Clarice Lispector
(Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


La mujer más pequeña del mundo
(“A menor mulher do mundo”)
Laços de família (1960)


      En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Pretre, cazador y hombre de mundo, se topó con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido quedó al ser informado de que existía un pueblo todavía más diminuto allende florestas y distancias. Entonces, más hacia las profundidades, él fue.
       En el Congo Central descubrió realmente a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de una caja dentro de una caja— entre los menores pigmeos del mundo estaba el menor de los menores pigmeos del mundo, obedeciendo tal vez a la necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma.
       Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas del verde más perezoso, Marcel Pretre se enfrentó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en lo alto de un árbol con su pequeño concubino. En los cálidos humores silvestres, que tempranamente maduran las frutas y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba grávida.
       Allí en pie estaba, por lo tanto, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese llegado inesperadamente a una última conclusión. Seguramente, por no tratarse de un loco, su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo una inmediata necesidad de orden, y de dar nombre a lo que existe, le dio el apodo de Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, de inmediato comenzó a recoger datos sobre ella.
       Su raza estaba siendo exterminada paulatinamente. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, de no ser por el disimulado peligro del África, sería un pueblo difundido. Fuera de la enfermedad, infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondaban, el gran peligro para los escasos likuoalas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en el aire silencioso como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como hacen con los monos. Y los comen. Así: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón de África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, viven en los árboles más altos. De donde descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y recoger verduras; los hombres, para cazar. Cuando nace un hijo, casi inmediatamente le es dada la libertad. Es verdad que muchas veces la criatura no usufructúa mucho tiempo esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabajo. Pues hasta el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas lo esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, un macho pequeño queda de guardia contra los bantúes, que quién sabe de dónde vendrán.
       Fue así, pues, como el explorador descubrió, de pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió porque ni siquiera una esmeralda es cosa tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico de la tierra ha puesto los ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que ni la glotonería del más fino sueño jamás habría podido imaginar. Fue entonces cuando el explorador dijo tímidamente y con una delicadeza de sentimientos de los que su esposa jamás lo hubiera creído capaz:
       —Tú eres Pequeña Flor.
       En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —como si estuviera recibiendo el más alto premio de castidad a que un hombre siempre muy idealista osa aspirar—, el explorador, tan experimentado, desvió los ojos.
       La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a color de los diarios del domingo, donde cupo a tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantado. La nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perrito.
       Ese domingo, en un apartamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo por segunda vez «porque me da pena».
       En otro apartamento, una señora tuvo tal perversa ternura por la pequeñez de la mujercita africana que —siendo mucho mejor prevenir que curar— jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de la tal señora. ¡Quién sabe a qué oscuridades de amor puede llegar el cariño! La señora pasó todo el día perturbada, se diría que presa de la nostalgia. Además, era primavera y una bondad peligrosa estaba en el aire.
       En otra casa una nena de cinco años de edad, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó muy asustada. En aquella casa de adultos, hasta ahora esa niña había sido el más pequeño de los seres humanos. Y, si bien eso era la fuente de las mejores caricias, también era la fuente de este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que sólo muchos años después, por motivos muy diferentes, habría de concretarse en pensamiento—, llevó a sentir, en una primera sabiduría, que «la desgracia no tiene límites».
       En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad: —¡Mamá, mira la fotografía de ella, pobrecita!, ¡mira qué triste está!
       —Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es una tristeza animal, no es una tristeza humana.
       —¡Oh, mamá! —dijo la muchacha muy desanimada.
       Fue en otra casa donde un chico despierto tuvo una idea astuta:
       —Mamá, ¿si yo pusiera a esa mujercita africana en la cama de Pablito, mientras él está durmiendo?, cuando él se despertara, qué susto, ¿eh?, ¡qué griterío viéndola sentada en la cama! ¡Y uno podría jugar tanto con ella, uno la tendría de juguete, no!
       La madre de él estaba en ese instante poniéndose tubos en el cabello frente al espejo del baño, y recordó lo que una cocinera le había contado de su tiempo de orfanato. No teniendo muñeca para jugar, y con la maternidad ya latiendo fuerte en el corazón de las huérfanas, las niñas más astutas habían escondido de las monjas el cadáver de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que la monja salió, y jugaron con la niña muerta, la bañaron, le dieron de comer, la pusieron en penitencia solamente para después poder besarla, consolándola. De todo eso se acordó la madre en el baño, y bajó las manos levantadas, llenas de horquillas. Y consideró la crueldad de la necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser feliz. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que mataremos por amor. Entonces miró al hijo astuto como si mirase a un extraño peligroso. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y la felicidad. Así miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dientes de delante, ¡la evolución, la evolución haciéndose, un diente cayendo para que nazca otro que muerda mejor! «Voy a comprarle un traje nuevo», resolvió, mirándolo absorto. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, perfeccionando obstinadamente el lado amable de la belleza. Obstinadamente alejándose, alejándolo, de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y delicada, colocando entre su rostro de líneas abstractas y la cara desnuda de Pequeña Flor la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que ése sería un domingo en el que tendría que disfrazar consigo misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.
       En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborozado de calcular con una cinta métrica los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue ahí mismo donde, encantados, se asustaron al descubrir que ella era todavía más pequeña de lo que la más aguda imaginación inventara. En el corazón de cada miembro de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería volcarse en devoción. Y, quién sabe, ¿quién no deseó alguna vez poseer a un ser humano solamente para sí? Lo que, en verdad, no siempre sería cómodo, porque hay horas en que no se quiere tener sentimientos.
       —Apuesto a que si ella viviera aquí terminábamos en una pelea —dijo el padre sentado en el sillón, dándole la vuelta definitivamente a la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea.
       —Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.
       —¿Ya has pensado, mamá, qué tamaño tendría su bebé? —dijo ardiente la hija mayor, de trece años.
       El padre se movió detrás del diario.
       —Debe de ser el bebé negro más pequeño del mundo —respondió la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imagínense, ella sirviendo la mesa aquí, en casa!, ¡y con la barriguita grande!
       —¡Basta de esas conversaciones! —tronó el padre.
       —Tendrás que convenir en que se trata de una cosa rara —dijo la madre, inesperadamente ofendida—; lo que pasa es que eres un insensible.
       ¿Y la propia cosa rara?
       Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón (quién sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más), mientras tanto la propia cosa rara tenía en el corazón algo más raro todavía, algo así como el secreto del mismo secreto: un hijo mínimo. Metódicamente, el explorador examinó con la mirada la barriguita más pequeña de un ser humano maduro. Fue en ese instante en que el explorador, por primera vez desde que la conociera, en vez de sentir curiosidad o exaltación o triunfo o espíritu científico, el explorador sintió malestar.
       Es que la mujer más pequeña del mundo se estaba riendo.
       Estaba riéndose cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba sintiendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía.
       No haber sido comida era algo que, en otros momentos, le inspiraba el ágil impulso de saltar de rama en rama. Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción, y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara. Y entonces ella se reía. Era una risa como sólo quien no habla ríe. Esa risa, el explorador, incómodo, no consiguió clasificarla. Y ella continuó disfrutando de su propia risa suave, ella, que no estaba siendo devorada.
       No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. Mientras ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba atrapado.
       En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.
       Porque la propia cosa rara sentía el pecho tibio de lo que se podía llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si hubiese sabido hablar para decirle que lo amaba, él se hincharía de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella agregara que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando él se deshinchara avergonzado, Pequeña Flor no comprendería por qué. Porque, ni de lejos, su amor por el explorador —hasta puede decirse «profundo amor», ya que, no teniendo otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, pues ni de lejos su amor profundo por el explorador quedaría desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Existe un viejo equívoco sobre la palabra amor, y si muchos hijos nacen de esa equivocación, tantos otros perdieron el único instante de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea, ¡de mí, para mí!, que se guste, no de mi dinero. Pero en la humedad de la selva no existen esos refinamientos crueles, el amor es no ser comido, amor es encontrar hermosa una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír de amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor parpadeaba de amor, y rió cálida, pequeña, grávida, cálida.
       El explorador intentó sonreír nuevamente, sin saber exactamente a qué abismo respondía su sonrisa, y entonces se perturbó como solamente un hombre de semejante tamaño se perturba. Disimuló, acomodándose mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdicamente. Tomó un lindo color, un rosa verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser ácido.
       Fue probablemente al acomodar mejor su casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo, y recomenzó a anotar. Había aprendido a comprender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu, y a interpretar las señales. Ya conseguía hacer preguntas.
       Pequeña Flor respondió que sí. Que era muy lindo tener un árbol para vivir, suyo, de ella. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que lo dijeron—, pues era bueno poseer, era bueno poseer, era bueno poseer. El explorador pestañeó varias veces.
       Marcel Pretre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero por lo menos se ocupó de tomar notas. Quien no tomó notas tuvo que arreglárselas como pudo:
       —Pues mire —declaró de repente la vieja cerrando el diario con decisión—, pues mire, yo sólo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.

Laços de família (1960)




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