Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


El fugitivo
([Il fuggiasco], 1944)
Sólo hay un borrador sin título, fragmento
Tutti i racconti (2002)



      En los heniles y en los establos hacía tiempo que no querían a nadie porque luego ocurría que venían los otros a tomar represalias. Daban un plato de sopa y pan con solo pedirlo, pero decían que fuéramos a comer lejos: era preciso mucho palique para retenerlos en la puerta. De vez en cuando llovía y había que refugiarse bajo los puentes. Cuando encontré aquella capilla abandonada no le dije nada a nadie, y, tras meter hojas en el saco, me eché a dormir. Estaba harto de escapar y aguzar el oído.
       Me desperté cuando aún era más noche que día y por el ventanuco no entraba suficiente luz para verla. Volvía a llover con fuerza, y algunas salpicaduras me llegaban a la cara. Estaba tumbado dentro del saco y disfrutaba de su tibieza. No lejos ladraba un perro y me lo imaginaba errante bajo el agua y doliente de hambre. En aquella oscuridad invernal parecía la voz de toda la tierra. En el duermevela me estremecía.
       La lluvia se aclaró de madrugada y vi a mi alrededor viñedos vendimiados. Todo era barro y hojas rojas. De la capilla quedaba aún un cristal rosa rajado y a través de él se veía la campiña. En la buena estación debían de estar allí guardando la uva.
       Ocurriera lo que ocurriese, era un sitio a trasmano. Pasé el día en el pueblo. Era domingo y jugaban a las bochas. Me quedé contra el muro a mirar las caras y conocerlas; los oía bromear y gritar. Desde allá arriba se entreveía en la niebla todo el valle, la carretera principal y las colinas de enfrente que bajaban hacia el Po. Un pueblo de aquel valle había sido incendiado, y habían matado a la gente. La mayoría hablaba por hablar, pero uno bajito que escuchaba dijo enseguida:
       —Para pasar es mejor por allí; donde han quemado ya no hay vigilancia.
       Al oscurecer volví a la capilla y, con la inquietud que tenía, habría querido que lloviese. En cambio, se había levantado un viento enorme que agitaba las estrellas y repetía la noche en que yo había salido a las colinas. Con el viento todo era nítido y negro y se oían rodar las hojas. Apenas dormí.
       El viento duró unos días. Tenía de bueno que secaba los campos. No podía decidirme a dejar el pueblo. Aquella última barrera de colinas me daba miedo.
       Me encontré con el bajito de las bochas. Hablaba poco pero comprendía al vuelo. Me había conducido a su patio, detrás de la casa, y allí, de acuerdo con las mujeres, me trajo un plato de sopa. Luego tuve que contarles cuentos a ellas, porque querían saber cuándo acabaría la guerra.
       —Aunque durase un siglo —dije—, ¿quién vive mejor que ustedes?
       Bajo el porche aún se veía la mancha de sangre donde habían matado el cerdo.
       —Lo que son las cosas —dijo mi mozo—, ese fin nos espera a todos.
       Más tarde, en el patio, le había preguntado si no se avergonzaba de limitarse a hablar. Él me había mirado riendo y había hecho un gesto hacia la casa y la ventana iluminada.
       —Yo también tenía una casa —le dije.
       A él le dejé ver dónde dormía de noche. Me acompañó cuando ya estaba oscuro y me dijo que, si bastase con dormir en la iglesia para estar en seguro, las iglesias estarían llenas.
       —Esto ya no es una iglesia —dije—, sobre el altar han cascado nueces y han encendido un fuego en el suelo.
       —De niños veníamos aquí a jugar —me dijo.
       Luego me contó cómo era el pueblo y que todos vivían con el miedo de que en la carretera le tocase una descarga a un soldado o detuvieran un camión.
       —En O. incendiaron hasta la iglesia —dije.
       —Si solo quemaran esas —dijo él—, sería algo.
       Pero de todas las iglesias que yo había visto, mi capillita era la más segura. Recogimos todas las ramas que encontramos, y con las farfollas de maíz tiradas encendimos un fuego pequeño en el rinconcito bajo la ventana. Luego, sentados ante la llama, fumamos en pipa, como hacen los chicos. Dijimos bromeando:
       —Lo que es prender fuego, también sabemos.
       Al principio no estaba tranquilo, y salí fuera a examinar la ventana, pero el reflejo era escaso y, además, lo tapaba un montículo.
       —No se ve, que no —dijo Otino.
       Entonces hablamos otra vez de las caras del pueblo y de los que tenían aún más miedo que nosotros.
       —Tampoco ellos viven. Eso no es vida. Saben que llegará el momento.
       —Estamos todos en las trincheras.
       Otino reía. A lo lejos estalló una descarga.
       —Ya empezamos —dije.
       Aguzamos el oído. Ahora el viento callaba y los perros ladraban.
       —Vete a casa —dije.
       Apagué inmediatamente el fuego. Pasé la noche entre la peste del humo, temblando con mis pensamientos. Al darme vueltas en el saco, me parecía que sus crujidos llenaban la noche.
       Al día siguiente estudié resuelto la barrera de colinas que me esperaban. Estaban pardas y secas por el viento y la estación, límpidas bajo el cielo. El peligro no se encontraba allá arriba, sino de este lado, en las carreteras de acceso a los puentes y en el llano. Nadie sabía decirme la libertad de aquellos caminos. Los nuestros que batían los bosques habían provocado con toda seguridad un cinturón de terror en las salidas. ¿Era prudente abandonar la capilla para meterse allí?
       Subí por el caminito a comprar pan en el pueblo. La gente me miraba desde las puertas, desconfiada y curiosa. A algunos les hacía un gesto de saludo. Desde la plaza, en lo alto, se veían otras colinas casi azules. Me detuve contra la iglesia, bajo el sol. En la tibieza y el silencio vislumbré una esperanza. Me pareció imposible todo aquello que ocurría. La vida habría de reanudarse un día, segura y quieta como era en este instante. Lo había olvidado hacía demasiado tiempo. La sangre y los saqueos no podían durar siempre. Me quedé un rato con la espalda pegada a la iglesia.
       Salió una chica. Miró a su alrededor y bajó por el camino. Por un instante también ella entró en mi esperanza. Descendía recelosa sobre los guijarros puntiagudos. Pero se hizo la mujer y no se volvió a mirarme.
       En la plazuela no se veía un alma y los tejados pardos amontonados, que hasta ayer me habían parecido un escondrijo seguro, ahora me parecieron guaridas de las que se desaloja a la presa con fuego. El problema era solo resistir las llamas hasta que un día se apagaran. Había que resistir, para recobrar un día la esperanza intacta.
       Por la tarde llegaron rumores de una acción en el valle contiguo, contra un pueblo que no había tenido jamás un problema. Eso juraban. En realidad no se había oído ni una descarga: habían saqueado las cuadras e incendiado los heniles. La gente, que había huido a los bosques, oía mugir a sus terneros y no podía acudir. Había sido bien entrada la mañana, a la misma hora en que yo miraba desde la iglesia.
       Fui a buscar a Otino al campo. Detuvo uno de los bueyes por el rabo, y me dijo:
       —Están aviados. Son días que pasan pronto. Se echa encima el mal tiempo, ¿y quién es capaz de trabajar entonces?
       Le dije que también podía tocarle a él.
       —Por eso mismo —me dijo—, hay que deslomarse para acabar. Luego uno está encerrado hasta marzo.
       Yo no había sido el único ese día en observar las montañas que parecían nubes. El ama de Otino había salido entre los pinos y se había detenido un momento a mirarlas. Luego, al entrar en casa, había colgado el cubo de agua en la cocina y puesto la leche para el pequeño Guido. Hacía rato que Otino había pasado con los bueyes, pero Guido dormía y no había subido al carro. La mujer se había acercado a la ventana y le había preguntado a Otino si yo seguía en el pueblo.
       —¿Sigue durmiendo en San Grato? ¿Y quién es?
       Entonces Otino había dicho que conmigo se podía hablar, pero que no se podía preguntarle a alguien «¿quién eres?».
       —¿Del monte? ¿A lo mejor viene de allá arriba? —le preguntó el ama.
       —Lleva botas —respondió Otino.
       Por la tarde habían ido con las hermanas de Otino a recoger las últimas manzanas. Guido corrió delante con el cesto, y una gran bandada de estorninos se había levantado entre las hileras. Hicieron un estrépito como si fueran un motor. Guido se inclinó y tiro hacia los fugitivos un puñado de piedras, retumbando como una ametralladora:
       —Tatatatatá, tatatatatá.
       —Espabila —le dijo la mujer—, este año eres viejo.
       Las muchachas rieron.
       —Las viejas sois vosotras —replicó Guido— y os gusta bailar. Queréis que acabe la guerra para volver a bailar.
       —¿Tú no quieres que acabe? —preguntó una.
       —No puede acabar —dijo Guido—, cuando la guerra está en todas partes como ahora, no puede acabar nunca más.
       —Vamos a recoger esas manzanas —dijo el ama Medina.
       Desde la viña Guido había echado una carrera hasta el campo de Otino y, revolcándose entre los surcos, llamó si estaba yo también.
       —¿Quién? —gritó Otino.
       —Ese hombre que duerme en San Grato. ¡San Grato!
       —Se ha ido. ¡Ido! —contestó Otino, sin detener el arado.
       —Debías decirle que viniera a nuestra casa.
       —¿Por qué? —gritó Otino, riendo.
       —Porque las mujeres son viejas. ¡Viejas!
       Luego Guido corrió hasta el pie de la ladera, descendió aún más, bajó tanto por el campo que en vez de ver las colinas cayendo a plomo las veía alejadas, entre los tallos del cañaveral.
       Allí se escondió entre las cañas, y pensó que comenzaba una acción, y se palpaba las manzanas en la camisa, dudando si convertirlas en balas o en pan. Luego las mordió y arrojaba los corazones a los pájaros. Trató varias veces de que sus tiros pasaran por encima de la capilla de San Grato, para no ganarse un enemigo en quien dormía allí, y se acercó a la capilla reptando por el suelo. A esa hora yo bajaba de la colina del bosque, adonde subía para dominar el valle.
       Allá arriba estaba lleno de escondrijos y de vallecitos, de caminitos perdidos en la maleza, de saltos repentinos en el vacío. Desde allá había visto en el campo pardo los bueyes de Otino, que parecían inmóviles. En el aire fresco se sentían las voces sonar tranquilas, y si un chillido o un disparo hubieran roto aquella calma los bueyes allá abajo no se habrían movido. Aquella tarde estaba contento: tenía que tomar una sopa en el patio de Otino, y luego volver solo a la vieja capilla y permanecer escondido. Pensaba que si no subía nunca ningún hombre armado por aquellos caminos, mi refugio era como un juego, como un insólito veraneo de convento. En lo alto, en la colina, había vuelto a hallar aquella esperanza, aquella libertad, y comprendía que para vivirla bastaba con pensarla como real. Aquí no había casas, desvanes y plazas donde el peligro acechaba en la esquina. Aquí nadie me esperaba en una cita mortal. Aquí no había sino tierra y colinas y bastaba con aplastarse contra el suelo para vivir aún.


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