Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
La casa es sagrada (1942)
(“La casa è sacra”)
L’amore coniugale e altri racconti
(Milán: Valentino Bompiani, 1949, 327 págs.)
Hacia el comienzo
del verano, Giacomo se encontró de pronto
completamente solo. Creía que tenía muchos amigos,
que conocía a muchas mujeres; pero unas pocas
partidas habían bastado para hacer el desierto en
torno a él. En realidad, como todos, se movía en
un restringido círculo de personas; y se le
ocurrió pensar que cuando fuera viejo estas
partidas serían sin retorno y su soledad
definitiva.
Cogió la
costumbre de levantarse tarde y de quedarse en su
cuarto de la pensión hasta la hora de la comida,
tumbado en la cama, leyendo un poco o fumando.
Después de comer salía un momento, tomaba café
en un bar, compraba un periódico y volvía a su
cuarto a leerlo. Algunas veces, si estaba cansado
o hacía más calor que de costumbre, le gustaba
dejar que el periódico cayera de sus manos y
amodorrarse una media hora. A media tarde se
levantaba, se lavaba, se peinaba, se vestía y
dejaba la pensión.
Iba a sentarse
en un café en la calle más elegante de la ciudad.
En ese café servían una cerveza alemana en
botellines que a Giacomo le gustaba mucho. Bebía
lentamente la excelente cerveza helada, observando
el paseo y a las personas sentadas ante las mesitas.
Toda la gente ociosa de la ciudad, los jóvenes
mejor vestidos, las muchachas más bonitas se
daban cita en aquel trozo de acera, entre aquellas
mesas. Muchos estaban de pie, ante los escaparates
del café, fingiendo charlar, pero en realidad
posando con indolencia ante los ojos que los
miraban y vigilando ellos mismos con el rabillo
del ojo el paseo y a los que estaban sentados.
Mujeres llenas de entusiasmo, con el cigarrillo en
la mano, se levantaban de las mesitas e iban a otras
mesas riendo y hablando muy alto. Los camareros
pasaban a duras penas con sus bandejas entre esta
multitud. Se oía bromear, llamar, charlar sin
medida, con un zumbido ininterrumpido lleno de
suficiencia y de exclusivismo, como si aquello no
fuera una calle, sino un salón cerrado para la
mayoría. Y, en efecto, si un pobre de ropas
desgarradas o simplemente alguien como Giacomo,
solitario y sin amigos, se aventuraba entre esa
muchedumbre parecía justamente que llegaba a una
casa a la que no había sido invitado y en la que no
se le deseaba. Era realmente una cuestión privada
entre los que se sentaban en las mesitas y los otros
que paseaban ante ellos. Todo ello bajo los
grandes plátanos cuyo follaje adulto arrojaba luces
y sombras extrañas sobre las mesitas, los vasos,
las caras, los trajes, Hacía calor, pero sin
bochorno, bajo un cielo sereno y ardiente. Al
oscurecer toda esa gente se desparramaba, cada uno
volvía a su casa. Los camareros subían los
toldos y quitaban las últimas mesas.
Tras beber su
primera botella, Giacomo solía tomar una segunda, y
con ésta llegaba hasta la puesta de sol. Después
se levantaba y regresaba sin prisas a su casa. Por
la noche volvía al café, donde se repetían las
mismas escenas, las mismas ostentaciones, la misma
mundanería de la tarde, sólo que en menores
proporciones y a la luz de las farolas. Las veladas
eran especialmente agradables en aquella ancha calle
aireada que subía con amplios giros entre palacios
y jardines. El viento respiraba bajo los plátanos;
en el aire apacible y cansado las voces sonaban
alegres y claras; los rostros de las mujeres, en la
penumbra, parecían misteriosos. Pasaba menos
gente que de día y por eso era posible observarla
mejor y más tiempo. Giacomo tomaba un helado en
copa y lo saboreaba lentamente, con diligencia,
como si le pagaran por eso, por tomar un helado y
mirar a la gente.
Se sentía
tranquilo y vacío; y a ratos podía hacerse la
ilusión de que dominaba enteramente esta situación
suya de soledad y abandono. Pero una especie de
angustia estaba siempre al acecho y cuando menos
se lo esperaba le apretaba el corazón. A veces
era la sensación de su avidez de cerveza y helados
lo que lo desesperaba como un rasgo mezquino, digno
de alguien que sólo espera de la vida esas
fáciles alegrías; era una mirada, un gesto, una
palabra sorprendida en aquellos transeúntes
desconocidos, que le hacían suponer cuánto más
rica era, en comparación con la suya, la vida de
los demás. Entonces advertía un oscuro dolor y
comprendía que antes del final del verano tendría
que hacer algo que le devolviera la sensación de
su libertad. Porque en esos momentos le parecía
que ya no era libre, como cualquiera habría podido
pensar, sino que estaba ligado, impotente, sujeto a
esta soledad que no había buscado ni dependía de
él.
Una noche que
volvía a su casa, tras haber pasado la consabida
hora en el café, lo atrajeron las débiles luces
que salían de las ventanas del sótano de un bar
nocturno de aquella calle. Recordó que en invierno,
allí abajo, se daban citas algunas mujeres en busca
de aventuras, por lo menos eso le habían dicho; y
quiso ver si también en verano era posible
conseguir una compañera para la noche. Bajó unos
peldaños, empujó una puerta encristalada y se
encontró en el bar. Allí dentro estaba oscuro,
debido a las luces veladas; el bochorno estival se
mezclaba desagradablemente con un tufo viejo de
humo que había quedado del invierno. En la sombra,
sobre el fondo de botellas alineadas en las repisas,
la cara del barman parecía negra de calor, como
si toda la sangre se le hubiese coagulado en el
rostro por un ataque de apoplejía.
Pero se movía
con su chaquetilla blanca y brillante, con sus manos
negras, tras el mostrador de cinc, entre la
cafetera niquelada, el grifo del agua, los frascos
de aceitunas y los demás adminículos. Giacomo,
de momento, no supo hacer más que encaramarse a uno
de los taburetes y pedirle al barman que le sirviera
un licor.
Apenas se había
acomodado y empezaba a sudar bajo aquellas bóvedas
bajas cuando advirtió que lo que buscaba no
estaba en el bar, sino en la salita contigua. Desde
el bar la mirada podía correr hasta el final del
local, que era una sucesión de minúsculas salas.
Cada sala tenía unas pocas mesas y canapés
dispuestos en los huecos de las ventanas. En ese
momento las salas estaban vacías, salvo, en uno de
los sofás empotrados en los vanos de las
ventanas, dos mujeres.
Durante un rato,
observándolas, se quedó dudoso sobre lo que
podían ser. Estaban decentemente vestidas,
incluso con elegancia, aunque sin pretensiones.
Ambas eran rubias y una parecía siete u ocho años
más joven que la otra. La más joven tenía el pelo
suelto sobre los hombros. Tenía un rostro lozano y
sin maquillaje, con grandes ojos entre celeste y
verde, nariz aguda y boca carnosa, roja y grande.
Estaba sin sombrero, vestida deportivamente, se
había quitado la chaqueta y la había arrojado
sobre una silla, quedándose en blusa, con el cuello
y los brazos desnudos. La más madura tenía el pelo
cuidadosamente rizado y ondulado, y sobre él,
inclinado sobre la frente en frágil equilibrio, se
posaba un minúsculo sombrerito. También ella
tenía los ojos claros, pero con párpados un poco
hinchados, y esto le daba una expresión viciosa e
hipócrita. Los ojos estaban pintados, así como las
mejillas y la boca, que era sinuosa y casi sin
labios. Estaba mejor vestida que su compañera, con
una elegancia urbana, manida y complicada; y a
primera vista podía incluso parecer más guapa.
Pero Giacomo, con una segunda ojeada, se convenció
de que la joven era preferible, con mucho, aunque no
fuera más que porque no tenía ese convencional
aspecto de señora formal.
Las dos mujeres
se sentaban inmóviles, sin decir palabra. Giacomo
veía a una de frente, a la del sombrero; y a la
otra, de perfil. Lo que lo convenció de pronto de
que se trataba de prostitutas fue la dignidad
excesiva, ostentosa, desentonada en aquel lugar,
de la más madura. Y las manos, posadas sobre la
mesa, de un color oscuro, nada bonitas, con las
uñas pintadas de un rojo violáceo. También la
más joven tenía las uñas pintadas, pero las manos
eran pálidas y largas.
El barman dijo
de pronto:
—Aquí tiene,
señor —y dejó una copa ante Giacomo.
Normalmente,
Giacomo no se habría atrevido a interpelar al
barman sobre las dos mujeres; pero se encontraba
ya en esa atmósfera irreal en la que la timidez se
muda en desenvoltura, aunque por debajo permanece
inmutable y no menos turbadora.
—¿Quiénes
son esas dos? —preguntó bruscamente.
El barman
limpiaba con un trapo húmedo el mostrador. Sin
levantar la cabeza ni dejar de limpiar, contestó:
—No lo sé,
señor... Estuvieron también aquí la otra noche...
Antes no las había visto nunca.
Pero todo eso
con un tono especial, como dando a entender que eran
mujeres del género que la pregunta de Giacomo
quería sugerir.
—Por favor,
lléveme la copa a esa mesa —dijo entonces
Giacomo.
Bajó del
taburete y, sin más, fue a sentarse a la mesa que
estaba al lado de la de las mujeres.
Seguía
encontrándose ahora en la misma posición con
respecto a ellas, teniendo a la más joven de perfil
y a la otra de frente. Pero esta última, que a la
fuerza debía verlo, bajó la mirada. En cambio la
otra, que podía ignorar su presencia, lo miró
descaradamente, de reojo, con sus pupilas verdes en
las que brillaba no se sabía que alegría. A
Giacomo le pareció que la del sombrero advertía
la mirada de su compañera y la desaprobaba. Pero
quizá, pensó, se equivocaba.
Vino el barman,
dejó la copa en la mesa y volvió al mostrador. En
la salita no había nadie, excepto ellos tres. La
más joven dijo de pronto, con voz sonora:
—Tu amigo ya
no viene... ¿Sabes que es un grosero?
—Chist —dijo
la mayor, fastidiada.
—¿Por qué?
—preguntó la más joven—. ¿Es que ya no puedo
hablar? Si no viene es un grosero, te lo repito.
—Está bien
—dijo la más madura sin moverse, tiesa y
envarada, como si temiera que el sombrero le
resbalase sobre la nariz—. Pero ¿por qué gritar?
—¿Quién
grita?
—Tú.
—Bueno, más
vale que ni te conteste...
Pero todo esto
parecía dicho sin cólera, casi con alegría y
quizá, o al menos así se lo pareció a Giacomo,
para llamar su atención.
—Más bien
dame un cigarrillo.
Gaicomo había
dejado su pitillera sobre la mesa, junto a la copa,
y en seguida se inclinó y la ofreció abierta. La
muchacha no fue menos rápida al aceptarla. Dio las
gracias, cogió con desenvoltura la pitillera y se
la tendió a la otra, preguntándole si quería
fumar. Su compañera parecía luchar entre el deseo
de aceptar y el despecho que le había inspirado el
gesto de la más joven.
—Realmente, no
tendría que aceptar tan pronto un cigarrillo —observó,
como quejándose.
Pero lo cogió
y, antes de ponérselo en la boca, miró la marca.
Después, con el gesto de una refinada dama que
permite que un cumplido caballero le encienda el
cigarrillo, se inclinó por encima de la mesa hacia
el mechero de Giacomo. La otra lo había encendido
por sí sola y ya echaba el humo por las narices.
—¡Qué
calor!, ¿verdad? —dijo Giacomo, dirigiéndose
intintivamente a la más madura, a la cual advertía
hostil.
La pregunta
convencional pareció agradar a la mujer, como un
rasgo de respeto casi inmerecido.
—Terrible —dijo
con tono distante y mundano, aspirando el humo en
pequeñas bocanadas, echándolo sin tragarlo y
mirando la punta encendida del cigarrillo—,
hacía tiempo que no recordaba semejante calor.
—Yo estoy toda
sudada —dijo la más joven, riendo; y alzando un
brazo mostró cómo, bajo la axila, el sudor le
había humedecido la blusa. Al hacer este gesto sus
senos llenaron la seda, con un denso relieve que
más que revelar su forma parecía evidenciar su
peso—. Y en este agujero no hay quien respire...
La mayor
pareció desaprobar esta demostración y lanzó una
ojeada molesta a su compañera. Después,
dirigiéndose a Giacomo, dijo:
—Este sitio
está más indicado en invierno, ¿verdad? En verano
son preferibles los cafés al aire libre...
De modo que
quería sostener una conversación plenamente
burguesa, pensó Giacomo, aunque había aceptado que
él se sentase a su mesa y a pesar de su compañera,
tan descarada.
—Sí —contestó—,
son preferibles los cafés al aire libre...
Especialmente los situados en jardines.
—Nosotras
vamos siempre —dijo la mujer.
—¿Cuándo?
—preguntó la otra.
—Siempre —sacudió
la ceniza del cigarrillo, inclinando la cabeza a
un lado—. Esta noche es una casualidad...
Esperábamos a un amigo...
Giacomo vio que
la más joven se echaba a reír.
—¡Un buen
amigo! ... Un amigo del que ni siquiera sabemos el.
nombre...
—Pero ¿qué
estás diciendo? —respondió la otra con voz
desdeñosa, pero sin moverse—. Se llama... —vaciló
un momento—, se llama Meluschi...
La más joven
volvió a reír.
—Pero ese es
el nombre del dueño de nuestra casa... ¿Qué tiene
que ver con esto?
—Mi hermana
está siempre de broma —dijo la mayor,
dirigiéndose a Giacomo.
—Pero no...,
no bromeo —replicó la otra, riéndose—. Ese
tipo nunca ha sido amigo tuyo ni mucho menos mío...
Lo hemos pescado, por así decirlo, en la calle...
Eso es todo.
Parecía poner
una especie de sensual crueldad en esta sinceridad
cuya. Los ojos le brillaban con malicia, la nariz le
temblaba.
—La verdad es
que estaba en un café —dijo la mujer,
dirigiéndose a Giacomo como a alguien que podía
comprenderla— y después se acercó amablemente
y se ofreció a acompañarnos... Justamente como
usted esta noche... Si sigues hablando así —concluyó
de pronto, volviéndose a su hermana—, quién sabe
lo que va a pensar el señor de nosotras...
Pero la otra no
paraba de reír, agitándose sobre su silla, con la
bonita cara encendida por una cruel diversión.
—Ya lo ha
pensado..., ya lo ha pensado... No tengas miedo...
Porque, en otro caso, no se habría acercado con esa
cara... Diga la verdad, señor... Y, a propósito,
¿cómo se llama? Ayer no hemos preguntado el nombre
y ya ve lo que ha ocurrido...
—Me llamo
Giacomo —dijo el joven, despechado y divertido al
mismo tiempo con las palabras de la muchacha; y
después, con esfuerzo—: La verdad es que me
acerqué por las razones que ustedes piensan...,
pero puedo haberme equivocado...
—Ah, no..., no
se ha equivocado... No se ha equivocado —ella se
reía con ganas.
—Yo me llamo
Rina —contestó la mayor con dignidad—, y mi
hermana, Lori.
La hermana
volvió a reír.
—Pero tú no
te llamas Rina... Te llamas Teresa...
Y yo, en vez de
Lori, me llamo Giovanna.
—Prefiero Rina
y Lori —dijo la mayor—, son más cortos... Y,
además, ya está bien, Lori...
—¿Es que ni
siquiera se puede una reír?
—Reír sí...
Pero tú eres una descarada.
—No soy una
descarada —dijo Lori. Pero se puso seria, como si
esta última observación de su hermana la hubiera
herido en lo más vivo.
Giacomo
preguntó:
—¿Y cómo se
llaman de apellido?
—Panigatti —contestó
Rina púdicamente, bajando con compunción los ojos.
—Hay en
Sicilia una ciudad que se llama Canicatti —dijo
Giacomo, divertido con la vergüenza de la mayor.
—No...,
nuestro apellido es Panigatti... Y, además, no
somos sicilianas.
—¿De dónde
son?
—Somos de
Verona —contestó la mayor. A lo cual la pequeña
guiñó maliciosamente un ojo y observó:
—La verdad es
que somos de Meolo..., pero a ella no le gusta
porque dice que remeda a un gato...
—¿Quieren
beber algo? —preguntó Giacomo.
—Sí,
champán..., champán —gritó con entusiasmo
paródico la menor.
—Yo diría que
nos fuéramos a otro sitio... ¿Qué le parece? —la
mayor recogió sus guantes de la mesa y empezó a
ponérselos.
—¿Y su amigo
Meluschi? —preguntó Giacomo.
—Me parece que
ya no vendrá, ¿no? —empezó Rina, dirigiéndose
a Giacomo.
Pero Lori gritó
impetuosamente:
—Oh, desde
luego que no le volveremos a ver el pelo... Debía
de ser un pelagatos...
Se levantaron
los tres y se dirigieron a la puerta.
Giacomo se
acercó al mostrador y pidió la cuenta.
—¿Va a pagar
las tres consumiciones? —preguntó el barman.
—Sí... y un
paquete de cigarrillos egipcios.
—Son sesenta
liras..., incluidos los cigarrillos.
Giacomo cogió
los cigarrillos, pagó, y el barman, recogiendo el
dinero, se inclinó detrás del mostrador
deseándole buenas noches.
Salieron a la
ancha acera, bajo el tupido follaje de los
plátanos. La luna, en el apogeo de su esplendor,
iluminaba más allá de la sombra de los plátanos
la ancha calle asfaltada y los canteros. Bajo
aquella luz, los colores de las flores parecían
extraños e irreales, verdes, rojos, azules,
amarillos.
—¿Adónde
vamos? —preguntó Giacomo.
—A un sitio
donde se pueda beber algo –respondió la más
joven—. Estoy harta de tener la boca seca... ¡Me
muero de sed! ...
—Yo diría que
fuéramos al bar del Splendid —contestó la más
madura, empezando a caminar por la acera y como
ostentando sus gestos en el claro de luna.
—Por favor,
uno se ahoga allí dentro —protestó la pequeña.
—Vayamos a las
grutas de Anco Marzio —propuso Giacomo.
Era un sitio no
muy distante, un subterráneo lleno de falsas
ánforas, de falsas lápidas, de falsas ruinas. Pero
con muchos entrantes, salitas, rincones apartados,
excavados en la toba y ocultos tras pilares, donde
se podía hablar cómodamente. La mayor no
pareció satisfecha; quizá el sitio no era lo
bastante refinado. Pero la pequeña se asió con
ímpetu del brazo de Giacomo.
—Sí, vamos...
Vamos a las grutas... ¿Quién era Anco Marzio?
—Un rey de
Roma.
Caminaron sin
prisa por la ancha acera desierta hasta la entrada
de las grutas: una escalera de ladrillos rojos que
bajaba al subsuelo. En la entrada, dos enormes
ánforas anunciaban el estilo del lugar. Al final
de la escalera, una lápida ennegrecida y mutilada
tenía una inscripción burlesca en latín
macarrónico. Cuando pasaron la lápida y se
aventuraron por el segundo tramo de la escalera, un
aire mezclado de humo, de vino y de moho vino a su
encuentro junto con un ruido remoto y hueco de voces
y músicas. Las grutas eran vastas y de forma
serpenteante. Después, desde el rellano,
aparecieron bajo las bajas bóvedas curvas las filas
de grandes mesas con cuartillos de vino y gente
sentada. Arcos, columnas, pilares,
contrafuertes..., el sitio trataba de simular la
estructura de las primitivas basílicas
subterráneas.
—¡Oh, qué
bonito! —dijo Lori, aplaudiendo—. Es realmente
antiguo... Parece..., ¿cómo se llamaban aquellos
sitios subterráneos donde se reunían los
cristianos?
—Catacumbas
—apuntó Giacomo.
—Eso...,
catacumbas... Nunca me habías traído aquí.
—A mí,
realmente, nunca me gustó este sitio —dijo la
mayor.
La gente de las
mesas los miraba pasar sin curiosidad.
Eran en su
mayoría jóvenes sin pretensiones, con sus
chicas. Algún grupo más numeroso bebía y
bromeaba en voz alta, que resonaba bajo las
bóvedas. Al fondo, muy a lo lejos, se veía, sobre
una tarima, el ir y venir de los brazos de tres o
cuatro músicos que tocaban el violín y el
contrabajo.
—Vamos por
aquí —dijo Giacomo.
Rodearon las
mesas de la primera sala, entraron en un pasillo muy
estrecho entre dos paredes de ladrillos rojos,
desembocaron en una habitacioncita pompeyana. Los
frescos de las paredes de este cuarto, limitados a
unos fragmentos incompletos, representaban, sobre
un fondo rojo oscuro, amorcillos, sátiros y
desnudos femeninos, tendiendo a dar la impresión
de una restauración tan sabia como prudente. Pero a
lápiz, sobre los propios frescos, los clientes
habían escrito sus nombres y frases admirativas y
zumbonas. Del techo colgaba una lámpara de hierro
forjado. Una gran mesa y unos pocos taburetes
llenaban casi por completo el cuarto. Giacomo se
sentó en la cabecera, con la mayor a la derecha y
la menor a la izquierda.
—¿Qué
quieren beber?
—Cualquier
cosa..., con tal de que sea bueno —dijo Lori.
La hermana dijo
que quería un licor. Pero resultó que no había
licores.
—Tenemos
Chianti tinto y blanco... Frascas de vino de
Orvieto... y vinos embotellados —dijo el camarero.
—¿Qué vinos
dulces tienen?
—Marsala...
Passito... Aleatico...
—Tráiganos
Aleatico.
—De modo que
son de Meolo —dijo Giacomo, para reanudar la
conversación.
—Sí —contestó
la pequeña—, pero yo vivo en Milán y mi hermana,
en cambio, vive aquí... De vez en cuando nos
visitamos... Yo vengo a verla y me quedo en su
casa... Y luego ella viene a verme y se queda en la
mía...
—A mí Milán
no me gusta —dijo Rina—. Hace demasiado frío en
invierno... He estado enferma y necesito sol.
—¿Qué es lo
que ha tenido? —preguntó Giacomo.
—Soy un poco
delicada —explicó ella, tocándose el pecho con
la mano.
En efecto,
tenía un pecho delgado y plano, como observó
Giacomo. Pero su cara de ojos hinchados tenía una
expresión viciosa que intrigaba.
—La verdad es
otra —dijo Lori—; ella tiene aquí su novio...
—¿Qué hace?
—preguntó Giacomo.
—Es
comerciante —contestó la mayor, con el mismo
pudor con el que poco antes había dicho que se
llamaba Panigatti.
—Vende quesos
—dijo la pequeña; y, riendo, se llevó dos dedos
a la nariz como para indicar que el amante de su
hermana apestaba igual que su oficio.
Llegó el
camarero con el vino. Después de descorchar la
botella, Giacomo sirvió el Aleatico en los grandes
vasos de vidrio verde.
—Está bueno
—dijo Lori mirando a Giacomo—. Es dulce.
—Aleatico —confirmó
su hermana.
Giacomo bebió
de un trago su primer vaso y luego se sirvió un
segundo. También las dos mujeres habían vaciado
sus vasos. Giacomo llenó de nuevo los vasos, y
llamando al camarero le encargó una segunda
botella.
—¿Y dónde
está ahora su amigo? —preguntó prudentemente a
Rina.
—De viaje.
—¡Oh! Lo que
es ése, no hay miedo que llegue de improviso —dijo
la pequeña, riendo—. Siempre telegrafía, a
veces incluso telefonea... ¡Es estupendo!
—Lori, no
hables así de él —dijo la mayor, irritada—, ni
siquieras lo conoces.
—No es que sea
muy espléndido, ¿sabes? —dijo la pequeña, de
manera inesperada—. Haces bien en
traicionarlo..., yo no te lo reprocho...
La mayor no dijo
nada, Giacomo pensó que tenía que conquistar a
Rina, o por lo menos intentar un acercamiento. Y
como quien no quiere la cosa extendió una mano bajo
la mesa y se la puso en las rodillas. La mujer lo
miró hipócritamente y preguntó:
—Y usted, ¿de
dónde es?
—De Ancona —contestó
Giacomo.
Desde la
rodilla, apartando torpemente el traje, la mano de
Giacomo pasó al muslo. Ella llevaba ligas muy
apretadas y después de las ligas la carne desnuda
estaba hinchada como si fuera a estallar. Estaba
completamente vestida debajo de la falda, con
puntillas, sedas, botones y un complicado sistema de
ligueros.
—Ancona es una
bonita ciudad —dijo sin moverse ni rechazar la
mano de Giacomo.
Ahora tenía la
falda echada de mala manera hacia un lado, un muslo
blanco aparecía y el otro no.
—¿Qué se
creen, que no los veo? —gritó de pronto la
hermana, pero sin rastro de celos—. Pero lo que es
por mí, sigan..., sigan...
Giacomo retiró
la mano; luego se arrepintió, pensando que,
después de todo, la mujer no pedía otra cosa; y
volvió a ponerla sobre la pierna desnuda. Pero, por
un deber de justicia, extendió el otro brazo en
torno a la cintura de la hermana. Ella se rió y
lo miró de soslayo con sus grandes ojos maliciosos,
con el vaso pegado a los labios. Giacomo se inclinó
y le rozó el cuello con los labios.
La mayor
rechazó la mano de Giacomo y se bajó la falda. No
pareció hacer esto por celos de la hermana, sino
por las conveniencias, pues precisamente en ese
momento pasaba gente al fondo de la habitación.
—¿Y qué es
lo que hace en Milán? —le preguntó él a Lori.
—¿Qué hago?
—repitió ella riendo.
—Es maniquí
—dijo la mayor rápidamente.
—Lo era —corrigió
la pequeña, subrayando con una risa el imperfecto—,
ahora hago lo mismo que ella aquí..., la vida...
—¿Por qué
dices eso? —interrogó la mayor, irritada—,
¿quieres hacerte pasar por lo que no eres?
—Mira, mira
—repitió la hermana lentamente, fingiendo un
gran asombro. Estaba borracha y sus hermosos ojos
mudaban singularmente, cambiando de expresión e
incluso de color—. Mira..., mira... Y tú, según
tú, ¿qué es lo que haces?
—Nada —dijo
Rina, disgustada, encogiéndose de hombros—; soy
una señora... Vivo por mi cuenta...
—Mira...,
mira... Entonces también yo hago lo mismo... Soy
una señora y vivo por mi cuenta... Por la noche me
pongo el sombrero y voy a un restaurante o a un
café y espero a que alguien me invite...
Rina no dijo
nada; pero contemplaba con odio a su hermana. Por
último, advirtió a Giacomo:
—Si continúa
haciendo que beba de ese modo, ya verá lo que acaba
diciéndole...
Lori se puso de
pronto como una furia.
—Ante todo, no
estoy borracha —gritó—; y, además, con el
señor Giacomo es distinto... No se da tantos aires
como tú...
—Vamos, vamos
—dijo Giacomo, conciliador, dando palmaditas en
las rodillas de la muchacha.
Ella no le hizo
caso; y Giacomo aventuró la mano por las piernas.
Ella las tenía muy juntas, y por mucho que avanzaba
la mano de Giacomo no había rastros de medias,
bragas, camisa ni ninguna prenda. Desde los
muslos, frescos, lisos, fuertes, muy distintos de
los de su hermana, subió a lo largo de la cadera,
llegó libremente al vientre que, quizá por la
posición sentada e inclinada hacia adelante,
sobresalía replegado sobre sí mismo y parecía
redondo y colmado. Ella estaba desnuda bajo su
vestido, de un modo inocente, sin segundas
intenciones, sólo porque hacía calor y era
agradable no sentir que las ropas se adherían a la
piel. La muchacha, mientras tanto, sin preocuparse
por esta exploración, continuaba gritándole a su
hermana:
—Yo soy
franca... No finjo tener un solo hombre y luego, por
las noches, me llevo a alguno a mi casa.
La hermana
callaba, la miraba fijamente y no pestañeaba, con
el sombrero calado sobre sus ojos pequeños.
—Yo soy franca
—repitió la otra. Pero ya parecía menos
vehemente y como arrepentida de su violencia—. Y
usted, estése quieto —ordenó de pronto, volcando
su furia sobre Giacomo.
—Ya le dije
que no debía hacerla beber —dijo su hermana.
Ahora Giacomo se
sentía borracho también; además, aquella desnudez
tan joven y franca le había turbado; embriaguez y
turbación le inspiraron de pronto una especie de
impaciencia.
—¿Qué le
parece si nos vamos nosotros solos y la dejamos?
—susurró a Lori en un momento en que Rina estaba
ocupada introduciendo un cigarrillo en una larga
boquilla.
Pero, ante su
sorpresa, la muchacha demostró una extraordinaria
lealtad hacia su hermana.
—Hable con
ella —contestó—; cuando estamos juntas, ella
es quien decide todo...
Un poco
asombrado, Giacomo se volvió hacia la mayor y,
bajando la voz, dijo:
—Pienso que
podríamos marcharnos..., podríamos ir a cualquier
otro sitio... Quizá con una sola de ustedes.
—Con una sola,
no —dijo Rina de inmediato—, o las dos o
ninguna...
—¿Por qué?
—Ya ve...,
hemos hecho un pacto entre nosotras.
«¿Qué haré
con dos mujeres?», se preguntó Giacomo, asombrado.
La idea de que fueran dos hermanas le parecía
original y nueva.
—¿Cuánto
piden... por las dos?
—Nos dará
quinientas liras..., doscientas cincuenta para cada
una.
Era mucho, no
pudo menos de decirse Giacomo; pero el tono de Rina
parecía excluir cualquier regateo.
—Está bien
—dijo—. Y ¿adónde iremos?
—A su casa —contestó
ella.
Hablaba con
calma y con voz normal. La hermana, más púdica,
bebía y fingía no oír nada.
—No tengo casa
—dijo Giacomo—, vivo en una pensión.
—Entonces no
sé —dijo ella, dudosa.
—¿No podemos
ir a la casa de ustedes?
—La casa —respondió
ella lentamente, con desabrido orgullo— es
sagrada.
—Pero si
estás llevando gente siempre —gritó
lánguidamente la hermana; ahora parecía que la
borrachera podía más que el resentimiento.
—¿A quién
debo creer? —preguntó Giacomo. Y luego,
comprendiendo que había dado un paso en falso—:
Pero bueno..., por una vez..., una sola vez... —y,
hablando así, cogió la mano de Rina.
Rina sonrió,
sacudiendo la cabeza.
—En casa no,
es imposible.
—Pero ¿por
qué?
—Es imposible.
Giacomo se vio
obligado a cambiar su propuesta. —Entonces vayamos
a un hotel.
—Ni por
pienso..., piden los documentos...
—¿Cómo se
llamaba aquel hotel donde fuimos hace unos días?
—gritó la otra con una curiosa confusión en la
voz—. Con aquel tipo... ¿Hotel Corona?
—Está bien
—dijo Giacomo, harto—; entonces eso quiere decir
que dentro de poco nos separaremos.
Siguió un
silencio. Rina fumaba con aire insinuante,
misterioso, mundano, clavando en Giacomo sus ojos
hinchados, pero benévolos.
—¿Cuánto
cree que tendría que gastar en el hotel para los
tres?
—No sé...;
cincuenta, sesenta liras.
—Bastante
más..., porque tendría que coger dos
habitaciones..., y una de matrimonio... Habría
gastado por lo menos cien liras...
—¿Qué quiere
decir?
—Si me promete
no armar bulla... Denos esas cien liras de más que
habría gastado en el hotel... Trescientas a cada
una..., y vamos a mi casa...
La pequeña se
echó a reír ante la cara perpleja de Giacomo.
—¿Verdad que
mi hermana es estupenda? —dijo. Y reclinando la
cabeza en la mesa metió la bonita cara ebria entre
los brazos y cerró los ojos.
—Está bien
—dijo Giacomo—. Pero vámonos en seguida.
—Vamos.
Los tres se
pusieron de pie; la mayor, que parecía tener prisa,
los precedió y desapareció en el estrecho
pasillo, entre las lápidas y los arcos de
ladrillos. Giacomo se acercó a la pequeña y la
atrajo hacia sí. La muchacha se defendió con
gestos excesivos y burlescos como dando a entender
que la hermana podía advertirlo, pero después se
dejó besar. Se separaron en seguida, y ella dijo,
sonriendo:
—Sienta bien
un beso de vez en cuando, ¿verdad?
—Sí, sienta
bien.
Salieron los
tres, volviendo a pasar entre las mesas, por las
numerosas salas del subterráneo. En las bóvedas
resonaban las voces, el entrechocar de los vasos, el
ruido de la música, de manera confusa y sonora; la
atmósfera parecía más cargada y humeante que
cuando habían entrado. Giacomo pensó que
también él había bebido demasiado. En la calle
hacía casi más calor que en las grutas. El aire
estaba inmóvil bajo los plátanos, las luces de las
farolas sólo iluminaban hojas y más hojas
colgantes, tupidas e inertes.
—Hay que tomar
un taxi —dijo la mayor, con el tono majestuoso y
distante de una gran señora que sale de un salón o
de un teatro.
Bajaron hasta la
plaza cercana; pero no había ni rastros de taxis.
—¿Dónde
está esa bendita casa? —preguntó alegremente
Giacomo.
Ahora él
llevaba a una mujer de cada brazo y casi se dejaba
guiar por ellas.
—La casa es
sagrada —dijo la pequeña, riendo.
La mayor dijo el
nombre de la calle, una calle alejadísima, en un
barrio periférico.
—Pues lo
único que podemos hacer es coger el autobús —dijo
Giacomo—, y, al llegar al final, el tranvía.
Realmente no
había otro remedio. Por suerte el autobús llegó
en seguida. Subieron. Giacomo cogió los billetes
y fueron a sentarse en el autobús semivacío, la
mayor delante y Giacomo y la pequeña detrás, en
el mismo asiento.
—La verdad es
que para usted era mejor el hotel —dijo la
pequeña en voz alta tan pronto como salió el
autobús—; a la vuelta tendrá que andar... Pero
aquí se ponen tan pesados en los hoteles. En
Milán conozco un hotel donde no preguntan nada y ni
siquiera hacen pagar por adelantado...
Alguien, sentado
ante ellos, se volvió y echó una ojeada a Giacomo
y a su compañera. Pero nadie sonrió, porque era
tarde y todos parecían cansados. El autobús
corría con impetuosa violencia por calles
desiertas, entre altas fachadas de edificios. La
mayor se volvió y le dijo, con énfasis, a Giacomo:
—Entonces...,
¿se quedará mucho tiempo? ¡Lo contenta que
estará su mujer! ... La verdad es que, con tantos
viajes, lo ve poco...
—Su mujer...
—dijo la menor, riendo—, ¿conoces a su mujer?
... Y usted, ¿está casado?
—Sí..., con
usted... —contestó Giacomo riendo y cogiéndole
la mano.
Pero ella se
soltó y le regañó con agradable severidad:
—Tenga
cuidado... Mi hermana nos mira...
—La casa es
sagrada... —dijo Giacomo.
—Sí, la casa
es sagrada.
Alguien los
miró de nuevo con curiosidad. La mayor se volvió y
preguntó:
—¿Es que no
puedes estarte calladita un rato?
—Quiero hablar
lo que me apetezca —respondió la pequeña.
Tras esta
respuesta, la mayor se irguió con dignidad y les
dio decididamente la espalda. Estaba claro ahora que
ella, desesperada, trataba de dar a entender a la
gente del autobús que no tenía nada que ver con
aquellos dos que se sentaban detrás. Abrió el
bolso y empezó a empolvarse. En el minúsculo
espejo de la polvera Giacomo vio sus ojos duros y
llenos de mal humor entre los párpados hinchados.
El autobús
llegó a la última parada y se detuvo en una plaza
oscura. A poca distancia vieron, al bajar, entre las
hojas negras y puntiagudas de las palmeras de un
jardín público, el redondo faro amarillo de un
tranvía.
—Es el nuestro
—dijo la mayor, aligerando el paso.
El tranvía
estaba casi lleno. Pero encontraron tres sitios,
en la misma posición que en el autobús. La mayor
se sentó delante y la pequeña, con Giacomo,
detrás. Alguien entró en la segunda parada, un
hombre de unos cincuenta años, de cabeza cónica y
entrecana, rematada por un fieltro negro. Estaba
enteramente vestido de negro, con cuello blanco,
camisa blanca y corbata negra. Tenía una nariz
larga y prominente, con la punta roja y gruesa, en
medio de una cara como de madera. Se sentó
rígidamente al lado de Rina y la saludó
levantando un instante el sombrero sobre la cabeza,
del mismo modo que se levanta la tapa de una olla.
—¿Y cuándo
volverá a Milán? —preguntó Giacomo.
—No muy
pronto... Esta vez quiero divertirme —dijo la
muchacha—. Mi hermana siempre me lleva a sitios
elegantes... y luego encontramos a gentes como el
tipo de ayer, que no acuden a las citas... Yo, en
cambio, prefiero los restaurantes adonde van los
hombres de negocios... Me han dicho que el... —y
nombró un restaurante de moda— es justamente el
sitio apropiado.
La hermana se
movió en su asiento, pero no se volvió.
—Sí —dijo
Giacomo—, en ese restaurante se come bien.
—Quiero
divertirme —continuó la muchacha—. ¿Cómo se
llama ese sitio donde se baila de noche y donde hay
números de variedades?
—El Edén —apuntó
Giacomo.
—Fui hace
algún tiempo... con un meridional..., era un tipo
muy gastador... ¿Qué le parece si vamos una de
estas noches?
—¿Por qué
no?
—Me gustan
mucho esos sitios —concluyó ella. Giacomo no
dijo nada y la muchacha prosiguió—: Si va
alguna vez a Milán, ¿vendrá a verme?
—¿Dónde
vive?
—Le daré la
dirección —contestó ella, mirándolo con una
especie de ebria complacencia—, podrá ir cuando
quiera... Mi casa no es sagrada.
El hombre del
fieltro negro se volvió y lanzó una mirada
prolongada y escrutadora a la chica y a Giacomo. La
nuca y los hombros de Rina estaban tan inmóviles
que ni siquiera los estremecían las sacudidas del
tranvía.
—¿Sabe? —continuó
la muchacha, tras un momento—. Su vino se me ha
subido a la cabeza... ¡Pero era tan bueno!
El tranvía se
detuvo. Rina se puso en pie y se dirigió, sin decir
nada, hacia la salida. El hombre del sombrero negro
se levantó también y al pasar ante Rina, que se
había parado, levantó de nuevo el sombrero,
saludándola. Ella respondió con gracia y dignidad,
como si le hubiera agradecido más este saludo
después de la conversación de su hermana.
—¿Adónde
vas? —gritó Lori, levantándose a su vez—. ¿Es
ya nuestra parada?
La hermana no
dijo nada y bajó. Bajaron también Giacomo y
Lori. El tranvía se marchó y se encontraron en un
inmenso espacio de liso y negro asfalto. Tres lados
de este espacio informe estaban limitados por altas
edificaciones, con pocas ventanas iluminadas. Pero
ante ellos, en una perspectiva macilante y
centelleante, dos filas de farolas se alineaban
hasta perderse de vista a ambos lados de lo que
parecía una calle perfectamente empedrada y
terminada, pero sin el menor rastro de casas.
—¿Ya
llegamos? —preguntó la pequeña, mirando a su
alrededor—. Yo jamás consigo orientarme...
La mayor esperó
que el señor de negro, que había bajado con ellos,
se hubiera alejado; y después, con tono violento e
intenso:
—Sí, ya
llegamos... Pero tú ya puedes hacerte a la idea de
no volver nunca más a mi casa.
—¿Porqué?...
¿Qué te pasa?
—Te lo he
dicho mil veces —continuó la otra; y parecía
que, a medida que hablaba, se enfurecía más—.
Por lo menos en mi barrio, en el tranvía que cojo
todos los días, no hables así... Y, en cambio,
como si nada... No has dicho más que tonterías
todo el tiempo... y en voz alta...
—Pero ¿qué
he dicho?
—En el
tranvía todos me conocen... ¿Qué pensarán de
mí? —continuó Rina—. ¿Has visto a ese señor
que estaba a mi lado... ? El abogado Picchio... Vive
en el mismo edificio..., la puerta de enfrente a
la mía... ¿Qué pensará de mí ahora? Que mi
hermana es una puta..., que llevo hombres a mi
casa...
—Pero ¿qué
te importa?
—Me importa
muchísimo... No quiero que hablen de mí a mis
espaldas...
—Oye —la
pequeña dio un salto y se plantó en medio de la
plaza, con las manos en jarras—, oye... Ya me
estás jorobando con todas esas historias...
Después de todo, ¿qué es lo que sabrán tus
vecinos? ... La verdad... Y, además, vete al diablo
—dio otro salto y volvió al lado de Giacomo.
—Sí, muy bien
—dijo la mayor—, pero es la última vez que te
invito.
Caminaron
todavía un rato en silencio. Después Rina se
acercó al portal de uno de aquellos edificios.
—Por favor, no
hagan ruido —dijo en voz baja a Giacomo, girando
la llave en la cerradura.
Entraron en un
zaguán con zócalo de mármol negro. Una lámpara
de cristal en forma de estrella de muchas puntas
reflejaba sobre las paredes miríadas de luces
descompuestas en facetas. Del zaguán pasaron al
patio de la escalera. Rina rodeó la jaula del
ascensor y se acercó a una puerta de la planta
baja, al final de un pasillo.
—Despacio —volvió
a recomendar mientras entraban.
Una vez dentro,
Rina encendió una lámpara encerrada en un dado de
cristal blanco. Se vio que el piso estaba decorado
con estilo muy moderno. Por todas partes había
muebles en forma de cajas, luces niqueladas, mesas
de cristal, sillas tubulares.
Rina guió a
Giacomo por un estrecho pasillo, hasta una puerta
cerrada, diciendo:
—Podemos pasar
ya al dormitorio.
El cuarto era
pequeño y la cama matrimonial, ancha y muy baja, lo
ocupaba casi por entero. Estaba cubierta con una
tela de un dibujo de muchos cuadros empotrados unos
en otros, difuminados en diversas tonalidades, del
azul al violeta, al rojo y al marrón. Esta tela se
veía también en las sillas y en una butaca. Un
armario compuesto por varias cajas unidas, con un
espejo biselado en el centro, cubría toda una
pared. Las mesillas de noche tenían lámparas en
forma de bola. Todo estaba muy limpio y, pese a los
colores vivos de la colcha, parecía más bien
triste y mortecino, como la habitación de un hotel
moderno y sin pretensiones. Rina se quitó con
cuidado el sombrero y lo guardó en el armario.
Después fue a un rincón y se quitó por la cabeza
el vestido, quedándose en combinación negra
calada. Casi no tenía pecho, observó Giacomo,
pero el cuerpo era agradable, con caderas anchas y
piernas gruesas, de carnosas pantorrillas. Giacomo
no sabía qué hacer; cuando Rina se le puso a tiro
la cogió por la cintura. Ella se dejó besar de
buen grado, pero fríamente.
—Ahora preparo
la cama —dijo—. Si quiere, puede ir a desnudarse
al cuarto de baño...
Se inclinó
sobre la cama para quitar la colcha, y al hacerlo
levantó la pierna enfundada en seda, dejando ver
que la liga estaba demasiado apretada en la
hinchazón del muslo. Una vez quitada la colcha,
abrió con cuidado las sábanas. Las sábanas
estaban limpias y aún tenían los pliegues del
planchado, se veía que no había dicho una frase
vacía de sentido al afirmar que la casa era
sagrada. Giacomo se preguntaba si debía desnudarse;
pero se avergonzaba de tenderse desnudo y solo en
aquella vasta cama matrimonial. La mayor se había
sentado en el borde de la cama y se quitaba
cuidadosamente las medias, dándole la espalda. La
pequeña había desaparecido, se la oía a través
de la puerta entornada trajinando en el cuarto de
baño. Giacomo le preguntó a Rina si era posible
abrir la ventana: hacía mucho calor allí dentro.
—Cuando
apaguemos la luz —contestó ella—; ahora
mirarían hacia aquí y podrían vernos.
De repente Lori
volvió del cuarto de baño y fue a situarse ante
el espejo del armario. Giacomo la vio mirarse
prolongadamente, con una curiosa atención;
después, sin dejar de escrutarse y como pensando en
otra cosa, desabrochó lentamente la blusa de
arriba abajo. Abiertos todos los botones, se quedó
un instante en suspenso y luego, con idéntica
lentitud, se quitó la blusa, quedando con el torso
desnudo. Tenía senos bastante grandes que
descendían como achatados y estirados por su peso,
pero las puntas se dirigían hacia arriba, y por el
modo rígido y entero con que temblaba el pecho a
cada movimiento se comprendía que aquella
conformación era una característica del cuerpo y
no el efecto de una precoz madurez o cansancio. Ella
pasó al lado de Giacomo y fue a dejar la blusa
sobre el respaldo de una silla. Después se acercó
a un gramófono que se encontraba en un rincón,
sobre un taburete, y dijo:
—Pongamos un
poco de música.
Inclinada,
empezó a darle cuerda y mientras tanto, entre los
cabellos que le caían sobre los ojos, miraba de
arriba abajo, con expresión alegre, a Giacomo. Los
senos, con aquel movimiento, casi ni se movían; y
esto asombraba a Giacomo, porque aquel gesto de dar
vueltas a la manivela era violento y le sacudía
todo el cuerpo. Resonaron las primeras notas de un
bailable; y ella vino hacia él con los brazos
tendidos.
—Bailemos.
Empezaron a
girar. La música se hizo más fuerte, y Rina, que
estaba sentada ante el tocador, gritó sin
volverse:
—Apaguen el
gramófono.
En vez de
obedecer, sin dejar de dar vueltas, Giacomo pasó al
corredor. Ahora no sentía la menor timidez, ya
estaba metido hasta el cuello en la aventura y sólo
tenía que seguirla hasta el final. Pronto también
Rina se desnudaría, acabaría de desnudarse Lori,
él mismo se quitaría la ropa y los tres se
acostarían juntos en la gran cama matrimonial.
Este pensamiento
le inspiraba un intenso placer y casi lo privaba de
la impaciencia del acto amoroso. Pero quería
abrazar a solas a Lori porque sentía vergüenza al
hacerlo ante su hermana. Pero justamente cuando
trataba, sin prisas, de transformar un paso de baile
en un abrazo, la música cesó de improviso.
—Es esa
estúpida de Rina —dijo la muchacha; se soltó con
violencia de los brazos de Giacomo y se lanzó a la
habitación.
Giacomo la
siguió, bastante descontento.
—¿Por qué
has parado el gramófono? ¡Estábamos bailando!
—le gritó a su hermana, que muy tiesa cerca del
gramófono volvía a cerrar la tapa.
—Ya te he
dicho que no quería bulla —contestó Rina—, me
parece que ya has hecho bastante en el tranvía...
Me has avergonzado ante el abogado Picchio..., nunca
más me atreveré a mirarle a la cara...
Ahora estaban
una frente a la otra, con el gramófono en medio,
una medio desnuda y la otra en combinación.
—¿Qué me
importa tu abogado Picchio? —gritó la pequeña—.
Y, además, habrá comprendido la verdad..., que vas
por ahí buscando hombres... ¿Qué pasa?
—A mí me
importa mucho... Y, además, no es cierto... Quien
va buscando hombres en Milán eres tú.
—Ah, sí...,
¿ y tú, qué haces?
—No te ocupes
de lo que hago... Pero acuérdate de que mientras
estés en mi casa debes comportarte bien... Esta
noche me has avergonzado... Ciertas cosas las haces
en tu casa, pero no aquí...
—¡La casa es
sagrada!, ¿eh? —la pequeña se echó a reír con
esfuerzo; pero de pronto su rostro enrojeció de
cólera—. No sé qué hacer con tu asquerosa
casa..., prefiero irme ahora mismo.
—Por mí,
vete... Me gustaría mucho —dijo la mayor, con un
tono menos firme y como atemorizado.
Pero la pequeña
estaba furiosa.
—Claro que me
voy..., me voy.
Cogió de la
silla la blusa, se la puso y empezó a
abrochársela a toda prisa.
—¡Vete de una
vez! —repitió la mayor; pero estaba claro que
sufría ante esta decisión de su hermana.
—Me largo... y
no me volverás a ver.
Con la cara
roja, la muchacha fue detrás del armario y sacó de
un maletero una maleta de tela con cantoneras y
remates de cuero. Después abrió un cajón y
empezó a meter ropa a tontas y a locas en la
maleta.
—¡Vamos! —intentó
Giacomo, acercándose—. ¡Vamos!
Pero la muchacha
lo rechazó.
—¡Y usted,
déjeme en paz!
—Por mí,
lárgate —dijo de nuevo la hermana.
Se había
quedado al lado del gramófono y tenía un rostro
desconcertado.
—Me largo...,
no lo dudes..., de tu asquerosa casa.
—Lárgate —dijo
la hermana, con dolor—, lárgate lo más pronto
posible.
Lori no
contestó esta vez. Apoyando la maleta sobre el
muslo y alzando la rodilla la cerró. Pasó
furiosamente entre Giacomo y su hermana, fue al
perchero, cogió un sombrerito ajado y salió del
cuarto.
—¡Lori! —llamó
de pronto la hermana, como cediendo a un
sentimiento demasiado fuerte.
Nadie le
respondió. Un instante después todo el piso
tembló debido a la puerta de la casa que se batió
con violencia. Rina fue a sentarse en el borde de la
cama y se cogió la cabeza con las manos.
Todo había sido
tan rápido que Giacomo ni siquiera había tenido
tiempo de recuperarse de su primer y presuntuoso
presentimiento de que estaba metido hasta el cuello
en la aventura y que sólo tenía que seguir la
agradable pendiente de los acontecimientos hasta el
final. Aún estaba lleno de esta intensa y grata
seguridad y, en cambio, la aventura ya se había
esfumado.
Le acometió una
sensación punzante y dolorosa de tedio, de
desilusión y de gratuidad. Luego miró a la mujer
sentada en el borde de la cama preparada en vano,
con combinación negra calada, el rostro entre las
manos, y vio que lloraba.
—Y pensar —dijo
con voz extraviada, que el llanto hacía trémula—
que he hecho tanto por ella... Tantos sacrificios...
Cuando era una niña y yo apenas tenía dieciséis
años la he mantenido... con mi trabajo... Sin mí,
¿qué habría sido de ella? Veraneo, trajes, de
todo... Cuando fue mayor la hice entrar como
maniquí en una casa de modas... Durante mucho
tiempo me privé del pan por mandarle dinero... Y
ahora, ¿ha visto cómo me trata?
Ella lo miró de
arriba abajo, entre los párpados hinchados y
lacrimosos que ahora no tenían nada de viciosos,
y sacudió la cabeza.
—¡Vamos! —dijo
Giacomo con esfuerzo, sentándose a su lado y
cogiéndole una mano—. Volverá.
—No..., la
conozco..., no volverá tan pronto... Más aún, no
volverá nunca —balbució. Cogió un pañuelo bajo
la almohada y se sonó la nariz.
Giacomo se
preguntaba ahora si debía proponer a la mujer que
lo hicieran ellos solos, como si nada hubiera
ocurrido. Pero decidió que Rina, tan llorosa y
deshecha, quizá aceptaría, pero habría sido una
compañera demasiado triste para el amor.
—Pienso —dijo,
levantándose— que sólo me queda irme.
—No le
propongo que se quede —contestó ella,
levantándose también—. Me siento tan mal...
¿Ha visto cómo me ha tratado? ¡Qué mala, qué
mala! ... ¡Cuánta ingratitud!
Hablando así
pasó al vestíbulo. Ante la puerta, Giacomo la
cogió entre sus brazos y le dio un beso. Ella se lo
devolvió con una especie de gratitud.
—Lo siento —dijo.
—No tiene
importancia —dijo Giacomo.
Una vez fuera
miró a su alrededor con la esperanza de encontrar a
la enfurecida Lori. Pero sólo vio los grandes y
negros lagos de asfalto, las hileras brillantes y
remotas de las farolas y los altos edificios
apagados. «De modo que también este día acabó»,
pensó con disgusto. Y se encaminó en dirección a
las farolas.
(1942)
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