Amos Oz
(Jerusalén, Israel, 1939 - Jerusalén, 2018)


En esta mala tierra (1966)
(“Upon This Evil Earth”)
ארצות התן
Where the Jackals Howl and Other Stories
(Jerusalem: Massada Ltd., 1966)



1

      Jefté nació en los límites del desierto. En los límites del desierto también fue cavada su tumba.
       Durante muchos años, Jefté estuvo vagando por el desierto en compañía de gentes nómadas por las proximidades del país de Amón. Jefté no abandonó el desierto ni siquiera cuando los ancianos de Israel fueron al desierto en su busca para que se convirtiera en juez de Israel. Era un salvaje. Fue por su salvajismo por lo que los ancianos de la comunidad lo eligieron como su adalid. Todas esas cosas ocurrieron en tiempos convulsos.
       Jefté el galaadita fue juez durante seis años. Venció en todas la guerras. Pero tenía una expresión desolada en el rostro. No amaba a Israel ni odiaba a sus enemigos, se pertenecía a sí mismo y era un extraño para sí mismo. Durante toda su vida, incluso cuando estaba bajo la sombra de su casa, sus ojos se mantuvieron entornados como para protegerse del polvo del desierto o de la luz candente. O estaban en blanco, mirando hacia dentro porque alrededor no encontraban nada.
       De hecho, el día de su victoria sobre Amón, cuando regresó a la heredad de su padre y el pueblo lo vitoreó y las muchachas de Israel cantaron a Jefté ensalzaré, a Jefté ensalzaré, el hombre estaba como adormecido. Y uno de los ancianos de la tribu allí presentes pensó: Este hombre es un impostor, su corazón no está con nosotros, sino lejos de aquí.

       El nombre de su padre era Galaad el galaadita. Su madre era una prostituta amonita llamada Pitdá hija de Eitam. Jefté también puso a su hija el nombre de Pitdá. Al final de sus días, cuando estaba cerca de la muerte, Jefté veía a esas dos mujeres como si fuesen una sola.
       Pitdá, su madre, murió cuando Jefté era joven. Sus hermanos, los hijos de su padre, lo expulsaron al desierto porque era hijo de otra mujer.
       En el desierto, nómadas desdichados se unieron a él y se convirtió en su líder, porque tenía capacidad de mando. Sabía hablarles con voz cálida o, si quería, con fría maldad. Y también al disparar una flecha, domar un caballo o plantar una tienda parecía moverse despacio, casi con retardo o con cansancio, pero qué ilusorio era aquello, como un cuchillo reposando entre pliegues de seda. Él podía decirle a una persona: Levanta. Ven. Vete. Y esa persona se levantaba, venía y se iba sin que Jefté el galaadita emitiera ningún sonido, solo moviendo los labios. Hablaba poco, porque no le gustaban las palabras ni confiaba en ellas.

       Durante muchos años vivió Jefté en las montañas del desierto, y siempre estaba solo, incluso cuando se encontraba rodeado de personas bulliciosas. Un día, los ancianos de Israel fueron a pedirle que luchase por ellos contra los amonitas. Se recogieron las túnicas debido al polvo del desierto y se arrodillaron a los pies del salvaje. Jefté permaneció frente a ellos escuchando en silencio, y contempló su orgullo quebrado como quien mira una herida. De pronto lo embargó la pena, no la pena por aquellos ancianos, tal vez ni siquiera fuese pena, sino algo parecido a la ternura, y dijo con ternura: «El hijo de una prostituta será vuestro jefe».
       Y los ancianos dijeron con voz extraña: «Será nuestro jefe».

       Todo eso ocurrió en el desierto, fuera de la tierra de los amonitas, fuera de la tierra de Israel, en las profundidades del silencio y entre volubles objetos inanimados: arena, neblina, arbustos bajos, montañas blancas y piedras negras.

       Jefté derrotó a Amón, regresó a la heredad de su padre y también cumplió el voto que había hecho. Sabía que se le estaba poniendo a prueba y que podía superar aquella prueba: cuando fuese a sacrificar a su hija se le diría, no alargues tu mano contra la muchacha.
       Y después regresó al desierto.
       Él amaba a Pitdá y creía en los sonidos nocturnos que recorren el desierto. Jefté el galaadita murió en las montañas, en un lugar llamado el país de Tob. Algunas personas han nacido y venido al mundo para ver con sus propios ojos la luz del día y la luz de la noche y para llamar a la luz, luz. Pero a veces una persona pasa tristemente por la vida y, al morir, deja tras ella un rastro de ira y de furia. Al morir Jefté, su padre cavó una tumba y, ante la tumba, dijo: «Durante seis años juzgó mi hijo a Israel por la gracia de Dios».
       Y Galaad el galaadita añadió: «La gracia de Dios es el caos».

       Durante cuatro días al año, las muchachas van a las montañas a llorar a Pitdá, la hija de Jefté. Un anciano ciego camina tras ellas en la distancia. Los vientos secos del desierto arrancan sus lágrimas de las arrugas. Todos esos vientos no pueden llevarse la sal, y la sal se reseca, quema sobre las mejillas del anciano. A las montañas van las muchachas a gritarle al desierto, tierras de lobos, de víboras y de hienas, espacios devorados por una luz blanca. Personas desdichadas, nómadas del país de Tob, oyen por la noche el llanto de las muchachas y desde la lejanía responden con una triste canción.



2

      El lugar donde nació Jefté estaba en un extremo del país. La heredad de Galaad el galaadita era la última en los límites del territorio de la tribu. En ese lugar, el desierto lamía la tierra sembrada y a veces penetraba en los campos de frutales y tocaba a las personas y al ganado. Por la mañana, el sol despuntaba por las montañas del este y en un instante empezaba a abrasar todo el país. A mitad del día caía una especie de granizo ardiente que lo asolaba todo con furia derramada. Al final del día, el sol bajaba hacia el oeste para incendiar las cimas de los montes. Las rocas cambiaban de color y parecían moverse desesperadamente en la distancia, como si estuviesen quemándose vivas.
       Pero por las noches la tierra se calmaba. Vientos frescos la envolvían lentamente, como con una caricia. El rocío cubría las rocas. El viento nocturno era clemente. Efímera y fugaz era esa compasión, pero se repetía y se repetía como un ciclo de nacimientos y muertes, como el viento y el agua, alternancia de odio y nostalgia, una sombra que llega y una sombra que pasa.

       Galaad el galaadita, el señor de la heredad, era un hombre alto y corpulento. El sol le había curtido la tez. Intentaba dominarse con todas sus fuerzas, pero era un tirano. Las palabras salían de su boca como un reproche o un murmullo venenoso, como si estuviese obligado a silenciar siempre la voz de los demás. Si posaba su horrenda y fuerte mano sobre la cabeza de uno de sus hijos, sobre el cuello de un caballo o sobre las caderas de una mujer, sabían sin girar la cabeza que Galaad los estaba tocando. A veces palpaba con esa mano suya algún objeto inanimado, no porque quisiera decir o hacer algo, sino porque le entraban dudas: la tangibilidad de las cosas le producía una repentina sorpresa. Y a veces quería alcanzar con las manos cosas que no se podían coger, sonidos, anhelos, olores. Cuando llegaba la noche, Galaad decía en algunas ocasiones: Llega la noche. Unas palabras completamente superfluas. Por la tarde, llamaba al sacerdote de su casa para que le leyera algún capítulo de un libro sagrado mientras él se encogía y escuchaba con atención. También con las cosas más triviales se dirigía a Dios para pedirle que naciera un ternero macho o que se reparasen dos vasijas de barro rajadas. A veces se reía por nada.
       Todas esas cosas asustaban mucho a sus siervos. Si de repente en el campo, en pleno día y en pleno verano, una carcajada ronca salía de su boca, los siervos se reían con él de puro miedo. O a veces, por la noche, a Galaad le entraba de pronto un odio frío hacia la luz fría de las estrellas y gritaba y convocaba a todos los hombres y mujeres. Ante ellos, se inclinaba y alzaba una piedra grande con los ojos en blanco en medio de la oscuridad, como si fuese a lanzar la piedra y a matar a alguien. Y lentamente, pero atormentado como si se estuviese ahogando, se inclinaba y volvía a dejar la piedra en el suelo con suavidad, como posando un cristal en otro cristal, con mucho cuidado de no hacer daño a la piedra ni al suelo ni al silencio nocturno, porque las noches en aquel lugar eran silenciosas y, si las recorrían algunos sonidos, estos eran como una sombra oscura fluyendo bajo la superficie de las aguas.

       La mujer de Galaad era hija de sacerdotes y comerciantes y se llamaba Nejustá hija de Zebulón. Era una mujer muy blanca y asustadiza. De joven, en casa de su padre, conoció los sueños y las tinieblas. Le gustaban mucho los objetos pequeños, las criaturas pequeñas, imperdibles y mariposas, pendientes, el rocío de la mañana, la flor de los manzanos, las patas de los gatos, la suavidad de la piel de los corderos, un punto de luz en una gota de agua.
       Galaad tomó a Nejustá por esposa porque le pareció ver en ella signos de una sed interior que nada en el mundo podría saciar o calmar. Cuando Nejustá dijo, mira, una piedra, mira, un valle, las palabras salieron de su boca como si dijese ven, ven. Él ansió tocar esa sed como quien de pronto se atormenta por sentir una idea o un anhelo con sus propios dedos. Y ella siguió a Galaad porque vio melancolía y fuerza.
       Nejustá deseó deshacer la fuerza y traspasar la melancolía y también sucumbir ante ellas. Pero Galaad y Nejustá no pudieron hacerse todas esas cosas, porque el cuerpo y el alma no son más que cuerpo y alma, y las personas vivas no pueden sondear sus profundidades. Unos meses después de llegar a Mispé de Galaad, ya se había habituado a asomarse sola a la ventana y a pedir con los ojos que, al otro lado de los desiertos y de las montañas, apareciesen las llanuras de tierra negra de las que había sido sacada para traerla al desierto.
       —¿Cuándo me llevarás? —le decía por la tarde.
       —¿Acaso no te he llevado ya? —respondía Galaad.
       —¿Cuándo nos marcharemos de aquí?
       —Todos los lugares son iguales.
       —Pero no puedo más.
       —¿Y quién puede? Déjame aquí el vino y las manzanas y ve a tu habitación, o asómate a la ventana, como prefieras, pero no mires la oscuridad con esos ojos.

       Con el paso de los años, tras dar a luz a Yamín, Yemuel y Azur, Nejustá enfermó y parecía atrapada en las garras de una placentera decadencia. Era una mujer muy blanca y su piel se volvió cada vez más fina. Odiaba el desierto que soplaba en la ventana de su habitación durante todo el día y que cada noche le susurraba se acabó, se acabó, y también odiaba las canciones salvajes de los pastores y el rebuzno de las bestias en el corral y en sus sueños. A veces llamaba a su marido ese hombre muerto, y a sus hijos los llamaba huérfanos. Y a veces decía de sí misma también yo hace tiempo que estoy muerta, y se pasaba tres días asomada a la ventana sin comer ni beber. Era un lugar muy remoto y desde la ventana, durante el día, solo se veían arena y montañas y, por la noche, estrellas y oscuridad.
       Nejustá hija de Zebulón le dio tres hijos a Galaad el galaadita, Yamín, Yemuel y Azur. Era una mujer blanca y su piel se volvió cada vez más fina. No podía soportar a ese hombre tan voluble. Si se quejaba y lloraba, Galaad alzaba la voz, gritaba, tiraba la jarra de vino y la rompía en mil pedazos. Si permanecía en silencio asomada a la ventana, acariciaba al gato o jugaba con pendientes y con imperdibles sobre las piernas, Galaad se quedaba mirándola, emanando un olor peludo, y lanzaba una carcajada ronca. A veces se apiadaba de ella.
       —A lo mejor el rey escucha tus penas —le decía—. A lo mejor envía carros y caballos a buscarte. A lo mejor hoy o mañana aparecen las antorchas a lo lejos y llegan los corredores que van delante del carro del rey.
       —No hay rey. No hay corredores —decía Nejustá—. Por qué iba alguien a correr. No hay nada.
       Al oír esas palabras, Galaad se llenaba de compasión por ella y de terrible ira por lo que él le había hecho, y se golpeaba el pecho con los puños y se maldecía a sí mismo y a su memoria. Mientras se compadecía, de repente la detestaba a ella, o a él y su compasión por ella, y se encerraba y ocultaba su rostro. Nejustá no le veía durante días y luego una noche, antes del amanecer, cuando ella había perdido toda esperanza, aparecía, se arrojaba sobre ella y la amaba. Al amarla fruncía los labios, como quien realiza un gran esfuerzo para abrir una cadena de hierro con las manos.
       Era un hombre voluble y desdichado. Si la luz de una antorcha caía por la noche sobre su rostro, su rostro era como una de esas máscaras con las que los sacerdotes paganos se cubrían. A veces un hombre pasa por la vida como un desterrado en una tierra extraña a la que no quería ir y de la que no sabe cómo salir.

       En invierno, a Galaad le embargó la melancolía y permaneció un día, o una semana, tendido en la cama, con los ojos fijos en el techo abovedado sin mirar ni ver nada. De cuando en cuando, ella decidía ir a su cuarto y amarle con sus pálidos dedos como si fuese uno de los pequeños animales domésticos. Los labios de Nejustá estaban blancos como la enfermedad y él les entregaba su cuerpo. Él era un nómada cansado y ella una mujer de la calle en una posada. Y ambos estaban envueltos en silencio.
       Pero cuando un creciente vigor agitó su cuerpo, Nejustá se escondió de él y Galaad irrumpió en la cabaña de las siervas para volcar en ellas la marea de veneno ardiente. La cabaña estuvo bullendo toda la noche, hubo sonidos húmedos, bramidos trémulos y gritos de siervas hasta el amanecer. Por la mañana, Galaad salió impetuosamente y despertó al sacerdote de su casa para postrarse a sus pies y llorar: Impuro, impuro. Aún tenía lágrimas en la cara cuando, con su horrenda mano, empujó al sacerdote y lo tiró al suelo y salió enfurecido a ensillar el caballo y galopar hasta los confines de las colinas del este.

       En la cabaña de las siervas había una pequeña concubina amonita llamada Pitdá hija de Eitam, a la que habían raptado los galaaditas cuando atacaron las aldeas amonitas más allá del desierto. Pitdá era una mujer delgada y fuerte y tenía los ojos sombreados por pestañas oscuras. Si dirigía una mirada verdosa a los labios o al pecho del señor, si estaba frente a él en el patio con las yemas de los dedos revoloteando sobre su vientre, el señor se estremecía y maldecía a la sierva. Mientras la reprendía, apresaba con su gran mano las dos manos de la joven y le mordía los labios con los dientes, y ambos gritaban. Sus caderas no conocían el descanso, incluso cuando se quedaba parada en la entrada del establo para aspirar el olor a sudor de los caballos, sus caderas parecían moverse como en una oculta danza interior. Fuego y hielo ardían verdes en sus pupilas. Y siempre iba descalza.

       Con el paso de los días, salió a la luz que la amonita practicaba la brujería. Aquello se supo por boca de las siervas, sus rivales, que la vieron por la noche preparando pociones mientras echaba chispas por los ojos. Pitdá invocaba a los muertos por la noche, porque desde muy joven había sido consagrada como sacerdotisa de Milcón, dios de los amonitas. En la oscuridad, los árboles frutales lanzaban susurros refrenados y las puertas de la casa chirriaban con el viento. En los sótanos, por la noche, hacía un brebaje que hervía a borbotones y la sombra de la mujer pasaba agitándose sobre las monturas putrefactas, sobre los barriles de vino, sobre los trillos de madera y las cadenas de hierro.
       Cuando se supo lo que hacía, Galaad ordenó que le dieran un odre de agua y la enviaran al desierto con los muertos a los que invocaba, pues ninguna hechicera podía quedar con vida.
       Pero con las primeras luces, el señor ensilló su caballo, salió al galope y la llevó de vuelta a casa, y maldijo a sus dioses y la abofeteó con su ancha y horrenda mano.
       Pitdá le sopló en la cara y lo maldijo a él, a su pueblo y a su dios. Una chispa cálida y verde centelleó en sus pupilas.
       De pronto los dos se echaron a reír, se dirigieron a la habitación y cerraron la puerta, y fuera relincharon los caballos.

       Nejustá, la mujer de Galaad, incitó a sus tres hijos contra la amonita, porque no podía soportarlo más. Bajó de la cama y fue a asomarse a la ventana con su camisón blanco, de espaldas a la habitación y a sus hijos y de cara al desierto, y les susurró, vuestra madre se muere y vosotros guardáis silencio, no os quedéis callados.
       Por temor a su padre, Yamín y Yemuel no movieron un dedo.
       Únicamente Azur, el pequeño de sus hijos, la escuchó y conspiró contra la sierva amonita. El tal Azur dedicaba todo el día a los perros de la heredad. Les daba de comer y de beber y los amaestraba y les enseñaba a lanzarse al cuello con sus fuertes dientes. En Mispé de Galaad decían de él, ese Azur entiende la lengua de los perros y también sabe aullar o ladrar en la oscuridad como uno de ellos. Azur tenía un cachorro de lobo pequeño y gris que comía de su plato y bebía de su vaso, y ambos tenían los dientes blancos y afilados.
       Un día, a principios del otoño, cuando Galaad se fue a otro campo, Azur azuzó a sus perros contra Pitdá, la concubina amonita. Él se quedó a la sombra de la casa y emitió un gruñido gutural cuando pasó Pitdá, y los perros, junto con el cachorro de lobo, saltaron desde las basuras y casi le desgarran la carne.
       Por la noche, Galaad regresó a casa y entregó a Azur, el pequeño de sus hijos, a un siervo malvado, enjuto y calvo, para que se lo llevase al desierto, tal y como se habría hecho con un asesino.
       Los animales del desierto gritaron, sus ojos amarilleaban en la oscuridad al otro lado de la verja.
       También en esa ocasión Galaad salió en su caballo a altas horas de la noche y trajo de vuelta a su hijo, y también lo golpeó y lo maldijo, como había hecho antes con su concubina.
       Después de aquello, la amonita le hizo un embrujo al pequeño Azur: durante cuarenta días estuvo ladrando y aullando sin poder pronunciar ni una palabra.
       Pitdá también invocó a los malos espíritus contra su señor, porque se había compadecido de Azur y ella no se lo perdonó. Una perniciosa tristeza envolvió al señor de la casa y, solo bebiendo gran cantidad de vino, le abandonaba aquella tristeza.
       Cuando Pitdá dio a luz a Jefté, Galaad el galaadita se encerró en el sótano de la casa durante cuatro días y cinco noches. Todas esas noches estuvo chocando un vaso con otro, bebiéndose los dos y sirviéndose de nuevo. A la quinta noche, Galaad cayó al suelo. En sueños vio a un jinete negro montado en un caballo negro con una lanza de fuego negro y, aferrada a las bridas del caballo, a una mujer flotando que no era ni Pitdá ni Nejustá, otra mujer le parecía que sujetaba las bridas del caballo, y el caballo y su jinete iban tras ella en silencio. Galaad no olvidó aquel sueño, porque, como otras personas, creía que los sueños nos son enviados desde el lugar del que venimos y al que volveremos al morir.
       Cuando Jefté creció y empezó a salir de la cabaña de las siervas y a corretear por todas partes, aprendió a esconderse de su padre. Se ocultaba dentro de un montón de forraje hasta que pasaba y se alejaba con sus siniestros pasos, no fuera a ser que lo atrapase. Hasta que Galaad desaparecía, el niño mordisqueaba alguna brizna de paja o su propio pulgar y se decía en voz baja: Silencio. Silencio.
       Si el niño tardaba en esconderse porque estaba inmerso en sus sueños, Galaad el galaadita lo atrapaba y lo levantaba por los aires con sus aterradoras manos y bramaba y desprendía un olor sudoroso y peludo, hasta que el niño gritaba de puro dolor y miedo y clavaba sus pequeños dientes en el hombro de su padre para intentar liberarse, pero todo era en vano.



3

      Jefté nació frente al desierto. La heredad de Galaad el galaadita era la última de todas las heredades de la tribu. En sus límites estaba el desierto y, más allá de ese desierto, la tierra de los amonitas.
       Galaad el galaadita tenía rediles para el ganado y tenía campos y huertos cuyos márgenes eran coloreados por el desierto. Un alto muro de piedra rodeaba la casa. También las paredes de la casa estaban hechas de piedra negra, de piedra volcánica. Y una vieja parra reptaba por esas paredes. En verano parecía que las personas entraban y salían por una espesura de gruesos pámpanos, ya que el follaje impedía ver las piedras de la casa.
       Al amanecer se oían los cencerros del ganado, la flauta de los pastores propagando vagos anhelos y el murmullo del agua, silencio en todas las acequias y luz oscura en los pozos.
       En toda la heredad de Galaad había tranquilidad al amanecer.
       En esa tranquilidad fluía una nostalgia contenida. La sombra de grandes árboles ocultaba una fría penumbra.
       Pero cada noche, pastores oscuros y huraños vigilaban la hacienda para protegerla de los nómadas y de los osos y de los bandidos amonitas. Durante toda la noche ardían antorchas en la azotea de la casa, y montones de perros famélicos acechaban los campos de frutales en la oscuridad. Como una sombra oscura pasaba entre los cercados el sacerdote de la casa conjurando a los malos espíritus.
       Desde su juventud, Jefté sabía identificar los sonidos de la noche. Llevaba en la sangre todos los sonidos de la noche. Tanto los sonidos del viento, del lobo, del ave de presa como los sonidos del hombre simulando el sonido del viento, del zorro y del ave.
       Al otro lado de los cercados de la hacienda vivía un mundo distinto que, día y noche, anhelaba en silencio arrasar la casa y pretendía carcomerlo todo con astucia y paciencia infinita, igual que el agua se va comiendo lentamente las riberas del río. Aquello era increíblemente suave y silencioso, más suave que la niebla, más silencioso que el viento, pero se percibía constantemente: fuerte y diáfano.

       Unas cabras negras se unieron al joven, y él aprendió a llevarlas a pastar, a mirarlas durante todo el día y a verlas pacer ávidamente, arriesgando su vida en los riscos para comer las pocas hierbas que habían logrado sobrevivir entre las rocas, porque aquel lugar estaba en los límites del desierto. También unos perros famélicos se unieron a Jefté, los perros de su hermano Azur. Eran unos perros rudos, su servilismo ocultaba siempre cierta crueldad contenida. Y también un ave silvestre se unió a Jefté para gritarle al oído, extranjero, extranjero.

       Cada mañana chillaban los pájaros en la lejanía. Por la tarde, al ponerse el sol, el grillo hablaba como si tuviese algo urgente y apremiante que decir y no pudiese quedarse callado. En la oscuridad, Jefté oía unos finos silencios atravesados de cuando en cuando por el aullido de un zorro o de un chacal. En medio de esos gritos se reía una hiena.
       A veces, los nómadas del desierto atacaban la hacienda por las noches. Los pastores de Galaad acechaban en la oscuridad al enemigo y el enemigo llegaba silencioso como una respiración: si asesinaba, escapaba en silencio y, si era asesinado, moría en silencio. Por la mañana encontraban a un hombre tendido a los pies de los olivos, rodeando con la mano el mango del cuchillo clavado en su carne y con los ojos en blanco. Uno de los pastores o uno de los enemigos.
       Al ver el blanco de los ojos de los muertos, Jefté pensaba: El muerto vuelve los ojos hacia dentro y tal vez allí descubre otras imágenes.
       A veces, Jefté soñaba con su propia muerte, y era como si unas manos bondadosas y fuertes lo llevaran a la llanura. Una ligera lluvia le tocaba dulcemente, y allí una pequeña pastora decía, ahora nos sentaremos a descansar aquí hasta después de la lluvia, hasta después de la luz.

       Cada verano, en los campos de frutales se producía una explosión de vida y los frutos que empezaban a madurar se iban hinchando. Por las venas de las manzanas corrían intensos jugos. Los sarmientos de las vides parecían temblar por la presión de la savia que bullía por dentro. Cabras y machos cabríos balaban de deseo y el buey mugía enfurecido. En la cabaña de las siervas y en las chozas de los pastores había jadeos y al amanecer, mientras dormía, el joven podía oír un sonido similar al resuello de un animal agonizando. También por sus sueños pasaban mujeres: Jefté se llenaba de anhelo por delicadas fuerzas cuyo nombre desconocía, no era seda, ni agua, ni piel, ni pelo, añoranza de un roce cálido que derrite, ni siquiera un roce, tal vez la idea de río, olor, color, tampoco eso.
       No le gustaban las palabras y por eso callaba.
       En sus sueños de juventud, las noches de verano, remaba suavemente corriente arriba.
       Por la mañana, al levantarse, cogía la daga y, despacio, con paciencia, no con fuerza, la probaba en todos los objetos inanimados que encontraba por la hacienda: tierra. Corteza de árbol. Algodón. Piedra. Agua.
       Jefté no era voluble como su padre. Él era un joven fuerte y de esbelta figura, y los colores, los sonidos, los olores y los objetos le atraían mucho más que las palabras y las personas. A los doce años, Jefté sabía manejarse con un hacha, una oveja, una maza o las bridas de un caballo. Una alegría refrenada se apreciaba a veces en ese manejo.

       Y el odio de sus hermanos Yamín, Yemuel y Azur se fue estrechando a su alrededor. Deseaban su mal porque era hijo de otra mujer, por su arrogante silencio y por esa orgullosa calma que siempre parecía ocultarles un pensamiento obstinado, cerrado, un pensamiento del que no se podía participar. Si los hermanos lo llamaban para jugar, él iba a jugar con ellos sin decir ni una palabra. Si los vencía en alguna competición, no se regodeaba ni se enorgullecía, tan solo mantenía un silencio que multiplicaba el odio de los hermanos. Y, si uno de ellos vencía a Jefté, siempre parecía que se había dejado ganar a propósito, por desprecio o porque sus pensamientos estaban dispersos mientras jugaba.
       Esos tres hermanos, Yamín, Yemuel y Azur, eran unos chicos muy robustos y corpulentos. A su modo sabían divertirse y reírse. Mientras que Jefté, el hijo de la otra, era flaco y pálido. Incluso cuando se reía parecía retraído. Solía clavar la vista en los demás y no apartarla ni siquiera cuando debía hacerlo. A veces, centelleaba fugazmente en sus ojos una chispa amarilla que, al instante, sometía la voluntad de los demás.
       Por miedo a los hechizos de Pitdá, o tal vez por miedo al padre, los hermanos no se atrevían a hacerle daño a Jefté. Y solamente de lejos, en voz baja, farfullaban: Tú espera y verás.
       Una vez dijo Pitdá: Jefté, implora, clama a nuestro dios Milcón y él te escuchará y te protegerá del odio conspirador de tus hermanos.
       Sin embargo, en eso no escuchó Jefté a su madre. No imploró a Milcón, dios de los amonitas, tan solo se postró y le dijo a su madre: Mi señora madre. Como si, para él, Pitdá fuese la señora de aquella casa.
       Ella quería que la bendición de Milcón, dios de los amonitas, recayera sobre su hijo, porque vislumbraba su propia muerte y a su hijo solo y abandonado entre extraños. Por eso preparaba sus pócimas por la noche y se las daba a beber a Jefté. Cuando sus dedos se posaban sobre las mejillas del joven, este se estremecía.
       Jefté no creía en todas esas pócimas, pero tampoco se negaba a tomarlas. Le gustaba mucho el extraño y amargo olor de los dedos de su madre. Y ella le hablaba de Milcón, a quien los amonitas veneraban con vino y con sedas. No como el dios de tu padre, un dios seco que atormenta y humilla a quienes lo aman. Milcón ama a los que se reúnen en grupo, ama a los que se alegran con vino, ama a los que se entregan al canto y ama la música, en la que el júbilo se asemeja a la ira.
       Sobre el dios de Israel, Pitdá decía que es malo para los que pecan contra él y es malo para quienes lo veneran con fe. A unos y a otros los aflige con dolores, porque es un dios solitario.
       Jefté miraba cómo eran las estrellas en el cielo de verano sobre la heredad y el desierto. Aquellas estrellas le parecían únicas y singulares, cada estrella estaba sola dentro de los espacios negros, unas dando vueltas sin rumbo durante toda la noche de un extremo al otro del cielo y otras inmóviles, ancladas en su sitio. En las estrellas no hay pena, y tampoco hay alegría. Si una de ellas cae de repente, las demás no lo perciben, ni parpadean, solo azulean con frialdad. La estrella que cae, cae y deja tras ella una estela de fuego frío y también la estela de fuego se va extinguiendo y oscureciendo. Si permaneces descalzo y absolutamente atento, tal vez oigas un silencio entre silencio y silencio.

       El sacerdote de la casa que instruía a los hermanos enseñaba también a Jefté a leer y a escribir con los libros sagrados. Una vez, Jefté le preguntó al sacerdote por qué Dios se había apiadado de Abel, de Isaac, de Jacob, de José y de Efraín y por qué los había preferido a ellos antes que a sus hermanos mayores, Caín, Ismael, Esaú y Manasés: ¿acaso no procedía del propio Dios todo el mal que había en el libro?, ¿acaso no era a él a quien la sangre de Abel clamaba desde la tierra?
       El sacerdote era un hombre fuerte y sus pequeños ojos estaban siempre asustados. Llevaba toda la vida atenazado por la ira del señor de la casa. El sacerdote respondió a Jefté que los caminos de Dios son inescrutables y que quién podía preguntarle a Dios por qué. Por la noche, Jefté vio en sueños a Dios, que llegaba pesado y peludo, un dios oso con fauces voraces, y se inclinaba sobre Jefté resoplando y resoplando como extenuado por el hambre o por la furia ardiente. Jefté gritó en sueños por la noche. A veces, en la casa de Galaad, las personas gritaban mientras dormían y al final del grito había silencio.
       Milcón también se deslizaba las noches de verano en los sueños de Jefté. Corrientes cálidas y placenteras recorrían sus venas cuando unos dedos de seda le tocaban la piel y unos jugos dulces fluían hasta la punta de los dedos de sus pies.
       A la mañana siguiente, Jefté aparecía ensimismado y solitario por la gran hacienda, iba saltando de sombra en sombra, y hasta la chispa amarilla se había apagado en sus pupilas.
       Cuando Jefté tenía unos catorce años, empezaron a mostrársele señales. Cuando salía solo al campo o caminaba detrás del rebaño hacia el fondo de un barranco, era asaltado por las señales y sentía que esas señales se dirigían a él y solo a él, y que le llamaban. Pero no sabía lo que eran ni quién le llamaba. A veces se arrodillaba, como le había enseñado a hacer el sacerdote de la casa, se golpeaba la frente con una piedra e imploraba en voz alta: Ahora, ahora.

       Sopesó el amor del dios de Israel frente al amor de Milcón. Encontró el amor de Milcón muy ligero, casi sin coste alguno se recibía ese amor, como el de un perro: jugabas con él un momento y ya te habías ganado su corazón para que se acercase, te lamiese la mano e incluso vigilase tu sueño en el campo.
       Pero Jefté no se atrevía a pedir el amor del dios de Israel, porque no sabía cómo. Si le entraba un momentáneo arrebato de orgullo y, haciendo una comparación, decía soy el hijo pequeño, soy como Abel, Jacob e Isaac, al instante recordaba que era hijo de otra mujer, que era como Ismael, el hijo de la egipcia.
       Una vez, el señor de la casa les dijo a los miembros de la familia que al dios de Israel no había que acercarse como una mariposa a una flor, sino como una mariposa al fuego.
       El joven oyó esas palabras y se puso a prueba.
       Empezó a buscar peligros que desafiar. Arriesgó su vida en los riscos de la montaña, en las ondas de las dunas, en el pozo. También probó con un lobo: una noche se fue solo, con las manos vacías, a buscar un lobo y a luchar con él en la entrada de su guarida, y con las manos quebró la espalda del animal y regresó de aquella prueba únicamente con algunos mordiscos y arañazos. Estaba intentando agradar a Dios y, en otoño, incluso se habituó a pasar la mano por el fuego sin emitir ni el más mínimo sonido.

       El sacerdote de la casa vio algunas de esas cosas, y fue a decirle al señor que el amonita pasaba la mano por el fuego. Galaad escuchó las palabras del sacerdote y se enfureció, luego se rio como un salvaje, maldijo al sacerdote y alzó su ancha mano para arrojarlo al suelo.
       Esa misma noche, Galaad el galaadita ordenó que buscasen al hijo de la sierva y lo llevasen a su presencia. En la habitación ardía fuego debido al frío, pues hacía una de esas noches del desierto y el aire era seco y lacerante. En las paredes de la habitación había colgadas sillas de montar, cadenas, escudos, trillos y lanzas de hierro bruñido. Todos esos objetos atrapaban la luz del fuego y la devolvían desvaída y triste.
       Galaad posó en el hijo de la otra sus ojos grises, lo miró durante un buen rato y no pudo recordar por qué quería verlo esa noche ni por qué ladraban los perros en la oscuridad.
       —Hijo mío —dijo finalmente Galaad—, dicen que pasas la mano por el fuego y que lo haces sin gritar.
       —Eso es cierto —dijo Jefté.
       —¿Y por qué haces algo tan malo y doloroso? —dijo Galaad.
       —Para prepararme, padre —dijo Jefté.
       —¿Prepararte para qué?
       —Para algo que desconozco.
       Mientras Jefté hablaba con su padre, miró su ancha y horrenda mano posada sobre una tablilla de barro. Al verla, su pálida y delgada mano se llenó de terror y nostalgia. Tal vez se imaginó que su padre iba a hablarle con cariño. Tal vez se imaginó que su padre buscaba su cariño. En ese instante, por primera y única vez en toda su vida, Jefté deseó de pronto ser una mujer, y no sabía cómo. La lumbre estaba encendida y las chispas brillaban desvaídas en los objetos de hierro colgados de las paredes, y también en los ojos del joven ardía un ascua.
       —Entonces pon la mano en el fuego y veamos —dijo Galaad en voz baja.
       Jefté recorrió con la mirada el rostro de su padre, pero el rostro de Galaad el galaadita estaba oculto por las oscilaciones de luz y de sombra, porque las lenguas de fuego de la lumbre no dejaban de moverse de un lado a otro.
       —Haré lo que has dicho —dijo el joven.
       —Pon la mano, ahora —pidió Galaad.
       —Si me amases —imploró Jefté.
       Alargó la mano y sus dientes asomaron entre los labios como si se estuviese riendo, pero Jefté no se reía.
       —Hijo, no toques el fuego —gritó el padre de pronto—. Basta.
       Pero Jefté no quiso escuchar y no apartó la mirada. El fuego tocó la carne y, desde los cercados en adelante, el desierto se estiró hasta los confines de las lejanas colinas.

       Tras aquello, Galaad habló a su hijo Jefté.
       —Eres impuro como tu padre —le dijo—. Pero no puedo odiarte. —Entonces el señor vertió vino de una jarra de barro en unas rústicas copas y dijo—: Jefté, bebe vino conmigo.
       Y como ni el hombre ni el joven podían confiar en las palabras ni les gustaban, pasaron casi la mitad de la noche sin decir nada más.
       Al final, Galaad se levantó.
       —Ahora, hijo mío, vete —le dijo—. No odies ni ames a tu padre. Es mala cosa que cada uno tenga que ser hijo de un padre, padre de un hijo y hombre de una mujer. Distancias y más distancias. No te quedes ahí mirando. Vete.



4

      Después de aquello, a veces padre e hijo salían juntos a cabalgar al amanecer por los lugares abiertos. Pasaban por el lecho del barranco, subían por las pendientes hacia las grandes extensiones de arena blanca y, como cabalgando en sueños, atravesaban al paso la árida llanura. Arbustos tenaces y desesperados habían crecido en algunos sitios entre las grietas de las piedras. Parecía que esas plantas no eran plantas, sino el sexo de las resecas planicies rocosas. Había una luz blanca, y todo quedaba petrificado bajo esa luz aterradora. Cuando ya se habían alejado mucho, a veces se entablaba entre ellos una breve y arrebatada conversación.
       —Jefté, ¿a qué lugar quieres ir? —decía a veces Galaad.
       Y este, con los ojos entornados por la luz abrasadora, guardaba silencio.
       —Quiero ir a mi lugar. A casa —decía a continuación.
       La grieta de una sonrisa atravesaba por un instante el rostro de piedra de Galaad.
       —Entonces ¿por qué no damos la vuelta y cabalgamos hacia casa? —preguntaba.
       Y Jefté, como sonriendo también, hablaba con su voz ausente y lejana.
       —Esa no es mi casa —decía.
       —¿Y cuál es tu casa?, ¿a qué casa quieres ir?
       —Padre, eso aún no lo sé.

       Después, el silencio volvía a cerrarse a su alrededor. Pero entonces ambos se hallaban dentro del mismo silencio y no de dos silencios distintos. El joven se llenaba de amor y acariciaba con mano amorosa las crines del caballo. Una vez, al llegar al valle de basalto negro, el joven empezó a hacer preguntas a su padre.
       —¿Qué quiere decir el desierto? —preguntó—. ¿Qué idea es el páramo? ¿Por qué llega el viento y por qué cesa de pronto? ¿Cómo debe el hombre oír la multitud de sonidos y cómo debe oír el silencio?
       —Tú estás solo. Yo estoy solo. Todos estamos solos —respondió Galaad.
       Y al cabo de un rato, con una sombra de compasión en su voz, continuó hablando.
       —Mira, una lagartija. Mira, ya no está —añadió.
       Y entonces ambos volvieron juntos a su silencio.

       De regreso a la hacienda, a veces Galaad el galaadita alargaba su ancha y horrenda mano y, de repente, sujetaba durante un minuto o dos las bridas del caballo del joven. Y cabalgaban muy cerca el uno del otro.
       Luego las soltaba y entraban en el recinto cercado. Entonces Jefté era enviado con los demás jóvenes y Galaad entraba en la casa.

       Durante el último invierno, Pitdá iba algunas noches a la habitación de Jefté. Iba descalza, se sentaba al borde de su cama y susurraba. Ella sabía reírse, con una risa repentina tan cálida y sutil que el joven no podía contenerse más y se reía con ella sin emitir ningún sonido. O le cantaba tiernas canciones amonitas sobre las riadas, sobre el ciervo en los huertos y sobre la pena y la gracia.
       Le cogía la mano y pasaba los dedos del joven lentamente por su brazo, lentamente por su hombro, lentamente por su suave nuca. Intentaba acercarle a Milcón, el dios de la alegría, le susurraba palabras rápidas, extrañas para él, los secretos de su propio cuerpo y todo lo que el cuerpo podía hacer. Y también le imploraba que huyese del desierto hacia los lugares de sombra y de agua antes de que el desierto secase su sangre y su carne sin remedio.
       Jefté no había visto nunca cómo era el mar y no conocía su olor ni el sonido de sus olas por la noche, pero a su madre la llamaba Mar, Mar.
       Una vez, después de irse ella, Jefté tuvo un sueño. Un sirviente enjuto y calvo esquilaba una oveja y volvía a esquilarla hasta que quedaba al descubierto su piel sonrosada y enfermiza, cubierta por una red de pequeñas venas, y el sirviente seguía y seguía esquilándola y mataba a la oveja, pero no degollándola, sino rajándole el vientre, y un chorro de sangre negra y burbujeante se pegaba a la piel de Jefté en el sueño, y entonces llegaba el dios de Israel, pesado, con hombros de hierro cubiertos por una piel de oso, caliente, seco y agrio. Sobre una alfombra de hojas de parra estaba tendido Milcón rodeado de joyas y seda y Jefté veía cómo el dios de Israel se lanzaba sobre la seda igual que un carnero con los ojos inyectados de sangre se lanza sobre una oveja sumisa y aturdida por tanta ira descargada sobre ella.

       Jefté se despertó de aquel mal sueño empapado de sudor. Abrió los ojos, se quedó tumbado temblando y febril, y vio oscuridad y cerró los ojos de nuevo y volvió a ver tan solo oscuridad y empezó a murmurar una oración que le había enseñado el sacerdote de la casa y aún veía oscuridad y probó con las canciones de su madre pero la oscuridad no se apartaba de él y estaba como petrificado en la cama porque le pareció que durante el sueño todos habían abandonado este mundo, su padre y su madre y el sacerdote y las siervas y el rebaño y los pastores y sus hermanastros y los perros de la hacienda y también los nómadas que deambulaban fuera del recinto, todos estaban muertos y solo quedaban él y el desierto que se extendía en la oscuridad hasta los confines de la Tierra.

       Una noche, a finales de aquel invierno, Pitdá murió. Las siervas dijeron: La prostituta amonita ha muerto por sus embrujos. Por eso, al día siguiente la enterraron en la zona de los marginados.
       Al final de la llanura, en el horizonte, aquella mañana se vio un torbellino de arena gris que se irguió a lo lejos con furia, y todo el aire se llenó de polvo y de olor a tormenta. Toda la tierra se cubrió de una fina ceniza. Con sus últimas fuerzas, algo aún aspiraba a contraerse. Y entre tanto, el sacerdote de la casa arrojaba tierra a la tumba de la difunta mientras pronunciaba un oscuro juramento: Ahora déjanos, vete a los malditos lugares de los que fuiste sacada y no vuelvas a nosotros ni en la oscuridad ni en los sueños, no sea que la maldición de Dios te persiga incluso después de muerta y los demonios te atormenten. Vete, vete, maldita, vete y no vuelvas, déjanos en paz. Amén.
       Al oír esas palabras, el joven Jefté cogió una pequeña piedra, se tocó los labios con ella y, sin emitir ningún sonido, pidió desde lo más profundo de su corazón: Dios, ámame y seré tu siervo, tócame y seré el más famélico y terrible de tus perros, pero no te apartes de mi lado.

       Tras el entierro, el cielo se encapotó. Nubarrones negros fueron empujados por el viento como para que se rompieran contra el muro de montañas del este o para que atravesaran ese muro. Y más tarde, un relámpago recorrió el firmamento y tras él se oyó el retumbar de los truenos. En medio de la tormenta, la casa completamente construida con piedra volcánica negra parecía que ya había sido devorada por el fuego.
       Jefté regresó a casa desde el cementerio. Pegados a la pared oscura, bajo la sombra de la entrada abovedada, estaban sus tres hermanos por parte de padre, Yamín, Yemuel y Azur, como aguardando su regreso. Pasó por el medio, por la estrecha entrada, y casi rozó con los hombros el pecho de los hermanos, pero ninguno de ellos se movió. Solo sus miradas de lobo palparon la piel de Jefté al pasar por el medio para entrar en la casa. Él no habló y los hermanos no le hablaron, tampoco hablaron entre sí, ni siquiera intercambiaron un leve murmullo. Los tres estuvieron todo el día yendo y viniendo por los pasillos de la casa, y en cada paso que daban se percibía una extrema delicadeza: ¿pero aquellos hermanos no habían sido siempre muy rudos?
       De puntillas caminaron Yamín, Yemuel y Azur por la casa durante todo el día, como si su hermano Jefté estuviese gravemente enfermo.
       Al atardecer, Nejustá salió de la cama y del dormitorio y se dirigió hacia la ventana. Pero, a diferencia de lo que solía hacer todos los días, no miró por la ventana para ver qué había fuera, sino que se detuvo de espaldas a la ventana y sus ojos miraron al joven huérfano. Con una mano muy blanca, Nejustá hija de Zebulón le acarició el cabello.
       —Desde ahora, también él es un cachorro huérfano —les dijo a sus hijos.
       —Porque su madre ha muerto —dijeron ellos.
       —Vosotros sois grandes y oscuros —añadió ella en voz baja—, y uno de vosotros es completamente distinto, pálido y muy delgado.
       —Delgado y pálido —dijo Yamín, el primogénito—, pero no uno de nosotros, no uno de los nuestros. Empieza a oscurecer.

       Esa misma noche, Nejustá, su madrastra, fue a ver a Jefté a su habitación ubicada en el desván. Abrió la puerta y se detuvo allí, descalza, como solía hacer siempre Pitdá, pero entre los dedos blancos de Nejustá había una vela blanca con una llama temblorosa. Jefté vio su pálida sonrisa cuando se acercó a su lecho y deslizó por su frente una mano fría como el musgo.
       —Huérfano —le susurró—. Ahora duérmete, huérfano.
       Él no supo qué decirle.
       —Ahora eres mío, cachorro huérfano y delgado. Ahora duérmete.
       Con las yemas de los dedos le tocó por un instante los rizos de su pecho.
       Al salir del desván, la madrastra apagó la lámpara. Se llevó la lámpara y la vela cuando se fue. Se hizo la oscuridad.
       La tormenta rugió durante toda la noche. Un viento ebrio puso a prueba las paredes de la casa. Las vigas crujieron y el techo de madera chirrió. Fuera, los perros enloquecieron. El ganado aterrado baló y mugió en la oscuridad.
       Hasta el amanecer permaneció Jefté en alerta detrás de la puerta, con el cuchillo entre los dientes, por si llegaba alguien. Le pareció oír al otro lado de la puerta el rumor de unos pasos que iban y venían, el susurro de una tela rozando la piedra, las escaleras produciendo un suave murmullo. Y fuera, una hiena se rio, un pájaro chilló, un hierro resonó en los confines de las sombras. La casa y la hacienda permanecieron ajenas y calladas.

       Con las primeras luces, Jefté escapó por la ventana del desván, bajó por los sarmientos de la parra con el cuchillo entre los dientes, del patio desierto robó agua, pan, un caballo y una daga y huyó al desierto para ponerse a salvo de Yamín, Yemuel y Azur, sus hermanos por parte de padre.
       A Galaad el galaadita, el señor de la hacienda, no se le vio en el entierro de Pitdá, su sierva, ni después del entierro, ni por la tarde, ni tampoco por la noche.
       Salió el sol y la tormenta cesó. La arena del desierto absorbió toda el agua y volvió a estar seca y reluciente bajo la terrible luz.
       La blancura de aquellos espacios era implacable y despiadada.
       Solo entre las grietas de las rocas quedaba un poco de agua cegada por los destellos del sol. Por un instante, a Jefté le pareció que las concavidades de las piedras contenían los restos de rayos que habían recorrido el cielo por la noche. Todas esas imágenes las había visto antes en sueños. Todo, las montañas y la arena y el viento y los resplandores, todo le llamaba, ven, ven.
       Unas horas más tarde, cuando el caballo lo alejó de la casa de su padre, de repente lo vio claro: hacia los amonitas. Era el momento de ir con los amonitas. A su debido tiempo regresaría con las huestes de Amón e incendiaría toda la hacienda. Y, cuando el fuego lo estuviese devorando todo, Jefté el amonita atravesaría las llamas y sacaría del fuego al anciano desmayado, lo dejaría entre los rescoldos y la ceniza, se inclinaría hacia él para darle agua y vendarle las heridas. Cuando Galaad perdiera a su mujer, a sus hijos y su hacienda, no le quedaría nada excepto su último hijo, su salvador.
       Entonces podrían irse los dos juntos en busca del mar.

       La noche siguiente, a la luz de una lámpara de barro, el escriba de la casa escribió en la crónica de la casa: «Jefté no heredará en la casa de su padre, porque es hijo de otra mujer». Y también escribió el escriba: «La ira y la oscuridad engendran ira y oscuridad. Todo este asunto es malo, es malo el que huye y son malos los que se quedan. Malo será nuestro final. Que Dios perdone a su siervo».



5

      Jefté estuvo mucho tiempo viviendo con los amonitas en la ciudad de Abel Queramín. Desde muy joven, Jefté sabía hablar su idioma y conocía sus costumbres y sus canciones, porque su madre era una amonita que fue raptada por los galaaditas cuando atravesaron el desierto para atacar las aldeas de los amonitas.
       Y en Abel Queramín también encontró al padre y a los hermanos de su madre. Todos eran personas importantes que acogieron a Jefté y lo introdujeron en los palacios y en los templos. Los ministros de Amón honraron y encumbraron a Jefté, porque tenía un tono de voz frío e imponente, porque por sus pupilas pasaba a veces una fugaz chispa amarilla y porque utilizaba muy poco las palabras.
       Dijeron: «Ese hombre ha nacido para ser un gran señor».
       Y también dijeron: «Realmente parece que ese hombre está siempre en calma».
       Y también: «Es muy difícil saberlo».

       Al disparar una flecha o en un banquete, a la gente que lo rodeaba le parecía que Jefté se movía despacio, casi con cansancio o con un ligero retardo, pero qué engañoso era aquello: como un cuchillo reposando entre pliegues de seda.
       Él podía decirle a una persona extraña: Levanta. Vete. Ven. Y esa persona se levantaba, venía y se iba sin que Jefté emitiera ningún sonido, solo moviendo los labios. Incluso cuando Jefté se dirigía a uno de los ancianos de la ciudad y decía: Ahora, habla, te escucho, o: No hables, no te estoy escuchando, el venerable anciano se sentía obligado a responder: Sí, señor.
       Muchas mujeres de Abel Queramín lo amaban. Al igual que su padre Galaad, Jefté tenía tendencia a la melancolía y fuertes dotes de mando. Las mujeres anhelaban deshacer la fuerza y traspasar la melancolía y también sucumbir ante ellas. Por la noche, entre las sábanas de seda, las mujeres le susurraban al oído, extranjero, extranjero. Cuando su piel tocaba la de ellas, gritaban. Y él, mudo y pensativo, como ausente, sabía extraer de ellas una melodía volcánica y también melodías lentas como un tormento, una efervescencia que se arqueaba e hinchaba de forma irreprimible, un paciente avance noche tras noche navegando desesperadamente corriente arriba.

       Por aquellos días, Gatel reinaba en el país de los amonitas. Era un rey joven. Cuando Jefté se presentó ante el rey Gatel, este lo miró como un muchacho enfermo mira a un auriga, y le pidió que le contase historias: Que el extranjero le cuente historias al rey para endulzar su sueño por las noches.
       Por tanto, algunas veces Jefté iba a ver al rey Gatel al caer la noche y le hablaba del despedazamiento del lobo con las manos vacías, de las guerras de los nómadas y los pastores, de los huesos que blanquean en el desierto al mediodía, de los aterradores sonidos de la noche procedentes del desierto durante la guardia de la medianoche.
       A veces el joven rey imploraba, más, más, a veces rogaba, no me dejes, Jefté, siéntate aquí hasta que me entre el sueño, es por la oscuridad, y a veces soltaba de pronto una pálida carcajada, como un fugitivo, y no podía parar hasta que Jefté le ponía la mano en el hombro y le decía: Gatel, ya basta.
       Entonces, el rey de los amonitas dejaba de reír, miraba a Jefté con unos melancólicos ojos azules y pedía, más, más.
       Con el paso del tiempo, el rey Gatel convirtió a Jefté en su confidente y estaba siempre atento para ver si la chispa amarilla pasaba o no pasaba por las pupilas de Jefté.
       Los ancianos de Amón veían todo aquello con malos ojos: un joven siervo llega a la ciudad desde el desierto y enseguida tiene al rey en sus manos, y nosotros lo presenciamos sin decir nada.
       Gatel era un asiduo lector de los anales de la historia. Anhelaba ser como uno de aquellos reyes duros y crueles que sembraron el terror por muchos países. Pero, como amaba las palabras con todas sus fuerzas y siempre tenía en la mente las palabras con las que se escribiría su epopeya y no las hazañas propiamente dichas, le asaltaban graves dudas incluso en cuestiones insignificantes. Si debía elegir un nuevo jinete, ordenar levantar una torre en una esquina de la muralla o decidir entre dos formas distintas de actuar, se pasaba toda la noche atormentado por las dudas, porque siempre veía la doble cara de las cosas.
       Si Jefté se dignaba a insinuarle lo que convenía hacer y lo que traería funestas consecuencias, Gatel rebosaba agradecimiento y afecto, pero no sabía cómo expresarle a Jefté ni la mínima parte, porque es propio de las palabras burlarse de aquel que siempre está cortejándolas.
       Decía: «Cabalguemos hacia Aroer o hacia Rabat Amón a ver si han madurado los higos».
       Y añadía: «O mejor no salgamos a cabalgar, porque hoy las estrellas no son favorables».
       Y también: «El oído y la rodilla me han estado doliendo toda la noche. Y ahora, la muela y el estómago. Cuéntame eso del niño que sabe hablar en la lengua de los perros. No me dejes».
       Así fue como el rey Gatel acabó enamorado y confuso, y pataleando de pura añoranza si Jefté no iba al palacio por la mañana. Y por el palacio empezó a extenderse una secreta hostilidad. Se decían unos a otros: «Esto no acabará bien».

       Y la ciudad de Abel Queramín era grande y alegre. Sus vinos corrían en abundancia, sus mujeres de voluptuosas caderas desprendían un olor dulce, sus siervos estaban prestos al júbilo y la alegría, sus siervas eran ligeras y sus caballos veloces. Quemós y Milcón colmaban de placeres la ciudad. Cada tarde, las trompetas convocaban a un banquete, y por la noche se oían los sonidos de los actores y los músicos y multitud de antorchas ardían en las plazas hasta las primeras luces del alba, hasta que las caravanas salían por las puertas de la ciudad.
       Jefté no se mantuvo al margen de las delicias de Abel Queramín. Lo probó todo, lo vio todo, aunque parecía tocarlo todo solamente con la punta de los dedos, porque su corazón estaba lejos y se decía: Que los amonitas disfruten antes que yo. Tres o incluso cuatro mujeres acudían a él por la noche, y a Jefté le gustaba revolcarse con ellas y poseerlas una a una mientras ellas gozaban unas de otras con avidez y él en medio con una fusta de placer y una vara de ira, y aquellas mujeres, tras el ruido y la furia, a veces le cantaban canciones amonitas sobre las riadas, sobre el ciervo en los huertos y sobre la pena y la gracia, y él en el medio era un niño devorado por los sueños y ellas las madres, Mar, Mar. Con las primeras luces, les decía a todas aquellas mujeres, ahora marchaos, ya basta. Y se asomaba a la ventana para ver los dedos de luz y la palidez de las montañas y el lejano incendio y al final también el sol.

       El verano llegó y pasó. Los vientos del otoño azotaban las copas de los árboles. Unos viejos caballos se encabritaban y relinchaban. Jefté se asomaba a la ventana y recordaba la casa de su padre. Sentía un repentino anhelo por estar en el establo con sus tres hermanos, Yamín, Yemuel y Azur, mientras el sacerdote les leía una historia sagrada y fuera el agua corría por las acequias y los campos de frutales se cubrían de una pena fría y lluviosa y el olor del otoño emanaba de los huertos al deshojarse las parras. Una punzada de nostalgia le atravesaba como la punta de una flecha y el corazón se retorcía de dolor.
       Se levantó y se asomó a la ventana mientras detrás, sobre su lecho, dormía una de aquellas hermosas mujeres con el cabello sobre la cara y la respiración tranquila. Se acercó a ella como una suave brisa para oír el sonido de su respiración y, de repente, no pudo recordar quién era aquella mujer, y también había olvidado si ya había estado con ella o si aún debía poseerla, y por qué querría hacerlo.
       Jefté se sentó en el borde de la cama y empezó a cantarle a la mujer dormida canciones de su madre Pitdá. Pero su voz era dura y la canción salió amarga y punzante. Acercó los dedos a las mejillas de la mujer y ella no se despertó. Se levantó, regresó a la ventana y vio nubarrones corriendo precipitadamente hacia el este, como si estuviese sucediendo algo al otro lado del horizonte oriental y hubiese que ir allí en ese mismo instante, antes de que fuese demasiado tarde. Pero él no sabía qué era aquel lugar ni cuándo se acababa el tiempo ni quién lo llamaba, tan solo se dijo: «Aquí no».
       Y después pensó Jefté: Mi hermano Azur no es Abel y yo no soy Caín, Dios de la víbora del desierto, no te escondas de mí. Llámame también a mí a tu presencia. Si no soy digno de ser tu elegido, tómame como tu asesino a sueldo: por la noche con el cuchillo atacaré en tu nombre a tus enemigos y, si es tu deseo, ocúltame tu rostro al día siguiente como si fuésemos unos extraños. Tú eres el dios del zorro y del águila y yo amo tu ira y no te pido que me muestres tu rostro. Solo quiero parte de tu ira y de tu pena solitaria. El furor y la tristeza han sido una señal para mí porque estoy hecho a tu imagen y semejanza y soy tu hijo y soy tuyo y me llevarás contigo por la noche porque a imagen y semejanza de tu odio estoy hecho, dios de los lobos de la noche, de los lobos del desierto. Eres un dios cansado y un dios desesperado y a quienquiera que ames lo abrasarás porque eres celoso. Yo te digo maldito sea tu amor y maldito sea mi amor por ti. Conozco tu secreto porque estoy en él: tú prestaste atención a Abel y su ofrenda, pero era a Caín a quien amabas y por eso derramaste tu iracunda gracia sobre Caín y no sobre su ingenuo hermano. Y elegiste a Caín y no a Abel para que anduviese vagabundo y errante por esta mala tierra y pusiste tu marca en su frente para que vagara por toda la tierra poniendo tu marca, la marca de un dios árido, sobre las personas y las colinas. Eres el dios de Caín y eres el dios de Jefté hijo de Pitdá. Caín es el testimonio y yo soy el testimonio de tu marca, dios del rayo en el bosque del fuego en el granero del grito de perros enloquecidos por la noche te conozco porque estás en mí. Yo el hijo de la amonita amé a mi madre y mi madre desde lo más profundo se aferró a mi padre y mi padre desde lo más profundo te clamó. Dame una señal.

       La ciudad de Abel Queramín se hallaba en la confluencia de las rutas de caravanas. Al atardecer cruzaban sus puertas multitud de caravanas llegadas de lejos con todo lo mejor de Egipto, resinas aromáticas, perfumes y cobre de Asiria, cristal de Tiro y Sidón, especias del sur, del país de Edom, mosto y aceite de Judea, vinos de Aram Naharáin, seda de Aram Sobá y jovencitos de ojos azules de las islas azules del mar, prostitutas hititas, brazaletes, mirra y concubinas, todo se recogía dentro de las murallas y, al caer la noche, se cerraban las pesadas puertas y toda la ciudad se llenaba de luces de antorchas y de alboroto. En ocasiones, las cúpulas doradas capturaban chispas de luz y parecía que esparciesen gotas de sangre y fuego, y de todos los templos salían melancólicas melodías.
       Jefté estaba rodeado de lujuria, vino y placeres cortesanos. Todo ese lujo pasaba ante él, pero su rostro estaba como abrasado por el fuego. Al acostarse por la noche, las más hermosas mujeres del país se deslizaban por su piel y bebían sus torrenciales fuerzas como aves aturdidas. Sus labios revoloteaban por el vello de su pecho y le decían, extranjero, extranjero. Él se quedaba callado, y sus ojos en blanco miraban hacia dentro porque alrededor no encontraban nada.
       Con el paso del tiempo, el celo creció en la ciudad. Los notables de Amón sentían celo por sus mujeres, por sus hijas y también por su rey. Los ancianos dijeron en el consejo: Los amonitas sirven al rey Gatel y el rey Gatel, como si fuese una mujer, está en manos de Jefté el galaadita y ese tal Jefté no es uno de los nuestros, solo se pertenece a sí mismo.
       Esas palabras también llegaron a oídos del rey, que llevaba tiempo despreciándose por el amor que sentía hacia Jefté. A veces, por la noche, se decía, voy a mandar matar a ese hombre pálido.
       Pero vacilaba, porque siempre veía la doble cara de las cosas.
       Cuando llegaron a sus oídos las palabras de los ancianos, que las malas lenguas decían que el rey era como una prostituta a los pies de aquel extranjero, los ojos del rey se llenaron de lágrimas. Durante toda su juventud había soñado con hacer grandes guerras, como uno de los terribles reyes de la Antigüedad, pero no sabía cómo hacer una guerra y con solo salir de su habitación a la luz del sol empezaba a darle vueltas la cabeza y al olor de los caballos se le apretaban los dientes. Por tanto, un día llamó a Jefté y le dijo, llévate soldados, carros y lanzas, llévate caballos y jinetes, llévate magos y sacerdotes, ve al país de Galaad y toma para mí esa tierra en la que tu madre fue convertida en sierva tras ser raptada. Si te niegas a ir, sabré que las palabras de los ancianos son ciertas y que no eres de los nuestros, sino un extranjero. Soy el rey y he hablado. Dame un vaso de agua.

       Aquella noche, Jefté soñó con el desierto. En su sueño, estaba trepando por un risco escarpado en el desierto y se quedaba atrapado en mitad de la pared porque la piedra era lisa como el cristal de Sidón y no podía ni seguir subiendo ni bajar, tan solo cerrar los ojos, porque a sus pies había un abismo brillante de extrañas rocas blancas. Alrededor rugía el viento como una bestia feroz. Entonces una mano de mujer le tocaba la espalda y le acariciaba la piel y él se debilitaba tanto por esa caricia que sus uñas clavadas a la pared del risco se desprendían y el corazón deseaba ceder y dirigirse hacia el lugar al que esa mujer le decía que fuese. En las profundidades de la cueva había un aire húmedo y la luz de la cueva parecía verdosa y nociva, pero la mujer estaba allí a su lado y también estaban el silencio, el agua fría y el descanso.
       Al levantarse por la mañana supo que sus días en el país de Amón habían llegado a su fin y que debía marcharse. Fuera, la ciudad se elevaba hacia el cielo con su profusión de palmeras y de torres coronadas por cúpulas doradas. Cuando el sol de la mañana tocó ese oro, toda la ciudad comenzó a lanzar chispas de fuego. Fue una pena que Jefté no se esperaba. Era tan inocente que creía que uno puede levantarse y marcharse sin mirar atrás. Casi se arrepintió: era como si la ciudad de Abel Queramín tuviese unas afiladas garras de nostalgia que le agarraban por la ropa y no le permitían marcharse.
       Pero el rey Gatel mandó que lo apremiasen, cuándo me complacerás con una guerra, ya he esperado un día entero y no hay guerra ni nada, Jefté, cuándo dejarás de vacilar.
       Jefté no vaciló más.
       Se levantó y huyó al desierto. Pero no se fue solo, se llevó con él a la hija que le había dado una de las mujeres que se postraban a sus pies.
       Siete años tenía Pitdá cuando fue sacada de la ciudad y conducida al desierto sobre el caballo de su padre. Una amonita hija de amonita era aquella niña, y había pasado su infancia entre siervas, eunucos y sedas, porque Jefté estuvo diez años en la ciudad de Abel Queramín.
       Cuando salieron de la ciudad por la puerta del Estiércol, Pitdá se rio de pura alegría, porque le gustaba montar a caballo y creía que se la llevaban a cabalgar por el desierto durante todo el día y que al atardecer la llevarían de vuelta con su madre y con su gato. Pero, cuando la primera noche cayó sobre ella en el desierto, se asustó y empezó a gritar, a patalear y a maldecir a su padre, y también le dio una patada al caballo con su pequeño y fuerte pie. La imagen de sus labios fruncidos con rabia era digna de compasión.
       No dejó de gritar hasta que los sonidos del desierto lograron dormirla. Por la mañana, Jefté le dio una pequeña flauta que le había hecho con una caña. Pitdá sabía tocar algunas canciones de las que cantaban por la noche las concubinas y las prostitutas en las plazas de Abel Queramín. La niña también tocaba con la flauta algunas de las canciones de Pitdá, la madre de Jefté. Ella tocaba y él escuchaba el rumor del agua corriendo por las acequias en los campos de frutales de la hacienda de Galaad. El corazón se le salía del pecho cuando le decía: Padre. Él cabalgaba despacio y, para que la niña se olvidase del calor y de las penalidades del largo viaje, durante todo el día y a lo largo de todo el camino le contaba las historias del lobo y las manos vacías y las historias de su hermano Azur, que sabía entender la lengua de los perros. Aquel día, Jefté utilizó más palabras de las que había utilizado durante toda su vida y de las que utilizaría jamás.

       Al cabo de unos días, Pitdá dejó de preguntar por su madre y por la casa de su madre. Él le reveló que se dirigían hacia el mar. Cuando le preguntó qué era el mar, le dijo que el mar era una enorme tierra de colinas, pero no de colinas de arena, sino de colinas de agua. Cuando le preguntó qué había en el mar, le dijo que tal vez hubiera descanso. Y, cuando quiso saber por qué la tierra no absorbía el mar como absorbía al instante toda el agua, no supo qué responderle.
       —Ahora, protégete la cabeza del sol —le dijo únicamente.
       —¿Cuándo llegaremos al mar del que has hablado? —dijo Pitdá.
       —No lo sé —dijo Jefté—. Nunca he estado allí. Mira, Pitdá, una lagartija. Mira, ya no está.

       De cuando en cuando, levantaba la vista hacia su padre con una luz cansada brillando en sus pupilas. Puede que estuviese enferma por la arena y el sol, o puede que solo estuviese atónita. Cada noche la acercaba a él y la envolvía con su manto para protegerla del frío lacerante.
       Cuando la luna empezó a menguar, Jefté llevó a su hija a una cueva situada en las montañas de un lugar llamado el país de Tob. Allí había un manantial y varios robles que daban una sombra amplia y suave. Junto al manantial había abrevaderos de piedra musgosa, y allí iban los nómadas del desierto a dar de beber a sus exhaustos rebaños. Al llegar, plantaban en la ladera tiendas negras hechas de piel de cabra. Y Pitdá, la hija de Jefté, aprendió allí a recoger ramas y a encender una hoguera en la entrada de la cueva. Jefté llevaba la caza y al atardecer asaba la carne de corzo o el vientre de tortuga.
       Por las noches, la luna parecía rodar lentamente sobre los picos de las montañas como examinando con cuidado el suelo del desierto antes de abrirse y derramar sobre la tierra la delicada palidez de plata. Bajo ese claro de luna, las cadenas montañosas se veían extrañas y parecían colmillos sedientos.
       Cada mañana, Pitdá se levantaba y bajaba al abrevadero a por agua fresca, luego volvía descalza y salpicaba a su padre para despertarlo. Cuando Jefté se levantaba, ella tocaba la flauta y él se sentaba en silencio y escuchaba como si las melodías fuesen vino.

       Los nómadas del desierto, los habitantes del país de Tob, eran personas desdichadas, desesperadas. Jefté se unió a ellos. Las mujeres esqueléticas acogieron a la niña y la mimaban durante todo el día, porque en el país de Tob no nacía ningún niño. Todos sus habitantes vagaban errantes por las llanuras del desierto y por los desfiladeros de las montañas. De cuando en cuando, tanto las huestes de Amón como los guerreros de Israel atacaban el país de Tob para matar a sus nómadas. Aquellos nómadas eran personas desventuradas: entre ellos había asesinos y quienes huían de los asesinos, había quienes odiaban con un odio que no tenía cabida en ninguna tierra habitada y odiados que andaban con los perros pisándoles los talones, y había visionarios y había excéntricos que comían hierbas y raíces por no incrementar el dolor en el mundo.
       Sobre ese país se extendía un cielo de hierro fundido. Y la tierra era cobriza, reseca y agrietada. Pero las noches en el país de Tob eran intensas como la cerveza negra. Un silencioso y benévolo frescor lo cubría todo cada noche y se apiadaba de las personas marginadas, se apiadaba de los rebaños exhaustos, se apiadaba de la propia aridez desesperada.

       Un día, Jefté y su hija fueron conducidos ante el anciano jefe de los nómadas.
       El jefe de los nómadas era un hombre enjuto y esquelético con un rostro que parecía de pergamino, y tan solo en la línea de las mandíbulas quedaban aún vestigios de fuerza o de maldad. En el lecho seco de un río se plantó Jefté ante el anciano. Guardó silencio, porque prefería oír primero lo que tenía que decirle el anciano. También el anciano, tendido sobre la joroba de su camello gris, estaba como adormilado, esperando a que el extranjero hablara. Ambos permanecieron en silencio durante un buen rato, comprobando con paciente obstinación quién aguantaba más tiempo callado, mientras un círculo de mujeres delgadas se cerraba a su alrededor en la distancia.
       El anciano descansaba como una lagartija al sol, sin mover los párpados. Jefté estaba plantado delante del camello con un rostro de piedra. A sus pies estaba su hija Pitdá, escarbando y hurgando en la arena para descubrir de dónde salían las hormigas. Había silencio. Solo la sombra del hombre montado en su camello y del hombre plantado de pie derecho se iba desplazando lentamente con el movimiento del sol en el cielo blanco. Fue un prolongado silencio. Al final, el anciano habló con voz reseca.
       —¿Quién eres, extranjero? —preguntó.
       —Soy hijo de Galaad el galaadita, señor —dijo Jefté—, nacido de una sierva amonita.
       —No te he preguntado tu nombre ni el nombre de tu padre, te he preguntado quién eres, extranjero.
       —Soy un extranjero, como usted ha dicho, señor.
       —¿Y por qué has venido a este lugar? ¿Te han enviado los amonitas o los israelitas para mezclarte entre nosotros y entregarnos a los que desean nuestra muerte?
       —No tengo parte en Israel ni tengo heredad en Amón.
       —También estás desesperado, extranjero, veo que tus ojos están en blanco, mirando hacia dentro, como los de las personas desesperadas. ¿A quién veneras?
       —A Milcón no.
       —¿A quién veneras?
       —Al dios de los lobos de la noche, de los lobos del desierto. A imagen y semejanza de su odio estoy hecho.
       —¿Y la niña?
       —Es Pitdá, mi hija. Y cada día se parece más al desierto.
       —Eres valiente. Ven con nosotros a matar y a escarnecer, como uno de estos jóvenes. Ven con nosotros esta noche.
       —Soy un extranjero, señor, entre extranjeros he estado toda mi vida.



6

      Jefté les cayó en gracia a los nómadas del país de Tob.
       Con el paso del tiempo luchó con ellos contra sus perseguidores y también fue varias veces a atacar la tierra habitada, porque esos nómadas odiaban a los sedentarios. Por la noche se deslizaban entre los cercados de las haciendas y entraban sigilosos como un espíritu maligno. El que moría agonizaba en silencio y el que mataba escapaba en silencio. Entraban con cuchillos o con dagas. Y con fuego. Por la mañana crepitaban los rescoldos humeantes en las ruinas de las haciendas, en los límites de Amón o en los límites de Israel. Jefté iba haciéndose importante, porque tenía dotes de mando. Era tan fuerte que, solo con su voz, sin el menor movimiento, podía someter a los demás. Como de costumbre, hablaba poco, porque no le gustaban las palabras ni confiaba en ellas.

       Una noche se infiltraron las jeftitas en la hacienda de Galaad el galaadita situada en el extremo del país de Galaad, en los límites del desierto.
       Por los caminos de la hacienda, entre los campos de frutales negros y la espesura de viñedos, corrieron las sombras hasta llegar a la entrada de la casa cuyos muros estaban construidos con piedra volcánica. Pero Jefté no permitió incendiar la casa con sus habitantes dentro, porque de repente la añoranza se abrió paso en medio del odio y recordó las palabras que le había dicho su padre una lejana noche de un lejano día, eres impuro como tu padre. Tú estás solo. Yo estoy solo. Todos estamos solos. Mira, una lagartija, mira, ya no está.
       Se agachó y, a cuatro patas, bebió agua de la acequia. Después hizo el sonido de un ave nocturna y sus hombres se agruparon y escaparon hacia el desierto sin prender fuego.

       Los nómadas alzaban su mano contra los amonitas y contra los israelitas, y todos alzaban la mano contra ellos, todo aquel que los encontraba los mataba. Durante el día, los hombres dormían en desfiladeros, barrancos o cuevas, y el poco ganado que tenían estaba disperso bajo la sombra de los robles junto a los abrevaderos de piedra musgosa. Mujeres esqueléticas con mantos negros cuidaban del ganado mientras el sol lo derretía todo con su odio candente. Y, por la noche, los nómadas salían de sus escondrijos para atacar los lugares habitados. Al regresar, cantaban una amarga canción que parecía un prolongado lamento. De vez en cuando, uno gritaba en mitad de la canción y de pronto, a mitad del grito, guardaba silencio.

       También Pitdá les cayó en gracia a los nómadas. Era una niña guapa y oscura y todos sus movimientos eran soñadores, como si estuviese hecha de una materia frágil, y como si la tierra bajo sus pies y los objetos inanimados entre sus dedos anhelasen romperse y ella tuviese que estar siempre atenta.
       Las mujeres desdichadas amaban a Pitdá porque en el país de Tob no nacía ningún niño. Ella tocaba la flauta en las laderas y en las rocas de las montañas incluso aunque nadie la escuchase. Si el sonido de la flauta llegaba desde la lejanía hasta Jefté, le parecía que era el sonido del viento en los huertos de la hacienda de su padre, o el rumor del agua corriendo en las acequias a la sombra de los árboles frutales. Pitdá también soñaba despierta, y a él el corazón se le salía del pecho cuando le contaba algún sueño o cuando de repente le decía: Padre.
       Sentía por ella un amor salvaje. Y era muy precavido cuando le acariciaba la cabeza o la abrazaba, porque recordaba cómo lo agarraba Galaad, su padre, cuando era un niño pequeño. Decía: «No voy a hacerte daño. Dame la mano».
       Y la niña respondía: «Pero si me miras así, no tengo más remedio que reírme».
       Sentía por ella un amor salvaje. Solo de pensar que algún día un extranjero se llevaría a Pitdá, la sangre le hervía en las venas. Un hombre bajo, puede que gordo, y oliendo a sudor y a cebolla, estrecharía a Pitdá entre sus brazos peludos, lamería y mordería sus labios y con torpes dedos le hurgaría en sus partes nobles. Los ojos de Jefté se inyectaban de sangre y, al verlo, ella se reía mucho y él refrescaba su ardiente frente con la hoja de su daga y le susurraba, toca, Pitdá, toca la flauta, y, como quien se está quedando ciego, escuchaba las melodías hasta que la ira se aplacaba y tan solo quedaba una especie de pena reseca, como un sabor a ceniza en la garganta. A veces era tanto su amor que Jefté empezaba a bramar salvajemente igual que su padre Galaad, y a veces anhelaba saber cómo hacer pócimas y dárselas por la noche para protegerla de todo mal.

       La niña fue creciendo ante sus ojos y ante los ojos de los nómadas. Cuando no estaba recogiendo ramas para hacer fuego ni abrevando al ganado con todas las mujeres esqueléticas, se sentaba en el lecho del río y con los cantos rodados hacía torres, murallas, castillos y portones y, de repente, lo derruía todo con gran placer y se reía. También hacía ramos de cardos, cuando los cardos florecían. Todo como en sueños, con los labios fruncidos, sin llegar a tocarse, un poco abiertos. A veces encontraba un hueso y cogía el hueso blanco con sus manos bronceadas y le cantaba una canción y le echaba el aliento y también se lo acercaba al cabello.
       Sabía tallar en las ramas de los arbustos pequeñas figuras, un caballo al galope, una oveja tumbada, un anciano negro encorvado sobre su bastón. Y algunas cosas de las que no estaba bien reírse hacían que la hija de Jefté se riese efusivamente: si una mujer ataba sus bultos a la joroba del camello y el camello se asustaba y lo tiraba todo al suelo, Pitdá soltaba una efusiva risotada. O si alguno de los nómadas estaba de pie, de espaldas a ella, con la cabeza inclinada, sin moverse, como inmerso en profundos pensamientos y resulta que estaba orinando entre las rocas, Pitdá se reía y no podía parar ni siquiera cuando este se enfadaba y la regañaba.
       Si alguno de los hombres la miraba de soslayo, con los ojos desorbitados, con los labios separados y sacando la punta de la lengua entre los dientes, esa mirada le provocaba una sonora carcajada. Si, al ver la cara del hombre que miraba a su hija, los ojos de Jefté echaban chispas de ira fría, Pitdá miraba a uno y a otro como tendiendo una línea entre ellos y seguía riéndose sin parar. Incluso cuando le gritaba, basta ya, ella no dejaba de reírse y a veces le contagiaba la risa y tampoco él podía parar. Los jóvenes nómadas veían todo aquello como una señal de alegría interior, pero para las mujeres no era alegría, sino algo que no acabaría bien. Las mujeres nómadas enseñaron a Pitdá a tejer, a cocinar, a ordeñar cabras y a amansar a un macho cabrío rebelde. La joven sabía hacer todas esas cosas con presteza y como si sus pensamientos estuviesen en otra parte.
       —Por la noche sales a luchar y regresas victorioso —le dijo una vez a su padre—, y durante el día duermes, y hasta las moscas que revolotean por tu cara son más fuertes que tú.
       —Todo el mundo duerme de vez en cuando —dijo Jefté.
       —La serpiente no duerme nunca —dijo Pitdá—, tampoco puede cerrar los ojos jamás, porque no tiene párpados.
       —Está escrito en los libros sagrados que la serpiente es el más astuto de todos los animales del campo —dijo Jefté.
       —Qué triste ser el más astuto de todos los animales del campo —dijo Pitdá—. Y qué triste también no dormir nunca, ni cerrar jamás los ojos ni soñar por la noche. Si la serpiente fuese realmente astuta, ¿no buscaría la forma de cerrar los ojos?
       —¿Y tú?
       —A mí me gusta verte dormir tumbado en el suelo después de las batallas nocturnas, con las moscas recorriendo tu cara. Te quiero, padre. Y también me quiero a mí misma. Y también amo los lugares a los que no me llevas, esos por donde se pone el sol al atardecer. Tú has olvidado el mar, pero yo lo recuerdo. Ahora ponte este manto en la cabeza y haz muuu, y yo te miraré y me reiré.

       En los sueños de Jefté desfilaban dignatarios y príncipes que se dirigían a él para pedirle la mano de su hija. Todos torcían el semblante, como perros ahuyentados a palos o a pedradas, porque Pitdá no estaba destinada a ellos. Lento y pesado aparecía Galaad, su padre, en los sueños de Jefté, y también él alargaba su ancha y horrenda mano para tocar a la niña y ella huía de él y se escondía detrás de los abrevaderos y él la perseguía y Jefté gritaba mientras dormía. O los jóvenes, Azur, Yamín, Gatel y Yemuel, irrumpían en sus sueños, rodeaban a Pitdá y tenían miles de dedos blancos para arrancarle toda la ropa y ella se reía con ellos y al verlos él gritaba porque no tenían párpados y porque la miraban con unos ojos abiertos de par en par que no se cerraban ni pestañeaban y la acorralaban y él se despertaba chillando con la daga en la mano y la mano estaba temblando.
       Dios, tócame, aún no me has tocado, hasta cuándo tendremos que esperarte. Alarga tu mano hacia mí y tus dedos de fuego. Estoy ante ti sobre una de las montañas y tengo en mis manos el cordero para el sacrificio, y aquí están el fuego y la leña, pero dónde está el cuchillo. Anhelaré tu sombra durante toda mi vida. Si apareces en el monte, yo seré tierra ardiente. Si te muestras en la media luna o en el reflejo de la media luna sobre el agua, allí seré tu siervo en la arena blanca o en el fondo del mar. Si los perros gritan con toda su alma, es señal de que eres amoroso y colérico. Dios, otórgame tu ira, déjame ser tocado por ella, pues tú eres un dios solitario y también yo estoy solo. No tomes a otro siervo en mi lugar. Yo soy tu hijo y durante toda mi vida seré testigo de tus falaces terrores, dios del gato montés que acecha en los lechos secos de los ríos por la noche, noche tras noche.

       Con el tiempo, Jefté se convirtió en el jefe de los nómadas. Hablaba poco y, cuando hablaba, lo hacía en voz muy baja. Quien quería oírlo tenía que inclinarse hacia Jefté y prestar mucha atención.
       Por aquellos días, el rey de los amonitas atacó la tierra de los israelitas. Conquistó todas las ciudades y las haciendas y tomó como esclavos a sus habitantes. Algunos lograron escapar, y el resto tuvo que someterse al rey Gatel. El rey no salía de su palacio, pues se pasaba el día llenando rollos y rollos de pergamino con palabras destinadas a sus generales y también escribiendo el libro de las guerras del rey Gatel.
       Un día, sus tres hermanos, Yamín, Yemuel y Azur, fueron al desierto, al país de Tob, al lugar donde vivía Jefté. Se dirigieron hacia allí huyendo de los amonitas porque el nombre de Jefté ya era conocido en todas aquellas tierras. Él y sus nómadas jeftitas aniquilaban la retaguardia de las huestes amonitas, saqueaban las caravanas y burlaban la vigilancia del rey como un pájaro mofándose de un oso.
       Cuando llegaron, Jefté no ocultó su identidad a sus hermanos. Tampoco los abrazó. Con el paso de los años, los dos primeros parecían haberse vuelto más rudos. Yamín, el primogénito, se había convertido en un hombre grande y robusto y no se parecía a su madre ni a su padre, sino al sacerdote de la casa. Yemuel seguía sin poder borrar de sus labios una constante sonrisa lisonjera acompañada con un guiño obsceno, una mueca que parecía querer decir, amigo, ven a mi casa y allí nos revolcaremos con lascivia. Solo Azur, el pequeño de los hermanos, había desarrollado la agudeza y la velocidad de una flecha, y se parecía a su hermanastro, el hijo de la amonita, y no a los dos hijos de Nejustá hija de Zebulón.
       Cuando los tres se arrodillaron y se inclinaron ante el señor de los nómadas, Jefté les habló con dureza.
       —Levantaos, fugitivos —dijo—. No os postréis ante mí, pues yo no soy José ni vosotros los hijos de Jacob. Poneos en pie. Ahora.
       Yamín, el primogénito, empezó a hablar como si leyese un texto escrito.
       —Señor, hemos venido a decirte que el enemigo amonita ha conquistado la heredad de tu padre. Y nuestro padre es un anciano y no puede luchar contra ellos. Nosotros, tus siervos, te decimos, Jefté, salva la casa de tu padre y la tierra de tu padre porque solo tú y nadie más que tú puede vencer a la serpiente amonita.
       Imploraron a Jefté y Jefté guardó silencio. Tan solo ordenó que los tres se incorporasen a su campamento. Cada día le decían: Señor, ¿cuándo dejarás de vacilar? Y él no les contestaba ni tampoco los reprendía. Decía en su fuero interno: Dios, dame una señal.

       Los jeftitas impusieron el terror a las huestes amonitas. Las noches en Abel Queramín se volvieron aterradoras debido a los jeftitas que asaltaban las caravanas. Los hombres de Jefté eran ligeros y astutos, porque ligero y astuto era su señor, y sus pasos por la noche eran como la niebla o como una caricia. Jefté enviaba por la noche asesinos de cuchillos silenciosos contra los generales amonitas. Cuando los soldados de Gatel oían por la noche el sonido del viento, de un lobo o de un ave, temblaban de arriba abajo por si eran los nómadas de Jefté los que hacían por la noche el sonido de un ave, de un lobo o del viento. Hasta dentro de las murallas de Rabat Amón penetraban los jeftitas, y hasta las plazas y los templos de Abel Queramín: por el día llegaban con las caravanas al interior de la ciudad, disfrazados de mercaderes, por la noche sembraban el terror y al amanecer se los llevaba el viento y desaparecían, y Gatel enviaba a sus huestes a perseguir al viento. En la crónica de sus guerras, escribió el rey Gatel:
       «Así es como actúan los cobardes, clavan el cuchillo y huyen. Que vengan a plena luz del día para que nos veamos cara a cara, entonces yo los aplastaré y podré descansar».
       Pero los jeftitas no querían ir a plena luz del día. Cada día, el jefe de los nómadas se dirigía hacia la colina y se quedaba allí solo, de espaldas al campamento y de cara al desierto, como aguardando algún sonido o algún aroma.

       Entonces el rey Gatel envió a decir a Jefté: «Jefté, tú eres amonita. Nosotros somos tus hermanos, ¿por qué estamos luchando? Si quieres, ven y yo haré que ocupes el segundo carro y sin tu permiso nadie levantará una mano ni un pie en todas las ciudades de Amón y de Israel».
       Por medio de Azur, su escudero, envió el jefe de los nómadas una respuesta al rey Gatel diciendo: «Gatel, yo no soy tu hermano ni el hijo de tu padre. Tú sabes que soy un extranjero. Yo no lucho por los israelitas, yo lucho por alguien que no conoces. En su honor te atravesaré con la espada y también atravesaré con la espada a tus enemigos, porque he sido un extranjero todos los días de mi vida».



7

      Por la noche, en la tienda, en el país de Tob, Pitdá tuvo un sueño. En el sueño era una novia con su vestido nupcial. Las jóvenes bailaban a su alrededor con arpas y tambores, y llevaban brazaletes en los brazos.
       Le contó a su padre el sueño y Jefté se sobrecogió. La zarandeó por los hombros y murmuró aterrado, dime quién era el novio. Le suplicó mientras le retorcía los hombros con fuerza, y ella, como de costumbre, empezó a reírse sin ningún fundamento. Entonces le dio una bofetada con el dorso de la mano, como un salvaje, y gritó, quién era el novio.
       —Me estás mirando con ojos de asesino —dijo Pitdá.
       —Quién era, dime quién era.
       —No le vi la cara, solo sentí su respiración abrasadora sobre mí. Mírate, tienes los labios llenos de espuma, déjame, mete la cabeza en el agua del río.
       —Quién era.
       —No vuelvas a pegarme o me reiré tan fuerte que todo el campamento lo oirá.
       —Quién era.
       —Tú sabes quién es el novio, entonces por qué me gritas, y por qué estás temblando así.

       Ella estaba riéndose y él, frente a ella, parecía aturdido, sus ojos estaban cerrados y sus labios le decían, claro que lo sé, entonces por qué me he sobresaltado. Aún estaban ahí parados cuando los ancianos de Israel comenzaron a bajar para postrarse a los pies de Jefté.
       Abrió los ojos y los vio llegar y, entre ellos, también vio a Galaad, su padre, tan pesado, fornido y feo como en los viejos tiempos, solo que con la barba canosa.
       Debido al polvo del desierto, los ancianos de Israel se recogieron los mantos. Se postraron ante el jefe de los nómadas. Galaad fue el único que no se arrodilló ni se inclinó ante su hijo. Entonces Jefté sintió una frenética alegría hirviendo en sus venas, una alegría que no había conocido en toda su vida y que nunca más volvería a sentir.
       Con gran esfuerzo, reprimió su gozo al dirigirse a los ancianos.
       —Alzaos, ancianos de Israel —dijo—. El hombre ante el que estáis postrados es el hijo de una prostituta.
       Pero ellos siguieron de rodillas, no querían levantarse, únicamente se miraron unos a otros sin saber qué hacer. Tras aquel silencio, Galaad el galaadita habló.
       —Tú eres mi hijo —dijo—, el que salvará a Israel de los amonitas.
       Desde la distancia, Jefté contempló el orgullo quebrado de aquellos hombres como quien mira una herida. Entonces lo embargó la pena, no la pena por aquellos ancianos, tal vez ni siquiera fuese pena, sino algo parecido a la ternura, un sabor a ceniza.
       —Soy un extranjero, ancianos de Israel —les dijo con ternura—, un extranjero no debe ir delante de vosotros en la batalla, no sea que el campamento se vuelva impuro.
       Al oír esas palabras, los ancianos se levantaron.
       —Jefté, tú eres nuestro hermano —dijeron—, tú eres nuestro hermano. Hoy hemos nombrado a Galaad, tu padre, juez de Israel, y tú, nuestro hermano, serás nuestro general y lucharás por nosotros contra los amonitas. Como general de las huestes de tu padre, serás nuestro adalid, irás al frente de todos tus hermanos, Jefté, porque desde muy joven has sabido hacer la guerra. Hasta el día de hoy se sigue contando alrededor de las hogueras de los pastores la historia del despedazamiento del lobo con las manos vacías.
       —Ancianos, lo cierto es que vosotros me odiáis y, cuando haya aplastado a los amonitas, me perseguiréis como a un esclavo huido y mi padre me pondrá grilletes, porque él es el juez de Israel y yo soy un extranjero, un nómada y el hijo de una prostituta.
       —Jefté, tú eres mi hijo. Tú eres el joven que pasa la mano por el fuego y no grita y el que despedaza un lobo con las manos vacías. Si vas a luchar por nosotros contra los amonitas, yo te bendeciré frente a todos tus hermanos y, durante todos los días de mi vida, tú serás quien decida a quién traer a mi presencia.
       —Ancianos, dejadme tranquilo. Y también tú, juez de Israel, deja de implorarme. No sois unos muchachos, ¿a qué estáis jugando? Marchaos y poned a salvo vuestras canas, llevaos a vuestros sacerdotes y a vuestros escribas y a mí dejadme tranquilo. Veo claramente vuestro ardid. Jefté no será el caballo de batalla de Israel y este anciano no cabalgará sobre mi lomo.
       Entonces habló Galaad el galaadita y lo hizo con los labios apretados, como si estuviese intentando liberarse de una cadena de hierro.
       —Tu padre no juzgará en Israel —dijo—. Tú lucharás y tú juzgarás.
       Los ancianos guardaron silencio, porque se les trabó la lengua al oír esas palabras.
       Con la astucia de un zorro habló Jefté y, mientras lo hacía, la chispa amarilla brilló en sus pupilas.
       —Si es cierto que realmente hoy me hacéis juez de Israel, jurádmelo ahora por nuestro Dios —les dijo.
       —Dios escucha y es testigo: tú serás juez.
       —El hijo de una prostituta será vuestro jefe —dijo Jefté, soltando tales carcajadas que los caballos se asustaron.
       —Será nuestro jefe —dijeron los ancianos con voz extraña.
       —Entonces, engrilletad ahora mismo a este anciano. El juez de Israel os lo ordena.
       —Jefté, hijo mío…
       —Y metedlo en el pozo. He hablado.

       Al día siguiente, Jefté inspeccionó sus huestes y nombró generales y comandantes. A sus dos hermanos, Yamín y Yemuel, les mandó reunir rápidamente a todos los guerreros de las tribus de Israel. Y envió a su escudero, Azur el galaadita, a decirle a Gatel, el rey de Amón: «Vete de mi tierra».
       Y, al atardecer del día siguiente, el juez de Israel también ordenó plantar una gran tienda en medio del campamento, una tienda de honor, sacar a su padre Galaad del pozo, llevarlo a esa tienda y darle vino y también siervas. Jefté le dijo a su hija Pitdá: Si el anciano arroja la jarra de vino al suelo y la hace pedazos, apresúrate a ordenar a los siervos que rápidamente metan otra jarra en la tienda. Y, si también rompe la segunda jarra, que le lleven otra, porque a veces ese anciano se deleita con el sonido del cristal al estallar en mil pedazos. Así pues, que rompa cuantas jarras quiera. Pero ni te atrevas a entrar en la tienda, y ahora deja de reírte. Vete.

       Gatel, el rey de Amón, estaba como enloquecido por culpa de los jeftitas, que por las noches acribillaban a sus huestes y por la mañana parecía que se los hubiese tragado la tierra. Mandaba a su ejército tras ellos, pero era como perseguir al viento. En los límites de Moab, Gatel era objeto de burla y en el país de Edom, objeto de escarnio: la mosca picaba y el oso corría en círculos.
       Por medio de Azur, el escudero, Gatel envió decir a Jefté: «Déjame tranquilo, Jefté, tú eres un amonita, por qué deseas hacerme mal, yo siempre te he querido». Pero Jefté conocía al rey Gatel, que anhelaba ser uno de esos terribles reyes de la Antigüedad, pero que, con que le llegase de lejos el olor a sudor de los caballos, se mareaba. Con calma, el juez de Israel libró una batalla dialéctica con el rey de Amón mediante emisarios que iban y venían de un lado a otro: de quién era realmente esa tierra, qué antepasados fueron los primeros en asentarse en ella, qué decían los anales de la historia, quién tenía el derecho y quién tenía la justicia de su lado. Gatel llegó incluso a pensar que se hallaba ante una guerra epistolar y se pasaba el día escribiendo rollos y más rollos de pergamino.
       Los ancianos de Israel fueron a la tienda del juez a decirle, en nombre de Dios, ve, el tiempo pasa, el amonita está engullendo toda esta tierra y, si tú vacilas, quién podrá salvarnos. Jefté escuchó y guardó silencio. Los ancianos continuaron diciéndole al juez, envía emisarios al edomita, al árabe y al egipcio, y también a Damasco, nosotros solos no podremos con ellos, porque los límites de Amón son muy fuertes. Y Jefté guardó silencio.
       Pero se dijo: «Dios, dame otra señal y yo te entregaré sus cadáveres esparcidos por el campo tal y como querías, tú eres el dios de los lobos de la noche, de los lobos del desierto».
       Una noche, Pitdá tuvo otro sueño: el novio llegaba en medio de la oscuridad y le decía en voz muy baja: Ven, amada, ha llegado el momento.
       Por la mañana, Jefté escuchó el sueño y, en esa ocasión, enmudeció y su rostro se ensombreció. Por todas partes le acechaban los sueños. Y, al igual que Galaad, su padre, él creía que los sueños llegan desde el lugar del que venimos y al que volveremos al morir. Jefté se dijo: Ahora, ahora. Mientras, la joven se reía.
       Una hora más tarde sonó el cuerno de carnero.
       Los guerreros de todos los campamentos se agruparon en la ladera rocosa y el sol jugueteó con las lanzas y los escudos. Los ancianos de las tribus se asustaron mucho y buscaron las palabras adecuadas para impedir que se lanzasen todos contra las murallas de Amón en un único ataque, porque los límites de Amón eran muy fuertes y tras semejante desastre Israel no volvería a levantarse, pues el hombre salvaje parecía decidido a romper la cabeza de Israel contra las piedras de la muralla de Amón. Pero el juez de Israel salió de la tienda en mitad de aquellas súplicas y se detuvo en la entrada frente a las tropas, y en esa ocasión su hija Pitdá estaba a su lado. Posó la mano sobre el hombro de la joven y su voz sonó como la de su difunta madre al decir: Dios, si me entregas a los amonitas, el primero que salga a mi encuentro por las puertas de mi casa cuando regrese sano y salvo de los amonitas será para Dios y lo ofreceré en sacrificio…
       —Él te entregará a los amonitas y vosotras me tendréis preparado el vestido de novia —dijo la bella y oscura joven. El pueblo vitoreó, los caballos relincharon y ella se rio y ya no paró de reírse.

       Jefté el galaadita salió de su escondite en el país de Tob y se lanzó a destruir las murallas de Amón hasta reducirlas a polvo, porque los límites de Amón eran muy fuertes. Arrasó los pueblos, derribó las torres, incendió los templos, demolió los torreones, hizo añicos las cúpulas doradas y dio a las concubinas y a las prostitutas como alimento a las aves del cielo.
       Hasta que apretó el calor, Gatel cayó atravesado por la espada y Amón fue derrotado desde Aroer hasta cerca de Minit, veinte ciudades, y hasta Abel Queramín, fue muy grande la derrota y, al caer la noche, los amonitas habían sido sometidos y Gatel había muerto, y Jefté guardó silencio.



8

      La vida de un hombre es como agua tragada por la arena: el hombre desaparece de la Tierra sin que se sepa cuándo llegó ni se conozca cuándo se fue. Como sombras declinan sus días, y no es posible hacer volver a las sombras. Pero a veces llegan sueños hasta nosotros por la noche y en nuestros sueños sabemos que realmente nada pasa y nada desaparece ni se olvida, que todo permanece siempre.
       También los muertos vuelven a casa en los sueños. También los días que pasaron y se olvidaron regresan completos y radiantes en los sueños por la noche, ni una gota se pierde, no falta ni una nota. El olor a tierra mojada en una mañana de otoño antiguo, la imagen de casas quemadas cuya ceniza fue arrastrada hace tiempo por el viento, las curvas de las caderas de mujeres muertas, el ladrido frente a la luna en una noche lejana de los remotos ancestros de los perros que ahora están con nosotros, todo revive y respira en los sueños.
       Como en un sueño estaba Jefté el galaadita en la entrada de la hacienda de su padre, entre cuyos cercados había nacido, a la sombra de los frutales donde una mano le había tocado por primera vez, y de donde había huido hacía muchos años: ni una gota se pierde, no falta ni una nota. Los cercados y los campos de frutales estaban ante él como entonces, y la parra seguía acariciando con los sarmientos todos los muros de la casa y recubriéndolos de tal forma que no se percibían las negras piedras volcánicas. Y el agua corría por las acequias y a los pies de los árboles había un frío y sombrío anhelo.
       Como soñando estaba Jefté cerca de la casa mientras vislumbraba a su bella y oscura hija bajar hacia él cantando. Tras ella iban las muchachas con tambores y los pastores con flautas, y ahí estaba Galaad, su padre, un hombre amargado y corpulento. También Yamín, Yemuel y Azur bajaban por el camino mientras su madre, Nejustá hija de Zebulón, completamente blanca y vestida de blanco, miraba por la ventana con una sonrisa pálida en la cara. Y todos los perros ladraban y el ganado mugía y también estaban el escriba y el sacerdote de la casa y el sirviente calvo, todo como en un sueño, no faltaba nada.

       Las jóvenes iban detrás de ella vestidas de blanco, golpeando los tambores y cantando, a Jefté ensalzaré, a Jefté ensalzaré, y el pueblo vitoreaba jubiloso y las antorchas ardían en todo Mispé de Galaad.
       Ella bajaba como flotando, como si sus pies se negasen a tocar la tierra del camino. Como una cervatilla hacia el agua, así bajaba Pitdá hacia su padre. Iba con su inmaculado vestido de novia, con los ojos ensombrecidos por las pestañas y, cuando alzó la mirada hacia él y su risa llegó hasta sus oídos, vio el fuego y el hielo ardiendo verdes en las pupilas de su hija. Y las muchachas cantaban: a Jefté ensalzaré, ensalzaré, ensalzaré, y las caderas de Pitdá se movían sin descanso, como con una oculta danza interior, y era delgada y estaba descalza…
       Como adormilado estaba el juez de Israel frente a la hacienda de su padre. Tenía el rostro quemado y reseco y los ojos en blanco: como si estuviese mortalmente cansado. Como si estuviese soñando.
       El vocerío del pueblo iba en aumento, porque Galaad era conducido en un palanquín por Yamín, Yemuel y Azur, y las tropas gritaban, bienaventurado el padre, bienaventurado el padre. La luz de las antorchas inundaba todo Mispé de Galaad y los tambores enloquecían de júbilo.
       Qué bella y oscura estaba Pitdá al colocar la guirnalda de la victoria en la cabeza de su padre. Luego posó las manos inertes sobre los ojos de Jefté y le dijo: «Padre».
       Como una roca ardiendo en el desierto tocada de pronto por el agua fría se quedó Jefté al sentir los dedos de su hija sobre sus ojos. No quería despertar de ese estado de ensoñación.
       Estaba cansado y sediento, y su cuerpo aún no se había desprendido de la sangre y del hollín. Por un instante sintió nostalgia de la ciudad que había incendiado aquel día, Abel Queramín irguiéndose frente al cielo con su multitud de torres de cúpulas doradas, y el sol tocando por la mañana ese oro, y el joven rey enfermo implorándole, por favor, Jefté, no me dejes solo, está oscuro, cuéntame una historia, y las caravanas cruzando las puertas de la ciudad al atardecer con el sonido de los cencerros de los camellos, y los labios de las mujeres deslizándose sobre el vello de su pecho y susurrando, extranjero, extranjero, y la luz por la noche y las melodías, y su espada ensangrentada atravesando el cuello del rey enfermo y saliendo humeante por su nuca y Gatel diciendo con labios agonizantes, qué historia tan fea, y la ciudad ardiendo y las mujeres ardiendo arrojándose desde las azoteas y el olor a carne quemada y los gritos…
       Estaba en silencio e inmóvil a la entrada de la hacienda de su padre, con los ojos cerrados.
       Después, el viejo Galaad alzó la mano para hacer callar a los que cantaban, tocaban y vitoreaban, de modo que el juez de Israel pudiese hablarle al pueblo.
       El pueblo entero enmudeció para escucharle. Solo el fuego de las antorchas temblaba con el silencioso viento.
       El juez de Israel abrió la boca para hablarle al pueblo y, de pronto, cayó al suelo aullando como un lobo alcanzado por una flecha.
       Mi señora madre, dijeron sus labios. Y uno de los ancianos de la tribu allí presentes pensó: Este hombre es un impostor, no es uno de los nuestros.



9

      Ella le pidió dos meses y él respondió como si lo hubiese olvidado todo.
       —Vete de aquí —le dijo—, vete a otro país y no vuelvas jamás.
       —Ponte este manto en la cabeza y haz muuu —le dijo la joven riéndose—, y nosotros te miraremos y nos reiremos.
       Y él contestó perdido en la nostalgia.
       —Mira, Pitdá, aquí, sobre la tapia, mira, una lagartija —dijo—. Mira, ya no está.

       Pitdá estuvo vagando por las montañas durante dos meses, y sus doncellas iban detrás de ella. Los pastores se escondían al verlas. Si pasaban por algún pueblo, los aldeanos se ocultaban en sus casas. Caminaban en silencio, vestidas de blanco, a lo largo de barrancos inundados por el claro de luna. Qué quería decir esa palidez fantasmal, esa luz de plata muerta sobre colinas muertas. Ningún animal feroz las tocaba. Los olivos retorcidos por la vejez no se atrevían a arañar sus cuerpos. El sonido de sus pasos se perdía en el polvo de la tierra como el susurro de las hojas en el viento. Cómo hay que oír la multitud de sonidos y cómo hay que oír el silencio. Hombre y mujer; padre, madre e hijo; padre, madre e hija, hermano y hermano; invierno, otoño, primavera y verano; agua y viento, todo son distancias y más distancias y, si callas o gritas o ríes, todo sin excepción se perderá en el mutismo de las estrellas y en la pena de aquellas colinas.
       Pitdá, bella y oscura, caminaba riéndose con su ramo de novia, los nómadas desdichados la veían a lo lejos y decían: Es una extranjera hija de un extranjero, nadie que se acerque a ella vivirá. A sus espaldas, los nómadas del país de Tob la llamaban la prestada, porque era como una palabra prestada de otra lengua.
       Al cabo de dos meses, regresó. Jefté había dispuesto un altar en una de las montañas, y en su mano tenía el fuego y el cuchillo. Con el paso del tiempo, por las noches, los nómadas contaban junto a las hogueras que ambos mostraron una gran alegría, ella, una novia sobre su lecho nupcial y él, un joven enamorado alargando la mano para tocarla por primera vez. Ambos se rieron como se ríen los depredadores en la oscuridad de la noche, y no hablaron, solo Jefté le dijo: Mar, Mar.
       Me has bendecido y me has elegido a mí entre todos mis hermanos. No tendrás otro siervo mejor que yo. Aquí está la joven bella y oscura debajo de mi cuchillo, no te privaré de mi única hija. Dame una señal, pon a prueba a tu siervo.
       Después chillaron los animales de la noche entre las rocas y el desierto, estéril y solitario, se alzó hasta la cima de las colinas lejanas.



10

      Durante seis años, Jefté el galaadita fue juez de Israel. También estaba ansioso de sangre, e incitó a Galaad contra Efraín para destruir a Israel, todo tal y como le había dicho de joven a Gatel, el rey de Amón: No tengo parte en Israel ni tengo heredad en Amón, a ti y tus enemigos atravesaré con la espada, porque he sido un extranjero todos los días de mi vida.
       Y tras seis años, se cansó de juzgar y regresó solo al desierto. Nadie se acercaba a él, porque un miedo mortal se apoderó de todos los nómadas del país de Tob. Tan solo Azur, su hermanastro, bajaba a dejarle pan y agua a cierta distancia. Y los perros famélicos bajaban siempre con Azur.
       Durante un año permaneció Jefté solo en una cueva del país de Tob. Estudió todos los sonidos de la noche que subían desde el páramo cuando el desierto se erizaba, hasta que supo extraer todos esos sonidos de su interior, y entonces dijo basta.
       En la crónica de la casa, el escriba de la casa escribió: «Y tras él fue juez de Israel Ibsán de Belén. Y tuvo treinta hijos y treinta hijas».




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