Cesare Pavese
(Santo Stefano Belbo, Cuneo, Italia, 1908 - Turín, Italia, 1950)


Suicidios
(“Suicidî”, 1938)
Publicado póstumamente en Notte di feria (1956)
Tutti i racconti (2002)



I

      Hay días en los cuales la ciudad donde vivo, y los transeúntes, el tráfico, los árboles, todo se despierta por la mañana con un aspecto extraño, usual y sin embargo irreconocible, como en esos instantes en que uno se mira al espejo y se pregunta: «¿Quién es ese tipo?». Para mí, son los únicos días amables del año.
       Esas mañanas, si puedo, me escapo un poco antes de la oficina y bajo a las calles donde me mezclo con el gentío, y no me da corte mirar fijamente a cualquiera que pase, del mismo modo que, imagino, algún transeúnte me mira a mí, porque en esos momentos experimento de verdad una sensación de atrevimiento que me convierte en otro hombre.
       Estoy convencido de que jamás recibiré de la vida nada valioso, salvo quizá la revelación de cómo podría conseguir provocar a voluntad esos instantes. Un modo de prolongarlos que a veces me ha resultado es sentarme en algún café reciente, claro y acristalado, y desde allí captar el estruendo de la calle con sus idas y venidas, el relampagueo de los colores y las voces, y la calma interior que regula toda la agitación.
       He sufrido en unos cuantos años desilusiones y remordimientos agudísimos, y, sin embargo, puedo afirmar que mi aspiración más cordial es solo esta paz y serenidad. No estoy hecho para las tempestades y la lucha, y aunque ciertas mañanas bajo muy enérgico a recorrer las calles y mi paso semeja un desafío, repito que no pido a la vida nada sino que se deje mirar.
       Y, no obstante, hasta este humilde placer me deja a veces la amargura propia de un vicio. No fue ayer cuando me di cuenta de que para vivir es necesaria cierta astucia, más que con los otros, consigo mismo. Envidio a los que consiguen —son especialmente las mujeres— cometer una mala acción, una iniquidad, o incluso solo satisfacer un capricho, habiendo preparado tal cadena de circunstancias que su acción resulte, ante su propia conciencia, legítima. No tengo grandes vicios —si es que este retirarse de la lucha por desconfianza y buscar una solitaria serenidad no es el mayor de los vicios posibles—, pero tampoco sé usarme astutamente a mí mismo y poseerme, cuando disfruto con lo poco que me está permitido.
       Sucede, en suma, que a veces me paro en la calle y miro alrededor y me pregunto si tengo derecho a disfrutar de ese atrevimiento. Eso ocurre sobre todo cuando mis salidas son más frecuentes. No es que robe tiempo a mi trabajo; me mantengo decentemente y mantengo en el colegio a una sobrina que está sola en el mundo, a quien la vieja, que se llama mi madre, no quiere en casa. Lo que me pregunto es si no seré ridículo en ese paseo del éxtasis, ridículo y desagradable. Porque a veces pienso que en verdad no lo merezco.
       O bien, como sucedió la otra mañana, basta con que asista incautamente en un café a alguna escena singular que al principio me engaña con la normalidad de sus personajes para que vuelva a caer presa de una culpable sensación de soledad y de tantos desolados recuerdos que, cuanto más se alejan, más desvelan en su inmóvil vida significados tortuosos y terribles.
       Fueron cinco minutos de bromas entre la joven cajera y un parroquiano de abrigo claro, acompañado por un amigo. El jovenzuelo gritaba que la cajera le debía la vuelta de un billete de cien y asestaba manotazos sobre la caja, pretendiendo registrarle el bolso y los bolsillos.
       —Jovencita, esta no es manera de tratar a los clientes —decía, guiñándole un ojo al amigo, cohibido.
       La cajera se reía. El jovenzuelo inventó la historia de un viaje que iban a hacer juntos con aquellas cien liras en el ascensor de un hotel. Entre contenidos estallidos de jovialidad, decidieron que depositarían aquel dinero en un banco, cuando lo tuvieran.
       —Adiós, jovencita —gritó por fin al salir—. Piensa en mí esta noche.
       La cajera, excitada y risueña, dijo al camarero:
       —¡Qué tío!
       Había observado otras mañanas a esa cajera, y a veces sonreía sin mirarla, en un instante de olvido. Pero mi paz es demasiado frágil, está hecha de nada. Me entró el remordimiento de costumbre.
       Todos somos asquerosos en este mundo, pero hay una asquerosidad cordial que sonríe y hace sonreír, y otra solitaria que hace el vacío en torno a sí. Después de todo, la primera no es la más tonta.
       Es en mañanas como esa cuando me sorprende, siempre renovada, la idea de que lo único realmente culpable que hay en mi vida es la tontería. Quizá otros causen un bonito daño con cálculo, seguros de sí mismos, interesándose por la víctima y el juego —y sospecho que una vida gastada así puede dar muchas satisfacciones—; lo que es yo, nunca he hecho sino sufrir por una grande e inepta incertidumbre, y debatirme, si me relaciono con otros, en una estúpida crueldad. Porque —no hay remedio— basta con que me doblegue un instante bajo el remordimiento de mi soledad, y empiece a pensar en Carlotta.
       Ha muerto hace más de un año, y conozco ya todas la vías que el recuerdo de ella puede recorrer para sorprenderme. Si quiero puedo también reconocer el estado de ánimo inicial que prepara su aparición, y distraerme violentamente. Pero no siempre quiero, y aún ahora ese remordimiento me ofrece rincones oscuros, nuevos puntos, que escruto con la trémula ansia de hace un año. Fui con ella tan tortuosamente veraz que cada uno de esos remotos días me trae a la memoria no algo fijo, sino el rostro evasivo que tiene para mí la propia realidad de hoy.
       No es que Carlotta fuese un misterio. Al contrario, era una de esas mujeres demasiado simples —pobrecitas— que si se olvidan por un momento de ser fieles a sí mismas e intentan un subterfugio o una coquetería, resultan irritantes. Pero mientras son simples, nadie las nota. Nunca entendí cómo soportaba ganarse la vida trabajando de cajera. Habría sido una hermana ideal.
       En lo que aún no he profundizado del todo es en mis sentimientos, en mi actitud de entonces. ¿Qué decir, por ejemplo, de aquella noche en que Carlotta se había puesto un traje de terciopelo —un traje viejo— para recibirme en su pisito de dos habitaciones y yo le dije que la habría preferido en traje de baño? Era una de las primeras veces que iba a verla y aún no la había besado siquiera.
       Pues bien, Carlotta me había dedicado una tímida mueca y, tras retirarse a la salita, había reaparecido —increíble— con traje de baño. Fue esa noche cuando la abracé y la arrojé sobre el sofá; pero —una vez terminado— le dije que después me gustaba estar solo y salí de allí; durante tres días no di señales de vida, y cuando volví la trataba de usted.
       Recomenzó entonces un absurdo cortejo hecho de trémulas confidencias por su parte y de escasas palabras por la mía; de repente la tuteé, pero Carlotta me rechazó. Entonces le pregunté si se había reconciliado con su marido. Carlotta lloriqueó y me dijo:
       —Nunca me has tratado como me trata él.
       Fue fácil hacer que apoyara la cabeza en mi pecho y acariciarla y decirle que la amaba. ¿Por qué, solo como estaba, no podía amar a aquella especie de viuda? Y Carlotta se abandonó, confesándome en voz baja que me había querido desde el primer instante y que le parecía un hombre extraordinario, pero que ya la había hecho sufrir mucho en el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, y a ella —no sabía por qué— todos los hombres la trataban de ese modo.
       —Una de cal y otra de arena —le sonreí entre los cabellos— hacen durar el amor.
       Carlotta era pálida, con unos ojos enormes un poco ajados de cansancio, y tenía pálido también el cuerpo. Esa noche me preguntó en las sombras de su cuarto si la había dejado aquella otra vez porque no me gustaba su cuerpo.
       Pero tampoco esta vez tuve piedad y en medio de la noche me vestí y no alegué pretextos, dije que tenía que moverme y salir. Carlotta quería salir conmigo.
       —No, me gusta estar solo. —Y la dejé con un beso.



II

       Cuando conocí a Carlotta, salía de una borrasca que a punto estuvo de costarme la vida; y rimentaba una amarga hilaridad al regresar porexpe las calles desiertas huyendo de quien me amaba. Durante mucho tiempo me había tocado a mí pasar noches y días humillado y enfurecido por el capricho de una mujer.
       Ahora estoy convencido de que ninguna pasión tiene tanta fuerza como para mudar el natural de quien la padece. Se puede morir de ella, pero las cosas no cambian. Pasada la excitación, uno vuelve a ser hombre honrado o bribón, padre de familia o soltero, según era antes, y sigue su propio camino. O mejor: uno ha visto en la crisis su verdadera naturaleza, y ésta nos horroriza y la normalidad nos asquea, y a lo mejor querríamos estar muertos, tan atroz es el insulto que nos han infli. gido, pero no se puede acusar a nadie más que a nosotros. A aquella mujer debo el haberme reducido a esta vida singular que llevo, al día, sin metas, incapaz de estrechar un lazo con el mundo, desaficionado del prójimo —desaficionado de mi madre a quien soporto, y de mi sobrina a quien no amo—: se lo debo todo a ella, pero ¿habría acabado mejor con otra? ¿Con otra, quiero decir, que fuera capaz de humillarme como mi natural exigía?
       Entonces, no obstante, la idea de que me habían jugado una mala pasada, de que mi hembra podía calificarse de pérfida, me había dado cierto consuelo. Llegados a cierto grado de sufrimiento es inevitable, es una anestesia natural, pensar que se padece injustamente: eso devuelve vigor, según nuestros más celosos deseos, a la fascinación de la vida, nos restituye la sensación de nuestro valor frente a las cosas; adula. Lo había probado y habría querido que la injusticia, la ingratitud, hubieran sido aún más atroces. Recuerdo — en aquellas largas jornadas, en aquellas tardes de angustia —una sensación difusa y secreta como una atmósfera o una irradiación: el estupor de que todo ocurriese, de que la mujer fuera justamente la mujer, de que los delirios y congojas fueran aquéllos, de que los suspiros, las palabras, los hechos, yo mismo, todo ocurriese de veras así.
       Y hete aquí que, habiendo sufrido una injusticia, correspondía con esta injusticia, como ocurre en este mundo, no a la culpable sino a otra.
Del pisito de Carlotta salía de noche saciado y distraído, y me complacía callejear solo, alejando toda preocupación, disfrutando en libertad de la larga avenida, persiguiendo vagamente sensaciones y pensamientos de la primera juventud. La sencillez de la noche —oscuridad y farolas— siempre me ha acogido tiernamente, consintiéndome las más absurdas y amadas fantasías, coloreándolas con su contraste y agigantándolas. Hasta el sordo rencor que sentía hacia Carlotta por su ansiosa humildad jugaba allí libremente, liberado de cierto embarazo que la piedad por ella me hacía sentir en su presencia.
       Pero ya no era joven. Para apartarme mejor de Carlotta, recordaba y analizaba su cuerpo y sus caricias. Consideraba crudamente que, separada de su marido, y joven aún y sin hijos, debía de parecerle mentira encontrar en mí un desahogo. Pero —pobrecilla— era una amante demasiado simple y quizás su marido la había traicionado por eso.
       Recuerdo la noche que volvíamos del cine del brazo, vagando por las calles semioscuras, y Carlotta me dijo:
       —Estoy contenta. Es bonito ir al cine contigo.
       —¿Nunca ibas con tu marido?
       Carlotta sonreía.
       —¿Estás celoso?
       Me encogí de hombros.
       —Total, no cambia nada.
       —Estoy cansada —decía Carlotta, apretándose contra mi brazo—, esta inútil cadena que nos ata me arruina la vida a mí y a él, y me obliga a respetar un apellido que no me ha hecho más que daño. Debería de poder divorciarse uno, por lo menos cuando no hay hijos.
       Aquella noche estaba enternecido por el largo contacto tibio y por el deseo.
       —En resumen, ¿tienes escrúpulos?
       —¡Oh, cariño! — dijo Carlotta—, ¿por qué no eres siempre tan bueno como esta noche? Imagínate, si pudiera divorciarme.
       No dije nada. Una vez que me hablaba del divorcio, había saltado:
       —Hazme el favor, estás mejor que quieres. Haces lo que te peta, y apuesto a que encima te pasa un tanto, si es cierto que él te traicionó.
       —Nunca acepté nada —había respondido Carlotta. —Desde ese día, trabajo —y me había mirado. —Y además, ahora, que te tengo a ti, me parecería traicionarte.
       Aquella noche del cine le había cerrado la boca con un beso. Luego la había llevado al café de la estación y le había hecho beber dos copas de licor.
       En la luz vaporosa de los cristales estábamos sentados en un rincón, como dos enamorados. Tomé también yo varias copas y le dije en voz alta:
       —Carlotta, ¿hacemos un hijo esta noche?
       Alguien nos miró porque risueña y ruborizada Carlotta me cerró la boca con la mano.
       Yo hablaba y hablaba. Carlotta hablaba de la película y decía bobadas, pero bobadas apasionadas, comparándonos con el argumento. Yo bebía, sabiendo que era la única manera de querer a Carlotta.
       Fuera, el frío nos reanimó y corrimos a casa. Me quedé con ella toda la noche y al despertarme por la mañana la sentí a mi lado desgreñada y soñolienta, tratando de abrazarme. No la rechacé; pero al levantarme me dolía la cabeza y me irritaba la ale. gría contenida con que Carlotta me preparó, canturreando, el café. Luego teníamos que salir juntos, pero se acordó de la portera y me mandó a mí primero, no sin abrazarme y besarme detrás de la puerta.
       Mi recuerdo más vivo de aquel despertar son las ramas de los árboles de la avenida que se entreveían rígidos y goteantes en la niebla, detrás de los visillos de la estancia. Aquella tibieza y aquella solicitud en el interior y el aire desnudo de la mañana que esperaba, me animaron la sangre; sólo hubiera querido contemplar y fumar, yo solo, fantaseando sobre un despertar muy distinto con otra compañera.
       La ternura que Carlotta me arrancaba en estos casos me la reprochaba en cuanto estaba solo. Pasaba instantes furibundos sondeándome el ánimo para liberarme de mi pobre recuerdo de ella y prometerme durezas que mantenía incluso en exceso. Debía estar claro que nos amábamos a falta de otra cosa, por vicio, por cualquier motivo salvo el único con el cual ella quería ilusionarse. Me irritaba el recuerdo de su mirada grave y feliz después del abrazo, que me indignaba verle en la cara, mientras que la única de la cual la habría querido no me la
había dado nunca.
       — Si me aceptas como soy, bien —le dije una vez—, pero quítate de la cabeza entrar en mi vida.
       —¿No me quieres? —balbucía Carlotta.
       — El poco amor de que era capaz, lo quemé de joven.
       Pero a veces me encolerizaba haber admitido por vergüenza o lujuria que la quería un poco. Carlotta intentaba sonreír.
       —¿Somos buenos amigos, al menos?
       —Oye —le decía serio—, estos cuentos me repugnan: somos un hombre y una mujer que se aburren, y estamos bien en la cama...
       —Oh, eso sí —decía aferrándome el brazo y escondiendo la cara—, me gustas, me gustas. Y no hay más.
       Bastaba uno de estos coloquios, donde me parecía haber estado débil, para evitarla semanas enteras y si desde su café me telefoneaba a la oficina, responderle que tenía que hacer. La primera vez Carlotta intentó indignarse. Le hice pasar entonces una noche de angustia, sentado fríamente en el sofá —la pantalla desprendía sobre sus rodillas una luz blanca—, y sentía en la penumbra la congoja contenida de sus miradas. Yo mismo dije al fin entre la intolerable tensión:
       —Dame las gracias, señora: recordarás esta sesión quizás más que otras muchas.
       Carlotta no se movió.
       —¿Por qué no me matas, señora? Si te crees que vas a hacerte la mujercita conmigo, pierdes el tiempo. Los caprichos me los gasto yo.
       Carlotta jadeaba.
       —Ni siquiera el traje de baño te sirve esta noche —le dije.
       Carlotta me saltó delante y vi su cabeza negra pasar en la luz blanca como un objeto lanzado. Adelanté las manos. Pero Carlotta se derrumbó a mis pies y lloraba. Le puse dos o tres veces la mano en la cabeza y me levanté.
       —Debería llorar también yo, Carlotta. Pero sé que no sirve de nada. Todo eso que tú sientes, lo he sentido. Estuve a punto de matarme y luego me faltó valor. Esa es la burla: quien es tan débil como para pensar en el suicidio es demasiado débil para cometerlo... Ea, tranquila, Carlotta.
       —No me trates así... —balbucía.
       No te trato así. Pero ya sabes que me gusta estar solo. Si me dejas irme solo, regreso; si no, no nos volveremos a ver. Oye, ¿querrías que te amase?
       Carlotta alzó el rostro desfigurado, bajo mi mano.
       —Pues entonces deja de amarme. No hay otro modo. No hay cazador sin liebre.
       Escenas de este tipo sacudían demasiado a fondo a Carlotta, para que pensase en dejarme. Y además, ¿no denotaban una fundamental semejanza de temples? Carlotta era simple en el fondo —demasiado simple— y no podía advertirlo con clara visión, pero con toda seguridad lo notaba. Intentó —infeliz— atarme con bromas, y decía a veces: “Así es la vida” y “Pobre de mí”.
       Yo creo que si me hubiera rechazado resuelta mente entonces, algo habría yo sufrido. Pero Carlotta no podía rechazarme. Si yo faltaba dos noches seguidas la encontraba con los ojos hundidos. Y si a veces me entraba ternura o compasión y me paraba en su café y le pedía que saliera, se levantaba ruborizándose y confundiéndose, incluso más guapa.
       Mi rencor no se dirigía a ella; se dirigía a toda limitación y toda servidumbre que nuestra intimidad intentara crearme. Como no la amaba, su mínimo derecho sobre mí me parecía monstruoso. Había días en los que tutearla me daba asco, me abatía. ¿Quién era para mí esa mujer, para llevarme del brazo?
       En compensación, me parecía renacer ciertas medias jornadas, ciertas horas que, despachado el trabajo, podía echar a andar bajo el fresco sol por las calles luminosas, libre de ella, de todo, saciado el cuerpo y aplacado el viejo dolor de antaño: tenso para ver, para olfatear, para sentir como cuando era joven. Que Carlotta sufriera de amor por mí aliviaba y debilitaba mis penas pasadas, me las alejaba un poco, como un mundo risible, y lejos de ella me encontraba intacto y más experto. Era la esponja que me limpiaba, pensaba a menudo de ella.



III

       Ciertas noches que hablaba y hablaba, y absorto en el juego volvía a ser un chiquillo, olvidaba mi rencor.
       —Carlotta —decía—, ¿cómo se vive enamorado? Hace tanto tiempo que no lo estoy... Creo, en resumidas cuentas, que es bonito. Si va bien se goza, si va mal se espera. Me han dicho que se vive al día. ¿Cómo se está, Carlotta?
       Carlotta meneaba la cabeza sonriente.
       —Y, además, se tienen pensamientos muy bonitos, Carlotta. Aquel a quien amamos, y que no quiere saber nada, nunca será tan feliz como nosotros. A menos que —sonreía— se vaya a la cama con cualquier otra y se lo pase en grande.
       Carlotta fruncía las cejas.
       —Gran cosa el amor —concluía yo.— Y nadie se le escapa.
       Carlotta me servía de público. Esas noches hablaba de mí. Es el hablar más hermoso.
       —Está el amor y está la traición. El amor, para gozarlo de veras, es preciso que sea también una traición. Y esto no lo entienden los muchachos. Vosotras las mujeres lo sabéis más pronto. ¿Tú traicionaste a tu marido?
       Carlotta esbozaba una sonrisa tenue, enrojeciendo.
       —Nosotros, los chicos, éramos más estúpidos. Nos enamorábamos escrupulosamente de una actriz o de una compañera y le ofrecíamos nuestros mejores pensamientos. Sólo que olvidábamos decírselo. Que yo sepa, ninguna chica a nuestra edad ignoraba que el amor es un problema de astucia. Parece imposible, los chicos van a las casas de tolerancia y sacan la conclusión de que las mujeres de fuera son distintas. ¿Tú qué hacías a los dieciséis años, Carlotta?
       Pero Carlotta tenía otra idea. Me decía con los ojos, antes de responder, que yo era cosa suya, y yo odiaba la dureza de aquella solicitud que irradiaba su mirada.
       —¿Qué hacías a los dieciséis años? —repetía mirando al suelo.
       —Nada —respondía grave. Yo sabía lo que pensaba.
       Después me pedía perdón, se llamaba tonta, reconocía no tener derecho, pero aquel relámpago había bastado.
       —Eres estúpida, ¿sabes? Por lo que a mí toca, tu marido podía volver a buscarte.— Y me marchaba aliviado.
       Al día siguiente recibía en la oficina un tímido telefonazo y respondía secamente. Por la noche nos veíamos.
       Carlotta se divertía cuando le hablaba de mi sobrina la colegiala y meneaba la cabeza incrédula cuando le decía que más bien habría querido encerrar en el colegio a mi madre, y vivir con la niña. Nos imaginaba como dos seres aparte que fingen ser tío y sobrina, pero en realidad tienen todo un mundo de secretos y rabietas que los contenta y los absorbe. Me preguntaba huraña si no sería mi hija.
       —Claro, y me nació cuando tenía dieciséis años.
       Y se empeñó en ser rubia para hacerme rabiar. ¿Cómo se hace para nacer rubios? Para mí los rubios son animales como los monos o los leones. Me parecería estar siempre al sol.
       Carlotta decía:
       —Yo era rubia de pequeña.
       —Pues yo, en cambio, era calvo.
       En los últimos tiempos experimentaba por el pasado de Carlotta una aburrida curiosidad que me permitía olvidar una y otra vez cuanto me hubiese contado antes. La recorría como se recorre un periódico. Jugaba a confundirla con salidas raras, le hacía preguntas crueles y contestaba yo. En realidad sólo me escuchaba a mí mismo.
       Pero Carlotta me había comprendido. —Cuéntame —decía ciertas noches, apretándome el brazo. Sabía que hacerme hablar de mí era el único modo de que me mostrara amistoso.
       —¿No te he dicho nunca, Carlotta —le dije una noche—, que un hombre se mató por mí?—Me miró entre risueña y estupefacta.
       —No tiene mucha gracia —continué.— Nos matamos juntos, pero él la palmó. Cosas de juventud. —Qué raro, pensaba entonces, nunca se lo conté a nadie: y le toca justamente a Carlotta. — Un amigo mío, un rubito guapo. El sí que parecía un león. Las chicas no hacéis ese tipo de amistades. A esa edad ya sois demasiado celosas. Nosotros íbamos al colegio juntos, pero nos veíamos siempre por las tardes. Decíamos porquerías, corno ocurre entre chicos, pero estábamos enamorados de una señora. Debe de estar aún viva. Fue nuestro primer amor, Carlotta. Nos pasábamos la tarde charlando de amor y de muerte. Ningún enamorado ha estado jamás tan seguro de ser comprendido por su amigo corno nosotros dos. Jean — se llamaba Jean tenía una tristeza jactanciosa que me hacía avergonzar. El solo creaba toda la melancolía de aquellas tardes en que paseábamos entre la niebla. Nunca hubiéramos creído que se pudiese sufrir tanto...
       —¿También tú estabas enamorado?
       —Sufría por estar menos melancólico que Jean. Finalmente descubrí que podíamos matarnos y se lo dije. Jean entró despacio en la idea, él, que de ordinario era todo fantasía. Teníamos una sola pistola. Fuimos a la colina a probarla, no fuera a explotar. Fue Jean quien disparó. Siempre había sido temerario, y creo que si él hubiera dejado de amar a la enamorada, hubiera dejado también yo. Después de la prueba — estábamos en un sendero desnudo, en invierno, a media ladera — pensaba yo aún en la violencia del tiro, cuando Jean se apoyó el cañón en la boca y dijo: «Hay quienes hacen...» y salió el tiro y lo mató.
       Carlotta me miró aterrada.
       —Yo no supe qué hacer y escapé.
       Esa noche Carlotta me dijo:
       —¿Y tú querías de veras a aquella mujer?
       —¿A aquella mujer? Amaba a Jean, ya te lo he dicho.
       —¿Y querías matarte también tú?
       —Ciertamente. Y hubiera sido una tontería. Pero no hacerlo fue una gran cobardía. A veces tengo remordimientos.
       Carlotta recordó a menudo aquel relato y me hablaba de Jean como si lo hubiese conocido. Se lo hacía describir y me preguntaba cómo era yo en aquel tiempo. Me preguntó si había conservado la pistola.
       —No te mates, oye. ¿Nunca has pensado en matarte? —y al decir esto me escrutaba.
       —Todas las veces que uno está enamorado lo piensa.
       Carlotta ni siquiera sonreía.
       —¿Lo piensas aún?
       — Pienso en Jean, a veces.



IV

       Carlotta me daba mucha pena al mediodía cuando al volver de mi oficina pasaba por delante de las cristaleras de su café y me escondía para no verme obligado a entrar y hacerle unas carantoñas Al mediodía no volvía a casa y me gustaba demasiado estar solo en una trattoria esa horita, entornando los ojos y fumando. Carlotta, sentada en su taburete, desprendía maquinalmente tickets y hacía gestos con la cabeza y sonreía y se amoscaba y algún parroquiano bromeaba con ella.
       Estaba allí desde las siete de la mañana y se quedaba hasta las cuatro de la tarde. Iba vestida de celeste. Le pagaban cuatrocientas ochenta liras al mes. Carlotta estaba contenta de despachar todo de una sola vez, y almorzaba un tazón de leche, sin dejar su puesto. Habría sido un trabajo fácil—me decía— sin los repentinos porrazos de la puerta batida con las idas y venidas. Había veces que los sentía como puñetazos sobre el cerebro desnudo.
       Desde esa época, cuando entro en un café no suelto la puerta. Conmigo, Carlotta trataba de describirme las escenitas de los parroquianos, pero no lesalía mi modo de hablar, como no le salía agitarme con sus furtivas alusiones a las propuestas que algún vejestorio le hacía.
       —Pues adelante —le dije—, sólo que no me lo enseñes. Recíbelo los días impares. Y ojo con las enfermedades.
       Carlotta torcía la boca.
       Desde hace unos días la consumía un pensamientoto. —¿Otra vez enamorada, Carlotta? —le dije una noche.
       Carlotta me miraba como un perro apaleado. Yo volvía a impacientarme. Aquellas ojeadas brillantes, de noche, en la penumbra del cuartito, aquellos apretones de mano, me daban rabia. Con Carlotta temía siempre ligarme. Y odiaba incluso que ella lo pensase.
       Volví a estar taciturno y grosero. Pero Carlotta ya no acogía mis arrebatos con la excitación humillada de antes. Me miraba de hito en hito inmóvil, y a veces, con un gesto cariñoso, se sustraía a la caricia que alargaba para apaciguarla.
       Eso me gustó todavía menos. Hacerle la corte para tenerla, me repugnaba. Pero la cosa no se produjo de golpe. Decía Carlotta:
       —¡Cómo me duele la cabeza...! ¡Aquella puerta! Esta noche nos portaremos bien. Cuéntame.
       Cuando advertí que Carlotta iba en serio y se calificaba de desgraciada y exhibía remordimientos, no tuve más arrebatos violentos: simplemente la traicioné. Reviví algunas de las opacas noches de antaño, cuando de regreso de una casa de tolerancia me sentaba en un cafetucho cualquiera a reposar, sin alegría y sin tristeza, atontado. Pensaba que era justo: o se acepta el amor con todos sus riesgos o no queda sino la prostitución.
       Pensaba que por parte de Carlotta había unos celos fingidos y me importaba un bledo. Carlotta sufría. Pero era demasisado simple para sacar provecho de su pena. Al contrario, como le ocurre a quien sufre de veras, se ponía fea Lo lamentaba, pero sentía que debía abandonarla.
       Carlotta previó el golpe. Una noche que estábamos en cama y yo evitaba instintivamente la conversación, me rechazó de pronto y se acurrucó contra la pared.
       —¿Qué tienes? —pregunté irritado.
       —Si yo desapareciese mañana —me dijo volviéndose de improviso— ¿te importaría algo?
       —No sé —balbucí.
       —¿Y si te traicionase?
       —La vida es una pura traición.
       —¿Y si volviese con mi marido?
       Hablaba en serio. Me encogí de hombros.
       —Soy una infeliz —prosiguió Carlotta.— Y no soy capaz de traicionarte. He visto a mi marido.
       —¿Cómo?
       —Ha venido al café.
       —Pero ¿no se había largado a América?
       —No sé —dijo Carlotta.— Lo he visto en el café.
       Quizás no quería decírmelo, pero se le escapó que con el marido estaba una señora con abrigo de pieles.
       —Entonces ¿no os hablasteis?
       Carlotta vaciló.
       —Regresó al día siguiente. Me habló y me acompañó a casa.
       Debo admitir que me sentí a disgusto. Dije bajito:
       —¿Aquí?
       Carlotta se apretó contra mí con todo su cuerpo.
       —Pero yo te quiero —susurró.
      —No creas que...
       —¿Aquí?
       —Nada, cariño. Me habló de sus negocios. Sólo con verlo he comprendido cuánto te quiero, y no volveré nunca con él, ni aunque me lo rogase.
       —¿Te lo rogó, entonces?
       —No, me dijo que si tuviera que casarse otra vez, se casaría conmigo.
       —¿Y lo has visto más?
       —Volvió por el café con ella...
       Fue la última vez que pasé la noche con Carlotta. Sin haberme despedido de su cuerpo, sin añoranzas, dejé de buscarla y de verla en su casa. Permití que me telefonease y me esperase en los cafés, no todas las noches sino de vez en cuando. Carlotta llegaba cada vez y me devoraba con los ojos. A punto de separarnos, le temblaba la voz.
       —No lo he vuelto a ver susurró una noche.
       —Haces mal —le respondí—, deberías tratar de recuperarlo.
       Me irritaba que Carlotta hubiera añorado a su marido —como sin duda había hecho—, y me irritaba que hubiese esperado atarme a sí con aquel tema. Y aquel amor blanco no valía ni los remor dimientos de Carlotta ni mi riesgo.
       Una tarde le dije por teléfono que pasaría por su casa. Vino a abrirme incrédula y ansiosa. Miré a mi alrededor en el vestíbulo con cierta aprensión. Carlotta iba vestida de terciopelo. Recuerdo que estaba acatarrada y no paraba de apretar el pañuelo y de llevárselo a la nariz enrojecida.
       Vi en seguida que había comprendido. Estuvo dócil y taciturna y respondía a mis frases con pobres ojeadas. Me dejó decir lo que quise mirándome furtivamente por encima del pañuelo. Después se levantó y vino hacia mí y apoyó su cuerpo sobre mi rostro y tuve que abrazarla.
       —¿No vienes a la cama? —dijo bajito con la voz de costumbre.
       Fui a la cama, y todo el tiempo me desagradó el rostro húmedo e inflamado por el catarro. A medianoche salté de la cama y empecé a vestirme. Carlotta encendió la luz y me miró un instante. Luego apagó y me dijo:
       —Márchate de una vez. —Cortado y tropezando, me fui.
       Temía, en los días siguientes, un telefonazo, pero nada me perturbó. Trabajé en paz semanas y semanas y una noche me entró de nuevo el deseo de Carlotta, pero la vergüenza me ayudó a vencerme. Y sin embargo, sabía que si llamaba a aquella puerta habría llevado la felicidad. Esta certeza la había tenido siempre.
       No cedí, pero al mediodía siguiente pasé por de. lante de su café. En la caja había una rubia. Debía de haber cambiado de horario. Pero tampoco la vi por la tarde. Pensé que estaba enferma o que su marido la había recobrado. Esta idea me desagradó.
       Pero me temblaron las piernas cuando la portera del paseo, mirándome con dos ojillos duros y muy mala gracia, me dijo que la habían encontrado un mes antes, muerta en la cama, con el gas abierto.



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