Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


La libertad
(“La libertà”, 1941)
Tutti i racconti (2002)



      Mi amigo Alessio me confiesa que no le gustan los niños. No porque sean molestos, me dice, sino porque con solo mirarlos se comprende que viven en un mundo que no es el nuestro y ven, sienten, escuchan, otras cosas que nosotros. Aquí en la playa hay muchos; hablamos, por supuesto, de los que tienen más de tres años, que andan y juegan a su aire. Los hay encantadores, especialmente los rubitos; alguno chilla, hace el tonto, escapa. Pero alguno, a veces, se detiene erguido frente al mar, mira la arena, la tantea con el pie desnudo, o bien se sienta a la espera: son esas las actitudes que pasman a Alessio.
       Los más mayorcitos, de unos seis u ocho años, le inspiran auténtico odio. Porque estos no solo viven a su manera, sino que también saben darse cuenta, y lo escudriñan de abajo arriba, valorándolo. Los pequeñines, si no les convence su cara, a lo sumo escapan o se ponen a chillar; pero estos otros no ceden, no tienen motivo para ceder: lo miran o, peor, ni se dignan mirarlo.
       —¿Y qué harás ahora? —le dijo un día a mi hijo, que se había colgado de la rama transversal de un olivo y no sabía ni regresar al tronco ni dejarse caer.
       Acabó dejándose caer y luego fingió no poder levantarse y empezó a bramar, y Alessio, sin acercarse, lo miró entre asustado y rabioso.
       —Así me gusta —se dijeron mutuamente, Alessio con rabia, y el otro poniéndose en pie de un salto, pero fue Alessio quien se sintió incómodo.
       Alessio está casado, pero no tiene hijos. Su mujer le cuenta a la mía que no hacen nada para no tenerlos. Estoy convencido de que si tuviera un hijo estaría chocho con él, pero da igual, no lo tiene, y se pasa el tiempo abominando de esa raza.
       —No es que no los quiera —me dijo una vez. Teníamos delante a toda una pandilla que confabulaba jugando a las cartas sobre la arena—. Mira qué caras. Parecen tahúres. Lo que espanta de esa gente es que, sin ser responsables, se comportan como si lo fueran: ¿por qué ese flaco se ha tapado la nariz con el pañuelo? No es solo imitación. Tienen otros motivos. No los saben ni ellos. Y cuando sean hombres, obrarán en consecuencia.
       Efectivamente, cuando paseamos con Alessio, la playa que un momento antes era solo algarabía y serenidad, se transforma en un limbo de almas inquietas, de instantes silenciosos que aíslan a cada cual, grande o pequeño, y le dan una angustia y un malestar que no aparecen en el rostro, pero que se recordarán.
       Hablábamos de los niños. Y Alessio está obsesionado con la idea de que, en su inconsciencia, cada niño va experimentando y auscultando en su interior los instintos, las veleidades, las voces que seguirá de adulto. Según Alessio, es monstruoso que en una edad de mero juego, de humores y caprichos irresponsables, se vaya formando, como se forma bajo el agua un coral, todo el esquema de la conducta futura. Se enfervoriza con esta conversación. Evidentemente habla de sí.
       Mi hijo no tiene pinta de prestar oídos a las voces del instinto. Es un poco granuja y burlón, pero no tiene mal fondo. Piensa solo en divertirse y zambullirse de cabeza. Alessio dice que a los siete años él era igualito.
       —Mira —me explica—, no es que a esa edad se tenga conciencia de uno mismo, y se razone sobre los propios actos para aclararse su valor. Es evidente. No en vano los niños viven en un mundo distinto del nuestro. Los niños no piensan, actúan. Por eso se dice que son instintivos. Pero es justamente esa inocente elección que se produce dentro de ellos: por ejemplo, ante un peligro uno llora, otro escapa, otro se tira al suelo, otro silba; y ellos no lo saben pero, de hombres, harán lo mismo.
       —¡Qué va! ¿Y la libertad?
       Alessio dice que la libertad le importa un bledo y que no quiere oír hablar de ella. Tiene salidas bruscas de esas, y luego, a lo mejor al cabo de media hora, vuelve sobre el tema y trata de disculparse. Eso le ocurre también con su mujer, que tiene un aire siempre un poco asustado.
       —Alessio —dice ella— necesita agitarse para querer. Y luego se avergüenza.
       Mi mujer, que la conocía antes de la boda, como yo conocía a Alessio, supo por ella una atroz historia de excesos a los que mi amigo se entregaba cada vez que topaba con un obstáculo para su amor. También yo estaba al tanto, pero mi amigo no me había dicho que la amargura de los excesos le servía para hacerse perdonar y redimir por su novia. Alessio tiene los ojos azules, y cuando está abatido es imposible ver sin emocionarse cómo los gira distraído. Y él lo sabe.
       El otro día, que castigué a mi hijo porque había hecho no sé qué, Alessio me preguntó:
       —¿Adónde va ahora?
       —A meterse debajo de la escalera como un perro apaleado —respondí.
       Entonces, saliendo conmigo, él empezó a contarme que cuando era un niño de seis o siete años hacía lo mismo.
       —A veces me alegraba de que me pegaran, porque así me sentía desesperado y podía mirar orgullosamente al cielo, o encerrarme con el gato en el balcón y llorar sobre su lomo. Nadie sabía que en ese momento toda mi familia, y el pueblo, y el mundo entero existían solo para torturarme y que este placer era tan grande que no lo habría cambiado por los besos de nadie. Podía hacerlo entonces, era una cosa inocente. Pero quien advierta que lo repite a los quince años, a los dieciocho, a los veinticinco, y en el abatimiento se deja ir como una esponja en el agua, ¿es todavía un inocente o es un desgraciado? La naturaleza no se desmiente.
       —Digamos que es un sentimental.
       Alessio torció el gesto.
       —Había días que decía: «Sí, papá», y mientras tanto pensaba en lo estupendo que sería quitarle la corbata y degollarlo. ¿Esto te parece sentimental?
       —Evidentemente.
       Pero Alessio sabe que me encanta bromear, y no se ofendió. Me dijo en cambio que mi hijo estaba saboreando en aquellos instantes los sufrimientos de toda la vida futura. Nos hallábamos en la playa y me distraje mirando los cuerpos tumbados. Había un grupo de chicos que discutían sobre alguno de sus juegos; reconocí a varios amigos de mi hijo, pero a él no lo vi. Busqué a mi mujer: estaba tumbada de bruces en la arena y se tostaba la espalda. Intercambié aún unas palabras, inquieto; luego no me aguanté más. Dije a Alessio que me esperase en la sombrilla y regresé a casa.
       Recuerdo que a Guido le había dado una seca bofetada en público, con el rostro impasible como suele hacerse en tales casos, y la bofetada había sido la conclusión de un largo forcejeo de miradas tensas entre los dos. Ya la noche antes había habido tormenta por otra travesura, y ahora comprendía que el chiquillo podía encontrarse en el estado de ánimo descrito por Alessio. Lo busqué en el patio, en la casa vacía, en las habitaciones desordenadas y desnudas de cuando todos están en la playa. Vi sus pantalones en una silla, pero él no estaba.
       Fastidiado pero con el corazón agitado, iba a salir cuando oí un crujido en el patio. Alcé los ojos. ¿Cómo no lo había visto antes? Mi hijo estaba encaramado en el tejado del retrete con las rodillas bajo el mentón, y miraba sin mirarme a mí ni mirar a la calle. Con lo moreno que estaba, su rostro era inexpresivo.
       —¿Que haces? —le pregunté.
       Guido dejó pasar un instante y respondió con un gruñido.
       —¿Por qué encima del retrete?
       —Por nada.
       Se miró ostentosamente las puntas de los pies. Yo no sabía qué decir; sobre todo no quería que se diera cuenta de que había ido a buscarlo.
       —Tu madre te busca —dije.
       Guido sonrió desdeñoso. Una sonrisa que, así de abajo arriba, nunca le había visto.
       —¿No vienes a bañarte?
       —Déjame en paz —refunfuñó Guido, y aquella sonrisa se disipó en los simples morros que conozco.
       No solo desdeñosa, sino que en el relámpago de los ojos había habido algo cruel, maligno. Sabía perfectamente que si le hablaba de eso solo lo obligaría a mentir. Por eso me contenté con no tomármelo a la tremenda y decirle que viniese a jugar y ayudarlo a bajar.
       Recuerdo que Guido fue caritativo y no adoptó un aire exultante con su victoria. Pero esto va mucho con el carácter descrito por Alessio.



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