Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Un drama (1887)
(“Драм”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos, 24 (13
de junio de 1887);
Discursos inocentes (1887);
Relatos abigarrados (1891);
Obras completas (1899, vol. II)
—Una señora pregunta por
usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar.
Hizo una mueca de desagrado, y contestó:
—¡Al diablo! ¡Dile a esa
señora que estoy ocupado!
—Esta es la quinta vez que viene.
Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.
—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle?
Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la
levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas,
para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al
gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa,
colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía
elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich
alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a
rezar ante un icono.
—Naturalmente, ¿no, se acuerda
usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el
gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.
—¡Ah, sí!... Haga el favor de
sentarse. ¿En qué puedo serle útil?
—Mire usted, yo... , yo —balbuceó
la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de
mí... Soy, la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento
y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor
intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad.
Sí, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy
extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme
escritora, pero... no he dejado de contribuir algo..., he publicado
tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído...
He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una
revista importante de Petrogrado.
—Sí, sí... ¿Y en qué puedo
serle útil a usted?
—Verá usted... — y bajó los
ojos, poniéndose aún más colorada —. Conozco su talento y sus
opiniones. Y quisiera saber lo que piensa... o, más bien, quisiera
que me aconsejase... En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo
a la censura quisiera que usted me dijese...
Con mano trémula sacó un
voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de
sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a
escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos
disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se
llenó de terror y dijo:
—Bueno..., déjeme el drama, y
lo leeré.
—Pavel Vasilich! —suplicó la
señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está
usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta
que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero...,
tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le
quedaré obligadísima.
—Tendría un gran placer,
señora, en complacer a usted; pero... no tengo tiempo. Iba a salir.
—Pavel Vasilich —rogó la
visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio.
Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me
voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme
usted media hora... sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de
gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse
a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:
—Bueno, acepto... Si no es más
que media hora...
La señora Murachkin lanzó un
grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado
y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna,
que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después
del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor
sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere
que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija
Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil
la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan
y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha
pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un
pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre
enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo
pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida
la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba
en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco
después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin
una mirada llena de odio.
—¡Que el diablo te lleve! —pensaba—.
¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué
cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!
Miró el retrato de su mujer,
colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que
comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra
de queso y unos polvos para los dientes.
—¿Dónde he puesto yo la
muestra de la cinta? —pensaba—. Creo que está en el bolsillo de
la chaqueta... Con tal que no se pierda... Las malditas moscas han
manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie... Esta
endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está,
probablemente, tocando a su fin... Pobre señora, está muy gruesa
para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a
escribir dramas! Mas valía que hiciera medias o que cuidase a las
gallinas...
—¿No le parece a usted este
monólogo demasiado largo? —preguntó de pronto la señora Murachkin,
levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de
dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran
confusión.
—¡Nada de eso! Al contrario, me
gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara
gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al
análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la
razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un
concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para
mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es
sino el producto de la asociación de ideas?... Valentín (Con
amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué
piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena
diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado,
y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se
apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con
gran interés.
—La escena diez y siete —se
dijo— y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se
prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer... ¡Es
insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz
triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro
de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió
la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena
representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la
izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas
unas campesinas.»
—¡Perdóneme! —interrumpió
Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?
—¡Cinco! —respondió rápida
la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr,
continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se
encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar
en la taberna.»
Como un condenado a muerte que
hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se
hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos
abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento
dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del
drama y se fuera le parecía muy lejano.
—Rim, run, run... run, run, run
—zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.
—Se me había olvidado tomar
bicarbonato —pensaba—. Tengo que cuidarme el estómago... Antes de
marcharme iré a ver a Smírrov... ¡Calla, un pajarito se ha parado
en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo,
y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a
la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas;
comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba
al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me
vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto
pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas
razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.)
¡No, no puedes partir!... »
La señora Murachkin empezó a
inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una
enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se
hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la
mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus
brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el
sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia
bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una
enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y
fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un
minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el
sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos;
después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme!
Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El
barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu
noble padre... »
La señora Murachkin empezó
nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda
la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas
salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado
pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de
la señora Murachkin.
—¡Deténganme, la he matado!
—dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de
inculpabilidad.
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