Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


El cazador (1885)
[Otros títulos en español: “Un cazador”, “Yeguer”

(“Егерь”)
Originalmente publicado en la revista Gaceta de San Petersburgo
(número 194, 18 de julio, o.s. 1 de agosto, de 1885);
Relatos abigarrados (1886);
Obras completas (vol. 3, 1899–1901)


      Mediodía bochornoso y sofocante. En el cielo no hay ni una nube… Las hierbas, quemadas por el sol, se doblan con aire triste y desesperado: aunque lloviera, no reverdecerían… El bosque está silencioso e inmóvil, como si escrutara alguna cosa desde lo alto de sus copas o esperara algún acontecimiento.
       Por el borde del lindero camina con indolencia y desgana un hombre alto y estrecho de hombros, de unos cuarenta años de edad, vestido con una camisa roja, unos pantalones remendados que le ha dado su amo y unas botas altas. Avanza por el sendero con paso cansino. A la derecha verdea el bosque; a la izquierda, hasta el mismo horizonte, se extiende un mar dorado de centeno maduro… Está rojo y sudoroso. Sobre la hermosa cabellera rubia luce con bizarría una gorra blanca, con la visera recta como la de los jockeys, regalo, sin duda, de algún generoso señor. Lleva un morral en bandolera, con un urogallo hecho un ovillo en su interior. El hombre tiene en la mano un fusil de dos cañones, con el gatillo levantado, y sigue con la mirada, entornando los ojos, a su viejo y enflaquecido perro, que corre delante de él y olisquea los arbustos. A su alrededor reina el silencio, no hay ni un ruido… Todas las criaturas vivas se ocultan del calor.
       —¡Yegor Vlásich! —dice de pronto alguien en voz baja.
       El cazador se estremece y, tras dirigir una mirada a su alrededor, frunce las cejas. A su lado, como si hubiera surgido de debajo de la tierra, aparece una campesina de unos treinta años, de blanca tez, con una hoz en la mano. Trata de mirarle el rostro y sonríe con timidez.
       —¡Ah, eres tú, Pelagueia! —dice el cazador, deteniéndose y bajando poco a poco el gatillo—. ¡Hum…! ¿Qué haces tú por aquí?
       —Yo y otras mujeres de la aldea hemos venido a trabajar aquí. Como jornaleras, Yegor Vlásich.
       —Ya… —gruñe éste, reanudando lentamente la marcha.
       Pelagueia le sigue. Dan unos veinte pasos en silencio.
       —Hace mucho tiempo que no lo veía, Yegor Vlásich… —dice Pelagueia, mirando con ternura el movimiento de los hombros y los omoplatos del cazador—. Desde Pascua, cuando entró usted en nuestra isba a beber un vaso de agua, no había vuelto a verlo… En aquella ocasión apenas se quedó usted un minuto y sabe Diosen qué estado estaba… borracho… Me llamó usted de todo, me golpeó y se marchó… He esperado mucho tiempo… Me he estropeado los ojos de tanto buscarle con la mirada… ¡Ah, Yegor Vlásich, Yegor Vlásich! ¡Podía haber pasado por casa al menos una vez!
       —¿Qué se me ha perdido a mí en tu casa?
       —Nada, por supuesto, pero… de todos modos, están los asuntos domésticos… Podía ver cómo van las cosas… Es usted el dueño… ¡Pero si ha matado usted un urogallo, Yegor Vlásich! Si quisiera usted sentarse un momento a descansar…
       Tras pronunciar esas palabras, Pelagueia se ríe como una tonta y levanta los ojos hasta el rostro de Yegor… En el suyo resplandece una expresión de felicidad…
       —¿Sentarme? Está bien… —dice Yegor con indiferencia y elige un lugar entre dos jóvenes abetos—. ¿Qué haces ahí de pie? ¡Siéntate tú también!
       Pelagueia se sienta a cierta distancia, a pleno sol, y, avergonzada de su alegría, se cubre la sonriente boca con la mano. Transcurren un par de minutos en silencio.
       —Podía haber pasado al menos una vez —dice en voz baja Pelagueia.
       —¿Para qué? —suspira Yegor, quitándose la gorra y enjugándose la frente enrojecida con la manga— No veo la necesidad. Pasar allí una hora o dos no tiene ningún sentido y sólo serviría para confundirte, y yo no estoy hecho para vivir de manera permanente en la aldea… Ya sabes que soy un hombre mimado… Lo que yo necesito es una buena cama, té de calidad y conversaciones delicadas… todo de categoría… Y en la aldea, donde tú vives, no hay más que miseria, isbas llenas de humo… No aguantaría allí ni un solo día. En caso de que un decreto me obligara a vivir contigo, prendería fuego a la casa o me mataría. Desde niño me ha tentado la buena vida, qué le vamos a hacer.
       —¿Dónde vive usted ahora?
       —En casa del señor Dmitri Ivánich, en calidad de cazador. Me encargo de procurar caza para su mesa, pero si me mantiene a su servicio… es sobre todo por gusto.
       —La suya no es una ocupación seria, Yegor Vlásich… La gente la considera una distracción y usted, en cambio, la toma por un oficio… por un trabajo de verdad…
       —Tú no lo entiendes, tonta —dice Yegor, mirando el cielo con expresión soñadora—. Nunca has comprendido la clase de hombre que soy y no lo comprenderás en tu vida… En tu opinión, soy un tipo chiflado y estrafalario, pero para los expertos soy el mejor tirador de la región. Los señores lo saben y hasta en una revista se ha hablado de mí. No hay cazador que pueda compararse conmigo… Y si desprecio las actividades de la aldea, no es por comodidad ni por orgullo. Desde que era pequeño, sabes, no he conocido otra ocupación que el fusil y los perros. Si me quitan el fusil, cojo la caña; y si me quitan la caña, me las arreglo con las manos. También me he dedicado a la compraventa de caballos, he recorrido las ferias cuando tenía dinero, y tú misma sabes que si un campesino se hace cazador o se ocupa de caballos, adiós al arado. Una vez que el hombre le toma el gusto a la libertad, nada puede quitárselo. De la misma manera, cuando un señor se hace actor o se ocupa de alguna otra actividad artística, ya no hay modo de que se haga funcionario o hacendado. Tú eres una campesina y no entiendes de estas cosas.
       —Lo comprendo, Yegor Vlásich.
       —No lo creo, porque estás a punto de llorar…
       —No… no lloro —dice Pelagueia, volviendo la cabeza—. ¡Lo suyo es pecado, Yegor Vlásich! ¡Que no haya pasado un solo día conmigo, desdichada! Hace doce años que nos casamos y… ¡entre nosotros no ha habido nunca amor! No… no estoy llorando…
       —Amor… —balbucea Yegor, rascándose el brazo—. Entre nosotros no puede haberlo. Según los papeles somos marido y mujer, pero ¿acaso es eso cierto? Para ti yo soy un salvaje y para mí tú eres una mujer simple, que no entiende nada. ¡Menuda pareja! Yo amo la libertad, la vida regalada, las diversiones; tú eres una jornalera, una campesina con chanclos, vives en medio de la suciedad, con la espalda siempre doblada. Me considero el primer cazador de la región y en cambio tú me miras con lástima… ¡Vaya pareja!
       —¡Pero estamos casados, Yegor Vlásich! —solloza Pelagueia.
       —No por mi voluntad… ¿Es que lo has olvidado? Debes agradecérselo al conde Serguéi Pávlich… y a ti misma. El conde, envidioso de que disparara mejor que él, me hizo beber durante un mes entero, y a un borracho no sólo se le puede casar, sino incluso convertirlo a una fe distinta. Se aprovechó de mi ebriedad para casarme contigo por venganza… ¡Un cazador con una vaquera! Te dabas cuenta de que estaba borracho y de todos modos te casaste. No eres una sierva, podías haberte negado. Entiendo que para una vaquera sea toda una suerte casarse con un cazador, pero hay que tener un poco más de juicio. Ahora sufres y lloras. El conde se divierte y a ti no te queda más que llorar… y darte de cabezadas contra la pared…
       Se produce un silencio. Por encima del lindero vuelan tres patos salvajes. Yegor los mira y los sigue con los ojos hasta que, convertidos en tres puntos apenas visibles, desaparecen en la lejanía, más allá del bosque.
       —¿De qué vives? —pregunta él, volviendo la mirada a Pelagueia.
       —Ahora trabajo como jornalera; en invierno tomo a mi cargo un niño de la inclusa y lo crío con biberón. Me pagan un rublo y medio por mes.
       —Ya…
       Nuevo silencio. Desde uno de los surcos recién segados, llega una delicada canción que se interrumpe a las primeras notas. Hace demasiado calor para cantar…
       —Dicen que le ha levantado a Azulina una isba nueva —comenta Pelagueia. Yegor guarda silencio—. Eso significa que le gusta…
       —¡Tal es tu suerte, tu destino! —dice el cazador, estirándose— Paciencia, huerfanita. Bueno, adiós, ya hemos hablado bastante… Tengo que llegar a Boltovo antes de la noche…
       Yegor se pone de pie, se estira y se echa la escopeta al hombro. Pelagueia se levanta.
       —¿Cuándo vendrá usted a la aldea? —pregunta en voz baja.
       —No hay razón para que vaya. Nunca iré con la cabeza despejada y de un borracho poco provecho puedes sacar… Cuando bebo me vuelvo desagradable… ¡Adiós!
       —Adiós, Yegor Vlásich…
       El cazador se echa la gorra sobre la coronilla, llama a su perro con un chasquido de la lengua y reanuda la marcha. Pelagueia, quieta en su sitio, le sigue con la mirada… Contempla el movimiento de sus omoplatos, su nuca varonil, sus andares perezosos y descuidados, y sus ojos se llenan de tristeza y de suave ternura… Su mirada recorre el cuerpo alto y delgado de su marido, y con la imaginación le cubre de caricias y cuidados… Él parece percibir esa mirada, se detiene y vuelve la cabeza… No dice nada, pero al ver su rostro y sus hombros levantados Pelagueia comprende que quiere decirle algo. Se acerca con timidez y le mira con ojos suplicantes.
       —¡Toma! —dice él, dándose la vuelta.
       Le entrega un billete de un rublo todo arrugado y se aleja con rapidez.
       —¡Adiós, Yegor Vlásich! —dice ella, cogiendo maquinalmente el rublo.
       El cazador avanza por un camino largo y recto como una correa tendida… Ella, pálida e inmóvil como una estatua, sigue con la mirada cada uno de sus pasos. Pero pronto el color rojo de su camisa empieza a fundirse con la tonalidad oscura de los pantalones; sus pasos se hacen invisibles; el perro ya no se distingue de las botas. Sólo se ve la gorra, pero… de repente Yegor gira bruscamente a la derecha y también esta desaparece entre el follaje.
       —¡Adiós, Yegor Vlásich! —susurra Pelagueia y se pone de puntillas para ver al menos una vez más la gorra blanca.




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