Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
En la oscuridad (1886)
(“В потемках”)
Originalmente publicado, con el subtítulo “Recuerdos de verano”,
en la Gaceta de San Petersburgo, 235 (15 de septiembre de 1886);
Relatos abigarrados (1887), sin el subtítulo;
Obras completas (1899, vol. I)
Una mosca de mediano tamaño se
metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera
metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la
oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un
cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan
ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes,
alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una
rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó.
Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los
cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no
concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se
incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y
se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la oscuridad era
completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y
los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve
palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona
pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el
silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga
para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el
estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la
vecindad de los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna quien
rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera,
lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que
procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se
dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un
caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió
claramente los contornos de un ser humano. Luego le pareció que la
sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de
detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie
sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.
"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una
palidez mortal se extiende por su rostro. En un instante su
imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes:
un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el
aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un
hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon
las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.
—¡Vasia!—exclamó zarandeando
a su marido—. —¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta,
Vasili, te lo suplico!
—¿Qué ocurre?—balbucea el
consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido
con las mandíbulas.
—¡Despiértate, en el nombre
del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la
vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina
irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo
mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.
—¿Qué pasa? ¿Quién... es?
—¡Dios mío! No oye... Pero,
comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en
nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y...¡la vasija de plata está
en el aparador!
—¡Majaderías!
—¡Vasili, eres insoportable! Te
digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo
que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se
incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
—¡Dios mío, qué seres!—gruñó—.
¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno
por estas tonterías!
—Te lo juro, Vasili; he visto a
un hombre entrar por la ventana.
—¿Y qué? Que entre... Será,
seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Digo que es el bombero de
Pelagia que viene a verla.
—¡Eso es peor aún!—gritó
María Michailovna—. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca
toleraré en mi casa semejante cinismo.
—¡Vaya una virtud!... No
permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear
a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial,
querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a
visitar a las cocineras.
—¡No, Vasili! ¡Tú no me
conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa
semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que
se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga
el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu
casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!
—¡Dios mío!...—gruñó
Gaguin con fastidio—. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu
cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?
—¡Vasili, que me desmayo!
Gaguin escupió con desdén, se
calzó sus zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina.
Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas.
De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y
despertó a la niñera.
—Vasilia—le dijo—, cogiste
ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—Se la he dado a Pelagia para
que la limpie, señor.
—¡Qué desorden! Cogéis las
cosas y no las volvéis a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por
la casa sin bata.
Al entrar en la cocina se dirigió
al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las
cacerolas...
—¡Pelagia!—gritó, buscando a
tientas sus hombros para sacudirla—. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de
representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar
por la ventana?
—¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y
quién va a entrar por la ventana?
—Mira, no me andes con cuentos.
Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha
perdido nada por aquí.
—Pero ¿me quiere hacer perder
la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo
día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento,
y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes...,
tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con
que se me honra es con palabras como ésas...¡He trabajado en casa de
comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!
—Bueno, bueno... No hay por qué
gritar tanto... ¡Qué se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
—Es vergonzoso, señor—dice
Pelagia, con voz llorosa—. Unos señores cultos... y nobles, y no
comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...—se
echó a llorar—. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay
nadie que nos defienda.
—¡Bueno, basta!... ¡A mí
déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede
entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡me tiene sin
cuidado!
Por este interrogatorio ya no le
quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y
volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
—Escucha, Pelagia—le dice—.
Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—¡Ay, señor, perdóneme! Me
olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un
clavo, junto a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca la bata
alrededor de la estufa, se la pone y se dirigió sin hacer ruido al
dormitorio.
María Michailovna se había
acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo
tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a
torturarla la inquietud.
“Cuánto tarda en volver!—piensa—.
Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?”
Y en su imaginación se pinta una
nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza...,
muere sin proferir un grito..., un charco de sangre... Transcurrieron
cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.
—¡Vasili!—gritó con voz
estridente—. ¡Vasili!
—¿Qué sucede? ¿Por qué
gritas? Estoy aquí...—le contestó la voz de su marido, al tiempo
que oía sus pasos—. ¿Te están matando acaso?
Se acercó y se sentó en el borde
de la cama.
—No había nadie—dice—.
Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es
tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...
Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no
tenía sueño.
—¡Lo que tú eres es una
miedosa!—se burla de ella—. Mañana vete a ver al doctor para que
te cure esas alucinaciones. ¡Eres una psicópata!
—Huele a brea—dice su mujer—.
A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.
—Sí... Hay algo que huele
mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están
las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la
audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada
uno, con su autógrafo.
Raspó un fósforo en la pared y
encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para
buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente,
desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer le mira con
gran asombro, espanto y cólera...
—¿Has cogido la bata en la
cocina?—le preguntó palideciendo.
—¿Por qué?
—¡Mírate al espejo!
El consejero suplente se miró en
el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en
vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras
intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una
nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro
de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María
Michailovna da rienda suelta a su imaginación.
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