Feodor Dostoievski
(1821-1881)

El pequeño héroe(1849)
(“Маленький герой”)
De unas memorias desconocidas
Originalmente publicado en Anales de la Patria [Отечественные записки] (1848)


      Por aquel entonces no tendría yo más de once años. En julio me enviaron a pasar una temporada a un pueblo de los alrededores de Moscú, donde un pariente llamado T…ov, en cuya casa se habían reunido unas cincuenta personas o más… no recuerdo bien, pues no los conté. Había mucho alboroto y mucha alegría. Todo parecía indicar que se trataba de una fiesta que había comenzado para no finalizar jamás. Daba la impresión de que el dueño se había propuesto derrochar lo antes posible toda su fortuna y estaba a punto de conseguir su fin gastando hasta el último cópec de su patrimonio.
       A cada instante llegaban nuevos invitados. Moscú estaba muy cerca, de modo que los que se marchaban dejaban su lugar a los que llegaban mientras la fiesta proseguía su curso. Las diversiones cambiaban unas por otras, sin que se previera el final de los pasatiempos. Tan pronto se organizaban excursiones en grandes grupos a caballo por los alrededores, como paseos por el bosque o el río. Se hacían meriendas, almuerzos en el campo y cenas en el hermoso porche de la casa, rodeado de tres filas de exóticas flores que impregnaban de fresco aroma el aire de la noche bajo la radiante iluminación de la mesa, que hacía que nuestras bellas damas lo parecieran aún más, animadas a causa de las impresiones del día, con sus brillantes miradas, sus vivas conversaciones cruzadas y sus vibrantes y sonoras risas semejantes a campanillas. Había bailes, música y canciones. Cuando el tiempo empeoraba se hacían cuadros vivos, charadas y otros juegos. Se montaba un teatro casero. Venían prosadores, cuentistas y gente que contaba anécdotas.
       Algunos semblantes resaltaban claramente, sobreponiéndose en un primer plano. Como era lógico, los chismes y cotilleos seguían su propio curso, pues no es posible vivir sin ellos y muchos se morirían de aburrimiento como moscas. Pero yo, como por aquel entonces solo tenía once años, no me percataba de esos seres, abstraído como estaba en otros detalles, y, de haberme dado cuenta, no habría sido plenamente. Una vez transcurrido aquello, pude recordar algo. Solo una brillante parte del cuadro penetró en mis infantiles ojos y toda esa animación general, el brillo, el bullicio y lo que jamás había visto ni oído hasta entonces, me causó tanta impresión que estuve completamente aturdido durante los primeros días y mi pequeña cabeza me daba vueltas.
       Repito que en aquellos momentos yo solo tenía once años y lógicamente no era más que un crío. Muchas de esas maravillosas mujeres que me acariciaban no se percataban de mi corta edad. Pero ¡cosa extraña! Una sensación que no entendía se apoderó de mí. Algo que me rozaba el corazón y que este desconocía e ignoraba le hacía encenderse y latir a su vez como si estuviera asustado, lo que provocaba que mi rostro se sonrojara inesperadamente. A veces sentía vergüenza e incluso me ofendía por ciertos privilegios infantiles míos. Otras veces parecía que el asombro se apoderaba de mí, obligándome a esconderme donde nadie me viera como si necesitara tomar aliento para recordar lo que en aquel momento quería recordar pero que de pronto se me olvidara; algo que, sin embargo, no me dejaba ni vivir ni estar en paz.
       Finalmente, me daba la impresión de que les ocultaba a todos cosas que no les desvelaría por nada del mundo, pues, como crío que era, sentía una terrible vergüenza. De pronto, en medio del torbellino que me rodeaba, sentía soledad. Allí había otros niños, pero todos eran bastante más pequeños o mayores que yo. Además, me resultaban indiferentes. Claro está que nada hubiera sucedido de no haberme encontrado yo en una situación extraordinaria. A ojos de aquellas maravillosas damas yo aún era un ser pequeño y sin formar, al que les gustaba acariciar de vez en cuando y con quien les divertía jugar como si fuera un muñeco. Especialmente a una encantadora rubia, de cabellos tan hermosos y espesos como jamás había visto y que parecía haberse propuesto no dejarme en paz. A mí me intimidaba y a ella le divertían las risas que estallaban alrededor de nosotros, y que ella provocaba constantemente con bruscos y extravagantes gestos dirigidos a mí y que al parecer le satisfacían enormemente. Se comportaba como una colegiala entre amigas del pensionado. Era extraordinariamente atractiva, y había algo en su belleza que saltaba a primera vista. Claro está que no se parecía a aquellas pequeñas y tímidas rubitas tan blancas como la pelusilla y tan tiernas como los ratoncillos, o a las hijas de un pastor. Era bajita y rellenita, con unas finas y suaves facciones de cara. Había en su rostro algo que se asemejaba a un relámpago, siendo como era toda ella tan viva como el fuego, enérgica y vehemente. Sus grandes y abiertos ojos parecían lanzar destellos. Brillaban como diamantes, y jamás cambiaría yo esos azules y chispeantes ojos por otros negros, aunque fueran los más oscuros de los ojos andaluces; además, mi rubia se parecía a aquella morena a la que canta un extraordinario y famoso poeta que en sus más excelentes poesías juró ante toda Castilla estar dispuesto a romperle los huesos al que se atreviera a rozar con la punta de sus dedos la mantilla de su beldad. A ello habría de añadirse que mi bella dama era la más alegre de todas las bellezas del mundo, la más alborotada charlatana, tan vivaracha como un niño, sin reparar en que ya llevaba cinco años casada. La risa no se iba de sus labios, frescos como una rosa mañanera que con el primer rayo de sol abre su aromático brote de color escarlata y sobre la que aún reposan las frescas y grandes gotas del rocío.
       Recuerdo que al segundo día tras mi llegada se estaba preparando un teatro casero. La sala estaba abarrotada de gente. No había ni un hueco, y como por algún motivo que ignoro llegué tarde, me vi obligado a disfrutar del espectáculo de pie. Pero la animada representación me llevaba a desplazarme cada vez más hacia delante, y sin darme cuenta me fui abriendo paso hasta las primeras filas, donde finalmente me quedé apoyado en el respaldo de un asiento en el que estaba sentada una dama. Se trataba de mi rubia; pero todavía no nos conocíamos. Y he aquí que sin darme cuenta me fijé en sus maravillosos y seductores hombros torneados, esculpidos y blancos como la espuma, aunque, a decir verdad, me habría dado igual fijarme en unos maravillosos hombros femeninos que en un sombrero con cintas encarnadas que cubrían las canas de una respetable dama de la primera fila. Junto a la rubia estaba sentada una solterona, una de las que, tal y como comprobé después, están eternamente revoloteando alrededor de las damas jóvenes y bellas, escogiendo a las que no gustan de espantar de su lado a la juventud. Pero eso no tiene importancia, sino que aquella solterona se fijó en mi contemplativa mirada y acercó la cabeza a la de su vecina de asiento mientras le susurraba entre risas algo al oído. De pronto la rubia se dio la vuelta y recuerdo que sus ojos de fuego brillaron de tal modo en la penumbra que me estremecí como si me quemaran, pues no estaba preparado para el encuentro. La bella dama sonrió.
       —¿Te gusta lo que están representando? —me preguntó, mirándome a los ojos burlona y maliciosamente.
       —Sí —respondí yo, sin quitarle ojo de encima y asombrado, cosa que a ella al parecer le gustó.
       —Y ¿por qué estás de pie? Te vas a cansar. ¿No tienes sitio para sentarte?
       —Así es, no hay sitio —respondí, más ocupado en esta ocasión en encontrar un asiento que en los ojos chispeantes de la beldad y alegrándome muy seriamente por haber encontrado finalmente un corazón bondadoso en quien poder confiar—. Ya he buscado, pero todas las sillas están ocupadas —añadí, quejándome de no encontrar sitio.
       —Ven aquí —dijo ella vivamente, resuelta a tomar cualquier decisión, de igual modo que lo haría para tomar cualquier extravagante idea que pudiera pasársele por su alborotada cabeza—. Ven aquí, conmigo, y siéntate sobre mis rodillas.
       —¿En las rodillas?… —pregunté yo desconcertado.
       Como ya comenté antes, mis privilegios de niño empezaban a ofenderme y avergonzarme seriamente. Y además yo, que siempre había sido un muchacho tímido y vergonzoso, me sentía ahora especialmente intimidado frente a las señoras, lo que me hacía quedar terriblemente confuso.
       —Pues sí, ¡en mis rodillas! ¿Por qué no quieres sentarte en mis rodillas? —insistió ella, riéndose cada vez más, hasta que finalmente estalló en Dios sabe qué risas, puede que a causa de su propia ocurrencia o divirtiéndose por mi confusión.
       Sonrojado y turbado miré alrededor, como si buscara un hueco donde esconderme. Pero a ella ya le había dado tiempo a agarrarme de la mano para impedirme marchar, y de pronto, para mi gran asombro, estrujó mi mano con tanta fuerza entre sus traviesos y cálidos dedos, que me hizo retorcer de dolor para no gritar, obligándome a poner caras raras. Al margen de lo que me sucedía, estaba asombrado, desorientado e incluso horrorizado al ver que existían damas tan simpáticas y malvadas, capaces de hablar con chiquillos de semejantes bobadas, a la vez que los pellizcaban dolorosamente, Dios sabe por qué motivo, en presencia de todos. Probablemente mi infeliz rostro reflejaba mi desconcierto, porque la traviesa señora reía como una insensata mirándome a los ojos y, mientras tanto, estrujaba cada vez más mis pobres dedos. Estaba fuera de sí por el asombro de lograr finalmente hacer una travesura y poner en trance de confusión a un pobre muchacho hasta hacerle polvo. Mi situación era desesperante. En primer lugar, estaba rojo de vergüenza porque casi todos cuantos estaban alrededor de nosotros se dieron la vuelta para mirarnos, algunos asombrados y otros riéndose, captando al instante la travesura de la bella dama. Además, yo tenía ganas de gritar, porque ella me destrozaba con saña los dedos, precisamente porque no gritaba; y yo, como un espartano, había decidido aguantar el dolor, temiendo armar escándalo con mis gritos, después de los cuales no sé lo que hubiera podido suceder. En un ataque de completa desesperación, comencé a luchar con todas mis fuerzas: hice lo posible para liberar mi mano, pero mi tirana era más fuerte que yo. Por fin no soporté más y lancé un grito, cosa que ella esperaba. Al momento me soltó la mano y se dio la vuelta, como si nada sucediera y no fuera ella quien hiciera la travesura sino cualquier otro, comportándose como una colegiala a la que al primer despiste del profesor ya le había dado tiempo a hacer la trastada, como pellizcar a algún compañero más pequeño y débil, darle un capirotazo, un puntapié o codazo. Una vez cometida la fechoría, la colegiala se daba la vuelta disimulando como si nada sucediera, enfrascándose en el libro para proseguir con la lección y dejando de ese modo con un par de narices al enfurecido profesor que se lanza como un gavilán al oír el alboroto.
       Pero, para mi suerte, en aquel momento toda la atención se centró en la actuación magistral de nuestro anfitrión, que representaba el papel principal en la comedia. Todos empezaron a aplaudir y yo, aprovechando el ruido, me escabullí entre las filas y salí corriendo hasta el fondo de la sala, hacia el rincón opuesto, desde donde, ocultándome tras una columna, miré horrorizado a donde estaba sentada la bella y astuta dama. Ella seguía riéndose con el pañuelo a la boca. Durante un buen rato estuvo dándose la vuelta para buscarme por todos los rincones; probablemente sintiera que nuestra estrafalaria lucha hubiera terminado tan pronto mientras seguía tramando otra fechoría.
       Así fue como nos conocimos, y desde aquella tarde ya no me dejó en paz un momento. Me perseguía sin miramiento ni conciencia, y se convirtió en mi perseguidora y tirana. Lo cómico de su artificio consistía en que parecía haberse enamorado locamente de mí, dejándome en una situación de lo más embarazoso frente a todos. Claro que a mí, un muchacho salvaje, todo eso me resultaba muy duro de sobrellevar, conduciéndome en varias ocasiones a una situación tan crítica que estaba dispuesto a enzarzarme en una pelea con mi astuta admiradora. Mi ingenua turbación y mi desesperada tristeza parecían animarle a perseguirme hasta el final. Desconocía la compasión, y yo ignoraba cómo podía esconderme de ella. La risa, que resonaba alrededor y que ella suscitaba de maravilla, la invitaba a hacer nuevas travesuras. Pero sus bromas ya empezaban a convertirse en pesadas. Y además, según recuerdo, se permitía demasiadas libertades con un niño como yo.
       Pero su carácter era así: todo su temperamento era travieso. Después me enteré de que quien más la mimaba era su propio marido, hombre regordete, bajito y de piel encarnada; persona de mucho dinero y muy ocupado, al menos a primera vista: nunca estaba quieto y, puesto que siempre estaba haciendo gestiones, no sabía permanecer en el mismo sitio un par de horas. Todos los días salía de la finca en que nos encontrábamos para viajar a Moscú, en ocasiones hasta un par de veces; y confesaba que hacía todo por asuntos de negocios. Era difícil encontrar algo más alegre y bondadoso que su cómica y además honesta fisonomía. Por si fuera poco, amaba a su mujer hasta más no poder, hasta provocar lástima: sencillamente, la adoraba como a una diosa.
       No le negaba nada. Ella tenía multitud de amigas y amigos. En primer lugar, había poca gente que no la quisiera y, en segundo, tampoco era muy exigente en la elección de sus amigos, aunque en el fondo de su carácter había aspectos bastante más serios de lo que se podría suponer si se juzga por lo que acabo de contar. Pero, de todas sus amigas, la que más quería y a la que más atención prestaba era una joven dama, una lejana pariente suya, que también ahora se encontraba invitada en la finca. Había entre ellas una especie de tierna y delicada unión, una de esas relaciones que a veces se producen al encontrarse dos caracteres a menudo completamente contrarios, de los cuales uno es más severo, profundo y transparente, mientras que el otro, por ser muy resignado y de nobles sentimientos, se somete humildemente a él, reconociendo su superioridad y guardando en su corazón su amistad como una verdadera dicha. Es cuando surge esa tierna y noble sutileza en la relación de tales caracteres: por una parte, el amor y toda la condescendencia del mundo y, por otra, el afecto y el respeto; un respeto rayano en temor de uno mismo ante los ojos de aquel que tienes en tan alta estima y que llega hasta el ansioso deseo de acercarse en la vida paso a paso cada vez más a su corazón. Las dos amigas eran de la misma edad, pero entre ellas había una inconmensurable diferencia en todo, comenzando por la belleza. Madame M* también era muy agraciada, pero su belleza tenía un halo especial que la distinguía drásticamente del resto de otras bellas mujeres. En su rostro había algo que atraía irresistiblemente toda su simpatía o, mejor aún, que suscitaba la noble y elevada simpatía del que se cruzara con ella. Hay caras así. Junto a ella todos se sentían mejor, más libres y afables; y, sin embargo, sus grandes y tristes ojos, llenos de pasión y fuerza, miraban tímida e inquietamente, como si estuvieran constantemente atemorizados por algo hostil, y esa extraña timidez melancólica cubría al instante sus tranquilos y dulces rasgos, que evocaba el rostro iluminado de las madonnas italianas, de modo que al mirarla uno se sentía tan triste como si tuviera su propio pesar. Esa cara pálida y delgada en la que, a través de la irreprochable belleza de unos rasgos correctos y limpios y la triste y severa melancolía oculta, a menudo se traslucía el original semblante infantil, el semblante de los años mozos, probablemente de una ingenua felicidad; y esa sonrisa silenciosa, tímida y vacilante a la vez, lo predisponían inconscientemente a uno a la simpatía hacia esa mujer, que hacía nacer en su corazón una dulce y ardiente inquietud que se percibía a distancia, y que le hacía sentirse aún más cercano a ella. Pero la bella dama parecía callada, misteriosa, aunque nada había más atento y amable que ella cuando alguien necesitaba compasión. Hay mujeres que parecen auténticas hermanas de la caridad. Ante ellas uno puede sentirse libre para no ocultar nada, al menos nada que no sea dolor o herida para el alma. El que sufre puede dirigirse a ellas sin temor, porque pocos sabemos hasta qué punto pueden ser interminables y pacientes el amor, la compasión y el perdón que alberga el corazón de una mujer. Esos corazones puros albergan auténticos tesoros de simpatía, consuelo y esperanzas; corazones que también a su vez fueron ofendidos, pues el corazón que ama sufre, pero su herida se cierra parcamente frente a una mirada curiosa, ya que los pesares profundos suelen ocultarse y llevarse en silencio. No les arredra ni la profundidad de la herida, ni la purulencia ni la pestilencia de esta: el que se acerca a ellas es ya digno de ellas; además, parecen haber nacido para ayudar… Madame M* era alta, airosa y esbelta, pero algo delgada. Todos sus movimientos eran algo desproporcionados, a veces resultaban lentos, suaves e incluso impetuosos; otras, parecían infantiles y rápidos, trasluciéndose a su vez en sus gestos una apocada resignación, algo trémula e indefensa que jamás imploraba ayuda.
       Como ya dije, me intimidaban las censurables pretensiones de la astuta rubia, que provocaban en mí dolor y rabia extremos. Pero había además una cuestión oculta, extraña y absurda, que yo mantenía en secreto y ante la que temblaba como un avaro ante su tesoro con solo reparar en ella; cabizbajo y a solas con mi pensamiento me ocultaba en algún rincón secreto y oscuro, a salvo de la burlona e inquisidora mirada azul de alguna curiosa; me ahogaba de pudor, vergüenza y temor ante la sola idea del objeto en cuestión; en una palabra, estaba enamorado, aunque supongamos que es absurdo lo que acabo de decir: pues no podía ser. Pero ¿por qué de entre todos los rostros que me rodeaban solo había uno que atraía mi atención? ¿Por qué solo me gustaba seguirla con la mirada a ella, aunque yo no tuviera la edad apropiada para fijarme en las damas y presentarme a ellas? Esto sucedía con más frecuencia por las tardes, cuando el mal tiempo nos obligaba a todos a entrar en casa; cuando me ocultaba solitario en algún rincón del salón y miraba alrededor sin finalidad ni distracción alguna, pues en escasas ocasiones hablaba alguien conmigo, a excepción de mis perseguidoras. Como aquellas tardes yo estaba terriblemente aburrido, me fijaba en los rostros que me rodeaban, ponía atención en sus conversaciones, de las que a menudo no entendía una palabra; y he aquí que en uno de esos momentos la mirada silenciosa, la dulce sonrisa y el bello rostro de madame M* (porque así era ella), ¡Dios sabe por qué!, fueron presa de mi fascinada atención sin que pudiera abandonarme aquella extraña, indefinida pero incomprensiblemente dulce impresión mía. A menudo creía no poder apartar de ella mi mirada durante horas; conocía todos sus gestos, sus movimientos, aguzaba el oído a cada vibración de su voz profunda, plateada y algo apagada; pero (¡cosa rara!) de todas aquellas observaciones mías, de aquellas tímidas y dulces impresiones, nació en mí una increíble curiosidad. Parecía que no me quedaba otra opción que la de descubrir algún secreto…
       Lo que más me atormentaba eran las burlas en presencia de madame M*. Esas burlas y persecuciones cómicas, tal y como yo las interpretaba, me hacían sentirme humillado. Y cuando alguna risa generalizada estallaba a mi costa y en cuya chanza participaba a veces involuntariamente madame M*, entonces, desesperado, ofendido y fuera de mí, salía corriendo de mis tiranos y subía arriba para dedicarme a hacer el salvaje durante el resto del día y sin atreverme a asomar al salón. Además, ni yo mismo entendía entonces ni mi vergüenza ni mi inquietud; todo el proceso lo vivía yo de un modo inconsciente. A madame M* apenas le había dirigido un par de palabras, y tampoco me hubiera atrevido a hacerlo. Pero he aquí que una tarde, tras un día abundante en contrariedades para mí, me quedé rezagado del resto de la gente durante el paseo. Estaba muy cansado y regresaba a casa atravesando el jardín. Sobre un banco, en una solitaria alameda, divisé a madame M*. Estaba completamente sola, como si hubiera elegido aquel solitario lugar a propósito. Tenía la cabeza inclinada y daba vueltas al pañuelo entre las manos. Estaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando me aproximé a ella.
       Al verme, se levantó rápidamente del banco, se dio la vuelta y yo me percaté de que se enjugaba las lágrimas. Estaba llorando. A continuación me sonrió y juntos nos dirigimos a casa. No recuerdo de qué hablamos ella y yo, pero no hacía más que apartarme de su lado poniendo todo tipo de pretextos: tan pronto pedía que le arrancara una flor como que mirara quién era el que iba a caballo por la alameda contigua. Cuando me apartaba de ella, al instante se llevaba el pañuelo a los ojos y se enjugaba las rebeldes lágrimas, que no cesaban de fluir, y que se le acumulaban en el corazón sin parar de aflorar a sus pobres ojos. Comprendí que mi presencia le molestaba (pues no hacía más que apartarme de su lado), que se había dado cuenta de que yo me percaté de todo y que no conseguía dominarse, y eso hacía que me entristeciera aún más. Me enfadaba desesperadamente conmigo mismo, me maldecía por mi torpeza y, sin encontrar la manera más sutil de apartarme de ella y sin expresarle que me había percatado de su pena, seguía caminando junto a ella sumido en la tristeza e incluso el temor, completamente confuso y sin encontrar la palabra adecuada para mantener nuestra absurda conversación.
       Aquel encuentro me causó tanta impresión que me pasé la tarde entera mirando a hurtadillas a madame M*, sin poder apartar mis ojos de ella. Pero en un par de ocasiones me sorprendió observándola, y la segunda vez, al darse cuenta, sonrió. Aquella fue la única sonrisa que me dirigió en toda la tarde. La tristeza no se iba de su semblante, que en aquel momento estaba muy pálido. Durante todo el tiempo estuvo hablando en voz baja con una dama entrada en años, una vieja malhumorada que respondía a regañadientes y con quien nadie simpatizaba por sus continuos chismorreos, pero a la que a su vez todos temían, y por ello se veían obligados a agradarla, aun en contra de su voluntad…
       Aproximadamente a las diez de la noche llegó el marido de madame M*. Hasta aquel momento yo la seguía observando sin apartar los ojos de su entristecida cara. Pero entonces, ante la inesperada llegada de su marido, vi cómo se estremecía toda y su semblante se ponía aún más pálido. Fue tan notorio que también otros se percataron de ello: capté una conversación entrecortada de la que, como pude, deduje que la pobre madame M* no era muy feliz. Decían que su marido era más celoso que un árabe, pero no por amor a ella, sino por amor propio. Por encima de todo se trataba de un hombre europeo, actual, con las ideas modeladas a lo moderno y muy orgulloso de ellas. Por lo que a su físico se refiere, era moreno, alto y bastante robusto, con unas patillas a la europea, con la cara sonrosada y satisfecho de sí mismo; tenía unos dientes tan blancos como el azúcar y el porte de un caballero impecable. Se le consideraba un hombre inteligente. Así es como en algunos círculos llaman a un tipo concreto de hombres cebados a costa de otros, que no hacen ni quieren hacer absolutamente nada y que, de la continua pereza y del no tener nada que hacer, en el lugar del corazón tienen un trozo de tocino. A cada instante se les oye lamentarse alegando que si no hacen nada es a causa de algunas circunstancias enrevesadas y hostiles que terminan por «agotar su genio», y esta es la razón que hace que «resulte tan triste verles de ese modo». Esta expresión se convierte para ellos en una frase habitual y pomposa, su mot d’ordre, su consigna y lema, la expresión que mis satisfechos gordinflones sueltan constantemente a diestro y siniestro y que, al tratarse de palabras rematadamente huecas, resulta cansina. Por lo demás, algunos de esos chistosos que no acaban de encontrar el quehacer (algo que por otra parte jamás han buscado) pretenden que todos piensen que en el lugar del corazón no tienen un trozo de tocino, sino, contrariamente a ello y hablando en términos generales, algo muy profundo, pero sobre lo cual ni el mejor cirujano, lógicamente por cortesía, se atrevería a decir palabra. Estos caballeros se abren paso en la vida agudizando todos sus instintos hacia la burda broma, la crítica más simplona y el desmedido orgullo. Como no tienen otra cosa que hacer que advertir y aprenderse de memoria los errores y debilidades ajenos, y dado que sus buenos sentimientos son comparables a los de una ostra, no les resulta difícil en tales circunstancias convivir con las personas cautelosamente. De ello se jactan sobremanera. Por ejemplo, están casi convencidos de que el mundo entero debe rendirles pleitesía; de que este para ellos es como una ostra que cogen por si acaso; de que todos son idiotas, excepto ellos; de que cualquier persona se asemeja a una mandarina o una esponja, que ellos pueden exprimir mientras haya jugo; de que son dueños de todo y de que todo ese digno orden de elogios se debe a que son muy inteligentes y poseen una gran personalidad. Su desmedido orgullo no les permite adscribirse defecto alguno. Se parecen a aquella raza de bribones cotidianos, antecesores de Tartufo y Falstaff, que llegaron a tal grado de bribonería que finalmente se convencieron de que las cosas habían de ser así: es decir, que vivir para ellos era sinónimo de ser bribón. Hasta tal punto se empeñan en persuadir a todo el mundo de que son gente honesta, que finalmente se convencen de ello como si realmente lo fueran y de que las bribonadas son una cuestión honorable. Jamás anhelan la autocrítica y la justa valoración de sí mismos. Son demasiado torpes para eso. Siempre, y en todas las cosas, sobresale su particularidad, su Moloch y Baal, su magnífico ego. La naturaleza y el mundo entero no son para ellos más que un precioso espejo creado para que ese diosecillo pueda admirarse en él continuamente, sin ver detrás de sí nada ni a nadie. Después de ello, nada de extraño hay en que todo en esta vida lo vean ellos de un modo tan deforme. Para cada circunstancia tienen la frase apropiada y, sin embargo, el súmmum de su habilidad se circunscribe a la frase más moderna. Incluso contribuyen a la moda difundiendo gratuitamente por todos los rincones aquella idea que intuyen que tendrá éxito. Para ser más precisos, poseen el olfato para hacer suya la frase más moderna antes de que otros se la apropien, de modo que parezca propia. Especialmente se proveen de frases que expresan la profunda simpatía que sienten hacia la humanidad y definen del modo más correcto posible la filantropía justificada racionalmente, para finalmente arremeter sin piedad contra el romanticismo, es decir, contra lo que a menudo es todo lo bello y elevado, y donde un simple átomo es más valioso que toda la naturaleza de molusco que ellos poseen. Sus toscos espíritus no reconocen la verdad que se presenta en una forma todavía inmadura y transitoria, y rechazan todo aquello que aún no ha robustecido o cristalizado completamente. Un hombre cebado ha llevado una vida alegre, acostumbrado a cosas que él mismo no sabe hacer y de las que ignora la dificultad que implica conseguirlas, y por ello es una desgracia rozar sus cebados sentimientos con alguna rudeza: eso es algo que jamás perdonarán esos hombres, que lo recordarán y se vengarán gustosos. Resumiendo, este héroe mío no es ni más ni menos que un gran saco inflado de sentencias, frases modernas y etiquetas de toda naturaleza y todo género.
       Pero, por lo demás, monsieur M* poseía una particularidad: era un hombre curioso, ocurrente, buen conversador y narrador; en los salones, alrededor de él siempre se reunía un grupo de gente. Aquella noche estuvo especialmente ocurrente. Se hizo dueño de la conversación. Estaba ingenioso, alegre, satisfecho de sí mismo, consiguiendo acaparar la atención por encima de todo. Sin embargo, madame M* tuvo durante toda la velada aspecto de indispuesta. Tenía una expresión tan triste que parecía que de un momento a otro las lágrimas aflorarían de nuevo a sus largas pestañas. Todo ello, como ya comenté antes, me había impresionado y sorprendido sobremanera. Me marché con el sentimiento de una extraña curiosidad, y durante toda la noche estuve soñando con monsieur M*, a pesar de que hasta entonces había tenido pesadillas en escasas ocasiones.
       Al día siguiente, por la mañana temprano, me llamaron para ensayar los cuadros vivos en los que también yo tenía asignado un papel. Los cuadros vivos, el teatro y después el baile, que se representarían en la misma noche, estaban programados para tener lugar dentro de cinco días, con motivo de una fiesta familiar: el nacimiento de la hija pequeña de nuestro anfitrión. A aquella casi improvisada fiesta se había invitado a unas cien personas, gente de Moscú y de las casas de campo de los alrededores, de manera que había mucho alboroto, quehaceres domésticos y barullo. El ensayo, o mejor dicho el examen de los trajes, se hizo a destiempo, por la mañana, porque nuestro director de escena, el prestigioso pintor R* (compañero y huésped del dueño de la hacienda, que por amistad con el anfitrión se encargó de la composición y la puesta en escena, así como de nuestros papeles), tenía prisa por ir a la ciudad para comprar cosas para la fiesta, de modo que disponíamos de poco tiempo para el ensayo. Yo participaba en uno de los cuadros junto a madame M*. El cuadro representaba la vida medieval y se titulaba La señora del castillo y su paje.
       Me sentí terriblemente turbado al verme junto a madame M* durante los ensayos. Me dio la impresión de que, con solo mirarme a los ojos, podía adivinar al instante mis pensamientos, las dudas y sospechas engendradas en mi cabeza desde el día anterior. A ello se unía que me sentía culpable por haberla sorprendido llorando ese día por la tarde, de manera que sin querer me miraría de reojo como si yo fuera un desagradable testigo y partícipe no invitado de su secreto. Pero, gracias a Dios, la cosa pasó sin grandes alborotos: sencillamente, no se había fijado en mí. Parecía que su ánimo no estaba para reparar en mí y tampoco para ensayar: estaba ausente, triste y sumida en pensamientos que le preocupaban. Era notable que tenía un problema considerable que la hacía sufrir. Al finalizar mi papel salí corriendo para cambiarme de ropa y pasados diez minutos me presenté en la terraza del jardín. Casi a la vez que yo, por la otra puerta, salió madame M*, y justo enfrente de nosotros hizo aparición su autosatisfecho marido, que regresaba del jardín tras acompañar a todo un grupo de damas para dejarlas en compañía de un ocioso cavalier servant. Al parecer, el encuentro entre el marido y la mujer fue inesperado. Madame M*, sin saber por qué, se ruborizó y un ligero disgusto se traslució en un involuntario gesto suyo. Su señor marido, que venía silbando relajadamente un aria y atusándose concienzudamente las patillas, frunció el entrecejo al cruzarse con su mujer, escudriñándola de arriba abajo (según lo recuerdo ahora) con una mirada inquisidora.
       —¿Vas al jardín? —preguntó él, fijándose en el libro que su mujer llevaba en las manos.
       —No, al bosque —respondió ella, sonrojándose ligeramente.
       —¿Sola?
       —Con él… —dijo madame M* señalándome a mí—. Por la mañana paseo sola —señaló con un tono de voz irregular e indefinido, igual que cuando se miente por primera vez en la vida.
       —Hum… Y yo acabo de acompañar allí a toda una pandilla. Se van a reunir en el cenador para despedir a N*. Se marcha; supongo que sabrás… que al parecer le ha ocurrido una desgracia en Odesa… Su prima —se refería a la rubia— tan pronto ríe como llora, cuando no hace las dos cosas a la vez, sin que nadie pueda sacarle nada en claro. Me dijo que por alguna razón estabas enfadada con N* y por eso no fuiste a su despedida. Me imagino que es algo absurdo.
       —Es su forma de burlarse —respondió madame M* mientras bajaba las escalerillas de la terraza.
       —¿De modo que este es tu cavalier servant de todos los días? —añadió monsieur M* haciendo una mueca con la boca y apuntando hacia mí con su monóculo.
       —¡Un paje! —exclamé yo, enojándome por el monóculo y la burla, y riéndome directamente en su cara salté de golpe tres escalones de la terraza…
       —¡Que lo pasen bien! —murmuró monsieur M*, y continuó su camino.
       Enseguida me acerqué a madame M*, en cuanto señaló hacia mí su marido; la miraba como si me hubiera invitado hacía una hora y como si la acompañara en sus paseos matutinos desde hacía un mes. Pero no conseguía entender: ¿por qué se había azorado y turbado tanto y qué fue lo que se le pasó por la cabeza cuando decidió recurrir a su pequeña mentira? ¿Por qué no había dicho sencillamente que iba sola? Ahora ya no sabía cómo mirarla. Sorprendido por su actitud, le miraba ingenuamente la cara a hurtadillas; pero igual que sucedió durante el ensayo, una hora atrás, ella no se daba cuenta ni de mis miradas ni de mis mudas preguntas. Seguía igual de inquieta y preocupada, lo que se reflejaba con más evidencia que antes tanto en su rostro como en su forma de andar. Tenía prisa por llegar a alguna parte, aceleraba cada vez más el paso y miraba nerviosa en dirección a los paseos de la alameda, y en cada claro del bosque volvía el cuerpo hacia un lado del jardín. También yo estaba a la expectativa de algo. De repente detrás de nosotros se oyeron pisadas de caballo. Era toda una cabalgata de jinetes y amazonas que estaban despidiendo a aquel N* que de un modo tan inesperado abandonaba nuestra compañía.
       Entre las damas también se encontraba mi rubia, a la que se había referido monsieur M*, cuando habló de sus lágrimas. Pero, como era habitual en ella, se reía igual que un niño y cabalgaba velozmente sobre un caballo bayo. Al alcanzarnos, N* se quitó el sombrero, pero no se detuvo y no dijo palabra a madame M*. Pronto todo el tropel desapareció de nuestra vista. Miré a madame M* y me faltó poco para lanzar un grito de asombro: estaba completamente pálida y unas enormes lágrimas empañaban sus ojos. Nuestras miradas se cruzaron sin querer. Madame M* se sonrojó de pronto, se dio la vuelta por un instante, y la inquietud y el pesar refulgieron claramente en su rostro. Yo estorbaba aún más que ayer, y ello era evidente, pero ¿dónde podía meterme?
       De pronto madame M* abrió el libro que tenía en las manos, y sonrojándose, probablemente evitando mirarme, dijo como si cayera en la cuenta:
       —¡Ah! ¡Pero si es el segundo tomo! ¡Me he equivocado! Haz el favor de traerme el primero.
       ¿Cómo no había de entenderla? Mi papel había finalizado y no se me podía echar de una manera más clara.
       Salí corriendo con su libro y no regresé. El primer tomo reposó tranquilamente sobre la mesa hasta el amanecer…
       Pero yo no era el mismo. El corazón me palpitaba deprisa, como si estuviera continuamente asustado. Hacía todo lo posible por no encontrarme con madame M*. En cambio, observaba de un modo casi salvaje la personalidad autosatisfecha de monsieur M*, como si su persona albergara ahora algo especial. Decididamente no comprendo en qué consistía aquella cómica curiosidad mía. Solo recuerdo que me encontraba curiosamente sorprendido por lo que había visto aquella mañana. Y, sin embargo, era solo el principio de un nuevo día repleto de sucesos.
       Aquel día almorzamos muy temprano. Por la tarde se había programado una excursión a la aldea vecina donde se celebraba una fiesta rústica, y se necesitaba tiempo para prepararse. Yo llevaba un par de días soñando con aquella excursión, que era un motivo de gran alegría para mí. Nos reunimos casi todos a tomar café en la terraza. Los seguí prudentemente y me oculté detrás de la tercera fila de asientos. La curiosidad me devoraba, pero no quería que madame M* me viera por nada del mundo. Sin embargo, el destino quiso situarme cerca de mi rubia perseguidora. En aquella ocasión le había sucedido algo maravilloso y casi inverosímil: estaba más hermosa que nunca. No sé la razón, pero las mujeres suelen sufrir a menudo ese tipo de transformaciones. En aquel instante se encontraba entre nosotros un nuevo huésped. Era un hombre joven, alto, de semblante pálido y apasionado seguidor de nuestra rubia, que, como si fuera a propósito, acababa de llegar de Moscú para sustituir a monsieur N*, que se marchaba, y sobre el que corrían rumores de que estaba locamente enamorado de nuestra beldad. En lo que se refiere al recién llegado, este tenía desde hacía tiempo con ella la misma relación que Benedicto con Beatriz en la obra de Shakespeare Mucho ruido y pocas nueces. Resumiendo, nuestra beldad gozó durante ese día de un gran éxito. Sus bromas y comentarios resultaron tan simpáticos y tan ingenuamente inocentes como perdonablemente indiscretos. Estaba convencida con tan graciosa presunción del entusiasmo general que suscitaba que realmente acaparó admiración. En torno a ella se había ceñido un estrecho círculo de admiradores y oyentes sorprendidos, y jamás estuvo tan seductora como en aquel momento. Cualquier palabra suya se tomaba como un prodigio y una originalidad; se captaba rápidamente y pasaba de unos a otros, sin que ninguna broma ni ningún gesto suyo pasaran desapercibidos. Al parecer, nadie esperaba de ella tanto derroche de buen gusto, brillo e ingenio. Sus mejores cualidades cotidianas eran sepultadas en la más voluntariosa extravagancia, en la terquedad más colegial, que rayaba casi en la bufonada. Pocos se percataban de ello; y si lo hacían no lo tenían en cuenta, de manera que ahora su extraordinario éxito era acogido por un generalizado susurro de apasionado asombro.
       Por lo demás, una situación especial y bastante delicada contribuía a ese éxito; al menos a juzgar por el papel que a su vez desempeñaba el marido de madame M*. La traviesa había decidido (y debería añadirse que con el beneplácito de la mayoría, o al menos de toda la juventud) atacarle encarnizadamente por diversos motivos, que desde su punto de vista probablemente fueran de considerable importancia. Le lanzaba una descarga de ocurrencias, burlas, irrebatibles y atrevidos sarcasmos que resultaban de lo más astuto, compactos y rotundos; aquellos que dan directamente en la diana, pero a los que resulta imposible engancharse para responder y que solo consiguen agotar a la víctima en infructuosos esfuerzos, para llevarla hasta la locura y la desesperación más cómica.
       A decir verdad, no lo sé con exactitud, pero parecía que todo su comportamiento no era casual ni improvisado. Ese desesperado duelo comenzó ya durante el almuerzo. Y digo «desesperado» porque monsieur M* tardó en bajar la guardia. Necesitaba, apelando a su presencia de ánimo, toda su agudeza y su escaso ingenio para no resultar completamente derrotado y cubrirse definitivamente de deshonor. La cosa transcurría en medio de una incontrolable risa de testigos y participantes del duelo. Verdaderamente el hoy no tenía para él comparación con el ayer. Resultó notorio que en varias ocasiones madame M* estuvo a punto de cortarle la palabra a su imprudente amiga, que a su vez deseaba disfrazar infaliblemente a su celoso marido con el traje más bufón y ridículo posible, y es de suponer que con el de Barba Azul, a juzgar por las evidencias y cuanto quedó grabado en mi memoria, así como el papel que finalmente me tocó representar en aquella farsa.
       Ocurrió de pronto, de la forma más inesperada y graciosa que se pueda imaginar. Como si fuera a propósito, en aquel momento yo me encontraba a la vista de todos, sin sospechar malicias y olvidándome incluso de mis recientes cautelas. De repente fui sacado a primer plano como si fuera un enemigo mortal y realmente un adversario de monsieur M*; alguien desesperadamente enamorado de su mujer, cosa que juró mi tirana, dando su palabra de honor y alegando tener pruebas, poniendo para más exactitud el ejemplo de haber visto hoy mismo en el bosque…
       No le había dado tiempo a terminar la frase cuando la interrumpí, en el momento más decisivo para mí. Ese minuto estaba tan deshonestamente calculado, tan deslealmente preparado para un desenlace cómico, y dispuesto de un modo tan ridículo que un incontrolable estallido de risa generalizada respondió a esa última extravagancia. Y aunque ya entonces me había percatado de que no era a mí a quien correspondía representar el papel más grotesco, a pesar de ello estaba tan avergonzado, irritado y asustado que, con lágrimas en los ojos, triste, desesperado y ahogándome de vergüenza, me metí entre dos filas de asientos hasta situarme delante y, dirigiéndome a mi tirana, exclamé con voz entrecortada por las lágrimas y la indignación:
       —Y ¿no le da vergüenza… decir en voz alta… y en presencia de todas las damas… una mentira de ese calibre?… Se comporta como una chiquilla… delante de todos los caballeros… ¿Qué dirán ellos?… ¡Usted es una persona adulta… y está casada!…
       No había acabado la frase cuando se oyó un ensordecedor aplauso. Mi postura suscitó un verdadero furore. Mi gesto inocente, mis lágrimas y, lo que es aún más importante, la impresión de haber salido yo en defensa de monsieur M*, todo ello provocó una carcajada tan infernal que incluso recordándolo hoy me entra una incontrolable risa. Me quedé estupefacto, petrificado, y, al estallar de sonrojo como la pólvora, me cubrí la cara con las manos. Me lancé hacia fuera, en la puerta tiré la bandeja que llevaba un criado y subí corriendo a mi habitación. Arranqué la llave que asomaba de la cerradura y me encerré por dentro. Había actuado correctamente, porque me perseguía toda una procesión. No había transcurrido un minuto cuando mi puerta fue rodeada por toda una cuadrilla de nuestras más bellas damas. Oía sus sonoras risas, cómo charlaban en tono alto y también sus penetrantes voces. Gorjeaban como golondrinas, todas al unísono. Todas, desde la primera hasta la última, me rogaban y suplicaban que les abriera la puerta aunque solo fuera por un minuto, que no me harían daño, sino que todas me llenarían de besos. Pero… ¿qué podía resultarme más horrible que aquella nueva amenaza? Me consumía de sonrojo y vergüenza escondiéndome tras la puerta y ocultando el rostro en la almohada. No abrí y ni siquiera respondí. Estuvieron un largo rato dando golpes en la puerta y suplicándome, pero yo estaba insensible y sordo como corresponde a un muchacho de once años.
       ¿Qué iba a hacer? Todo cuanto había ocultado con celo se había descubierto y sacado a la luz… ¡Me veía cubierto de eterna vergüenza y deshonra!… Aunque, a decir verdad, ni yo mismo habría sabido decir lo que tanto me asustaba y lo que deseaba ocultar. Y, sin embargo, temía algo, y el descubrimiento de ese algo me hacía temblar como si fuera una hojita de árbol. Lo que hasta entonces no sabía es de qué se trataba: si de algo bueno o vergonzoso, digno de alabanza o no. Entonces, sumido en el sufrimiento y la tristeza, supe que aquello resultaba ridículo y bochornoso. Instintivamente sentí en aquel momento que aquel veredicto era falso, inhumano y tosco; pero estaba derrotado, y aniquilado. El proceso de razonar pareció detenerse y enredarse dentro de mí. Ni siquiera me sentía con fuerzas para oponerme a ello ni juzgarlo debidamente: estaba aturdido. Solo percibía que mi corazón estaba inhumana y vergonzosamente ofendido, y que no cesaba de llorar. Estaba irritado. Dentro de mí hervían la impotencia y el odio, que hasta entonces no había conocido jamás, porque por primera vez en la vida había experimentado una seria desgracia, ofensa y dolor. Y realmente, sin exagerar, todo ello resultaba así. En el niño que había en mí, había sido toscamente ofendido ese primer sentimiento todavía desconocido e inexperto. El primer y fragante pudor virginal había sido tan tempranamente descubierto y profanado que se había puesto en ridículo a su vez la primera, y puede que muy seria, sensación estética. Claro está que los que se burlaban de mí ignoraban muchas cosas y no se imaginaban mi sufrimiento. Una parte la formaba una situación recóndita que hasta entonces ni yo mismo había tenido el valor de analizar y que me daba miedo. Sumido en la tristeza y la desesperación, continué tumbado en la cama, con la cara hundida en la almohada; el calor y los escalofríos corrían por mi cuerpo alternativamente. Dos cuestiones me atormentaban: ¿qué era exactamente lo que había visto aquella rubia entrometida de lo que había sucedido ese día en el bosque entre madame M* y yo? Y ¿con qué ojos y cómo podía yo mirarle ahora a la cara a madame M* sin perecer en el instante de vergüenza y desesperación?
       Un extraordinario ruido que provenía del patio me sacó finalmente de mi semiinconsciencia. Me levanté y me acerqué a la ventana. El patio estaba lleno de carruajes, carros de caballos y sirvientes que iban y venían. Parecía que todos se marchaban. Varios jinetes ya estaban sentados sobre los caballos. Otros invitados se acomodaban en los coches… En aquel momento me acordé de la excursión proyectada, y empecé a inquietarme poco a poco. Me puse a buscar con la vista a mi corcel. Pero no estaba; se habían olvidado de mí. No pude soportarlo y bajé volando las escaleras, sin pensar ni en los encuentros desagradables ni en la vergüenza que acababa de pasar…
       Me esperaba una terrible noticia. En esta ocasión no disponía ni de caballo, ni de un asiento en un coche: todo estaba cogido y ocupado, y yo me vi obligado a ceder mi puesto a otros.
       Abatido por el nuevo pesar, me detuve en el porche y miré con tristeza la larga hilera de los coches, los cabriolés y carretelas entre los que no había ni un hueco para mí. Miraba también a las elegantes amazonas cuyos caballos estaban ya impacientes.
       Uno de los jinetes se retrasó por alguna razón. Solo faltaba él para partir. Su corcel estaba junto a la entrada, mordiendo su bocado, dando coces en la tierra, estremeciéndose constantemente, erizándose y asustado. Dos mozos de escuadra le sujetaban cuidadosamente las riendas y todos se mantenían alejados de él, a una distancia prudente.
       En realidad, razones de contratiempo impedían que yo fuera de excursión. Aparte de que hubieran llegado nuevos invitados y se hubieran distribuido todas las plazas y los caballos, dos de ellos se pusieron enfermos, por lo que uno de ellos era el mío. Pero no solo a mí me estaba predestinado sufrir por esa circunstancia. Nuestro nuevo invitado, aquel joven de tez pálida que ya mencioné, tampoco disponía de caballo. Para suavizar el desagradable incidente, nuestro anfitrión se vio en la obligación de recurrir al extremo de ofrecerle su potro salvaje, aún sin domar, alegando, para librarse así de responsabilidad, que no había forma humana de montarlo y que, dado su carácter indómito, llevaba tiempo queriéndolo vender si le saliera un comprador. El joven, que fue advertido, declaró que sabía montar perfectamente, y que con tal de ir de excursión estaba dispuesto a montar cualquier corcel. Entonces el anfitrión se quedó callado, pero en ese momento me pareció que una sonrisa ambigua afloraba en sus labios. A la espera del jinete que había hecho alarde de su arte, estaba aguardando para subir a su caballo frotándose inquieto las manos y mirando a cada minuto hacia la puerta. Pensamientos similares debieron pasar por la cabeza de los dos mozos de cuadra que sujetaban al potro y que se mostraban muy orgullosos ante todo el público frente a un caballo que en cualquier momento podría soltarle una coz mortal a uno. Una sonrisa similar a la de su dueño se percibía también en los ojos de los mozos, que apuntaban expectantes hacia la puerta por la que debía aparecer el atrevido caballero. Hasta el propio caballo se portaba como si hubiera llegado a un acuerdo con el dueño y los mozos de cuadra. Se mantenía soberbio y arrogante como si supiera que le observaban varias decenas de curiosos ojos, y se mostraba orgulloso de su mala reputación igual que unos incorregibles juerguistas se jactan de sus fechorías. Parecía provocar al atrevido jinete que pretendía privarle de su libertad.
       Finalmente apareció el temerario jinete. Se disculpó por haber hecho esperar a la concurrencia mientras se ponía apresuradamente los guantes y se dirigía hacia delante sin mirar, descendió las escalerillas del porche y levantó la mirada solo cuando hubo extendido la mano para coger la crin del caballo. De pronto se desconcertó por un inesperado brinco que dio el potro, seguido de los gritos del alarmado público. El joven retrocedió un paso y miró asombrado al indómito potro, que temblaba como una hoja y resoplaba rabioso moviendo salvajemente sus ojos inyectados en sangre, a la vez que se alzaba a cada minuto sobre sus patas traseras decidido a lanzarse contra viento y marea hasta llevarse por delante a los dos mozos de cuadra. Durante un minuto el caballero permaneció completamente desorientado. Después, ligeramente sonrojado por el pequeño incidente, elevó los ojos, miró alrededor y observó a las asustadas damas.
       —¡Un buen caballo! —dijo como si hablara solo—; y, si se tiene en cuenta todo, debe ser un placer cabalgar sobre él, pero ¿saben? No iré —concluyó, dirigiéndose a nuestro anfitrión con una amplia y sencilla sonrisa que le iba tan bien a su bondadoso e inteligente rostro.
       —A pesar de todo, le considero un extraordinario jinete, se lo prometo —respondió satisfecho el dueño del indomable potro, apretando con fuerza y probablemente agradecido la mano de su invitado—, pues desde el primer momento se percató usted del tipo de animal con que se las veía —añadió con dignidad—. ¿Querrá creerme que, después de veintitrés años de servicio en los húsares, he tenido el gusto de caer rodando a tierra hasta tres veces, las mismas que he subido a este… parásito? Tankred, amigo mío, somos poca cosa para ti. Debe de ser que tu jinete es algún Ilia Muromets que por ahora está quietecito en la aldea de Karacharovo esperando a que se te caigan los dientes. ¡Vamos, muchachos, lleváoslo de aquí! ¡Ya está bien de espantar a la gente! Lo han sacado en vano —concluyó, frotándose satisfecho las manos.
       Hay que señalar que Tankred no le aportaba el más mínimo beneficio, y se limitaba a comer pienso de balde. Al margen de eso, el viejo húsar echó a perder su fama de remontista al pagar un fabuloso precio por un inservible parásito que solo lucía por su belleza… Pero a pesar de todo el dueño estaba asombrado de que su Tankred no descuidara su dignidad, obligando a apearse a su jinete y ganándose con ello nuevos e inútiles laureles.
       —¿Cómo? ¿No viene usted? —exclamó la rubia, que al parecer necesitaba irremediablemente que su cavalier servant estuviera junto a ella en aquella ocasión—. ¿Acaso no se atreve?
       —¡Como lo está viendo! —le respondió el joven caballero.
       —¿Y lo dice usted en serio?
       —Escuche: ¿acaso desea que me rompa el cuello?
       —Bueno. Pues monte usted mi caballo. No tema, es pacífico. No nos entretendremos. Enseguida les cambiarán las sillas. Yo intentaré montar el suyo. Es imposible que Tankred sea siempre tan descortés.
       ¡Dicho y hecho! La traviesa dama saltó de la silla y se plantó ante nosotros al terminar la frase.
       —Conoce usted poco a Tankred si piensa que consentirá dejarse montar con su inservible silla. Y además no permitiré que se rompa usted el cuello. Porque ciertamente sería una lástima —dijo nuestro anfitrión con su afectada galantería, que ya no precisaba de aquella brusca y artificial forma de hablar que, según él pensaba, distinguía a un bonachón y viejo soldado, y que imaginaba que gustaba sobremanera a las damas. Esa era una de sus fantasías, su manía más característica.
       —¡Vamos! Y tú, llorica, ¿no querías probarlo? Tenías tantas ganas de hacer la excursión —dijo la audaz amazona al darse cuenta de mi presencia mientras me hacía burla e indicaba hacia Tankred con la única finalidad de no marcharse sin obtener nada, tras bajarse en vano del caballo, y sin haber soltado una pulla contra mí, ya que yo mismo había metido la pata por estar cerca de ella.
       —Seguramente ¿no serás como…? Bueno, no vamos a mentar nombres de famosos héroes para que te avergüences de acobardarte; especialmente cuando te están observando todos, ¡maravilloso paje! —añadió ella a la vez que echaba una fugaz mirada a madame M*, cuyo coche estaba más cerca del porche que otros.
       El odio y el sentimiento de venganza invadieron mi corazón cuando la maravillosa amazona se acercó a nosotros con intención de montar a Tankred… Pero no sería capaz de explicar lo que sentí ante aquella inesperada invitación de colegiala. De repente una idea pasó por mi cabeza… Fue en un instante o incluso menos, como si explotara la pólvora o rebasara una medida; de pronto me sentí tan indignado como si en aquel momento quisiera apabullar a todos mis enemigos para vengarme de ellos por todo y demostrar por fin qué clase de hombre era yo. O quizás fuera también que alguien me había enseñado entonces algo de la historia medieval, de la que yo hasta aquel momento nada sabía, y en mi cabeza, que daba vueltas, centellearon torneos, paladines, héroes, maravillosas damas, el honor y los ganadores; se oyeron las trompetas de los pregoneros, el sonido de las espadas, los gritos y aplausos de la muchedumbre, y entre todos esos gritos se oía uno, tímido, el de un corazón asustado que acariciaba el alma orgullosa y que era más dulce que la victoria y la gloria… Ignoro si toda aquella situación absurda se me pasó en aquel momento por la cabeza, o si como creo era el presentimiento de lo que se me avecinaba a causa del inevitable absurdo; yo solo pensaba que había llegado mi hora. Mi corazón se exaltó, se estremeció, y ni yo mismo recuerdo cómo salté del porche y me planté junto a Tankred.
       —Y ¿piensa usted que me da miedo? —exclamé yo de un modo descarado y orgulloso, inconsciente de lo que hacía y tan sofocado de excitación y sonrojo que las lágrimas me quemaban las mejillas—. Pues ¡ahora verá! —y, mientras me agarraba a las crines de Tankred, coloqué mi pie en el estribo antes de que a nadie le diera tiempo a hacer el más mínimo movimiento para sujetarme; en ese momento Tankred dio un respingo, elevó la cabeza y de un brusco salto se liberó de las manos de los mozos de cuadra que lo sujetaban; raudo como el viento echó a correr ante las exclamaciones y ayes de los presentes.
       Solo Dios sabe cómo pude levantar la otra pierna en plena carrera; tampoco logro entender cómo conseguí no perder las riendas. Tankred salió corriendo conmigo, atravesó los portones de rejas, giró bruscamente a la derecha y se dirigió sin detenerse a lo largo del enrejado sin saber adónde iba. Solo en aquel momento pude oír detrás de mí las voces de unas cincuenta personas gritando, y esas exclamaciones resonaron en mi estremecido corazón con un sentimiento de satisfacción y orgullo que jamás olvidaré de aquel loco instante de mi infancia. Toda la sangre se me subió a la cabeza, me ensordeció y se esparció ahogando mi temor. No me reconocía ni yo mismo. Y realmente, según lo recuerdo ahora, había en todo ello algo de caballeresco.
       Por otra parte, todas mis andanzas caballerescas comenzaron y finalizaron en menos de un instante, pues de lo contrario este caballero lo habría pasado mal. Ignoro cómo pude salir sano y salvo de aquel trance. Sabía montar a caballo: me lo habían enseñado. Pero mi caballo se parecía más a una oveja que a un caballo propiamente dicho. Claro que podía haber salido disparado y caerme de Tankred, aunque solo si le hubiera dado tiempo; al dar unos cincuenta pasos, de pronto se asustó de una piedra de considerable tamaño que había en medio del camino y dio un respingo, echándose atrás. Giró según galopaba, aunque lo hizo tan bruscamente que hasta el día de hoy me sigo preguntando cómo es posible que no saliera despedido de la silla como una pelota lanzada a tres sázhenas de distancia, que no me matara y que Tankred no se partiera las patas al girar tan bruscamente. Se volvió atrás, hacia los portones, y mientras movía bruscamente la cabeza se puso, enloquecido, a dar brincos de un lado a otro, poniéndose de manos e intentando con cada salto desprenderme de su lomo, como si un tigre se hubiera lanzado sobre él clavándole sus uñas y dientes en la carne. Un momento más… y me caería; ya me estaba cayendo; pero unos jinetes venían a toda prisa a socorrerme. Dos de ellos le cerraron el paso al caballo y otros dos se acercaron tanto que les faltó poco para aplastarme las piernas. Rodearon a Tankred por ambos lados con sus caballos, y los dos sujetaron sus riendas. Al cabo de unos segundos ya estábamos cerca del porche.
       Me bajaron del caballo, pálido y sin que apenas pudiera respirar. Temblaba como un tallo de hierba azotado por el viento, igual que Tankred, que empujaba hacia atrás con todo su cuerpo, inmóvil con los cascos clavados en tierra y echando el sofocado aliento de sus humeantes ijares; temblaba nervioso, verdaderamente petrificado de humillación y rabia por la insolencia de un crío sin castigar. Alrededor se oían exclamaciones de turbación, asombro y miedo.
       En aquel momento mi mirada perdida se cruzó con la de madame M*, que estaba alarmada y pálida; no puedo olvidar aquel instante. En un momento todo mi rostro se cubrió de rubor y se prendió como el fuego. No sé lo que me sucedió, pero, turbado y asustado de mi propia sensación, bajé tímidamente la mirada. Pero esta fue advertida, captada y arrebatada. Todos se fijaron en madame M*, quien, presa de la atención general, se sonrojó como una niña por algún sentimiento involuntario e inocente y, aunque torpe en su esfuerzo, intentó sofocar su sonrojo con una sonrisa…
       Todo ello, lógicamente, resulta muy gracioso si se observa desde fuera; aunque en aquel momento una inesperada e ingenua situación me salvó de la risa generalizada y le dio un colorido especial a lo sucedido. La culpable de todo aquel alboroto, la que hasta aquel momento era mi irreconciliable enemiga, mi maravillosa tirana, se lanzó de pronto a abrazarme y a darme besos. Miraba sin dar crédito a sus ojos cuando me atreví a desafiarla y levantar el guante que ella me había arrojado mirando a madame M*. Casi se muere de susto y remordimiento cuando me vio volando a lomos de Tankred. Y en aquel momento, cuando todo había terminado y ella había captado, igual que otros, mi mirada a madame M* así como mi turbación y mi inesperado sonrojo; cuando finalmente se le ocurrió otorgar a aquel instante, gracias a la predisposición de su romántica y superficial cabecita, una idea nueva, secreta e inexpresada… en aquel momento, después de lo sucedido, se entusiasmó tanto con mi «caballerosidad» que se lanzó hacia mí y, toda conmovida, feliz y orgullosa de mí, me apretó contra su pecho. Al instante, con semblante completamente ingenuo y serio, sobre el que brillaban dos cristalinas lágrimas, se volvió hacia los que nos rodeaban y en un tono grave que jamás había oído en ella, dijo, señalándome:
       —Mais c’est très sérieux, messieurs, ne riez pas! [“Pero es muy serio, señores, no se rían”] —sin percatarse de que cuantos estaban frente a ella parecían hechizados contemplando su claro entusiasmo. Todos aquellos movimientos suyos rápidos e inesperados, su seria expresión de cara, su cándida ingenuidad, aquellas hasta entonces insospechadas lágrimas que se concentraban en sus eternamente sonrientes ojillos, resultaban tan milagrosamente inesperados en ella que todos se quedaron clavados frente a ella electrizados por su fugaz mirada, su palabra ardiente y su gesto. Parecía que nadie podía desviar de ella la mirada por miedo a perderse aquel espontáneo minuto que expresaba su inspirado rostro. Incluso el anfitrión se puso más colorado que un tulipán, y, según afirman, más tarde se le oyó confesar que «para su sonrojo» había estado durante casi un minuto enamorado de su arrebatadora invitada. Pero, después de cuanto había sucedido, el caballero, el héroe, lógicamente, era yo.
       Alrededor se oyeron exclamaciones y aplausos.
       —¡Viva la nueva generación! —añadió el anfitrión.
       —¡Tiene que hacer la excursión con nosotros! ¡Tiene que hacerla sin falta! —exclamó la beldad—. Tenemos que hacerle un hueco para que venga con nosotros. Puede ir conmigo sentado en mis rodillas… ¡o no, no! ¡Me he confundido…! —corrigió ella, para después echarse a reír sin poder aguantar la risa al recordar el día en que nos conocimos. Pero mientras se reía me acariciaba suavemente la mano, intentando con todas sus fuerzas mimarme para que yo no me ofendiera.
       —¡Por supuesto, por supuesto! —exclamaron varias voces—. Tiene que hacer la excursión, se merece un hueco —y, en un instante, todo quedó resuelto. Aquella solterona que me presentó a la rubia fue asediada al instante con ruegos de todos los jóvenes para que me cediera su lugar y se quedara ella en casa, solicitud que muy a su pesar se vio en la obligación de aceptar, sonriendo por fuera pero contrariada y gruñona por dentro. Su protectora, que antes había sido enemiga mía y ahora era amiga, le gritó al galope, desde su veloz caballo y riendo como una cría, que la envidiaba y que le hubiera encantado quedarse con ella, ya que de un momento a otro iba a ponerse a llover y todos nos mojaríamos.
       Su profecía pareció cumplirse realmente. Al cabo de una hora nos sorprendió una fuerte lluvia y nuestro paseo tuvo que interrumpirse. Tuvimos que aguardar varias horas en casas de gente labriega para regresar hacia las diez, con el ambiente húmedo tras la lluvia. Yo empecé a tiritar. En aquel instante, cuando ya nos disponíamos a montar nuestros caballos y partir, se me acercó madame M* y, sorprendida, me preguntó por qué iba tan desabrigado. Le respondí que no me había dado tiempo de coger la gabardina. Ella sacó un imperdible y me prendió los cuellos hacia arriba; se quitó de su cuello un pañuelo de seda y lo ató al mío para que no cogiera frío en la garganta. Lo hizo tan deprisa que no me dio tiempo ni de darle las gracias.
       Cuando regresamos a casa la busqué en el pequeño salón, junto a la rubia y el joven de cara pálida que aquel día dejó en mal lugar su fama de buen jinete, por no atreverse a montar a Tankred. Yo me acerqué para darle las gracias y devolverle el pañuelo. Pero en ese momento, después de todas mis peripecias, y sin saber el motivo, me sentía incómodo. Tenía ganas de subir lo antes posible a mi habitación y, una vez allí, pensar y reflexionar un rato. Tenía multitud de nuevas impresiones. Al devolverle el pañuelo, como era de esperar, me sonrojé hasta las orejas.
       —Apuesto a que le gustaría quedarse el pañuelo —comentó el joven sonriendo—; sus ojos dicen que le da lástima desprenderse de él.
       —¡Eso, eso es! —añadió la rubia—. ¡Hay que ver cómo es! ¡Ay!… —dijo, al parecer enojada y moviendo la cabeza; se detuvo al instante frente a la seria mirada de madame M*, que no tenía ganas de bromear.
       Me aparté lo más deprisa que pude.
       —¡Hay que ver cómo eres! —dijo la colegiala, alcanzándome en la habitación contigua y cogiéndome de las manos—. Si tenías tantas ganas podías haberte quedado con el pañuelo. Podías haber dicho que lo dejaste en algún lugar que no recuerdas y ya está. ¡Hay que ver cómo eres! ¡No te has atrevido a hacerlo! ¡Qué gracioso!
       Y en ese momento me dio suavemente con su dedo en la barbilla y se echó a reír porque me había sonrojado como una amapola:
       —Pero ahora yo soy tu amiga, ¿no es así? ¿Verdad que ha terminado nuestra hostilidad? ¿Sí o no?
       Me eché a reír y sin decirle nada estreché sus dedos.
       —¡Pero bueno…! ¿Por qué estás tan pálido y temblando? ¿Tienes escalofríos?
       —Sí. No me encuentro bien.
       —¡Ay, pobrecillo! ¡Eso te pasa por las impresiones tan fuertes que has tenido! ¿Sabes una cosa? Será mejor que te vayas a dormir, sin esperar la cena; se te pasará durante la noche. Vamos.
       Me acompañó arriba y me pareció que se excedía en atenciones conmigo. Tras esperar a que me desvistiera, se fue abajo para subirme después personalmente una taza de té cuando ya me había metido en la cama. También me trajo una manta caliente. Las atenciones y los cuidados que me prodigaba me sorprendieron hasta conmoverme, o tal vez yo estuviera predispuesto a ello por la excursión y la fiebre. Al despedirme de ella le di un fuerte y caluroso abrazo, como si yo fuera un amigo querido y cercano, y en ese momento todas las impresiones afluyeron de golpe a mi enternecido corazón. Me faltó poco para echarme a llorar al apretarme contra su pecho. Ella se dio cuenta de mi impresión, y creo que mi revoltosa amiga también estaba algo emocionada…
       —Eres un chico excepcionalmente bueno —dijo, mirándome con sus suaves ojillos—; por favor, no te enfades conmigo, ¿de acuerdo?, ¿lo harás?
       En una palabra, nos hicimos buenos y fieles amigos.
       Cuando me desperté era muy temprano, pero el sol ya inundaba toda la habitación con su clara luz. Me incorporé de la cama completamente sano y alegre, como si no hubiera tenido fiebre la noche anterior o si en ese momento se hubiera desplazado por una inexplicable alegría que sentía en mi interior. Recordé lo sucedido el día anterior, y sentí que habría podido entregar toda mi felicidad por haber podido en aquel momento abrazar, igual que el día anterior, a mi nueva amiga, nuestra beldad de manos blancas. Pero era muy temprano y todos estaban durmiendo. Tras vestirme a toda prisa salí al jardín y desde allí al bosque. Intentaba llegar al lugar donde había más vegetación, donde la resina de los árboles olía más intensamente y el rayo de sol se introducía más radiante y feliz de penetrar por los recovecos del tupido follaje. Hacía una mañana espléndida.
       Sin darme cuenta y adentrándome cada vez más, salí finalmente al otro lado del bosque, donde se encontraba el río Moskova. Fluía a unos doscientos pasos de mí y estaba al pie de la colina. En la otra orilla estaban segando el heno. Me quedé contemplando cómo una hilera de afiladas guadañas, a cada golpe de los segadores, relucía amigablemente para nuevamente desaparecer escondiéndose como culebrillas de fuego. Miraba cómo la hierba, cortada de raíz, caía en espesos y gruesos montones, y se colocaba en rectos y largos surcos. Ya no recuerdo cuánto tiempo estuve contemplándolo, cuando de pronto, en el bosque, a unos veinte pasos de mí, en el cortafuego que se extendía desde el camino ancho que llevaba hasta la casa del dueño, oí el resoplido y los impacientes pasos de un caballo que piafaba. Ignoro si oí al caballo en el momento en que se acercaba y se detenía el jinete o si, por el contrario, el ruido llevaba ya largo rato acariciándome inútilmente el oído, incapaz de arrancarme de mi contemplación. Con curiosidad me adentré en el bosque y, tras dar unos pasos, escuché unas voces que hablaban deprisa pero bajito. Me acerqué un poco más, apartando cuidadosamente las últimas ramas de los arbustos que orlaban el cortafuego, y al instante retrocedí asombrado: ante mis ojos relució un vestido blanco que me resultó familiar y una voz femenina suave como una melodía resonó en mi corazón. Era madame M*. Estaba de pie junto a un jinete que le hablaba deprisa desde su caballo. Para mi asombro pude reconocer a monsieur N*, el joven que el día anterior por la mañana se había marchado de la hacienda y que había ocasionado tantos desvelos a monsieur M*. Habían dicho que se marchaba muy lejos, al sur de Rusia, y me extrañó sobremanera volverle a ver de nuevo en nuestro bosque, tan temprano y junto a madame M*.
       Ella parecía tan animada y alterada como jamás la había visto. Unas lágrimas brillaban en sus mejillas. El joven sostenía su mano, que besaba inclinado desde su montura. Los sorprendí en el momento de la despedida. Parecían tener prisa. Finalmente él sacó de su bolsillo un sobre cerrado, se lo entregó a madame M*, la abrazó igual que antes sin bajarse de su caballo y le dio un fuerte y prolongado beso. Un instante después, golpeó con la fusta a su caballo y como un relámpago pasó cerca de mí. Madame M* le siguió con la mirada durante unos segundos; después, pensativa y triste, se dirigió camino de casa. Pero, tras dar un par de pasos por el cortafuego, de pronto pareció despabilarse, apartó enérgicamente las ramas de los arbustos y se puso a andar atravesando el bosque.
       Yo la seguía, asombrado y perturbado de lo que había visto. Mi corazón latía fuertemente, como cuando uno se da un gran susto. Estaba aturdido y ofuscado. Mis pensamientos se esparcían y desparramaban; aunque recuerdo que por alguna causa me sentía terriblemente triste. De cuando en cuando veía refulgir su vestido blanco por entre el follaje del bosque. Yo la seguía mecánicamente, sin perderla de vista, pero tembloroso de miedo por si se percataba de mi presencia. Finalmente salió al camino que conducía al jardín. Dejé pasar medio minuto, y salí también yo al camino. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando de pronto me di cuenta de que sobre la gravilla rojiza del sendero había un sobre cerrado que reconocí nada más verlo: el mismo que hacía diez minutos le había entregado el jinete a madame M*.
       Lo recogí del suelo. Era blanco y no llevaba firma alguna. Al primer golpe de vista no era grande pero parecía grueso y pesado, como si en su interior llevara unos tres pliegos de carta o más.
       ¿Qué llevaría dentro? ¡Indudablemente desvelaría todo el secreto! Probablemente en su interior se hallara aquello que el señor N* habría querido terminar de decir y que no pudo por la precipitación y la brevedad del encuentro. Ni siquiera bajó del caballo… Tal vez tuviera prisa o quizás temiera contradecirse en el momento de la despedida, ¡sabe Dios…!
       Me detuve sin salir al sendero, tiré el sobre en el lugar más visible del camino sin apartar los ojos de él, suponiendo que madame M* se daría cuenta de que lo había perdido y que regresaría y se pondría a buscarlo. Pero tras esperar unos minutos no aguanté más, recogí nuevamente el sobre del suelo, lo metí en un bolsillo y eché a correr tras madame M*. La alcancé ya en el jardín, en la gran alameda. Se dirigía a la casa con pasos rápidos y apresurados, aunque pensativa y con los ojos clavados en tierra. No sabía qué hacer, si acercarme y entregárselo. Hacerlo sería como decir que lo sabía todo y lo había visto todo. Al empezar a hablar me pondría nervioso. ¿Cómo podría mirarla? Y ¿cómo me miraría ella…? Yo esperaba que se diera cuenta de que lo había perdido y se volviera atrás, en cuyo caso yo podría dejar disimuladamente el sobre en el suelo para que ella lo viese. ¡Pero no fue así! Ya nos estábamos acercando a la casa; y los que estaban allí ya la podían ver…
       Aquella mañana casi todo el mundo se había levantado muy temprano porque ya desde el día anterior, y a consecuencia de la malograda excursión, habían planeado hacer otra, cosa que yo ignoraba. Todos se estaban preparando para partir y desayunaban en la terraza. Esperé unos diez minutos para que no me vieran junto a madame M*, y, bordeando el jardín, me acerqué por otro lado a la casa, bastante más tarde que ella. Ella iba y venía por la terraza, estaba pálida y excitada, con las manos cruzadas sobre el pecho, y por todo su comportamiento era visible que quería mantenerse firme, intentando sofocar en su interior la dolorosa y desesperada tristeza que no hacía más que asomar a sus ojos, en su forma de andar y en todos y cada uno de sus movimientos. En algunos momentos descendió la escalinata y dio unos pasos alrededor de los parterres en dirección al jardín. Sus ojos inquietos, ansiosos e incluso indiscretos, buscaban algo sobre la arena de los senderos y el suelo de la terraza. No cabía duda: se había dado cuenta de la pérdida y debía estar pensando en algún lugar cerca de casa en que perdió el sobre. ¡Sí, eso era! Y estaba convencida de ello.
       Alguien se percató de su palidez y excitación, detalle que después confirmaron otros invitados. Empezó el aluvión de preguntas sobre su estado de salud y las enojosas lamentaciones. Ella se veía en la necesidad de bromear, sonreír y aparentar estar contenta. De vez en cuando miraba a su marido, que estaba de pie al fondo de la terraza hablando con dos damas, e igual que sucediera la tarde en que este llegó, el temblor y la confusión se apoderaron de ella. Con la mano metida en el bolsillo y agarrando fuertemente el sobre, yo me mantenía alejado de todos, rogando para que madame M* se percatara de mi presencia. Deseaba tranquilizarla y animarla aunque solo fuera con la mirada, decirle algo furtivamente y a escondidas. Pero, cuando casualmente me miró, me estremecí y bajé los ojos.
       Yo veía cómo sufría y no me equivocaba. Hasta el día de hoy ignoro el secreto, y no sé nada, excepto lo que vi y que ahora estoy contando. Pero aquella relación podría no ser lo que me pareció al primer golpe de vista. Puede que aquel beso fuera el de despedida, o la última y débil recompensa por el sacrificio en aras de su tranquilidad y honor. El señor N* se marchaba; probablemente, la dejaba para siempre. Finalmente, incluso esta carta que yo apretaba entre mis manos; ¿quién sabe lo que contendría? ¿Cómo habría de juzgarse, y quién debía hacerlo? Mientras tanto, es indudable que una repentina revelación del secreto se convertiría en un horror y en un fuerte golpe para su vida. Todavía recuerdo su rostro durante aquel minuto: sufría lo indecible. Sentir, saber y estar segura y a la espera de la sentencia que al cabo de un cuarto de hora o un minuto lo sacaría todo a la luz. Alguien podía encontrar el sobre y recogerlo del suelo. Como no llevaba destinatario podían abrirlo y… ¿qué sucedería en tal caso? ¿Qué otra sentencia peor que esta la esperaba? Iba y venía por la terraza rodeada de sus futuros jueces. Pasados unos minutos sus sonrientes y aduladores semblantes se tornarían severos e implacables. Ella vería la burla, la maldad y el frío desprecio en aquellos rostros y después una noche interminable y oscura cubriría su vida… Sí, por aquel entonces yo no entendía lo que sucedía como ahora. Únicamente podía sospechar, presentir y compadecerme de todo corazón del peligro que la acechaba, del cual no era completamente consciente. Fuera cual fuere su secreto… el caso es que con aquellos dolorosos instantes de los que fui testigo, y que jamás olvidaré, ya había expiado ella mucho, si es que tenía algo que expiar.
       De repente sonó la alegre llamada para partir de excursión; todos se mostraron ajetreados y alegres; por todas partes se oían vivas conversaciones y risas. Pasados un par de minutos la terraza quedó desierta. Madame M* no quiso hacer la excursión, alegando finalmente estar indispuesta. Pero, gracias a Dios, todos partieron apresuradamente y no había tiempo para importunarla con lamentaciones, preguntas y consejos. Unos pocos se quedaron en casa. El marido de madame M* intercambió con ella un par de palabras; ella le respondió que hoy mismo se repondría, que no se preocupara, que no necesitaba retirarse a su habitación para descansar y que prefería dar conmigo a solas una vuelta por el jardín… En aquel momento me miró. ¡Yo no podía sentirme más feliz! Me sonrojé de alegría. Al cabo de un minuto emprendimos el paseo.
       Seguía los mismos senderos, paseos y caminitos por los que hacía poco regresó del bosque, recordando instintivamente el itinerario que había seguido y mirando inmóvil delante de ella, sin apartar los ojos de la tierra y buscando algo sin hablar conmigo, olvidándose probablemente de que caminaba junto a ella.
       Pero, cuando casi habíamos llegado al lugar donde yo recogí el sobre y donde finalizaba el sendero, madame M* de pronto se detuvo y con voz débil y angustiada me dijo que se encontraba peor y que pensaba regresar a casa. Al llegar a la reja del jardín, se paró otra vez, y se quedó pensativa un rato; la sonrisa de desesperación afloró a sus labios y completamente vencida, agotada, decidida y resignada a todo, se dirigió en silencio al primer camino, olvidándose, en esta ocasión, incluso de avisarme…
       Yo estaba triste a más no poder y sin saber qué hacer.
       Nos dirigimos, o mejor dicho, la conduje hasta el lugar en que hacía una hora había oído yo el ruido de los pasos de un caballo y la conversación entre ellos. Allí, junto al espesor del olmo, había un banco esculpido en una enorme piedra y sobre el que se enredaba la hiedra y crecía jazmín salvaje y escaramujo. (Todo ese bosque estaba repleto de puentecillos, cenadores, grutas y sorpresas por el estilo). Madame M* se sentó en el banco, mirando inconscientemente el encantador paisaje que se extendía frente a ella. Al cabo de un minuto abrió un libro e inmóvil se quedó mirándolo sin pasar página ni leer; apenas sabía lo que hacía. Ya eran las nueve y media de la mañana. El sol estaba muy alto, y se desplazaba esponjosamente sobre nuestras cabezas por el azul y profundo cielo, consumiéndose en su propio fuego. Los segadores ya estaban lejos: apenas se les veía desde nuestra orilla. Tras ellos, seguían uno tras otro infinitos surcos de hierba segada y de cuando en cuando el apenas perceptible aire nos traía su fresca fragancia. Alrededor de nosotros se oía el ininterrumpido concierto de gorjeos de los que «ni siembran ni siegan», sino que son libres como el aire que surcan con sus ágiles alas. Parecía que en aquel momento cada flor y el insignificante tallo de hierba, con el humeante aroma de la abnegación, le susurraban a su creador: «¡Dios mío, qué feliz soy!».
       Miré a la pobre mujer, que solo ella parecía un ser inanimado en medio de aquella vida alegre: sobre sus pestañas había dos grandes y fijas lágrimas, que con gran dolor afloraron de su corazón. En mi mano tenía la posibilidad de hacer revivir y sentirse feliz a aquel pobre y entristecido corazón, solo que ignoraba cómo abordar la situación y dar el primer paso. Estaba sufriendo. Varias veces estuve tentado de tomar la decisión de acercarme a ella y cada vez algún sentimiento nuevo me dejaba clavado en el sitio haciéndome sonrojar como si me prendieran fuego.
       De pronto una idea me aclaró la situación. Había encontrado el medio; y yo estaba salvado.
       —¿Quiere que vaya a recoger flores y le haga un ramo? —dije, con una voz tan alegre que madame M* alzó de pronto la cabeza y se quedó mirándome fijamente.
       —¡Ve! —dijo por fin ella con voz débil y sonriendo suavemente, a la vez que bajaba instantáneamente la cabeza para clavar sus ojos en el libro.
       —¡Porque también aquí pueden segar la hierba y hacer desaparecer las flores! —exclamé yo, mientras me disponía alegre para la tarea.
       Rápidamente recogí un ramo de flores; un ramo sencillo y modesto. A uno le daría bochorno ponerlo en un jarrón. Pero con cuánta alegría latía mi corazón mientras lo recogía y ataba. El escaramujo y el jazmín campestre los recogí en el mismo sitio. Sabía que cerca había un campo con los trigales en flor. Corrí hacia allí para recoger los acianos. Los mezclé con las largas espigas de trigo, de las que había escogido las más doradas y colmadas. En el mismo lugar, muy cerca de allí, encontré toda una familia de nomeolvides y mi ramo ya empezó a rellenarse. Más lejos, en el campo, encontré campanillas azules y claveles salvajes, y bajé hasta la misma orilla del río para recoger los nenúfares amarillos. Finalmente, ya de regreso, me introduje por un instante en el bosque para cortar unas hojas de arce de vivo color verde con que rodear el ramillete, y casualmente me topé con toda una familia de pensamientos silvestres junto a los cuales, para mi felicidad, el aromático olor a violetas que provenía de la jugosa y espesa hierba ocultaba una flor, todavía cubierta de brillantes gotas de rocío. El ramo ya estaba listo. Lo até con una larga y fina hierba, que trencé como una sirga, introduje cuidadosamente el sobre en su interior, y lo oculté entre las flores. Lo había hecho de tal modo que podía verse con solo mirar el ramo.
       Se lo llevé a madame M*.
       Por el camino me pareció que el sobre asomaba demasiado y lo cubrí un poco más. Cuando me estaba acercando, lo empujé más adentro entre las flores, y finalmente, ya casi en el lugar donde se encontraba ella, de pronto lo introduje tan dentro del ramo que desde fuera apenas se veía. Mis mejillas ardían como el fuego. Quería taparme la cara con las manos y echarme a correr al instante, pero ella miró mi ramo como si hubiera olvidado completamente que había ido a recogerlo. Mecánicamente, y sin apenas mirarme, extendió la mano y cogió mi regalo, para depositarlo al instante sobre el banco como si esa fuera la finalidad, y de nuevo, completamente ensimismada, bajó la mirada al libro. Me entraron ganas de llorar por mi fracaso. «¡Lo único que quiero es que no aparte el ramo de su lado!», pensé, «¡que no se olvide de él!». Me tumbé sobre la hierba, no lejos del banco, coloqué la mano debajo de la cabeza y cerré los ojos, como si tuviera sueño. Pero no apartaba los ojos de ella y permanecía a la espera…
       Pasaron unos diez minutos; me daba la impresión de que ella estaba cada vez más pálida… De pronto, una casualidad salió en mi ayuda.
       Se trataba de una grande y dorada abeja que para mi suerte había traído el aire consigo. Al principio revoloteó zumbando sobre mi cabeza y después se acercó a madame M*. Un par de veces ella la apartó con la mano, pero la abeja, como si fuera a propósito, se ponía cada vez más pesada. Por fin, madame M*, cogió mi ramo y lo sacudió delante de ella. En ese instante, el sobre salió de entre las flores y cayó justo en el libro, que estaba abierto. Me estremecí. Durante un rato madame M*, estupefacta de asombro, miraba tan pronto el sobre como el ramo que sostenía entre sus manos y parecía no dar crédito a sus ojos… De repente se sonrojó y, sofocada, me miró. Pero a mí ya me había dado tiempo a captar su mirada y cerrar fuertemente los ojos haciéndome el dormido. En aquel momento, por nada del mundo la habría mirado directamente a la cara. El corazón me palpitaba ansioso como un pajarillo que ha caído preso en las manos de un chaval travieso de cabellos alborotados. No recuerdo cuánto tiempo estuve echado de ese modo, con los ojos cerrados. Unos dos o tres minutos. Por fin me atreví a abrirlos. Madame M* leía ansiosa la carta y, por las mejillas encendidas, por la mirada iluminada y humedecida, así como por la claridad de su rostro, en el que cada rasgo palpitaba de alegre sensación, me percaté de que aquella carta era portadora de la felicidad y de que toda su tristeza se había desvanecido como humo. Un sentimiento dulce y doloroso se adhirió a mi corazón, y me costaba trabajo fingir…
       ¡Jamás olvidaré aquel momento!
       De improviso, todavía lejos de nosotros, se oyeron unas voces:
       —¡Madame M*! ¡Natalie! ¡Natalie!
       Madame M* no respondió, se levantó rápidamente del banco, se acercó a mí y se agachó. Sentí cómo me miraba directamente a la cara. Mis pestañas temblaron, pero me contuve y no abrí los ojos. Procuraba respirar uniforme y tranquilamente, pero el corazón me ahogaba con sus bruscas palpitaciones. Su cálido aliento me abrasaba las mejillas; ella se agachó muy cerca de mi cara como si me estuviera poniendo a prueba. Finalmente, un beso y unas lágrimas cayeron sobre mi mano, la que tenía puesta sobre mi pecho. Me besó dos veces.
       —¡Natalie! ¡Natalie! ¿Dónde estás? —se oyó de nuevo, esta vez ya muy cerca de nosotros.
       —¡Ya voy! —dijo madame M* con su voz plateada y suave, pero tan apagada y temblorosa por las lágrimas que solo yo pude oírla—. ¡Ya voy!
       En ese instante fue cuando mi corazón me traicionó, y me dio la impresión de que toda la sangre afluía a mis mejillas. En aquel momento, un rápido y ardiente beso abrasó mis labios. Lancé un suave grito, abrí los ojos, pero al instante un pañuelo de seda me cayó sobre ellos, como si con él quisiera ella resguardarme del sol. Al cabo de un rato había desaparecido. Solo pude oír el rumor apresurado de sus pasos que se alejaban. Estaba solo.
       Me quité el pañuelo de la cara y me puse a besarlo entusiasmado; permanecí varios minutos como si estuviera trastornado. Sin apenas coger aliento y con los codos apoyados en la hierba, inmóvil e inconscientemente contemplé el paisaje que dibujaban las colinas abigarradas de trigales, el río que se deslizaba serpenteándolas, y a lo lejos, tan lejos hasta donde alcanzaba la vista, ondulándose entre nuevas colinas y aldeas, centelleando como puntos sobre la lontananza iluminada, los azules y apenas perceptibles bosques, que parecían humeantes al borde del incandescente cielo; y un dulce silencio, que parecía emanar de un solemne cuadro, poco a poco fue sosegando mi corazón. Me encontré aliviado y respiré con libertad… Pero toda mi alma empezó a sentir una dulce y apagada nostalgia, como si entreviera algo similar a un presentimiento. Mi corazón, asustado y tembloroso por la espera, parecía adivinar algo tímida y alegremente… De pronto mi pecho se agitó y sentí en él un dolor como si algo lo penetrara y unas dulces lágrimas brotaron de mis ojos. Me cubrí la cara con las manos y, temblando como un tallo de hierba, sin ningún obstáculo me entregué al primer conocimiento y la primera revelación de mi corazón, a la primera sensación de mi aún confusa naturaleza de hombre… En aquel instante finalizaba mi primera infancia.

       Cuando, al cabo de dos horas, regresé a casa, ya no encontré a madame M*; se había marchado con su marido a Moscú, por algo que les había surgido repentinamente. Nunca más volví a verla.



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