al cuello.
       —Aquí tienes tus pañuelos —dijo, y se los arrojó al condenado. Como aclaración le dijo al viajero:
       —Regalo de las damas.
       No obstante la aparente prisa con que se quitaba el uniforme, trataba cada prenda con sumo cuidado, y llegó a frotar con los dedos el cordón de plata de su guerrera y a colocar un fleco en su sitio. Sin embargo, ese cuidado no se ajustaba al comportamiento que lo seguía, pues tan pronto terminaba de doblar la prenda, la arrojaba con un arrebato de enojo a la fosa. Lo último que le quedaba era su sable corto con las cintas. Sacó el sable de la vaina, lo partió, cogió todo junto, las cintas, los trozos del sable, la vaina, y los arrojó con tal fuerza que resonaron en el fondo de la fosa.
       Ahora estaba completamente desnudo. El viajero se mordió los labios y no dijo nada. Sabía, sin embargo, lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho para impedirle algo al oficial. Si el procedimiento judicial, al que tan apegado se sentía el oficial, estaba realmente tan próximo a desaparecer —probablemente a causa de la intervención del viajero, a lo que éste, por su parte, se sentía obligado—, en ese caso el oficial actuaba de un modo completamente correcto; el viajero, en su lugar, no habría actuado de otra forma.
       Al principio, el soldado y el condenado no entendían nada, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos, pero no por mucho tiempo, ya que el soldado se los quitó de un rápido manotazo impredecible. Ahora, el condenado intentaba sacar los pañuelos de detrás del cinturón, que era donde el soldado los guardaba, pero éste estaba atento. Así se peleaban medio en serio medio en broma. Sólo cuando el oficial quedó completamente desnudo, prestaron atención. Especialmente el condenado parecía afectado por el presagio de un cambio sustancial. Lo que le había ocurrido a él, ahora le ocurría al oficial. Era probable que esta vez se llegara hasta el final. Probablemente el viajero extranjero era el que había dado la orden. Se trataba, pues, de venganza. Sin haber sufrido hasta el final, sería vengado hasta el final. Una amplia y muda sonrisa se dibujó en su rostro y no desapareció más.
       Pero el oficial ya se había vuelto hacia la máquina. Si antes resultó evidente lo bien que entendía la máquina, ahora causaba asombro cómo la manejaba y cómo ella obedecía. Sólo había acercado la mano al «rastrillo», cuando éste descendió y se elevó varias veces hasta situarse a la distancia correcta para recibirle; tocó sólo el borde de la «cama» y comenzó a vibrar; el tubo de fieltro avanzó hacia su boca, se vio cómo el oficial se resistía a tomarlo, pero esa vacilación sólo duró un instante, inmediatamente se sometió y lo introdujo. Todo estaba preparado, sólo las correas colgaban en los laterales, pero, por lo visto, no eran necesarias, el oficial no necesitaba que lo sujetasen. Pero entonces el condenado reparó en las correas sueltas, según su opinión la ejecución no sería completa si no se ajustaban las correas. Hizo señas vehementes al soldado y se acercaron para sujetar al oficial. Éste ya había extendido el pie para darle a la manivela que pondría en funcionamiento al «dibujante»; entonces se dio cuenta de que los dos estaban a su lado, retiró entonces el pie y dejó que lo sujetaran. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela. Ni el soldado ni el condenado podrían encontrarla, y el viajero había decidido no moverse. Tampoco fue necesario, apenas quedaron ajustadas las correas, la máquina se puso en funcionamiento; la «cama» vibraba, las agujas danzaban sobre la piel, el «rastrillo» oscilaba arriba y abajo. El viajero estuvo mirando fijamente durante un rato antes de acordarse de que una de las ruedas del «dibujante» debería rechinar, pero todo estaba en silencio, no se oía el más mínimo zumbido.
       A causa del funcionamiento silencioso, la máquina dejó de llamar la atención. El viajero miró hacia el soldado y el condenado. El condenado era el que estaba más animado; todo lo concerniente a la máquina le interesaba, tan pronto se agachaba como se levantaba, pero siempre mantenía el dedo índice extendido para mostrarle algo al soldado. Para el viajero esa actitud era lamentable. Estaba decidido a quedarse allí hasta el final, pero no habría podido resistir la presencia de esos dos.
       —Idos a casa —dijo.
       Tal vez el soldado hubiese estado dispuesto, pero el condenado consideró la orden como un castigo. Suplicó encarecidamente con las manos entrelazadas que le permitiera quedarse y cuando el viajero, negando con la cabeza, no quiso transigir, llegó a arrodillarse. El viajero comprobó que en esas circunstancias no lograría nada dando órdenes, él quería quedarse y expulsar a los otros. Pero en ese instante se escuchó un ruido en el «dibujante». Miró hacia arriba. ¿Acaso se atascaba una de las ruedas dentadas? No, era algo distinto. Lentamente se levantó la tapa del «dibujante» y se abrió por completo.
       Asomó el diente de una rueda, pronto surgió toda la rueda, era como si una fuerza poderosa comprimiera de tal modo al «dibujante» que ya no dejara espacio para esa rueda, por lo que giró hasta el borde del «dibujante», cayó, rodó un trecho por la arena y quedó estática. Pero ya surgía otra por la parte superior, y la siguieron otras muchas, grandes, pequeñas, algunas apenas distinguibles, con todas ocurrió lo mismo; cada vez se pensaba que el «dibujante» ya no podía contener más ruedas, pero entonces surgía un nuevo grupo de ellas, especialmente numeroso, y caían, rodaban en la arena y se detenían. Mientras contemplaba ese espectáculo, el condenado se olvidó de la orden del viajero; las ruedas dentadas le entusiasmaban, trataba de coger una y animaba al mismo tiempo al soldado para que le ayudase, pero retiraba la mano, pues ya surgía otra rueda que lo asustaba por la fuerza con que comenzaba a rodar.
       El viajero, en cambio, estaba muy intranquilo; la máquina parecía desguazarse, su silencioso funcionamiento no había sido más que una ilusión. Sentía que tenía el deber de hacerse cargo del oficial, pues éste ya no podía cuidar más de sí mismo. Pero mientras el problema con las ruedas dentadas había reclamado toda su atención, había olvidado atender al resto de la máquina; cuando se inclinó sobre el «rastrillo», una vez que la última rueda había abandonado al «dibujante», tuvo una nueva sorpresa y más enojosa. El «rastrillo» ya no escribía, sólo clavaba, y la «cama» ya no ladeaba el cuerpo, sino que lo impulsaba, vibrando, hacia las agujas. El viajero quería intervenir; si era posible, parar la máquina por completo, ya no se trataba de una tortura como el oficial deseaba, eso era morir sin más. Extendió las manos.
       Pero en ese momento se levantó el «rastrillo» y empujó el lanceado cuerpo a un lado, algo que debía haber hecho en la hora duodécima. La sangre fluyó a través de cien canales, sin estar mezclada con agua, tampoco los tubitos de agua habían funcionado. Y, finalmente, tampoco funcionó lo último, el cuerpo no se desprendió de las agujas largas, que hacían manar la sangre a chorros, por lo que el cuerpo pendía sobre la fosa sin caer. El «rastrillo» quería ya regresar a su posición inicial, pero como si notase que aún no se había liberado de su carga, permaneció sobre la fosa.
       —¡Pero ayudad! —gritó el viajero al soldado y al condenado, y agarró él mismo los pies del oficial. Pretendía sujetar los pies mientras los otros dos, en la otra parte, cogían la cabeza para, así, lentamente, desprenderlo de las agujas. Pero ahora no se decidían a venir; el condenado se dio la vuelta; el viajero tuvo que ir hasta él y empujarle violentamente hasta la cabeza del oficial. Entonces miró contra su voluntad el rostro del cadáver. Estaba igual que como había estado en vida; no se descubría ni el más mínimo signo de la prometida liberación; lo que otros habían encontrado en la máquina, el oficial no lo había encontrado; los labios estaban apretados; los ojos, abiertos, tenían la expresión de la vida, la mirada era tranquila y mostraba convicción; a través de la frente penetraba la punta del gran aguijón de acero.

* * *

       Cuando el viajero, con el soldado y el condenado detrás de él, llegó a las primeras casas de la colonia, el soldado señaló una de ellas y dijo:
       —Ahí está la casa de té.
       En el piso bajo de una casa había un espacio profundo, como una cueva, con las paredes y el techo ahumados. La parte que daba a la calle estaba abierta en toda su extensión. A pesar de que la casa de té se diferenciaba poco de las otras casas de la colonia, las cuales, incluido el palacio de la Comandancia, se encontraban en un estado muy deteriorado, ejerció en el viajero la impresión de un recuerdo histórico y sintió el poder de los tiempos pasados. Se acercó y pasó, seguido de sus acompañantes, entre las mesas vacías situadas en la calle, frente a la casa de té, respirando el aire fresco y húmedo que salía de su interior.
       —El viejo está enterrado aquí —dijo el soldado—, el sacerdote le negó una plaza en el cementerio. Durante un tiempo hubo dudas de dónde se le podría enterrar, finalmente se le enterró aquí. Seguro que el oficial no le ha contado nada, pues de eso es de lo que más se avergonzaba. Más de una vez intentó, incluso, desenterrar al viejo durante la noche, pero siempre lograron ahuyentarlo.
       —¿Dónde está la tumba? —preguntó el viajero, que no podía creer al soldado. Al instante corrieron delante de él tanto el soldado como el condenado y señalaron con la mano el lugar donde debía de encontrarse la tumba. Guiaron al viajero hasta la pared del fondo, donde estaban sentados varios clientes. Se trataba probablemente de trabajadores portuarios, hombres fuertes con barbas cortas y de un negro brillante. Todos estaban sin chaqueta, sus camisas estaban rotas, eran pobre y humillado pueblo. Cuando se aproximó el viajero, algunos de ellos se levantaron, se apretaron contra la pared y lo miraron.
       —Es un extranjero —susurraban alrededor del viajero—, quiere ver la tumba.
       Desplazaron una de las mesas, debajo de la cual, efectivamente, se hallaba una lápida. Era una simple piedra, lo suficientemente plana como para que la pudieran ocultar debajo de una mesa. Tenía una inscripción con letras muy pequeñas; el viajero tuvo que arrodillarse para leerla. Decía: «Aquí yace el viejo comandante. Sus adeptos, que ya no pueden portar ningún nombre, cavaron su tumba y colocaron la piedra. Existe la profecía de que el comandante, transcurrido un número determinado de años, resucitará y conducirá a sus adeptos desde esta casa para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!». Al terminar de leer, el viajero se levantó, miró a los hombres que le rodeaban sonrientes, como si hubieran leído la inscripción con él, la hubieran encontrado ridícula y le animaran a unirse a su opinión. El viajero hizo como si no se hubiera dado cuenta, repartió algunas monedas y esperó hasta que colocaron la mesa sobre la tumba, luego abandonó la casa de té y se dirigió al puerto.
       El soldado y el condenado habían encontrado conocidos en la casa de té que los retuvieron. Pero lograron salir pronto, pues el viajero se encontraba a la mitad de la larga escalera que llevaba a los botes, cuando los vio correr detrás de él. Probablemente querían obligar al viajero en el último momento a que los llevara consigo. Mientras el viajero, abajo, negociaba con un marinero para hacer el trayecto hasta el vapor, bajaron las escaleras a toda prisa y en silencio, pues no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el viajero ya estaba en el bote, y el marinero soltaba la amarra de la orilla. Aún podrían haber saltado al bote, pero el viajero levantó una pesada soga con nudos y les amenazó con ella, logrando así que desistieran de saltar.




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