Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Historia de un contrabajo (1886)
[Otro título en español: “Novela con contrabajo”]
(“Роман с контрабасом”)
Originalmente publicado, con el subtítulo “Extravagancia veraniega”,
en la revista Fragmentos, 23 (7 de junio de 1886);
Obras completas (1899, vol. I)
Procedente de la ciudad, el
músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov,
en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar
una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme
contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la
orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no
majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.
“¿Y si me bañara?”, pensó.
Sin detenerse a considerarlo
mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La
tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a
sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce
sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después
de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que
pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de
pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos... Recuerdos
de la niñez... tristezas del pasado... y amor naciente... ¡Dios mío!...
¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!...
Habiendo perdido la fe en la
humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot
Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había
convertido en un misántropo.
“¿Qué es la vida? —se
preguntaba con frecuencia—. ¿Para qué vivimos?... ¡La vida es un
mito, un sueño, una prestidigitación...!” Detenido ante la dormida
beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e
involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo
rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.
“¡Basta! —pensó exhalando un
profundo suspiro—. ¡Adiós, maravillosa aparición! ¡Llegó la
hora de partir para el baile de su excelencia!” Después de
contemplarla una vez más, y cuando se disponía a volver nadando, por
su cabeza pasó rauda una idea: “He de dejarle algo en recuerdo mío
—pensó—. Dejaré algo prendido en su caña de pescar. ¡Será una
sorpresa que le envía un desconocido!” Smichkov nadó suavemente
hacia la orilla, cortó un gran ramo de flores silvestres y acuáticas
y, después de atarlo con un junco, lo enganchó a la caña. El ramo
se hundió hasta el fondo, pero arrastró consigo el lindo flotador.
El buen sentido, las leyes de la
naturaleza y la posición social de mi héroe exigirían que este
cuento acabara en este preciso punto; pero, ¡ay...! El designio del
autor es irreductible... Por causas que no dependen de él, el cuento
no terminó con la ofrenda del ramo de flores. Pese a la sensatez de
su juicio y a la naturaleza de las cosas, el humilde contrabajo estaba
llamado a representar un papel importante en la vida de la noble y
rica beldad.
Al acercarse nadando a la orilla,
Smichkov quedó asombrado de no ver sus prendas de vestir. Se las
habían robado. Unos malhechores desconocidos lo habían despojado de
todo mientras él contemplaba a la beldad, dejándole sólo el
contrabajo y la chistera.
—¡Maldición! —exclamó
Smichkov—. ¡Oh, gentes engendradas por la malicia! ¡No me indigna
tanto la pérdida de mi vestimenta, ya que la vestimenta es vanidad,
como el verme obligado a ir desnudo, atacando con ello la decencia
pública!
Y sentándose sobre el estuche del
contrabajo se puso a buscar una solución a su terrible situación.
“No puedo presentarme desnudo en
casa del príncipe Bibulov —pensaba—. ¡Habrá damas! ¡Y, además,
los ladrones, al robarme los pantalones, se llevaron al mismo tiempo
las partituras que tenía en el bolsillo!” Meditó tan largo rato
que llegó a sentir dolor en las sienes.
“¡Ah...! —se acordó de
pronto—. No lejos de la orilla, entre los arbustos, hay un
puentecillo... Puedo meterme debajo de él hasta que anochezca, y
cuando sea de noche, en la oscuridad, me deslizaré hasta la primera
casa.
Con este pensamiento, Smichkov se
caló la chistera, cargó el contrabajo sobre su espalda y se dirigió
con paso vacilante hacia los arbustos. Desnudo y con aquel instrumento
musical sobre la espalda, recordaba a cierto antiguo y mitológico
semidiós.
Y ahora, lector mío, mientras mi
héroe está sentado bajo el puente lleno de tristeza, volvamos a la
joven pescadora. ¿Qué había sido de ésta?
Al despertarse la beldad y no ver
en el agua su flotador, se apresuró a tirar del sedal. Este se hizo
tirante, pero ni el anzuelo ni el flotador salieron a la superficie.
Sin duda, el ramo de Smichkov, al llenarse de agua, se había hecho
pesado.
“O bien he pescado un pez muy
grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo”, pensó la joven.
Tiró unas cuantas veces más de
la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente,
enganchado en algo.
“¡Qué lástima! —pensó—.
¡Se pesca tan bien al anochecer...! ¿Qué haré?” La extravagante
joven, sin pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el
maravilloso cuerpo en el agua hasta la altura de los marmóreos
hombros. No era tarea fácil desprender el anzuelo del ramo enredado
en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su fruto. Poco más
o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía
resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.
Un destino funesto la acechaba,
sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se
habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los
gusanos.
“¿Qué hacer? —lloró la
joven—. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?... ¡No!
¡Nunca! ¡Antes la muerte! Esperaré a que oscurezca, y en la sombra
me iré a la casa de la tía Agafia, desde donde mandaré a la mía
por un vestido... Mientras tanto, me esconderé debajo del puentecillo...”
Y mi heroína, escogiendo aquellos
sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió
corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un
hombre desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó
un grito y perdió el sentido.
Smichkov también se asustó.
Primeramente tomó a la joven por una ondina.
“¿Es tal vez una sirena venida
para seducirme? —pensó, suposición que lo halagó, pues siempre
había tenido una alta opinión de su exterior—. Mas si no es una
sirena, sino un ser humano, ¿cómo explicarse esta extraña
metamorfosis?”
—¿Por qué está aquí, debajo
de este puente? ¿Qué le sucede? —preguntó a la joven.
Mientras buscaba una respuesta a
estas preguntas, la beldad recobró el sentido.
—¡No me mate! —dijo en voz
baja—. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con
largueza. Estuve dentro del agua desenganchando mi anzuelo y unos
ladrones me robaron el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.
—Señorita... —dijo Smichkov,
con voz suplicante—. A mí también me han robado la ropa, y no
sólo eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron
las partituras que estaban en el bolsillo.
Los contrabajos y los trombones
son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una
agradable excepción.
—Señorita —dijo, pasados unos
instantes—. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de
acuerdo conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible
salir de aquí. Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted
meterse en la caja de mi contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la
escondería a mi vista...
Diciendo esto, Smichkov sacó el
contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo
profanaba el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo.
La beldad se metió, encogiéndose, en el estuche y el músico anudó
las correas, celebrando mucho que la naturaleza lo hubiera obsequiado
con tanta inteligencia.
—Ahora, señorita, no me ve
usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la
llevaré a casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más
tarde.
Una vez anochecido, Smichkov se
echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con
él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el
siguiente: pasaría primero por la casa más próxima para procurarse
ropa y proseguiría después su camino...
“No hay mal que por bien no
venga —pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y
se doblaba bajo su carga—. Seguramente, por haber intervenido con
tanta eficacia en el destino de la princesa Bibulov, seré
generosamente recompensado.”
—¿Está usted cómoda,
señorita? —preguntaba con el tono de un galante caballero que
invita a bailar un quadrillé—. No se preocupe, tenga la bondad,
acomódese en mi estuche como si estuviera en su casa.
De repente, se le antojó al
galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos
figuras humanas. Mirando con más detenimiento, se convenció de que
no se trataba de una ilusión óptica. Dos figuras caminaban, en
efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.
“¿Serán éstos los ladrones?
—pasó por su cabeza—. Parecen llevar algo... Con seguridad,
nuestras ropas...”
Y Smichkov, depositando el estuche
al borde del camino, salió corriendo en persecución de las figuras.
—¡Alto! —gritaba—.
¡Alto!... ¡Atrápenlos!
Las figuras volvieron la cabeza, y al notar que los iban persiguiendo,
echaron a correr... Aun durante largo rato escuchó la princesa pasos
veloces y el grito de: “¡Alto!, ¡alto!” Por último, todo quedó
en silencio.
Smichkov estaba entregado a la
persecución, y seguramente la beldad hubiera permanecido largo tiempo
en el campo, al borde del camino, si no hubiera sido por un feliz
juego de azar. Ocurrió, en efecto, que al mismo tiempo y por el mismo
camino, se dirigían a la casa de campo de Bibulov los compañeros de
Smichkov, el flauta Juchkov y el clarinete Rasmajaikin. Al tropezar
con el estuche, ambos se miraron asombrados.
—¡El contrabajo! —dijo
Juchkov—. ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el contrabajo de nuestro
Smichkov! ¿Cómo ha venido a parar aquí?
—Esto es que a Smichkov le ha
ocurrido algo —decidió Rasmajaikin.
—O que se ha emborrachado y lo
han robado... Sea como sea, no debemos dejar aquí el contrabajo. Nos
lo llevaremos.
Juchkov cargó el estuche sobre
sus espaldas, y los músicos prosiguieron su camino.
—¡Diablos ! ¡Lo que pesa! —gruñía
el flauta durante el camino—. ¡Por nada del mundo hubiera
consentido yo en tocar en este monstruo! ¡Uf!
Al llegar a la casa de campo del
príncipe Bibulov, los músicos dejaron el estuche en el sitio
reservado a la orquesta y se fueron al buffet.
En aquella hora ya se habían
empezado a encender arañas y brazos de luz.
El novio (el consejero de Corte
Lakeich), guapo y simpático funcionario del Servicio de
Comunicaciones, con las manos metidas en los bolsillos, conversaba en
el centro de la habitación con el conde Schkalikov. Hablaban de
música.
—En Nápoles, conde —decía
Lakeich—, conocí a un violinista que hacía verdaderos milagros. No
lo creerá usted, pero con un contrabajo de lo más corriente lograba
unos trinos... ¡Algo fantástico! Tocaba con él los valses de
Strauss.
—¡Por Dios! —dudó, el conde—.
¡Eso es imposible!
—¡Se lo aseguro! ¡Y hasta las rapsodias de Listz! Yo vivía en la
misma fonda que él y, como no tenía nada que hacer, llegué a
aprender en el contrabajo la rapsodia de Liszt.
—¿La rapsodia de Liszt?
¡Hum!... ¿Está usted bromeando?
—¿No lo cree usted? —rió Lakeich—. Pues se lo voy a demostrar
ahora mismo. Vamos a la orquesta.
Y el novio y el conde se
dirigieron a la orquesta. Se acercaron al contrabajo, desataron
rápidamente las correas y... ¡oh espanto!
Pero ahora, mientras el lector da
libertad a la imaginación y se dibuja el final de aquella discusión
musical, volvamos a Smichkov... El pobre músico, no habiendo podido
alcanzar a los ladrones, volvió al lugar en que había dejado el
estuche: pero ya no estaba allí la preciosa carga. Perdido en
suposiciones, pasó y repasó varias veces por aquel paraje y, no
encontrando el estuche, decidió que había ido a parar a otro camino.
“¡Esto es terrible ! —pensaba
mesándose los cabellos y presa de un frío interior—. ¡Se
asfixiará dentro del estuche! ¡Soy un asesino!” Ya había entrado
la medianoche y Smichkov continuaba dando vueltas por el camino,
buscando el estuche. Por fin volvió a meterse bajo el puentecillo.
“Seguiré buscando cuando
amanezca”, decidió.
Al amanecer, la búsqueda dio el
mismo resultado y Smichkov decidió esperar debajo del puente a que
llegara la noche...
“La encontraré —mascullaba,
quitándose la chistera y tirándose del pelo—. ¡Aunque tarde un
año, la encontraré!”
Todavía hoy, los campesinos que
habitan los lugares descritos cuentan cómo por las noches, junto al
puentecillo, puede verse a un hombre desnudo, todo cubierto de pelo y
tocado con una chistera. Cuentan también que, a veces, debajo del
puente, se oyen roncos sonidos de contrabajo.
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